HISTORIA DE MI
CONVERSIÓN
Nací el 6 de marzo de 1791 en Estrasburgo, capital del departamento del
Bajo Rin, de padres que siempre han gozado de la estima general, y celosos
observantes de la ley de Moisés. El Señor me inculcó muy pronto la sed de
estudio y el gusto por los idiomas. Mi padre fue lo suficientemente ilustrado
como para dar a cada uno de sus hijos la educación más acorde con sus gustos,
comportamiento que entonces no tenía ejemplo, o casi, entre los judíos de
Alsacia. Me hicieron estudiante. La enseñanza de mis primeros años, como
la de todos los niños judíos de aquella época, cuando no estaban destinados a
convertirse en comerciantes y usureros, consistía exclusivamente en practicar
la explicación del texto hebreo con comentarios en lengua rabínica y en el
estudio del Talmud. Mi padre, rabino con el rango de hhaber[1], excelente hebraísta y buen talmudista, se encargó de
la instrucción. Se aplicó a ello con tanto cuidado que, a los diez años, cuando
me citaban algún versículo de la Biblia o alguna palabra notable del texto
sagrado, indicaba sin dudar el capítulo y la explicación que los comentarios
dan de ese lugar. Lo que más contribuyó a fijar la concordancia en mi memoria
fueron los curiosos que venían, más a menudo de lo que hubiera querido, a
importunarme con preguntas, a menudo insidiosas; pues a veces ocurría que me
preguntaban el lugar de versículos que no existían, forjados a placer o tomados
de libros distintos de la Biblia.
Mi hermano, que mostraba grandes aptitudes para el dibujo, fue enviado a
la escuela central de nuestra ciudad, para seguir el curso del Sr. Guérin,
hermano del famoso pintor de ese nombre. Nunca antes había aparecido en esta
escuela un niño de nuestra nación. Debió tener un gran deseo de aprender el
arte de Apeles y Rafael, porque su paciencia y perseverancia tuvieron que
soportar terribles asaltos. A pesar de dos decretos recientes, uno de los
cuales declaraba a los judíos como ciudadanos activos, y el otro pronunciaba la
igualdad para todos los ciudadanos, un muro de hierro seguía interponiéndose
entre los israelitas y la sociedad cristiana, que los consideraba literalmente
como una raza de parias. Los compañeros de mi hermano, que probablemente
desconocían incluso la posibilidad de tales decretos liberales, lo perseguían,
al salir de clase, lanzándole insultos y piedras y, lo que es peor, frotándole
los labios con tocino. A pesar de los dirigentes de la escuela, que más de una
vez interpusieron su autoridad, estas persecuciones continuaron hasta que mi
hermano se distinguió por sus progresos y los premios que obtenía al final de
cada año. Ahora es uno de los mejores miniaturistas de nuestra provincia.
Ya entonces el tema favorito de mis reflexiones eran los motivos de
credibilidad de la religión y aprovechaba con gusto cualquier oportunidad para
informarme sobre las creencias y el culto de los cristianos. Recuerdo que tuve
un singular placer en razonar sobre la religión con un mozo de cuadra en
la posada de la Bodegaprofunda, la cuna de mi nacimiento, donde
vivíamos. Era un buen alemán de Lorena, un católico muy devoto. Su biblioteca
consistía en un pequeño catecismo y un libro de devoción del mismo volumen. A
pesar de este escaso bagaje teológico, poseía el precioso conocimiento de los
pequeños y en estos tiempos de impiedad y profanación, se aferraba firmemente a
las palabras del Apóstol: “Tú, por la fe, estás en pie” (Rom. XI, 20). Debe
haber sido interesante ver a un niño de diez años, que buscaba la verdad,
discutir un asunto tan serio con un hombre de edad madura, que estaba bien
persuadido de la verdad.
Estos indiscretos coloquios me valieron más de una vez severas
reprimendas de mis padres.
Cuando tenía doce años fui admitido, tras pasar un examen, en la primera
sección de la escuela talmúdica בית המדרש, mantenida a expensas de los
judíos de Alsacia, en Edendorf*37, a seis leguas de Estrasburgo. De esta clase, en la que se
suele permanecer tres años, pasé al año siguiente a la segunda sección que
formaba la escuela talmúdica de Bischheim, pueblo cercano a la ciudad principal
del departamento. Tras dieciocho meses en esta última, fui admitido en la
tercera y última sección, la escuela de estudios talmúdicos avanzados,
establecida en Westhoffen, a pocas leguas de Estrasburgo. El doctor
de la ley que presidía este instituto, el rabino Isaac Lundeschuetz, era
uno de los talmudistas más eruditos y sutiles de su tiempo. No pudo
sorprenderse lo suficiente cuando le presenté, escrita en hebreo rabínico, la
tesis que había entregado el día anterior en hebreo-alemán ante todos los
estudiantes reunidos. Había durado tres horas y se basaba en el texto que forma
el fol. 8 del tratado Betza del Talmud. Esto ocurrió unas semanas
después de mi llegada a su academia. Hizo transcribir mi ensayo tal cual, en
uno de sus manuscritos, parte del cual ha publicado desde entonces con el
título כלילת יופי.
A partir de ese día me convertí en uno de sus principales discípulos a
los que comunicaba, para consultar, sus obras sobre el Talmud.
Muchos años después de mi salida de su academia, este rabino continuó
escribiéndome las más afectuosas cartas, en las que a menudo me mostraba el
consuelo que le causaba el alto grado de mi educación y aptitud. Todavía
conservo estas cartas.
Durante un largo viaje que el rabino Isaac Lundeschuetz hizo a Alemania
para recoger limosnas, la administración de las escuelas talmúdicas me envió a
Phalsbourg, en Lorena, para continuar mi teología bajo la dirección del rabino
Gouguenheim, recientemente fallecido, a una edad muy avanzada, Gran Rabino del
distrito del consistorio israelita de Nancy. Un documento de este erudito
rabino, que aún poseo, atestigua, en los términos más halagadores, mi
aplicación al estudio y mi progreso en la teología judía, desde mi más temprana
juventud, así como los éxitos que había obtenido en su escuela.
Durante las vacaciones, que tenían lugar en primavera y otoño, en los
meses de las grandes fiestas de Pascua y Tabernáculos, volví a Estrasburgo,
donde aproveché las tesis públicas y los estudios privados del célebre Gran
Rabino David Suitzheim, que fue sucesivamente jefe (naci) del Sanedrín
convocado en París en 1807 por un decreto imperial, y presidente del
consistorio central de los israelitas de Francia e Italia[2]. Frecuenté a los rabinos Samuel-Samuel y Zadoc Weil
con el mismo propósito. Estos doctores de Israel también me dieron, en
diferentes ocasiones, los más bellos testimonios de mi conocimiento y talento
en el campo de la teología talmúdica.
La Providencia quiso que, a pesar de la substracción de mis papeles y
manuscritos, la mayoría de estas piezas permanecieran en mis manos.
Sin embargo, mi propensión al cristianismo adquirió un carácter más
decidido. Aprovechando todos mis momentos de ocio y, cuando no me estorbaba
demasiado, robando varias horas al sueño, trabajé con increíble ardor para
perfeccionarme en latín y griego, a fin de instruirme en esta religión en las
obras originales. Mi inclinación, aunque todavía vaga, por la religión de
Cristo, no podía dejar de manifestarse de vez en cuando. Mi padre, que nunca
dejó de observarme, estaba tan alarmado que no escatimó medios para hacerme
abandonar estos estudios profanos, para limitarme a la teología, al
igual que los demás jóvenes estudiantes *38. Estos obstáculos, como siempre, sólo sirvieron para
estimularme más. Continué en secreto mis estudios favoritos que, como fruta
prohibida, tenía más encanto para mí que nunca. El Sabio tenía mucha razón
cuando dijo: “Las aguas hurtadas son (más) dulces; y el pan comido
clandestinamente es (más) sabroso” (Prov. IX, 17).
En la primavera de 1807, después de haber completado mi curso de
teología talmúdica y habiendo apenas entrado en la adolescencia, se me confió
la educación de los hijos del Sr. Mayer Sée, un rico israelita de Ribeauvillé,
en el Alto Rin, que murió hace unos años como miembro del consejo municipal.
Además de las lecciones ordinarias de gramática, historia, etc., y
especialmente de hebreo, enseñaba el Talmud al mayor de mis alumnos. Permanecí
con el Sr. Sée durante tres años, al final de los cuales, aceptando condiciones
más ventajosas, me hice cargo de la educación de los hijos de su cuñado.
Fue en Ribeauvillé donde tuve mi primer encuentro con un sacerdote
católico.
Sabéis, mis queridos hermanos, que es muy raro, especialmente en
Alsacia, que los judíos[3] frecuenten la sociedad cristiana, que no les gusta, y
donde sólo serían admitidos con la mayor dificultad. Logré obtener este favor
excepcional en Ribeauvillé. Un poco de educación y un exterior diferente al que
tan fácilmente se reconoce a los judíos en nuestra provincia y en Alemania, me
sirvieron como carta de presentación en algunas casas cristianas.
Entre estas casas mencionaré particularmente la del alcalde, en 1808,
porque la frecuenté más que a las demás. Se trataba de una familia católica muy
piadosa e ilustrada. Expresé mis ideas a favor del cristianismo tan claramente
que me prestaron un catecismo francés y me ofrecieron una entrevista con un
clérigo. Acepté esta oferta con presteza. El día señalado, fui el primero en
llegar a la cita, donde tuve una charla bastante larga con un párroco. Pero aún
no había llegado el momento que el Señor había fijado para mi conversión. La
forma en que se desarrolló mi conversación con este clérigo no fue de tal
naturaleza que me dispusiera a ello. Le devolví el catecismo unos días más tarde,
acompañado de algunas observaciones bastante indecorosas. Por toda respuesta,
me las devolvieron en pedazos. La estimada familia tuvo la caritativa
discreción de guardar silencio para no comprometerme con los judíos.
Probablemente atribuyó todo lo ocurrido a la ligereza de mi juventud. Todavía
le estoy agradecido por ello y le expreso mi gratitud pública por el gran
interés que mostró por mi salvación y por su prudente conducta en esta
circunstancia.
Ya no me veía preocupado por la religión católica; pero sentía
interiormente algo que me agitaba y perturbaba mi descanso.
Al año siguiente, el recién instalado Gran Rabino del distrito
consistorial del Alto Rin vino de visita a Ribeauvillé. Me confirió, por propia
iniciativa, el título de rabino con grado de hhaber, “impresionado,
así se expresó en el diploma, por mi habilidad en el Talmud a tan temprana
edady por el éxito con que lo enseñaba”. Otros seis diplomas para el mismo
grado, cuya redacción es un tejido de elogios, me fueron concedidos en el mismo
año, o poco después, por doctores de la ley y grandes rabinos de la primera
distinción. Dos de estos títulos anunciaban que pronto recibiría el rango de
doctor. A partir de entonces, mis miras estaban puestas en el rabinato y me
alejé cada vez más de mis primeras ideas cristianas.
¡Fue también en Ribeauvillé donde gusté por primera vez, con toda la
emoción de una juventud inocente, la felicidad de ver mi nombre citado en un
periódico y, una vez más, con elogios! ¡Y, además, en un periódico oficial que
el emperador, no lo dudaba en absoluto, no podía dejar de leer de una punta a
la otra! Ni una sola línea pudo escapar a su ojo de águila. Y luego ese inmenso
público que me vio en el periódico ¡y de forma halagadora! La cabeza me daba
vueltas; y como al mismo tiempo sentía que mi estatura se alargaba sin medida,
entendí mejor que Acrón, Porphyrion, JanusParrhasius, Ludovicus
CaeliusRhodiginus, AntoniusMancinellus, Petrus Crinitus y otros comentaristas
empolvados del viejo in-folio de Horacio, esta línea del lírico latino:
Sublimi feriam (repetíaferio)
sidera vertice
(“Tocaré [toco] las estrellas con mi cabeza enaltecida”, Carm., I, 1).
Habría escrito en mi sombrero, no soy Guillot, pastor de este rebaño[4], sino soy ese Drach, alabado en el periódico.
