USHUAIA
EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA
CAPITULO XLII
LOS ESPÍRlTUS ONAS DE LOS BOSQUES: “MEHN, YOHSI y HAHSHl”. OIGO HABLAR DE OTROS MONSTRUOS. INGRESO COMO NOVICIO EN LA LOGIA DE LOS ONAS. LOS ORÍGENES DE LA SOCIEDAD SECRETA. SERES DE LAS SOMBRAS. LAS CONVENCIONES DEL “HAIN”. VEO A HALPEN, LA MUJER DE LAS NUBES, Y A HACHAI, EL HOMBRE CON CUERNOS. SHORT INICIA A LOS NOVICIOS. K-WAMEN CONOCE EL GRAN SECRETO. LOS DEBERES DE UN KLOKTEN. LA CURA MILAGROSA DE HALIMINK. REPRESENTACIONES RITUALES DE LOS HOMBRES Y MUJERES ONAS. CON EL AVANCE DE LA CIVILIZACIÓN LOS SECRETOS DEL “HAIN” QUEDAN EN DESCUBIERTO. ALGUNAS OBSERVACIONES REFERENTES A RELATOS DE VIAJEROS.
1
TERMINADAS las guerrillas entre los distintos clanes de la tierra de los onas, me fue dado vivir un largo período de felicidad en compañía de mis amigos indios. Las viejas rencillas estaban olvidadas y ahora podía yo circular a voluntad de un grupo a otro sin ofender a nadie. Con Ahnikin no me sentía tranquilo, su mirada seguía siendo enigmática; en cambio Halimink desde el día del Jelj, me demostraba la más sincera amistad, y últimamente en Viamonte fue el más leal de todos los cuidadores de ovejas.
Algún tiempo después de la gran ceremonia de paz fui iniciado en la Sociedad Secreta de los hombres onas.
Ya en los primeros días de Ushuaia sabíamos que los jóvenes yaganes pasaban por un período de prueba y casi de iniciación. El centro de estas actividades era una gran choza llamada Keena. En algunas ocasiones los yaganes permitían a sus mujeres el acceso a la Keena para tomar parte en ciertas representaciones teatrales. Los onas seguramente tenían construcciones similares distintas completamente a las que les servían de vivienda. Esos locales, llamados Hain, se hallaban en malas condiciones e invadidos por la hierba, pero en ocasiones, cerca del otoño, cuando los guanacos estaban gordos y abundaban los gansos, observé que algunos parecían mejor cuidados y habían estado habitados recientemente. Estaban ubicados por lo general cerca de un grupo de árboles; un gran espacio los separaba de algún lugar favorito para instalar sus tiendas de campaña. En el Hain se instruía a los jóvenes de trece a diecisiete años sobre las verdades de la vida y después de un período de prueba eran admitidos en el círculo de los hombres. Creo que el Hain se usaba también para misteriosos actos, que no podían presenciar las mujeres. Estas reuniones se suspendían en épocas de conmoción.
Desde la niñez he sabido que los yaganes tenían gran respeto por la magia y la brujería y que esas criaturas salvajes de los bosques llamadas Hanush y Cushpij los aterrorizaban en mayor grado aún que los mismos onas; en cuanto a estos últimos, a medida que fui conociendo mejor sus costumbres, comprobé que no sólo tenían mayor número de supersticiones, sino también que eran más profundas, más complicadas que las de los yaganes y que el fundamento y origen de muchas de ellas debían permanecer secretos.
Más adelante clasifiqué las supersticiones onas de este modo:
Primero: Miedo a la magia y al poder de los magos, aun al de aquellos que se reconocían a sí mismos como embaucadores, y tenían, a su vez, el poder de sus colegas.
Segundo: Folklore y leyendas sobre temas referentes a un período que abarcaba desde los tiempos anteriores a la creación hasta la época moderna. El narrador de leyendas esforzaba su memoria para ser prolijo y minucioso, y consultaba a otros hombres sabios cuando no estaba seguro de algún detalle que quería puntualizar.
Tercero: Creencia en dos clases de fantasmas (no espíritus de difuntos) que rondaban por los lugares más desolados de la región, y que, como todo fantasma respetable y civilizado, sólo se aparecían entre el ocaso y la aurora, a los viajeros solitarios.
Cuarto: Una creencia más o menos fingida en una familia fantástica, dotada de fuerza sobrehumana, que salía a veces de las rocas, árboles, nubes, etcétera, para asistir a las reuniones de hombres, y que solía, si la provocaban, perseguirlos y despedazarlos, pues era de muy mal genio.
