miércoles, 30 de noviembre de 2011

Rubén Darío: Mansilla en el Louvre


EL GENERAL MANSILLA EN EL LOUVRE

Entre las oleadas de gentes que recorren las salas del vasto Museo acabo de ver pasar a Gabrielle d'Annunzio con dos amigos. Se han detenido en la escuela española delante del nuevo Greco.

Luego noto la presencia de una figura conocida. El fieltro con el ala doblada verticalmente, la tez de buen color sonrosado, los ojos vivos, la larga pera blanca que cae sobre el pecho erguido, todo el aspecto con algo de militar, de mundano y de artista. A poco estoy hablando con el personaje. Es el general Mansilla. Y como se acercan los doctores hispanoamericanos Debayle y Amoedo, todos escuchamos al admirable conversador, que habla largamente.

Dos autoridades en la materia, Maurice Barrès y Robert de Montesquiou, han alabado como se debe el don de la palabra florida, oportuno y espiritual en este argentino, que es una de las personalidades más parisienses. Bien colocado está en el todo París que representaron de bulto recientemente Sem y Rouville.

Todavía se le siente fuerte, a pesar de los embates del tiempo. Se impone a las dolencias. Muestra su voluntad de vida. Se ve como un bello ejemplo para los jóvenes. Lleno de años, conserva su famosa elegancia masculina. No se refugia en el encierro como un Sagán. Pasea, goza del aire libre de que siempre gustaron su alma libre y su cuerpo sano. Y aun parece que en la galantería misma, listo estaría el mismo Eros para decirle: «¡Presente, mi general!»

Y su memoria... Me recuerda, en estos instantes de conversación, mi llegada a Buenos Aires, la comida que me dio en su casa, a la cual asistían, entre otros amigos, el doctor Celestino Pera, lo que me dijo, en dilatado y sapiente y ameno decir, una tarde, en la plaza de Mayo, sobre el espíritu argentino, sobre el pasado, el presente y el porvenir argentinos. Y el prodigioso general me repite los mismos conceptos de antaño, y nos asombra su buen humor, su facundia correcta, su incomparable don de gentes. Su hablar va matizado de anécdotas, adornado de citas, florido de ocurrencias.

Los tres que le escuchamos estamos encantados. Los franceses que pasan lo miran con interés y curiosidad. Nos cuenta de su último libro, y de sus Memorias, que no serán publicadas hasta después que se vaya del mundo. Deja a su albacea encargo de que si algo encontrase que crea que no se debe publicar, lo destruya, porque «demasiados malquerientes tenemos en vida para ir a aumentarlos después de la muerte».

Y nos separamos de él alabándole y deseando para nosotros una vejez, no verde, sino como ésa, dorada y de color de rosa.

RUBÉN DARÍO - Todo al vuelo (Obras completas. Volumen XVIII.)