Todos los que me encontré, ¿podría dudarlo?, debieron leerlo. Nunca más en mi
vida experimentaré una felicidad tan viva, aunque un colegio electoral me
nombrara por unanimidad miembro de la Cámara de Diputados. Mi
pensamiento no podía desprenderse de la operación del impresor, que juntaba las
cinco letras de mi nombre; luego este nombre, enmarcado en el resto de
la plancha, era llevado bajo la prensa; luego este gran montón de papel, que
veía allí, enviaba sus hojas, una tras otra, para recibir la impresión. ¡Qué
hermoso era!
Pero es necesario decir cuál fue ese artículo que tanto estimuló mi amor
propio.
La paz de Tilsit acababa de concluir. Por orden superior, se debía
cantar un solemne Te Deum en los templos de todos los credos. Pero la
sinagoga no utiliza, por razones obvias, el hermoso himno de San
Ambrosio. Los dirigentes del templo israelita de Ribeauvillé, deseando
distinguirse en esta ocasión, me encargaron una hermosa odahebrea. He
practicado con cierto éxito con la lira de David y Asaf. ¿Quién no ha
hecho versos en su juventud? Mi poema, solicitado sólo la víspera de la
ceremonia, fue el trabajo de una noche, opus uniusnoctis, como dice San
Jerónimo en alguna parte, y lo acompañé con una traducción literal al francés.
Al día siguiente se solicitó a todas las personas capaces de copiar el hebreo y
el francés. Se envió una copia manuscrita de mi composición a la prefectura de
Colmar, con el informe de la ceremonia. Unos días más tarde, la hoja semanal de
la prefectura, una hoja tan grande como la mano[5], al informar sobre la solemnidad, decía: “Y en la
sinagoga de Ribeauvillé se cantó un poema hebreo, en presencia de las
autoridades que habían sido invitadas, compuesto por el Sr. Drach, que relata
con elocuencia, y en un estilo verdaderamente oriental, los beneficios de la
paz y del reinado de Napoleón”.
En 1810, llegué a Colmar para vivir como instructor en casa del Sr.
Javal, el mayor. La honorable familia Javal, que unos años más tarde se instaló
en París, y de la que conservaré un recuerdo conmovedor toda mi vida, no dejó
de darme muestras de confianza e interés hasta el momento de mi abjuración; a
partir de ese momento cesaron todas las relaciones entre ella y yo, quiero
decir entre los Javal que habían permanecido judíos y yo; pues los miembros de
esa familia, mis antiguos alumnos, siguieron mi ejemplo.
Después de haber permanecido dos años en esta familia, en la que fui tan
feliz, resolví llevar a cabo un proyecto que alimentaba desde hacía mucho
tiempo, a saber, ir a París para perfeccionar mis estudios profanos, es
decir, los que no eran el Talmud; pero en aquella época todos los proyectos de
los jóvenes se posponían hasta después del sorteo de la conscripción, sorteo
ilusorio porque todos los números salían. Me llamaron a filas en 1811 y me
declararon no apto para el servicio militar debido a mi mala visión. Todos los
jóvenes de la época intentaban producirse defectos para no ser utilizados como carne
de cañón en la horrible carnicería de los campos de batalla. Hice la prueba
de miopía y tuve suficiente éxito como para que me enviaran a casa. Los jóvenes
israelitas eran lo suficientemente vulgares como para envidiarme esta felicidad
más que el artículo del pequeño periódico de la prefectura. Libre a partir de
ahora, sentí un sentimiento irresistible que me atrajo hacia la capital donde,
según dije, se había detenido la estrella de mi felicidad. Sin embargo,
allí no vi ni lugar ni protector.
Mi padre, al que acudí para pedirle su bendición antes de abandonar
nuestra hermosa y feliz provincia, hizo todo lo que estaba en su mano y agotó
sus más bellas flores retóricas para hacerme desistir de mi plan de marcharme.
Por fin, viéndome inamovible en mi resolución, repitió con acento de
exclamación las palabras de los padres de Rebeca: “Es el Señor quien habla en
esta ocasión”, Gén. XXIV, 50. “Este firme propósito –añadió- es una prenda de
la gran felicidad que le espera en París”. Ah, ¿qué mayor felicidad podía esperarme
allí que la del santo sacramento del bautismo? Quiera Dios que nunca me haga
indigno de esta gracia. El excelente Sr. Javal, por su parte, había hecho todo
lo posible para retenerme en su casa. Incluso tuvo la generosidad de invitarme,
durante los primeros meses después de mi partida, en todas sus cartas, tan
amistosas, tan benévolas, a volver a su casa en Colmar, si no encontraba nada
en París.
Así pues, llegué a París, rico en vagas esperanzas, pobre en finanzas,
sin traer conmigo más medios ni recomendaciones que mi teología judía y una
provisión de conocimientos lingüísticos.
Estábamos entonces en el primer fervor de la reforma social de los israelitas
franceses, a la que la mano de hierro y el poderoso genio del Emperador
acababan de dar el impulso junto con la fuerza de una máquina a vapor de alta
presión. Encontré la mejor acogida entre los principales israelitas de
la capital, en su mayor parte hombres ilustrados, ocupados con el más
encomiable celo en favorecer los puntos de vista de Napoleón sobre sus
correligionarios, es decir, en inspirar a los judíos el gusto por la
agricultura, los oficios, las artes, las ciencias, sin olvidar la profesión de
las armas, para apartarlos de su comercio fraudulento y de sus hábitos
usureros. ¡Qué diferentes eran de nuestros judíosalsacianos, ignorantes,
toscos, ávidos de dinero, sin otra ambición que la de acumular riquezas, sin
rehuir ningún medio para lograr este fin, mientras tenían la habilidad de
ponerse fuera del alcance de la ley[6]! Los campesinos de los departamentos del norte del
imperio, oprimidos por la usura, estaban al borde de la ruina, cuando Napoleón,
que no bromeaba, como dijo Talleyrand, descargó la espada sobre las
demandas judaicas *39.
En la nueva esfera en la que me encontraba, la Providencia dispuso las
cosas de la manera más admirable para preparar mi conversión. Además de un
puesto distinguido que había obtenido en el consistorio central, el difunto Sr.
Baruch Weil, un israelita que gozaba justamente de gran consideración, me
confió la educación de sus numerosos hijos. Los rápidos progresos de los
jóvenes Weil y su sólida instrucción, de la que daban prueba sus exámenes
semanales, hicieron que su maestro gozara de tan buena reputación, que varias
familias, incluso cristianas, le pidieron que diera a sus hijos al menos unas
cuantas lecciones a la semana.
El señor Baruch Weil, en cuya casa pasaba la mayor parte del día y que
me daba de comer, fue el instrumento de mi resolución final, esta vez
irrevocablemente decidida, de profesar públicamente el catolicismo. Contribuyó
mucho en contra de su intención, pues era muy celoso del fariseísmo y observaba
todas sus prescripciones con escrupulosa exactitud. Tenía como vecino al Sr.
Louis Mertian, cuya extrema modestia no pudo evitar que su nombre tenga la más
honrosa publicidad. En Francia, la virtud, no más que el vicio, no puede
permanecer amurallada. El buen uso que hace de su fortuna, acrecentada
por el genio y la gran actividad, arranca, por así decirlo, en todas partes,
gritos de reconocimiento y aplauso que no es posible sofocar. No sólo alivia un
gran número de desgracias, no sólo contribuye generosamente a todas las
instituciones de caridad y utilidad pública, sino que también se interesa
especialmente por un gran número de niños pobres, colocados por su cuidado en
varios establecimientos. La miseria amenazaba con convertirlos en vagabundos,
en malos sujetos, en lacras de la sociedad; la caritativa generosidad del señor
Mertian los convirtió en artesanos útiles, en ciudadanos cristianos, es decir, en
una moral fundada en su única y verdadera base: la religión. Siendo uno de los
alumnos más antiguos de la Escuela Politécnica, contribuye poderosamente con su
talento y asiduo trabajo a la prosperidad de nuestra industria nacional; por lo
que desde hace mucho tiempo el signo de honor brilla dignamente en su noble
pecho. De una familia en la que una piedad sólida e ilustrada es como un tesoro
hereditario, un patrimonio precioso, el Sr. Louis Mertian da el ejemplo de la
práctica sincera de todas las virtudes cristianas más bellas del mundo.
Una estima mutua, fundada por ambas partes, había establecido relaciones
de buena vecindad entre los dos habitantes de la misma casa. El señor Baruch
Weil, lleno de amabilidad para conmigo, aprovechó para presentarme al señor
Mertian y a la respetable dama, digna compañera de tal hombre. Pertenece a la
honorable familia Gossellin, uno de cuyos miembros, distinguido erudito, ha
ocupado una cátedra en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras. Me
hicieron el honor de confiarme la primera educación elemental de sus hijos
pequeños. Fue sin duda el divino Pastor, que no cesa de buscar a las ovejas
perdidas, quien les inspiró a ellos, tan buenos católicos, tomar un maestro
israelita para sus hijos, a los que educaban tan religiosamente[7]. No necesito, mis queridos hermanos, saber de
vosotros que los católicos siempre han sido más tolerantes y benévolos para con
los judíos que los protestantes *40.
Poco después, el Sr. y la Sra. Bernard Mertian, que merecen, en todos los
sentidos, la misma estima que su hermano y su cuñada, también me llamaron para
que diera clases a sus hijos.
Electrizado, esa es la palabra, por los edificantes ejemplos de piedad
católica que, para mi felicidad, había tenido ante mis ojos durante varios
años, el impulso hacia el cristianismo que antes había sentido, despertó en mí
con una fuerza a la que ya no ofrecía resistencia. La más mínima ceremonia del
culto católico despertaba en mí emociones que nunca antes había sentido y de
las que sería difícil dar una idea. Querían que explicara a mis alumnos el
latín del Evangelio del domingo, pero no se atrevían a sugerirlo. Advertí
espontáneamente este deseo y lo solucioné observando tanto el decoro de mi
posición, ya que todavía no me había declarado cristiano, como el de mis
alumnos católicos. Sin embargo, a sus padres no se les escapaba que tomaba
gusto de la explicación de este libro divino, tan odioso para nuestros hermanos
judíos, que no quieren tenerlo en casa y que me expresaba con respeto cuando
tenía que hablar de los dogmas de la Iglesia; sin embargo, juzgaban prudente
que la conversación no cayera nunca sobre cuestiones religiosas.
Desde hacía algún tiempo, las obras de los principales Padres de la
Iglesia, tanto en griego como en latín, se habían convertido en mi lectura
habitual. Estas obras se obtuvieron a bajo costo. Los almacenes y los
comerciantes de papel los vendían por peso. Pertenecían todavía a los restos de
las bibliotecas retiradas de los conventos en la época de la Revolución.
Mientras me instruía así en la mejor fuente de la religión, que poco a poco iba
arraigando en mi corazón, me llamaron la atención los fundados reproches que
los Padres hacen a los judíos de haber puesto una mano sacrílega en el texto
hebreo corrompiéndolo *41.
Hacía tiempo que me había dado cuenta de que en muchos lugares el texto parece
haber sido alterado o truncado de tal manera que hay visiblemente lagunas[8].
Esta circunstancia dio lugar a una nueva ocupación. Decidí comparar
cuidadosamente el hebreo del Antiguo Testamento con la versión griega de la
Septuaginta, porque esta interpretación es obra de los doctores de la sinagoga,
que tenían toda la autoridad que se pudiera desear y data de principios del
siglo III antes del nacimiento de Jesucristo, es decir, de una época en la que
todavía no tenían interés en desvirtuar el sentido de las profecías relativas
al Mesías[9].
