miércoles, 6 de marzo de 2024

Alfonso Reyes: Culto a Mallarmé (Primera y segunda partes)

CULTO A MALLARMÉ

I

ACCESO

En l’oeuvre de ma patience 

Por octubre de 1909, di término a cierto ensayo “Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane Mallarmé”. Confieso que me lancé muy prematuramente a cumplir mi compromiso critico con el maestro de Valvins. Ahora entiendo por qué Juan Pablo señalaba a los adolescentes los peligros de la desmedida frecuentación con las grandes obras literarias: el principiante convierte en lirismo lo que en el modelo es cosa construida con larga reflexión, y hace una mera imitación externa de lo que el genio conquistó como resultado de un crecimiento interior, de un cultivo cuidadoso y de esfuerzos muchas veces ascéticos. Sino que también me asustaría el extremo contrario: Goethe recomienda que los jóvenes guarden para más allá los planes sublimes, para la hora de la madurez técnica en que hay una relativa seguridad de no malograrlos. Pero a Goethe le acontecía, ya viejo, embalsamar tal o cual cadáver de su juventud entre las rigideces de la hora senil. ¡Cómo acertar con el instante oportuno, y menos en la fugacidad de la vida contemporánea, tan impropicia al reposo de la perfección!

Como quiera, libro escrito es agua volcada; y no veo la utilidad de volver sobre los argumentos de mi antiguo ensayo para reescribirlos en una lengua más sencilla y despojarlos y ordenarlos mejor, ahora que la crítica francesa ha limpiado ya del todo el terreno y no hay quien ignore a Mallarmé. Tras la aventura o zambullida ideológica de los dieciocho años, salimos a flote con nuestro enigma descifrado ya en lo esencial. Y entonces viene el paladeo gustoso que sucede a toda crisis de legítimo amor. Entonces, vencidos ya el rubor y el dolor, viene el disfrute lento y profundo; que, como se dice en La tía fingida, “a veces es más sabroso el rebusco que el esquilmo principal”. Cada instante entrega, sin sobresaltos ya, su secreto. Cada nueva lectura trae consigo otra pequeña enseñanza, o siquiera otra curiosidad. Acabó la obra de la crítica: comienza la minuciosa tarea del culto. Y de aquí estos apuntes de coleccionista, estas páginas para los ya iniciados, donde simplemente se procura juntar lo que ellos conocen ya en desorden. El presente libro fue concebido como una compañía para los asiduos de Mallarmé, y especialmente para los de lengua española.

Si alguna vez, sin embargo, el afán exegético vuelve a hacer de las suyas y nos compromete en nuevas interpretaciones será, de seguro, porque no se aborda a Mallarmé sin riesgo, y porque sería necesario adoptar una actitud de timidez casi heroica para conformarse con acariciar sus libros por fuera. Acercarse a Mallarmé es lo mismo que filosofar. ¡Quién resistiría la tentación! Ved este expresivo resumen de Raynaud:

 

André Thérive descubre la influencia de Mallarmé en los contemporáneos. Albert Thibaudet le consagra un importante estudio. Paul Souday, que no acostumbra perderse entre las nubes, responde tranquilamente a los que temen haber sido mixtificados: “Sí, es lícito, se puede admirar a Mallarmé”. Y ahora mismo (1920), Poizat, tan cuerdo y discreto, y a quien no tientan las aventuras, escribe así en su Historia del simbolismo: “Ningún poeta ha merecido como Mallarmé el título de maestro”. Un día, Albert Mockel exclama: “Mallarmé es un héroe” (Le Journal, 19 de septiembre de 1898); y al instante Paul Adam extrema: “Mallarmé fue más que eso, fue un santo”. Tuvo el culto del pensamiento al punto de “sacrificarle toda felicidad”. Édouard Dujardin lo pone entre los profetas, y cree ver en Mallarmé el destello de las llamas de Ezequiel. Joachim Gasquet lo compara a Prometeo…Y el mallarmismo pasa de doctrina literaria a religión, como lo presagiaba Gustave Kahn desde los comienzos.

 

Si esto es la posteridad, no fue menor la eficacia actual del maestro sobre las generaciones que se formaban a sus ojos. Dice André Gide:

 

Renan, Leconte de Lisie y Banville, muertos; Rimbaud, desaparecido; Verlaine, huraño e inasible; la conversación de Heredia, toda verba, nutría poco; Sully-Prudhomme andaba por caminos errados; cierta infatuación despectiva impedía apreciar las verdaderas cualidades poéticas de Moréas; Régnier, Griffin, nacían apenas… ¿A quién acercarnos? ¿A quién admirar, dioses poderosos?... A la edad en que se tiene necesidad de admirar, solo Mallarmé motivaba una admiración legitima. ¿Cómo evitar que tal admiración fuese apasionada y violenta?

