jueves, 27 de noviembre de 2025

Friedrich Hölderlin: Quirón

 

CHIRON

                Wo bist du, Nachdenkliches! das immer muß

    Zur Seite gehn, zu Zeiten, wo bist du, Licht?

        Wohl ist das Herz wach, doch mir zürnt, mich

            Hemmt die erstaunende Nacht nun immer.

 

Sonst nämlich folgt' ich Kräutern des Walds und lauscht'

    Ein weiches Wild am Hügel; und nie umsonst.

        Nie täuschten, auch nicht einmal deine

            Vögel; denn allzubereit fast kamst du,

 

So Füllen oder Garten dir labend ward,

    Ratschlagend, Herzens wegen; wo bist du, Licht?

        Das Herz ist wieder wach, doch herzlos

            Zieht die gewaltige Nacht mich immer.

 

Ich wars wohl. Und von Krokus und Thymian

    Und Korn gab mir die Erde den ersten Strauß.

        Und bei der Sterne Kühle lernt' ich,

            Aber das Nennbare nur. Und bei mir

 

Das wilde Feld entzaubernd, das traurge, zog

    Der Halbgott, Zeus Knecht, ein, der gerade Mann;

        Nun sitz ich still allein, von einer

            Stunde zur anderen, und Gestalten

 

Aus frischer Erd und Wolken der Liebe schafft,

    Weil Gift ist zwischen uns, mein Gedanke nun;

        Und ferne lausch ich hin, ob nicht ein

            Freundlicher Retter vielleicht mir komme.

 

Dann hör ich oft den Wagen des Donners

    Am Mittag, wenn er naht, der bekannteste,

        Wenn ihm das Haus bebt und der Boden

            Reiniget sich, und die Qual Echo wird.

 

Den Retter hör ich dann in der Nacht, ich hör

    Ihn tötend, den Befreier, und drunten voll

        Von üppgem Kraut, als in Gesichten,

            Schau ich die Erd, ein gewaltig Feuer;

 

Die Tage aber wechseln, wenn einer dann

    Zusiehet denen, lieblich und bös, ein Schmerz,

        Wenn einer zweigestalt ist, und es

            Kennet kein einziger nicht das Beste;

 

Das aber ist der Stachel des Gottes; nie

    Kann einer lieben göttliches Unrecht sonst.

        Einheimisch aber ist der Gott dann

            Angesichts da, und die Erd ist anders.

 

Tag! Tag! Nun wieder atmet ihr recht; nun trinkt,

    Ihr meiner Bäche Weiden! ein Augenlicht,

        Und rechte Stapfen gehn, und als ein

            Herrscher, mit Sporen, und bei dir selber

 

Örtlich, Irrstern des Tages, erscheinest du,

    Du auch, o Erde, friedliche Wieg, und du,

        Haus meiner Väter, die unstädtisch

            Sind, in den Wolken des Wilds, gegangen.

 

Nimm nun ein Roß, und harnische dich und nimm

    Den leichten Speer, o Knabe! Die Wahrsagung

        Zerreißt nicht, und umsonst nicht wartet,

            Bis sie erscheinet, Herakles Rückkehr.

FRIEDRICH HÖLDERLIN

1801

QUIRÓN

 

¿Dónde estás, oh pensativa? Tú que siempre tienes

que apartarte a un lado, cuando llega la hora, ¿dónde estás, oh luz?

Bien está despierto el corazón, pero la noche

me exalta y me sorprende siempre.

En otro tiempo iba a por hierbas al bosque y escuchaba

las tiernas fieras sobre las colinas, nunca en vano.

Nunca engañado, ni una vez, por tus pájaros,

pues siempre aparecías, dispuesta a cualquier cosa,

gozando con los potros y jardines,

dando siempre consejo al corazón. ¿Dónde estás, oh luz?

Está despierto de nuevo el corazón, pero insensible

me arrastra siempre la noche poderosa.

Sí, era yo mismo. Y del tomillo, del azafrán,

de las espigas, me daba la tierra los primeros ramos.

Junto al frescor de las estrellas aprendía,

pero sólo lo que puede nombrarse. Y a mi lado

deshaciendo el hechizo de los campos salvajes y sombríos,

descendió el semidiós, siervo de Zeus, hombre recto;

y ahora estoy sentado, solo y en silencio, hora tras hora, y las formas

de la tierra fresca y las nubes amorosas es mi pensamiento

quien las crea, porque hay entre nosotros un veneno.

Y escucho los sonidos que llegan de lo lejos

por si alguien amistosamente viene a rescatarme.

Y oigo a menudo el carro del dios de las tormentas,

que al mediodía se acerca. Le reconocen todos

cuando tiembla la casa, se purifica

el suelo, y la tortura se convierte en eco.

Luego en la noche oigo al salvador, le oigo

traer la muerte, a él que libera. Y abajo, rebosante

de yerbas opulentas, como en una visión,

miro la Tierra, un fuego poderoso.

Pero cambian los días, y si alguien los contempla,

benignos unos y nefastos otros, siente dolor

cuando unos y otros se entremezclan, y nadie

puede reconocer en ellos lo mejor.

Pero ahí está el aguijón del dios. Sin él nadie

podría amar la injusticia divina.

Como en su casa está entonces el dios

frente a nosotros, y la Tierra es distinta.

¡Día, oh día! Ya respiráis de nuevo, ya bebéis,

oh sauces, en los arroyos míos. Hay luz en la mirada,

huellas que avanzan con firmeza, y al igual

que un monarca, calzadas las espuelas, en el lugar

que es tuyo, apareces, astro errante del día,

y tú, oh Tierra, cuna de paz,

tú, morada de mis padres, que se fueron

lejos de las ciudades, sobre nubes como fieras salvajes.

Monta ahora un corcel, ciñe el arnés

y toma la leve lanza, oh joven. La profecía

no será desgarrada, ni vana la espera

a que aparezca el retorno de Heracles.

Traducción de Antonio Pau




sábado, 22 de noviembre de 2025

Anna de Noailles: Si tú hablaras, Señor...

SI VOUS PARLIEZ, SEIGNEUR...

 

Si vous parliez, Seigneur, je vous entendrais bien,

Car toute humaine voix pour mon âme s’est tue,

Je reste seule auprès de ma force abattue,

J’ai quitté tout appui, j’ai rompu tout lien.

 

Mon cœur méditatif et qui boit la lumière

Vous aurait absorbé, si, transgressant les lois,

Comme le vent des nuits qui pénètre les pierres

Votre verbe enflammé fût descendu sur moi !

 

Nul ne vous souhaitait avec tant d’indigence :

Je vous aurais fêté au son du tympanon

Si j’avais, dans mon triste et studieux silence,

Entendu votre voix et connu votre nom.

 

Mais jamais rien à moi ne vous a révélé,

Seigneur ! ni le ciel lourd comme une eau suspendue,

Ni l’exaltation de l’été sur les blés,

Ni le temple ionien sur la montagne ardue ;

 

Ni les cloches qui sont un encens cadencé,

Ni le courage humain, toujours sans récompense,

Ni les morts, dont l’hostile et pénétrant silence

Semble un renoncement invincible et lassé ;

 

Ni ces nuits où l’esprit retient comme une preuve

Son aspiration au bien universel ;

Ni la lune qui rêve, et voit passer le fleuve

Des baisers fugitifs sous les cieux éternels.

 

Hélas ! ni les matins de ma brûlante enfance,

Où, dans les prés gonflés d’un nuage d’odeur,

Je sentais, tant l’extase en moi jetait sa lance,

Un ange dans les cieux qui m’arrachait le cœur !

 

Pourtant, ayez pitié ! Que votre main penchante

Vienne guider mon sort douloureux et terni ;

J’aspire à vous, Splendeur, Raison éblouissante !

Mais je ne vous vois pas, ô mon Dieu ! et je chante

À cause du vide infini !

ANNA DE NOAILLES 

SI TU HABLARAS, SEÑOR...

 

Si tú hablaras, Señor, yo bien podría oírte,

pues toda voz humana para mi alma ha callado,

Me encuentro sola junto a mi fuerza abatida,

Todo apoyo dejé, todo lazo rompí.

 

Mi corazón que bebe la luz, meditabundo,

Te habría absorbido si, transgrediendo las leyes,

Como el viento nocturno que las piedras horada

Tu ígneo verbo en mí hubiera descendido.

 

Nadie te deseó con indigencia tanta:

al son del tamboril te habría celebrado

Si en mi silencio triste y estudioso yo hubiera

conocido tu nombre y  escuchado tu voz.

 

Pero nada, Señor, me reveló tu ser,

Jamás: ni el cielo plúmbeo como agua amenazante,

Ni el ardor estival en los campos de trigo,

Ni el templo jónico en lo alto de la ardua montaña;

 

Ni el cadencioso incienso que son las campanadas

Ni el humano coraje, siempre sin recompensa,

Ni los muertos, de hostil y profundo silencio,

Que parece invencible y cansada renuncia;

 

Ni esas noches en que, en su aspiración al bien

Universal, encuentra una prueba el espíritu:

Ni la luna que sueña, y ve pasar el río

De los besos fugaces  bajo el eterno cielo.

 

Ni las mañanas, ¡ay!, de de mi niñez ardiente,

 Cuando, en prados henchidos de una nube de aroma,

Sentía (¡tanto el éxtasis en mí su lanza hundía!)

Un ángel en los cielos que me rasgaba el pecho.

 

Aun así, ¡apiádate! Que tu mano se tienda

Para guiar mi suerte dolorosa y oscura;

¡A Ti aspiro, Esplendor, deslumbrante Razón!

¡Pero no puedo verte, oh Dios mío, y es por este

Infinito vacío que yo canto!

 

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán



jueves, 20 de noviembre de 2025

Paul Hazard: La soledad de Baudelaire. Primera parte

LA SOLEDAD DE BAUDELAIRE 

LOS POETAS EN LA BATALLA

“Somos los poetas, decían con su voz grandilocuente; somos los conductores de los pueblos. Nuestros pueblos están dormidos, lograremos despertarlos: recuperarán la conciencia de su fuerza, correrán a las armas y expulsarán a sus tiranos: nos corresponde a nosotros guiarlos hacia la nueva cruzada, la cruzada de la libertad”.

Así, en todos los países de Europa que se preparaban para las grandes resurrecciones, no había más que gritos de alerta, exhortaciones, reproches, palabras de aliento, sátiras, cantos guerreros. En 1848, al enterarse de la Revolución, Petöfi se apresura a ir a Budapest, se pone al frente del movimiento nacional y, ante la multitud reunida, entona su canto heroico: ¡La patria os llama, oh húngaros! ¡De pie! ¡Ahora o nunca! Ser esclavos o libres, esa es la cuestión: ¡elegid! — ¡Por el nombre del Dios de los húngaros,  juramos que no seremos más esclavos! Al año siguiente, muere luchando. Para recopilar los himnos populares que los poetas italianos componían por aquella época, se necesitarían volúmenes enteros. Ardientes, exasperados, despreocupados por los refinamientos de la forma y pensando solo en la acción, improvisaban versos que se repetían de boca en boca, se recitaban, se cantaban en las calles, en los teatros, incluso en las iglesias: y también en los campos de batalla. ¡Uníos, hermanos italianos! El tiempo de las humillaciones ha pasado: ¡demostrad a los extranjeros, a esos bárbaros, que vuestro país no es la tierra de los muertos y que no se puede insultar u oprimir impunemente! ¡A las armas! Mientras un rincón de vuestra tierra siga esclavizado, mientras Italia no sea una, desde los Alpes hasta el mar, vuestra tarea no habrá terminado. Luchad, el triunfo está cerca: Italia recuperará su glorioso lugar entre las naciones... Esto es lo que decían todos: Alessandro Poerio, Goffredo Mameli, que ese mismo año 1849 murieron por la unidad de su patria; Giuseppe Giusti y sus sucesores, Aleardo Aleardi, Giovanni Prati; y tantos otros: tantos poetas como héroes que fueron necesarios para que al final resonara en el Capitolio conquistado el himno triunfal de Roma.

Miguel, ¿por qué lloras, lloras tanto? —Porque estoy cargado de mil ataduras y dividido entre treinta y seis Estados. —Por eso lloro, lloro tanto. Las cosas no podían seguir así, y Miguel acabaría liberándose de su mordaza. —¡Qué vida! —¡Qué luchas por la verdad y por el derecho en las mesas de la cervecería! No, nuestras costumbres actuales —no son realmente malas —en las mesas de la cervecería. Era otra cosa que no podía seguir así; esa elocuencia vana, esas diatribas alrededor de las jarras de cerveza, esos discursos que se olvidaban nada más salir de los bancos de la cervecería, eran ridículos: si los germanos querían realmente ganarse su libertad con su unidad, era importante actuar. En cuanto a arrastrar su tedio, contarle a todo el mundo sus penas de amor, gemir por sus amores desdichados, llorar en los bosques o a orillas de los lagos, maldecir la vida, aspirar a la nada, —solo los rezagados podían llenar sus versos con esos sentimientos débiles y cobardes. Los poetas animados por el nuevo espíritu debían cantarle a Alemania, como había hecho Hoffmann von Fallersleben en 1841:

Deutschland, Deutschland über alles,

Über alles in der Welt...

Georg Herwegh, amigo del pueblo y enemigo de los reyes, reprochaba a Freiligrath que empleara su talento en imitar a Byron, un romántico pasado de moda, y a Victor Hugo y su orientalismo de pacotilla. Y Freiligrath, una vez convertido, se volvió a su vez el poeta del liberalismo y la revolución. ¡Adiós, Hamlet! Ha permanecido sentado demasiado tiempo, —acostado demasiado tiempo, y ha leído demasiado en su cama. —la sangre se le ha coagulado,— y ahora le falta el aliento y está demasiado gordo. —Ha urdido demasiadas tramas eruditas. Su acción más hermosa es precisamente la de pensar. Se ha desgastado en Wittenberg, en los bancos de las aulas y en las tabernas... A ese Hamlet jadeante le faltaba coraje; se entregaba a innumerables monólogos, ponía su ira en versos, fingía locura: adiós, Hamlet.

No siempre estaban de acuerdo en los medios, unos defendían la monarquía y otros de república, pero todos defendían la patria. Salían de sus salas de estudio, de sus bibliotecas, de sus universidades; abandonaban sus hogares y se lanzaban a la batalla. Los encarcelaban, los exiliaban; lejos de callar, proseguían con su canto, más áspero y más fuerte. Si vivían hasta llegar a viejos, pese a tantas adversidades, eran recompensados con la alegría más hermosa, la de ver cómo sus ideas se imponían a la vida. Los desterrados regresaban, los perseguidos se convertían en vencedores: veían Sadowa, la Prusia triunfante, la confederación de Alemania del Norte; veían Versalles y el Imperio Germánico. Veían el reino constitucional de Cerdeña, firme esperanza; los Estados dispares que, uno tras otro, se unían a él; y la unidad italiana.