En las numerosas discrepancias entre los dos textos, habiéndome parecido
preferible el griego, me comprometí a restaurar el texto original basado en la Septuaginta,
que sirvió a su vez de texto para las versiones orientales, especialmente la
versión siríaca, que tenía constantemente ante mis ojos. También hay que tener
en cuenta que casi en todas partes donde los evangelistas y apóstoles refieren
testimonios del Antiguo Testamento, se apartan del hebreo, y siguen la lección
de la Septuaginta[10]. Esto es lo que hace decir a San Ireneo: “En efecto,
los Apóstoles, siendo más antiguos que cualquiera de ellos, están de acuerdo
con esta versión (a saber, la Septuaginta), y a su vez, esta versión
está de acuerdo con la Tradición apostólica. Pues Pedro, Juan, Mateo[11], Pablo y los demás, así como sus discípulos,
predicaron con los textos contenidos en la traducción de los antiguos” (Adv.
haer., Lib. III, cap. 25).
Esta conformidad del Nuevo Testamento con el texto de la Septuaginta
está también atestiguada por otros Padres antiguos como Orígenes, San Cirilo de
Jerusalén, etc. Ejemplos de ello se encuentran incluso en la Epístola de San
Pablo a los Hebreos. El Apóstol no podía ignorar que aquellos a los que se
dirigía, al menos los más doctos, leían el texto hebreo del Antiguo Testamento.
Orígenes, uno de los antiguos más diligentes a la hora de comparar los
textos y su valor relativo, dio a la Septuaginta la columna central en sus
Óctaplas, mientras que coloca el hebreo al final[12]. San Epifanio, que podía decir como San Pablo: Hebraei
sunt, et ego e Israelitae sunt et ego (I Cor. XI, 22) y que había
conservado cierta debilidad por el texto hebreo, concluye nada menos que Orígenes
había adoptado esta disposición para significar que la Septuaginta debe servir
como regla para restaurar la verdadera lección del hebreo en los lugares donde
el texto original ha sufrido alteraciones[13].
En mi opinión, lo que más milita a favor del texto griego es que San
Jerónimo, que corrigió la antigua Vulgata latina sobre el hebreo y el caldeo *42, lenguas que había
estudiado con maestros judíos, San Jerónimo, cuya nueva versión obtuvo la
aprobación de los propios judíos, como atestigua San Agustín, su contemporáneo[14], se acerca mucho más al griego de la Septuaginta que
al actual hebreo de la sinagoga. Por último, una prueba que completó mi
convicción de que, en la época de este gran doctor de la Iglesia, el texto
hebreo no era exactamente el mismo que el actual, es la que se desprende de la
especie de desafío que hace a sus adversarios, al indicar un solo pasaje del
griego que no se encuentre en el original[15].
Estaba ya muy avanzado en mi trabajo, cuyo objeto era restaurar el texto
hebreo según la Septuaginta, cuando, con gran satisfacción, leí en el prefacio
de San Jerónimo sobre los cuatro evangelistas, que consideraba la versión
alejandrina como la salvaguarda y el bulevar de la integridad de las Escrituras
divinas[16]. En efecto, si los judíos fueron durante mucho
tiempo, hasta la época de Orígenes, los únicos depositarios del texto hebreo y
las Óctaplas se perdieron pronto, no ocurrió lo mismo con la Biblia griega, de
la que la Iglesia se apropió desde el principio como su texto canónico. A pesar
de ello, los judíos intentaron, pero en vano, hacerse con este texto también,
adoptado para la lectura de los que entre ellos se designan como helenistas[17]. Además, en los primeros siglos del cristianismo,
varios Padres e Iglesias, de acuerdo con los doctores de la sinagoga *43, sostenían que la versión
griega de la Septuaginta era una obra inspirada.
Mi trabajo sobre la Septuaginta no permaneció en secreto durante mucho
tiempo. El Gran Rabino Abraham Cologna, Presidente del Consistorio Central, que
probablemente no auguraba nada bueno para el fariseísmo, del que era un celoso
adherente, vino a verme para que se lo comunicara. Después de haberlo leído[18], me instó a renunciar a él y a abandonar para siempre
la idea de publicar una obra tan antijudía. No encontrándome muy dispuesto a
cumplir esta orden, me amenazó, a falta del malkut, que ya no se usa[19], con una censura teológica en hebreo, francés e
italiano, que habría enviado a todas las sinagogas. No se equivocan si creen
que esta amenaza políglota no era de naturaleza tal que pudiera causarme miedo.
Ya había caminado tanto que tenía la sinagoga muy atrás y tocaba el umbral de
la Iglesia.
El Pentateuco, que no tardé en terminar, obtuvo la aprobación de varios
eruditos del Instituto y especialmente la del famoso orientalista que hizo
renacer los estudios orientales en Francia, el Sr. Silvestre de Saci, una de
las más bellas glorias de nuestro país y cuya pérdida dejará durante mucho
tiempo un vacío difícil de llenar. Después de examinar mi texto hebreo
restaurado, se dignó aceptar su dedicatoria y lo recomendó al Ministro del
Interior, el Sr. de Corbière, como una obra digna de ser alentada por el
gobierno[20].
Esta ocupación tuvo otro resultado para mí, uno de efecto mucho más
feliz. En el examen minucioso del texto, en el que, por primera vez en mi vida,
me había puesto, por decirlo así, fuera de los comentarios rabínicos, vi
claramente que todas las profecías forman, por así decirlo, un gran círculo con
una circunferencia de cuatro mil años, cuyos rayos conducen al centro común,
que es, y sólo puede ser, Nuestro Señor Jesucristo, el Redentor de los hijos de
Adán, caídos por el pecado de su padre. Este es el objeto y el único propósito
de todas las profecías[21] que convergían para señalarnos al Mesías de tal
manera que no pudiera ser ignorado. Juntas forman la imagen más completa. Los
más antiguos profetas dibujan el primer esbozo. A medida que se suceden,
completan los rasgos que dejaron imperfectos sus predecesores. Cuanto más se
acercan al gran acontecimiento, más se animan sus colores. Cuando la pintura
está terminada, los artistas han finalizado su tarea y desaparecen. El último
de los profetas de Israel, antes de retirarse, se ocupa de señalar el personaje
que ha de venir a levantar el velo que aún se extiende sobre este misterio. “He
aquí que os enviaré al profeta Elías, antes que venga el día grande y tremendo
del Señor” (Mal. IV, 5). Este es el Elías de la nueva alianza, Juan el
Bautista, el primero y más grande de los profetas de la ley evangélica, que no
tuvo segundo en santidad entre los hijos de mujer. La predicación de Juan había
atraído a grandes multitudes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región
del Jordán (Mt. III, 5), cuando Jesús, hablando de Juan, dijo a la multitud:
“¿Qué salisteis a ver al desierto?... ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que
profeta. Éste es de quien está escrito: “He ahí que Yo envío a mi mensajero que
te preceda, el cual preparará tu camino delante de ti. En verdad, os digo, no
se ha levantado entre los hijos de mujer, uno mayor que Juan el Bautista; pero
el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Desde los días
de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos padece fuerza, y los
que usan la fuerza se apoderan de él. Todos los profetas, lo mismo que la Ley,
han profetizado hasta Juan. Y, si queréis creerlo, él mismo es Elías, el que
debía venir” (Mt. XI, 7-14).
Por fin la hija de Sión se alegró (Zac. IX, 9). El tiempo se cumple. La
mujer, anatematizada bajo la antigua ley[22] por haber introducido el pecado en el mundo, se
convierte en el primer instrumento de la obra de la redención y es restituida
en todos sus derechos por la nueva ley. El gran sacrificio del Calvario cierra
la serie de todos los sacrificios desde el principio del mundo, que sólo habían
tenido valor figurándolo. La genealogía *44 del hijo de David, el deseado de las naciones (Ag. II, 8), está
auténticamente constatada; a partir de ese momento, el pueblo, celoso de la
conservación de la menor iota de sus libros sagrados, dejó que se
confundieran con descuido las tribus que el más minucioso cuidado había
mantenido distintas hasta entonces. El propio Israel, me refiero a la
considerable porción que permaneció fiel a la ley de sus antepasados; el propio
Israel, único favorito de Jehová, desde el pacto jurado a los patriarcas[23], pronto se funde en el torrente de naciones que, en
cumplimiento de las profecías, vuelven a fluir hacia el monte de Dios
(Is. II, 2), para adorar con él la cruz del Dios de Abraham, Isaac y Jacob.
Otra parte de nuestra nación, los fariseos, abandonaron las filas del
Israel fiel. Abusando de su autoridad e influencia sobre el pueblo, se
declararon, desde el principio, en contra de Jesucristo, se opusieron a la
predicación de su Evangelio, abandonaron finalmente su propia religión, que se
había convertido en la religión de todo el mundo y, como una rama rota del
olivo franco[24], se desprendieron de la familia universal. Cargados
voluntariamente con el execrable escándalo que había de venir (Mt.
XVIII, 7), atraviesan los siglos marcados con el signo de la reprobación que
los da a conocer, pasan sobre el polvo de las grandes naciones que ven caer una
tras otra y dan eterno testimonio de aquél de quien rechazan, incluso hoy en
día, hasta el perdón que imploró por ellos sobre el instrumento de muerte sobre
el cual lo habían clavado *45.
Así, el Hijo de Dios era la consolación, la gloria y la redención de
su pueblo Israel (Lc. II, 25.32.38), al mismo tiempo que era negado por
su nación[25], es decir, por los fariseos y los sacerdotes, representantes
de todo lo que los romanos habían querido dejar como autoridad a los judíos.
Estos impíos, empujados por un fanatismo ciego y por el temor de dejar escapar
de sus manos la sombra del poder que aún detentaban, dieron, con su
implacabilidad contra Cristo, una negación sacrílega del triunfo que el pueblo
acababa de conceder al hijo de David, al tender en el suelo, según la
costumbre de las ovaciones del país, sus vestiduras y ramos a lo largo del paso
de Jesús y saludarlo con el grito alegre Hosanna.
Todos los verdaderos israelitas, tanto los que, como el justo
Simeón (Lc. II, 25), creían en el Mesías que iba a venir, esperaban con fe
la consolación de Israel (Ibid.), como los que, como Felipe y el
sincero Natanael, creían en el Mesías que vino después de la encarnación
del Verbo, porque los signos ciertos por los que debía ser reconocido se
aplicaban exactamente a Jesucristo (Jn. I, 25 ss); todos los verdaderos
israelitas, digo, pertenecen a la misma religión.
Esta religión, mis queridos hermanos, que desciende por la larga cadena
de los siglos, que une nuestros días con la hora de la primera revelación hecha
al padre del género humano, es la religión católica. Aquel que prometió a su
Iglesia permanecer con ella hasta el fin de los siglos no podía permitir que se
desviara de la verdad, que perdiera la buena tradición. Las sectas que se han
separado de ella son, a su vez, ramas muertas que han caído del árbol de la
vida. Os ruego a los que habéis abrazado sus errores, que volváis al camino
correcto. La sinagoga, que nunca ha tenido nada en común con los principios
protestantes, era la luz que la Iglesia católica, la verdadera, proyectaba ante
ella, como el sol antes de aparecer en el horizonte. A menos que uno se
extravíe, llega, como nuestros padres, del monte Sinaí al monte de Jerusalén,
el Calvario. Desde allí, el camino va directo al monte Vaticano, donde la santa
cátedra de San Pedro se asienta sobre los fundamentos inamovibles de la verdad
y la duración. Las montañas fueron elegidas por nuestros padres para dar las
señales que regulaban el culto nacional[26]; y, cuando el Redentor de Israel comienza a
distribuir la palabra de salvación, levanta a sus oyentes sobre una montaña
(Mt. V, 1-2). David, en uno de sus más bellos transportes proféticos, canta:
"Alzo mis ojos hacia los montes, de donde me vendrá la salvación” (Sal.
CXX, 1).
¿Cómo puede el israelita, acostumbrado desde la infancia a someterse a
la autoridad de la sinagoga para el significado de las Escrituras, que, desde
su caída en desgracia, rara vez substituye sus falsas tradiciones por los
preceptos más formales de la antigua ley? ¿Cómo puede el israelita, digo,
esclavo ciego de los más mínimos ensueños de los rabinos, si tiene la suerte de
reconocer a Jesucristo como su Mesías, aceptar la presuntuosa libertad de los
herejes que dan a los más ignorantes y estúpidos el derecho de pronunciarse
como árbitros soberanos sobre las cuestiones más difíciles de la más sublime de
las ciencias, la religión, entregando la palabra de Dios al débil juicio de los
hombres? Rabí Moisés de Kotzi dice en su Gran Libro de los preceptos:
"Si Dios no hubiera dado a Moisés la explicación oral de la ley (que
constituye la tradición oral), no sería más que obscuridad y ceguera”.
