DISCURSO DE MI VIDA
CAPÍTULO PRIMERO
Del
nacimiento, crianza y padres del capitán Alonso de Contreras, caballero del Hábito
de San Juan, natural de Madrid
De mi
infancia y padres
NACÍ en la muy
noble villa de Madrid, a 6 de enero de 1582. Fui bautizado en la parroquia de
San Miguel. Fueron mis padrinos Alonso de Roa y María de Roa, hermano y hermana
de mi madre. Mis padres se llamaron Gabriel Guillén y Juana de Roa y Contreras.
Quise tomar el apellido de mi madre andando sirviendo al Rey como muchacho, y
cuando caí en el error que había hecho no lo pude remediar, porque en los
papeles de mis servicios iba el Contreras, con que he pasado hasta hoy, y por tal
nombre soy conocido, no obstante que en el bautismo me llamaron Alonso de
Guillén, y yo me llamo Alonso de Contreras. Fueron mis padres cristianos
viejos, sin raza de moros ni judíos, ni penitenciados por el Santo Oficio, como
se verá en el discurso adelante de esta relación. Fueron pobres y vivieron
casados como lo manda la Santa Madre Iglesia veinticuatro años, en los cuales
tuvieron dieciséis hijos, y cuando murió mi padre quedaron ocho: seis hombres y
dos hembras, y yo era el mayor de todos.
En el tiempo que
murió mi padre yo andaba a la escuela y escribía de ocho renglones; y en este
tiempo se hizo en Madrid una tela para justar a un lado de la Puente Segoviana,
donde se ponían tiendas de campaña, y como cosa nueva iba todo el lugar a
verlo. Junteme con otro muchacho, hijo de un Alguacil de Corte, que se llamaba Salvador
Moreno, y fuimos a ver la justa, faltando de la escuela. Y a otro día, cuando
fui a ella, me dijo el maestro que subiese arriba a desatacar a otro muchacho,
que me tenía por valiente; yo subí con mucho gusto y el maestro tras mí, y
echando una trampa, me mandó desatacar a mí, y con un azote de pergamino me dio
hasta que me sacó sangre, y esto a instancia del padre del muchacho, que era más
rico que el mío, con lo cual, en saliendo de la escuela, como era costumbre,
nos fuimos a la plazuela de la Concepción Jerónima, y como tenía el dolor de
los azotes, saqué el cuchillo de las escribanías y eché al muchacho en el
suelo, boca abajo, y comencé a dar con el cuchillejo. Y como me parecía no le
hacía mal, le volví boca arriba y le di por las tripas, y diciendo todos los
muchachos que le había muerto, me huí, y a la noche me fui a mi casa como si no
hubiera hecho nada.
Este día había
falta de pan y mi madre nos había dado a cada uno un pastel de a cuatro, y
estándole comiendo llamaron a la puerta muy recio, y preguntando quién era respondieron:
«La justicia», a lo cual me subí a lo alto de la casa y metí debajo de la cama
de mi madre. Entró el alguacil y buscome y hallome, y sacándome de una muñeca,
decía: «¡Traidor! que me has muerto mi hijo».
Lleváronme a la
Cárcel de Corte, donde me tomaron la confesión: yo negué siempre; y a otro día
me visitaron con otros veintidós muchachos que habían prendido, y haciendo el
relator relación que yo le había dado con el cuchillo de las escribanías dije
que no, sino que le había dado otro muchacho, con lo cual entre todos los
muchachos nos asimos en la sala de los alcaldes a mojicones, defendiendo cada
uno que el otro le había dado, que no fue menester poco para
apaciguarnos y echarnos de la sala.
En suma, se dio tan
buena maña el padre, que en dos días probó ser yo el delincuente, y viéndome de
poca edad hubo muchos pareceres, pero al último me salvó el ser menor y me
dieron una sentencia de destierro por un año de la Corte y cinco leguas, y que
no lo quebrantase so pena de destierro doblado, con lo cual salí a cumplirlo
luego y el señor alguacil se quedó sin hijo, porque murió al tercero día.