 

Y si del orden puramente intelectual bajamos —o subimos— a otros órdenes del valor humano, encontraremos la razón del culto a Mallarmé en cierta infalibilidad general que lo va sacando airoso de todas las pruebas. Lo veremos en la prueba de su vida humilde y orgullosa, consagrada siempre a lo mejor de sí mismo y capaz de todos los silencios y sacrificios. Lo veremos en la prueba poética de su amistad con Frangois Coppée o con Catulle Mendès, que tenían éxito inmediato y le eran tan diferentes; en la prueba crítica de su amistad con Émile Zola, antípoda suyo a quien no le costaba ningún trabajo admirar; en la prueba moral de su Amistad con Verlaine, en quien veneraba al ángel una y otra vez caído en demonio; en su caridad para Villiers de l’Isle Adam, cuya pobre vida y triste muerte alivió todo lo que pudo; en el choque ético-estético ante el meteoro Arthur Rimbaud, sobre el cual nos ha dejado una página reverente, diga lo que quiera Paul Claudel; y hasta en los nimios cuidados de la cortesía o el consuelo al amigo, según testimonio de cuantos compartieron la bendición de su trato. Su incalculable bondad está en armonía con su probidad poética. Tiene esta medalla de hombre dos caras congruentes: maestro en la resignación por el lado humano, es maestro en el implacable anhelo de depuración por el lado artístico. A algunos legó sus disciplinas poéticas; pero Platón podría demostrarnos que ellas eran meros reflejos de su otra gran virtud: la Virtud.

Mi personal afición por Mallarmé en manera alguna quiere juntar sectarios, ni siquiera fundar programas de estética o lanzar manifiestos de arte; puesto que, amén de bastarse ella a sí misma, ha comenzado a volverse ya melancólica y soledosa, bien como lo que está alejándose y empieza a decirnos adiós. A los antiguos amores suceden deberes más apremiantes. Pero, prescindiendo de las anteriores consideraciones, más o menos históricas o más o menos sentimentales, hay un motivo que casi me atrevo a llamar práctico —tan trabado lo hallo en las diarias bregas del pensamiento poético— para no pasar de largo junto a Mallarmé, para no privarnos de una que otra meditación estética cuando nos acercamos a su obra, aunque sea con la mirada neutra del coleccionista o del erudito: Mallarmé, en nuestro tiempo, viene a ser el primer capítulo de toda investigación sobre la poesía. Remy de Gourmont lo señala y dice:

Per me si va tra la perduta gente.

Por esta puerta se llega a la poesía. No se puede volver a él sin caer en divagaciones y preguntas respecto a la trágica postura que el poeta adopta ante o contra el mundo. No importa que el sueño haya sido superior al intento de realización. Y disimularlo sería torpe, ante la sinceridad del que alguna vez llegó a decir: “¿Mi poesía? Es un callejón sin salida” (G. le Cardonnel, Mercure de France, 1° de junio de 1921, p. 515). Lo que importa es la pureza ejemplar de la intención. Si cuantos lo frecuentaban en vida sentían que volaba muy por encima de los demás poetas de entonces, cuantos hoy abren con aplicación sus pocos libros —¡y figuraos que sus libros sólo son un tartamudeo que evoca, de lejos, sus conversaciones!— comprenden que nunca se planteó más nítidamente el dilema, la amenaza de la poesía: ¡O la belleza o la vida! Supremo arrojo y también supremo candor. Ocurre pensar, con Gourmont, en la Andrómeda que se retuerce, atada, sintiendo el aliento del monstruo cercano e inevitable. Ocurre pensar en el gallardo rey de los cuentos, que sale a pasear desnudo, satisfecho con sus vestiduras invisibles. ¡Qué estatua de cristal la belleza! Y para salir a cuestas con ella ¡qué calle de tropiezos la vida! Parece que estuviera escrito: la belleza a cambio de la vida.

Siempre me ha gustado, ya que escribo de prisa, concentrar después mis trabajos a lo largo de varios años. Así me sucede publicar ensayos o poemas que, buenos o malos, son verdadero vino viejo, de siete y aun de nueve cónsules. Y todavía no me resuelvo a decir una palabra en público sobre las cosas que más interesan a mi vida. Esta costumbre no deja de tener sus peligros. Ya es aquél que se me adelanta con una tesis o un libro sobre Góngora; ya es el otro que, sin saberlo él mismo, casi me arrebata de las manos un relato sobre las andanzas de Humboldt en América; o el de más allá que realiza mi sueño, publicando una monografía deliciosa sobre los caballos de la Conquista. En tanto que yo preparaba estas notas —de que ya leí las primicias hace algunos años, en Buenos Aires, “Amigos del Arte”, 13 de octubre de 1929— aparece el excelente libro de Hubert Fabureau sobre Mallarmé, libro que me apresuro a recomendar y que de una vez economiza muchas lecturas, compendiando en poco espacio la sustancia destilada de todas las últimas investigaciones. Aunque Fabureau sigue método diferente del mío, como se inspira en las mismas fuentes para todas las reconstrucciones biográficas y aun anécdotas ilustrativas, conversaciones de la época, etcétera, no puede menos de ofrecer, respecto a mi trabajo, inquietantes semejanzas, coincidencias y paralelismos que llegan a extremos de literalidad textual. Dudé si, en vista de tales razones debería yo sacrificar mi labor de tanto tiempo, echando al cesto todo lo que ya consta en Fabureau. Después, pensándolo mejor, he considerado que basta con declarar aquí la prioridad “ editorial” de Fabureau en todos aquellos aspectos objetivos del tema que, al cabo, no era posible presentar de modo diferente a menos de hacer una falsificación o de caer en alambicamientos inútiles. Y dejo aquí esta constancia, para los que crean en mi probidad y mi buena fe. Que siempre, aunque recorramos igual camino, cada vez vamos a separarnos más, sin saber cómo ni cuándo; y así, entre los dos, habremos dado cuenta y razón más cabal del mismo itinerario, rodeándolo por distintos ángulos.