Así, el reproche que los filósofos judíos y cristianos dirigen a
nuestros hermanos conversos de haber abandonado la religión de nuestros
padres es infundado. Lejos de abjurar de la religión de sus padres, el
israelita que se hace católico es un niño perdido, un hijo pródigo, al que la
reflexión y el arrepentimiento hacen que vuelva a la casa de su padre. Y aunque
fuera necesario abjurar de la religión de nuestros padres, ¿debemos
aceptar el impío principio que establecen, de que un hombre honesto no
cambia de religión? Un hombre honesto sigue los movimientos de su recta
conciencia y desprecia las vanas declamaciones de los que no la tienen. El
tronco de nuestra nación, Abraham, que es llamado el Padre de los
creyentes[27], nos muestra con su ejemplo que no debemos oscilar
entre nuestros padres y Dios, nuestro Padre del cielo[28]. Moisés elogia a la tribu de Leví porque se
desentendió de padres, madres, hermanos y hermanas por amor a Dios (Deut.
XXXIII, 9). El Talmud dice que el texto sagrado reúne a propósito estos dos
preceptos: Honrarás a tu padre y a tu madre, y observarás mis sábados,
porque yo soy el Señor tu Dios (Lev. XIX, 3), para decirnos que la
obediencia a los padres no debe predominar sobre la que debemos a Dios[29].
Habiendo alcanzado este grado de convicción, ya no me era posible
retrasar más mi catecumenado. El Señor se dignó inspirarme el valor para
hacerlo; y desde los primeros días de enero de 1823 informé mi resolución a la
piadosa familia Mertian, que se alegró mucho y aceptó amablemente mi propuesta
de servir de padrinos para mí y mis hijos. Estaba casado desde 1817.
Pero ¡cuántas batallas tuve que librar con todo lo que me rodeaba y con
mi propio corazón! Hay que haber estado en una situación similar para hacerse
una idea de ello: mi salud se vio mermada durante varios meses. Mi existencia
dependía entonces casi por completo del consistorio, que me había confiado la
dirección de la escuela israelita; el título de rabino, doctor de la
ley, del que los grandes rabinos de Francia me habían expedido el diploma,
me hacía esperar la primera sede de Gran Rabino que habría quedado vacante y
los jefes de varias sinagogas del consistorio eran de edad muy avanzada; las
obras en favor del principio del judaísmo que había publicado con cierto éxito
y a las que iba a dar un desmentido tan llamativo; el descrédito, por no decir
otra cosa, que mi bautismo iba a verter, entre los judíos, sobre mi padre y mi
madre, que tenían casi ochenta años, muy apegados al judaísmo y, sobre todo, al
resto de mi familia; mi ruptura segura con la familia a la que estaba ligado y
de la cual era amado como un hijo; la presunta retirada de una amada esposa y
la desgracia que iba a suponer para mis tres hijos: las dos niñas, de tres y
cuatro años, y el niño, de dieciséis meses. Cargué con esta larga y pesada cruz
con la satisfacción interior que sólo puede dar la conciencia de estar haciendo
el bien. No me detuve en ninguna consideración humana, renunciando a los más
tiernos afectos del corazón, me entregué a la invitación de quien había
declarado, con su boca divina: “Si alguno viene a Mí y no me prefiere *46 a su padre, a su madre, a
su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun también a su
propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc. XIV, 26).
Después de implorar para mis hijos pequeños la ayuda del Dios que dijo: Dejad
que los niños vengan a mí (Mc. X, 14) y la protección de la poderosa y
tierna Madre de los cristianos, me presenté al venerable decano de la facultad
de teología, el P. Fontanel, declarándole que, ya convencido de la verdad de la
religión católica, pedía ser preparado por él para el bautismo. Se apresuró a
aceptar mi deseo y llevó a cabo el ministerio apostólico conmigo de una manera
digna de su piedad y talento.
El Domingo de Ramos asistí por primera vez, con mi respetable
catequista, a la celebración de la Santa Misa en la iglesia de su parroquia,
San Esteban del Monte. ¡Ah, cómo puedo expresar todas las emociones que sentí
durante el hermoso servicio de ese día! La solemne procesión de las Palmas, que
me recordó una procesión similar conservada en las costumbres de la sinagoga[30]; aquellas palabras del Rey Profeta: Levantad, oh
puertas, vuestros dinteles, y alzaos, portones antiquísimos, para que entre el
Rey de la gloria y lo demás[31], que tantas veces había repetido en los templos del
fariseísmo; la lectura de la Pasión a distintas voces le hace pasar a uno por
muchas emociones; uno se indigna con los perseguidores y siente una gran
compasión por la víctima abandonada indefensa a toda su furia; una obscura
tristeza se apodera de uno mismo: el corazón se encoge cada vez más. Uno sufre
con el hombre; sientes el dolor de los clavos que atraviesan sin piedad
las manos y los pies. El bárbaro cinismo de la muchedumbre brutal, de los
doctores sin dignidad, que insultan con amarga ironía los más crueles
sufrimientos, nos hace sentir un no sé qué de estupefacción; cuando, al
acercarse la muerte, la naturaleza se cubre de luto, un velo negro se extiende
sobre nuestra alma: la cabeza se inclina con la de Jesús; y, al expirar, uno se
deja caer y besa la tierra como si fuera a resucitar solo con él. Las
ceremonias del único sacrificio digno de ser ofrecido a Dios, en las que vi
reproducirse ante mis ojos sucesivamente la colocación en la cruz, la muerte y
la resurrección del Salvador del mundo; la presencia real y no figurada, no
meramente conmemorativa, de este Jesús de Nazaret que conversó durante tantos
años en medio de mi nación, en Jerusalén y en Judea; la felicidad de estar
pronto entre aquellos fieles postrados ante la mesa sagrada donde los invitaba
al sagrado banquete del cordero pascual. Todo esto me transportó a un mundo
ideal, como el mundo de los espíritus, despertó en mí sensaciones totalmente
nuevas y me lanzó a una especie de santa embriaguez. ¿Puede la religión que da
tales emociones no ser divina?
La sede de París estaba ocupada por uno de sus más ilustres pontífices, Mons.
de Quélen. El prelado había fijado el Sábado Santo para mi bautismo y el de mis
dos hijas, que debía tener lugar en la catedral. Mi hijo, demasiado niño para
soportar la larga ceremonia de ese día, abrió el camino a nuestra entrada en la
iglesia de Dios, al recibir el bautismo el miércoles anterior en Saint-Jean
Saint-François, la parroquia del Sr. y la Sra. Bernard Mertian, sus padrinos.
Todos los presentes se dieron cuenta de que el pequeño chupaba con fruición la
sal de la sabiduría, que le habían puesto en la boca de acuerdo con el ritual.
El Jueves Santo, después de haber enviado al consistorio departamental de París
la renuncia a mi plaza, hice abjuración del judaísmo a los pies del primer
pastor de la capital[32]. Luego asistí al lavatorio de los pies de doce
jóvenes, elegidos entre los más sabios de los hermanos de las Escuelas
Cristianas, todos uniformados de punta en blanco por la generosidad del
prelado. Lloré durante toda la ceremonia. Todo el mundo recuerda todavía el
porte noble y elegante de Mons. de Quélen. El encanto de su persona bien
proporcionada, la inocencia bautismal, la santidad inalterable de toda su vida,
el sonido armoniosamente vibrante de su voz, el buen tono, la amabilidad de su
discurso, todo parecía rodear su hermosa cabeza, coronada a la manera de Jesús,
con un halo de gloria celestial. Reprodujo ante mis ojos, me atrevo a decir,
algo del exterior majestuoso de Jesucristo en la tierra. ¡Con qué gracia lavó
los pies de estos felices apóstoles en miniatura! ¡Con qué gracia les sirvió en
la refección que ofreció a sus apetitos de colegiales! Ninguno escapó a su
atención, a su afán. De vez en cuando un comentario alegre, que siempre
contenía algún consejo piadoso, aumentaba el buen humor de los pequeños
invitados. Pero cuanto más pequeño se hacía para descender al nivel de estos
niños, más crecía su veneración. El siervo de estos pobrecitos, que por una
delicadeza religiosa se olvidaba de sí mismo, era más que nunca el gran
Arzobispo, el gran señor de la antigua y gloriosa nobleza del país, el par de
Francia, etc.
El Sábado Santo, el día más hermoso de mi vida, recibí por fin, junto
con una de mis hijas a cada lado, el esperado bautismo de manos del Obispo, en
presencia de un inmenso número de fieles e incluso de judíos. El P. Fontanel
había realizado previamente la ceremonia del exorcismo. Mi primera comunión y
mi confirmación estaban reservadas para la misa mayor del día siguiente.
La augusta ceremonia del día de Pascua, los ricos y brillantes
ornamentos del pontífice que celebraba y del numeroso clero que le asistía, me
transportaron en idea a la pompa del magnífico templo de Jerusalén, cuando
todavía estaba lleno de la gloria de Jehová (Éx. XL, 32-33; III Reg.
VIII). Me pareció ver al sumo sacerdote, rodeado de los sacerdotes hijos de
Aarón, celebrando la gran solemnidad del día de Kippurim[33]. Pero aquí sí correspondía decir: La gloria del
segundo templo superó infinitamente a la del primero (Ag. II, 10).
El Arzobispo tenía una forma de entonar el Gloria, con los ojos
elevados al cielo como en éxtasis, que electrizaba a quienes le observaban en
ese momento. Ya no estaba en la tierra: cogido por un rayo luminoso, que partía
del santo pontífice, me encontré de repente en medio del coro angélico
suspendido entre el cielo y la tierra, como cuando, al nacimiento del Salvador,
la naturaleza en fiesta escuchaba en silencio las voces seráficas que, por
primera vez, cantaban al son de las arpas celestiales: Gloria a Dios en las
alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Lc. II, 14).
No voy a tratar de explicar lo que sucedió en mí después de la santa
comunión. Lo poseí por fin en mi corazón. El brillo de la pompa del santuario,
la multitud de religiosos, el gran templo gótico, todo a mi alrededor había
desaparecido. ¿Dónde estaba yo? Hermanos míos, no tengo ni idea…
Pocos días después, el Arzobispo, al recomendarme la devoción a la
Santísima Virgen, trazó, con la unción que le era tan natural, un cuadro
conmovedor de la vida sufriente de la Madre de Dios y terminó con estas
palabras: "Y a ti también, tal vez, una espada de dolor te atraviese el
corazón más de una vez, entonces acuérdate de María”.
PAUL LOUIS BERNARD DRACH
La Armonía entre la Iglesia
y la Sinagoga
La perpetuidad y Catolicidad
de la Religión Cristiana
Introducción y traducción de Cristian Jacobo
HISTOIRE DE MA
CONVERSION
Je suis né le 6 mars 1791 à Strasbourg, chef-lieu du
département du Bas-Rhin, de parents qui ont toujours joui de l’estime générale,
et zélés observateurs de la loi de Moïse. Le Seigneur m’inspira de bonne heure
la soif de l’étude et le goût des langues. Mon père était assez éclairé pour
donner à chacun de ses enfants l’éducation la plus conforme à leur goût,
conduite sans exemple alors, ou peu s’en faut, parmi les juifs d’Alsace. On me
fit étudiant. L’enseignement de mes
premières années, comme celui de tous les enfants juifs de cette époque,
lorsqu’ils n'étaient pas destinés à devenir des marchands et des usuriers,
consistait exclusivement à m’exercer dans l’explication du texte hébreu avec
les commentaires en langue rabbinique, et dans l’étude du Talmud. Mon père, rabbin au grade de hhaber, excellent hébraïsant et bon talmudiste, se chargea lui-même
de cette instruction. Il s’y appliqua avec tant de soin, qu’à l’âge de dix ans,
quand on me citait un verset quelconque de la Bible, ou un mot un peu
remarquable du texte sacré, j’en indiquais sans hésiter le chapitre et
l’explication que les commentaires donnent de cet endroit. Ce qui contribuait
le plus à fixer la concordance dans ma mémoire, ce furent les curieux qui
venaient, plus souvent que je n’aurais voulu, m’importuner de questions souvent
insidieuses, car il arrivait quelquefois qu’on me demandait l’endroit de
versets qui n’existaient pas, forgés à plaisir ou pris dans d’autres livres que
la Bible.
