LA SOLEDAD DE BAUDELAIRE
LOS POETAS EN LA BATALLA
“Somos los poetas, decían con su voz grandilocuente; somos los conductores de los pueblos. Nuestros pueblos están dormidos, lograremos despertarlos: recuperarán la conciencia de su fuerza, correrán a las armas y expulsarán a sus tiranos: nos corresponde a nosotros guiarlos hacia la nueva cruzada, la cruzada de la libertad”.
Así, en todos los países de Europa que se preparaban para las grandes resurrecciones, no había más que gritos de alerta, exhortaciones, reproches, palabras de aliento, sátiras, cantos guerreros. En 1848, al enterarse de la Revolución, Petöfi se apresura a ir a Budapest, se pone al frente del movimiento nacional y, ante la multitud reunida, entona su canto heroico: ¡La patria os llama, oh húngaros! ¡De pie! ¡Ahora o nunca! Ser esclavos o libres, esa es la cuestión: ¡elegid! — ¡Por el nombre del Dios de los húngaros, juramos que no seremos más esclavos! Al año siguiente, muere luchando. Para recopilar los himnos populares que los poetas italianos componían por aquella época, se necesitarían volúmenes enteros. Ardientes, exasperados, despreocupados por los refinamientos de la forma y pensando solo en la acción, improvisaban versos que se repetían de boca en boca, se recitaban, se cantaban en las calles, en los teatros, incluso en las iglesias: y también en los campos de batalla. ¡Uníos, hermanos italianos! El tiempo de las humillaciones ha pasado: ¡demostrad a los extranjeros, a esos bárbaros, que vuestro país no es la tierra de los muertos y que no se puede insultar u oprimir impunemente! ¡A las armas! Mientras un rincón de vuestra tierra siga esclavizado, mientras Italia no sea una, desde los Alpes hasta el mar, vuestra tarea no habrá terminado. Luchad, el triunfo está cerca: Italia recuperará su glorioso lugar entre las naciones... Esto es lo que decían todos: Alessandro Poerio, Goffredo Mameli, que ese mismo año 1849 murieron por la unidad de su patria; Giuseppe Giusti y sus sucesores, Aleardo Aleardi, Giovanni Prati; y tantos otros: tantos poetas como héroes que fueron necesarios para que al final resonara en el Capitolio conquistado el himno triunfal de Roma.
Miguel, ¿por qué lloras, lloras tanto? —Porque estoy cargado de mil ataduras y dividido entre treinta y seis Estados. —Por eso lloro, lloro tanto. Las cosas no podían seguir así, y Miguel acabaría liberándose de su mordaza. —¡Qué vida! —¡Qué luchas por la verdad y por el derecho en las mesas de la cervecería! No, nuestras costumbres actuales —no son realmente malas —en las mesas de la cervecería. Era otra cosa que no podía seguir así; esa elocuencia vana, esas diatribas alrededor de las jarras de cerveza, esos discursos que se olvidaban nada más salir de los bancos de la cervecería, eran ridículos: si los germanos querían realmente ganarse su libertad con su unidad, era importante actuar. En cuanto a arrastrar su tedio, contarle a todo el mundo sus penas de amor, gemir por sus amores desdichados, llorar en los bosques o a orillas de los lagos, maldecir la vida, aspirar a la nada, —solo los rezagados podían llenar sus versos con esos sentimientos débiles y cobardes. Los poetas animados por el nuevo espíritu debían cantarle a Alemania, como había hecho Hoffmann von Fallersleben en 1841:
Deutschland, Deutschland über alles,
Über alles in der Welt...
