NOTA ACLARATORIA: La traducción del presente texto de Raymond Roussel requiere conservar el original en francés de los múltiples ejemplos con los que el autor explica su peculiar método compositivo. En tales casos, damos a continuación de los mismos, y entre corchetes, su correspondiente versión en español. Así, la frase: “Parquet (plancher) à chevilles (chevilles de pied) ; 2o parquet (d’agents de change) à chevilles (de vers)”, en la que Roussel expone los dos sentidos en que interpreta la combinación “parquet à chevilles”, queda en español: “Parquet (piso) à chevilles (tobillos del pie) [parqué, entarimado / tobillos: entarimado con o para tobillos] ; 2o parquet (de operadores bursátiles) à chevilles (de versos) [parqué / ripios: parqué con ripios]”, donde, como se ve, se da entre corchetes, en primer lugar, la traducción de cada término, y luego la traducción o interpretación de la combinación misma.
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CÓMO ESCRIBÍ ALGUNOS DE MIS LIBROS
(Tercera y última parte)
Quisiera señalar aquí una curiosa
crisis que tuve a los diecinueve años, cuando estaba escribiendo La Doublure. Durante unos meses
experimenté una sensación de gloria universal de una intensidad extraordinaria.
El doctor Pierre Janet, que me atendió durante muchos años, describió esta
crisis en el primer volumen de su libro De
la angustia al éxtasis, en el que me designa con el nombre de Marcial,
elegido por el Marcial Canterel de Locus
Solus.
***
También quisiera rendir homenaje
en estas notas a ese hombre de genio inconmensurable que fue Julio Verne.
Tengo por él una admiración sin
límites.
En algunas páginas de Viaje al centro de la Tierra, de Cinco semanas en globo, de Veinte mil leguas de viaje submarino, de
De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna, de La isla misteriosa, de Héctor Servadac, se elevó hasta las
cimas más altas que puede alcanzar la palabra humana.
Tuve la dicha de ser recibido por
él una vez en Amiens, donde yo estaba cumpliendo el servicio militar, y de
poder estrechar la mano que había escrito tantas obras inmortales.
Oh maestro incomparable, bendito
seas por las horas sublimes que pasé toda mi vida leyéndote y releyéndote una y
otra vez.
***
También tengo que mencionar aquí
un hecho bastante curioso. He viajado mucho. En 1920-1921, especialmente, di la
vuelta al mundo pasando por la India, Australia, Nueva Zelandia, los
archipiélagos del Pacífico, China, Japón y América. (Durante ese viaje hice una
escala bastante larga en Tahití, donde volví a encontrar algunos de los
personajes del admirable libro de Pierre Loti). Ya conocía los principales
países de Europa, Egipto y todo el norte de África, y más tarde visité
Constantinopla, Asia Menor y Persia. Ahora bien, de todos esos viajes nunca
saqué nada para mis libros. Me ha parecido importante señalar esta
circunstancia, ya que muestra del modo más claro que, en mí, la imaginación lo
es todo.
***
Unas breves notas biográficas
pondrán fin a este trabajo.
Me crié con mi hermana Germaine,
más tarde duquesa de Elchingen y luego princesa de la Moskova a partir del 21
de octubre de 1928, fecha en que murió sin dejar hijos el hermano mayor de mi
cuñado, Napoleón Ney, príncipe de la Moskova, casado con Su Alteza Imperial la
princesa Eugenia Bonaparte, descendiente directa del rey José y de Lucien
Bonaparte. Un hecho curioso es que casi todos los nombres del Imperio se
encontraban reunidos en la familia de mi cuñado: su hermanastro era príncipe de
Essling y duque de Rívoli; su hermana mayor se había casado con Su Alteza el
príncipe Murat, pretendiente al trono de Nápoles; sus otras hermanas eran la princesa
Eugène Murat, la duquesa de Camastra, la duquesa de Albufera y la duquesa de
Fezensac. Además, el 26 de febrero de 1931, mi sobrino y único heredero, Michel
Ney, duque de Elchingen y futuro príncipe de Moskova, se casó con Mlle Hélène
La Caze, nieta por parte de madre de Ferdinand de Lesseps y sobrina nieta de
Napoleón III y de la emperatriz Eugenia. Fui testigo de su casamiento junto con
el príncipe Murat.
Georges, nuestro hermano mayor,
fallecido en 1901, ya era casi un muchacho cuando nosotros todavía éramos
niños.