Ya he desarrollado, en detalle, el primer capítulo de esta clasificación. Del folklore y la leyenda me ocuparé en páginas subsiguientes. Ahora me referiré al tercero, como preliminar al cuarto.
Dos eran los tipos de fantasmas onas: Mehn, generalmente bien dispuesto, y Yohsi, un espíritu particularmente maléfico. El concepto que ellos tenían de Mehn no sabría expresarlo con precisión. Aunque nunca he oído que le dieran un sentido de vida o de pensamiento, podría, sin embargo, significar cualquiera de los dos. Podía ser tanto una quimera como una entidad o más bien un sinnúmero de entidades. Podía estar en la sombra de un hombre proyectada en el suelo o en su reflejo en un lago; podían ser su indicio la luz a la deriva en el bosque, una tenue corona de humo, una lánguida sombra en un día nublado o un escalofrío que apenas se percibe. Mehn puede hacer que los hombres presientan el peligro y prevenirles de inminentes calamidades. Quizás algún hombre civilizado, algún blanco cazador solitario, haya sentido la presencia de Mehn, pero no habrá comunicado a nadie, por temor de que se le creyera loco. Cuando un ona moría su Mehn también desaparecía. Pero nadie se interesaba por saber dónde había ido. El Mehn de un hombre puede abandonarlo y refugiarse en su sombra, o en su reflejo en el agua, o en un vidrio, pero nadie se lo puede quitar; volverá y el hombre no habrá perdido nada. Cuando aparecieron las primeras cámaras fotográficas en la tierra de los onas, a los indios, al principio, no les gustaba ser fotografiados; temían perder a sus Mehns para siempre, al ser transferidos a la película. La influencia del Mehn no se limitaba a los hombres, también los animales la sentían: todo ser viviente tenía su propio Mehn. Por ejemplo Whash K-Mehn, el espíritu del zorro, puede despistar a los perros de caza engañando a su olfato; otro espíritu advierte al guanaco la proximidad del cazador, aunque esto lo hace más por aversión a los hombres que por amor a los guanacos.
El duende Yohsi se manifestaba en forma menos etérea. Parecía un hombre y tenía mujer e hijos en su casa. Era transparente pero no invisible y podía dejar o no cierta clase de señales al pasar por la nieve más blanda. Juntaba ramitas secas y pedazos de madera para hacer fuego, pero era incapaz de encenderlo. Se aparecía muy frecuentemente al solitario cazador que pasa la noche junto a su fuego. Mientras el cazador duerme, Yoshi agita el fuego con su largo dedo del corazón. Acontece que aquél se despierta sobresaltado y se encuentra a Yohsi sentado frente a él. Yohsi puede desaparecer al instante, o quedarse mucho tiempo, con gran susto del cazador. Se han citado casos de paseantes solitarios que fueron encontrados muertos y horriblemente mutilados, evidentemente por Yohsi, en el lugar que habían elegido para pasar la noche.
En una ocasión viajaba yo con un par de onas. Habiendo salido tarde de las montañas, habíamos acampado en un matorral junto al nivel alto de los árboles, cuando el agudo chasquido de las ramitas en el aire helado convenció a mis compañeros de que Yohsi andaba por los alrededores. Era evidente la nerviosidad de los indios, y cuando yo fui lo suficiente tonto para burlarme de esta superstición, uno de ellos me regañó, diciéndome que si yo estuviera solo y me encontrara con Yohsi sentado, frente a mí, al otro lado del fuego, no sería tan valiente.
Por alguna razón desconocida, el número de los Yohsi disminuyó muchísimo, aun antes de la llegada de los blancos, encontrándoseles ahora solamente en los más solitarios e inaccesibles lugares del país.
Tales eran Mehn y Yohsi, los fantasmas de los onas, ambos eran aceptados como seres sobrenaturales y temidos tanto por los hombres como por la mujeres. Entre estos dos fantasmas y los demás seres de las sombras estaba Hahshi, que era un eslabón intermedio, aunque tenía su propia personalidad.
Hahshi era un solitario y ruidoso duendecillo, de color castaño obscuro, como el de la madera húmeda y podrida. Decían que provenía de los árboles muertos y andaba generalmente rondando en la vecindad de los grandes bosques quemados. Era grueso, glotón, invulnerable a las flechas e increíblemente fuerte. Vagaba de noche por los bosques, gritando de rato en rato: cooh-hooh, cooh-hooh. Probablemente, todo esto ha sido sugerido por el grito de alguna de las muchas clases de mochuelos que se encuentran en esos lugares. Cuando el grito suena de noche cerca de algún campamento, es muy probable que se produzca una desbandada general por el temor de que Hahshi, haya descubierto el lugar y tenga intención de acercarse.