Mon frère aîné, qui annonçait de grandes dispositions
pour le dessin, fut envoyé à l’école centrale de notre ville, pour y suivre le
cours de M. Guérin, frère du peintre célèbre de ce nom. Jamais avant lui il
n’avait paru dans cette école d’enfant de notre nation. Il faut qu’il eût une
bien grande envie d’apprendre l’art des Apelles et des Raphaël, car sa patience
et sa persévérance eurent à soutenir des assauts terribles. Malgré deux décrets
récents, dont l’un déclarait les juifs citoyens
actifs, et l’autre prononçait l’égalité
de tous les citoyens, un mur d’airain s’élevait toujours entre les israélites
et la société chrétienne, qui les regardait à la lettre comme une race de
parias. Les camarades d’école de mon frère, qui ignoraient probablement jusqu’à
la possibilité de décrets aussi libéraux, le poursuivaient, au sortir de la
classe, l’accablant d’injures, de coups de pierres et, qui pis est, lui
frottant les lèvres avec du lard. Malgré les chefs de l’école, qui interposèrent
plus d’une fois leur autorité, ces persécutions continuèrent jusqu’à ce que mon
frère se fût distingué par ses progrès et les prix qu’il obtenait à la fin de
chaque année. Il est maintenant un des meilleurs miniaturistes de notre
province.
Déjà alors le sujet favori de mes réflexions c’étaient
les motifs de la crédibilité religieuse, et je profitais volontiers de toutes
les occasions de m’informer de la croyance et du culte des chrétiens. Je me
rappelle que je me plaisais singulièrement à raisonner religion avec un garçon d’écurie de l’auberge de la Cave profonde, berceau de ma naissance,
où nous demeurions. C’était un bon Lorrain allemand, très pieux catholique. Sa
bibliothèque se composait d’un petit catéchisme et d’un livre de dévotion du
même volume. Malgré ce mince bagage théologique, il possédait la précieuse
science des petits, et, en ces temps d’impiété et de profanations, il s’en
tenait fermement à ces paroles de l’Apôtre : Toi, c’est la foi qui te soutient (Tu autem fide stas. Rom. XI, 20). Il ne devait pas être sans
intérêt de voir discuter sur une matière aussi grave, un enfant de dix ans, qui
cherchait la vérité, avec un homme d’un âge mûr, bien persuadé qu’il la
possédait.
Ces colloques indiscrets m’attirèrent plus d’une fois des
réprimandes sévères de la part de mes parents.
À douze ans, je fus admis, après avoir subi un examen,
dans la première section de l’école talmudique, entretenue aux frais des juifs
de l’Alsace, à Edendorf, à six lieues de Strasbourg. De cette classe, où l’on
restait ordinairement trois ans, je passai l’année suivante à la seconde
section qui formait l’école talmudique de Bischheim, village près du chef-lieu
du département. Après dix-huit mois de séjour dans celle-ci, je fus admis dans
la troisième et dernière section, l’école des hautes études talmudiques,
établie à Westhoffen, distant de quelques lieues de Strasbourg. Le docteur de la loi qui présidait à cet
institut, Rabbi Isaac Lundeschuetz, était un des plus savants et plus subtils
talmudistes de son temps. Il ne put assez s’étonner lorsque je lui présentait
rédigée en hébreu rabbinique, la thèse qu’il avait prononcée la veille en
hébréo-germain devant tous les étudiants assemblés. Elle avait duré trois
heures, et roulait sur le texte formant le fol. 8 du traité Betza du Talmud. Ce fut peu de semaines
après mon arrivée à son académie. Il fit transcrire ma rédaction telle qu’elle
était, dans un de ses manuscrits dont il a depuis publié une partie sous le
titre de...
Dès ce jour je devins un des principaux disciples auquel
il communiquait, pour les consulter, ses travaux sur le Talmud.
Plusieurs années après mon départ de son académie, ce
rabbin continuait à m’écrire les lettres les plus affectueuses, où il me
témoignait souvent la consolation que lui
causait le haut degré de mon instruction et de mon aptitude. Je possède
encore ces lettres.
Pendant un long voyage que Rabbi Isaac Lundeschuetz fit
en Allemagne pour recueillir des aumônes, l’administration des écoles
talmudiques m’envoya à Phalsbourg, en Lorraine, pour y continuer ma théologie
sous la direction de Rabbi Gouguenheim, mort depuis peu, à un âge très avancé,
grand rabbin de la circonscription consistoriale israélite de Nancy. Une pièce
de ce savant rabbin, que je possède encore, atteste dans les termes les plus
flatteurs mon application à l’étude, et
mes progrès dans la théologie judaïque, dès ma première jeunesse, ainsi que les
succès que j’avais obtenus à son école.
Pendant les vacances, qui avaient lieu au printemps et en
automne, aux mois des grandes fêtes de Pâque et des Tabernacles, je revenais à
Strasbourg, où je profitais des thèses publiques et des études particulières du
célèbre grand rabbin David Suitzbeim, qu’on a vu successivement chef (naci) du sanhédrin convoqué à Paris, en
1807, par un décret impérial, et président du consistoire central des israélites
de France et d’Italie. Je fréquentais dans le même but les rabbins
Samuel-Samuel et Zadoc Weil. Ces docteurs
en Israël me donnèrent également à différentes fois les plus beaux
témoignages de mon savoir et de mon talent en matière de théologie talmudique.
La Providence a voulu que, malgré la soustraction de mus
papiers et de mes manuscrits, la plupart de ces pièces me restassent entre les
mains.
Cependant ma propension pour le christianisme prit un
caractère plus décidé. Profitant de tous mes moments de loisir, et, quand on
n’y mettait pas trop d’obstacle, dérobant plusieurs heures au sommeil, je travaillais
avec une ardeur incroyable à me perfectionner dans le latin et le grec, afin de
m’instruire de cette religion dans les ouvrages originaux. Mon penchant, bien
que vague encore, pour la religion du Christ, ne pouvait manquer de se
manifester de temps en temps. Mon père, qui ne cessait de m’observer, en était
tellement alarmé qu’il n’épargnait aucun moyen de, me faire renoncer à ces études profanes, pour me restreindre
uniquement à la théologie, comme les autres jeunes étudiants. Ces entraves,
comme d’ordinaire, ne servaient qu’à me stimuler davantage. Je continuais en
secret mes études de prédilection, qui, à titre de fruit défendu, avaient pour
moi plus de charme que jamais. Le Sage avait bien raison, quand il disait : «
Aquæ furtivæ dulciores sunt, et panis absconditus suavior (Les eaux dérobées sont plus douces, et le pain pris en cachette est
plus agréable. Prov., IX, 17). »
Au printemps de 1807, après avoir achevé mon cours de
théologie talmudique, et à peine entré dans l’adolescence, je fus chargé de
l’éducation des enfants de M. Mayer Sée, riche israélite de Ribeauvillé, dans
le Haut-Rhin, qui mourut, il y a peu d’années, membre du conseil municipal.
Outre les leçons ordinaires de grammaire, d’histoire, etc., et surtout
d’hébreu, j’enseignais le Talmud à l’aîné de mes élèves. Je demeurai trois ans
chez M. Sée, au bout desquels, acceptant des conditions plus avantageuses, je
me chargeai de l’éducation des enfants de son beau- frère.
C’est à Ribeauvillé que j’eus pour la première fois un
entretien avec un prêtre catholique.
Vous savez, mes chers frères, qu’il est bien rare,
particulièrement en Alsace, que les juifs fréquentent la société chrétienne
qu’ils n’aiment pas, et où ils ne seraient admis qu’avec les dernières
difficultés. Je réussis à me procurer à Ribeauvillé cette faveur
exceptionnelle. Un peu d’instruction, et un extérieur différent de celui auquel
on reconnaît si facilement les juifs dans notre province et en Allemagne, me
servirent comme de lettre d’introduction dans quelques maisons chrétiennes.
Parmi ces maisons je citerai particulièrement celle du
maire, en 1808, parce que je la fréquentais plus assidûment que les autres.
Elle se composait d’une famille catholique fort pieuse et fort éclairée. J’y
exprimais si nettement mes idées en faveur du christianisme qu’on me prêta un
catéchisme français, et que l’on me proposa un entretien avec un
ecclésiastique. J’acceptai cette offre avec empressement. Au jour convenu, je
me trouvai le premier au rendez-vous, où j’eus une conférence assez longue avec
un prêtre de la paroisse. Mais le moment que le Seigneur avait fixé pour ma
conversion n’était pas encore arrivé. La tournure que prit ma conversation avec
cet ecclésiastique ne fut point de nature à m’y disposer. Je rendis le
catéchisme quelques jours après, accompagné d’observations assez inconvenantes.
Pour toute réplique, elles me furent renvoyées mises en pièces. L’estimable
famille eut la charitable discrétion de garder le silence, pour ne pas me
compromettre vis-à-vis des juifs. Elle attribuait sans doute à la légèreté de
ma grande jeunesse tout ce qui venait de se passer. Je lui en sais gré encore à
présent, et je lui exprime ici publiquement ma reconnaissance du vif intérêt qu’elle
a pris à mon salut, et de sa prudente conduite en cette circonstance.
Je ne voulais plus en aucune manière m’occuper de la
religion catholique ; mais j’éprouvais intérieurement je ne sais quoi qui
m’agitait et troublait mon repos.
L’année d’après, le grand rabbin de la circonscription
consistoriale du Haut-Rhin, nouvellement installé, vint en tournée à
Ribeauvillé. Il me conféra, de son propre mouvement, le titre de rabbin au
grade de hhaber, « frappé, c’est ainsi qu’il s’exprima dans
le diplôme, de mon habileté dans le
Talmud à un âge si jeune, et du succès avec lequel je l’enseignais. », Six
autres diplômes pour le même grade, et dont la rédaction est un tissu d’éloges,
me furent octroyés la même année, ou peu après, par des docteurs de la loi et
des grands rabbins de la première distinction.. Deux de ces titres m’annonçaient
pour un temps prochain le grade de docteur. Dès lors toutes mes vues se
tournèrent vers le rabbinat, et je m’éloignais de plus en plus de mes premières
idées chrétiennes.
C’est aussi à Ribeauvillé que je goûtai pour la première
fois, avec tous les transports d’une jeunesse innocente, le bonheur de voir mon
nom cité dans un journal, et encore avec des éloges ! et encore dans un journal officiel que l’empereur, je n’en
doutais pas le moins du monde, ne pouvait manquer de lire d’un bout à l’autre !
Aucune ligne ne devait échapper à son regard d’aigle ! Et puis cet immense
public qui m’a vu dans le journal, et d’une manière si flatteuse ! La tête m’en
tournait ; et comme je sentais en même temps ma taille s’allonger outre mesure,
je comprenais mieux qu’Acron, Porphyrion,
Janus, Parrhasius, Ludovicus CæliusRhodiginus, Antonius Mancinellus, Petrus
Crinitus, et autres commentateurs poudreux des vieux in-folio d’Horace, ce
vers du lyrique latin :
Sublimi
feriam (je répétais ferio)
sidera vertice (Carm.,I, 1 ).
Volontiers j’aurais écrit sur mon chapeau, non pas C’est moi qui suis Guillot, berger de ce
troupeau (Le Loup devenu berger,
fable de la Fontaine), mais C’est moi qui
suis ce Drach loué dans le journal. Tous ceux que je rencontrais, pouvait-
on en douter ? devaient l’avoir lu. Jamais de ma vie je n’éprouverai plus un
bonheur aussi vif, quand même un collège électoral me nommerait à l’unanimité membre de la chambre des députés. Ma
pensée ne pouvait se détacher de l’opération du compositeur de l’imprimerie,
qui réunissait les cinq lettres de mon nom; puis ce nom, encadré dans le restant de la planche, était porté sous la presse ;
puis ce grand tas de papier, que je voyais là, envoyait ses feuilles l'une
après l’autre en recevoir l’empreinte. Que c’était beau !