Guardo de mi infancia el más
encantador de los recuerdos. Puedo decir que durante ella conocí varios años de
una felicidad perfecta.
Mi madre amaba la música y,
encontrándome dotado para este arte, a los trece años me hizo abandonar la escuela
secundaria para que asistiera al Conservatorio, luego de vencer una leve
resistencia de mi padre.
Ingresé en la clase de piano de
Louis Diémer y obtuve el segundo accésit y más tarde el primero.
Cuando tenía unos dieciséis años
intenté componer melodías para las cuales yo mismo escribía los versos. Los
versos siempre me brotaban con facilidad, pero la música se mostraba siempre
rebelde. Un día, a los diecisiete años, tomé la decisión de dejar la música y
escribir, en adelante, sólo versos; así se definió mi vocación.
A partir de ese momento, se
apoderó de mí la fiebre del trabajo. Trabajé día y noche, por así decirlo,
durante muchos meses, al cabo de los cuales escribí La Doublure, cuya composición coincidió con la crisis descrita por
Pierre Janet.
Cuando apareció La Doublure, el 10 de junio de 1897, su
fracaso me causó una conmoción terriblemente violenta. Tuve la impresión de
haber caído al suelo desde lo alto de una prodigiosa cumbre de gloria. La
sacudida llegó a provocarme una especie de enfermedad cutánea que se manifestó
con un enrojecimiento de todo el cuerpo, y mi madre hizo que nuestro médico me
examinase, creyendo que tenía sarampión. La mayor secuela de esa conmoción fue
una terrible enfermedad nerviosa que sufrí durante mucho tiempo.
Volví a trabajar, pero de un modo
más prudente que cuando pasé por mi gran crisis de agotamiento. Durante algunos
años me dediqué a hacer prospección. Ninguna de mis obras me satisfizo, salvo Chiquenaude, que publiqué hacia 1900.
A los veinticinco años escribí
“La vista”. Ese poema apareció en Le
Gaulois du dimanche y captó la atención de algunas personas cultas. Incluso
se aludió a él en Sire de Vergy,
opereta que por entonces se representaba en el teatro de Variétés: uno de los personajes, ya no recuerdo cuál, contemplaba
en un portaplumas que le había acercado Ève La Vallière una vista de la batalla
de Tolbiac.
Después de “La vista” escribí
también “El concierto” y “El manantial”, y luego volví a hacer prospección
durante varios años, en el curso de los cuales sólo publiqué (en Le Gaulois du dimanche) El inconsolable y “Cabezas de cartón del
carnaval de Niza”. Esa prospección no dejaba de causarme sufrimientos y llegué
a revolcarme por el suelo presa de ataques de rabia, sintiendo que no lograba
producir en mí las sensaciones de arte a las que aspiraba.
Finalmente, cuando tenía unos
treinta años, tuve la impresión de haber encontrado mi camino gracias a las
combinaciones de palabras de las que he hablado. Escribí “Nanón”, “Una página
del folclore bretón” y luego Impresiones
de África.
Impresiones
de África
se publicó por entregas en Le Gaulois du
dimanche y pasó totalmente desapercibido.
De igual modo, cuando esta obra
apareció en las librerías nadie le prestó atención. Sólo Edmond Rostand, a
quien le envié un ejemplar, la comprendió de entrada, se apasionó por ella y se
la comentó a todo el mundo, hasta el punto de leerles fragmentos en voz alta a
sus amigos. A menudo me decía: “Con su libro se podría hacer una obra de teatro
extraordinaria”. Esas palabras influyeron en mí. Además, la incomprensión me
hacía sufrir y pensé que tal vez podría llegar al público más fácilmente
mediante el teatro que mediante los libros.
De modo que saqué de Impresiones de África una obra que hice
interpretar primero en el teatro Fémina y luego en el teatro Antoine.
Fue más que un fracaso, fue una
indignación colectiva. Me tildaron de loco, “chiflaron” a los actores, tiraron
monedas al escenario y le enviaron cartas de protesta al director.
Una gira por Bélgica, Holanda y
el norte de Francia no conoció mejor suerte.
Mientras tanto, yo estaba
escribiendo Locus Solus.
Al igual que Impresiones de África, la obra se publicó por entregas en Le Gaulois du dimanche y, del mismo
modo, pasó totalmente desapercibida.