Mientras tanto, Baudelaire, pálido jardinero confinado en la humedad de sus invernaderos, cultivaba sus extrañas flores. No creía que la poesía consistiera en gritar, en vociferar, en adornar con rimas aproximadas versos compuestos a docenas, tan burdos que más tarde, una vez pasado el momento de exaltación, sorprendía que se los hubiera tomado por versos. Detestaba al pueblo, esa zoocracia; negaba el progreso, ese engaño, esa mentira para imbéciles: el verdadero progreso, el único progreso, habría consistido en abolir en nosotros el sentido del pecado, lo cual era imposible para los hijos de los hombres. Imaginar que serían más felices porque cambiarían de escarapela, blanca, roja o tricolor, era un puro absurdo; un error sobre la naturaleza de su ser y sobre su destino. Es cierto que se subió a las barricadas en 1848 y que publicó un periódico democrático para decirle a la multitud que no había nada más hermoso que la república y la libertad. Pero su aberración no duró mucho más que el propio periódico, que dejó de publicarse tras su segundo número. Ahora, sin preocuparse por los problemas secundarios que se derivaban del único problema esencial, era este último el que consideraba, si no para resolverlo, al menos para aclarar sus términos. Quería identificar, analizar, hacer visible a todos los ojos el mal que hay en nuestra conciencia, en nuestra naturaleza, en las profundidades secretas de nuestra alma, indisolublemente mezclado con el bien. ¡Si al menos odiáramos firmemente esa perversidad primigenia! Pero la amamos; nos deleitamos con ella; odiamos y adoramos al mismo tiempo el artificio, la fealdad, incluso el crimen. Esta condición espantosa, esta duplicidad del hombre, que parece aumentar a medida que la vida moderna nos exaspera más los nervios, nos hace arder más la sangre, la razón no puede explicarla; y así como se distrae a los niños de su dolor mostrándoles juguetes, ella distrae nuestra atención con espejismos: la política, el progreso, la felicidad social —juguetes de niños. Pero, por su parte, Baudelaire no quería separarse del único tema que le importaba; y dejándoles a los demás lo que él consideraba meras actividades superficiales, pidiéndole a la poesía las revelaciones, las iluminaciones que las facultades intelectuales son incapaces de darnos, descendía a los abismos interiores donde nadie, ni siquiera Dante, le había precedido.

PAUL HAZARD

Solitude de Baudelaire

Traducción para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

(continuará)

SOLITUDE DE BAUDELAIRE

LES POÈTES DANS LA MÊLÉE

«Nous sommes les poètes, disaient-ils de leur voix grandiloquente; nous sommes les conducteurs des peuples. Nos peuples qui dorment, nous finirons bien par les réveiller: ils reprendront conscience de leur force, ils courront aux armes et chasseront leurs tyrans: à nous de les mener à la nouvelle croisade, la croisade de la liberté.»

Ainsi, dans tous les pays d’Europe qui s’apprêtaient aux grandes résurrections, ce n’étaient que cris d’appel, exhortations, reproches, encouragements, satires, chants guerriers. En 1848, à la nouvelle de la Révolution, Petöfi gagne en hâte Budapest, prend la tête du mouvement national, et devant la foule assemblée lance son chant héroïque: La patrie appelle, ô Hongrois! Debout! À présent ou jamais! Être esclave ou bien libre; voilà la question: choisis! — Par le nom du Dieu des Hongrois, nous jurons que nous ne serons plus esclaves! L’année suivante, il meurt en combattant. Pour recueillir les hymnes populaires que les poètes d’Italie composaient vers le même temps, il faudrait des volumes entiers. Ardents, exaspérés, insoucieux des raffinements de la forme et ne songeant qu’à l’action, ils improvisaient des vers qu’on répétait de bouche en bouche, qu’on déclamait, qu’on chantait dans les rues, dans les théâtres, jusque dans les églises: et sur les champs de bataille, aussi. Unissez-vous, frères italiens! Le temps des humiliations est passé: montrez aux étrangers, ces barbares, que votre pays n’est pas la terre des morts, et qu’on ne peut impunément l’insulter ou l’opprimer! Aux armes! Aussi longtemps qu’un coin de votre sol demeurera esclave, aussi longtemps que l’Italie ne sera pas une, des Alpes à la mer, votre tâche ne sera pas finie. Luttez, le triomphe est proche: l’Italie va reprendre sa place glorieuse au milieu des nations... Voilà ce qu’ils disaient tous: Alessandro Poerio, Goffredo Mameli, qui, cette même année 1849, moururent pour l’unité de leur patrie ; Giuseppe Giusti; et leurs successeurs, Aleardo Aleardi, Giovanni Prati; et tant d’autres: autant de poètes, autant de héros qu’il en fallut pour que retentît à la fin, sur le Capitole conquis, l’hymne triomphal de Rome.

Michel, pourquoi pleures-tu, —pleures-tu si fort? — Parce que je suis chargé de mille liens —et partagé entre trente-six États. —C’est pour cela que je pleure — que je pleure si fort. Les choses ne pouvaient plus durer ainsi, et Michel finirait bien par se débarrasser de sa muselière. —Quelle vie! quelles luttes —pour la vérité et pour le droit —sur les bancs de la brasserie! — Non, nos mœurs actuelles —ne sont vraiment pas mauvaises —sur les bancs de la brasserie. C’était encore une chose qui ne pouvait plus durer; cette éloquence vaine, ces diatribes autour des pots de bière, ces discours qu’on rentrait dès qu’on avait quitté les bancs de la brasserie, étaient ridicules: si les Germains voulaient mériter vraiment leur liberté avec leur unité, il importait d’agir. Traîner son ennui, raconter à tout venant ses peines de cœur, gémir sur ses amours malheureuses, pleurer dans les forêts ou sur le bord des lacs, maudire la vie, aspirer au néant, —seuls des attardés pouvaient remplir leurs vers de ces sentiments faibles et lâches. Les poètes animés de l’esprit nouveau devaient chanter l’Allemagne, comme avait fait, dès 1841, Hoffmann von Fallersleben:

Deutschland, Deutschland über alles,

Über alles in der Welt…

Georg Herwegh, ami du peuple, ennemi des rois, reprochait à Freiligrath d’employer son talent à imiter Byron, romantique démodé; à imiter Victor Hugo et son orientalisme de pacotille. Et Freiligrath, converti, se faisait à son tour le poète du libéralisme et de la révolution. Adieu, Hamlet! Il est resté trop longtemps assis —trop longtemps couché, et il a trop lu dans son lit —Son sang s’est figé —et le voilà court d’haleine et trop gras —Il a tissé trop de trames savantes —Sa plus belle action, c’est précisément de penser. —Il s’est usé, à Wittenberg —sur les bancs des salles de cours et des tavernes… Cet Hamlet poussif manquait de cœur; il se livrait à d’innombrables monologues, mettait son courroux en vers, feignait la folie: adieu, Hamlet.

Ils n’étaient pas toujours d’accord sur les moyens, les uns tenant pour la monarchie, et les autres pour la République: mais tous tenaient pour la patrie. Ils sortaient de leurs salles d’études, de leurs bibliothèques, de leurs universités; ils abandonnaient leur foyer, et se jetaient dans la mêlée. On les mettait en prison, on les exilait: loin de se taire, ils reprenaient leur chant, plus âpre et plus fort. S’ils vivaient assez vieux malgré tant de traverses, ils étaient récompensés par la plus belle joie, celle de voir leurs idées s’imposer à la vie. Les bannis rentraient, les persécutés devenaient les vainqueurs: c’était Sadowa, la Prusse triomphante, la confédération de l’Allemagne du Nord; c’était Versailles, et l’Empire germanique. C’était le royaume constitutionnel de Sardaigne, ferme espoir; les États disparates qui, l’un après l’autre, s’agrégeaient à lui; et l’unité italienne.

Cependant Baudelaire, pâle jardinier confiné dans la moiteur de ses serres, cultivait ses fleurs étranges. Il ne croyait pas que la poésie consistât à crier, à hurler, à orner de rimes par à peu près des vers composés à la douzaine, et si grossiers qu’on s'étonnerait plus tard, le moment des exaltations une fois passé, qu’on eût pu les prendre pour des vers. Il détestait le peuple, cette zoocratie; il niait le progrès, cette tromperie, ce mensonge pour imbéciles: le vrai progrès, le seul progrès, eût été d’abolir en nous le sens du péché, ce qui était impossible aux enfants des hommes. S’imaginer qu’ils deviendraient plus heureux parce qu’ils changeraient de cocarde, blanche, rouge, ou tricolore, pure absurdité; erreur sur la nature de leur être et sur leur destin. Il est vrai qu’il était monté sur les barricades, en 1848; et qu’il avait publié un journal démocratique, pour dire à la foule qu’il n’y avait rien de plus beau que la république et la liberté. Mais son aberration n’avait pas duré beaucoup plus longtemps que ce journal lui même, lequel avait cessé de paraître après son deuxième numéro. Maintenant, sans s’inquiéter des problèmes seconds qui dérivaient du seul problème essentiel, c’est celui-là qu’il considérait, sinon pour le résoudre, du moins pour en éclaircir les termes. Il voulait cerner, analyser, rendre visible à tous les regards le mal qui est dans notre conscience, dans notre nature, dans les profondeurs secrètes de notre âme, indissolublement mêlé avec le bien. Si encore nous détestions fermement cette perversité première! Mais nous l’aimons; nous nous délectons d’elle; l’artifice, la laideur, le crime même, nous les haïssons et nous les chérissons. Cette condition effroyable, cette duplicité de l’homme, qui semble s’accroître à mesure que la vie moderne exaspère davantage nos nerfs, brûle davantage notre sang, la raison ne peut pas l’expliquer; et comme on détourne les enfants de leur douleur en leur montrant des jouets, elle divertit notre attention par des mirages, la politique, le progrès, le bonheur social, jouets d’enfants. Mais pour son compte, Baudelaire ne voulait pas se détacher du seul sujet qui importât; et laissant les autres à ce qu’il estimait n’être que des activités de surface, demandant à la poésie les révélations, les illuminations que les facultés intellectuelles sont impuissantes à nous donner, il descendait vers les abîmes intérieurs où personne, pas même Dante, ne l’avait précédé.




jueves, 13 de noviembre de 2025

Paul Louis Bernard Drach: Historia de mi conversión

HISTORIA DE MI CONVERSIÓN

Nací el 6 de marzo de 1791 en Estrasburgo, capital del departamento del Bajo Rin, de padres que siempre han gozado de la estima general, y celosos observantes de la ley de Moisés. El Señor me inculcó muy pronto la sed de estudio y el gusto por los idiomas. Mi padre fue lo suficientemente ilustrado como para dar a cada uno de sus hijos la educación más acorde con sus gustos, comportamiento que entonces no tenía ejemplo, o casi, entre los judíos de Alsacia. Me hicieron estudiante. La enseñanza de mis primeros años, como la de todos los niños judíos de aquella época, cuando no estaban destinados a convertirse en comerciantes y usureros, consistía exclusivamente en practicar la explicación del texto hebreo con comentarios en lengua rabínica y en el estudio del Talmud. Mi padre, rabino con el rango de hhaber[1], excelente hebraísta y buen talmudista, se encargó de la instrucción. Se aplicó a ello con tanto cuidado que, a los diez años, cuando me citaban algún versículo de la Biblia o alguna palabra notable del texto sagrado, indicaba sin dudar el capítulo y la explicación que los comentarios dan de ese lugar. Lo que más contribuyó a fijar la concordancia en mi memoria fueron los curiosos que venían, más a menudo de lo que hubiera querido, a importunarme con preguntas, a menudo insidiosas; pues a veces ocurría que me preguntaban el lugar de versículos que no existían, forjados a placer o tomados de libros distintos de la Biblia.

Mi hermano, que mostraba grandes aptitudes para el dibujo, fue enviado a la escuela central de nuestra ciudad, para seguir el curso del Sr. Guérin, hermano del famoso pintor de ese nombre. Nunca antes había aparecido en esta escuela un niño de nuestra nación. Debió tener un gran deseo de aprender el arte de Apeles y Rafael, porque su paciencia y perseverancia tuvieron que soportar terribles asaltos. A pesar de dos decretos recientes, uno de los cuales declaraba a los judíos como ciudadanos activos, y el otro pronunciaba la igualdad para todos los ciudadanos, un muro de hierro seguía interponiéndose entre los israelitas y la sociedad cristiana, que los consideraba literalmente como una raza de parias. Los compañeros de mi hermano, que probablemente desconocían incluso la posibilidad de tales decretos liberales, lo perseguían, al salir de clase, lanzándole insultos y piedras y, lo que es peor, frotándole los labios con tocino. A pesar de los dirigentes de la escuela, que más de una vez interpusieron su autoridad, estas persecuciones continuaron hasta que mi hermano se distinguió por sus progresos y los premios que obtenía al final de cada año. Ahora es uno de los mejores miniaturistas de nuestra provincia.

Ya entonces el tema favorito de mis reflexiones eran los motivos de credibilidad de la religión y aprovechaba con gusto cualquier oportunidad para informarme sobre las creencias y el culto de los cristianos. Recuerdo que tuve un singular placer en razonar sobre la religión con un mozo de cuadra en la posada de la Bodegaprofunda, la cuna de mi nacimiento, donde vivíamos. Era un buen alemán de Lorena, un católico muy devoto. Su biblioteca consistía en un pequeño catecismo y un libro de devoción del mismo volumen. A pesar de este escaso bagaje teológico, poseía el precioso conocimiento de los pequeños y en estos tiempos de impiedad y profanación, se aferraba firmemente a las palabras del Apóstol: “Tú, por la fe, estás en pie” (Rom. XI, 20). Debe haber sido interesante ver a un niño de diez años, que buscaba la verdad, discutir un asunto tan serio con un hombre de edad madura, que estaba bien persuadido de la verdad.

Estos indiscretos coloquios me valieron más de una vez severas reprimendas de mis padres.

Cuando tenía doce años fui admitido, tras pasar un examen, en la primera sección de la escuela talmúdica בית המדרש, mantenida a expensas de los judíos de Alsacia, en Edendorf*37, a seis leguas de Estrasburgo. De esta clase, en la que se suele permanecer tres años, pasé al año siguiente a la segunda sección que formaba la escuela talmúdica de Bischheim, pueblo cercano a la ciudad principal del departamento. Tras dieciocho meses en esta última, fui admitido en la tercera y última sección, la escuela de estudios talmúdicos avanzados, establecida en Westhoffen, a pocas leguas de Estrasburgo. El doctor de la ley que presidía este instituto, el rabino Isaac Lundeschuetz, era uno de los talmudistas más eruditos y sutiles de su tiempo. No pudo sorprenderse lo suficiente cuando le presenté, escrita en hebreo rabínico, la tesis que había entregado el día anterior en hebreo-alemán ante todos los estudiantes reunidos. Había durado tres horas y se basaba en el texto que forma el fol. 8 del tratado Betza del Talmud. Esto ocurrió unas semanas después de mi llegada a su academia. Hizo transcribir mi ensayo tal cual, en uno de sus manuscritos, parte del cual ha publicado desde entonces con el título כלילת יופי.

A partir de ese día me convertí en uno de sus principales discípulos a los que comunicaba, para consultar, sus obras sobre el Talmud.

Muchos años después de mi salida de su academia, este rabino continuó escribiéndome las más afectuosas cartas, en las que a menudo me mostraba el consuelo que le causaba el alto grado de mi educación y aptitud. Todavía conservo estas cartas.

Durante un largo viaje que el rabino Isaac Lundeschuetz hizo a Alemania para recoger limosnas, la administración de las escuelas talmúdicas me envió a Phalsbourg, en Lorena, para continuar mi teología bajo la dirección del rabino Gouguenheim, recientemente fallecido, a una edad muy avanzada, Gran Rabino del distrito del consistorio israelita de Nancy. Un documento de este erudito rabino, que aún poseo, atestigua, en los términos más halagadores, mi aplicación al estudio y mi progreso en la teología judía, desde mi más temprana juventud, así como los éxitos que había obtenido en su escuela.

Durante las vacaciones, que tenían lugar en primavera y otoño, en los meses de las grandes fiestas de Pascua y Tabernáculos, volví a Estrasburgo, donde aproveché las tesis públicas y los estudios privados del célebre Gran Rabino David Suitzheim, que fue sucesivamente jefe (naci) del Sanedrín convocado en París en 1807 por un decreto imperial, y presidente del consistorio central de los israelitas de Francia e Italia[2]. Frecuenté a los rabinos Samuel-Samuel y Zadoc Weil con el mismo propósito. Estos doctores de Israel también me dieron, en diferentes ocasiones, los más bellos testimonios de mi conocimiento y talento en el campo de la teología talmúdica.

La Providencia quiso que, a pesar de la substracción de mis papeles y manuscritos, la mayoría de estas piezas permanecieran en mis manos.

