CULTO A MALLARMÉ
I
ACCESO
En l’oeuvre de ma patience
Por octubre de 1909, di término a cierto ensayo “Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane Mallarmé”. Confieso que me lancé muy prematuramente a
cumplir mi compromiso critico con el maestro de Valvins. Ahora entiendo por qué
Juan Pablo señalaba a los adolescentes los peligros de la desmedida
frecuentación con las grandes obras literarias: el principiante convierte en
lirismo lo que en el modelo es cosa construida con larga reflexión, y hace una
mera imitación externa de lo que el genio conquistó como resultado de un
crecimiento interior, de un cultivo cuidadoso y de esfuerzos muchas veces
ascéticos. Sino que también me asustaría el extremo contrario: Goethe
recomienda que los jóvenes guarden para más allá los planes sublimes, para la
hora de la madurez técnica en que hay una relativa seguridad de no malograrlos.
Pero a Goethe le acontecía, ya viejo, embalsamar tal o cual cadáver de su
juventud entre las rigideces de la hora senil. ¡Cómo acertar con el instante oportuno,
y menos en la fugacidad de la vida contemporánea, tan impropicia al reposo de
la perfección!
Como quiera, libro escrito es agua volcada; y no veo la utilidad de
volver sobre los argumentos de mi antiguo ensayo para reescribirlos en una
lengua más sencilla y despojarlos y ordenarlos mejor, ahora que la crítica
francesa ha limpiado ya del todo el terreno y no hay quien ignore a Mallarmé. Tras
la aventura o zambullida ideológica de los dieciocho años, salimos a flote con
nuestro enigma descifrado ya en lo esencial. Y entonces viene el paladeo
gustoso que sucede a toda crisis de legítimo amor. Entonces, vencidos ya el
rubor y el dolor, viene el disfrute lento y profundo; que, como se dice en La tía fingida, “a veces es más sabroso
el rebusco que el esquilmo principal”. Cada instante entrega, sin sobresaltos ya,
su secreto. Cada nueva lectura trae consigo otra pequeña enseñanza, o siquiera
otra curiosidad. Acabó la obra de la crítica: comienza la minuciosa tarea del
culto. Y de aquí estos apuntes de coleccionista, estas páginas para los ya
iniciados, donde simplemente se procura juntar lo que ellos conocen ya en
desorden. El presente libro fue concebido como una compañía para los asiduos de
Mallarmé, y especialmente para los de lengua española.
Si alguna vez, sin embargo, el afán exegético vuelve a hacer de las
suyas y nos compromete en nuevas interpretaciones será, de seguro, porque no se
aborda a Mallarmé sin riesgo, y porque sería necesario adoptar una actitud de
timidez casi heroica para conformarse con acariciar sus libros por fuera.
Acercarse a Mallarmé es lo mismo que filosofar. ¡Quién resistiría la tentación!
Ved este expresivo resumen de Raynaud:
André Thérive descubre la influencia de Mallarmé en los contemporáneos. Albert
Thibaudet le consagra un importante estudio. Paul Souday, que no acostumbra
perderse entre las nubes, responde tranquilamente a los que temen haber sido
mixtificados: “Sí, es lícito, se puede admirar a Mallarmé”. Y ahora mismo
(1920), Poizat, tan cuerdo y discreto, y a quien no tientan las aventuras, escribe
así en su Historia del simbolismo: “Ningún poeta ha merecido como Mallarmé el
título de maestro”. Un día, Albert Mockel exclama: “Mallarmé es un héroe” (Le Journal, 19 de septiembre de 1898); y
al instante Paul Adam extrema: “Mallarmé fue más que eso, fue un santo”. Tuvo
el culto del pensamiento al punto de “sacrificarle toda felicidad”. Édouard
Dujardin lo pone entre los profetas, y cree ver en Mallarmé el destello de las
llamas de Ezequiel. Joachim Gasquet lo compara a Prometeo…Y el mallarmismo pasa
de doctrina literaria a religión, como lo presagiaba Gustave Kahn desde los
comienzos.
Si esto es la posteridad, no fue menor la eficacia actual del maestro
sobre las generaciones que se formaban a sus ojos. Dice André Gide:
Renan, Leconte de Lisie y Banville, muertos; Rimbaud, desaparecido; Verlaine,
huraño e inasible; la conversación de Heredia, toda verba, nutría poco;
Sully-Prudhomme andaba por caminos errados; cierta infatuación despectiva
impedía apreciar las verdaderas cualidades poéticas de Moréas; Régnier,
Griffin, nacían apenas… ¿A quién acercarnos? ¿A quién admirar, dioses
poderosos?... A la edad en que se tiene necesidad de admirar, solo Mallarmé
motivaba una admiración legitima. ¿Cómo evitar que tal admiración fuese
apasionada y violenta?