Pasé mi año de
destierro en Ávila, en casa de un tío mío que era cura de Santiago de aquella
ciudad, y acabado, me volví a Madrid; y dentro de veinte días que había llegado,
llegó también el Príncipe Cardenal Alberto, que venía de gobernar a Portugal y
le mandaban ir a gobernar los estados de Flandes. Mi madre había hecho
particiones de la hacienda y, sacado su dote, había quedado que repartir entre
todos ocho hermanos seiscientos reales. Yo la dije a mi madre: «Señora, yo me
quiero ir a la guerra con el cardenal», y ella me dijo: «Rapaz que no ha salido
del cascarón y ¿quiere ir a la guerra? Ya le tengo acomodado a oficio con un
platero».
Yo dije que no me
inclinaba a servir oficio, sino al Rey, y no obstante me llevó en casa del
platero que había concertado sin mi licencia. Dejome en su casa y lo primero que
hizo mi ama fue darme una cantarilla de cobre, no pequeña, para que fuese por
ella de agua a los Caños del Peral. Díjela que yo no había venido a servir,
sino a aprender oficio; que buscase quien fuese por agua. Alzó un chapín para
darme y yo alcé la cantarilla y tirésela (aunque no pude hacerla mal porque no
tenía fuerza) y eché a huir por la escalera abajo y fui en casa de mi madre,
dando voces que por qué había de ir a servir de aguador. A lo cual llegó el
platero y me quería aporrear: salí fuera y cargueme de piedras y comencé a
tirar, con que llegó gente, y sabido el caso, dijeron por qué me querían forzar
la inclinación.
Con esto se fue el
platero y quedé con mi madre, a quien dije: «Señora, vuesa merced está cargada
de hijos; déjeme ir a buscar mi vida con este príncipe». Y resolviéndose mi
madre a ello, dijo: «No tengo qué te dar». Dije: «No importa, que yo buscaré para
todos, Dios mediante». Con todo, me compró una camisa y unos zapatos de
carnero, y me dio cuatro reales y me echó su bendición, con lo cual, un martes
7 de septiembre de 1597, al amanecer, salí de Madrid tras las trompetas del
Príncipe Cardenal.
Llegamos aquel día
a Alcalá de Henares, y habiendo ido a una iglesia donde le tenían gran fiesta
al Príncipe Cardenal, había un turronero entre otros muchos, con unos naipes en
la mano; yo, como aficionadillo, desaté de la falda de la camisa mis cuatro
reales y comencé a jugar a las quínolas: ganómelos, y tras ellos la camisa
nueva, y luego los zapatos nuevos, que los llevaba en la pretina. Díjele si quería
jugar la mala capilla; en breve tiempo dio con ella al traste, con que quedé en
cuerpo: primicias de que había de ser soldado. No faltó allí quien me lo llamó
y aun rogó al turronero me diese un real, el cual me lo dio, y un poco de turrón
de alegría, con que me pareció que yo era el ganancioso.
Aquella noche me
fui a Palacio, o a su cocina, por gozar de la lumbre, que ya refriaba. Pasé
entre otros pícaros, y a la mañana tocaron las trompetas para ir a Guadalajara,
con que fue menester seguir aquellas cuatro leguas mortales. Compré de lo que
me quedó del real unos buñuelos con que pasé mi carrera hasta Guadalajara.
Rogaba a los mozos de cocina se doliesen de mí y me dejasen subir un poco en el
carro largo donde iban las cocinas; no se dolían, como no era de su gremio.