Sin embargo, mi propensión al cristianismo adquirió un carácter más decidido. Aprovechando todos mis momentos de ocio y, cuando no me estorbaba demasiado, robando varias horas al sueño, trabajé con increíble ardor para perfeccionarme en latín y griego, a fin de instruirme en esta religión en las obras originales. Mi inclinación, aunque todavía vaga, por la religión de Cristo, no podía dejar de manifestarse de vez en cuando. Mi padre, que nunca dejó de observarme, estaba tan alarmado que no escatimó medios para hacerme abandonar estos estudios profanos, para limitarme a la teología, al igual que los demás jóvenes estudiantes *38. Estos obstáculos, como siempre, sólo sirvieron para estimularme más. Continué en secreto mis estudios favoritos que, como fruta prohibida, tenía más encanto para mí que nunca. El Sabio tenía mucha razón cuando dijo: “Las aguas hurtadas son (más) dulces; y el pan comido clandestinamente es (más) sabroso” (Prov. IX, 17).

En la primavera de 1807, después de haber completado mi curso de teología talmúdica y habiendo apenas entrado en la adolescencia, se me confió la educación de los hijos del Sr. Mayer Sée, un rico israelita de Ribeauvillé, en el Alto Rin, que murió hace unos años como miembro del consejo municipal. Además de las lecciones ordinarias de gramática, historia, etc., y especialmente de hebreo, enseñaba el Talmud al mayor de mis alumnos. Permanecí con el Sr. Sée durante tres años, al final de los cuales, aceptando condiciones más ventajosas, me hice cargo de la educación de los hijos de su cuñado.

Fue en Ribeauvillé donde tuve mi primer encuentro con un sacerdote católico.

Sabéis, mis queridos hermanos, que es muy raro, especialmente en Alsacia, que los judíos[3] frecuenten la sociedad cristiana, que no les gusta, y donde sólo serían admitidos con la mayor dificultad. Logré obtener este favor excepcional en Ribeauvillé. Un poco de educación y un exterior diferente al que tan fácilmente se reconoce a los judíos en nuestra provincia y en Alemania, me sirvieron como carta de presentación en algunas casas cristianas.

Entre estas casas mencionaré particularmente la del alcalde, en 1808, porque la frecuenté más que a las demás. Se trataba de una familia católica muy piadosa e ilustrada. Expresé mis ideas a favor del cristianismo tan claramente que me prestaron un catecismo francés y me ofrecieron una entrevista con un clérigo. Acepté esta oferta con presteza. El día señalado, fui el primero en llegar a la cita, donde tuve una charla bastante larga con un párroco. Pero aún no había llegado el momento que el Señor había fijado para mi conversión. La forma en que se desarrolló mi conversación con este clérigo no fue de tal naturaleza que me dispusiera a ello. Le devolví el catecismo unos días más tarde, acompañado de algunas observaciones bastante indecorosas. Por toda respuesta, me las devolvieron en pedazos. La estimada familia tuvo la caritativa discreción de guardar silencio para no comprometerme con los judíos. Probablemente atribuyó todo lo ocurrido a la ligereza de mi juventud. Todavía le estoy agradecido por ello y le expreso mi gratitud pública por el gran interés que mostró por mi salvación y por su prudente conducta en esta circunstancia.

Ya no me veía preocupado por la religión católica; pero sentía interiormente algo que me agitaba y perturbaba mi descanso.

Al año siguiente, el recién instalado Gran Rabino del distrito consistorial del Alto Rin vino de visita a Ribeauvillé. Me confirió, por propia iniciativa, el título de rabino con grado de hhaber, “impresionado, así se expresó en el diploma, por mi habilidad en el Talmud a tan temprana edady por el éxito con que lo enseñaba”. Otros seis diplomas para el mismo grado, cuya redacción es un tejido de elogios, me fueron concedidos en el mismo año, o poco después, por doctores de la ley y grandes rabinos de la primera distinción. Dos de estos títulos anunciaban que pronto recibiría el rango de doctor. A partir de entonces, mis miras estaban puestas en el rabinato y me alejé cada vez más de mis primeras ideas cristianas.

¡Fue también en Ribeauvillé donde gusté por primera vez, con toda la emoción de una juventud inocente, la felicidad de ver mi nombre citado en un periódico y, una vez más, con elogios! ¡Y, además, en un periódico oficial que el emperador, no lo dudaba en absoluto, no podía dejar de leer de una punta a la otra! Ni una sola línea pudo escapar a su ojo de águila. Y luego ese inmenso público que me vio en el periódico ¡y de forma halagadora! La cabeza me daba vueltas; y como al mismo tiempo sentía que mi estatura se alargaba sin medida, entendí mejor que Acrón, Porphyrion, JanusParrhasius, Ludovicus CaeliusRhodiginus, AntoniusMancinellus, Petrus Crinitus y otros comentaristas empolvados del viejo in-folio de Horacio, esta línea del lírico latino: 

Sublimi feriam (repetíaferio) sidera vertice

(“Tocaré [toco] las estrellas con mi cabeza enaltecida”, Carm., I, 1).

Habría escrito en mi sombrero, no soy Guillot, pastor de este rebaño[4], sino soy ese Drach, alabado en el periódico. Todos los que me encontré, ¿podría dudarlo?, debieron leerlo. Nunca más en mi vida experimentaré una felicidad tan viva, aunque un colegio electoral me nombrara por unanimidad miembro de la Cámara de Diputados. Mi pensamiento no podía desprenderse de la operación del impresor, que juntaba las cinco letras de mi nombre; luego este nombre, enmarcado en el resto de la plancha, era llevado bajo la prensa; luego este gran montón de papel, que veía allí, enviaba sus hojas, una tras otra, para recibir la impresión. ¡Qué hermoso era!

Pero es necesario decir cuál fue ese artículo que tanto estimuló mi amor propio.

La paz de Tilsit acababa de concluir. Por orden superior, se debía cantar un solemne Te Deum en los templos de todos los credos. Pero la sinagoga no utiliza, por razones obvias, el hermoso himno de San Ambrosio. Los dirigentes del templo israelita de Ribeauvillé, deseando distinguirse en esta ocasión, me encargaron una hermosa odahebrea. He practicado con cierto éxito con la lira de David y Asaf. ¿Quién no ha hecho versos en su juventud? Mi poema, solicitado sólo la víspera de la ceremonia, fue el trabajo de una noche, opus uniusnoctis, como dice San Jerónimo en alguna parte, y lo acompañé con una traducción literal al francés. Al día siguiente se solicitó a todas las personas capaces de copiar el hebreo y el francés. Se envió una copia manuscrita de mi composición a la prefectura de Colmar, con el informe de la ceremonia. Unos días más tarde, la hoja semanal de la prefectura, una hoja tan grande como la mano[5], al informar sobre la solemnidad, decía: “Y en la sinagoga de Ribeauvillé se cantó un poema hebreo, en presencia de las autoridades que habían sido invitadas, compuesto por el Sr. Drach, que relata con elocuencia, y en un estilo verdaderamente oriental, los beneficios de la paz y del reinado de Napoleón”.

En 1810, llegué a Colmar para vivir como instructor en casa del Sr. Javal, el mayor. La honorable familia Javal, que unos años más tarde se instaló en París, y de la que conservaré un recuerdo conmovedor toda mi vida, no dejó de darme muestras de confianza e interés hasta el momento de mi abjuración; a partir de ese momento cesaron todas las relaciones entre ella y yo, quiero decir entre los Javal que habían permanecido judíos y yo; pues los miembros de esa familia, mis antiguos alumnos, siguieron mi ejemplo.

Después de haber permanecido dos años en esta familia, en la que fui tan feliz, resolví llevar a cabo un proyecto que alimentaba desde hacía mucho tiempo, a saber, ir a París para perfeccionar mis estudios profanos, es decir, los que no eran el Talmud; pero en aquella época todos los proyectos de los jóvenes se posponían hasta después del sorteo de la conscripción, sorteo ilusorio porque todos los números salían. Me llamaron a filas en 1811 y me declararon no apto para el servicio militar debido a mi mala visión. Todos los jóvenes de la época intentaban producirse defectos para no ser utilizados como carne de cañón en la horrible carnicería de los campos de batalla. Hice la prueba de miopía y tuve suficiente éxito como para que me enviaran a casa. Los jóvenes israelitas eran lo suficientemente vulgares como para envidiarme esta felicidad más que el artículo del pequeño periódico de la prefectura. Libre a partir de ahora, sentí un sentimiento irresistible que me atrajo hacia la capital donde, según dije, se había detenido la estrella de mi felicidad. Sin embargo, allí no vi ni lugar ni protector.

Mi padre, al que acudí para pedirle su bendición antes de abandonar nuestra hermosa y feliz provincia, hizo todo lo que estaba en su mano y agotó sus más bellas flores retóricas para hacerme desistir de mi plan de marcharme. Por fin, viéndome inamovible en mi resolución, repitió con acento de exclamación las palabras de los padres de Rebeca: “Es el Señor quien habla en esta ocasión”, Gén. XXIV, 50. “Este firme propósito –añadió- es una prenda de la gran felicidad que le espera en París”. Ah, ¿qué mayor felicidad podía esperarme allí que la del santo sacramento del bautismo? Quiera Dios que nunca me haga indigno de esta gracia. El excelente Sr. Javal, por su parte, había hecho todo lo posible para retenerme en su casa. Incluso tuvo la generosidad de invitarme, durante los primeros meses después de mi partida, en todas sus cartas, tan amistosas, tan benévolas, a volver a su casa en Colmar, si no encontraba nada en París.

Así pues, llegué a París, rico en vagas esperanzas, pobre en finanzas, sin traer conmigo más medios ni recomendaciones que mi teología judía y una provisión de conocimientos lingüísticos.

Estábamos entonces en el primer fervor de la reforma social de los israelitas franceses, a la que la mano de hierro y el poderoso genio del Emperador acababan de dar el impulso junto con la fuerza de una máquina a vapor de alta presión. Encontré la mejor acogida entre los principales israelitas de la capital, en su mayor parte hombres ilustrados, ocupados con el más encomiable celo en favorecer los puntos de vista de Napoleón sobre sus correligionarios, es decir, en inspirar a los judíos el gusto por la agricultura, los oficios, las artes, las ciencias, sin olvidar la profesión de las armas, para apartarlos de su comercio fraudulento y de sus hábitos usureros. ¡Qué diferentes eran de nuestros judíosalsacianos, ignorantes, toscos, ávidos de dinero, sin otra ambición que la de acumular riquezas, sin rehuir ningún medio para lograr este fin, mientras tenían la habilidad de ponerse fuera del alcance de la ley[6]! Los campesinos de los departamentos del norte del imperio, oprimidos por la usura, estaban al borde de la ruina, cuando Napoleón, que no bromeaba, como dijo Talleyrand, descargó la espada sobre las demandas judaicas *39.

En la nueva esfera en la que me encontraba, la Providencia dispuso las cosas de la manera más admirable para preparar mi conversión. Además de un puesto distinguido que había obtenido en el consistorio central, el difunto Sr. Baruch Weil, un israelita que gozaba justamente de gran consideración, me confió la educación de sus numerosos hijos. Los rápidos progresos de los jóvenes Weil y su sólida instrucción, de la que daban prueba sus exámenes semanales, hicieron que su maestro gozara de tan buena reputación, que varias familias, incluso cristianas, le pidieron que diera a sus hijos al menos unas cuantas lecciones a la semana.

El señor Baruch Weil, en cuya casa pasaba la mayor parte del día y que me daba de comer, fue el instrumento de mi resolución final, esta vez irrevocablemente decidida, de profesar públicamente el catolicismo. Contribuyó mucho en contra de su intención, pues era muy celoso del fariseísmo y observaba todas sus prescripciones con escrupulosa exactitud. Tenía como vecino al Sr. Louis Mertian, cuya extrema modestia no pudo evitar que su nombre tenga la más honrosa publicidad. En Francia, la virtud, no más que el vicio, no puede permanecer amurallada. El buen uso que hace de su fortuna, acrecentada por el genio y la gran actividad, arranca, por así decirlo, en todas partes, gritos de reconocimiento y aplauso que no es posible sofocar. No sólo alivia un gran número de desgracias, no sólo contribuye generosamente a todas las instituciones de caridad y utilidad pública, sino que también se interesa especialmente por un gran número de niños pobres, colocados por su cuidado en varios establecimientos. La miseria amenazaba con convertirlos en vagabundos, en malos sujetos, en lacras de la sociedad; la caritativa generosidad del señor Mertian los convirtió en artesanos útiles, en ciudadanos cristianos, es decir, en una moral fundada en su única y verdadera base: la religión. Siendo uno de los alumnos más antiguos de la Escuela Politécnica, contribuye poderosamente con su talento y asiduo trabajo a la prosperidad de nuestra industria nacional; por lo que desde hace mucho tiempo el signo de honor brilla dignamente en su noble pecho. De una familia en la que una piedad sólida e ilustrada es como un tesoro hereditario, un patrimonio precioso, el Sr. Louis Mertian da el ejemplo de la práctica sincera de todas las virtudes cristianas más bellas del mundo.

Una estima mutua, fundada por ambas partes, había establecido relaciones de buena vecindad entre los dos habitantes de la misma casa. El señor Baruch Weil, lleno de amabilidad para conmigo, aprovechó para presentarme al señor Mertian y a la respetable dama, digna compañera de tal hombre. Pertenece a la honorable familia Gossellin, uno de cuyos miembros, distinguido erudito, ha ocupado una cátedra en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras. Me hicieron el honor de confiarme la primera educación elemental de sus hijos pequeños. Fue sin duda el divino Pastor, que no cesa de buscar a las ovejas perdidas, quien les inspiró a ellos, tan buenos católicos, tomar un maestro israelita para sus hijos, a los que educaban tan religiosamente[7]. No necesito, mis queridos hermanos, saber de vosotros que los católicos siempre han sido más tolerantes y benévolos para con los judíos que los protestantes *40. Poco después, el Sr. y la Sra. Bernard Mertian, que merecen, en todos los sentidos, la misma estima que su hermano y su cuñada, también me llamaron para que diera clases a sus hijos.

Electrizado, esa es la palabra, por los edificantes ejemplos de piedad católica que, para mi felicidad, había tenido ante mis ojos durante varios años, el impulso hacia el cristianismo que antes había sentido, despertó en mí con una fuerza a la que ya no ofrecía resistencia. La más mínima ceremonia del culto católico despertaba en mí emociones que nunca antes había sentido y de las que sería difícil dar una idea. Querían que explicara a mis alumnos el latín del Evangelio del domingo, pero no se atrevían a sugerirlo. Advertí espontáneamente este deseo y lo solucioné observando tanto el decoro de mi posición, ya que todavía no me había declarado cristiano, como el de mis alumnos católicos. Sin embargo, a sus padres no se les escapaba que tomaba gusto de la explicación de este libro divino, tan odioso para nuestros hermanos judíos, que no quieren tenerlo en casa y que me expresaba con respeto cuando tenía que hablar de los dogmas de la Iglesia; sin embargo, juzgaban prudente que la conversación no cayera nunca sobre cuestiones religiosas.

Desde hacía algún tiempo, las obras de los principales Padres de la Iglesia, tanto en griego como en latín, se habían convertido en mi lectura habitual. Estas obras se obtuvieron a bajo costo. Los almacenes y los comerciantes de papel los vendían por peso. Pertenecían todavía a los restos de las bibliotecas retiradas de los conventos en la época de la Revolución. Mientras me instruía así en la mejor fuente de la religión, que poco a poco iba arraigando en mi corazón, me llamaron la atención los fundados reproches que los Padres hacen a los judíos de haber puesto una mano sacrílega en el texto hebreo corrompiéndolo *41. Hacía tiempo que me había dado cuenta de que en muchos lugares el texto parece haber sido alterado o truncado de tal manera que hay visiblemente lagunas[8].

Esta circunstancia dio lugar a una nueva ocupación. Decidí comparar cuidadosamente el hebreo del Antiguo Testamento con la versión griega de la Septuaginta, porque esta interpretación es obra de los doctores de la sinagoga, que tenían toda la autoridad que se pudiera desear y data de principios del siglo III antes del nacimiento de Jesucristo, es decir, de una época en la que todavía no tenían interés en desvirtuar el sentido de las profecías relativas al Mesías[9].