Y si del orden puramente intelectual bajamos —o subimos— a otros órdenes
del valor humano, encontraremos la razón del culto a Mallarmé en cierta
infalibilidad general que lo va sacando airoso de todas las pruebas. Lo veremos
en la prueba de su vida humilde y orgullosa, consagrada siempre a lo mejor de
sí mismo y capaz de todos los silencios y sacrificios. Lo veremos en la prueba
poética de su amistad con Frangois Coppée o con Catulle Mendès, que tenían
éxito inmediato y le eran tan diferentes; en la prueba crítica de su amistad
con Émile Zola, antípoda suyo a quien no le costaba ningún trabajo admirar; en
la prueba moral de su Amistad con Verlaine, en quien veneraba al ángel una y
otra vez caído en demonio; en su caridad para Villiers de l’Isle Adam, cuya pobre
vida y triste muerte alivió todo lo que pudo; en el choque ético-estético ante
el meteoro Arthur Rimbaud, sobre el cual nos ha dejado una página reverente,
diga lo que quiera Paul Claudel; y hasta en los nimios cuidados de la cortesía o
el consuelo al amigo, según testimonio de cuantos compartieron la bendición de
su trato. Su incalculable bondad está en armonía con su probidad poética. Tiene
esta medalla de hombre dos caras congruentes: maestro en la resignación por el
lado humano, es maestro en el implacable anhelo de depuración por el lado
artístico. A algunos legó sus disciplinas poéticas; pero Platón podría
demostrarnos que ellas eran meros reflejos de su otra gran virtud: la Virtud.
Mi personal afición por Mallarmé en manera alguna quiere juntar sectarios, ni siquiera fundar programas de estética o lanzar manifiestos de arte; puesto que, amén de bastarse ella a sí misma, ha comenzado a volverse ya melancólica y soledosa, bien como lo que está alejándose y empieza a decirnos adiós. A los antiguos amores suceden deberes más apremiantes. Pero, prescindiendo de las anteriores consideraciones, más o menos históricas o más o menos sentimentales, hay un motivo que casi me atrevo a llamar práctico —tan trabado lo hallo en las diarias bregas del pensamiento poético— para no pasar de largo junto a Mallarmé, para no privarnos de una que otra meditación estética cuando nos acercamos a su obra, aunque sea con la mirada neutra del coleccionista o del erudito: Mallarmé, en nuestro tiempo, viene a ser el primer capítulo de toda investigación sobre la poesía. Remy de Gourmont lo señala y dice:
Per me si va tra la perduta gente.
Por esta puerta se llega a la poesía. No se puede volver a él sin caer
en divagaciones y preguntas respecto a la trágica postura que el poeta adopta
ante o contra el mundo. No importa que el sueño haya sido superior al intento
de realización. Y disimularlo sería torpe, ante la sinceridad del que alguna
vez llegó a decir: “¿Mi poesía? Es un callejón sin salida” (G. le Cardonnel, Mercure de France, 1° de junio de 1921,
p. 515). Lo que importa es la pureza ejemplar de la intención. Si cuantos lo
frecuentaban en vida sentían que volaba muy por encima de los demás poetas de
entonces, cuantos hoy abren con aplicación sus pocos libros —¡y figuraos que
sus libros sólo son un tartamudeo que evoca, de lejos, sus conversaciones!—
comprenden que nunca se planteó más nítidamente el dilema, la amenaza de la
poesía: ¡O la belleza o la vida! Supremo arrojo y también supremo candor. Ocurre
pensar, con Gourmont, en la Andrómeda que se retuerce, atada, sintiendo el
aliento del monstruo cercano e inevitable. Ocurre pensar en el gallardo rey de
los cuentos, que sale a pasear desnudo, satisfecho con sus vestiduras invisibles.
¡Qué estatua de cristal la belleza! Y para salir a cuestas con ella ¡qué calle
de tropiezos la vida! Parece que estuviera escrito: la belleza a cambio de la
vida.
Siempre me ha gustado, ya que escribo de prisa, concentrar después mis trabajos a lo largo de varios años. Así me sucede publicar ensayos o poemas que, buenos o malos, son verdadero vino viejo, de siete y aun de nueve cónsules. Y todavía no me resuelvo a decir una palabra en público sobre las cosas que más interesan a mi vida. Esta costumbre no deja de tener sus peligros. Ya es aquél que se me adelanta con una tesis o un libro sobre Góngora; ya es el otro que, sin saberlo él mismo, casi me arrebata de las manos un relato sobre las andanzas de Humboldt en América; o el de más allá que realiza mi sueño, publicando una monografía deliciosa sobre los caballos de la Conquista. En tanto que yo preparaba estas notas —de que ya leí las primicias hace algunos años, en Buenos Aires, “Amigos del Arte”, 13 de octubre de 1929— aparece el excelente libro de Hubert Fabureau sobre Mallarmé, libro que me apresuro a recomendar y que de una vez economiza muchas lecturas, compendiando en poco espacio la sustancia destilada de todas las últimas investigaciones. Aunque Fabureau sigue método diferente del mío, como se inspira en las mismas fuentes para todas las reconstrucciones biográficas y aun anécdotas ilustrativas, conversaciones de la época, etcétera, no puede menos de ofrecer, respecto a mi trabajo, inquietantes semejanzas, coincidencias y paralelismos que llegan a extremos de literalidad textual. Dudé si, en vista de tales razones debería yo sacrificar mi labor de tanto tiempo, echando al cesto todo lo que ya consta en Fabureau. Después, pensándolo mejor, he considerado que basta con declarar aquí la prioridad “ editorial” de Fabureau en todos aquellos aspectos objetivos del tema que, al cabo, no era posible presentar de modo diferente a menos de hacer una falsificación o de caer en alambicamientos inútiles. Y dejo aquí esta constancia, para los que crean en mi probidad y mi buena fe. Que siempre, aunque recorramos igual camino, cada vez vamos a separarnos más, sin saber cómo ni cuándo; y así, entre los dos, habremos dado cuenta y razón más cabal del mismo itinerario, rodeándolo por distintos ángulos.
