PARÍS
I
París, mayo de 1855.
¡PARÍS!... Al considerar los innumerables
escritos de que ha sido objeto desde remotos siglos hasta el presente, parecería
a primera vista que todo está ya dicho y nada queda por decir acerca de esta
grande y magnífica ciudad, que, en opinión de los más discretos viajeros, no
tiene igual en el mundo. Yo creo, sin embargo, que este es un tema todavía no
agotado, y más diré, creo que es un tema inagotable. Creo también que este es
el único pueblo del cual se puede estar hablando siempre, sin que deje por eso
de quedar siempre mucho que decir en bien y en mal; en bien sobre todo.
Procuraré explayar esta idea por medio de algunas consideraciones generales.
¿Cuál es la verdadera razón de ese grande, de
ese inexplicable prestigio que corona, como una aureola, el conjunto de esas
cinco letras que unidas forman el nombre de PARÍS? Analicemos la impresión que
esa palabra produce generalmente en los ánimos, así de los que conocen como de
los que no conocen por experiencia propia la cosa que representa —o para hablar
más claro, así de los que han visitado, como de los que no han visto nunca esta
encantadora población.
Lo digo con entera seguridad de no ser
desmentido, por más que tal cual singularísima excepción venga aquí, como en
todos los casos verdaderos, a confirmar la regla: en los oídos de los que no
conocen a París, este nombre suena como una palabra mágica que hace vibrar
reciamente las más recónditas fibras de la curiosidad y del deseo consiguiente
de conocerle. Quien nunca haya experimentado este deseo ni aquella curiosidad,
bien puede decir que esta desprovisto de todo rastro de imaginación. En los que
conocen esta ciudad, y están ausentes de ella, la sensación que su nombre
despierta es la de un deseo vehemente, cuando no vehementísimo de volverla a ver,
de residir de nuevo en ella y disfrutar una vez más sus indecibles encantos. No
sin intención he escrito este epíteto de indecibles, que aquí no es una mera
hipérbole ni una expresión figurada en el sentido de grandes o raros: es una
palabra llena de verdad, porque en efecto, no es posible decir o expresar con
exactitud la razón, el por qué de esos encantos. También procuraré explicar
esto, mas no será sin hacer una observación que me parece exacta y nueva; a lo
menos no recuerdo haberla visto consignada en parte alguna, tampoco la doy por
invención mía —entonces no seria exacta—; mi único mérito, si lo es, consiste
en haberla recogido de los labios del común de las gentes que no escriben sus observaciones, aunque las hacen en mayor número
y mejor que los filósofos y los escritores de oficio. Así sucede con todas las
verdades de observación: todas flotan en la atmósfera, digámoslo así, como
patrimonio común de lodo el mundo, hasta que llega un cualquiera, y sin más
trabajo que el de darles forma concreta en una frase o en dos o en ciento, se
las apropia y se convierte en su autor, no siéndolo ciertamente.
No es otro el mérito de los que se llaman
grandes observadores: hacen lo mismo que un hombre en medio de florida selva
cuando se convierte en dueño de abundantes flores y frutas, sin más trabajo que
el de irlas cogiendo y guardando: la cuestión está en encontrar esa selva.
II
Largo preámbulo parecerá este para lo poco
que va a venir después de él, como consecuencia suya; pues se reduce a decir
que aquel deseo de volver a París, que antes supuse grande en todos los que
conocen un poco esta hermosa ciudad, es grandísimo en los que la conocen mucho.
Para sujetar esto a fórmula, diré que está en razón directa del tiempo que han
pasado en ella: es tanto mayor cuanto más la conocen. Como todas las cosas
verdadera y sólidamente buenas, París gana en ser conocido. Un buen libro gusta
más a la segunda lectura que a la primera: el Don Giovanni de Mozart, el Freyschütz
de Weber, que pasan por las dos mejores óperas del mundo, no revelan todos sus
tesoros de melodía sino al que ha tenido la fortuna de oírlas muchas veces.
Acabo de releer el Quijote, ciertamente por vigésima vez, aunque no llevo la
cuenta, pero declaro que ahora como siempre, he encontrado en él primores que
se me escaparon en la lectura anterior: estoy seguro de que lo mismo me
sucederá cuando le haya leído otra vez… y otras. Doce años de mi vida he pasado
en esta ciudad estudiándola, como procuro estudiar y conocer todo lo que me
rodea; y la verdad es que no pasa día sin que descubra en ella algún nuevo
motivo, que me explique la universal afición de que es objeto.