En las librerías el resultado fue
nulo.
Nuevamente quise recurrir al
teatro y le pedí a Pierre Frondaie que sacara de Locus Solus una obra que hice interpretar con gran lujo en el
teatro Antoine.
En el estreno hubo un alboroto
indescriptible. Fue una batalla, porque esta vez, si bien casi toda la sala
estaba en mi contra, yo contaba al menos con un grupo de simpatizantes muy
fervorosos.
El asunto causó gran revuelo y de
la noche a la mañana me hice conocido.
Pero, lejos de ser un éxito, fue
un escándalo. Ya que, fuera del pequeño grupo favorable que he mencionado
antes, todo el mundo se había sublevado contra mí.
Según la expresión de un
periodista, fue “un alzamiento de estilográficas”. Una vez más me tildaron de
loco, de mistificador; todos los críticos gritaron de indignación.
Pero por fin se había alcanzado
un resultado: el título de una de mis obras se hizo famoso. En todas las
revistas teatrales de aquel año se incluyó una escena sobre Locus Solus, y dos de ellas lo tomaron
de inspiración para su título: Cocus
Solus (que, más afortunada que mi obra, su madrina, superó las cien
representaciones) y Blocus Solus ou les
bâtons dans les Ruhrs.
Pensando que la incomprensión del
público se debía quizás al hecho de que hasta entonces sólo le había presentado
en el teatro adaptaciones de libros, resolví escribir una obra especialmente
para la escena.
Escribí La estrella en la frente, que hice representar en el Vaudeville. Nuevo alboroto, nueva
batalla, pero en la que esta vez mis partidarios eran muchos más. En el tercer
acto, la efervescencia llegó a tal punto que, en medio de una escena, hubo que
bajar el telón para volver a subirlo sólo al cabo de un rato.
Durante el segundo acto, uno de
mis adversarios les gritó a los que aplaudían: “Hardi la claque” [hardi se usa en una expresión de este
tipo para alentar, pero también significa ‘descarado’, ‘insolente’; la claque eran los falsos espectadores
contratados para favorecer, con aplausos y elogios, el éxito de una obra], a lo
que Robert Desnos respondió: “Nous sommes la
claque et vous êtes la joue” [claque:
‘bofetada’: Nosotros somos la bofetada y ustedes son la mejilla]. La frase fue
un éxito y varios periódicos la citaron. (Observación divertida: intercambiando
la l y la j se obtiene: “Nous sommes la claque et vous êtes jaloux” [Nosotros
somos la bofetada y ustedes tienen envidia], frase que sin duda no hubiera
carecido de cierta precisión).
Una vez más la crítica se desató
contra mí y, como siempre, se habló de locura o mistificación. Llamaron a la
obra “L’Araignée sous le front” [La araña debajo de la frente —en francés,
decir que alguien tiene “une araignée au plafond”, ‘una araña en el techo’,
equivale a decir “le falta un tornillo”] y algunos periodistas entrevistaron a
mis actores para saber si yo escribía mis obras en serio o si mi objetivo era
burlarme de la gente. Supe que al final de una de las funciones un grupo de
estudiantes me estuvo esperando un rato a la salida para abuchearme.
Mientras tanto, el número de mis
partidarios seguía aumentando.
Después de La estrella en la frente escribí El polvo de soles, que hice representar en el teatro de la
Porte-Saint-Martin.
Las entradas para el estreno se
agotaron rápidamente y la concurrencia fue enorme. Muchos sólo fueron para
darse el gusto de asistir a una función tumultuosa y tomar parte de ella. Sin
embargo, la representación fue tranquila. Una sola vez, sin embargo, ante un
conato de manifestación hostil, uno de mis partidarios gritó: “¡Silencio,
idiotas!”.
Nadie comprendió la obra; y salvo
por unas pocas excepciones, los artículos de prensa fueron detestables.
Una serie de representaciones que
se dio poco después en el teatro de la Renaissance apenas si tuvo éxito. Al
bajar el telón, la gente gritaba irónicamente “el autor…, el autor…”. No
obstante, en cada una de mis funciones yo veía como se iban poniendo de mi lado
nuevas personas.
***
Para escribir La estrella en la frente y El polvo de soles había interrumpido la
composición de un libro en verso iniciado en 1915[1].
En aquella época había vuelto a
escribir poesía, que tenía abandonada desde hacía muchos años, y el libro en
cuestión no era otro que las Nuevas
Impresiones de África, que sólo terminé en 1928.