II
ITINERARIO DE MALLARMÉ
Tel qu’en lui-même enfin l’éternité le change
Empecemos con precisiones y fechas, para luego divagar más a gusto,
haciendo cortes transversales por el río de esta existencia.
Nació en París, el 18 de marzo de 1842, en una casa de la calle que más
tarde vino a llamarse Pasaje Laferrière. Su familia era de origen borgoñonés,
lorenos y lejanamente holandeses. Era descendiente de un Síndico de la
Corporación de Libreros en el antiguo régimen: aquel que, bajo Luis XVI, firma
el privilegio real para la primera edición francesa del Vatheck. Fue su abuelo cierto Comisario de la Convención que
condenó a las llamadas “vírgenes de Verdun” . Entre éstas se encontraba la
novia de cierto fugitivo que, oculto en Nápoles, resulta ser el abuelo del
pintor Degas. Paul Valéry, con una sonrisa, asegura que el pintor nunca perdonó
al poeta este agravio retrospectivo. Sus antecesores fueron, desde la
Revolución, funcionarios del Registro. Entre ellos anda un poeta ligero, que
figura en el Almanach des Muses y en las
Étrennes pour Dames, abolengo que el
autor de los “versos de circunstancias” y de los “ocios postales”, redactor
además de una revista de modas, no tendría por qué desconocer. De niño, solía
también encontrar a un su pariente lejano, M. Magnien, autor de un libro
romántico llamado: Ange ou Démon.
Su madre murió al volver de un viaje a Italia, no sé si cuando el niño
tenía cinco o siete años, porque hay confusión en las fechas. En uno de sus
primeros recuerdos, Mallarmé se ve en el salón donde su abuela recibió las
visitas de condolencia. Confuso ante su incapacidad para sentirse emocionado (algo
semejante sucedió a San Agustín, ya hombre, a la muerte de Santa Mónica), y no
sabiendo qué hacer con la compasión que lo rodea, el niño opta por tenderse en
el suelo y ponerse a rodar, agitando sus largos rizos.
El padre se casó después en segundas nupcias. En adelante, el niño
tendrá que formarse al calor de otra maternidad todavía más tenue y más blanda:
la maternidad de la abuela. No es éste un hecho indiferente.
Comenzó en Auteuil sus estudios, y los acabó, pasando por otros
institutos, en el Liceo de Sens, ciudad donde todavía habitaba su suegra por
julio de 1866. A los doce años, su alma está ocupada por dos anhelos secretos:
primero, llegar a ser obispo, y segundo, emular la gloria de Béranger, a quien conocía
de lejos. Mezclados y desarrollados diversamente, estos instintos se
conservarán hasta el fin: nunca abandonará Mallarmé el sentido eclesiástico,
ceremonial, cósmico de la poesía, y siempre entenderá, a su manera y sin
halagar gustos vulgares, que la obra debe ir al pueblo. Sus dos confusos apetitos
infantiles nos dan el embrión de su persona. En cuanto a emular a Béranger, no
era cosa fácil por lo pronto. El niño llenaba cuadernitos de versos, cuadernitos
que a veces le eran confiscados por la autoridad de sus mayores; pues, como lo
dijo su maestro Baudelaire y él mismo lo dirá más tarde, la aparición de un
poeta es siempre un escándalo en la familia.
La pensión en que Mallarmé pasó algunos años de su infancia, según
referencias suyas de que Régnier tomó exacta nota, y los hermanos Goncourt
noticia inexacta, era de lo más aristocrático. Una tía solterona que nunca
falta, y que por haber vivido con una parienta de la Roche-Aymon quedó tocada de
manía de nobleza, lo había hecho internar en aquella pensión muy superior a su
estado. De tiempo en tiempo iba a saludarlo, sin duda para mejor disfrutar de
su ocurrencia. El niño se sentía humillado entre tanto Talleyrand-Périgord y
Clermont-Tonnerre. Y como su padre tenía en Passy una pequeña propiedad llamada
Boulainvilliers —para defenderse de los malos tratos y burlas que alguna vez le
acarreó, entre sus compañeros, la modestia de su nombre— decidió darse por
marqués de Boulainvilliers. Cuando la familia venía a visitar a algún muchacho,
el bedel gritaba el nombre con un portavoz, desde el jardín. Al oír el grito: “
¡Marqués de Boulainvilliers, Mallarmé dejaba pasar un rato, para crear cierta
confusión en la mente de su tía y que no le descubriera el fraude. La tía
siempre hacía tertulia en la sala de la pensión, y se alargaba horas enteras
recordando sus muchas y antiguas relaciones con la gente de alto copete.
Entre los doce y los dieciséis, pasa por una época que alguien ha
llamado su retiro de Port-Royal. Y a los diecisiete sale de este tránsito, para
comprar las poesías completas de Gautier, recién publicadas. A los diecinueve,
lucha, y triunfa al fin, para que lo dejen adquirir un libro peligroso —Las flores del mal—, que encuaderna en
un volumen junto con los poemas prohibidos. Esto acontecía por 1861. Pero no
olvidemos que, según descubrimientos recientes, “antes del periodo baudelairiano
representado en sus poemas del primer Parnaso, Mallarmé atravesó su obligatoria
fase huguiana”, como acaba de decir Thibaudet. Este período huguiano pertenece a
la prehistoria poética de Mallarmé, y sólo nos quedan de él dos poemitas de
escaso valor.