Georg Herwegh, amigo del pueblo y enemigo de los reyes, reprochaba a Freiligrath que empleara su talento en imitar a Byron, un romántico pasado de moda, y a Victor Hugo y su orientalismo de pacotilla. Y Freiligrath, una vez convertido, se volvió a su vez el poeta del liberalismo y la revolución. ¡Adiós, Hamlet! Ha permanecido sentado demasiado tiempo, —acostado demasiado tiempo, y ha leído demasiado en su cama. —la sangre se le ha coagulado,— y ahora le falta el aliento y está demasiado gordo. —Ha urdido demasiadas tramas eruditas. Su acción más hermosa es precisamente la de pensar. Se ha desgastado en Wittenberg, en los bancos de las aulas y en las tabernas... A ese Hamlet jadeante le faltaba coraje; se entregaba a innumerables monólogos, ponía su ira en versos, fingía locura: adiós, Hamlet.
No siempre estaban de acuerdo en los medios, unos defendían la monarquía y otros de república, pero todos defendían la patria. Salían de sus salas de estudio, de sus bibliotecas, de sus universidades; abandonaban sus hogares y se lanzaban a la batalla. Los encarcelaban, los exiliaban; lejos de callar, proseguían con su canto, más áspero y más fuerte. Si vivían hasta llegar a viejos, pese a tantas adversidades, eran recompensados con la alegría más hermosa, la de ver cómo sus ideas se imponían a la vida. Los desterrados regresaban, los perseguidos se convertían en vencedores: veían Sadowa, la Prusia triunfante, la confederación de Alemania del Norte; veían Versalles y el Imperio Germánico. Veían el reino constitucional de Cerdeña, firme esperanza; los Estados dispares que, uno tras otro, se unían a él; y la unidad italiana.
Mientras tanto, Baudelaire, pálido jardinero confinado en la humedad de sus invernaderos, cultivaba sus extrañas flores. No creía que la poesía consistiera en gritar, en vociferar, en adornar con rimas aproximadas versos compuestos a docenas, tan burdos que más tarde, una vez pasado el momento de exaltación, sorprendía que se los hubiera tomado por versos. Detestaba al pueblo, esa zoocracia; negaba el progreso, ese engaño, esa mentira para imbéciles: el verdadero progreso, el único progreso, habría consistido en abolir en nosotros el sentido del pecado, lo cual era imposible para los hijos de los hombres. Imaginar que serían más felices porque cambiarían de escarapela, blanca, roja o tricolor, era un puro absurdo; un error sobre la naturaleza de su ser y sobre su destino. Es cierto que se subió a las barricadas en 1848 y que publicó un periódico democrático para decirle a la multitud que no había nada más hermoso que la república y la libertad. Pero su aberración no duró mucho más que el propio periódico, que dejó de publicarse tras su segundo número. Ahora, sin preocuparse por los problemas secundarios que se derivaban del único problema esencial, era este último el que consideraba, si no para resolverlo, al menos para aclarar sus términos. Quería identificar, analizar, hacer visible a todos los ojos el mal que hay en nuestra conciencia, en nuestra naturaleza, en las profundidades secretas de nuestra alma, indisolublemente mezclado con el bien. ¡Si al menos odiáramos firmemente esa perversidad primigenia! Pero la amamos; nos deleitamos con ella; odiamos y adoramos al mismo tiempo el artificio, la fealdad, incluso el crimen. Esta condición espantosa, esta duplicidad del hombre, que parece aumentar a medida que la vida moderna nos exaspera más los nervios, nos hace arder más la sangre, la razón no puede explicarla; y así como se distrae a los niños de su dolor mostrándoles juguetes, ella distrae nuestra atención con espejismos: la política, el progreso, la felicidad social —juguetes de niños. Pero, por su parte, Baudelaire no quería separarse del único tema que le importaba; y dejándoles a los demás lo que él consideraba meras actividades superficiales, pidiéndole a la poesía las revelaciones, las iluminaciones que las facultades intelectuales son incapaces de darnos, descendía a los abismos interiores donde nadie, ni siquiera Dante, le había precedido.