Resultaría difícil creer, en
efecto, la enormidad de tiempo que exige la composición de versos de ese tipo
Intentaré dar una idea.
Las Nuevas Impresiones de África debían contener una parte descriptiva.
Se hablaba en ella de unos minúsculos gemelos colgantes, cada uno de cuyos
tubos, de dos milímetros de ancho y diseñado para pegarse al ojo, encerraba una
fotografía en cristal: uno, la de los bazares de El Cairo; el otro, la de un
muelle de Lúxor.
Hice la descripción en verso de
esas dos fotografías. (Era, en suma, una repetición exacta de mi poema “La
vista”).
Ya concluido este primer trabajo,
retomé la obra desde su comienzo para poner a punto los versos. Pero al cabo de
algún tiempo tuve la impresión de que toda una vida sería insuficiente para
hacerlo y renuncié a proseguir la tarea. Todo ese trabajo me llevó cinco años.
Si alguien encuentra el manuscrito entre mis papeles, quizás le interese, tal
como ha quedado, a algunos de mis lectores.
Ahora bien, si de los trece años
y medio transcurridos desde el invierno de 1915 hasta el otoño de 1928 resto
los cinco años que acabo de mencionar, más el tiempo que tardé en escribir La estrella en la frente y El polvo de soles, constato que me llevó
siete años componer las Nuevas
Impresiones de África tal como se las presenté al público.
***
Termino este trabajo volviendo a
mencionar el doloroso sentimiento que siempre experimenté al ver como mis obras
se encontraban con una incomprensión hostil casi universal.
(Hicieron falta no menos de
veintidós años para agotar la primera edición de Impresiones de África).
Sólo conocí realmente el sabor
del éxito al cantar acompañándome al piano y, sobre todo, por medio de las
muchas imitaciones que hacía de actores o de gente común. Pero en esos casos,
al menos, el éxito era enorme y unánime.
Y
me refugio, a falta de algo mejor, en la esperanza de que podré alcanzar, quizás,
un poco de esplendor póstumo a través de mis libros.
Traducción y nota aclaratoria, para Literatura & Traducciones, de CARLOS CÁMARA
[1] Ya que hablo aquí de la parte poética de mi obra, quisiera citar cuatro versos que, cuando era muy joven, añadí, para entretenerme, al poema de Victor Hugo que empieza así: .
¿Cómo, decían ellos,
Con nuestras barcas
Huir de los alguaciles?
—Ramen, decían ellas.
Estos son los cuatro versos que debían seguir a los últimos del poema:
¿Cómo, decían ellos,
Sintiendo que tenemos alas
Dejar nuestros cuerpos viles?
—Mueran, decían ellas.
COMMENT J’AI ÉCRIT CERTAINS DE MES LIVRES
II
Je voudrais signaler ici une curieuse crise
que j’eus à l’âge de dix-neuf ans, alors que j’écrivais La Doublure.
Pendant quelques mois j’éprouvai une sensation de gloire universelle d’une
intensité extraordinaire. Le docteur Pierre Janet, qui m’a soigné pendant de
longues années, a fait une description de cette crise dans le premier volume de
son ouvrage De l’Angoisse à l’Extase (pages 132 et suivantes) ; il m’y
désigne sous le nom de Martial, choisi à cause du Martial Canterel de Locus
Solus.
***
Je voudrais aussi, dans ces notes, rendre
hommage à l’homme d’incommensurable génie que fut Jules Verne.
Mon admiration pour lui est infinie.
Dans certaines pages du Voyage au centre
de la terre, de Cinq Semaines en ballon, de Vingt Mille Lieues
sous les mers, de De la Terre à la Lune et de Autour de la Lune,
de l’Île mystérieuse, d’Hector Servadac, il s’est élevé aux plus
hautes cimes que puisse atteindre le verbe humain.
J’eus le bonheur d’être reçu une fois par lui
à Amiens où je faisais mon service militaire et de pouvoir serrer la main qui
avait écrit tant d’œuvres immortelles.
Ô maître incomparable, soyez béni pour les
heures sublimes que j’ai passées toute ma vie à vous lire et à vous relire sans
cesse.