Ya he dicho que esta afición es tanto mayor,
cuanto más se conoce a París; réstame hacer otra observación no menos exacta, y
que se enlaza lógicamente con aquella, aunque a primera vista parezcan
contradictorias. Veamos el hecho; luego procuraré hallar su explicación, que
juzgo aplicable a una infinidad de casos análogos. La primera impresión que
produce la ciudad de París en la mayoría de los forasteros, suele ser
desagradable, y esa impresión de desagrado suele tardar en borrarse lo bastante
para que les quede poca gana de volver a verla a los que han pasado en ella una
temporada corta. Esto es sobre todo común en los españoles, y en nuestros
americanos; rarísimo es el que los primeros días no está rabiando en París
contra el cielo apizarrado, contra los barros de las calles, contra el continuo
llover, contra las distancias enormes, contra el ruido y el tropel de los
carruajes, y en suma, contra todo. Generalmente esos primeros días están
mareados y aburridos; como todavía les dura el cansancio del camino, no conocen
a nadie, se pierden a poco que se alejen de su hotel sin guía, gastan un
dineral, no saben o saben mal la lengua, encuentran bruscamente interrumpidos
todos sus hábitos de vida, y por último, a poco que se descuiden, suelen ser víctimas
de mil y mil accidentes a que en todas partes, y aquí sobre todo, está siempre
expuesto el que no conoce la tierra que pisa, lo mas común es que a poco de
haber llegado a Paris, se apodere de ellos un deseo impaciente de volverse a sus
hogares y perder de vista para siempre lo que ellos llaman con risible despecho
¡este infierno! Seamos justos: nada más natural que esta serie de impresiones,
que cien veces he observado en cabeza ajena, y que algún día me enseñó la
experiencia propia. ¡Son aquí las costumbres tan distintas de las nuestras! ¡Tienen
tanto encanto para nosotros meridionales el limpio sol, el cielo azul de
nuestros climas! Y luego, hay que advertir otra cosa, muy poco tomada en
cuenta: suele ser tan exagerada —o mejor dicho, tan absolutamente falsa la idea
que se tienen formada de esta ciudad los que la visitan por primera vez—, que no
encontrando en ella nada de lo que su imaginación o errados informes les habían
hecho esperar, pasan por lo común de un extremo a otro, de la admiración al
desprecio, si absurda aquella por no razonada, más irracional aún éste por
absurdo. No es exagerada, repito, la
idea de las excelencias de París que suelen traer nuestros paisanos, pues
ciertamente no les han dicho, ni con mucho, todo lo bueno que encierra; a cien
leguas están de sospechar siquiera hasta qué punto llega esta bondad. Por
ejemplo —y para no citar mas que un solo accidente—, es seguro que ni aun los
que más fanatizados vienen con los atractivos de esta gran ciudad, saben que hay
en París algo que vale todavía más que París mismo (para el gusto de muchas
gentes que lo tienen muy bueno), y es sus alrededores, su campo, verdadero Edén
cuyas delicias son una de las pocas cosas buenas de su país que los franceses
no ponderan más de lo que valen, ni aun tanto. La campiña de París merece por sí
sola que se haga desde Madrid un viaje para verla; y sin embargo, la mayor
parte de nuestros compatriotas vienen y se van sin saber que hay aquí, a una
legua, a media, a un tiro de cañón de las fortificaciones, sitios encantadores,
asilos campestres que en su género no tienen igual en el mundo.
III
¿Por qué razón es París la ciudad predilecta
de todos los que la conocen bien? ¿Es por ventura la más hermosa del mundo? ¿O
es la más rica? ¿Es la más grande? ¿Es la que ha debido a la naturaleza, al
arte, o a la naturaleza y al arte reunidos, mayores encantos? Seguramente que no.
Varias ciudades de Italia, especialmente Florencia, son más hermosas que París:
Londres es una ciudad mayor y más rica. Mucho más que por París han hecho por
Nápoles la naturaleza, y el arte por Roma.