Años más tarde, sobrevendrá el único encuentro entre Baudelaire y
Mallarmé. Lo cuenta Raynaud, oficial de policía con letras, quien lo tenía del
propio Mallarmé: Era en la calle de Amsterdam. Baudelaire llevaba una carta al
correo, y la balanceaba en la punta de los dedos como una elegante de otros
tiempos hubiera llevado una flor, o como llevan los guantes los personajes
principescos de los viejos retratos. Por este solo rasgo, la adoración del
joven Mallarmé adivinó al que tanto había de influir en su formación de poeta.
Baudelaire era, en efecto, el único capaz de afrontar públicamente el ridículo
con ademanes tan preciosos. El joven se descubrió, se detuvo, quiso decir algo,
y sólo acertó con esta frase anodina:
—Buenos días, maestro. ¿Cómo está usted?
—Regular, gracias. ¿Y usted? —le contestó maquinalmente Baudelaire,
mientras continuaba su camino. Y no hubo más. Fue como una siembra instantánea.
La breve escena es fecunda en el recuerdo, como el paso de Shelley en la Memorabilia, de Browning:
Ah! Did you once see Shelley
plain
And did he stop and speak to
you,
And did you speak to him
again?
How strange it seems — and
new!
El Marqués de Boulainvilliers se preocupó siempre por redondear su
nombre. He leído en Edmund Gosse que Mallarmé recibió en la pila el nombre de
Étienne, e hizo después con él lo mismo que hizo con todas las palabras: subió
por la escala de la dignidad léxica, y arriba se encontró con otro nombre
mejor, que es Stéphane.
Lo mismo podríamos aceptar que, entre Étienne y Stéphane, hubo todavía
estados intermediarios. Alguna vez, desaparece del todo el nombre de pila. En
su libro Les Mots Anglais, el autor
se anuncia simplemente como Mr. Mallarmé, a menos que reservara el nombre
completo para obras de plena temperatura literaria. En La Demière Mode, revista para señoras que redactó algún tiempo, se
disimula bajo el seudónimo “Marasquin”, sin contar con los disfraces menores: Marguerite
de Ponty, sección de modas; Miss Satin, gaceta mundana; Ix, crónica de París,
etcétera. —Algún tiempo, le dio por escribir su nombre despojado de la “ ph” etimológica:
“Stéfane”.
La Revue Fantaisiste, de Catulle Mendés, rué de Douai, le da sus primeras amistades
literarias: Coppée, Verlaine, Heredia, Dierx. Allí conoce también, y lo
admirará para siempre, a Villiers de l’Isle-Adam. Su imagen de gentilhombre a
la Luis XIII, envuelto en pieles y adornado de cabellos rubios, queda para él
asociada a la palabra “infinito” que le oyó pronunciar un día con singular
dignidad. Es la época de sus travesuras poéticas con Emmanuel des Essarts; es
la época en que, en el Journal des
Baigneurs que Coligny publicaba en Dieppe, colabora para erigir en gloria
nacional al pobre loco de versos Séraphin Pellican o “Eliacim Jourdain”,
mediante una maniobra semejante a la que emplearon Jules Romains y su grupo, en
nuestros días, para dar una hora de popularidad en París al filósofo extravagante
que hace descender al hombre de la rana.
Tiene veinte años. Muy pronto se casa con María, una joven renana de
ascendencia británica, tal vez vecina de Sens. Decide irse a Londres para
perfeccionarse en la lengua inglesa y aspirar al diploma universitario. Junto
al brumoso Támesis, la pareja tiene que sufrir la mayor penuria. Mallarmé da clases
de francés para sustentar su vida y sus estudios. ¿Qué amigos los acompañaban,
los confortaban? Tal vez aquel gato flaco y negro que asoma por los rincones del
poema en prosa La pipa; pero, como él
decía, el gato es “un compañero místico, un espíritu” . Algunos afirman que el
poeta nunca se recobrará del todo, después de la dura prueba londinense. Esta
inmensa deuda de escasez y de frío, habrá de pagarla poco a poco al paso de su
vida. Baudelaire lo había empujado hacia Poe, y Poe lo había llevado a
Inglaterra. Así lo asegura él en su carta autobiográfica a Paul Verlaine. Pero también
nos deja entender que su viaje a Londres era una fuga. Y en verdad que huía, huía
del voto de funcionario del Registro Público a que, siguiendo la rutina y la
herencia, su familia lo tenía prometido.
Regresa a los dos años, y es nombrado profesor de inglés en el Liceo de
Tournon. Allí vivirá otros cuatro años (1863-1866) y allí concebirá las grandes
líneas de su obra poética. Todo el primer año, ocupa una triste casa en que
nace su hija Genoveva. La casa puede ser melancólica, pero él le debe algunas “
deliciosas horas terrestres”. Nosotros le debemos el Don, la Brisa, el primer
rasguño del Fauno y la Herodiada… Allí tuvo el consuelo de
encontrarse un día con su pipa olvidada, su fiel pipa de Londres, aquella de
las Divagaciones, que tenía el poder
de resucitar todo un ambiente. Después, se muda al número 2 de la Avenue du Château,
y comienza a ser más feliz. Mientras escribe, tiene junto a sí “una amante adorable
y blanca, llamada Nieves (Neige)”: una linda angora que todo el día lo besa con
su hociquito de rosa y, paseando sobre su mesa, borra los versos con la cola
esponjada. El cuarto es sombrío. Mírase un gran cofre, unas sillas Enrique III
con cuero cordobés y tapicería Luis XIII, un moderno reloj de pesas, un lecho
con sobrecama de encaje y, entre las imágenes de unos cuantos amigos seguros,
el “pendón” de Victor Hugo (“Pendón”, en la lengua local, vale: retrato
colgante). Desde la casa, enclavada en la fortaleza del norte, ve venir el
Ródano, “lento y firme como un fondo de lago”, y una mañana de niebla, asiste
al advenimiento del otoño. “No el otoño de hojas coloradas y amarillas, sino el
brumoso, el de las aguas melancólicas.”1
Sus modestos honorarios alcanzaban entonces a 1.800 francos anuales,
incluyendo el sueldo y una remuneración extraordinaria. Más tarde, en Besançon,
sólo ganará 1.700; pero ya en 1868, juntará una anualidad de 2.200 cabales.