***
Il faut encore que je parle ici d’un fait
assez curieux. J’ai beaucoup voyagé. Notamment en 1920-1921 j’ai fait le tour
du monde par les Indes, l’Australie, la Nouvelle-Zélande, les archipels du
Pacifique, la Chine, le Japon et l’Amérique. (Pendant ce voyage je fis une
halte assez longue à Tahiti, où je retrouvai encore quelques personnages de
l’admirable livre de Pierre Loti.) Je connaissais déjà les principaux pays de
l’Europe, l’Égypte et tout le nord de l’Afrique, et plus tard je visitai
Constantinople, l’Asie-Mineure et la Perse. Or, de tous ces voyages, je n’ai
jamais rien tiré pour mes livres. Il m’a paru que la chose méritait d’être
signalée tant elle montre clairement que chez moi l’imagination est tout.
***
Quelques courtes notes biographiques
termineront cet ouvrage.
Je fus élevé avec ma sœur Germaine, plus tard
duchesse d’Elchingen, puis princesse de la Moskowa à partir du 21 octobre 1928,
date où mourut sans laisser d’enfants le frère aîné de mon beau-frère, Napoléon
Ney, prince de la Moskowa, marié à S. A. I. la princesse Eugénie Bonaparte, descendante
directe du roi Joseph et de Lucien Bonaparte. Fait curieux : presque tous les
noms de l’Empire se trouvaient réunis dans la famille de mon beau-frère : son
demi-frère était prince d’Essling et duc de Rivoli ; sa sœur aînée avait épousé
S. A. le prince Murat, prétendant au trône de Naples ; ses autres sœurs étaient
: la princesse Eugène Murat, la duchesse de Camastra, la duchesse d’Albuféra et
la duchesse de Fezensac. De plus, mon neveu et unique héritier Michel Ney, duc
d’Elchingen et futur prince de la Moskowa, épousa, le 26 février 1931, Mlle Hélène
La Caze, petite-fille, par sa mère, de Ferdinand de Lesseps et petite-nièce de
Napoléon III et de l’impératrice Eugénie. À son mariage je fus témoin avec le
prince Murat.
Notre frère aîné Georges, mort en 1901, était
déjà presque un jeune homme quand nous n’étions encore que des enfants.
J’ai gardé de mon enfance un souvenir
délicieux. Je puis dire que j’ai connu là plusieurs années d’un bonheur
parfait.
Ma mère adorait la musique et, me trouvant
doué pour cet art, elle me fit quitter à treize ans le lycée pour le
Conservatoire, après avoir triomphé d’une légère résistance de mon père.
J’entrai dans la classe de piano de Louis
Diémer et j’obtins un second puis un premier accessit.
Vers seize ans j’essayais de composer des
mélodies dont je faisais les vers moi-même. Les vers venaient toujours
facilement, mais la musique restait rebelle. Un jour, à dix-sept ans, je pris
le parti d’abandonner la musique pour ne plus faire que des vers ; ma vocation
venait de se décider.
À partir de ce moment une fièvre de travail
s’empara de moi. Je travaillai, pour ainsi dire, nuit et jour pendant de longs
mois, au bout desquels j’écrivis La Doublure, dont la composition a
coïncidé avec la crise décrite par Pierre Janet.
Quand La Doublure parut, le 10 juin 1897,
son insuccès me causa un choc d’une violence terrible. J’eus l’impression
d’être précipité jusqu’à terre du haut d’un prodigieux sommet de gloire. La
secousse alla jusqu’à provoquer chez moi une sorte de maladie de peau qui se
traduisit par une rougeur de tout le corps et ma mère me fit examiner par notre
médecin, croyant que j’avais la rougeole. De ce choc résulta surtout une
effroyable maladie nerveuse dont je souffris pendant bien longtemps.
Je me remis au travail, mais d’une façon plus
sage que lors de ma grande crise de surmenage. Pendant quelques années ce fut
de la prospection. Aucune de mes œuvres ne me satisfit, sauf Chiquenaude
que je publiai vers 1900.
À vingt-cinq ans j’écrivis « La Vue ». Ce
poème parut dans le Gaulois du dimanche et y fut remarqué par certains
lettrés. Une allusion y fut même faite dans le Sire de Vergy, une
opérette qu’on jouait alors aux Variétés : un des personnages, je ne sais plus
lequel, regardait dans un porte-plume, qu’apportait Ève La Vallière, une vue
représentant la bataille de Tolbiac.