Mais il faut enfin dire ce que c’était que cet article
qui tant chatouillait mon amour-propre.
La paix de Tilsitt venait d’être conclue. Par ordre
supérieur, un Te Deum solennel devait
être chanté dans les temples de tous les cultes. Mais la synagogue n’use pas, et pour raison, de la belle
hymne de saint Ambroise. Les chefs du temple israélite de Ribeauvillé, désirant
se distinguer en cette occasion, me commandèrent une belle ode hébraïque. Je m’exerçais avec quelque succès sur la lyre de David, et d’Asaph. Qui n’a pas
fait de vers dans sa jeunesse ? Mon poème, demandé seulement l’avant-veille de
la cérémonie, fut l’œuvre d’une nuit, opus
unius noctis, comme dit quelque part saint Jérôme, et je l’accompagnai
d’une traduction littérale en français. Le lendemain on mit en réquisition
toutes les mains capables de copier de l’hébreu et du français. Un exemplaire
manuscrit de ma composition fut envoyé à la préfecture de Colmar, avec le
rapport de la cérémonie. Quelques jours après, la feuille hebdomadaire de la
préfecture, feuille grande comme la main, en rendant compte de la solennité,
dit : « Et dans la synagogue de Ribeauvillé on a chanté, en présence des
autorités qui y avaient été invitées, un poème hébreu, composé par M. Drach,
qui retrace avec éloquence, et dans un style vraiment oriental, les bienfaits
de la paix et du règne de Napoléon. »
En 1810, je vins demeurer en qualité d’instituteur chez
M. Javal aîné, à Colmar. L’honorable famille Javal qui, quelques années après,
s’est établie à Paris, et dont je conserverai toute ma vie de touchants
souvenirs, n’a cessé de me donner des témoignages de confiance et d’intérêt
jusqu’à l’époque de mon abjuration; dès ce moment toute relation cessa entre
elle et moi, je veux dire entre les Javal restés juifs et moi; car des membres
de cette famille, mes anciens élèves, imitèrent mon exemple.
Après avoir resté deux ans dans cette famille, où j’étais
si heureux, je pris la résolution d’exécuter un projet que je nourrissais
depuis longtemps, savoir, d’aller à Paris pour m’y perfectionner dans mes études profanes, c’est-à-dire dans
celles autres que le Talmud ; mais dans ce temps-là tous les projets des jeunes
gens étaient ajournés jusqu’après le tirage à la conscription, tirage
illusoire, car tous les numéros partaient. Appelé en 1811, je fus déclaré
impropre au service militaire à cause de ma vue basse. Tout le jeune monde
d’alors cherchait à se donner des défauts, afin de ne pas servir de chair à canon dans les horribles
boucheries des champs de bataille. Je m’étais exercé à la myopie, et j’y avais
assez réussi pour être renvoyé dans mes foyers. Les jeunes gens israélites
étaient assez vulgaires pour m’envier ce bonheur plus que l’article du petit
journal préfectoral. Libre dorénavant de ma personne, j’éprouvais un sentiment
irrésistible qui m’entraînait vers la capitale où était arrêtée, disais-je, l’étoile
de mon bonheur. Je n’y voyais pourtant ni place ni protecteur.
Mon père, à qui j’allai demander sa bénédiction avant de
quitter notre belle et heureuse province, mettait tout en œuvre, et épuisait
ses plus belles fleurs de rhétorique, pour me faire renoncer à mon projet de
départ. Enfin, me voyant inébranlable dans ma résolution, il répéta avec
l’accent de l’exclamation ce mot des parents de Rébecca : C’est le Seigneur qui parle en cette rencontre ( Gen., XXIV, 60). «
Ce ferme propos , ajouta-t-il, est le gage d’un grand bonheur qui l’attend à
Paris. » Ah ! quel plus grand bonheur aurait pu m’y attendre que celui du saint
sacrement du baptême ? Plaise à Dieu que je ne me rende jamais indigne de cette
grâce! L’excellent M. Javal, de son côté, n’avait rien négligé non plus pour me
retenir chez lui. Il eut même la générosité de m’inviter, pendant les premiers
mois après mon départ, dans toutes ses lettres si amicales, si bienveillantes,
à retourner chez lui à Colmar, si je ne trouvais rien à Paris.
Je vins donc à Paris, riche en espérances vagues, pauvre
en finances, n’y apportant d’autres moyens, d’autres recommandations que ma
théologie juive et une provision de connaissances linguistiques.
On était alors dans la première ferveur de la réforme
sociale des israélites français, à
laquelle la main de fer et le puissant génie de l’empereur venaient de donner
l’impulsion avec la force d’une machine à vapeur à haute pression. Je trouvai
le meilleur accueil auprès des principaux israélites de la capitale, pour la
plupart hommes éclairés, s’occupant avec le zèle le plus louable à favoriser
les vues de Napoléon sur leurs coreligionnaires, c’est-à-dire d’inspirer aux
juifs le goût de l’agriculture, des métiers, des arts, des sciences, sans
oublier la profession des armes, pour les retirer de leur commerce frauduleux
et de leurs habitudes usurières. Qu’ils étaient différents de nos juifs
alsaciens, ignorants, grossiers, avides d’argent, n’ayant d’autre ambition que
de ramasser des richesses, ne reculant devant aucun moyen pour atteindre ce
but, tout en ayant l’adresse de se mettre hors de l’atteinte de la loi ! Les
cultivateurs des départements septentrionaux de l’empire, opprimés d’usures,
touchaient à leur ruine, quand Napoléon, qui ne plaisantait pas, comme disait
Talleyrand, déchargea un coup de sabre sur les créances judaïques.
Dans la nouvelle sphère où je me trouvais, la Providence
disposa les choses de la manière la plus admirable pour préparer ma conversion.
Outre une place distinguée, que j’avais obtenue au consistoire central, feu M.
Baruch Weil, israélite qui jouissait à juste titre d’une grande considération,
me confia l’éducation de ses nombreux enfants. Les rapides progrès des jeunes
Weil, et leur solide instruction, dont leur examen hebdomadaire fournissait des
preuves, firent à leur instituteur une si bonne réputation, que plusieurs
familles, même des familles chrétiennes, le demandaient pour donner à leurs
enfants au moins quelques leçons par semaine.
M. Baruch Weil, chez qui je passais la plus grande partie
de la journée, et qui me donnait la table, fut l’instrument de ma résolution
définitive, cette fois irrévocablement décidée, de professer publiquement le
catholicisme. Il y contribua bien contre son intention, car il était très zélé
pour le pharisaïsme, et en observait toutes les prescriptions avec une
scrupuleuse exactitude. Il avait pour voisin, dans sa maison, M. Louis Mertian,
dont l’extrême modestie n’a pu défendre son nom de la plus honorable publicité.
En France, la vertu, pas plus que le vice, ne peut rester murée. Le bel emploi
qu’il fait de sa fortune, accrue par le génie et une grande activité, arrache,
pour ainsi dire, partout à la reconnaissance et à l’applaudissement des cris
qu’il n’est pas possible d’étouffer. Non seulement il soulage un grand nombre
d’infortunes, non seulement il contribue libéralement à toutes les institutions
de bienfaisance et d’utilité publique, mais encore il s’intéresse d’une manière
spéciale à un grand nombre d’enfants pauvres, placés par ses soins dans divers
établissements. La misère menaçait d’en faire des vagabonds, des mauvais
sujets, des fléaux de la société ; les charitables largesses de M. Mertian en
font des artisans utiles, des citoyens chrétiens, c’est-à-dire d’une moralité
fondée sur sa seule et véritable base : la religion. Un des plus anciens élèves
de l’école polytechnique, il contribue puissamment par son talent et un travail
assidu, à la prospérité de notre industrie nationale ; aussi depuis longtemps
le signe de l’honneur brille-t-il dignement sur sa noble poitrine. D’une
famille dans laquelle une piété solide et éclairée est comme un trésor
héréditaire, précieux patrimoine, M. Louis Mertian donne l’exemple de la
pratique sincère de toutes les plus belles vertus chrétiennes dans le monde.
Une estime mutuelle, fondée de part et d’autre, avait
établi des relations de bon voisinage entre les deux habitants de la même
maison. M. Baruch Weil, plein de bienveillance pour moi, en profita pour
m’introduire auprès de M. Mertian et de la dame respectable, compagne digne
d’un tel homme. Elle est de l’honorable famille Gossellin, dont un membre,
savant distingué, a occupé un fauteuil à l’académie des inscriptions et belles lettres.
Ils me firent l’honneur de me confier la première instruction élémentaire de
leurs jeunes enfants. Ce fut certainement le divin Pasteur, qui ne cesse de
rechercher les brebis égarées, qui leur inspira, à eux si bons catholiques, de
prendre un maître israélite pour leurs enfants, qu’ils élevaient si religieusement.
Ce n’est pas à vous, mes chers frères, que j’ai besoin d’apprendre que les
catholiques ont toujours été à l’égard des juifs plus tolérants et plus bienveillants
que les protestants. Bientôt après, M. et madame Bernard Mertian, qui méritent
sous tous les rapports la même estime que leurs frère et belle-sœur,
m’appelèrent également pour donner des leçons à leurs enfants.
Électrisé, c’est bien le mot, par les exemples édifiants
de la piété catholique que, pour mon bonheur, j’avais ainsi sous les yeux
pendant plusieurs années, l’entraînement vers le christianisme que j’éprouvais
autrefois, se réveilla en moi avec une force à laquelle je n’opposai plus de
résistance. La moindre cérémonie du culte catholique me faisait éprouver des
émotions que je n’avais jamais ressenties, et dont il me serait difficile de
donner une idée. On désirait que je fisse expliquer à mes élèves le latin de
l’évangile du dimanche, mais on n’osait me le proposer. Je prévins spontanément
ce désir, et je m’en acquittais en observant toujours et la convenance de ma
position, comme ne m’étant pas encore déclaré chrétien, et celle de mes élèves
catholiques. Toutefois il n’échappait pas à leurs parents que je prenais goût à
l’explication de ce divin livre, si odieux à nos frères juifs qu’ils ne veulent
pas le garder à la maison, et que je m’exprimais avec respect quand j’avais à
parler des dogmes de l’Église ; cependant ils jugèrent prudent de ne jamais
faire tomber le conversation sur des questions religieuses.
Depuis quelque temps les ouvrages des principaux Pères de
l’Église, tant grecs que latins, étaient devenus ma lecture habituelle. On se
procurait ces ouvrages à peu de frais. Des épiciers et des marchands de papier
les vendaient au poids. C’étaient encore les restes des bibliothèques enlevées
des couvents à l’époque de la révolution. En m’instruisant ainsi à la meilleure
source de la religion, qui insensiblement prenait racine dans mon cœur, je fus
frappé des reproches fondés que ces Pères font aux juifs, d’avoir porté une
main sacrilège sur le texte hébreu, en le corrompant. Je m’étais aperçu
moi-même, depuis longtemps, qu’en bien des endroits ce texte paraît avoir été
altéré ou tronqué de telle manière qu’il y a visiblement des lacunes.
Cette circonstance donna lieu à une nouvelle occupation.
Je pris le parti de conférer attentivement l’hébreu de l’Ancien Testament avec
la version grecque des Septante, parce que cette interprétation est l’ouvrage
de docteurs de la synagogue, revêtus de toute l’autorité qu’on peut désirer, et
qu’elle date du commencement du IIIe siècle avant la naissance de Jésus-Christ,
c’est-à-dire d’une époque où ils n’avaient encore aucun intérêt à détourner le
sens des prophéties qui regardent le Messie.