Llegamos a
Guadalajara y yo fuime a Palacio, porque la noche antes me había sabido bien la
lumbre de la cocina, donde me comedí, sin que me lo mandasen, en ayudar a pelas
y a volver los asadores, con lo cual ya cené aquella noche, y pareciéndole a
maestre Jacques, cocinero mayor del Príncipe Cardenal, que yo había andado
comedido y servicial, me preguntó de dónde era; yo se lo dije y que iba a la
guerra. Mandó que me diesen bien de cenar, y a otro día que me llevasen en el
carro, lo cual hicieron bien contra su voluntad.
Yo continué a
trabajar en lo que los otros galopines, aventajándome, con que maestro Jacques
me recibió por su criado, con que vine a
ser dueño de la cocina y de los carros largos que iban delante y con el
Príncipe, donde me vengué de algunos pícaros, haciéndolos ir a pie un día, pero
luego se me pasó la cólera.
Caminamos a Zaragoza,
donde hubo muchas fiestas, y de allí a Montserrat y Barcelona, que pude llevar
cuatro y seis personas sin que me costase blanca; todo esto hace el servir
bien. En Barcelona estuvimos algunos días, hasta que nos embarcamos en
veintiséis galeras la vuelta de Génova. Y en Villafranca Jénica nos regaló
mucho el duque de Saboya. De allí pasamos a Saona y antes de llegar tomamos un
navío, no sé si de turcos, o moros, o franceses, que creo había guerra
entonces. Pareciome bien el ver pelear con el artillería. Tomose.
Comencé a
ser soldado
En Saona estuvimos
algunos días, hasta que fuimos a Milán, donde nos estuvimos algunos días, y de
allí tomamos el camino de Flandes, por Borgoña, donde hallamos muchas compañías
de caballos y de infantería española que hicieron un escuadrón bizarro; y como
vi algunos soldados que me parecían eran tan mozos como yo, me resolví de
pedir licencia a mi amo maestre Jacques, el cual me había cobrado voluntad, y
no sólo no me dio licencia, pero me dijo que me había de aporrear, con que me
indigné e hice un memorial para su Alteza, haciéndole relación de todo, y cómo
le seguía desde Madrid, y que su cocinero no me quería dar licencia, que yo no
quería servir si no era al Rey.
Díjome que era
muchacho y yo respondí que otros había en las compañías, y otro día hallé el
memorial con un decreto que decía: «Siéntesele la plaza no obstante que no
tiene edad para servirla», con que quedó mi amo desesperado. Y como no lo podía
remediar me dijo que él no podía faltarme, que hasta que llegásemos a Flandes acudiese
por todo lo que fuera menester. Yo lo hice y socorrí a más de diez soldados y a
mi cabo de escuadra en particular.
Senté la plaza en
la compañía del capitán Mejía, y caminando por nuestras jornadas, ya que
estábamos cerca de Flandes, mi cabo de escuadra, a quien yo respetaba como al
Rey, me dijo una noche que le siguiera, que era orden del capitán, y nos fuimos
del ejército, que no era amigo de pelear.
Cuando amaneció
estábamos lejos cinco leguas del ejército, y le dije que dónde íbamos; dijo que
a Nápoles, con lo cual me cargó la mochila y me llevó a Nápoles, donde estuve
con él algunos días, hasta que me huí en una nave que iba a Palermo.
DISCOURS DE MA VIE
Chapire I
De mon enfance et de mes parents.
JE suis né en la très noble ville
de Madrid, le six janvier mil cinq cent quatre-vingt-deux. Je fus baptisé en la paroisse de
San Miguel; j'eus pour parrain et marraine Alonso de Roa et María de Roa, frère
et sœur de ma mère. Mes parents s'appelaient Gabriel Guillén et Juana de Roa y
Contreras ; je pris le nom de ma mère quand j'allai servir le roi, étant encore
enfant, et, quand je m'aperçus de la faute que j'avais faite, je n'y pus
remédier parce que, dans mes papiers de service, il y avait « Contreras ».
Contreras j'ai donc été jusqu'à ce jour, c'est sous ce nom que je suis connu
et, nonobstant qu'au baptême on m'ait appelé Alonso de Guillén, je m'appelle
Alonso de Contreras.
