EL GENERAL MANSILLA EN EL LOUVRE
Entre las oleadas de gentes que recorren las
salas del vasto Museo acabo de ver pasar a Gabrielle d'Annunzio con dos amigos.
Se han detenido en la escuela española delante del nuevo Greco.
Luego noto la presencia de una figura
conocida. El fieltro con el ala doblada verticalmente, la tez de buen color
sonrosado, los ojos vivos, la larga pera blanca que cae sobre el pecho erguido,
todo el aspecto con algo de militar, de mundano y de artista. A poco estoy hablando
con el personaje. Es el general Mansilla. Y como se acercan los doctores hispanoamericanos
Debayle y Amoedo, todos escuchamos al admirable conversador, que habla
largamente.
Dos autoridades en la materia, Maurice Barrès
y Robert de Montesquiou, han alabado como se debe el don de la palabra florida,
oportuno y espiritual en este argentino, que es una de las personalidades más
parisienses. Bien colocado está en el todo París que representaron de bulto
recientemente Sem y Rouville.
Todavía se le siente fuerte, a pesar de los
embates del tiempo. Se impone a las dolencias. Muestra su voluntad de vida. Se
ve como un bello ejemplo para los jóvenes. Lleno de años, conserva su famosa
elegancia masculina. No se refugia en el encierro como un Sagán. Pasea, goza
del aire libre de que siempre gustaron su alma libre y su cuerpo sano. Y aun
parece que en la galantería misma, listo estaría el mismo Eros para decirle: «¡Presente,
mi general!»
Y su memoria... Me recuerda, en estos instantes
de conversación, mi llegada a Buenos Aires, la comida que me dio en su casa, a
la cual asistían, entre otros amigos, el doctor Celestino Pera, lo que me dijo,
en dilatado y sapiente y ameno decir, una tarde, en la plaza de Mayo, sobre el
espíritu argentino, sobre el pasado, el presente y el porvenir argentinos. Y el
prodigioso general me repite los mismos conceptos de antaño, y nos asombra su
buen humor, su facundia correcta, su incomparable don de gentes. Su hablar va
matizado de anécdotas, adornado de citas, florido de ocurrencias.
Los tres que le escuchamos estamos
encantados. Los franceses que pasan lo miran con interés y curiosidad. Nos
cuenta de su último libro, y de sus Memorias, que no serán publicadas hasta
después que se vaya del mundo. Deja a su albacea encargo de que si algo
encontrase que crea que no se debe publicar, lo destruya, porque «demasiados
malquerientes tenemos en vida para ir a aumentarlos después de la muerte».
Y nos separamos de él alabándole y deseando
para nosotros una vejez, no verde, sino como ésa, dorada y de color de rosa.
RUBÉN DARÍO - Todo al vuelo (Obras completas. Volumen XVIII.)