Hahshi era muy dañino. Si encontraba el campamento desierto, causaba gran estropicio; desordenaba los enseres, mezclaba las capas que tomaba de los diferentes refugios; echaba abajo las chozas, vaciaba las bolsas de agua sobre el fuego, y si encontraba cabezas de guanacos, las partía con los dientes y se comía los sesos, que le gustaban muchísimo.
Si no se oían los gritos que daba Hahshi al retirarse, un valiente se aventuraba hasta el campamento para espiar los movimientos del duende y volvía al fin con la noticia de su partida. Entonces todo el grupo regresaba y se dedicaba a reparar los destrozos y poner las cosas nuevamente en orden.
Nunca vi a Hahshi, pero varias veces observé que el grito de un mochuelo fue la causa de una precipitada fuga. Cuando las mujeres manifestaban su temor a Hahshi, los hombres lo tomaban a broma. Les brindaba la oportunidad de burlarlas simulando la aparición del duende, para asumir luego esa actitud protectora que tanto nos gusta a los varones. Para dar más realidad a su demostración y por si acaso una de las mujeres los sorprendía mientras atravesaban el campamento desierto, el falso Hahshi se cubría con hojas secas y pedazos de cortezas pegadas con barro y moho; añadiendo así la suciedad a las otras poco admirables peculiaridades del duende.
No era siempre el grito de un verdadero mochuelo lo que sembraba el pánico. Un cazador travieso, que se ha alejado del campamento luego de manifestar su intención de no regresar en varios días, puede, muy fácilmente, arrastrándose de noche a corta distancia del campamento, y dando el grito convencional de Cooh-hooh, repetidas veces, crear la consiguiente alarma, que los otros hombres se encargarían de magnificar. En este caso, ni siquiera había necesidad de disfrazarse ni pintarse para representar el papel.
Después de Hahshi, que no era ni un fantasma ni un monstruo superhumano del Hain, llegamos a la última serie de criaturas, la fantástica familia que he consignado en mi cuarta clasificación. Estos fantasmas, con excepción de uno, sentían especial aversión por las mujeres, sus historias convergen y son difíciles de separar en la trama del folklore. Eran la esencia misma de la Logia ona.
Cuando en 1898, poco después de la muerte de mi padre, perseguí al ganado arisco detrás de Flat Top, con Ahnikin, Minkiyolh y Chauiyolh, el hijo de Te-ilh, tuve oportunidad, durante los diez días y noches que pasé con ellos, de ahondar mis conocimientos de la mitología ona. Los tres pertenecían a distintos grupos: Ahnikin, al de las montañas, Minkiyolh, al del cabo San Pablo y Chauiyolh al de Najmishk; era, pues, lógico suponer que las leyendas que recogí de ellos eran comunes a toda la tierra de los onas. No tardé en comprender así cómo creían en la existencia de Mehn y Yohsi, a los que de verdad temían, hablaban de otros seres misteriosos, sobrenaturales, en quienes simplemente querían hacerme creer que creían. Describían en tono muy serio extraños monstruos que pretendían haber encontrado en lugares solitarios y de los cuales habían logrado escapar a duras penas.
Se referían a una criatura semejante al hombre, pero con cuernos largos y afilados, y a sus dos feroces hermanas, blanca una y roja la otra. Estas tres parecían ser lo más temidas, pero existían muchos más. De noche, Ahnikin, o uno de los otros, simulaba temer que uno de esos seres anduviera rondando por la selva en que acampábamos.
Me convencí de que los jóvenes mentían cuando declaraban solemnemente que habían visto a esos seres misteriosos y que habían sido perseguidos por ellos. Yo sabía que demostrar incredulidad o ridiculizar sus relatos significaba poner fin a los mismos, y como sentía que estas antiguas supersticiones merecían algún respeto, les escuchaba con gran interés y aparentaba creerles.
Algunos años después comprobé que estos relatos de los encuentros con el hombre con cuernos, las hermanas roja y blanca y otras criaturas misteriosas me fueron hechos por Ahnikin, Minkiyolh y Chauiyolh, no porque ellos tuvieran fe en los mismos, así como creían en las brujerías y en los espíritus de la selva, sino porque me consideraban a la par de las mujeres onas, puesto que yo no era un iniciado y no pertenecía a la Logia.