II

ITINERARIO DE MALLARMÉ

 

Tel qu’en lui-même enfin l’éternité le change

 

Empecemos con precisiones y fechas, para luego divagar más a gusto, haciendo cortes transversales por el río de esta existencia.

Nació en París, el 18 de marzo de 1842, en una casa de la calle que más tarde vino a llamarse Pasaje Laferrière. Su familia era de origen borgoñonés, lorenos y lejanamente holandeses. Era descendiente de un Síndico de la Corporación de Libreros en el antiguo régimen: aquel que, bajo Luis XVI, firma el privilegio real para la primera edición francesa del Vatheck. Fue su abuelo cierto Comisario de la Convención que condenó a las llamadas “vírgenes de Verdun” . Entre éstas se encontraba la novia de cierto fugitivo que, oculto en Nápoles, resulta ser el abuelo del pintor Degas. Paul Valéry, con una sonrisa, asegura que el pintor nunca perdonó al poeta este agravio retrospectivo. Sus antecesores fueron, desde la Revolución, funcionarios del Registro. Entre ellos anda un poeta ligero, que figura en el Almanach des Muses y en las Étrennes pour Dames, abolengo que el autor de los “versos de circunstancias” y de los “ocios postales”, redactor además de una revista de modas, no tendría por qué desconocer. De niño, solía también encontrar a un su pariente lejano, M. Magnien, autor de un libro romántico llamado: Ange ou Démon.

Su madre murió al volver de un viaje a Italia, no sé si cuando el niño tenía cinco o siete años, porque hay confusión en las fechas. En uno de sus primeros recuerdos, Mallarmé se ve en el salón donde su abuela recibió las visitas de condolencia. Confuso ante su incapacidad para sentirse emocionado (algo semejante sucedió a San Agustín, ya hombre, a la muerte de Santa Mónica), y no sabiendo qué hacer con la compasión que lo rodea, el niño opta por tenderse en el suelo y ponerse a rodar, agitando sus largos rizos.

El padre se casó después en segundas nupcias. En adelante, el niño tendrá que formarse al calor de otra maternidad todavía más tenue y más blanda: la maternidad de la abuela. No es éste un hecho indiferente.

Comenzó en Auteuil sus estudios, y los acabó, pasando por otros institutos, en el Liceo de Sens, ciudad donde todavía habitaba su suegra por julio de 1866. A los doce años, su alma está ocupada por dos anhelos secretos: primero, llegar a ser obispo, y segundo, emular la gloria de Béranger, a quien conocía de lejos. Mezclados y desarrollados diversamente, estos instintos se conservarán hasta el fin: nunca abandonará Mallarmé el sentido eclesiástico, ceremonial, cósmico de la poesía, y siempre entenderá, a su manera y sin halagar gustos vulgares, que la obra debe ir al pueblo. Sus dos confusos apetitos infantiles nos dan el embrión de su persona. En cuanto a emular a Béranger, no era cosa fácil por lo pronto. El niño llenaba cuadernitos de versos, cuadernitos que a veces le eran confiscados por la autoridad de sus mayores; pues, como lo dijo su maestro Baudelaire y él mismo lo dirá más tarde, la aparición de un poeta es siempre un escándalo en la familia.

La pensión en que Mallarmé pasó algunos años de su infancia, según referencias suyas de que Régnier tomó exacta nota, y los hermanos Goncourt noticia inexacta, era de lo más aristocrático. Una tía solterona que nunca falta, y que por haber vivido con una parienta de la Roche-Aymon quedó tocada de manía de nobleza, lo había hecho internar en aquella pensión muy superior a su estado. De tiempo en tiempo iba a saludarlo, sin duda para mejor disfrutar de su ocurrencia. El niño se sentía humillado entre tanto Talleyrand-Périgord y Clermont-Tonnerre. Y como su padre tenía en Passy una pequeña propiedad llamada Boulainvilliers —para defenderse de los malos tratos y burlas que alguna vez le acarreó, entre sus compañeros, la modestia de su nombre— decidió darse por marqués de Boulainvilliers. Cuando la familia venía a visitar a algún muchacho, el bedel gritaba el nombre con un portavoz, desde el jardín. Al oír el grito: “ ¡Marqués de Boulainvilliers, Mallarmé dejaba pasar un rato, para crear cierta confusión en la mente de su tía y que no le descubriera el fraude. La tía siempre hacía tertulia en la sala de la pensión, y se alargaba horas enteras recordando sus muchas y antiguas relaciones con la gente de alto copete.

Entre los doce y los dieciséis, pasa por una época que alguien ha llamado su retiro de Port-Royal. Y a los diecisiete sale de este tránsito, para comprar las poesías completas de Gautier, recién publicadas. A los diecinueve, lucha, y triunfa al fin, para que lo dejen adquirir un libro peligroso —Las flores del mal—, que encuaderna en un volumen junto con los poemas prohibidos. Esto acontecía por 1861. Pero no olvidemos que, según descubrimientos recientes, “antes del periodo baudelairiano representado en sus poemas del primer Parnaso, Mallarmé atravesó su obligatoria fase huguiana”, como acaba de decir Thibaudet. Este período huguiano pertenece a la prehistoria poética de Mallarmé, y sólo nos quedan de él dos poemitas de escaso valor.