En las numerosas discrepancias entre los dos textos, habiéndome parecido preferible el griego, me comprometí a restaurar el texto original basado en la Septuaginta, que sirvió a su vez de texto para las versiones orientales, especialmente la versión siríaca, que tenía constantemente ante mis ojos. También hay que tener en cuenta que casi en todas partes donde los evangelistas y apóstoles refieren testimonios del Antiguo Testamento, se apartan del hebreo, y siguen la lección de la Septuaginta[10]. Esto es lo que hace decir a San Ireneo: “En efecto, los Apóstoles, siendo más antiguos que cualquiera de ellos, están de acuerdo con esta versión (a saber, la Septuaginta), y a su vez, esta versión está de acuerdo con la Tradición apostólica. Pues Pedro, Juan, Mateo[11], Pablo y los demás, así como sus discípulos, predicaron con los textos contenidos en la traducción de los antiguos” (Adv. haer., Lib. III, cap. 25).

Esta conformidad del Nuevo Testamento con el texto de la Septuaginta está también atestiguada por otros Padres antiguos como Orígenes, San Cirilo de Jerusalén, etc. Ejemplos de ello se encuentran incluso en la Epístola de San Pablo a los Hebreos. El Apóstol no podía ignorar que aquellos a los que se dirigía, al menos los más doctos, leían el texto hebreo del Antiguo Testamento.

Orígenes, uno de los antiguos más diligentes a la hora de comparar los textos y su valor relativo, dio a la Septuaginta la columna central en sus Óctaplas, mientras que coloca el hebreo al final[12]. San Epifanio, que podía decir como San Pablo: Hebraei sunt, et ego e Israelitae sunt et ego (I Cor. XI, 22) y que había conservado cierta debilidad por el texto hebreo, concluye nada menos que Orígenes había adoptado esta disposición para significar que la Septuaginta debe servir como regla para restaurar la verdadera lección del hebreo en los lugares donde el texto original ha sufrido alteraciones[13].

En mi opinión, lo que más milita a favor del texto griego es que San Jerónimo, que corrigió la antigua Vulgata latina sobre el hebreo y el caldeo *42, lenguas que había estudiado con maestros judíos, San Jerónimo, cuya nueva versión obtuvo la aprobación de los propios judíos, como atestigua San Agustín, su contemporáneo[14], se acerca mucho más al griego de la Septuaginta que al actual hebreo de la sinagoga. Por último, una prueba que completó mi convicción de que, en la época de este gran doctor de la Iglesia, el texto hebreo no era exactamente el mismo que el actual, es la que se desprende de la especie de desafío que hace a sus adversarios, al indicar un solo pasaje del griego que no se encuentre en el original[15].

Estaba ya muy avanzado en mi trabajo, cuyo objeto era restaurar el texto hebreo según la Septuaginta, cuando, con gran satisfacción, leí en el prefacio de San Jerónimo sobre los cuatro evangelistas, que consideraba la versión alejandrina como la salvaguarda y el bulevar de la integridad de las Escrituras divinas[16]. En efecto, si los judíos fueron durante mucho tiempo, hasta la época de Orígenes, los únicos depositarios del texto hebreo y las Óctaplas se perdieron pronto, no ocurrió lo mismo con la Biblia griega, de la que la Iglesia se apropió desde el principio como su texto canónico. A pesar de ello, los judíos intentaron, pero en vano, hacerse con este texto también, adoptado para la lectura de los que entre ellos se designan como helenistas[17]. Además, en los primeros siglos del cristianismo, varios Padres e Iglesias, de acuerdo con los doctores de la sinagoga *43, sostenían que la versión griega de la Septuaginta era una obra inspirada.

Mi trabajo sobre la Septuaginta no permaneció en secreto durante mucho tiempo. El Gran Rabino Abraham Cologna, Presidente del Consistorio Central, que probablemente no auguraba nada bueno para el fariseísmo, del que era un celoso adherente, vino a verme para que se lo comunicara. Después de haberlo leído[18], me instó a renunciar a él y a abandonar para siempre la idea de publicar una obra tan antijudía. No encontrándome muy dispuesto a cumplir esta orden, me amenazó, a falta del malkut, que ya no se usa[19], con una censura teológica en hebreo, francés e italiano, que habría enviado a todas las sinagogas. No se equivocan si creen que esta amenaza políglota no era de naturaleza tal que pudiera causarme miedo. Ya había caminado tanto que tenía la sinagoga muy atrás y tocaba el umbral de la Iglesia.

El Pentateuco, que no tardé en terminar, obtuvo la aprobación de varios eruditos del Instituto y especialmente la del famoso orientalista que hizo renacer los estudios orientales en Francia, el Sr. Silvestre de Saci, una de las más bellas glorias de nuestro país y cuya pérdida dejará durante mucho tiempo un vacío difícil de llenar. Después de examinar mi texto hebreo restaurado, se dignó aceptar su dedicatoria y lo recomendó al Ministro del Interior, el Sr. de Corbière, como una obra digna de ser alentada por el gobierno[20].

Esta ocupación tuvo otro resultado para mí, uno de efecto mucho más feliz. En el examen minucioso del texto, en el que, por primera vez en mi vida, me había puesto, por decirlo así, fuera de los comentarios rabínicos, vi claramente que todas las profecías forman, por así decirlo, un gran círculo con una circunferencia de cuatro mil años, cuyos rayos conducen al centro común, que es, y sólo puede ser, Nuestro Señor Jesucristo, el Redentor de los hijos de Adán, caídos por el pecado de su padre. Este es el objeto y el único propósito de todas las profecías[21] que convergían para señalarnos al Mesías de tal manera que no pudiera ser ignorado. Juntas forman la imagen más completa. Los más antiguos profetas dibujan el primer esbozo. A medida que se suceden, completan los rasgos que dejaron imperfectos sus predecesores. Cuanto más se acercan al gran acontecimiento, más se animan sus colores. Cuando la pintura está terminada, los artistas han finalizado su tarea y desaparecen. El último de los profetas de Israel, antes de retirarse, se ocupa de señalar el personaje que ha de venir a levantar el velo que aún se extiende sobre este misterio. “He aquí que os enviaré al profeta Elías, antes que venga el día grande y tremendo del Señor” (Mal. IV, 5). Este es el Elías de la nueva alianza, Juan el Bautista, el primero y más grande de los profetas de la ley evangélica, que no tuvo segundo en santidad entre los hijos de mujer. La predicación de Juan había atraído a grandes multitudes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región del Jordán (Mt. III, 5), cuando Jesús, hablando de Juan, dijo a la multitud: “¿Qué salisteis a ver al desierto?... ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Éste es de quien está escrito: “He ahí que Yo envío a mi mensajero que te preceda, el cual preparará tu camino delante de ti. En verdad, os digo, no se ha levantado entre los hijos de mujer, uno mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos padece fuerza, y los que usan la fuerza se apoderan de él. Todos los profetas, lo mismo que la Ley, han profetizado hasta Juan. Y, si queréis creerlo, él mismo es Elías, el que debía venir” (Mt. XI, 7-14).

Por fin la hija de Sión se alegró (Zac. IX, 9). El tiempo se cumple. La mujer, anatematizada bajo la antigua ley[22] por haber introducido el pecado en el mundo, se convierte en el primer instrumento de la obra de la redención y es restituida en todos sus derechos por la nueva ley. El gran sacrificio del Calvario cierra la serie de todos los sacrificios desde el principio del mundo, que sólo habían tenido valor figurándolo. La genealogía *44 del hijo de David, el deseado de las naciones (Ag. II, 8), está auténticamente constatada; a partir de ese momento, el pueblo, celoso de la conservación de la menor iota de sus libros sagrados, dejó que se confundieran con descuido las tribus que el más minucioso cuidado había mantenido distintas hasta entonces. El propio Israel, me refiero a la considerable porción que permaneció fiel a la ley de sus antepasados; el propio Israel, único favorito de Jehová, desde el pacto jurado a los patriarcas[23], pronto se funde en el torrente de naciones que, en cumplimiento de las profecías, vuelven a fluir hacia el monte de Dios (Is. II, 2), para adorar con él la cruz del Dios de Abraham, Isaac y Jacob.

Otra parte de nuestra nación, los fariseos, abandonaron las filas del Israel fiel. Abusando de su autoridad e influencia sobre el pueblo, se declararon, desde el principio, en contra de Jesucristo, se opusieron a la predicación de su Evangelio, abandonaron finalmente su propia religión, que se había convertido en la religión de todo el mundo y, como una rama rota del olivo franco[24], se desprendieron de la familia universal. Cargados voluntariamente con el execrable escándalo que había de venir (Mt. XVIII, 7), atraviesan los siglos marcados con el signo de la reprobación que los da a conocer, pasan sobre el polvo de las grandes naciones que ven caer una tras otra y dan eterno testimonio de aquél de quien rechazan, incluso hoy en día, hasta el perdón que imploró por ellos sobre el instrumento de muerte sobre el cual lo habían clavado *45.

Así, el Hijo de Dios era la consolación, la gloria y la redención de su pueblo Israel (Lc. II, 25.32.38), al mismo tiempo que era negado por su nación[25], es decir, por los fariseos y los sacerdotes, representantes de todo lo que los romanos habían querido dejar como autoridad a los judíos. Estos impíos, empujados por un fanatismo ciego y por el temor de dejar escapar de sus manos la sombra del poder que aún detentaban, dieron, con su implacabilidad contra Cristo, una negación sacrílega del triunfo que el pueblo acababa de conceder al hijo de David, al tender en el suelo, según la costumbre de las ovaciones del país, sus vestiduras y ramos a lo largo del paso de Jesús y saludarlo con el grito alegre Hosanna.

Todos los verdaderos israelitas, tanto los que, como el justo Simeón (Lc. II, 25), creían en el Mesías que iba a venir, esperaban con fe la consolación de Israel (Ibid.), como los que, como Felipe y el sincero Natanael, creían en el Mesías que vino después de la encarnación del Verbo, porque los signos ciertos por los que debía ser reconocido se aplicaban exactamente a Jesucristo (Jn. I, 25 ss); todos los verdaderos israelitas, digo, pertenecen a la misma religión.

Esta religión, mis queridos hermanos, que desciende por la larga cadena de los siglos, que une nuestros días con la hora de la primera revelación hecha al padre del género humano, es la religión católica. Aquel que prometió a su Iglesia permanecer con ella hasta el fin de los siglos no podía permitir que se desviara de la verdad, que perdiera la buena tradición. Las sectas que se han separado de ella son, a su vez, ramas muertas que han caído del árbol de la vida. Os ruego a los que habéis abrazado sus errores, que volváis al camino correcto. La sinagoga, que nunca ha tenido nada en común con los principios protestantes, era la luz que la Iglesia católica, la verdadera, proyectaba ante ella, como el sol antes de aparecer en el horizonte. A menos que uno se extravíe, llega, como nuestros padres, del monte Sinaí al monte de Jerusalén, el Calvario. Desde allí, el camino va directo al monte Vaticano, donde la santa cátedra de San Pedro se asienta sobre los fundamentos inamovibles de la verdad y la duración. Las montañas fueron elegidas por nuestros padres para dar las señales que regulaban el culto nacional[26]; y, cuando el Redentor de Israel comienza a distribuir la palabra de salvación, levanta a sus oyentes sobre una montaña (Mt. V, 1-2). David, en uno de sus más bellos transportes proféticos, canta: "Alzo mis ojos hacia los montes, de donde me vendrá la salvación” (Sal. CXX, 1).

¿Cómo puede el israelita, acostumbrado desde la infancia a someterse a la autoridad de la sinagoga para el significado de las Escrituras, que, desde su caída en desgracia, rara vez substituye sus falsas tradiciones por los preceptos más formales de la antigua ley? ¿Cómo puede el israelita, digo, esclavo ciego de los más mínimos ensueños de los rabinos, si tiene la suerte de reconocer a Jesucristo como su Mesías, aceptar la presuntuosa libertad de los herejes que dan a los más ignorantes y estúpidos el derecho de pronunciarse como árbitros soberanos sobre las cuestiones más difíciles de la más sublime de las ciencias, la religión, entregando la palabra de Dios al débil juicio de los hombres? Rabí Moisés de Kotzi dice en su Gran Libro de los preceptos: "Si Dios no hubiera dado a Moisés la explicación oral de la ley (que constituye la tradición oral), no sería más que obscuridad y ceguera”.

Así, el reproche que los filósofos judíos y cristianos dirigen a nuestros hermanos conversos de haber abandonado la religión de nuestros padres es infundado. Lejos de abjurar de la religión de sus padres, el israelita que se hace católico es un niño perdido, un hijo pródigo, al que la reflexión y el arrepentimiento hacen que vuelva a la casa de su padre. Y aunque fuera necesario abjurar de la religión de nuestros padres, ¿debemos aceptar el impío principio que establecen, de que un hombre honesto no cambia de religión? Un hombre honesto sigue los movimientos de su recta conciencia y desprecia las vanas declamaciones de los que no la tienen. El tronco de nuestra nación, Abraham, que es llamado el Padre de los creyentes[27], nos muestra con su ejemplo que no debemos oscilar entre nuestros padres y Dios, nuestro Padre del cielo[28]. Moisés elogia a la tribu de Leví porque se desentendió de padres, madres, hermanos y hermanas por amor a Dios (Deut. XXXIII, 9). El Talmud dice que el texto sagrado reúne a propósito estos dos preceptos: Honrarás a tu padre y a tu madre, y observarás mis sábados, porque yo soy el Señor tu Dios (Lev. XIX, 3), para decirnos que la obediencia a los padres no debe predominar sobre la que debemos a Dios[29].

Habiendo alcanzado este grado de convicción, ya no me era posible retrasar más mi catecumenado. El Señor se dignó inspirarme el valor para hacerlo; y desde los primeros días de enero de 1823 informé mi resolución a la piadosa familia Mertian, que se alegró mucho y aceptó amablemente mi propuesta de servir de padrinos para mí y mis hijos. Estaba casado desde 1817.

Pero ¡cuántas batallas tuve que librar con todo lo que me rodeaba y con mi propio corazón! Hay que haber estado en una situación similar para hacerse una idea de ello: mi salud se vio mermada durante varios meses. Mi existencia dependía entonces casi por completo del consistorio, que me había confiado la dirección de la escuela israelita; el título de rabino, doctor de la ley, del que los grandes rabinos de Francia me habían expedido el diploma, me hacía esperar la primera sede de Gran Rabino que habría quedado vacante y los jefes de varias sinagogas del consistorio eran de edad muy avanzada; las obras en favor del principio del judaísmo que había publicado con cierto éxito y a las que iba a dar un desmentido tan llamativo; el descrédito, por no decir otra cosa, que mi bautismo iba a verter, entre los judíos, sobre mi padre y mi madre, que tenían casi ochenta años, muy apegados al judaísmo y, sobre todo, al resto de mi familia; mi ruptura segura con la familia a la que estaba ligado y de la cual era amado como un hijo; la presunta retirada de una amada esposa y la desgracia que iba a suponer para mis tres hijos: las dos niñas, de tres y cuatro años, y el niño, de dieciséis meses. Cargué con esta larga y pesada cruz con la satisfacción interior que sólo puede dar la conciencia de estar haciendo el bien. No me detuve en ninguna consideración humana, renunciando a los más tiernos afectos del corazón, me entregué a la invitación de quien había declarado, con su boca divina: “Si alguno viene a Mí y no me prefiere *46 a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun también a su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc. XIV, 26).

Después de implorar para mis hijos pequeños la ayuda del Dios que dijo: Dejad que los niños vengan a mí (Mc. X, 14) y la protección de la poderosa y tierna Madre de los cristianos, me presenté al venerable decano de la facultad de teología, el P. Fontanel, declarándole que, ya convencido de la verdad de la religión católica, pedía ser preparado por él para el bautismo. Se apresuró a aceptar mi deseo y llevó a cabo el ministerio apostólico conmigo de una manera digna de su piedad y talento.