Si se hubiera de designar a las ciudades con
nombres emblemáticos, Roma pudiera denominarse Artistópolis, la ciudad de los
artistas y do los anticuarios; Londres, la de los industriales y los
comerciantes, Traficópolis; Madrid pudiera tomar un nombre que significase
centro de buena sociedad, pues creo que no la hay más agradable en el mundo que
la suya; Nápoles podría llamarse en todas las lenguas el paraíso terrenal.
Adoptado este sistema de nombres significativos, el que correspondería a París,
y solo a París, es el de Panópolis o Ciudad para todos. Porque esta es, si no
me engaño, la verdadera diferencia que distingue esta ciudad de todas las
demás, y el rasgo característico, único, ingénito, digámoslo así, que establece
su indisputable superioridad sobre todas ellas. Y esta superioridad no es de
ahora: ha existido siempre, a lo menos (para no remontarme a épocas antiguas y
engolfarme en una erudición intempestiva) de dos siglos a esta parte. Que hoy,
merced a las increíbles mejoras que debe París a su actual emperador, sea esta
ciudad el asombro de Europa, y en cierto modo, el blanco de todas las miradas,
no es en verdad difícil de comprender. Las gigantescas obras del Louvre, de la
calle de Rívoli, de los nuevos baluartes (boulevards);
su admirable policía, su administración municipal que es un modelo, y cien
razones más que no hay para qué enumerar, justifican el título que ya se le da metafóricamente,
y que al paso que va, es regular que pronto se le dé, en sentido recto, de
Capital de Europa: pero ¿cómo se explica que tuviese esta misma importancia
relativa y este mismo prestigio que hoy disfruta cuando era una ciudad fea,
sucia, pésimamente administrada en el orden moral, una sentina de vicios y un
sumidero de inmundicias? Esto es lo singular; esto es lo que no se explica sino
admitiendo como una verdad lo que decía antes, a saber, que es peculiar e ingénito en esta población el carácter
de universalidad que solo ella posee. Con esto se enlaza también lo que
igualmente indicaba poco ha, sobre que los encantos de París son indecibles, en
el sentido de que no se explican, o por lo menos son muy difíciles de explicar
sin largos rodeos y toda clase de figuras retóricas. A explicarlo aspiro sin
embargo: no tiene otro objeto todo lo que voy escribiendo.
IV
En París existen todos los contrastes, se
encuentran todos los extremos, y hay por consiguiente satisfacción posible para
todos los gustos: he aquí en resumen la clave de su prestigio y de su
superioridad, porque no estará de más repetir que esto sólo aquí sucede. París es
al mismo tiempo el pueblo más caro y el más barato (entre las grandes ciudades,
se entiende; en este análisis como en todos no puede caber comparación sino entre
entidades proporcionadas); el más bullicioso y el más sosegado; el más
corrompido y el más virtuoso, en el sentido de que es donde se encuentran los
mayores vicios y las más grandes virtudes. Aquí se puede comer bien por veinte
luises o por veinte sueldos: para pasar de las delicias de Capua a las
austeridades de la Tebaida, basta trasladarse de la Chaussée-d’Antin a la calle
de Servandoni. Aquí se encuentra la antigüedad romana, cierto muy derruida, en
las Termas de Juliano; la edad media bajo las solemnes bóvedas de Nuestra
Señora y de Saint-Germain l’ Auxerrois; el renacimiento en el Louvre y en cien
partes; nuestro siglo, con todas sus pompas y todos sus maravillosos progresos,
en los caminos de hierro, en los telégrafos eléctricos, en los barrios de nueva
planta, y para decirlo todo de una vez, en una cosa que vale mas que todas
esas conquistas materiales, y es en
la perfecta libertad civil que aquí se disfruta, y que es la gran conquista, y
como el compendio y corona de todos los adelantos del siglo. Verdad es que por
el pronto no hay aquí otra; pero no parece hasta ahora que esta gente lo lleve
muy a mal. La prosperidad pública, el bienestar particular van en un aumento
asombroso. Esas cuatro épocas históricas que he citado, para no descender a más
pormenores, conservan aquí su carácter propio y entero, en lo posible, mas que
en otro país alguno. No hay en lo humano, afición, gusto o capricho que no se