2
Aunque, naturalmente, yo estaba lleno de curiosidad, no quería forzar mi ingreso a esa sociedad secreta; en consecuencia me mantenía apartado y aguardaba la ocasión propicia. Al final, mi paciencia fue recompensada. Una tarde, poco después de quedar establecida la paz en la tierra de los onas, fui invitado a asistir a una gran reunión de indios de todos los clanes, que se realizó cerca de un viejo Hain en los bosques, a corta distancia de un campamento donde se habían agrupado todas las familias.
Cuando llegué, un grupo de hombres reunidos alrededor de una hoguera estaba empeñado en un debate sobre mis aptitudes para ser admitido como miembro de la Logia; las opiniones estaban divididas. La minoría, encabezada por los conservadores Shishkolh y Shijyolh, era contraria a la propuesta. Entre aquellos que me apoyaban enérgicamente estaban Halimink y Tininisk, el influyente curandero. Después de referirse a varios episodios de mi vida que justificaban la estimación de esos hombres primitivos, Tininisk concluyó diciendo que aunque yo parecía un hombre blanco, mi corazón, que él como joön podía ver con sus propios ojos, era el corazón de un ona.
Estas palabras hicieron enmudecer a la oposición y de inmediato se hicieron los trámites de mi ingreso al Hain como novicio. Halimink empezó por decirme que yo era ahora un indio, un hombre y no un niño, pero que tenía aún mucho que aprender. Mi mentor y guía dijo, sería Aneki, cuyo padre, el prudente Heëshoölh, había transmitido a sus hijos Aneki, Schilchan y al finado Otrhshoöl, la antigua sabiduría. Aneki sería secundado por su hermano Schichan (Voz suave). Yo debía prestar atención a lo que ellos me dijeran y obecer las reglas de la Logia, que eran muy estrictas. Halimink me advirtió gravemente que si alguien confiaba a una mujer o a un no iniciado los secretos de la Logia, tanto uno como otro, debían ser muertos. El culpable no encontraría quien lo defendiera, pues en el caso de cometer tan imperdonable indiscreción un hermano mataría a su hermano, un padre a su hijo.
Cuando Halimink terminó su impresionante disertación, me ordenó que me retirara al Hain con mis mentores. Éstos me guiaron con el mayor cuidado, como si obstáculos invisibles obstruyeran mi camino, no sólo al acercarnos al Hain, sino también cuando estuvimos dentro de esa espaciosa choza.
Había un fuego encendido en el centro de la misma. A lo largo de las paredes unos pesados postes servían de soportes. Uno de ellos, que quedaba en mitad del recinto, estaba ennegrecido por el fuego. Aneki me invitó a que me sentara cerca de ese poste. Evidentemente, ese asiento había sido elegido de antemano y era el que me tenían destinado para todas las reuniones de la Logia.
Pronto empezaron a entrar otros indios, mientras Aneki me explicaba las reglas del Hain. De tiempo en tiempo, su hermano pronunciaba una o dos palabras, pero casi siempre permaneció callado. Pensé que su principal función era vigilar y oír y que lo correcto era que el tutor tuviese un testigo; es interesante esa similitud entre los procedimientos de los hombres primitivos y los nuestros. Además, en caso de necesidad, por ejemplo, si yo hubiese probado ser un alumno intratable, Shilchan estaría allí para ayudar a Aneki a matarme.
Después de un rato, Aneki me preguntó amablemente si le tenía miedo al fuego. Sabiendo lo que se esperaba de mí, tomé una pequeña brasa entre los dedos y la coloqué sin prisa y con aparente indiferencia, sobre mi brazo, pues sabía muy bien que unos cuantos pares de ojos me vigilaban. Después de un momento que me pareció interminable, Aneki la sacudió diciendo:
—K-pash kau. (Ya es suficiente.)
La conversación se hizo después general; me observaron de pies a cabeza y discutieron mi aptitud para representar una u otra de las criaturas semihumanas que visitaban el Hain. Debido a mi figura y a mi estatura de un metro ochenta, consideraron conveniente que tomara el papel de Short [Ésta es una palabra ona, no la inglesa short que significa corto], aunque luego lo estimaron imprudente, pues las huellas de mis pies desnudos, que hasta las mujeres podrían reconocer, me hubieran descubierto. Pronto la reunión perdió su carácter de seriedad; se oyeron primero conversaciones en voz baja y risas mal reprimidas y luego se sucedieron, con cortos intervalos, grandes alborotos; estos estoicos parecían haber perdido todo dominio sobre sí mismos. Gritos de ira y de terror se mezclaban con aullidos de excitación y de dolor; también se oían otros sonidos más extraños, que se suponía eran proferidos por sobrenaturales, aunque no celestiales visitantes de nuestra Logia. Uno de estos estallidos fue tan ruidoso que las mujeres salieron del campamento, aunque se mantuvieron a respetuosa distancia, al fondo del Hain. En un momento de calma en aquella babel, las oí gritar, destacándose entre todas, la voz de Leluwhachin, mujer de Tininisk, única hechicera de la tierra de los onas. Preguntaba si su hermano mayor (yo) había sido muerto. Tininisk contestó que los hombres me protegían de las dos feroces hermanas Halpen y Tanu y ordenó a las mujeres que regresaran a sus casas.