Mes parents étaient vieux chrétiens,
purs de tout sang maure ou juif, et de toute condamnation du Saint-Office,
comme on le verra plus avant dans la suite de cette relation. Ils étaient
pauvres et vécurent en état de mariage comme le commande notre Sainte Mère
l'Eglise, vingt-quatre ans, pendant lesquels ils eurent seize enfants. Quand
mourut mon père il en restait huit : six fils et deux filles, et j'étais l'aîné
de tous.
Au temps que mourut mon père,
j'allais à l’école et j'en étais à écrire à huit lignes à la page. En ce
temps-là, on fit à Madrid, contre le pont de Ségovie, où on avait dressé des
tentes de campagne, une lice pour jouter ; toute la ville y allait béer comme à
chose nouvelle. Je me joignis à un autre enfant, fils d'un alguazil de Cour,
qui s'appelait Salvador Moreno, et nous voilà à regarder la joute, manquant l’école.
Je tue un mien camarade d'école
Le lendemain quand je retournai
en classe, le maître me dit: « — Montez donc délier les aiguillettes à un autre
enfant, puisque vous êtes brave ! » Je montai de bon cœur, le maître
derrière moi, traitreusement: « — Déliez-vous les à vous-même ! » et, en même
temps, il me donna d'un fouet de parchemin jusqu'à me tirer le sang; et cela à
la requête du père de l'enfant qui était plus riche que le mien.
Sur quoi, en sortant de l'école,
nous allâmes à l'accoutumée jouer sur la place de la Concepción Jerónima. Comme
je sentais encore la douleur des coups de fouet, je tirai le couteau de mon
écritoire, je jetai le gamin à terre bouche au sol et je me mis à donner du
couteau ; et, comme il me sembla que je ne lui faisais pas de mal, je le
retournai bouche en l'air et lui donnai dans les tripes. Tous les camarades se
mettant à dire que je l'avais tué, je m'enfuis, et, le soir, je retournai à la
maison comme si je n'avais rien fait.
Ce jour-là il y avait faute de
pain, et ma mère nous avait donné à chacun un pâté d'un sol. Nous étions en
train de le manger, quand, à la porte, on heurta durement. « — Qui est la ? » —
« La justice. » Sur quoi, je montai au haut de la maison et me fourrai sous le
lit de ma mère ; l'alguazil entra, me chercha, me trouva, et, me tirant par un
poignet : «'— Ah ! traitre, qui m'as tué mon fils. » On m'emmena à la prison de
Cour. Là, interrogatoire ; je niai toujours.
Le lendemain on me fit comparaître
avec vingt-deux autres enfants qu'on avait arrêtés, et, le rapporteur
rapportant que j'avais frappé avec le couteau de mon écritoire, je dis que non,
mais que quelque autre enfant avait fait le coup. Sur quoi, nous voilà tous les
enfants à nous gourmer dans la salle des alcades, chacun soutenant que c'était
l'autre qui avait fait le coup ; et ce ne fut pas petite affaire de mettre le holà
et de nous tirer de la salle.
En fin de compte, le père fit
tant et si bien qu'il prouva en deux jours que c'était moi le coupable. Mon âge
fit qu'il y eut grand débat entre les juges. A la fin, c'est d'être mineur qui
me sauva ; on me condamna à une année de bannissement de la Cour, avec défense
d'en approcher de cinq lieues et de rompre mon ban sous peine de le voir
doublé. Sur quoi, je filai incontinent pour le purger et le señor alguazil
resta sans fils, car il mourut le troisième jour.
Je passai mon année de
bannissement à Avila, chez un mien oncle qui était curé de l'église de Santiago
en cette ville ; ma peine faite, je retournai à Madrid.
Dans les vingt jours de mon
arrivée, arriva aussi le prince cardinal Albert
qui venait de gouverner le Portugal et qu'on mandait gouverner les
Flandres.