pueda satisfacer cumplidamente sin salir de París, lo cual no puede decirse en
verdad de otra ciudad alguna. El hombre estudioso tiene aquí las más ricas
bibliotecas, las mejores cátedras, las primeras academias del mundo: el
artista, o el mero aficionado a las artes no encontrarán aquí tanto tesoro,
pero si mucho mayor movimiento artístico que en la misma Roma. Los que se
entusiasman con las cosas de la milicia, están aquí en sus glorias, dado que
París es el pueblo militar por excelencia: los ejercicios de Vincennes, las
revistas del Campo de Marte, los vuelven locos. Los que por las tendencias
místicas de su espíritu se complacen en el silencio y el retiro propicios a la
vida contemplativa, vayan a los sosegados barrios a que dan sombra las
majestuosas moles de San Sulpicio, y allí, en algunas de aquellas tortuosas y
oscuras calles donde el tránsito de un coche es un fenómeno singular y en las
que involuntariamente se cree uno transportado al siglo XIV, oirá el grave y
compasado tañido de las campanas, y encontrará a cada paso hábitos clericales y
respirara una atmósfera eminentemente levítica. No se habla allí más que del
último sermón del P. Hermanu, de la próxima novena de la Virgen, o de las
conferencias del P. Ventura. Ni en Toledo, ni en el Burgo de Osma se encontrara
un devotismo más general ni más
estrecho: moralmente hablando, San Sulpicio dista del París profano tanto como
la tierra del cielo. Los que se dejan llevar el alma y los sentidos tras de los
placeres mundanos, tienen aquí ¿quién lo ignora? muy añadido y mejorado el
paraíso de Mahoma. Las huris de este
falso profeta no eran mas que unas pindonguillas, comparadas con las loretas de
la Maison d'or y las ratas de la Ópera; los cocineros que
aderezaban aquellos famosos manjares a cuyo influjo vivificador renacía en los
extenuados cuerpos la llama del deseo, eran de seguro unos zarramplines al lado
de Chevet y de Potel.
Para vivir con un lujo extremado, Londres
ofrece tantos, aunque no más recursos que París; en cambio allí no se puede
vivir bien con poco dinero, y aquí sí. París es tan delicioso, a su manera,
para el pobre como para el rico. Allí el pobre vive miserablemente: todo le
rechaza; todo le es hostil; nada está previsto para él, todo lo está para el
poderoso: aquí vive feliz, aquí goza o puede gozar, a su manera, repito, tanto
como el rico. Aquí un clima generalmente apacible, una abundancia fabulosa, y
la consiguiente baratura de los objetos de primera necesidad, y más que todo,
las costumbres (producto acaso de la influencia católica) le proporcionan goces
de que el pueblo inglés no tiene idea… Pero dejo este paralelo para mi próximo
viaje a Londres.
Para vivir modestamente, con poco dinero y
bien, esto es, para no pasar hambre ni sed, aunque si mucho frío en invierno y
algún calor en verano, Madrid no vale menos que París; en cambio para los que
aspiran a gozar, en todos sentidos, lícitamente y, sobre todo, con los goces
del espíritu, no hay comparación posible entre las dos ciudades. Cuando regrese
a Madrid, pondré esto más en claro.
V
Hasta ahora no he hecho más que apuntar al
correr de la pluma algunas de las causas en que se funda, a mi juicio, ese
carácter de universalidad que atribuyo a París y que constituye su superioridad
indisputable sobre todas las ciudades del mundo; voy ahora a desarrollar esta
misma idea con algunos pormenores.
Por ejemplo, decía yo antes que en París se
encuentran todas las épocas históricas representadas y como viras en hermosos monumentos; grande
atractivo para el artista, para el arqueólogo, para el historiador, para el
poeta, para todos los hombres de imaginación; en una palabra, para una
infinidad de personas. Verdad es que otras muchas se ríen de lo que ellas llaman
desdeñosamente esas antiguallas, y no andarían diez pasos
por ir a verlas; pero también para estas gentes positivas, como ellas mismas se
denominan, tiene París sus especiales encantos, barrios enteros encontrarán
aquí, construidos de ayer con la fría regularidad de un tablero de damas, que no
ofrecen a la imaginación ni un solo recuerdo, pero que en cambio tienen el
mérito positivo de presentar reunidos todos los adelantos del moderno confort.