Solitude de Baudelaire
Traducción para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
(continuará)
SOLITUDE DE BAUDELAIRE
LES POÈTES DANS LA MÊLÉE
«Nous sommes les poètes, disaient-ils de leur voix grandiloquente; nous sommes les conducteurs des peuples. Nos peuples qui dorment, nous finirons bien par les réveiller: ils reprendront conscience de leur force, ils courront aux armes et chasseront leurs tyrans: à nous de les mener à la nouvelle croisade, la croisade de la liberté.»
Ainsi, dans tous les pays d’Europe qui s’apprêtaient aux grandes résurrections, ce n’étaient que cris d’appel, exhortations, reproches, encouragements, satires, chants guerriers. En 1848, à la nouvelle de la Révolution, Petöfi gagne en hâte Budapest, prend la tête du mouvement national, et devant la foule assemblée lance son chant héroïque: La patrie appelle, ô Hongrois! Debout! À présent ou jamais! Être esclave ou bien libre; voilà la question: choisis! — Par le nom du Dieu des Hongrois, nous jurons que nous ne serons plus esclaves! L’année suivante, il meurt en combattant. Pour recueillir les hymnes populaires que les poètes d’Italie composaient vers le même temps, il faudrait des volumes entiers. Ardents, exaspérés, insoucieux des raffinements de la forme et ne songeant qu’à l’action, ils improvisaient des vers qu’on répétait de bouche en bouche, qu’on déclamait, qu’on chantait dans les rues, dans les théâtres, jusque dans les églises: et sur les champs de bataille, aussi. Unissez-vous, frères italiens! Le temps des humiliations est passé: montrez aux étrangers, ces barbares, que votre pays n’est pas la terre des morts, et qu’on ne peut impunément l’insulter ou l’opprimer! Aux armes! Aussi longtemps qu’un coin de votre sol demeurera esclave, aussi longtemps que l’Italie ne sera pas une, des Alpes à la mer, votre tâche ne sera pas finie. Luttez, le triomphe est proche: l’Italie va reprendre sa place glorieuse au milieu des nations... Voilà ce qu’ils disaient tous: Alessandro Poerio, Goffredo Mameli, qui, cette même année 1849, moururent pour l’unité de leur patrie ; Giuseppe Giusti; et leurs successeurs, Aleardo Aleardi, Giovanni Prati; et tant d’autres: autant de poètes, autant de héros qu’il en fallut pour que retentît à la fin, sur le Capitole conquis, l’hymne triomphal de Rome.
Michel, pourquoi pleures-tu, —pleures-tu si fort? — Parce que je suis chargé de mille liens —et partagé entre trente-six États. —C’est pour cela que je pleure — que je pleure si fort. Les choses ne pouvaient plus durer ainsi, et Michel finirait bien par se débarrasser de sa muselière. —Quelle vie! quelles luttes —pour la vérité et pour le droit —sur les bancs de la brasserie! — Non, nos mœurs actuelles —ne sont vraiment pas mauvaises —sur les bancs de la brasserie. C’était encore une chose qui ne pouvait plus durer; cette éloquence vaine, ces diatribes autour des pots de bière, ces discours qu’on rentrait dès qu’on avait quitté les bancs de la brasserie, étaient ridicules: si les Germains voulaient mériter vraiment leur liberté avec leur unité, il importait d’agir. Traîner son ennui, raconter à tout venant ses peines de cœur, gémir sur ses amours malheureuses, pleurer dans les forêts ou sur le bord des lacs, maudire la vie, aspirer au néant, —seuls des attardés pouvaient remplir leurs vers de ces sentiments faibles et lâches. Les poètes animés de l’esprit nouveau devaient chanter l’Allemagne, comme avait fait, dès 1841, Hoffmann von Fallersleben:
Deutschland, Deutschland über alles,
Über alles in der Welt…
Georg Herwegh, ami du peuple, ennemi des rois, reprochait à Freiligrath d’employer son talent à imiter Byron, romantique démodé; à imiter Victor Hugo et son orientalisme de pacotille. Et Freiligrath, converti, se faisait à son tour le poète du libéralisme et de la révolution. Adieu, Hamlet! Il est resté trop longtemps assis —trop longtemps couché, et il a trop lu dans son lit —Son sang s’est figé —et le voilà court d’haleine et trop gras —Il a tissé trop de trames savantes —Sa plus belle action, c’est précisément de penser. —Il s’est usé, à Wittenberg —sur les bancs des salles de cours et des tavernes… Cet Hamlet poussif manquait de cœur; il se livrait à d’innombrables monologues, mettait son courroux en vers, feignait la folie: adieu, Hamlet.