Años más tarde, sobrevendrá el único encuentro entre Baudelaire y Mallarmé. Lo cuenta Raynaud, oficial de policía con letras, quien lo tenía del propio Mallarmé: Era en la calle de Amsterdam. Baudelaire llevaba una carta al correo, y la balanceaba en la punta de los dedos como una elegante de otros tiempos hubiera llevado una flor, o como llevan los guantes los personajes principescos de los viejos retratos. Por este solo rasgo, la adoración del joven Mallarmé adivinó al que tanto había de influir en su formación de poeta. Baudelaire era, en efecto, el único capaz de afrontar públicamente el ridículo con ademanes tan preciosos. El joven se descubrió, se detuvo, quiso decir algo, y sólo acertó con esta frase anodina:

—Buenos días, maestro. ¿Cómo está usted?

—Regular, gracias. ¿Y usted? —le contestó maquinalmente Baudelaire, mientras continuaba su camino. Y no hubo más. Fue como una siembra instantánea. La breve escena es fecunda en el recuerdo, como el paso de Shelley en la Memorabilia, de Browning:

 

Ah! Did you once see Shelley plain

And did he stop and speak to you,

And did you speak to him again?

How strange it seems — and new!

 

El Marqués de Boulainvilliers se preocupó siempre por redondear su nombre. He leído en Edmund Gosse que Mallarmé recibió en la pila el nombre de Étienne, e hizo después con él lo mismo que hizo con todas las palabras: subió por la escala de la dignidad léxica, y arriba se encontró con otro nombre mejor, que es Stéphane.

Lo mismo podríamos aceptar que, entre Étienne y Stéphane, hubo todavía estados intermediarios. Alguna vez, desaparece del todo el nombre de pila. En su libro Les Mots Anglais, el autor se anuncia simplemente como Mr. Mallarmé, a menos que reservara el nombre completo para obras de plena temperatura literaria. En La Demière Mode, revista para señoras que redactó algún tiempo, se disimula bajo el seudónimo “Marasquin”, sin contar con los disfraces menores: Marguerite de Ponty, sección de modas; Miss Satin, gaceta mundana; Ix, crónica de París, etcétera. —Algún tiempo, le dio por escribir su nombre despojado de la “ ph” etimológica: “Stéfane”.

La Revue Fantaisiste, de Catulle Mendés, rué de Douai, le da sus primeras amistades literarias: Coppée, Verlaine, Heredia, Dierx. Allí conoce también, y lo admirará para siempre, a Villiers de l’Isle-Adam. Su imagen de gentilhombre a la Luis XIII, envuelto en pieles y adornado de cabellos rubios, queda para él asociada a la palabra “infinito” que le oyó pronunciar un día con singular dignidad. Es la época de sus travesuras poéticas con Emmanuel des Essarts; es la época en que, en el Journal des Baigneurs que Coligny publicaba en Dieppe, colabora para erigir en gloria nacional al pobre loco de versos Séraphin Pellican o “Eliacim Jourdain”, mediante una maniobra semejante a la que emplearon Jules Romains y su grupo, en nuestros días, para dar una hora de popularidad en París al filósofo extravagante que hace descender al hombre de la rana.

Tiene veinte años. Muy pronto se casa con María, una joven renana de ascendencia británica, tal vez vecina de Sens. Decide irse a Londres para perfeccionarse en la lengua inglesa y aspirar al diploma universitario. Junto al brumoso Támesis, la pareja tiene que sufrir la mayor penuria. Mallarmé da clases de francés para sustentar su vida y sus estudios. ¿Qué amigos los acompañaban, los confortaban? Tal vez aquel gato flaco y negro que asoma por los rincones del poema en prosa La pipa; pero, como él decía, el gato es “un compañero místico, un espíritu” . Algunos afirman que el poeta nunca se recobrará del todo, después de la dura prueba londinense. Esta inmensa deuda de escasez y de frío, habrá de pagarla poco a poco al paso de su vida. Baudelaire lo había empujado hacia Poe, y Poe lo había llevado a Inglaterra. Así lo asegura él en su carta autobiográfica a Paul Verlaine. Pero también nos deja entender que su viaje a Londres era una fuga. Y en verdad que huía, huía del voto de funcionario del Registro Público a que, siguiendo la rutina y la herencia, su familia lo tenía prometido.

Regresa a los dos años, y es nombrado profesor de inglés en el Liceo de Tournon. Allí vivirá otros cuatro años (1863-1866) y allí concebirá las grandes líneas de su obra poética. Todo el primer año, ocupa una triste casa en que nace su hija Genoveva. La casa puede ser melancólica, pero él le debe algunas “ deliciosas horas terrestres”. Nosotros le debemos el Don, la Brisa, el primer rasguño del Fauno y la Herodiada… Allí tuvo el consuelo de encontrarse un día con su pipa olvidada, su fiel pipa de Londres, aquella de las Divagaciones, que tenía el poder de resucitar todo un ambiente. Después, se muda al número 2 de la Avenue du Château, y comienza a ser más feliz. Mientras escribe, tiene junto a sí “una amante adorable y blanca, llamada Nieves (Neige)”: una linda angora que todo el día lo besa con su hociquito de rosa y, paseando sobre su mesa, borra los versos con la cola esponjada. El cuarto es sombrío. Mírase un gran cofre, unas sillas Enrique III con cuero cordobés y tapicería Luis XIII, un moderno reloj de pesas, un lecho con sobrecama de encaje y, entre las imágenes de unos cuantos amigos seguros, el “pendón” de Victor Hugo (“Pendón”, en la lengua local, vale: retrato colgante). Desde la casa, enclavada en la fortaleza del norte, ve venir el Ródano, “lento y firme como un fondo de lago”, y una mañana de niebla, asiste al advenimiento del otoño. “No el otoño de hojas coloradas y amarillas, sino el brumoso, el de las aguas melancólicas.”1

Sus modestos honorarios alcanzaban entonces a 1.800 francos anuales, incluyendo el sueldo y una remuneración extraordinaria. Más tarde, en Besançon, sólo ganará 1.700; pero ya en 1868, juntará una anualidad de 2.200 cabales.