También esto tiene su valor; sin embargo, estoy por la opinión de los que miran
como uno de los mayores atractivos de París la multitud de recuerdos históricos
que a cada paso brotan, por decirlo así, de cada una de las viejas piedras de
sus venerables edificios antiguos.
Voy a pasar revista a algunos de esos
edificios acompañados de sus recuerdos, como el cuerpo de su sombra. A veces no
son los edificios los que hablan más aquí a la imaginación, sino los sitios en
que han pasado grandes cosas. Recorreré también algunos.
VI
La isla llamada la Cité, cuna del actual
París y que fue algún día París entero, está poblada de recuerdos poéticos de
la antigüedad romana, de las invasiones bárbaras y de la Edad Media. Entre
estos últimos, campea sobre todo el de los trágicos amores de Abelardo y
Eloísa. En el muelle hoy llamado de Napoleón (quai Napoléon), en el punto en
que remata en él la calle des Chantres, se ve (yo la he visto, ayer mismo) una
casa de regular apariencia, señalada con los números 9 y 11: en el solar que
ocupa esta casa, vivieron aquellos dos célebres amantes. Al pie de aquellas ventanas
acudían en tropel las turbas de estudiantes a entonar los cánticos de amor
compuestos por el enamorado filósofo en honor de su Eloísa. Todo el pueblo la
conocía, todos estaban en el secreto de aquellos nobles amores, segados en flor
por la inexorable venganza del canónigo Fulberto. Una inscripción en letras de
oro esculpida en una lápida de mármol blanco recuerda en estos términos el nombre
de aquellos ilustres amantes:
ANTIGUA HABITACION DE ELOÍSA Y ABELARDO
1118.
REEDIFICADA EN 1849.
Encima de las dos puertas que dan a la calle,
dos medallones de piedra representan el uno a Eloísa, el otro a Abelardo, ambos
de perfil y mirándose cara a cara como si todavía quisieran decirse su amor, como
si su amor debiese durar en el mundo tanto como la fama de sus nombres.
El Palacio de Justicia y la Santa Capilla,
precioso monumento de la más bella arquitectura gótica, son inseparables de la
memoria de San Luis, aquel gran rey de quien dice una de las más malignas redondillas
popularizadas en España por el espíritu de partido, durante la guerra de la
Independencia:
San Luis, rey de
Francia, es
El que con Dios
pudo tanto,
Que para que fuese
santo
Le dispensó el ser
francés.
Graciosa pero muy injusta invectiva contra
una nación que ha producido tantos y tan gloriosos santos como la que más. Una
curiosa anécdota va unida a la llamada Torre del Reloj que forma la esquina del
Palacio sobre el mercado de las Flores. En el año 1370, Carlos V denominado el
Victorioso, gracias al famoso Duguesclin o Bertrán Claquin, como le llaman
nuestras historias, hizo construir el primer reloj de pared conocido en
Francia, obra del ingeniero mecánico alemán Enrique de Vic. El rey le dio habitación
en la torre misma del Palacio de Justicia en que debía construirse el reloj y
que es la misma que aún lleva este nombre, y al cabo de poco tiempo, con
universal asombro de los parisienses, la desconocida máquina empezó a dar las
horas, las medias y los cuartos y a apuntar los minutos en el cuadrante,
maravilla que duró unos veinte años.
Sucedió empero una mañana del mes de junio
que el reloj amaneció mudo. Era ya muy entrado el día, el tiempo había caminado
según costumbre y el reloj no daba hora ninguna: el minutero permanecía clavado
en un punto, ¿Qué maleficio había caído sobre la maravillosa máquina? El vulgo
alborotado con aquella novedad agota en sus hablillas todas las conjeturas
imaginables y forma un gran tumulto al pie de la silenciosa torre, cuando
acierta a pasar por allí, gravemente montado en su mula, y dirigiéndose al
Consejo del rey el señor de Orgemont, canciller de Francia. Infórmase el
magnate de la causa que así trae al buen popular de París arremolinado e
inquieto, y noticioso de lo que pasa, manda abrir las puertas de la torre, en
la cual penetra acompañado de su escolta, no sin recelo de alguna emboscada del
demonio. Llegan al cuarto del relojero y lo encuentran muerto, tendido en el
suelo, los ojos inmóviles, vuelta la cara hacia la portentosa máquina, inmóvil
y muerta como él. La llave con que la había dado cuerda el día antes, estaba
todavía entre sus dedos crispados; sin duda que momentos antes de morir había
querido revisar su obra, admirarla, añadirle tal vez alguna nueva mejora. La
vida del artífice y el movimiento del reloj habían cesado en un mismo punto,
como si a ambos los sustentara y dirigiese una misma alma.