En Tournon, escribe a Aubanel quejándose de que “los miserables que lo
pagan” le roben las mejores horas del día y, sobre todo, lo desposean de las
mañanas, puesto que a las siete tiene que estar preparado para su primera
clase. Además, se ve obligado a trabajar por la noche, intoxicándose con café.
Sin duda el poeta prefería, como Góngora,
las purpúreas horas
que es rosas la Alba y
rosicler el día,
las horas en que, según los latinos, la Musa habla con mayor libertad.
Sin embargo, a esos miserables del Liceo tenemos que agradecer el Don del poema. La noche de Idumea
—explica con razón Gabriel Faure— no es más que una noche de Tournon, una noche
de desolación y fatiga.
A fines de 1865, Mallarmé hace un viaje a Versalles, donde muere su
abuelo, y luego regresa a Tournon. En París ha sido bien recibido. Mendès y
Villiers de l’Isle-Adam lo acompañan. El propio Leconte de Lisie presidirá una
fiesta en su honor. Un periódico le ofrece publicar sus versos y luego hacer de
ellos una tirada aparte. Aparecen poemas suyos en L’Artiste y en el Parnasse contemporain. Entretanto, desde
Tournon se ha relacionado con los felibres, por medio de Emmanuel des Essarts
que es profesor en el Liceo de Avignon.
El hecho más importante de su vida en Tournon —hecho interior del todo—
será expuesto en otro capítulo. Mallarmé se enfrentará allí, para siempre y
definitivamente, con su gran quimera poética, monstruo voraz y dominante.
Un día, el “Provisor” decide suprimir el puesto de Mallarmé en Tournon.
El poeta teme ser enviado a Rhodez-en-Alby y, considerando inexpugnable la
plaza de Avignon, que es la que más le tienta, solicita su traslado a Sens,
donde él había hecho sus primeros estudios y donde a la sazón moraba su suegra
(Carta a Aubanel, 18 de julio de 1866). Pero al fin es trasladado a Besançon.
El Don del poema, que primero
quiso llamarse Día y luego Poema nocturno, no sólo conserva un
recuerdo de las angustiosas noches de Tournon, sino que conserva también,
transfiguradas, las emociones ante la aparición de Genoveva.
De Avignon, Mallarmé había traído unos bengalís cuyo canto llenaba la
casa de alegría. Su mujer esperaba de un momento a otro el nacimiento de
Genoveva. “Ya comprenderás —dice una carta a Aubanel— nuestra felicidad en
familia, o en animalia si prefieres”.
Nace Genoveva. Sus gritos interrumpen el trabajo de Mallarmé, “haciendo
huir a Herodiada, la de los fríos
cabellos de oro, la del pesado manto, la estéril”. Con todo, la niña demuestra
ser muy inteligente: “Se echa a llorar cada vez que pronuncio el nombre de
Legouvé, se retuerce de risa cuando gesticulo como Emmanuel des Essarts, y
sonríe cuando le hablo de ti”.
Mallarmé tardó un poco en descubrir el verdadero sentimiento paterno: el
hecho había llegado a la tierra antes que llegara su molde espiritual. “Me
hallo demasiado joven para experimentar el sentimiento de la paternidad, el
orgullo de creador que tú sientes, y por el cual te felicito” —escribe a Aubanel,
quien, en efecto, le llevaba trece años.
En Brisa marina, confiesa que nada podría detener su ímpetu de fuga:
Et ni la jeune femme allaitant son enfant,
alusión que no puede ser más directa. Y en otra carta declara que ama en
Genoveva “a la criatura o querubín desprendido de los fondos azules de Murillo,
mucho más que a su hija habida en María”. Poco a poco, el grande y terreno amor
natural se fue abriendo paso, y ella supo corresponderlo con una piedad que
queda oculta entre muchas páginas de Mallarmé, páginas por ella coleccionadas
cuidadosamente a lo largo de varios años. Más tarde, Genoveva viene a ser Mme
Bonniot, y muere el 26 de mayo de 1919, cuando, con ayuda de su esposo el
doctor, había dado ya fin a la recopilación de los Vers de Circonstance. “¡Por fortuna —decía sintiéndose morir— hemos
tenido tiempo de acabar el libro!” El doctor Bonniot fallece a su vez el año de
1930.
En otra parte, consagro a Genoveva un capítulo de mayor paciencia. Hada
de los grogs de medianoche, oficia entre la nube de tabaco de la rue de Rome, y
en ella aparece y desaparece. Ella inspirará a su padre aquel Abanico que —al decir de Valéry— sería
la obra maestra de Mallarmé, si fuera posible preferir alguna a las demás (Petit recueil de paroles de circonstance,
París, Plaisir de Bibliophile, 1926).