En Tournon, escribe a Aubanel quejándose de que “los miserables que lo pagan” le roben las mejores horas del día y, sobre todo, lo desposean de las mañanas, puesto que a las siete tiene que estar preparado para su primera clase. Además, se ve obligado a trabajar por la noche, intoxicándose con café. Sin duda el poeta prefería, como Góngora,

 

las purpúreas horas

que es rosas la Alba y rosicler el día,

 

las horas en que, según los latinos, la Musa habla con mayor libertad. Sin embargo, a esos miserables del Liceo tenemos que agradecer el Don del poema. La noche de Idumea —explica con razón Gabriel Faure— no es más que una noche de Tournon, una noche de desolación y fatiga.

A fines de 1865, Mallarmé hace un viaje a Versalles, donde muere su abuelo, y luego regresa a Tournon. En París ha sido bien recibido. Mendès y Villiers de l’Isle-Adam lo acompañan. El propio Leconte de Lisie presidirá una fiesta en su honor. Un periódico le ofrece publicar sus versos y luego hacer de ellos una tirada aparte. Aparecen poemas suyos en LArtiste y en el Parnasse contemporain. Entretanto, desde Tournon se ha relacionado con los felibres, por medio de Emmanuel des Essarts que es profesor en el Liceo de Avignon.

El hecho más importante de su vida en Tournon —hecho interior del todo— será expuesto en otro capítulo. Mallarmé se enfrentará allí, para siempre y definitivamente, con su gran quimera poética, monstruo voraz y dominante.

Un día, el “Provisor” decide suprimir el puesto de Mallarmé en Tournon. El poeta teme ser enviado a Rhodez-en-Alby y, considerando inexpugnable la plaza de Avignon, que es la que más le tienta, solicita su traslado a Sens, donde él había hecho sus primeros estudios y donde a la sazón moraba su suegra (Carta a Aubanel, 18 de julio de 1866). Pero al fin es trasladado a Besançon.

El Don del poema, que primero quiso llamarse Día y luego Poema nocturno, no sólo conserva un recuerdo de las angustiosas noches de Tournon, sino que conserva también, transfiguradas, las emociones ante la aparición de Genoveva.

De Avignon, Mallarmé había traído unos bengalís cuyo canto llenaba la casa de alegría. Su mujer esperaba de un momento a otro el nacimiento de Genoveva. “Ya comprenderás —dice una carta a Aubanel— nuestra felicidad en familia, o en animalia si prefieres”.

Nace Genoveva. Sus gritos interrumpen el trabajo de Mallarmé, “haciendo huir a Herodiada, la de los fríos cabellos de oro, la del pesado manto, la estéril”. Con todo, la niña demuestra ser muy inteligente: “Se echa a llorar cada vez que pronuncio el nombre de Legouvé, se retuerce de risa cuando gesticulo como Emmanuel des Essarts, y sonríe cuando le hablo de ti”.

Mallarmé tardó un poco en descubrir el verdadero sentimiento paterno: el hecho había llegado a la tierra antes que llegara su molde espiritual. “Me hallo demasiado joven para experimentar el sentimiento de la paternidad, el orgullo de creador que tú sientes, y por el cual te felicito” —escribe a Aubanel, quien, en efecto, le llevaba trece años.

En Brisa marina, confiesa que nada podría detener su ímpetu de fuga:

Et ni la jeune femme allaitant son enfant,

alusión que no puede ser más directa. Y en otra carta declara que ama en Genoveva “a la criatura o querubín desprendido de los fondos azules de Murillo, mucho más que a su hija habida en María”. Poco a poco, el grande y terreno amor natural se fue abriendo paso, y ella supo corresponderlo con una piedad que queda oculta entre muchas páginas de Mallarmé, páginas por ella coleccionadas cuidadosamente a lo largo de varios años. Más tarde, Genoveva viene a ser Mme Bonniot, y muere el 26 de mayo de 1919, cuando, con ayuda de su esposo el doctor, había dado ya fin a la recopilación de los Vers de Circonstance. “¡Por fortuna —decía sintiéndose morir— hemos tenido tiempo de acabar el libro!” El doctor Bonniot fallece a su vez el año de 1930.

En otra parte, consagro a Genoveva un capítulo de mayor paciencia. Hada de los grogs de medianoche, oficia entre la nube de tabaco de la rue de Rome, y en ella aparece y desaparece. Ella inspirará a su padre aquel Abanico que —al decir de Valéry— sería la obra maestra de Mallarmé, si fuera posible preferir alguna a las demás (Petit recueil de paroles de circonstance, París, Plaisir de Bibliophile, 1926).