Dans les nombreuses divergences des deux textes, le grec
m’ayant paru préférable, j’entrepris de restituer le texte original sur le
travail des Septante, qui a servi à son tour de texte aux versions orientales,
notamment à la version syriaque que j’avais constamment sous les yeux. Il est
encore à remarquer que presque partout où les évangélistes et les apôtres
rapportent des témoignages de l’Ancien Testament, ils s’écartent de l’hébreu,
et suivent la leçon des Septante. C’est ce qui fait dire à saint Irénée : « Apostoli consonant prædictæ interpretationi
(sc. LXX virorum), et interpretatio consonat apostolorum traditioni. Etenim Petrus,
etJoannes, et Matthæus, et Paulus, et reliqui deinceps, et horum sectatores,
prophetica omnia ita annuntiaverunt, quemadmodum seniorum interpretatio
continet » (Adv. hær., I. III, c. 25, p. 293 et 294 de l’éd. de Paris,
1639).
Cette conformité du Nouveau Testament avec le texte des
Septante est également attestée par d’autres Pères anciens, tels qu’Origène,
saint Cyrille de Jérusalem, etc. On en trouve des exemples jusque dans l’Epître
de saint Paul aux Hébreux. L’Apôtre ne pouvait ignorer que ceux à qui il
s’adressait, au moins les plus instruits d’entre eux, lisaient le texte hébreu
de l’Ancien Testament.
Origène, un des anciens qui s’est occupé le plus
diligemment de la comparaison des textes, et de leur valeur relative, a
consacré aux Septante la colonne du milieu dans ses Octaples, tandis qu’il
place l’hébreu à l’extrémité. Saint Epiphane, qui pouvait dire comme saint Paul
: Hebraei sunt, et ego ; Israelitae
sunt, et ego, et qui avait conservé un certain faible pour le texte hébreu,
n’en conclut pas moins qu’Origène avait adopté cette disposition pour signifier
que les Septante doivent servir de règle pour restituer la véritable leçon de
l’hébreu, dans les endroits où le texte original a subi des altérations.
Ce qui, selon moi, milite le plus en faveur du texte
grec, c’est que saint Jérôme, qui a corrigé l’ancienne Vulgate latine sur
l’hébreu et le chaldéen, langues qu’il avait étudiées sous des maîtres juifs, saint
Jérôme, dont la nouvelle version obtint le suffrage des juifs mêmes, ainsi que
l’atteste saint Augustin, son contemporain, s’approche beaucoup plus du grec
des Septante que de l’hébreu actuel de la synagogue. Une preuve enfin qui
acheva de me convaincre que, du temps de ce grand docteur de l’Église, le texte
hébreu n’était pas tout à fait le même qu’à présent, c’est celle tirée de
l’espèce de défi qu’il porte à ses adversaires, d’indiquer un seul passage du
grec qui ne se trouve dans l’original.
J’étais déjà avancé dans mon travail, qui avait pour
objet de restituer le texte hébreu d’après les Septante, lorsqu’à mon grand
contentement je lus dans la préface de saint Jérôme sur les quatre
évangélistes, qu’il regardait la version alexandrine comme la sauvegarde et le
boulevard de l’intégrité des divines Écritures. En effet, si les juifs ont été
longtemps, jusqu’à l’époque d’Origène, seuls dépositaires du texte hébreu,
encore les Octaples se sont-ils bientôt perdus, il n’en était pas de même de la
Bible grecque que l’Eglise s’appropria, dès les premiers temps, comme son texte
canonique. Malgré cela, les juifs tentèrent, mais inutilement, de porter aussi
la main sur ce texte, adopté pour la lecture de ceux d’entre eux qu’on désigne
sous le nom d'hellénistes. Joint à cela que, dans les premiers siècles du
christianisme, plusieurs Pères, plusieurs Églises, d’accord en cela avec les
docteurs de la synagogue, tenaient la version grecque des Septante pour un
ouvrage inspiré.
Mon travail sur les Septante ne resta pas longtemps un
secret. Le grand rabbin Abraham Cologna, président du consistoire central, qui
probablement n’en augurait rien de bon pour le pharisaïsme, dont il était un
zélé adhérent, vint me trouver pour en avoir communication. Après en avoir pris
connaissance, il m’enjoignit d’y renoncer, et d’abandonner pour toujours l’idée
de publier un ouvrage aussi anti juif. Ne me trouvant pas fort disposé à
obtempérer à cet ordre, il me menaça, à défaut du malkut, qui n’est plus de mise, d’une censure théologique en
hébreu, en français et en italien, qu’il aurait envoyée à toutes les
synagogues. On pense bien que cette menace polyglotte n’était pas de nature à
m’effrayer. J’avais déjà tant marché que j’avais la synagogue loin derrière
moi, et que je touchais au seuil de l’Église.
Le Pentateuque, que je ne tardai pas à terminer, obtint le suffrage de plusieurs savants de
l’Institut, et surtout celui du célèbre orientaliste qui a ranimé les études
orientales en France, M. Silvestre de Saci, une des plus belles gloires de
notre pays, et dont la perte laissera longtemps un vide difficile à combler.
Après avoir examiné mon texte hébreu
restitué il daigna en accepter la dédicace, et le recommanda au ministre de
l’intérieur, M. de Corbière, comme un ouvrage digne des encouragements du
gouvernement.
Cette occupation eut pour moi un autre résultat, d’un
effet bien plus heureux. Dans l’examen attentif du texte où, pour la première
fois de ma vie, je m’étais mis, pour m’exprimer ainsi, hors de page des
commentaires rabbiniques, je vis clairement que toutes les prophéties ne
forment, en quelque sorte, qu’un grand cercle de la circonférence de quatre
mille ans, dont tous les rayons aboutissent au centre commun, qui n’est et ne
saurait être que Notre-Seigneur Jésus-Christ, le Rédempteur des enfants d’Adam,
déchus depuis le péché de leur père. Tel est l’objet et le but unique de toutes
les prophéties qui concouraient à nous signaler le Messie de manière à ne
pouvoir pas le méconnaître. Elles forment dans leur ensemble le tableau le plus
achevé. Les prophètes les plus anciens en tracent la première esquisse. À
mesure qu’ils se succèdent, ils achèvent les traits laissés imparfaits par leurs
devanciers. Plus ils approchent du grand événement, plus leurs couleurs s’animent.
Quand le tableau est terminé, les artistes ont fini leur tâche, et ils
disparaissent. Le dernier des prophètes d’Israël, avant de se retirer, prend
soin de signaler le personnage qui doit venir lever le voile encore étendu sur
ce mystère. « Voici que je vous envoie, dit-il au nom de l’Éternel, Élie le
prophète, avant que vienne le jour grand et redoutable du Seigneur (Malachie, IV,
5). » C’est l’Élie de la nouvelle alliance, Jean Baptiste, le premier et le
plus grand des prophètes de la loi évangélique, qui n’avait pas de second en
sainteté parmi les enfants de la femme. La prédication de Jean avait attiré en
grande foule les habitants de Jérusalem, de toute la Judée, de tout le pays des
environs du Jourdain, lorsque Jésus, parlant de Jean, dit à la multitude : «
Qu’êtes-vous allés voir dans le désert?... Un prophète? Oui, je vous le dis, et
plus qu’un prophète ; c’est de lui qu’il a été écrit : « Voilà que j’envoie devant
vous mon ange, pour préparer la voie où vous devez marcher. En vérité, je vous
le dis, nul ne s’est élevé d’entre les enfants des femmes plus grand que Jean
Baptiste. Or, depuis les jours de Jean Baptiste jusqu’à présent, le royaume des
cieux souffre violence, et les violents seuls le ravissent ; car tous les
prophètes, ainsi que la loi, jusqu’à Jean, ont annoncé l’avenir. Et, si vous
voulez l’entendre, il est lui-même Élie
qui doit venir (Matth., XI, 7). »
Enfin la fille de Sion s’est réjouie. Les temps sont
accomplis. La femme, frappée d’anathème sous l’ancienne loi, pour avoir
introduit le péché dans le monde, devient le premier instrument de l’œuvre de
la rédemption et elle est réintégrée dans tous ses droits par la loi nouvelle.
Le grand sacrifice du Calvaire ferme la série de tous les sacrifices depuis le
commencement du monde, qui n’avaient eu de valeur qu’en le figurant. La
généalogie du fils de David, ce désiré des nations, est authentiquement
constatée ; dès ce moment, le peuple jaloux de la conservation du moindre iota
de ses livres sacrés, laisse confondre avec insouciance les tribus que les
soins les plus minutieux avaient tenues distinctes jusqu’alors. Israël même, je
veux dire la portion considérable restée fidèle à la loi de ses ancêtres;
Israël même, unique favori de Jéhova, depuis le pacte juré aux patriarches, se
fond bientôt dans les flots des nations, lesquelles, en accomplissement des
prophéties, refluent vers la montagne de
Dieu, pour adorer avec lui la croix du Dieu d’Abraham, d’Isaac et de Jacob.
Une autre portion de notre nation, les pharisiens, quitte
les rangs d’Israël fidèle. Abusant de leur autorité et de leur influence sur le
peuple, ils se déclarent, dès le commencement, contre Jésus-Christ, s’opposent
à la prédication de son Évangile, abandonnent enfin leur propre religion,
devenue celle de toute la terre, et, branche rompue de l’olivier franc, se
détachent de la famille universelle. Volontairement chargés de l’exécrable scandale qui devait arriver, ils
traversent les siècles, marqués du signe de réprobation qui les fait connaître,
passent sur la poussière des grandes nations qu’ils voient tomber les unes
après les autres, et rendent éternellement témoignage à celui dont ils
repoussent encore aujourd’hui jusqu’au pardon qu’il a imploré pour eux sur
l’instrument de mort où ils l’avaient attaché.
C’est ainsi que le Fils de Dieu fut la consolation, la gloire et la rédemption de son peuple Israël, en
même temps qu’il était renié par sa
nation, c’est- à-dire par les pharisiens et les prêtres, représentants de
tout ce que les Romains avaient voulu laisser d’autorité aux Juifs. Ces hommes
impies, poussés par un fanatisme aveugle, et par la crainte de laisser échapper
de leurs mains l’ombre de pouvoir qu’ils tenaient encore, donnèrent, par leur
acharnement contre le Christ, un sacrilège démenti au triomphe que le peuple
venait de décerner au fils de David, en
étendant par terre, selon l’usage des ovations du pays, ses habits et des
rameaux le long du passage de Jésus, et le saluant aux cris du joyeux Hosanna.
Tous les vrais
Israélites, tant ceux qui, comme le juste Siméon, croyaient au Messie à
venir, attendaient avec foi la
consolation d'Israël, que ceux qui, comme Philippe et le sincère Nathanaël,
croyaient au Messie venu après l’incarnation du Verbe, parce que les signes
certains auxquels on devait le reconnaître, s’appliquaient exactement à
Jésus-Christ ; tous les vrais Israélites, dis-je, appartiennent donc à la même
religion.
Cette religion, mes chers frères, descendant la longue
chaîne des siècles, qui lie nos jours à l’heure de la première révélation faite
au père du genre humain, c’est la religion catholique. Celui qui a promis à son
Église de rester avec elle jusqu’à la consommation des siècles, n’a jamais pu
permettre qu’elle déviât de la vérité , qu’elle perdit la bonne tradition. Les
sectes qui s’en sont séparées sont, à leur tour, des branches mortes, tombées
de l’arbre de la vie. Je conjure ceux d’entre vous qui ont embrassé leurs
erreurs, de reprendre la bonne voie. Par ses dogmes, ses traditions, ses
cérémonies religieuses, la synagogue, qui jamais n’a rien eu de commun avec les
principes protestants, était la lumière que l’Église catholique, la véritable Église,
projetait devant elle, avant de paraître, comme le soleil avant de se montrer
sur l’horizon. À moins de s’égarer, on arrive, comme nos pères, du mont Sinaï à
la montagne de Jérusalem, le Calvaire. De là, le chemin va droit au mont
Vatican, où est établie, sur les fondements inébranlables de la vérité et de la
durée, la sainte chaire de Saint Pierre. Les montagnes ont été choisies par nos
pères pour donner les signaux qui réglaient le culte national ; et, quand le
Rédempteur d’Israël commence à distribuer la parole du salut, il élève ses
auditeurs sur une montagne. David, dans un de ses plus beaux transports
prophétiques chante : « Je lève mes regards vers les montagnes d’où me tiendra
le salut (Psalm. CXX, 1). »
Comment l’israélite, habitué dès l’enfance à rester
soumis, pour le sens de l’Écriture, à l’autorité de là synagogue, laquelle,
depuis sa déchéance, ne substitue pas rarement ses fausses traditions aux
préceptes les plus formels de l’ancienne loi; comment l’israélite, dis-je,
esclave aveugle des moindres rêveries des rabbins, pourrait-il, s’il a le
bonheur de reconnaître Jésus-Christ pour son Messie, se faire à la liberté
présomptueuse des hérétiques qui donnent aux plus ignorants, aux plus idiots,
le droit de prononcer en arbitres souverains sur les questions les plus ardues
de la plus sublime des sciences, la religion, en livrant la parole de Dieu au
faible jugement de l’homme ? Rabbi Moïse de Kotzi dit dans son Grand Livre des préceptes
: « Si Dieu n’avait pas donné à Moïse l’explication orale de la loi (qui
constitue la tradition orale), elle ne serait qu’obscurité et cécité ».