Après « La Vue », j’écrivis encore « Le
Concert » et « La Source », puis ce fut de nouveau la prospection pendant
plusieurs années, au cours desquelles je publiai seulement (dans le Gaulois
du dimanche) l’Inconsolable et « Têtes de Carton du Carnaval de Nice
». Cette prospection n’allait pas sans me causer des tourments et il m’est
arrivé de me rouler par terre dans des crises de rage, en sentant que je ne
pouvais parvenir à me donner les sensations d’art auxquelles j’aspirais.
Enfin, vers trente ans, j’eus l’impression
d’avoir trouvé ma voie par les combinaisons de mots dont j’ai parlé. J’écrivis
« Nanon », « Une Page du Folk-Lore Breton » puis Impressions d’Afrique.
Impressions d’Afrique parut
en feuilleton dans le Gaulois du dimanche et y passa tout à fait
inaperçu.
De même, quand cette œuvre parut en
librairie, nul n’y fit attention. Seul, Edmond Rostand, à qui j’en avais envoyé
un exemplaire, la comprit du premier coup, se passionna pour elle et en parla à
tous, allant jusqu’à en lire des fragments à haute voix à ses familiers. Il me
disait souvent : « Il y aurait une pièce extraordinaire à tirer de votre livre.
» Ces paroles m’influencèrent. En outre je souffrais d’être incompris et je
pensai que par le théâtre j’atteindrais peut-être plus facilement le public que
par le livre.
Je tirai donc d’Impressions d’Afrique une
pièce que je fis jouer au théâtre Fémina d’abord, au théâtre Antoine ensuite.
Ce fut plus qu’un insuccès, ce fut un tollé.
On me traitait de fou, on « emboîtait » les acteurs, on jetait des sous sur la
scène, des lettres de protestation étaient adressées au directeur.
Une tournée faite en Belgique, en Hollande et
dans le nord de la France ne fut pas plus heureuse.
Pendant ce temps j’écrivais Locus Solus.
Comme Impressions d’Afrique l’ouvrage
parut en feuilleton dans le Gaulois du dimanche et, de même, y passa
tout à fait inaperçu.
En librairie, résultat nul.
De nouveau je voulus recourir au théâtre et
je demandai à Pierre Frondaie de tirer de Locus Solus une pièce que je
fis jouer avec grand luxe au théâtre Antoine.
À la première il y eut un tumulte
indescriptible. Ce fut une bataille, car cette fois, si presque toute la salle
était contre moi, j’avais du moins un groupe de très chauds partisans.
L’affaire fit beaucoup de bruit et je fus
connu du jour au lendemain.
Mais, loin d’être un succès, ce fut un
scandale. Car, à part le petit groupe favorable dont j’ai parlé, tout le monde
était ameuté contre moi.
Suivant l’expression d’un journaliste, ce fut
« une levée de stylographes ». De nouveau on me traita de fou, de mystificateur
; toute la critique poussa des cris d’indignation.
Mais enfin un résultat était désormais acquis
: le titre d’un de mes ouvrages était célèbre. Dans toutes les revues
théâtrales, cette année-là, il y eut une scène sur Locus Solus, et deux
revues s’en inspirèrent pour leur titre : Cocus Solus (qui, plus
heureuse que ma pièce, sa marraine, dépassa la centième) et Blocus Solus ou
les bâtons dans les Ruhrs.
Pensant que l’incompréhension du public
venait peut-être du fait que je ne lui avais jusqu’alors présenté au théâtre
que des adaptations de livres, je résolus de composer un ouvrage spécialement
pour la scène.
J’écrivis L’Étoile au Front que je fis
représenter au Vaudeville. Nouveau tumulte, nouvelle bataille, mais où mes
partisans étaient cette fois beaucoup plus nombreux. Au troisième acte
l’effervescence devint telle qu’il fallut, au milieu d’une scène, baisser le
rideau pour ne le relever qu’au bout d’un certain temps.
Pendant le second acte, un de mes adversaires
ayant crié à ceux qui applaudissaient : « Hardi la claque », Robert Desnos lui
répondit : « Nous sommes la claque et vous êtes la joue. » Le mot eut du succès
et fut cité par divers journaux. (Remarque amusante, en intervertissant l’l
et le j on obtient : « Nous sommes la claque et vous êtes jaloux »,
phrase qui n’eût sans doute pas manqué d’une certaine justesse.)