En noviembre de 1866 el profesor Mallarmé llega a Besançon, en cuyo
Liceo trabaja un año. Sobre su vida en este verdadero destierro, nos informa la
larga carta que, en 5 de diciembre, dirigió a François Coppée para agradecerle
el Reliquaire. “Besançon, antigua
ciudad de guerra y de religión, sombría y prisionera” le hace sentir con
crueldad el agobio de la provincia. Los clamores de las trompetas lo agitan e
interrumpen el brote de una “vieja lágrima” en sus ojos. Moverse es siempre,
para él, un dolor; tener que instalarse, una desgracia. Y luego ¡tantas visitas
obligadas, para aplacar la mal disimulada desconfianza con que los señores del
Liceo lo reciben! Porque, bueno es saberlo, su salida de Tournon no fue del
todo pacífica. Y, para colmo, a estas horas todavía no puede disponer sino de
medio departamento, ¡él que tiene tanta necesidad de sentirse a gusto en su
interior, “abombando las vidrieras bajo la presión de sus sueños, como los
cajones de un rico mueble lleno de piedras preciosas”, y viendo cómo las
cortinas se pliegan conforme a líneas ya familiares! El espejo de su silencio
se ha roto. Habrá que dejar tiempo al tiempo, para que su soledad se recomponga.
Habrá que hacer unos cuantos versos, como quien quema perfumes en la cazoleta,
antes de poder escribir una verdadera carta en forma a los amigos.
Por suerte, logra al fin su traslado a Avignon, donde lo esperaba la
compañía de Aubanel y Mistral. Ahora vive en el número 8 del Portal Mathéron,
“una casita rosa, metida entre árboles —dice Catulle Mendès. Y hacia enero de
1870, sintiéndose aquejado de un mal nervioso, obtiene licencia por enfermedad,
con un salario reducido de 400 francos anuales.
Así no era posible vivir. El 30 de julio escribe a su amigo Mistral
—amigo de confianza con quien ya se tutea— que le obtenga el valimiento de
Saint-René Taillandier, el profesor de Montpellier, amigo de los felibres, pues
necesita no menos de mil francos al año para el sostenimiento de su familia. El
sueño de vivir en París se columbra cada vez más lejano.
Figurémonos esta amistad entre el brumoso Mallarmé y el solar maestro
felibre. Mistral gozaba en la luz con éxtasis de lagarto en asueto, mientras el
misterioso y dulce Stéphane clamaba contra el azul del cielo. Y cada uno
entendía el estilo del otro. Cuando sobreviene la República, Mallarmé, entre zumbón
y serio, hubiera querido que Mistral la anunciara al pueblo de Provenza, desde
los balcones del Ayuntamiento de Avignon.
De tiempo en tiempo, han venido a verlo algunos amigos de París: ya es
Glastigny, “rostro pálido y mal afeitado, talle seco y largo y pies estorbosos;
ya es Cazalis que, según cuenta Mallarmé a Mistral, se figura que el castillo
papal pertenece a los felibres y que éstos andan por la calle arrastrando mantos
de seda y con la lira en las manos; ya es François Coppée, enfermo después del
éxito de su Passant, que ha ido a
hacer una cura a Amélie-les-Bains y, al regreso, se asoma por Avignon”
(Fabureau).
Pero, sobre todo, tiene importancia la aparición de Catulle Mendès y de
Villiers de l’Isle-Adam en Provenza, en el verano de 1870. Mallarmé tuvo la
idea de leerles algunos fragmentos del Igitur.
Uno de ellos resistió la prueba (¿necesito nombrarlo?) y el otro salió
desconcertado y, en adelante, consideró siempre a Mallarmé con vaga
desconfianza… Era la primera vez que el poeta sometía sus intentos hacia la “obra
soñada”, la que había de ser por excelencia la obra de su vida, al juicio de
sus compañeros de letras.
En abril de 1871, logra al fin su empeño de ir a París, como profesor
delegado en el Liceo Fontanes, hoy Condorcet. El historiador Seignobos asegura
que fue su padre quien obtuvo el traslado de Mallarmé a París. Allí, ocupará
sucesivamente diversas casas: 29, rue de Moscou, hasta 1875; al año siguiente, 87
rue de Rome; pero, en diciembre de 1877, sus cartas llevan como dirección el 89
de la misma calle, número que, en uno de sus “ocios postales”, él mismo da para
Mesdames Mallarmé, su esposa y su hija. Sin embargo, el testimonio definitivo de
la época lo hace vivir en el número 49 de la rue de Rome. Acaso se trate de
meros cambios en la numeración.
Comienzan a desarrollarse sus relaciones literarias. Uno de sus primeros
amigos es Manet. Un día tiene acceso a la mesa de Víctor Hugo, quien lo recibe
paternalmente y le llama “joven impresionista”. Durante la comida, Víctor Hugo no
parece acordarse de que es poeta. Hacia los postres, dice:
—Sólo hay una cosa en que los demás poetas no me igualan, y es ésta.
Y escogiendo la manzana más gorda, la engulló de un bocado con una
facilidad de gigante. (Léon Daudet, que en la infancia frecuentó tanto al viejo
maestro romántico, recuerda estos gestos titánicos con algo de espanto infantil.
Los ve como los hubiera visto Goya, autor del “Saturno devorando a sus hijos .
Pero hay un profundo gozo en su espanto, porque el cristal de aumento de Daudet
está tallado en la fábrica rabelaisiana.)