Ainsi n’est pas fondé le reproche que les philosophes juifs et chrétiens adressent
à nos frères convertis, d’avoir déserté
la religion de nos pères. Bien loin d’abjurer la religion de ses pères,
l’israélite qui se fait catholique est un enfant égaré, un fils prodigue, que
la réflexion et le repentir ramènent dans la maison paternelle. Et quand même
il eût fallu abjurer la religion de
nos pères, doit-on accepter le principe impie qu’ils posent, qu’un honnête homme ne change pas de religion
? L’honnête homme suit les mouvements de sa conscience droite, et méprise les
vaines déclamations de ceux qui n’en ont pas. La tige de notre nation, Abraham que l’on appelle le Père des croyants, nous montre par son
exemple que nous ne devons point balancer entre nos parents et Dieu, notre Père
qui est dans les cieux. Moïse donne des louanges à la tribu de Lévi, parce
qu’elle avait méconnu, pour la cause de Dieu, pères, mères, frères et sœurs. Le
Talmud dit que le texte sacré rapproche à dessein ces deux préceptes : Vous respecterez chacun votre père et votre
mère, et vous observerez mes sabbats, car je suis le Seigneur votre Dieu, pour
nous dire que l’obéissance pour les parents ne doit pas l’emporter sur ce que
nous devons à Dieu.
Parvenu à ce degré de conviction, il ne m’était plus
possible de retarder plus longtemps mon catéchuménat. Le Seigneur daigna m’en
inspirer le courage; et dès le premiers jours de janvier 1823, je fis part de
ma résolution à la pieuse famille Mertian, qui en éprouva une sainte joie, et
voulut bien agréer ma proposition de me servir de parrains, ainsi qu’à mes
enfants. J’étais marié depuis 1817.
Mais que de combats j’eus à livrer à tout ce qui
m’entourait, et à mon propre cœur ! Il faut s’être trouvé dans une situation
semblable, pour s’en faire une idée : ma santé en a été altérée pendant
plusieurs mois. Mon existence dépendait alors presque entièrement du
consistoire, qui m’avait confié la direction de l’école israélite ; le titre de
rabbin, docteur de la loi, dont les
principaux grands rabbins de France m’avaient délivré le diplôme, me donnait
l’expectative du premier siège de grand rabbin qui serait venu à vaquer, et les
chefs de plusieurs synagogues consistoriales étaient fort avancés en âge ; les
ouvrages en faveur du principe du judaïsme que j’avais publiés avec quelques
succès, et auxquels j'allais donner un démenti si éclatant ; la défaveur, pour
ne rien dire de plus, que mon baptême allait déverser, parmi les juifs, sur mon
père et ma mère presque octogénaires, fort attachés au judaïsme, et sur tout le
reste de ma famille ; ma rupture certaine avec la famille à laquelle j’étais
allié, et dont j’étais aimé comme un fils ; la retraite présumable d’une épouse
chérie, et le malheur qui devait en résulter pour mes trois enfants, âgés, les
deux filles de trois ans et de quatre ans, le garçon de seize mois. Je me
chargeai l’épaule de cette longue et lourde croix, avec ce contentement
intérieur que la conscience de bien faire peut seule donner. Ne m’arrêtant à
aucune considération humaine, renonçant aux plus tendres affections du cœur, je
me rendis à l’invitation de celui qui avait déclaré, de sa bouche divine : « Si
quelqu’un vient à moi, et ne me préfère pas à son père, à sa mère, à sa femme,
à ses enfants, à ses frères et sœurs , à soi même, il ne peut pas être mon
disciple. Et quiconque ne se charge pas de sa croix pour me suivre, ne peut pas
être mon disciple. »
Après avoir imploré pour mes jeunes enfants le secours du
Dieu qui a dit : Sinite parvulos venire
ad me et la protection de la puissante et tendre mère des chrétiens, je me
présentai au vénérable doyen de la faculté de théologie, M. l’abbé Fontanel,
lui déclarant que, déjà convaincu de la vérité de la religion catholique, je
demandais à être préparé par lui au baptême. Il s’empressa d’acquiescer à mon
désir, et remplit auprès de moi le ministère apostolique d’une manière digne de
sa piété et de ses talents.
Le dimanche des Rameaux, j’assistai avec mon respectable
catéchiste, pour la première fois, à la célébration de la sainte messe, dans l’église
de sa paroisse, Saint-Étienne du Mont. Ah ! comment exprimer tout ce que
j’éprouvai d’émotions pendant le bel office de ce jour ! La procession
solennelle des Rameaux , qui me rappelait une procession semblable conservée
dans les usages de la synagogue ; ces paroles du Roi-Prophète : Attollite portas principes vestras, et elevamini,
portes aeternales : et introibit Rex gloriae, et le reste, que j’avais
répétées si souvent dans les temples du pharisaïsme ; la lecture, à voix
diverses de la Passion, qui vous fait passer tour à tour par tant d’émotions ;
vous vous indignez contre les persécuteurs, et vous vous prenez d’une grande
compassion pour la victime abandonnée sans défense à toute leur rage; une
sombre tristesse s’empare de vous : votre cœur se serre de plus en plus. Vous
souffrez avec l’homme, vous sentez la
douleur des clous qui lui percent impitoyablement les pieds et les mains. Le
cynisme barbare de cette foule brutale, de ces docteurs sans dignité, qui
insultent par d’amères ironies aux plus cruelles souffrances, vous fait
éprouver je ne sais quoi de stupéfiant; quand, à l’approche de la mort, la nature
se couvre de deuil, un voile noir s’étend sur votre âme : votre tête s’incline
avec celle de Jésus; et, quand il expire, vous vous laissez tomber, et vous
baisez la terre comme pour ne plus vous en relever qu’avec lui. Les cérémonies
du sacrifice seul digne d’être offert à Dieu, dans lesquelles je vis reproduire
sous mes yeux successivement, la mise en croix, la mort et la résurrection du Sauveur du monde ; la présence réelle et non
figurée, non simplement commémorative, de ce Jésus de Nazareth qui a conversé
tant d’années au milieu de ma nation, à Jérusalem et dans la Judée, le bonheur
d’être bientôt du nombre de ces fidèles prosternés devant la table sainte, où
il les conviait au banquet sacré de l’agneau pascal : tout cela me transportait
dans un monde idéal, comme le monde des esprits, réveillait en moi des
sensations toutes nouvelles, me jetait dans une sorte de sainte ivresse. La
religion qui donne des émotions pareilles peut-elle n’être pas divine ?
Le siège de Paris était occupé par un de ses pontifes les
plus illustres, Mgr de Quélen. Le prélat avait fixé le samedi saint pour mon
baptême et celui de mes deux filles, qui devait avoir lieu à la cathédrale. Mon
fils, trop jeune pour rester à la longue cérémonie de ce jour, ouvrit la marche
de notre entrée dans l’église de Dieu, en recevant le baptême le mercredi
précédent à Saint-Jean Saint-François, paroisse de M. et Mme Bernard Mertian,
ses parrains. Tous les assistants remarquèrent que le jeune enfant suçait avec
plaisir le sel de la sagesse, qu’on lui avait mis à la bouche conformément au
rituel. Le jeudi saint, après avoir envoyé au consistoire départemental de Paris
la démission de ma place, je fis abjuration du judaïsme aux pieds du premier
pasteur de la capitale. J’assistai ensuite au lavement des pieds de douze jeunes
garçons, choisis entre les plus sages des écoles des frères, tous habillés à
neuf uniformément par la générosité du prélat. Je pleurai tout le long de la
cérémonie. Tout le monde se rappelle encore le port si noble, si gracieux, de
Mgr de Quélen. Le charme de toute sa personne si bien proportionnée,
l’innocence baptismale, la sainteté inaltérable de toute sa vie, le son
harmonieusement vibrant de sa voix, le bon ton, l’aménité de son parler, tout
semblait entourer sa belle tête, coiffée à la Jésus, d’une auréole de gloire
céleste. Il retraçait à mes yeux, oserai-je le dire, quelque chose de
l’extérieur majestueux de Jésus-Christ sur la terre. Avec quelle grâce il
lavait les pieds de ces heureux apôtres en miniature ! Avec quelle grâce il les
servait à la réfection qu’il offrit à leur appétit d’écoliers ! Aucun
n’échappait à son attention, à son empressement. De temps en temps un propos
joyeux, qui renfermait toujours un pieux conseil, augmentait la bonne humeur
des petits convives. Mais plus il se faisait petit pour descendre au niveau de
ces enfants, plus il grandissait dans ma vénération. Le serviteur de ces petits
pauvres qui, par une délicatesse religieuse, s’oubliait ainsi, en quelque
sorte, était plus que jamais le grand archevêque, le grand seigneur de
l’antique et glorieuse noblesse du pays, le pair de France, etc.
Le samedi saint, le plus beau jour de ma vie, je reçus
enfin, ayant de chaque côté une de mes filles, ce baptême tant et si longtemps
désiré, des mains de Monseigneur en présence d’un concours immense de fidèles
et même de juifs. M. l’abbé Fontanel avait accompli préalablement la cérémonie
de l’exorcisme. Ma première communion et ma confirmation furent réservées pour
la grand’messe du lendemain.
L’auguste cérémonie du jour de Pâques, les riches et
éclatants ornements du pontife célébrant et du nombreux clergé qui l’assistait,
me transportèrent en idée aux pompes du temple magnifique de Jérusalem, alors
qu’il était encore rempli de la gloire de
Jéhovah. Il me semblait voir le sacerdote suprême, entouré des prêtres fils
d’Aaron, célébrant la grande solennité du jour des Kippurim. Mais c’était bien ici le cas de dire : La gloire du second temple surpassait
infiniment celle du premier (Agg. II, 10).
L’archevêque avait une manière d’entonner le Gloria, les
yeux élevés au ciel comme en extase, qui électrisait ceux qui le regardaient en
ce moment. Je ne posais plus à terre : enlevé par un rayon lumineux, parti du
saint pontife, je me trouvai tout à coup au milieu du chœur angélique suspendu
entre le ciel et la terre, comme lorsque, à la naissance du Sauveur, la nature
en fête écoutait silencieuse les voix séraphiques qui, pour la première fois,
chantaient au son des harpes célestes : Gloire
à Dieu au plus haut des deux, et sur la terre paix aux hommes de bonne volonté.
Je n’essayerai pas de rendre ce qui se passa en moi après
la sainte communion. Je le possédais enfin au milieu de mon cœur. L’éclat de la
pompe du sanctuaire, les flots pressés de la foule religieuse, le grand temple
gothique, tout autour de moi avait disparu. Où étais-je ? Mes frères, je n’en
sais rien....
Quelques jours après, Mgr l’archevêque, en me recommandant
la dévotion à la très sainte Vierge, traça, avec l’onction qui lui était si
naturelle, un tableau touchant de la vie souffrante de la Mère de Dieu, et il
finit par ces mots : « Et vous aussi, peut-être un glaive de douleur
traversera-t-il votre cœur plus d’une fois, alors souvenez-vous de Marie. »
DAVID-PAUL DRACH