El Domingo de Ramos asistí por primera vez, con mi respetable catequista, a la celebración de la Santa Misa en la iglesia de su parroquia, San Esteban del Monte. ¡Ah, cómo puedo expresar todas las emociones que sentí durante el hermoso servicio de ese día! La solemne procesión de las Palmas, que me recordó una procesión similar conservada en las costumbres de la sinagoga[30]; aquellas palabras del Rey Profeta: Levantad, oh puertas, vuestros dinteles, y alzaos, portones antiquísimos, para que entre el Rey de la gloria y lo demás[31], que tantas veces había repetido en los templos del fariseísmo; la lectura de la Pasión a distintas voces le hace pasar a uno por muchas emociones; uno se indigna con los perseguidores y siente una gran compasión por la víctima abandonada indefensa a toda su furia; una obscura tristeza se apodera de uno mismo: el corazón se encoge cada vez más. Uno sufre con el hombre; sientes el dolor de los clavos que atraviesan sin piedad las manos y los pies. El bárbaro cinismo de la muchedumbre brutal, de los doctores sin dignidad, que insultan con amarga ironía los más crueles sufrimientos, nos hace sentir un no sé qué de estupefacción; cuando, al acercarse la muerte, la naturaleza se cubre de luto, un velo negro se extiende sobre nuestra alma: la cabeza se inclina con la de Jesús; y, al expirar, uno se deja caer y besa la tierra como si fuera a resucitar solo con él. Las ceremonias del único sacrificio digno de ser ofrecido a Dios, en las que vi reproducirse ante mis ojos sucesivamente la colocación en la cruz, la muerte y la resurrección del Salvador del mundo; la presencia real y no figurada, no meramente conmemorativa, de este Jesús de Nazaret que conversó durante tantos años en medio de mi nación, en Jerusalén y en Judea; la felicidad de estar pronto entre aquellos fieles postrados ante la mesa sagrada donde los invitaba al sagrado banquete del cordero pascual. Todo esto me transportó a un mundo ideal, como el mundo de los espíritus, despertó en mí sensaciones totalmente nuevas y me lanzó a una especie de santa embriaguez. ¿Puede la religión que da tales emociones no ser divina?

La sede de París estaba ocupada por uno de sus más ilustres pontífices, Mons. de Quélen. El prelado había fijado el Sábado Santo para mi bautismo y el de mis dos hijas, que debía tener lugar en la catedral. Mi hijo, demasiado niño para soportar la larga ceremonia de ese día, abrió el camino a nuestra entrada en la iglesia de Dios, al recibir el bautismo el miércoles anterior en Saint-Jean Saint-François, la parroquia del Sr. y la Sra. Bernard Mertian, sus padrinos. Todos los presentes se dieron cuenta de que el pequeño chupaba con fruición la sal de la sabiduría, que le habían puesto en la boca de acuerdo con el ritual. El Jueves Santo, después de haber enviado al consistorio departamental de París la renuncia a mi plaza, hice abjuración del judaísmo a los pies del primer pastor de la capital[32]. Luego asistí al lavatorio de los pies de doce jóvenes, elegidos entre los más sabios de los hermanos de las Escuelas Cristianas, todos uniformados de punta en blanco por la generosidad del prelado. Lloré durante toda la ceremonia. Todo el mundo recuerda todavía el porte noble y elegante de Mons. de Quélen. El encanto de su persona bien proporcionada, la inocencia bautismal, la santidad inalterable de toda su vida, el sonido armoniosamente vibrante de su voz, el buen tono, la amabilidad de su discurso, todo parecía rodear su hermosa cabeza, coronada a la manera de Jesús, con un halo de gloria celestial. Reprodujo ante mis ojos, me atrevo a decir, algo del exterior majestuoso de Jesucristo en la tierra. ¡Con qué gracia lavó los pies de estos felices apóstoles en miniatura! ¡Con qué gracia les sirvió en la refección que ofreció a sus apetitos de colegiales! Ninguno escapó a su atención, a su afán. De vez en cuando un comentario alegre, que siempre contenía algún consejo piadoso, aumentaba el buen humor de los pequeños invitados. Pero cuanto más pequeño se hacía para descender al nivel de estos niños, más crecía su veneración. El siervo de estos pobrecitos, que por una delicadeza religiosa se olvidaba de sí mismo, era más que nunca el gran Arzobispo, el gran señor de la antigua y gloriosa nobleza del país, el par de Francia, etc.

El Sábado Santo, el día más hermoso de mi vida, recibí por fin, junto con una de mis hijas a cada lado, el esperado bautismo de manos del Obispo, en presencia de un inmenso número de fieles e incluso de judíos. El P. Fontanel había realizado previamente la ceremonia del exorcismo. Mi primera comunión y mi confirmación estaban reservadas para la misa mayor del día siguiente.

La augusta ceremonia del día de Pascua, los ricos y brillantes ornamentos del pontífice que celebraba y del numeroso clero que le asistía, me transportaron en idea a la pompa del magnífico templo de Jerusalén, cuando todavía estaba lleno de la gloria de Jehová (Éx. XL, 32-33; III Reg. VIII). Me pareció ver al sumo sacerdote, rodeado de los sacerdotes hijos de Aarón, celebrando la gran solemnidad del día de Kippurim[33]. Pero aquí sí correspondía decir: La gloria del segundo templo superó infinitamente a la del primero (Ag. II, 10).

El Arzobispo tenía una forma de entonar el Gloria, con los ojos elevados al cielo como en éxtasis, que electrizaba a quienes le observaban en ese momento. Ya no estaba en la tierra: cogido por un rayo luminoso, que partía del santo pontífice, me encontré de repente en medio del coro angélico suspendido entre el cielo y la tierra, como cuando, al nacimiento del Salvador, la naturaleza en fiesta escuchaba en silencio las voces seráficas que, por primera vez, cantaban al son de las arpas celestiales: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Lc. II, 14).

No voy a tratar de explicar lo que sucedió en mí después de la santa comunión. Lo poseí por fin en mi corazón. El brillo de la pompa del santuario, la multitud de religiosos, el gran templo gótico, todo a mi alrededor había desaparecido. ¿Dónde estaba yo? Hermanos míos, no tengo ni idea…

Pocos días después, el Arzobispo, al recomendarme la devoción a la Santísima Virgen, trazó, con la unción que le era tan natural, un cuadro conmovedor de la vida sufriente de la Madre de Dios y terminó con estas palabras: "Y a ti también, tal vez, una espada de dolor te atraviese el corazón más de una vez, entonces acuérdate de María”. 

PAUL LOUIS BERNARD DRACH

La Armonía entre la Iglesia y la Sinagoga

La perpetuidad y Catolicidad de la Religión Cristiana

Introducción y traducción de Cristian Jacobo

 

HISTOIRE DE MA CONVERSION

 

Je suis né le 6 mars 1791 à Strasbourg, chef-lieu du département du Bas-Rhin, de parents qui ont toujours joui de l’estime générale, et zélés observateurs de la loi de Moïse. Le Seigneur m’inspira de bonne heure la soif de l’étude et le goût des langues. Mon père était assez éclairé pour donner à chacun de ses enfants l’éducation la plus conforme à leur goût, conduite sans exemple alors, ou peu s’en faut, parmi les juifs d’Alsace. On me fit étudiant. L’enseignement de mes premières années, comme celui de tous les enfants juifs de cette époque, lorsqu’ils n'étaient pas destinés à devenir des marchands et des usuriers, consistait exclusivement à m’exercer dans l’explication du texte hébreu avec les commentaires en langue rabbinique, et dans l’étude du Talmud. Mon père, rabbin au grade de hhaber, excellent hébraïsant et bon talmudiste, se chargea lui-même de cette instruction. Il s’y appliqua avec tant de soin, qu’à l’âge de dix ans, quand on me citait un verset quelconque de la Bible, ou un mot un peu remarquable du texte sacré, j’en indiquais sans hésiter le chapitre et l’explication que les commentaires donnent de cet endroit. Ce qui contribuait le plus à fixer la concordance dans ma mémoire, ce furent les curieux qui venaient, plus souvent que je n’aurais voulu, m’importuner de questions souvent insidieuses, car il arrivait quelquefois qu’on me demandait l’endroit de versets qui n’existaient pas, forgés à plaisir ou pris dans d’autres livres que la Bible.

Mon frère aîné, qui annonçait de grandes dispositions pour le dessin, fut envoyé à l’école centrale de notre ville, pour y suivre le cours de M. Guérin, frère du peintre célèbre de ce nom. Jamais avant lui il n’avait paru dans cette école d’enfant de notre nation. Il faut qu’il eût une bien grande envie d’apprendre l’art des Apelles et des Raphaël, car sa patience et sa persévérance eurent à soutenir des assauts terribles. Malgré deux décrets récents, dont l’un déclarait les juifs citoyens actifs, et l’autre prononçait l’égalité de tous les citoyens, un mur d’airain s’élevait toujours entre les israélites et la société chrétienne, qui les regardait à la lettre comme une race de parias. Les camarades d’école de mon frère, qui ignoraient probablement jusqu’à la possibilité de décrets aussi libéraux, le poursuivaient, au sortir de la classe, l’accablant d’injures, de coups de pierres et, qui pis est, lui frottant les lèvres avec du lard. Malgré les chefs de l’école, qui interposèrent plus d’une fois leur autorité, ces persécutions continuèrent jusqu’à ce que mon frère se fût distingué par ses progrès et les prix qu’il obtenait à la fin de chaque année. Il est maintenant un des meilleurs miniaturistes de notre province.

Déjà alors le sujet favori de mes réflexions c’étaient les motifs de la crédibilité religieuse, et je profitais volontiers de toutes les occasions de m’informer de la croyance et du culte des chrétiens. Je me rappelle que je me plaisais singulièrement à raisonner religion avec un garçon d’écurie de l’auberge de la Cave profonde, berceau de ma naissance, où nous demeurions. C’était un bon Lorrain allemand, très pieux catholique. Sa bibliothèque se composait d’un petit catéchisme et d’un livre de dévotion du même volume. Malgré ce mince bagage théologique, il possédait la précieuse science des petits, et, en ces temps d’impiété et de profanations, il s’en tenait fermement à ces paroles de l’Apôtre : Toi, c’est la foi qui te soutient (Tu autem fide stas. Rom. XI, 20). Il ne devait pas être sans intérêt de voir discuter sur une matière aussi grave, un enfant de dix ans, qui cherchait la vérité, avec un homme d’un âge mûr, bien persuadé qu’il la possédait.

Ces colloques indiscrets m’attirèrent plus d’une fois des réprimandes sévères de la part de mes parents.

À douze ans, je fus admis, après avoir subi un examen, dans la première section de l’école talmudique, entretenue aux frais des juifs de l’Alsace, à Edendorf, à six lieues de Strasbourg. De cette classe, où l’on restait ordinairement trois ans, je passai l’année suivante à la seconde section qui formait l’école talmudique de Bischheim, village près du chef-lieu du département. Après dix-huit mois de séjour dans celle-ci, je fus admis dans la troisième et dernière section, l’école des hautes études talmudiques, établie à Westhoffen, distant de quelques lieues de Strasbourg. Le docteur de la loi qui présidait à cet institut, Rabbi Isaac Lundeschuetz, était un des plus savants et plus subtils talmudistes de son temps. Il ne put assez s’étonner lorsque je lui présentait rédigée en hébreu rabbinique, la thèse qu’il avait prononcée la veille en hébréo-germain devant tous les étudiants assemblés. Elle avait duré trois heures, et roulait sur le texte formant le fol. 8 du traité Betza du Talmud. Ce fut peu de semaines après mon arrivée à son académie. Il fit transcrire ma rédaction telle qu’elle était, dans un de ses manuscrits dont il a depuis publié une partie sous le titre de...

Dès ce jour je devins un des principaux disciples auquel il communiquait, pour les consulter, ses travaux sur le Talmud.

Plusieurs années après mon départ de son académie, ce rabbin continuait à m’écrire les lettres les plus affectueuses, où il me témoignait souvent la consolation que lui causait le haut degré de mon instruction et de mon aptitude. Je possède encore ces lettres.

Pendant un long voyage que Rabbi Isaac Lundeschuetz fit en Allemagne pour recueillir des aumônes, l’administration des écoles talmudiques m’envoya à Phalsbourg, en Lorraine, pour y continuer ma théologie sous la direction de Rabbi Gouguenheim, mort depuis peu, à un âge très avancé, grand rabbin de la circonscription consistoriale israélite de Nancy. Une pièce de ce savant rabbin, que je possède encore, atteste dans les termes les plus flatteurs mon application à l’étude, et mes progrès dans la théologie judaïque, dès ma première jeunesse, ainsi que les succès que j’avais obtenus à son école.

Pendant les vacances, qui avaient lieu au printemps et en automne, aux mois des grandes fêtes de Pâque et des Tabernacles, je revenais à Strasbourg, où je profitais des thèses publiques et des études particulières du célèbre grand rabbin David Suitzbeim, qu’on a vu successivement chef (naci) du sanhédrin convoqué à Paris, en 1807, par un décret impérial, et président du consistoire central des israélites de France et d’Italie. Je fréquentais dans le même but les rabbins Samuel-Samuel et Zadoc Weil. Ces docteurs en Israël me donnèrent également à différentes fois les plus beaux témoignages de mon savoir et de mon talent en matière de théologie talmudique.

La Providence a voulu que, malgré la soustraction de mus papiers et de mes manuscrits, la plupart de ces pièces me restassent entre les mains.

Cependant ma propension pour le christianisme prit un caractère plus décidé. Profitant de tous mes moments de loisir, et, quand on n’y mettait pas trop d’obstacle, dérobant plusieurs heures au sommeil, je travaillais avec une ardeur incroyable à me perfectionner dans le latin et le grec, afin de m’instruire de cette religion dans les ouvrages originaux. Mon penchant, bien que vague encore, pour la religion du Christ, ne pouvait manquer de se manifester de temps en temps. Mon père, qui ne cessait de m’observer, en était tellement alarmé qu’il n’épargnait aucun moyen de, me faire renoncer à ces études profanes, pour me restreindre uniquement à la théologie, comme les autres jeunes étudiants. Ces entraves, comme d’ordinaire, ne servaient qu’à me stimuler davantage. Je continuais en secret mes études de prédilection, qui, à titre de fruit défendu, avaient pour moi plus de charme que jamais. Le Sage avait bien raison, quand il disait : « Aquæ furtivæ dulciores sunt, et panis absconditus suavior (Les eaux dérobées sont plus douces, et le pain pris en cachette est plus agréable. Prov., IX, 17). »

Au printemps de 1807, après avoir achevé mon cours de théologie talmudique, et à peine entré dans l’adolescence, je fus chargé de l’éducation des enfants de M. Mayer Sée, riche israélite de Ribeauvillé, dans le Haut-Rhin, qui mourut, il y a peu d’années, membre du conseil municipal. Outre les leçons ordinaires de grammaire, d’histoire, etc., et surtout d’hébreu, j’enseignais le Talmud à l’aîné de mes élèves. Je demeurai trois ans chez M. Sée, au bout desquels, acceptant des conditions plus avantageuses, je me chargeai de l’éducation des enfants de son beau- frère.

C’est à Ribeauvillé que j’eus pour la première fois un entretien avec un prêtre catholique.

Vous savez, mes chers frères, qu’il est bien rare, particulièrement en Alsace, que les juifs fréquentent la société chrétienne qu’ils n’aiment pas, et où ils ne seraient admis qu’avec les dernières difficultés. Je réussis à me procurer à Ribeauvillé cette faveur exceptionnelle. Un peu d’instruction, et un extérieur différent de celui auquel on reconnaît si facilement les juifs dans notre province et en Allemagne, me servirent comme de lettre d’introduction dans quelques maisons chrétiennes.