Hacia 1874, economizando como un santo, Mallarmé se las arregló para
arrendar una casita de campo en Valvins, junto al Sena y sus islotes de cañas,
frente al bosque de Fontainebleau. La tentación del río era mucha, y acabó
comprando una canoa, que más tarde sustituirá por una barquita de vela. Allí,
cruzada la reja y pasado el jardinillo, lo encontramos en un gabinete de
trabajo que hace también de comedor y está lleno de japonerías. Hay un reloj
que anda atrasado: el viejo reloj que figura en el Calosfrío de invierno.
De tiempo atrás, se venía aficionando a la región de Fontainebleau, y la
frecuentaba “desde hacía cinco años” (Carta a Zola, no sé si de 1875 o 1876).
Sin miedo al efectismo puede decirse que cambió el Parnaso por Fontainebleau,
pues fue precisamente en 1875 cuando rompió en buenhora con el grupo de los
parnasianos, aunque se asegura que los tratos andaban mal desde los días de
Avignon. Entre las notas que sirvieron para preparar la recopilación del Parnasse Contemporain, 1875, notas de
mano de Anatole France, de Banville, de Coppée, hay ésta que Jean Royère ha
reproducido recientemente en Le Manuscrit
Autographe: “Mallarmé: Non, on se moquerait de nous”. Cuando rechazaron su Après-Midi d’un Faune, Mallarmé,
sonriendo, decía: “Le morceau fut refusé avec un grand ensamble”.
Mallarmé se consolaría fácilmente en su retiro de Valvins, yendo a la
estación a recibir a sus huéspedes en un cochecillo ligero que todos conocían;
o mejor aún, partiendo en el esquife a la cosecha del nenúfar hueco, caricia
blanca que sólo envuelve un sueño de fuga. La vela se hincha de versos, redonda
estrofa dorada al sol poniente. Desde allí lanzará el poeta su grito a los
“amigos diversos” : “Solitude, récif, étoile”…
Paul, en la intimidad Tol, el único hijo varón de Mallarmé, fallece en
1879. Robert de Montesquiou, que se había aficionado al niño, da sobre él las
más singulares noticias. Parece que había heredado del poeta cierta expresión
faunesca, pero tal expresión que era momentánea en el padre, en el hijo era permanente.
Aquejado de hipertrofia en el corazón, acabó por hacer toda su breve vida en la
cama, donde se divertía en atrapar moscas que iba clavando con alfileres en el
muro de la cabecera. Un día, la pobre criatura horrorizó a su padre, porque se
le ocurrió colgar junto a sus víctimas un letrero que decía: “Condenados a
muerte”, alusión a su inmediato y cierto destino. El aberrante Montesquieu,
triste prefiguración del Barón de Charlus a quien muchos yerros le serán
perdonados por este momento de ternura y de caridad, le había obsequiado un
precioso “pájaro de las islas”, todo turquesa y esmeralda. “Follaje anticipado”,
le llama Mallarmé en sus cartas. El loro recibió el nombre de Semíramis, “por
los jardines y 36 piedras de que lleva en sí los reflejos”. El niño, sólo de
verlo, parecía revivir. Y el padre pensaba en la “secreta influencia de la
piedra preciosa, flechada sin cesar desde la jaula hacia el niño”. En Valvins,
el loro, “cuyo vientre de aurora —continúan las cartas de Mallarmé a
Montesquiou— parece inflamarse con todo un oriente de especias, contempla en
este instante, con un ojo, el bosque y la camita infantil, y con el otro
contempla el deseo siempre estorbado que embarga el alma de su amito, el deseo
de pasear por el campo”. Y después: “Mi enfermito le sonríe a usted desde la cama,
y parece una flor blanca que se encomienda al sol ya traspuesto”. El enfermito
realizó al fin su deseo de evasión, siempre estorbado. Un día, de vuelta en
París, “se fue dulcemente y sin saberlo”. Muy de cerca lo siguió Semíramis.
Huysmans publica À Rebours en
1880, libro en que por primera vez se habla de Mallarmé en términos dignos.
Privilegio, hasta entonces, de un pequeño círculo de iniciados, el poeta se ve
lanzado entre el gran público, y comienza la edad de oro de los Martes de
Mallarmé. La influencia de estas reuniones es imborrable en la literatura. En
el sentir de la época estaba el llevar las adoraciones artísticas hasta un
calor de religión. Si para los wagnerianos la misa del Parsifal casi pasaba por sacramento auténtico, la comunión en los
Martes de la calle de Roma también era un modo de oficio sacro para los poetas
de la pléyade simbolista. El 14 de julio de 1883, el profesor es nombrado
“Officier d’Académie”.
El nombre de Wagner no se ha evocado aquí al azar. Édouard Dujardin,
respondiendo a una necesidad del tiempo, comienza a publicar por 1885 su Revue Wagnerienne, y no sólo influye
sobre Mallarmé comunicándole la afición a la música en general, y especialmente
a la música wagneriana (gracias a él, Mallarmé, que antes llegó a mostrarse
hasta indiferente para la música 2, se convertirá en un asiduo de los
Conciertos Lamoureux), sino que le comunica asimismo el interés por los
idealistas alemanes, Fichte, Schelling, Hegel, que la revista comentaba y
traducía con frecuencia. En ese célebre año —según el testimonio de una crónica
de Paul Bourde publicada el 6 de agosto en Le
Temps y citada por Remy de Gourmont— los periódicos se dan cuenta de que existe
ya el Simbolismo, movimiento que había comenzado hacía unos veinte años.