Cuando dos siglos después, en 1585, se
sustituyó a la informe máquina del alemán Enrique de Vic otra algo menos imperfecta,
un poeta jurista tuvo la feliz idea de estampar encima de ella este dístico que
todavía se conserva como una saludable lección de justicia, fundada en la
exacta división del tiempo:
Machina quae bis
sex tam juste divitit horas,
Justitiam servare
monet. legesque tueri.
A pocos pasos de esta torre, sobre el muelle,
se halla la llamada de la Conciergerie,
donde todavía se conserva la estancia a que fue trasladada desde la prisión del
Temple, la desgraciada reina María Antonieta.
VII
En los barrios antiguos de París apenas puede
darse un paso sin tropezar con algún sitio consagrado por la memoria de algún
hecho célebre: esta ciudad ha metido siempre tanto ruido en el mundo que su
crónica particular es, algo más o algo menos, conocida de toda persona medianamente
instruida. Los franceses, en fuerza de su actividad y de su fecundidad
inauditas, han logrado que las cosas de su país sean más conocidas en España,
por ejemplo, que las nuestras propias: creo que lo mismo ha de suceder en todos
los países. A sus novelistas debe principalmente la Francia el privilegio de su
asombrosa popularidad en el inundo. Pocos extranjeros habrá en París bastante
ignorantes para pasar por la calle de la Ferronnerie sin buscar en ella el
sitio en que el puñal de Ravaillac traspasó el noble corazón de Enrique IV;
pocos pasarán por delante de la gran fachada del Louvre que mira al río sin
buscar la ventana maldita, fácil de reconocer por su restauración reciente,
desde donde Carlos IX dio la señal de la matanza de los desprevenidos hugonotes
en la horrible noche de San Bartolomé… Así lo cuentan a lo menos. ¿Será verdad
? — ¡averígüelo Vargas!
Pocas veces he pasado por la calle de l’Ancienne-Comédie
sin entrar un momento en el famoso café Procope donde todas las tardes tomaba
Voltaire lo que él llamaba un veneno lento, muy lento, tan lento que hacía
ochenta años, decía, que lo estaba tomando y todavía no había empezado a sentir
sus efectos mortales: aquel veneno era el café. Allí se reunía la flor de los beaux-esprits de su épocB: aquel era el
cuartel general de los enciclopedistas. Majando hacia la calle Dauphine,
cruzando el Puente Nuevo y dirigiéndose al Marais, se encuentra en la calle de
Francs-Bourgeois el palacio en que vivió y murió, envenenada a lo que se cree,
la hermosa Gabriela d'Estrées, el ídolo de Enrique IV y de tantos otros antes y
después de él.
En la plaza Dauphine, el fanatismo, y más aún
la rapacidad de Felipe el Hermoso, levantó la hoguera del gran maestre Santiago
Molay y de sus valerosos templarios.
El nombre de la calle de la Jussienne
(corrupción de l’Égyptienne, la Egipcia o Gitana) recuerda una antigua leyenda
que tal vez inspiro a Víctor Hugo su deliciosa creación de la Esmeralda. La
historia es la misma: trátase de una pobre y linda gitanilla, requerida de
amores por un soldado, por un clérigo y por un miserable contrahecho, en
quienes cualquiera reconocerá al capitan Febo, a Claudio Frollo y al campanero
Quasimodo de Nuestra Señora de París. También la antigua Jussienne iba acompañada
de una cabrita sospechosa, según dice la leyenda, y esta fue la ocasion de su
desastrada muerte. Lo repito, la historia es la misma, pero vivificada en
nuestros días por el genio de Víctor Hugo.