En noviembre de 1866 el profesor Mallarmé llega a Besançon, en cuyo Liceo trabaja un año. Sobre su vida en este verdadero destierro, nos informa la larga carta que, en 5 de diciembre, dirigió a François Coppée para agradecerle el Reliquaire. “Besançon, antigua ciudad de guerra y de religión, sombría y prisionera” le hace sentir con crueldad el agobio de la provincia. Los clamores de las trompetas lo agitan e interrumpen el brote de una “vieja lágrima” en sus ojos. Moverse es siempre, para él, un dolor; tener que instalarse, una desgracia. Y luego ¡tantas visitas obligadas, para aplacar la mal disimulada desconfianza con que los señores del Liceo lo reciben! Porque, bueno es saberlo, su salida de Tournon no fue del todo pacífica. Y, para colmo, a estas horas todavía no puede disponer sino de medio departamento, ¡él que tiene tanta necesidad de sentirse a gusto en su interior, “abombando las vidrieras bajo la presión de sus sueños, como los cajones de un rico mueble lleno de piedras preciosas”, y viendo cómo las cortinas se pliegan conforme a líneas ya familiares! El espejo de su silencio se ha roto. Habrá que dejar tiempo al tiempo, para que su soledad se recomponga. Habrá que hacer unos cuantos versos, como quien quema perfumes en la cazoleta, antes de poder escribir una verdadera carta en forma a los amigos.

Por suerte, logra al fin su traslado a Avignon, donde lo esperaba la compañía de Aubanel y Mistral. Ahora vive en el número 8 del Portal Mathéron, “una casita rosa, metida entre árboles —dice Catulle Mendès. Y hacia enero de 1870, sintiéndose aquejado de un mal nervioso, obtiene licencia por enfermedad, con un salario reducido de 400 francos anuales.

Así no era posible vivir. El 30 de julio escribe a su amigo Mistral —amigo de confianza con quien ya se tutea— que le obtenga el valimiento de Saint-René Taillandier, el profesor de Montpellier, amigo de los felibres, pues necesita no menos de mil francos al año para el sostenimiento de su familia. El sueño de vivir en París se columbra cada vez más lejano.

Figurémonos esta amistad entre el brumoso Mallarmé y el solar maestro felibre. Mistral gozaba en la luz con éxtasis de lagarto en asueto, mientras el misterioso y dulce Stéphane clamaba contra el azul del cielo. Y cada uno entendía el estilo del otro. Cuando sobreviene la República, Mallarmé, entre zumbón y serio, hubiera querido que Mistral la anunciara al pueblo de Provenza, desde los balcones del Ayuntamiento de Avignon.

De tiempo en tiempo, han venido a verlo algunos amigos de París: ya es Glastigny, “rostro pálido y mal afeitado, talle seco y largo y pies estorbosos; ya es Cazalis que, según cuenta Mallarmé a Mistral, se figura que el castillo papal pertenece a los felibres y que éstos andan por la calle arrastrando mantos de seda y con la lira en las manos; ya es François Coppée, enfermo después del éxito de su Passant, que ha ido a hacer una cura a Amélie-les-Bains y, al regreso, se asoma por Avignon” (Fabureau).

Pero, sobre todo, tiene importancia la aparición de Catulle Mendès y de Villiers de l’Isle-Adam en Provenza, en el verano de 1870. Mallarmé tuvo la idea de leerles algunos fragmentos del Igitur. Uno de ellos resistió la prueba (¿necesito nombrarlo?) y el otro salió desconcertado y, en adelante, consideró siempre a Mallarmé con vaga desconfianza… Era la primera vez que el poeta sometía sus intentos hacia la “obra soñada”, la que había de ser por excelencia la obra de su vida, al juicio de sus compañeros de letras.

En abril de 1871, logra al fin su empeño de ir a París, como profesor delegado en el Liceo Fontanes, hoy Condorcet. El historiador Seignobos asegura que fue su padre quien obtuvo el traslado de Mallarmé a París. Allí, ocupará sucesivamente diversas casas: 29, rue de Moscou, hasta 1875; al año siguiente, 87 rue de Rome; pero, en diciembre de 1877, sus cartas llevan como dirección el 89 de la misma calle, número que, en uno de sus “ocios postales”, él mismo da para Mesdames Mallarmé, su esposa y su hija. Sin embargo, el testimonio definitivo de la época lo hace vivir en el número 49 de la rue de Rome. Acaso se trate de meros cambios en la numeración.

Comienzan a desarrollarse sus relaciones literarias. Uno de sus primeros amigos es Manet. Un día tiene acceso a la mesa de Víctor Hugo, quien lo recibe paternalmente y le llama “joven impresionista”. Durante la comida, Víctor Hugo no parece acordarse de que es poeta. Hacia los postres, dice:

—Sólo hay una cosa en que los demás poetas no me igualan, y es ésta.

Y escogiendo la manzana más gorda, la engulló de un bocado con una facilidad de gigante. (Léon Daudet, que en la infancia frecuentó tanto al viejo maestro romántico, recuerda estos gestos titánicos con algo de espanto infantil. Los ve como los hubiera visto Goya, autor del “Saturno devorando a sus hijos . Pero hay un profundo gozo en su espanto, porque el cristal de aumento de Daudet está tallado en la fábrica rabelaisiana.)