Parmi ces maisons je citerai particulièrement celle du maire, en 1808, parce que je la fréquentais plus assidûment que les autres. Elle se composait d’une famille catholique fort pieuse et fort éclairée. J’y exprimais si nettement mes idées en faveur du christianisme qu’on me prêta un catéchisme français, et que l’on me proposa un entretien avec un ecclésiastique. J’acceptai cette offre avec empressement. Au jour convenu, je me trouvai le premier au rendez-vous, où j’eus une conférence assez longue avec un prêtre de la paroisse. Mais le moment que le Seigneur avait fixé pour ma conversion n’était pas encore arrivé. La tournure que prit ma conversation avec cet ecclésiastique ne fut point de nature à m’y disposer. Je rendis le catéchisme quelques jours après, accompagné d’observations assez inconvenantes. Pour toute réplique, elles me furent renvoyées mises en pièces. L’estimable famille eut la charitable discrétion de garder le silence, pour ne pas me compromettre vis-à-vis des juifs. Elle attribuait sans doute à la légèreté de ma grande jeunesse tout ce qui venait de se passer. Je lui en sais gré encore à présent, et je lui exprime ici publiquement ma reconnaissance du vif intérêt qu’elle a pris à mon salut, et de sa prudente conduite en cette circonstance.

Je ne voulais plus en aucune manière m’occuper de la religion catholique ; mais j’éprouvais intérieurement je ne sais quoi qui m’agitait et troublait mon repos.

L’année d’après, le grand rabbin de la circonscription consistoriale du Haut-Rhin, nouvellement installé, vint en tournée à Ribeauvillé. Il me conféra, de son propre mouvement, le titre de rabbin au grade de hhaber, « frappé, c’est ainsi qu’il s’exprima dans le diplôme, de mon habileté dans le Talmud à un âge si jeune, et du succès avec lequel je l’enseignais. », Six autres diplômes pour le même grade, et dont la rédaction est un tissu d’éloges, me furent octroyés la même année, ou peu après, par des docteurs de la loi et des grands rabbins de la première distinction.. Deux de ces titres m’annonçaient pour un temps prochain le grade de docteur. Dès lors toutes mes vues se tournèrent vers le rabbinat, et je m’éloignais de plus en plus de mes premières idées chrétiennes.

C’est aussi à Ribeauvillé que je goûtai pour la première fois, avec tous les transports d’une jeunesse innocente, le bonheur de voir mon nom cité dans un journal, et encore avec des éloges ! et encore dans un journal officiel que l’empereur, je n’en doutais pas le moins du monde, ne pouvait manquer de lire d’un bout à l’autre ! Aucune ligne ne devait échapper à son regard d’aigle ! Et puis cet immense public qui m’a vu dans le journal, et d’une manière si flatteuse ! La tête m’en tournait ; et comme je sentais en même temps ma taille s’allonger outre mesure, je comprenais mieux qu’Acron, Porphyrion, Janus, Parrhasius, Ludovicus CæliusRhodiginus, Antonius Mancinellus, Petrus Crinitus, et autres commentateurs poudreux des vieux in-folio d’Horace, ce vers du lyrique latin :

Sublimi feriam (je répétais ferio) sidera vertice (Carm.,I, 1 ).

Volontiers j’aurais écrit sur mon chapeau, non pas C’est moi qui suis Guillot, berger de ce troupeau (Le Loup devenu berger, fable de la Fontaine), mais C’est moi qui suis ce Drach loué dans le journal. Tous ceux que je rencontrais, pouvait- on en douter ? devaient l’avoir lu. Jamais de ma vie je n’éprouverai plus un bonheur aussi vif, quand même un collège électoral me nommerait à l’unanimité membre de la chambre des députés. Ma pensée ne pouvait se détacher de l’opération du compositeur de l’imprimerie, qui réunissait les cinq lettres de mon nom; puis ce nom, encadré dans le restant de la planche, était porté sous la presse ; puis ce grand tas de papier, que je voyais là, envoyait ses feuilles l'une après l’autre en recevoir l’empreinte. Que c’était beau !

Mais il faut enfin dire ce que c’était que cet article qui tant chatouillait mon amour-propre.

La paix de Tilsitt venait d’être conclue. Par ordre supérieur, un Te Deum solennel devait être chanté dans les temples de tous les cultes. Mais la synagogue n’use pas, et pour raison, de la belle hymne de saint Ambroise. Les chefs du temple israélite de Ribeauvillé, désirant se distinguer en cette occasion, me commandèrent une belle ode hébraïque. Je m’exerçais avec quelque succès sur la lyre de David, et d’Asaph. Qui n’a pas fait de vers dans sa jeunesse ? Mon poème, demandé seulement l’avant-veille de la cérémonie, fut l’œuvre d’une nuit, opus unius noctis, comme dit quelque part saint Jérôme, et je l’accompagnai d’une traduction littérale en français. Le lendemain on mit en réquisition toutes les mains capables de copier de l’hébreu et du français. Un exemplaire manuscrit de ma composition fut envoyé à la préfecture de Colmar, avec le rapport de la cérémonie. Quelques jours après, la feuille hebdomadaire de la préfecture, feuille grande comme la main, en rendant compte de la solennité, dit : « Et dans la synagogue de Ribeauvillé on a chanté, en présence des autorités qui y avaient été invitées, un poème hébreu, composé par M. Drach, qui retrace avec éloquence, et dans un style vraiment oriental, les bienfaits de la paix et du règne de Napoléon. »

En 1810, je vins demeurer en qualité d’instituteur chez M. Javal aîné, à Colmar. L’honorable famille Javal qui, quelques années après, s’est établie à Paris, et dont je conserverai toute ma vie de touchants souvenirs, n’a cessé de me donner des témoignages de confiance et d’intérêt jusqu’à l’époque de mon abjuration; dès ce moment toute relation cessa entre elle et moi, je veux dire entre les Javal restés juifs et moi; car des membres de cette famille, mes anciens élèves, imitèrent mon exemple.

Après avoir resté deux ans dans cette famille, où j’étais si heureux, je pris la résolution d’exécuter un projet que je nourrissais depuis longtemps, savoir, d’aller à Paris pour m’y perfectionner dans mes études profanes, c’est-à-dire dans celles autres que le Talmud ; mais dans ce temps-là tous les projets des jeunes gens étaient ajournés jusqu’après le tirage à la conscription, tirage illusoire, car tous les numéros partaient. Appelé en 1811, je fus déclaré impropre au service militaire à cause de ma vue basse. Tout le jeune monde d’alors cherchait à se donner des défauts, afin de ne pas servir de chair à canon dans les horribles boucheries des champs de bataille. Je m’étais exercé à la myopie, et j’y avais assez réussi pour être renvoyé dans mes foyers. Les jeunes gens israélites étaient assez vulgaires pour m’envier ce bonheur plus que l’article du petit journal préfectoral. Libre dorénavant de ma personne, j’éprouvais un sentiment irrésistible qui m’entraînait vers la capitale où était arrêtée, disais-je, l’étoile de mon bonheur. Je n’y voyais pourtant ni place ni protecteur.

Mon père, à qui j’allai demander sa bénédiction avant de quitter notre belle et heureuse province, mettait tout en œuvre, et épuisait ses plus belles fleurs de rhétorique, pour me faire renoncer à mon projet de départ. Enfin, me voyant inébranlable dans ma résolution, il répéta avec l’accent de l’exclamation ce mot des parents de Rébecca : C’est le Seigneur qui parle en cette rencontre ( Gen., XXIV, 60). « Ce ferme propos , ajouta-t-il, est le gage d’un grand bonheur qui l’attend à Paris. » Ah ! quel plus grand bonheur aurait pu m’y attendre que celui du saint sacrement du baptême ? Plaise à Dieu que je ne me rende jamais indigne de cette grâce! L’excellent M. Javal, de son côté, n’avait rien négligé non plus pour me retenir chez lui. Il eut même la générosité de m’inviter, pendant les premiers mois après mon départ, dans toutes ses lettres si amicales, si bienveillantes, à retourner chez lui à Colmar, si je ne trouvais rien à Paris.

Je vins donc à Paris, riche en espérances vagues, pauvre en finances, n’y apportant d’autres moyens, d’autres recommandations que ma théologie juive et une provision de connaissances linguistiques.

On était alors dans la première ferveur de la réforme sociale des israélites français, à laquelle la main de fer et le puissant génie de l’empereur venaient de donner l’impulsion avec la force d’une machine à vapeur à haute pression. Je trouvai le meilleur accueil auprès des principaux israélites de la capitale, pour la plupart hommes éclairés, s’occupant avec le zèle le plus louable à favoriser les vues de Napoléon sur leurs coreligionnaires, c’est-à-dire d’inspirer aux juifs le goût de l’agriculture, des métiers, des arts, des sciences, sans oublier la profession des armes, pour les retirer de leur commerce frauduleux et de leurs habitudes usurières. Qu’ils étaient différents de nos juifs alsaciens, ignorants, grossiers, avides d’argent, n’ayant d’autre ambition que de ramasser des richesses, ne reculant devant aucun moyen pour atteindre ce but, tout en ayant l’adresse de se mettre hors de l’atteinte de la loi ! Les cultivateurs des départements septentrionaux de l’empire, opprimés d’usures, touchaient à leur ruine, quand Napoléon, qui ne plaisantait pas, comme disait Talleyrand, déchargea un coup de sabre sur les créances judaïques.

Dans la nouvelle sphère où je me trouvais, la Providence disposa les choses de la manière la plus admirable pour préparer ma conversion. Outre une place distinguée, que j’avais obtenue au consistoire central, feu M. Baruch Weil, israélite qui jouissait à juste titre d’une grande considération, me confia l’éducation de ses nombreux enfants. Les rapides progrès des jeunes Weil, et leur solide instruction, dont leur examen hebdomadaire fournissait des preuves, firent à leur instituteur une si bonne réputation, que plusieurs familles, même des familles chrétiennes, le demandaient pour donner à leurs enfants au moins quelques leçons par semaine.

M. Baruch Weil, chez qui je passais la plus grande partie de la journée, et qui me donnait la table, fut l’instrument de ma résolution définitive, cette fois irrévocablement décidée, de professer publiquement le catholicisme. Il y contribua bien contre son intention, car il était très zélé pour le pharisaïsme, et en observait toutes les prescriptions avec une scrupuleuse exactitude. Il avait pour voisin, dans sa maison, M. Louis Mertian, dont l’extrême modestie n’a pu défendre son nom de la plus honorable publicité. En France, la vertu, pas plus que le vice, ne peut rester murée. Le bel emploi qu’il fait de sa fortune, accrue par le génie et une grande activité, arrache, pour ainsi dire, partout à la reconnaissance et à l’applaudissement des cris qu’il n’est pas possible d’étouffer. Non seulement il soulage un grand nombre d’infortunes, non seulement il contribue libéralement à toutes les institutions de bienfaisance et d’utilité publique, mais encore il s’intéresse d’une manière spéciale à un grand nombre d’enfants pauvres, placés par ses soins dans divers établissements. La misère menaçait d’en faire des vagabonds, des mauvais sujets, des fléaux de la société ; les charitables largesses de M. Mertian en font des artisans utiles, des citoyens chrétiens, c’est-à-dire d’une moralité fondée sur sa seule et véritable base : la religion. Un des plus anciens élèves de l’école polytechnique, il contribue puissamment par son talent et un travail assidu, à la prospérité de notre industrie nationale ; aussi depuis longtemps le signe de l’honneur brille-t-il dignement sur sa noble poitrine. D’une famille dans laquelle une piété solide et éclairée est comme un trésor héréditaire, précieux patrimoine, M. Louis Mertian donne l’exemple de la pratique sincère de toutes les plus belles vertus chrétiennes dans le monde.

Une estime mutuelle, fondée de part et d’autre, avait établi des relations de bon voisinage entre les deux habitants de la même maison. M. Baruch Weil, plein de bienveillance pour moi, en profita pour m’introduire auprès de M. Mertian et de la dame respectable, compagne digne d’un tel homme. Elle est de l’honorable famille Gossellin, dont un membre, savant distingué, a occupé un fauteuil à l’académie des inscriptions et belles lettres. Ils me firent l’honneur de me confier la première instruction élémentaire de leurs jeunes enfants. Ce fut certainement le divin Pasteur, qui ne cesse de rechercher les brebis égarées, qui leur inspira, à eux si bons catholiques, de prendre un maître israélite pour leurs enfants, qu’ils élevaient si religieusement. Ce n’est pas à vous, mes chers frères, que j’ai besoin d’apprendre que les catholiques ont toujours été à l’égard des juifs plus tolérants et plus bienveillants que les protestants. Bientôt après, M. et madame Bernard Mertian, qui méritent sous tous les rapports la même estime que leurs frère et belle-sœur, m’appelèrent également pour donner des leçons à leurs enfants.

Électrisé, c’est bien le mot, par les exemples édifiants de la piété catholique que, pour mon bonheur, j’avais ainsi sous les yeux pendant plusieurs années, l’entraînement vers le christianisme que j’éprouvais autrefois, se réveilla en moi avec une force à laquelle je n’opposai plus de résistance. La moindre cérémonie du culte catholique me faisait éprouver des émotions que je n’avais jamais ressenties, et dont il me serait difficile de donner une idée. On désirait que je fisse expliquer à mes élèves le latin de l’évangile du dimanche, mais on n’osait me le proposer. Je prévins spontanément ce désir, et je m’en acquittais en observant toujours et la convenance de ma position, comme ne m’étant pas encore déclaré chrétien, et celle de mes élèves catholiques. Toutefois il n’échappait pas à leurs parents que je prenais goût à l’explication de ce divin livre, si odieux à nos frères juifs qu’ils ne veulent pas le garder à la maison, et que je m’exprimais avec respect quand j’avais à parler des dogmes de l’Église ; cependant ils jugèrent prudent de ne jamais faire tomber le conversation sur des questions religieuses.

Depuis quelque temps les ouvrages des principaux Pères de l’Église, tant grecs que latins, étaient devenus ma lecture habituelle. On se procurait ces ouvrages à peu de frais. Des épiciers et des marchands de papier les vendaient au poids. C’étaient encore les restes des bibliothèques enlevées des couvents à l’époque de la révolution. En m’instruisant ainsi à la meilleure source de la religion, qui insensiblement prenait racine dans mon cœur, je fus frappé des reproches fondés que ces Pères font aux juifs, d’avoir porté une main sacrilège sur le texte hébreu, en le corrompant. Je m’étais aperçu moi-même, depuis longtemps, qu’en bien des endroits ce texte paraît avoir été altéré ou tronqué de telle manière qu’il y a visiblement des lacunes.

Cette circonstance donna lieu à une nouvelle occupation. Je pris le parti de conférer attentivement l’hébreu de l’Ancien Testament avec la version grecque des Septante, parce que cette interprétation est l’ouvrage de docteurs de la synagogue, revêtus de toute l’autorité qu’on peut désirer, et qu’elle date du commencement du IIIe siècle avant la naissance de Jésus-Christ, c’est-à-dire d’une époque où ils n’avaient encore aucun intérêt à détourner le sens des prophéties qui regardent le Messie.

Dans les nombreuses divergences des deux textes, le grec m’ayant paru préférable, j’entrepris de restituer le texte original sur le travail des Septante, qui a servi à son tour de texte aux versions orientales, notamment à la version syriaque que j’avais constamment sous les yeux. Il est encore à remarquer que presque partout où les évangélistes et les apôtres rapportent des témoignages de l’Ancien Testament, ils s’écartent de l’hébreu, et suivent la leçon des Septante. C’est ce qui fait dire à saint Irénée : « Apostoli consonant prædictæ interpretationi (sc. LXX virorum), et interpretatio consonat apostolorum traditioni. Etenim Petrus, etJoannes, et Matthæus, et Paulus, et reliqui deinceps, et horum sectatores, prophetica omnia ita annuntiaverunt, quemadmodum seniorum interpretatio continet » (Adv. hær., I. III, c. 25, p. 293 et 294 de l’éd. de Paris, 1639).