Ils n’étaient pas toujours d’accord sur les moyens, les uns tenant pour la monarchie, et les autres pour la République: mais tous tenaient pour la patrie. Ils sortaient de leurs salles d’études, de leurs bibliothèques, de leurs universités; ils abandonnaient leur foyer, et se jetaient dans la mêlée. On les mettait en prison, on les exilait: loin de se taire, ils reprenaient leur chant, plus âpre et plus fort. S’ils vivaient assez vieux malgré tant de traverses, ils étaient récompensés par la plus belle joie, celle de voir leurs idées s’imposer à la vie. Les bannis rentraient, les persécutés devenaient les vainqueurs: c’était Sadowa, la Prusse triomphante, la confédération de l’Allemagne du Nord; c’était Versailles, et l’Empire germanique. C’était le royaume constitutionnel de Sardaigne, ferme espoir; les États disparates qui, l’un après l’autre, s’agrégeaient à lui; et l’unité italienne.
Cependant Baudelaire, pâle jardinier confiné dans la moiteur de ses serres, cultivait ses fleurs étranges. Il ne croyait pas que la poésie consistât à crier, à hurler, à orner de rimes par à peu près des vers composés à la douzaine, et si grossiers qu’on s'étonnerait plus tard, le moment des exaltations une fois passé, qu’on eût pu les prendre pour des vers. Il détestait le peuple, cette zoocratie; il niait le progrès, cette tromperie, ce mensonge pour imbéciles: le vrai progrès, le seul progrès, eût été d’abolir en nous le sens du péché, ce qui était impossible aux enfants des hommes. S’imaginer qu’ils deviendraient plus heureux parce qu’ils changeraient de cocarde, blanche, rouge, ou tricolore, pure absurdité; erreur sur la nature de leur être et sur leur destin. Il est vrai qu’il était monté sur les barricades, en 1848; et qu’il avait publié un journal démocratique, pour dire à la foule qu’il n’y avait rien de plus beau que la république et la liberté. Mais son aberration n’avait pas duré beaucoup plus longtemps que ce journal lui même, lequel avait cessé de paraître après son deuxième numéro. Maintenant, sans s’inquiéter des problèmes seconds qui dérivaient du seul problème essentiel, c’est celui-là qu’il considérait, sinon pour le résoudre, du moins pour en éclaircir les termes. Il voulait cerner, analyser, rendre visible à tous les regards le mal qui est dans notre conscience, dans notre nature, dans les profondeurs secrètes de notre âme, indissolublement mêlé avec le bien. Si encore nous détestions fermement cette perversité première! Mais nous l’aimons; nous nous délectons d’elle; l’artifice, la laideur, le crime même, nous les haïssons et nous les chérissons. Cette condition effroyable, cette duplicité de l’homme, qui semble s’accroître à mesure que la vie moderne exaspère davantage nos nerfs, brûle davantage notre sang, la raison ne peut pas l’expliquer; et comme on détourne les enfants de leur douleur en leur montrant des jouets, elle divertit notre attention par des mirages, la politique, le progrès, le bonheur social, jouets d’enfants. Mais pour son compte, Baudelaire ne voulait pas se détacher du seul sujet qui importât; et laissant les autres à ce qu’il estimait n’être que des activités de surface, demandant à la poésie les révélations, les illuminations que les facultés intellectuelles sont impuissantes à nous donner, il descendait vers les abîmes intérieurs où personne, pas même Dante, ne l’avait précédé.