Hacia 1874, economizando como un santo, Mallarmé se las arregló para arrendar una casita de campo en Valvins, junto al Sena y sus islotes de cañas, frente al bosque de Fontainebleau. La tentación del río era mucha, y acabó comprando una canoa, que más tarde sustituirá por una barquita de vela. Allí, cruzada la reja y pasado el jardinillo, lo encontramos en un gabinete de trabajo que hace también de comedor y está lleno de japonerías. Hay un reloj que anda atrasado: el viejo reloj que figura en el Calosfrío de invierno.

De tiempo atrás, se venía aficionando a la región de Fontainebleau, y la frecuentaba “desde hacía cinco años” (Carta a Zola, no sé si de 1875 o 1876). Sin miedo al efectismo puede decirse que cambió el Parnaso por Fontainebleau, pues fue precisamente en 1875 cuando rompió en buenhora con el grupo de los parnasianos, aunque se asegura que los tratos andaban mal desde los días de Avignon. Entre las notas que sirvieron para preparar la recopilación del Parnasse Contemporain, 1875, notas de mano de Anatole France, de Banville, de Coppée, hay ésta que Jean Royère ha reproducido recientemente en Le Manuscrit Autographe: “Mallarmé: Non, on se moquerait de nous”. Cuando rechazaron su Après-Midi d’un Faune, Mallarmé, sonriendo, decía: “Le morceau fut refusé avec un grand ensamble”.

Mallarmé se consolaría fácilmente en su retiro de Valvins, yendo a la estación a recibir a sus huéspedes en un cochecillo ligero que todos conocían; o mejor aún, partiendo en el esquife a la cosecha del nenúfar hueco, caricia blanca que sólo envuelve un sueño de fuga. La vela se hincha de versos, redonda estrofa dorada al sol poniente. Desde allí lanzará el poeta su grito a los “amigos diversos” : “Solitude, récif, étoile”…

Paul, en la intimidad Tol, el único hijo varón de Mallarmé, fallece en 1879. Robert de Montesquiou, que se había aficionado al niño, da sobre él las más singulares noticias. Parece que había heredado del poeta cierta expresión faunesca, pero tal expresión que era momentánea en el padre, en el hijo era permanente. Aquejado de hipertrofia en el corazón, acabó por hacer toda su breve vida en la cama, donde se divertía en atrapar moscas que iba clavando con alfileres en el muro de la cabecera. Un día, la pobre criatura horrorizó a su padre, porque se le ocurrió colgar junto a sus víctimas un letrero que decía: “Condenados a muerte”, alusión a su inmediato y cierto destino. El aberrante Montesquieu, triste prefiguración del Barón de Charlus a quien muchos yerros le serán perdonados por este momento de ternura y de caridad, le había obsequiado un precioso “pájaro de las islas”, todo turquesa y esmeralda. “Follaje anticipado”, le llama Mallarmé en sus cartas. El loro recibió el nombre de Semíramis, “por los jardines y 36 piedras de que lleva en sí los reflejos”. El niño, sólo de verlo, parecía revivir. Y el padre pensaba en la “secreta influencia de la piedra preciosa, flechada sin cesar desde la jaula hacia el niño”. En Valvins, el loro, “cuyo vientre de aurora —continúan las cartas de Mallarmé a Montesquiou— parece inflamarse con todo un oriente de especias, contempla en este instante, con un ojo, el bosque y la camita infantil, y con el otro contempla el deseo siempre estorbado que embarga el alma de su amito, el deseo de pasear por el campo”. Y después: “Mi enfermito le sonríe a usted desde la cama, y parece una flor blanca que se encomienda al sol ya traspuesto”. El enfermito realizó al fin su deseo de evasión, siempre estorbado. Un día, de vuelta en París, “se fue dulcemente y sin saberlo”. Muy de cerca lo siguió Semíramis.

Huysmans publica À Rebours en 1880, libro en que por primera vez se habla de Mallarmé en términos dignos. Privilegio, hasta entonces, de un pequeño círculo de iniciados, el poeta se ve lanzado entre el gran público, y comienza la edad de oro de los Martes de Mallarmé. La influencia de estas reuniones es imborrable en la literatura. En el sentir de la época estaba el llevar las adoraciones artísticas hasta un calor de religión. Si para los wagnerianos la misa del Parsifal casi pasaba por sacramento auténtico, la comunión en los Martes de la calle de Roma también era un modo de oficio sacro para los poetas de la pléyade simbolista. El 14 de julio de 1883, el profesor es nombrado “Officier d’Académie”.

El nombre de Wagner no se ha evocado aquí al azar. Édouard Dujardin, respondiendo a una necesidad del tiempo, comienza a publicar por 1885 su Revue Wagnerienne, y no sólo influye sobre Mallarmé comunicándole la afición a la música en general, y especialmente a la música wagneriana (gracias a él, Mallarmé, que antes llegó a mostrarse hasta indiferente para la música 2, se convertirá en un asiduo de los Conciertos Lamoureux), sino que le comunica asimismo el interés por los idealistas alemanes, Fichte, Schelling, Hegel, que la revista comentaba y traducía con frecuencia. En ese célebre año —según el testimonio de una crónica de Paul Bourde publicada el 6 de agosto en Le Temps y citada por Remy de Gourmont— los periódicos se dan cuenta de que existe ya el Simbolismo, movimiento que había comenzado hacía unos veinte años.