Ma mère m'engage apprenti chez un orfèvre
Ma mère avait partagé ses biens.
Sa dot prélevée, il restait à répartir entre les huit enfants six cents réales.
Je dis à ma mère : « — Señora, je veux aller à la guerre avec le cardinal. »
Elle me dit: « — Béjaune, qui n'es pas sorti de la coquille et qui veux aller à
la guerre ! À cette heure, je t'ai engagé apprenti chez un orfèvre. » Je dis
que je n'avais aucun goût de servir personne sauf le roi. Malgré quoi, elle me conduisit
chez l'orfèvre, qui s'était entendu sans mon congé. Elle me laissa en sa
maison, et la prime chose que fit ma maîtresse fut de me donner une cruche de
cuivre, et pas petite, pour aller à l'eau à la fontaine de Los Caños del Peral.
Je lui dis : « — Je ne suis pas engagé comme valet, mais comme apprenti;
envoyez chercher l'eau par qui vous voudrez. » Elle leva son patin pour me
frapper; moi je levai la cruche, la lui jetai, encore que je ne pouvais lui
faire mal, manque de force, et de défiler les escaliers.
Me voilà chez ma mère, hurlant :
« — Est-ce que je dois servir de porteur d'eau, maintenant ? » Sur quoi, arriva
l'orfèvre qui me voulut battre ; je sortis, m'approvisionnai de pierres et me
voilà à les lancer. Des gens survinrent et, le cas entendu, demandèrent
pourquoi on me voulait forcer dans mes inclinations. Là-dessus s'en fut l'orfèvre
et je restai avec ma mère à qui je dis : « — Señora, Votre Grâce est chargée
d'enfants ; laissez-moi gagner ma vie sous ce prince. » Ma mère s'y prêtant, me
dit: « — Mais je n'ai rien à te donner.» Je dis : « — N'importe, je gagnerai
pour tous, avec l'aide de Dieu. » Néanmoins elle m'acheta une chemise et des
souliers de peau de mouton, me donna quatre réales et sa bénédiction. Avec
quoi, un mardi, sept septembre mil cinq cent nonante-cinq, à l’aube, je sortis
de Madrid derrière les trompettes du Prince Cardinal.
Départ de Madrid
Ce jour-là, nous fîmes étape à
Alcalá de Henares. J'étais allé à une église où l'on faisait grand fête au
Prince Cardinal ; il y avait la, parmi beaucoup d'autres, un marchand de turrón avec des cartes en main. En vrai
petit brelandier, je dénouai du pan de ma chemise mes quatre réales et commençai
à jouer au quínola. Je perdis les
réales, et, après, ma chemise neuve ; puis, d'enfilade, mes souliers neufs que
je portais à ma ceinture. Je demandai au marchand s'il voulait jouer mon
mauvais capuchón. En un tournemain il
s'en fit bon, et me voilà en corps ; présage certain que je devais être
incorporé comme soldat. II ne manqua pas de se trouver la quelqu'un pour me
donner ce nom, et, de plus, pour demander au marchand de me donner une réale ;
lequel me la donna, et un peu de turrón
de réjouissance ; tellement qu'il me semblait que c'était moi le gagnant.
Ce soir-là, j'allai au palais ou plutôt
aux cuisines pour profiter du feu, car il fraichissait ; je me faufilai parmi
d'autres marmitons. Au matin, les trompettes sonnèrent le départ pour Guadalajara,
et il fallut bien suivre, quatre mortelles lieues. J'achetai, avec ce qui me restait
de la réale, quelques beignets ; avec quoi, je fis l'étape jusqu'à Guadalajara.
Je demandai aux garçons de cuisine d'avoir compassion de moi et de me laisser
un peu monter sur la grande charrette qui portait les cuisines ; mais ils
n'eurent pas compassion parce que je n'étais pas des leurs.