Cette fois encore la critique fut déchaînée
contre moi, et, comme toujours, on parla de folie ou de mystification. On
appela la pièce « l’Araignée sous le front » et des journalistes interviewèrent
mes acteurs pour savoir si j’écrivais mes pièces sérieusement ou si mon but
était de me moquer du monde. J’appris qu’à la fin d’une des représentations un
groupe d’étudiants avait, pendant quelque temps, guetté ma sortie pour me huer.
Cependant le nombre de mes partisans
grossissait sans cesse.
Après L’Étoile au Front j’écrivis La
Poussière de Soleils que je fis représenter à la Porte-Saint-Martin.
On s’arracha les places pour la première et
l’affluence y fut énorme. Beaucoup ne venaient que pour avoir le plaisir
d’assister à une séance houleuse et d’y jouer leur rôle. Cependant la
représentation fut calme. Une fois pourtant, à un début de manifestation
hostile, un de mes partisans cria : « Silence les idiots ! »
La pièce ne fut pas comprise ; et à quelques
exceptions près les articles de presse furent détestables.
Une série de représentations donnée un peu
plus tard à la Renaissance ne fut guère heureuse. Quand le rideau tombait, des
gens criaient ironiquement « l’auteur… l’auteur… » Toutefois, à chacune de mes
manifestations, je voyais des gens nouveaux se rallier à moi.
***
Pour écrire L’Étoile au Front et La
Poussière de Soleils j’avais interrompu la composition d’un ouvrage en vers
commencé en 1915[1].
À cette époque je m’étais remis à la poésie,
abandonnée depuis bien des années, et l’ouvrage en question n’était autre que
les Nouvelles Impressions d’Afrique, que je n’achevai qu’en 1928.
On ne saurait croire, en effet, quel temps
immense exige la composition de vers de ce genre.
Je vais essayer d’en donner une idée.
Les Nouvelles Impressions d’Afrique devaient
contenir une partie descriptive. Il s’agissait d’une minuscule
lorgnette-pendeloque, dont chaque tube, large de deux millimètres et fait pour
se coller contre l’œil, renfermait une photographie sur verre, l’un celle des
bazars du Caire, l’autre celle d’un quai de Louqsor.
Je fis la description en vers de ces deux
photographies. (C’était, en somme, un recommencement exact de mon poème « La
Vue ».)
Ce premier travail achevé, je repris l’œuvre
dès son début pour la mise au point des vers. Mais au bout d’un certain temps
j’eus l’impression qu’une vie entière ne suffirait pas à cette mise au point et
je renonçai à poursuivre ma tâche. Le tout m’avait pris cinq années de travail.
Si l’on retrouve le manuscrit dans mes papiers, peut-être intéressera-t-il, tel
qu’il est, certains de mes lecteurs.
Or, si, des treize ans et demi qui s’écoulèrent
de l’hiver de 1915 à l’automne de 1928, je retranche les cinq ans dont je viens
de parler, plus le temps que je mis à écrire L’Étoile au Front et La
Poussière de Soleils, je constate qu’il m’a fallu sept ans pour composer
les Nouvelles Impressions d’Afrique telles que je les ai présentées au
public.
***
En terminant cet ouvrage je reviens sur le
sentiment douloureux que j’éprouvai toujours en voyant mes œuvres se heurter à
une incompréhension hostile presque générale.
(Il ne fallut pas moins de vingt-deux ans
pour épuiser la première édition d’Impressions d’Afrique.)
Je ne connus vraiment la sensation du succès
que lorsque je chantais en m’accompagnant au piano et surtout par de nombreuses
imitations que je faisais d’acteurs ou de personnes quelconques. Mais là, du
moins, le succès était énorme et unanime.
Et
je me réfugie, faute de mieux, dans l’espoir que j’aurai peut-être un peu
d’épanouissement posthume à l’endroit de mes livres.
[1] Puisque je
touche ici à la partie poétique de mon œuvre, je voudrais citer quatre vers
que, dans ma grande jeunesse, je m’étais amusé à ajouter à la poésie de Victor
Hugo qui débute ainsi :
Comment,
disaient-ils,
Avec nos
nacelles
Fuir les
alguazils ?
— Ramez,
disaient-elles.
Voici ces
quatre vers qui devaient suivre les derniers de la poésie :
Comment,
disaient-ils,
Nous sentant des
ailes
Quitter nos
corps vils ?
— Mourez, disaient-elles.