Cette conformité du Nouveau Testament avec le texte des Septante est également attestée par d’autres Pères anciens, tels qu’Origène, saint Cyrille de Jérusalem, etc. On en trouve des exemples jusque dans l’Epître de saint Paul aux Hébreux. L’Apôtre ne pouvait ignorer que ceux à qui il s’adressait, au moins les plus instruits d’entre eux, lisaient le texte hébreu de l’Ancien Testament.

Origène, un des anciens qui s’est occupé le plus diligemment de la comparaison des textes, et de leur valeur relative, a consacré aux Septante la colonne du milieu dans ses Octaples, tandis qu’il place l’hébreu à l’extrémité. Saint Epiphane, qui pouvait dire comme saint Paul : Hebraei sunt, et ego ; Israelitae sunt, et ego, et qui avait conservé un certain faible pour le texte hébreu, n’en conclut pas moins qu’Origène avait adopté cette disposition pour signifier que les Septante doivent servir de règle pour restituer la véritable leçon de l’hébreu, dans les endroits où le texte original a subi des altérations.

Ce qui, selon moi, milite le plus en faveur du texte grec, c’est que saint Jérôme, qui a corrigé l’ancienne Vulgate latine sur l’hébreu et le chaldéen, langues qu’il avait étudiées sous des maîtres juifs, saint Jérôme, dont la nouvelle version obtint le suffrage des juifs mêmes, ainsi que l’atteste saint Augustin, son contemporain, s’approche beaucoup plus du grec des Septante que de l’hébreu actuel de la synagogue. Une preuve enfin qui acheva de me convaincre que, du temps de ce grand docteur de l’Église, le texte hébreu n’était pas tout à fait le même qu’à présent, c’est celle tirée de l’espèce de défi qu’il porte à ses adversaires, d’indiquer un seul passage du grec qui ne se trouve dans l’original.

J’étais déjà avancé dans mon travail, qui avait pour objet de restituer le texte hébreu d’après les Septante, lorsqu’à mon grand contentement je lus dans la préface de saint Jérôme sur les quatre évangélistes, qu’il regardait la version alexandrine comme la sauvegarde et le boulevard de l’intégrité des divines Écritures. En effet, si les juifs ont été longtemps, jusqu’à l’époque d’Origène, seuls dépositaires du texte hébreu, encore les Octaples se sont-ils bientôt perdus, il n’en était pas de même de la Bible grecque que l’Eglise s’appropria, dès les premiers temps, comme son texte canonique. Malgré cela, les juifs tentèrent, mais inutilement, de porter aussi la main sur ce texte, adopté pour la lecture de ceux d’entre eux qu’on désigne sous le nom d'hellénistes. Joint à cela que, dans les premiers siècles du christianisme, plusieurs Pères, plusieurs Églises, d’accord en cela avec les docteurs de la synagogue, tenaient la version grecque des Septante pour un ouvrage inspiré.

Mon travail sur les Septante ne resta pas longtemps un secret. Le grand rabbin Abraham Cologna, président du consistoire central, qui probablement n’en augurait rien de bon pour le pharisaïsme, dont il était un zélé adhérent, vint me trouver pour en avoir communication. Après en avoir pris connaissance, il m’enjoignit d’y renoncer, et d’abandonner pour toujours l’idée de publier un ouvrage aussi anti juif. Ne me trouvant pas fort disposé à obtempérer à cet ordre, il me menaça, à défaut du malkut, qui n’est plus de mise, d’une censure théologique en hébreu, en français et en italien, qu’il aurait envoyée à toutes les synagogues. On pense bien que cette menace polyglotte n’était pas de nature à m’effrayer. J’avais déjà tant marché que j’avais la synagogue loin derrière moi, et que je touchais au seuil de l’Église.

Le Pentateuque, que je ne tardai pas à terminer,  obtint le suffrage de plusieurs savants de l’Institut, et surtout celui du célèbre orientaliste qui a ranimé les études orientales en France, M. Silvestre de Saci, une des plus belles gloires de notre pays, et dont la perte laissera longtemps un vide difficile à combler. Après avoir examiné mon texte hébreu restitué il daigna en accepter la dédicace, et le recommanda au ministre de l’intérieur, M. de Corbière, comme un ouvrage digne des encouragements du gouvernement.

Cette occupation eut pour moi un autre résultat, d’un effet bien plus heureux. Dans l’examen attentif du texte où, pour la première fois de ma vie, je m’étais mis, pour m’exprimer ainsi, hors de page des commentaires rabbiniques, je vis clairement que toutes les prophéties ne forment, en quelque sorte, qu’un grand cercle de la circonférence de quatre mille ans, dont tous les rayons aboutissent au centre commun, qui n’est et ne saurait être que Notre-Seigneur Jésus-Christ, le Rédempteur des enfants d’Adam, déchus depuis le péché de leur père. Tel est l’objet et le but unique de toutes les prophéties qui concouraient à nous signaler le Messie de manière à ne pouvoir pas le méconnaître. Elles forment dans leur ensemble le tableau le plus achevé. Les prophètes les plus anciens en tracent la première esquisse. À mesure qu’ils se succèdent, ils achèvent les traits laissés imparfaits par leurs devanciers. Plus ils approchent du grand événement, plus leurs couleurs s’animent. Quand le tableau est terminé, les artistes ont fini leur tâche, et ils disparaissent. Le dernier des prophètes d’Israël, avant de se retirer, prend soin de signaler le personnage qui doit venir lever le voile encore étendu sur ce mystère. « Voici que je vous envoie, dit-il au nom de l’Éternel, Élie le prophète, avant que vienne le jour grand et redoutable du Seigneur (Malachie, IV, 5). » C’est l’Élie de la nouvelle alliance, Jean Baptiste, le premier et le plus grand des prophètes de la loi évangélique, qui n’avait pas de second en sainteté parmi les enfants de la femme. La prédication de Jean avait attiré en grande foule les habitants de Jérusalem, de toute la Judée, de tout le pays des environs du Jourdain, lorsque Jésus, parlant de Jean, dit à la multitude : « Qu’êtes-vous allés voir dans le désert?... Un prophète? Oui, je vous le dis, et plus qu’un prophète ; c’est de lui qu’il a été écrit : « Voilà que j’envoie devant vous mon ange, pour préparer la voie où vous devez marcher. En vérité, je vous le dis, nul ne s’est élevé d’entre les enfants des femmes plus grand que Jean Baptiste. Or, depuis les jours de Jean Baptiste jusqu’à présent, le royaume des cieux souffre violence, et les violents seuls le ravissent ; car tous les prophètes, ainsi que la loi, jusqu’à Jean, ont annoncé l’avenir. Et, si vous voulez l’entendre, il est lui-même Élie qui doit venir (Matth., XI, 7). »

Enfin la fille de Sion s’est réjouie. Les temps sont accomplis. La femme, frappée d’anathème sous l’ancienne loi, pour avoir introduit le péché dans le monde, devient le premier instrument de l’œuvre de la rédemption et elle est réintégrée dans tous ses droits par la loi nouvelle. Le grand sacrifice du Calvaire ferme la série de tous les sacrifices depuis le commencement du monde, qui n’avaient eu de valeur qu’en le figurant. La généalogie du fils de David, ce désiré des nations, est authentiquement constatée ; dès ce moment, le peuple jaloux de la conservation du moindre iota de ses livres sacrés, laisse confondre avec insouciance les tribus que les soins les plus minutieux avaient tenues distinctes jusqu’alors. Israël même, je veux dire la portion considérable restée fidèle à la loi de ses ancêtres; Israël même, unique favori de Jéhova, depuis le pacte juré aux patriarches, se fond bientôt dans les flots des nations, lesquelles, en accomplissement des prophéties, refluent vers la montagne de Dieu, pour adorer avec lui la croix du Dieu d’Abraham, d’Isaac et de Jacob.

Une autre portion de notre nation, les pharisiens, quitte les rangs d’Israël fidèle. Abusant de leur autorité et de leur influence sur le peuple, ils se déclarent, dès le commencement, contre Jésus-Christ, s’opposent à la prédication de son Évangile, abandonnent enfin leur propre religion, devenue celle de toute la terre, et, branche rompue de l’olivier franc, se détachent de la famille universelle. Volontairement chargés de l’exécrable scandale qui devait arriver, ils traversent les siècles, marqués du signe de réprobation qui les fait connaître, passent sur la poussière des grandes nations qu’ils voient tomber les unes après les autres, et rendent éternellement témoignage à celui dont ils repoussent encore aujourd’hui jusqu’au pardon qu’il a imploré pour eux sur l’instrument de mort où ils l’avaient attaché.

C’est ainsi que le Fils de Dieu fut la consolation, la gloire et la rédemption de son peuple Israël, en même temps qu’il était renié par sa nation, c’est- à-dire par les pharisiens et les prêtres, représentants de tout ce que les Romains avaient voulu laisser d’autorité aux Juifs. Ces hommes impies, poussés par un fanatisme aveugle, et par la crainte de laisser échapper de leurs mains l’ombre de pouvoir qu’ils tenaient encore, donnèrent, par leur acharnement contre le Christ, un sacrilège démenti au triomphe que le peuple venait de décerner au fils de David, en étendant par terre, selon l’usage des ovations du pays, ses habits et des rameaux le long du passage de Jésus, et le saluant aux cris du joyeux Hosanna.

Tous les vrais Israélites, tant ceux qui, comme le juste Siméon, croyaient au Messie à venir, attendaient avec foi la consolation d'Israël, que ceux qui, comme Philippe et le sincère Nathanaël, croyaient au Messie venu après l’incarnation du Verbe, parce que les signes certains auxquels on devait le reconnaître, s’appliquaient exactement à Jésus-Christ ; tous les vrais Israélites, dis-je, appartiennent donc à la même religion.

Cette religion, mes chers frères, descendant la longue chaîne des siècles, qui lie nos jours à l’heure de la première révélation faite au père du genre humain, c’est la religion catholique. Celui qui a promis à son Église de rester avec elle jusqu’à la consommation des siècles, n’a jamais pu permettre qu’elle déviât de la vérité , qu’elle perdit la bonne tradition. Les sectes qui s’en sont séparées sont, à leur tour, des branches mortes, tombées de l’arbre de la vie. Je conjure ceux d’entre vous qui ont embrassé leurs erreurs, de reprendre la bonne voie. Par ses dogmes, ses traditions, ses cérémonies religieuses, la synagogue, qui jamais n’a rien eu de commun avec les principes protestants, était la lumière que l’Église catholique, la véritable Église, projetait devant elle, avant de paraître, comme le soleil avant de se montrer sur l’horizon. À moins de s’égarer, on arrive, comme nos pères, du mont Sinaï à la montagne de Jérusalem, le Calvaire. De là, le chemin va droit au mont Vatican, où est établie, sur les fondements inébranlables de la vérité et de la durée, la sainte chaire de Saint Pierre. Les montagnes ont été choisies par nos pères pour donner les signaux qui réglaient le culte national ; et, quand le Rédempteur d’Israël commence à distribuer la parole du salut, il élève ses auditeurs sur une montagne. David, dans un de ses plus beaux transports prophétiques chante : « Je lève mes regards vers les montagnes d’où me tiendra le salut (Psalm. CXX, 1). »

Comment l’israélite, habitué dès l’enfance à rester soumis, pour le sens de l’Écriture, à l’autorité de là synagogue, laquelle, depuis sa déchéance, ne substitue pas rarement ses fausses traditions aux préceptes les plus formels de l’ancienne loi; comment l’israélite, dis-je, esclave aveugle des moindres rêveries des rabbins, pourrait-il, s’il a le bonheur de reconnaître Jésus-Christ pour son Messie, se faire à la liberté présomptueuse des hérétiques qui donnent aux plus ignorants, aux plus idiots, le droit de prononcer en arbitres souverains sur les questions les plus ardues de la plus sublime des sciences, la religion, en livrant la parole de Dieu au faible jugement de l’homme ? Rabbi Moïse de Kotzi dit dans son Grand Livre des préceptes : « Si Dieu n’avait pas donné à Moïse l’explication orale de la loi (qui constitue la tradition orale), elle ne serait qu’obscurité et cécité ».

Ainsi n’est pas fondé le reproche que les philosophes juifs et chrétiens adressent à nos frères convertis, d’avoir déserté la religion de nos pères. Bien loin d’abjurer la religion de ses pères, l’israélite qui se fait catholique est un enfant égaré, un fils prodigue, que la réflexion et le repentir ramènent dans la maison paternelle. Et quand même il eût fallu abjurer la religion de nos pères, doit-on accepter le principe impie qu’ils posent, qu’un honnête homme ne change pas de religion ? L’honnête homme suit les mouvements de sa conscience droite, et méprise les vaines déclamations de ceux qui n’en ont pas. La tige de notre nation, Abraham que l’on appelle le Père des croyants, nous montre par son exemple que nous ne devons point balancer entre nos parents et Dieu, notre Père qui est dans les cieux. Moïse donne des louanges à la tribu de Lévi, parce qu’elle avait méconnu, pour la cause de Dieu, pères, mères, frères et sœurs. Le Talmud dit que le texte sacré rapproche à dessein ces deux préceptes : Vous respecterez chacun votre père et votre mère, et vous observerez mes sabbats, car je suis le Seigneur votre Dieu, pour nous dire que l’obéissance pour les parents ne doit pas l’emporter sur ce que nous devons à Dieu.

Parvenu à ce degré de conviction, il ne m’était plus possible de retarder plus longtemps mon catéchuménat. Le Seigneur daigna m’en inspirer le courage; et dès le premiers jours de janvier 1823, je fis part de ma résolution à la pieuse famille Mertian, qui en éprouva une sainte joie, et voulut bien agréer ma proposition de me servir de parrains, ainsi qu’à mes enfants. J’étais marié depuis 1817.

Mais que de combats j’eus à livrer à tout ce qui m’entourait, et à mon propre cœur ! Il faut s’être trouvé dans une situation semblable, pour s’en faire une idée : ma santé en a été altérée pendant plusieurs mois. Mon existence dépendait alors presque entièrement du consistoire, qui m’avait confié la direction de l’école israélite ; le titre de rabbin, docteur de la loi, dont les principaux grands rabbins de France m’avaient délivré le diplôme, me donnait l’expectative du premier siège de grand rabbin qui serait venu à vaquer, et les chefs de plusieurs synagogues consistoriales étaient fort avancés en âge ; les ouvrages en faveur du principe du judaïsme que j’avais publiés avec quelques succès, et auxquels j'allais donner un démenti si éclatant ; la défaveur, pour ne rien dire de plus, que mon baptême allait déverser, parmi les juifs, sur mon père et ma mère presque octogénaires, fort attachés au judaïsme, et sur tout le reste de ma famille ; ma rupture certaine avec la famille à laquelle j’étais allié, et dont j’étais aimé comme un fils ; la retraite présumable d’une épouse chérie, et le malheur qui devait en résulter pour mes trois enfants, âgés, les deux filles de trois ans et de quatre ans, le garçon de seize mois. Je me chargeai l’épaule de cette longue et lourde croix, avec ce contentement intérieur que la conscience de bien faire peut seule donner. Ne m’arrêtant à aucune considération humaine, renonçant aux plus tendres affections du cœur, je me rendis à l’invitation de celui qui avait déclaré, de sa bouche divine : « Si quelqu’un vient à moi, et ne me préfère pas à son père, à sa mère, à sa femme, à ses enfants, à ses frères et sœurs , à soi même, il ne peut pas être mon disciple. Et quiconque ne se charge pas de sa croix pour me suivre, ne peut pas être mon disciple. »

Après avoir imploré pour mes jeunes enfants le secours du Dieu qui a dit : Sinite parvulos venire ad me et la protection de la puissante et tendre mère des chrétiens, je me présentai au vénérable doyen de la faculté de théologie, M. l’abbé Fontanel, lui déclarant que, déjà convaincu de la vérité de la religion catholique, je demandais à être préparé par lui au baptême. Il s’empressa d’acquiescer à mon désir, et remplit auprès de moi le ministère apostolique d’une manière digne de sa piété et de ses talents.