En la calle de Bièvre vivió el Dante,
proscrito de Florencia por los güelfos vencedores. En la iglesia de los
Celestinos estuvo enterrado nuestro ilustre Antonio Pérez: ya su sepulcro no
esta allí ni he podido dar con él. Otro noble recuerdo español despierta el
docto y austero recinto de la Sorbona, y es el de los triunfos escolásticos de
nuestro gran padre Juan de Mariana en las disertaciones públicas de esta célebre
escuela de teología, entonces la primera del mundo. En el cementerio del padre Lachaise
yacían hasta su reciente traslación a España, con los del malogrado Donoso, los
restos mortales de Moratín.
A pocos pasos de la calle del Four
Saint-Honoré se ven todavía los arcos llamados Piliers des Halles (pilares de
los mercados), tan afamados en la historia de París, y detrás de ellos, a pocos
pasos también, se ve la casa en que nació Moliere, fácil de reconocer por la
inscripción y el busto del gran poeta, que la adornan. ¿Qué extranjero culto querrá
dejar a Paris sin ir a saludar con respeto y cariño la cuna del autor del Misántropo? Muy cerca de aquel sitio,
otro objeto de curiosidad atrae necesariamente a todas las personas de gusto, y
es la elegantísima fuente que se alza en medio del mercado do los Inocentes, toda
decorada con preciosos bajorrelieves de Jean Goujon.
VIII
La primorosa iglesia de Saint-Germain l’Auxerrois,
empezada en el siglo XIII y concluida en el XV, verdadera joya de arquitectura
gótica, aunque menos pura que la Sainte-Chapelle, y admirablemente restaurada,
como ésta, de poco tiempo a esta parte; la torre aislada de Saint Jacques-la-Boucherie,
de principios del siglo XVI, y cuya restauración se esta haciendo ahora
cabalmente para que sea uno de los muchos ornatos de la gran calle de Rivoli;
la iglesia de Saint-Étienne du Mont, también del siglo XVI, elegante muestra de
arquitectura ogival, célebre por su precioso jubé, por sus vidrieras de colores, sus pinturas y su sepulcro de
Santa Genoveva; la Casa de la Ciudad (l’Hôtel de Ville), monumento
arquitectónico de gran mérito, y tan lleno de recuerdos que bien puede decirse
que en él esta compendiada la historia de París; la catedral (Notre-Dame) cuya
primera piedra asentó a mediados del siglo XII el papa Alejandro III, y a la
que ha dado una indecible juventud y como una vida nueva el soberano ingenio de
Víctor Hugo; las iglesias del Val de Grâce y de Santa Genoveva con sus
magníficas cúpulas, pintadas aquella por Mignard, ésta por M. Gros; el palacio
del Luxemburgo, residencia primero de María de Médicis y luego de tantos
poderes efímeros, ya cárcel, ya cámara de los pares, hoy Senado..., todos estos
edificios y otros cien que podría citar están poblados, como decía antes, de
recuerdos llenos de interés para el historiador, para el filósofo y, sobre todo,
para el poeta. No creo que haya bajo este punto de vista, otra ciudad más
poética en el mundo, aunque sin duda las hay que lo parecen más, por ser más
pintorescas o por poseer algún especial mérito de situación o clima, como
Granada, Venecia, Nápoles o Sevilla. Ninguna de estas poblaciones, y ninguna
otra del mundo, si se exceptúa a Atenas y a Roma, habla tanto a la imaginación
como París, porque en ninguna han pasado tantas y tan grandes cosas como aquí,
ni se conservan tan bien ni en tanto número testimonios patentes de aquellas
cosas pasadas, Otras ciudades han tenido una época dada en la que han brillado
mucho, eclipsando a las demás: París ha brillado constantemente; por eso
conserva innumerables monumentos de todas las edades, a que va unido algún
recuerdo. Desde el palacio de Cluny, levantado en el siglo XV sobre las minas
del que edificó a principios del IV el emperador Constancio Cloro, hasta la
plaza de la Concordia, donde todavía cree uno ver levantarse, como un
sangriento espectro, el cadalso de la Revolución, París ofrece en su vasto
recinto al observador estudioso, materia para una no interrumpida serie de
meditaciones continuadas al través de los siglos. Cada edificio es un capítulo
del elocuente curso de historia antigua, de la edad media y de la moderna que
la arquitectura ha ido escribiendo aquí con piedras en el suelo más fielmente
que los analistas con letras sobre el papel.