Crece la popularidad de la persona, compatible con la impopularidad de la obra, siempre arcana. En 1892, Mallarmé es nombrado miembro del Comité para el monumento a Bainville en los jardines del Luxemburgo. ¡Casi un cargo municipal! Al año siguiente, gracias a la mediación amistosa de Coppée ante el rector Gréard, Mallarmé obtiene una licencia seguida de un retiro. Y vienen los seis ricos y nutridos años de ocio con letras, que lo han de llevar hasta la muerte como por una senda de terciopelo. Cuando, en 1898, muere Paul Verlaine —que cuatro años antes, en sus Poetas malditos, había hecho tanto, a su vez, para difundir la fama de Mallarmé— éste lo sustituye en el título de Príncipe de los Poetas de Francia. Acierto electoral debido tan sólo a la casualidad, si se tienen en cuenta las abstenciones de última hora a que Gourmont se refiere. En el plebiscito de La Plume, los votos se distribuyeron así:

 

Mallarmé................................................................................... 27

Moréas ......................................................................................19

Sully Prudhomme....................................................................... 12

H. de Régnier .............................................................................11

Dierx .......................................................................................... 9

Heredia ...................................................................................... 9

Richepin......................................................................................7

Rétté .......................................................................................... 6

Viélé-Griffin................................................................................6

L. Tailhade ................................................................................. 6

Rodenbach ................................................................................. 5

Mistral ....................................................................................... 4

A. France.................................................................................... 3

Coppée ...................................................................................... 2

Montesquiou............................................................................... 2

 

¡Es para creer que Montesquieu votó dos veces por sí mismo!

Años después, Mallarmé preside el comité para el monumento al “pobre Lelian” en el Luxemburgo, Comité del que Rodin fue vicepresidente (1896). Verlaine acababa de morir en una salita desnuda. Mallarmé admiraba la potencia de idealidad de aquella pobreza tan sencilla. Al salir de ahí, decía a los amigos:

—A nosotros, aun en medio de la mayor escasez, nos hubiera hecho falta cualquier cosa: una flor, un dibujo preferido, un hermoso libro, alguna de esas bagatelas en que la mirada descansa y que, como piedras del arroyo, ayudan a franquear el paso y dan el vado entre la realidad y el sueño.

Algo ha acontecido en Valvins. El maestro, como quien dispone un testamento, ha escrito a Henri de Régnier:

—He dado una de las grandes batallas del espíritu. Después de la victoria, tendré que enterrar las palabras muertas. Vendrá usted conmigo a Valvins. Abriremos una fosa en el campo, y será la tumba de todo ese papel que contiene tanto de mi vida!

Mallarmé murió en Valvins el 9 de septiembre de 1898, después de tres días de padecimiento, a presencia del facultativo que lo atendía, quejándose de una sofocación que se resolvió en un espasmo de la laringe. Pocos habrán sido más tiernamente amados y llorados con mayor silencio. Días antes, mostrando a Paul Valéry las hojas amarillas de Fontainebleau, exclamaba:

—He aquí los primeros toques de los címbalos del otoño —parangón curioso de los violines sollozantes de Paul Verlaine.

Y paró aquella gran música de hombre, dejando, como él diría, a la danzante convertida en estatua. Muchos fueron los poetas de Francia que se sintieron entonces como huérfanos. Entre dieciocho amigos y los campesinos de las cercanías lo llevaron al cementerio. Ante sus despojos, quisieron cumplir el rito de las letras. Pero el orador, Henri Roujon, rompió a llorar sin poder decir una palabra, y nadie tuvo vergüenza de imitarlo. Piedad y reverencia para el que mereció tantas lágrimas, sin hacer nunca de sus versos una fácil treta sentimental. Era, decían todos, el que nunca será dos veces, y no ha de ser fácil que el polvo se organice para dar otra criatura tan alta.

E iban regresando a París con aquella gota de pena, cohobada en los más transparentes senos del cariño, mientras en la casita de Valvins juntaban las manos dos mujeres de luto, y cerca, en el Sena, la barca sola —cuerpo del delito de la poesía— dejaba caer los vencidos remos.

ALFONSO REYES

NOTAS

1. Cuando fueron suprimidos los tribunales locales, el Castillo de Tournon se transformó en museo, donde se guardaban reliquias de los personajes ilustres que han habitado la región, desde Ronsard —que, nombrado paje del Delfín, vino al Castillo a reunirse con su amo ya agonizante— hasta Mallarmé. Más tarde, al restablecerse los tribunales y alojarse la prisión en el Castillo, se clausuró el museo. Raoul Stephan, en un artículo de L’Intransigeant, noviembre de 1931, hacía saber que la casa en que vivió Mallarmé estaba a la venta. Por abril de 1933, los periódicos parisienses anuncian la inminente demolición del barrio en que dicha casa se encuentra, y expresan el deseo de que se salve la casa para hacer de ella un pequeño museo de Mallarmé, así como se logró salvar la casa de Balzac en la rué Raynouard, de París, o la de Victor Hugo en Besançon. Ignoro la suerte que habrá tenido esta iniciativa.

2. Se asegura que Mallarmé, en su juventud, encontraba ociosa la música, cuya armonía ya estaba en los versos. Más tarde, desde su punto de vista de poeta, envidiará los recursos de la música. Antes de su conversión, prohibía el piano a su hija Genoveva. Después… “Voy a las vísperas”, decía a su familia cuando iba a los Conciertos Lamoureux.