Le dimanche des Rameaux, j’assistai avec mon respectable catéchiste, pour la première fois, à la célébration de la sainte messe, dans l’église de sa paroisse, Saint-Étienne du Mont. Ah ! comment exprimer tout ce que j’éprouvai d’émotions pendant le bel office de ce jour ! La procession solennelle des Rameaux , qui me rappelait une procession semblable conservée dans les usages de la synagogue ; ces paroles du Roi-Prophète : Attollite portas principes vestras, et elevamini, portes aeternales : et introibit Rex gloriae, et le reste, que j’avais répétées si souvent dans les temples du pharisaïsme ; la lecture, à voix diverses de la Passion, qui vous fait passer tour à tour par tant d’émotions ; vous vous indignez contre les persécuteurs, et vous vous prenez d’une grande compassion pour la victime abandonnée sans défense à toute leur rage; une sombre tristesse s’empare de vous : votre cœur se serre de plus en plus. Vous souffrez avec l’homme, vous sentez la douleur des clous qui lui percent impitoyablement les pieds et les mains. Le cynisme barbare de cette foule brutale, de ces docteurs sans dignité, qui insultent par d’amères ironies aux plus cruelles souffrances, vous fait éprouver je ne sais quoi de stupéfiant; quand, à l’approche de la mort, la nature se couvre de deuil, un voile noir s’étend sur votre âme : votre tête s’incline avec celle de Jésus; et, quand il expire, vous vous laissez tomber, et vous baisez la terre comme pour ne plus vous en relever qu’avec lui. Les cérémonies du sacrifice seul digne d’être offert à Dieu, dans lesquelles je vis reproduire sous mes yeux successivement, la mise en croix, la mort et la résurrection  du Sauveur du monde ; la présence réelle et non figurée, non simplement commémorative, de ce Jésus de Nazareth qui a conversé tant d’années au milieu de ma nation, à Jérusalem et dans la Judée, le bonheur d’être bientôt du nombre de ces fidèles prosternés devant la table sainte, où il les conviait au banquet sacré de l’agneau pascal : tout cela me transportait dans un monde idéal, comme le monde des esprits, réveillait en moi des sensations toutes nouvelles, me jetait dans une sorte de sainte ivresse. La religion qui donne des émotions pareilles peut-elle n’être pas divine ?

Le siège de Paris était occupé par un de ses pontifes les plus illustres, Mgr de Quélen. Le prélat avait fixé le samedi saint pour mon baptême et celui de mes deux filles, qui devait avoir lieu à la cathédrale. Mon fils, trop jeune pour rester à la longue cérémonie de ce jour, ouvrit la marche de notre entrée dans l’église de Dieu, en recevant le baptême le mercredi précédent à Saint-Jean Saint-François, paroisse de M. et Mme Bernard Mertian, ses parrains. Tous les assistants remarquèrent que le jeune enfant suçait avec plaisir le sel de la sagesse, qu’on lui avait mis à la bouche conformément au rituel. Le jeudi saint, après avoir envoyé au consistoire départemental de Paris la démission de ma place, je fis abjuration du judaïsme aux pieds du premier pasteur de la capitale. J’assistai ensuite au lavement des pieds de douze jeunes garçons, choisis entre les plus sages des écoles des frères, tous habillés à neuf uniformément par la générosité du prélat. Je pleurai tout le long de la cérémonie. Tout le monde se rappelle encore le port si noble, si gracieux, de Mgr de Quélen. Le charme de toute sa personne si bien proportionnée, l’innocence baptismale, la sainteté inaltérable de toute sa vie, le son harmonieusement vibrant de sa voix, le bon ton, l’aménité de son parler, tout semblait entourer sa belle tête, coiffée à la Jésus, d’une auréole de gloire céleste. Il retraçait à mes yeux, oserai-je le dire, quelque chose de l’extérieur majestueux de Jésus-Christ sur la terre. Avec quelle grâce il lavait les pieds de ces heureux apôtres en miniature ! Avec quelle grâce il les servait à la réfection qu’il offrit à leur appétit d’écoliers ! Aucun n’échappait à son attention, à son empressement. De temps en temps un propos joyeux, qui renfermait toujours un pieux conseil, augmentait la bonne humeur des petits convives. Mais plus il se faisait petit pour descendre au niveau de ces enfants, plus il grandissait dans ma vénération. Le serviteur de ces petits pauvres qui, par une délicatesse religieuse, s’oubliait ainsi, en quelque sorte, était plus que jamais le grand archevêque, le grand seigneur de l’antique et glorieuse noblesse du pays, le pair de France, etc.

Le samedi saint, le plus beau jour de ma vie, je reçus enfin, ayant de chaque côté une de mes filles, ce baptême tant et si longtemps désiré, des mains de Monseigneur en présence d’un concours immense de fidèles et même de juifs. M. l’abbé Fontanel avait accompli préalablement la cérémonie de l’exorcisme. Ma première communion et ma confirmation furent réservées pour la grand’messe du lendemain.

L’auguste cérémonie du jour de Pâques, les riches et éclatants ornements du pontife célébrant et du nombreux clergé qui l’assistait, me transportèrent en idée aux pompes du temple magnifique de Jérusalem, alors qu’il était encore rempli de la gloire de Jéhovah. Il me semblait voir le sacerdote suprême, entouré des prêtres fils d’Aaron, célébrant la grande solennité du jour des Kippurim. Mais c’était bien ici le cas de dire : La gloire du second temple surpassait infiniment celle du premier (Agg. II, 10).

L’archevêque avait une manière d’entonner le Gloria, les yeux élevés au ciel comme en extase, qui électrisait ceux qui le regardaient en ce moment. Je ne posais plus à terre : enlevé par un rayon lumineux, parti du saint pontife, je me trouvai tout à coup au milieu du chœur angélique suspendu entre le ciel et la terre, comme lorsque, à la naissance du Sauveur, la nature en fête écoutait silencieuse les voix séraphiques qui, pour la première fois, chantaient au son des harpes célestes : Gloire à Dieu au plus haut des deux, et sur la terre paix aux hommes de bonne volonté.

Je n’essayerai pas de rendre ce qui se passa en moi après la sainte communion. Je le possédais enfin au milieu de mon cœur. L’éclat de la pompe du sanctuaire, les flots pressés de la foule religieuse, le grand temple gothique, tout autour de moi avait disparu. Où étais-je ? Mes frères, je n’en sais rien....

Quelques jours après, Mgr l’archevêque, en me recommandant la dévotion à la très sainte Vierge, traça, avec l’onction qui lui était si naturelle, un tableau touchant de la vie souffrante de la Mère de Dieu, et il finit par ces mots : « Et vous aussi, peut-être un glaive de douleur traversera-t-il votre cœur plus d’une fois, alors souvenez-vous de Marie. »

DAVID-PAUL DRACH



[1] Hay canónicamente, en el sentido de la sinagoga, sólo dos grados en el rabinato: hhaber, חבר y morênu, מורנו. Desde el decreto de Napoleón, fechado el 17 de mayo de 1808, la ley civil los distingue, en Francia, en rabinos principales y en simples doctores de la ley. Ver la nota *24.

[2] Este rabino, que se hizo famoso por su vasta erudición, es autor de varias obras estimadas de teología talmúdica. Su memoria era realmente prodigiosa.

[3] Ver además la nota sobre los judíos e israelitas. Ahora los judíos no sólo frecuentan la sociedad cristiana, sino que también los vemos casarse civilmente con personas extrañas a su religión.

[4]El lobo pastor, fábula de la Fontaine.

[5] El editor de esta hoja era el famoso poeta Pfeffel

[6] Hay que decir que los judíos de nuestra provincia se han civilizado bastante desde entonces. Los dos Ratisbona antes de su conversión, y otros israelitas ilustrados, se han ocupado celosamente de su perfeccionamiento moral.

[7] Desde entonces, he tenido el consuelo de enseñar el catecismo al más pequeño, para prepararlo para su Primera Comunión. He tenido el dolor de llorar sobre la tumba de estos dos jóvenes tan interesantes, que se habían ganado la ternura de los mejores padres, el amor y la estima de todos los que los conocían.

[8] Por ejemplo, Gén. IV, 8, el texto hebreo dice: Y Caín dijo a Abel. El resto, que falta, está en la Septuaginta: Salgamos al campo.

I Rey. XIII, 1, el texto hebreo dice: Saúl tenía... años. Falta el número de años. Una lección de la Septuaginta indica, Τριάκοντα, treinta. Ver la edición de Lambert Bos y la de Didot.

[9] El Talmud, tratado Meghilla, fol. 9 r. y v., indica algunos cambios realizados por los intérpretes de la Septuaginta para evitar falsas interpretaciones por parte de los paganos. San Jerónimo también habla de ellos en su prefacio al Génesis, ad Desiderium, vol. IX, pp. 3, 4.

Ninguno de estos cambios recae sobre las profecías del Mesías.

[10] Como Gén. I, 24 (cf. Mt. XIX, 5; Mc. X, 8; I. Cor. VI, 16; Ef. V, 31); Gén. XII, 1 (cf. Hech. VII, 3); Gén. XLVII, 34 (cf. Hebr. IX, 21); Deut. VI, 13 (cf. Mt. IV, 10; Lc, IV, 8) y un gran número de otros ejemplos.

[11] San Jerónimo demuestra que San Mateo siguió el texto hebreo. Ver De virisillust. y su comentario al Evangelio de San Mateo, cap. II. Por lo tanto, hay que decir que el texto hebreo era entonces conforme a la Septuaginta.

[12] Los textos de la Héxapla formaban nueve columnas: primero, el texto hebreo en caracteres hebreos; segundo, el mismo texto en caracteres griegos; tercero, la versión griega de Aquila; cuarto, id. de Símaco; quinto, id. de la Septuaginta; sexto, id. de Teodoción; séptimo, id. llamada quinta versión; octavo, id. llamada sexta versión; noveno, id. llamada séptima versión.

[13] Epifanio, De ponderibus et mensuris.

[14] “Los judíos, si bien confiesan que su (de Jerónimo) esfuerzo literario es veraz…”, De civ. Dei, Lib. XVIII, cap. 43.

[15]In Isai. Lib. XV.

[16] “Después de la Septuaginta no se puede cambiar o pervertir nada en las Sagradas Escrituras, sin que sea patente para todos el fraude y dolo de esa traducción”, Prefacio a la Vulgata.

[17] San Justino, Dial. con Trifón, n. 7.

[18] El Sr. Cologna era muy versado en hebreo y griego. El emperador le había condecorado, como erudito italiano, con la orden de la Corona de Hierro.

[19] El malkut es una flagelación de la ley de Moisés (Deut. XXV, 3) de treinta y nueve golpes. Los rabinos, cuando tenían el poder, prodigaban este castigo. San Pablo lo sufrió cinco veces: “Recibí de los judíos cinco veces cuarenta azotes menos uno”, II Cor. XI, 24.

[20] El título del libro es: “Sancti Pentateuchitextushebraïcus, quemalexandrinaeversionis LXX auctores secuti sunt, restitutus, et cum massoretico, nempeHebraeorumcanonico, necnon a massoretisrecensito, codicecollatus. Adjectisaliquibusnotis de vertendirationedictoruminterpretum. Accessitejusdemtextusrestitutiinterpretatio latina. AuctoreRabbi D. Drach”.

Una famosa sociedad que se ocupa de las publicaciones bíblicas nos ha hecho propuestas para la impresión de esta obra. Pero, además de que nunca nos asociaremos a las operaciones de una institución enemiga de nuestra santa madre, la Iglesia católica, apostólica y romana, debemos declarar que nuestra opinión sobre el original que sirvió de modelo para la versión de la Septuaginta ha cambiado considerablemente desde entonces. Creemos haber establecido con razones suficientemente sólidas, en nuestra “Disertación sobre los libros deuterocanónicos”, que los doctores de la Septuaginta de Israel, enviados a Ptolomeo en Alejandría, no tradujeron el texto hebreo, sino el texto vulgar de la época, que era el caldeo. Nuestro Señor y los apóstoles, especialmente cuando se dirigían a los judíos, también citaban la Biblia caldea, es decir, el Targum, con preferencia al texto hebreo.

[21]Los profetas, sin excepción, profetizaron sólo sobre los días del Mesías, dice el Talmud, tratado Sanedrín, fol. 99 recto; tratado Shabbat, fol. 63 verso; tratado Berahhot, fol. 34 verso.

San Pedro, después de hablar ante el pueblo de las cosas que Dios ha predicho por boca de sus santos, desde que hubo profetas, a saeculoprophetarum, y de la profecía de Moisés (Deut., X, 15), que anuncia el primer advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, añade: “Todos los profetas, desde Samuel y los que lo siguieron, todos, sin excepción (ὅσοιἐλάλησαν), han anunciado, asimismo estos días” (Hech. III, 24). Ver también Mt. VI, 13.

[22] Según la Ley de Moisés, las mujeres están excluidas de todas las ceremonias religiosas. Incluso deben ignorar los principios de la religión de sus padres. “El que enseña a su hija la santa ley, dice el Talmud, es tan culpable como si le enseñara indecencias”. Talmud, tratado Sota, fol. 20 recto. Ver también Maimónides, Tratado sobre el estudio de la Ley de Dios, cap. I, § 13; Joseph Karo, Suma Teológica, parte Yoré-déa, art. 246.

Con motivo de la profecía: Ecce virgo concipiet, tendremos que hablar con más detenimiento sobre la condición de la mujer ante-evangélica.

[23] Gén. XXII, 16; Jer. XXXI, 33; Lc. I, 73; Hebr. VI, 13,17.

[24] “Algunas de las ramas (del olivo) fueron desgajadas”, Rom. XI, 17.

Nótese bien que el Apóstol no dice: las ramas fueron desgajadas; sino sólo: algunas ramas fueron desgajadas. Santo Tomás, en su comentario a las Epístolas de San Pablo, dice aquí: “Algunas de las ramas, es decir, de los judíos, pero no todas, fueron desgajadas”.

[25] “Et non eritejuspopulus qui eumnegaturus est” [Y no será su pueblo que lo negará], Dan. IX, 26.

El hebreo del texto que tenemos ahora se aparta de esta lección; pero vemos por el comentario de San Jerónimo que, en su tiempo, el texto hebreo era susceptible del sentido de la Vulgata.

[26] Antorchas encendidas, sujetas a largos postes, que se agitaban en lo más alto de las montañas, anunciaban las principales neomenias que el Sanedrín proclamaba en Jerusalén y que regulaban la celebración de las grandes solemnidades religiosas. Talmud, tratado Rosch Hashaná, fol. 22 verso, fol. 23 recto.

[27] “Padre de todos los creyentes no circuncidados” (Rom. IV, 11). Padre de todos los creyentes, incluso de los que no son de su raza según la carne. Son sus hijos en la fe que tenía en el Redentor venidero. “Padre, dice Santo Tomás, no sólo de los circuncisos sino también de los creyentes no circuncidados”, Comment. in B. Pauli Ap. Epist.

[28] “Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí”, dice Nuestro Señor (Mt. X, 37), que había confirmado sus divinos preceptos agregando: “A fin de que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mt. V, 45).

[29] Talmud, tratado Baba-Metzia, fol. 32 recto.

[30] Durante los siete días de la fiesta de los tabernáculos, todas las mañanas se hace una procesión dentro de la sinagoga, en la que cada persona lleva en la mano una rama de palma, adornada en el extremo superior con pequeñas ramas de mirto y sauce, y con un cidro.

[31] Sal. XXIII, 7 ss. Este salmo también se recita en la sinagoga cuando se lleva el rollo de la ley al arca donde se guarda.

[32] Ver l'Ami de la religion del 29 de marzo de 1823.

[33] El Día de la Expiación, יום הכפורים, que se celebraba el décimo día del mes hebreo Tischri, era la solemnidad más sagrada del Antiguo Testamento. Era el único día del año en que el sumo sacerdote podía entrar en el Santo de los Santos del templo.