Nous arrivâmes à Guadalajara ;
j'allai au palais, parce que la nuit d'avant je m'étais trouvé bien du feu de
la cuisine. Je me débrouillai, sans qu'on me le commandât, pour aider à plumer
et à tourner les broches ; moyennant quoi, je soupai encore cette nuit-là. Maître
Jacques, cuisinier major du Prince Cardinal, trouvant que j'avais été de bon
commerce et de bon service, me demanda d'où j'étais. Je le lui dis et que
j'allais à la guerre. II ordonna à ses hommes de me faire bien souper et de
m'emmener le jour suivant sur la charrette ; ce qu'ils firent, bien contre leur
gré.
Je continuai à travailler comme
les autres gâte-sauces ; je me signalai si bien que Maître Jacques m'agréa à
son service, d'où je vins à être maître de la cuisine et des deux grands chariots
qui prenaient les devants avec le prince. Cela me permit de me revenger de
quelques marmitons en les faisant aller a pied tout un jour ; mais tôt me passa
la colère.
Nous cheminâmes jusqu'à Saragosse
où il y eut force fêtes, et, de là, à Montserrat et a Barcelone, et je pus
emmener cinq ou six personnes sans qu'il m'en coûtât un blanc. Voilà ce que
c'est que de bien servir.
À Barcelone, nous restâmes
quelques jours avant de nous embarquer sur vingt-six galères qui cinglaient
vers Gênes. À Villefranche, le duc de Savoie
nous régala fort. De la, nous passâmes à Savone. Avant d'arriver nous
primes un navire, turc, maure, ou français peut-être, je n'en sais rien ; français
plutôt, car je crois qu'il y avait alors guerre avec la France. Cela me plut de
voir combattre l’artillerie. On fit prise.
Je commence à être soldat
À Savone, on resta quelques jours
jusqu'à notre départ pour Milan où nous restâmes quelques jours aussi. De là,
nous primes le chemin des Flandres par la Bourgogne. Nous y trouvâmes force
compagnies d'infanterie et de gens de cheval, ce qui fit troupe magnifique.
Comme je vis que quelques-uns de
ces soldats étaient, à ce qu'il semblait, aussi jeunets que moi, je résolus de
demander mon congé à Maître Jacques mon patrón,
lequel m'avait pris en bon gré. Non seulement il ne me donna pas congé, mais il
me dit qu'il me voulait gourmer. Sur quoi je m'indignai et présentai un mémoire
à Son Altesse, lui relatant point par point comme quoi je le suivais depuis
Madrid, que son cuisinier ne me voulait pas donner congé, alors que moi je ne voulais
servir personne que le roi. II me dit que j'étais bien enfant; je répondis
qu'il y en avait d'autres dans les compagnies.
Le lendemain, on me retourna mon
mémoire avec une apostille disant : « Soit enrôlé, quoiqu'il n'ait pas l'âge
pour servir. » Ce qui désespéra mon maître. Comme il n'y pouvait rien, il me
dit: « — Je ne te ferai point faute ; et jusqu'à notre arrivée en Flandre,
recours à moi pour tout ce qui te fera besoin. » Ce que je fis : grâce à quoi
je pus donner le vivre à plus de dix soldats et particulièrement à mon chef
d'escouade.
Je m'enrôlai dans la compagnie du
capitaine Mejía. Comme nous tirions nos étapes, au moment où nous approchions
des Flandres, mon chef d'escouade, que je respectais à l'instar du roi, me dit
un soir: « — Suis-moi; ordre du capitaine. » Et nous voila quittant l'armée :
le dit chef n'était guère ami des batailles. Quand le matin parut, nous étions
loin, à cinq lieues de l'armée. Je lui demandai où nous allions; il me dit que
c'était à Naples. Sur ce, il me mit bissac au dos et m'emmena à Naples.
J'y restai avec lui quelques
jours, jusqu'au moment où je me vis embarqué sur un bateau qui allait a
Palerme.