Crece la popularidad de la persona, compatible con la impopularidad de
la obra, siempre arcana. En 1892, Mallarmé es nombrado miembro del Comité para
el monumento a Bainville en los jardines del Luxemburgo. ¡Casi un cargo
municipal! Al año siguiente, gracias a la mediación amistosa de Coppée ante el
rector Gréard, Mallarmé obtiene una licencia seguida de un retiro. Y vienen los
seis ricos y nutridos años de ocio con letras, que lo han de llevar hasta la
muerte como por una senda de terciopelo. Cuando, en 1898, muere Paul Verlaine
—que cuatro años antes, en sus Poetas
malditos, había hecho tanto, a su vez, para difundir la fama de Mallarmé— éste
lo sustituye en el título de Príncipe de los Poetas de Francia. Acierto
electoral debido tan sólo a la casualidad, si se tienen en cuenta las
abstenciones de última hora a que Gourmont se refiere. En el plebiscito de La Plume, los votos se distribuyeron
así:
Mallarmé...................................................................................
27
Moréas
......................................................................................19
Sully
Prudhomme.......................................................................
12
H. de Régnier
.............................................................................11
Dierx
.......................................................................................... 9
Heredia ......................................................................................
9
Richepin......................................................................................7
Rétté
..........................................................................................
6
Viélé-Griffin................................................................................6
L. Tailhade
.................................................................................
6
Rodenbach
.................................................................................
5
Mistral
.......................................................................................
4
A.
France.................................................................................... 3
Coppée ......................................................................................
2
Montesquiou...............................................................................
2
¡Es para creer que Montesquieu votó dos veces por sí mismo!
Años después, Mallarmé preside el comité para el monumento al “pobre
Lelian” en el Luxemburgo, Comité del que Rodin fue vicepresidente (1896).
Verlaine acababa de morir en una salita desnuda. Mallarmé admiraba la potencia
de idealidad de aquella pobreza tan sencilla. Al salir de ahí, decía a los
amigos:
—A nosotros, aun en medio de la mayor escasez, nos hubiera hecho falta
cualquier cosa: una flor, un dibujo preferido, un hermoso libro, alguna de esas
bagatelas en que la mirada descansa y que, como piedras del arroyo, ayudan a franquear
el paso y dan el vado entre la realidad y el sueño.
Algo ha acontecido en Valvins. El maestro, como quien dispone un
testamento, ha escrito a Henri de Régnier:
—He dado una de las grandes batallas del espíritu. Después de la
victoria, tendré que enterrar las palabras muertas. Vendrá usted conmigo a Valvins.
Abriremos una fosa en el campo, y será la tumba de todo ese papel que contiene
tanto de mi vida!
Mallarmé murió en Valvins el 9 de septiembre de 1898, después de tres
días de padecimiento, a presencia del facultativo que lo atendía, quejándose de
una sofocación que se resolvió en un espasmo de la laringe. Pocos habrán sido
más tiernamente amados y llorados con mayor silencio. Días antes, mostrando a
Paul Valéry las hojas amarillas de Fontainebleau, exclamaba:
—He aquí los primeros toques de los címbalos del otoño —parangón curioso
de los violines sollozantes de Paul Verlaine.
Y paró aquella gran música de hombre, dejando, como él diría, a la
danzante convertida en estatua. Muchos fueron los poetas de Francia que se
sintieron entonces como huérfanos. Entre dieciocho amigos y los campesinos de
las cercanías lo llevaron al cementerio. Ante sus despojos, quisieron cumplir el
rito de las letras. Pero el orador, Henri Roujon, rompió a llorar sin poder
decir una palabra, y nadie tuvo vergüenza de imitarlo. Piedad y reverencia para
el que mereció tantas lágrimas, sin hacer nunca de sus versos una fácil treta
sentimental. Era, decían todos, el que nunca será dos veces, y no ha de ser
fácil que el polvo se organice para dar otra criatura tan alta.
E iban regresando a París con aquella gota de pena, cohobada en los más
transparentes senos del cariño, mientras en la casita de Valvins juntaban las
manos dos mujeres de luto, y cerca, en el Sena, la barca sola —cuerpo del
delito de la poesía— dejaba caer los vencidos remos.
NOTAS
1. Cuando fueron suprimidos los tribunales locales, el Castillo de
Tournon se transformó en museo, donde se guardaban reliquias de los personajes
ilustres que han habitado la región, desde Ronsard —que, nombrado paje del
Delfín, vino al Castillo a reunirse con su amo ya agonizante— hasta Mallarmé.
Más tarde, al restablecerse los tribunales y alojarse la prisión en el
Castillo, se clausuró el museo. Raoul Stephan, en un artículo de L’Intransigeant, noviembre de 1931,
hacía saber que la casa en que vivió Mallarmé estaba a la venta. Por abril de
1933, los periódicos parisienses anuncian la inminente demolición del barrio en
que dicha casa se encuentra, y expresan el deseo de que se salve la casa para hacer
de ella un pequeño museo de Mallarmé, así como se logró salvar la casa de
Balzac en la rué Raynouard, de París, o la de Victor Hugo en Besançon. Ignoro
la suerte que habrá tenido esta iniciativa.
2. Se asegura que Mallarmé, en su juventud, encontraba ociosa la música, cuya armonía ya estaba en los versos. Más tarde, desde su punto de vista de poeta, envidiará los recursos de la música. Antes de su conversión, prohibía el piano a su hija Genoveva. Después… “Voy a las vísperas”, decía a su familia cuando iba a los Conciertos Lamoureux.