Para dar mayor dramaticidad al acto, algunos hombres se hicieron cortes bastante serios en el pecho y en los brazos con pedazos de vidrio o piedras puntiagudas, se rasguñaron la cara y se hicieron sangrar la nariz introduciendo en ella profundamente palos afilados. Así podían luego contar a sus mujeres que las perversas hermanas, la de las nubes blancas y la de la arcilla roja, se habían enfurecido al encontrar un hombre blanco en su Logia, y que las heridas habían sido causadas por las largas garras de sus dedos del corazón (unas peculiaridades de Halpen, de Tanu y de Yohsi, el duendecillo vengador de los bosques), mientras los hombres me defendían valerosamente.
3
Para formarnos un concepto de la importancia de esta ridícula ceremonia, debemos apelar a la historia. Dedicaré el próximo capítulo a las expresiones del folklore ona, recopiladas durante un período de varios años, a partir de los días en que cacé por primera vez con los indios en los bosques de Harberton. De ese fárrago de fábulas y leyendas que me fueron relatadas por etapas, sin ninguna cohesión y con muchas repeticiones, surge la historia del Hain de los onas.
En la época en que toda la selva era siempre verde, antes que Kerrhprrh, el papagayo, pintara de rojo las hojas del otoño con los colores de su pecho, antes que los gigantes Kwonyipe y Chashkilchesh, cuyas cabezas sobrepasaban las copas más altas de los árboles, merodearan por los bosques, en los días en que Krren (el Sol) y Kreeh (la Luna) andaban por la tierra como hombre y mujer y que muchas de las grandes y dormidas montañas eran seres humanos, en aquellos lejanos tiempos la brujería era conocida solamente por las mujeres en la tierra de los onas. Ellas mantenían una Logia privada a la cual ningún hombre se atrevía a acercarse.
Las jóvenes, cuando llegaban a la pubertad, eran instruidas en las artes mágicas y aprendían a atraer las enfermedades y hasta la misma muerte sobre cualquier ser que las disgustara.
Los hombres vivían en un abyecto temor y sometimiento. Ciertamente, tenían arcos y flechas con los que proveían de carne a los campamentos, pero ¿cómo podían ellos usar esas armas contra las brujerías y las enfermedades? Aquella tiranía de las mujeres fue agudizándose, hasta que los hombres comprendieron que una hechicera muerta era menos peligrosa que una con vida. Tramaron una conspiración y sobrevino una gran matanza, de la cual no escapó ninguna mujer adulta ni adolescente que hubiera empezado sus estudios de hechicería. Así es que los hombres se encontraban ahora sin mujeres y debían esperar hasta que las niñas crecieran. Otro problema que se les presentaba era éste: ¿cómo harían los hombres para conservar la superioridad que habían conseguido? Tal vez cuando estas niñas alcanzaran la madurez se congregarían y recuperarían su antiguo ascendiente. Para prevenirlo, los hombres crearon una sociedad secreta propia y proscribieron para siempre la Logia de las mujeres, en la que se habían planeado tantos maleficios contra ellos. A ninguna mujer se le permitió acercarse al Hain, bajo pena de muerte. Para que la orden fuera respetada por las mujeres, los hombres crearon una nueva rama diabólica, una serie de seres extraños, en parte producto de su propia imaginación y en parte adaptados a las antiguas leyendas, que tomarían forma corpórea al ser personificados por miembros de la Logia y ahuyentar de este modo a las mujeres de los concilios secretos del Hain. Se suponía que estos espíritus detestaban a las mujeres y estaban bien dispuestos hacia los hombres, al punto de proveerles misteriosas comidas durante las prolongadas sesiones de la Logia. En ocasiones, estos seres manifestaban mal genio y las mujeres del campamento se enteraban de su irritabilidad por los gritos y misteriosos llantos que llegaban del Hain y las caras rasguñadas y las narices sangrantes con que los hombres volvían a sus hogares después de una sesión turbulenta.
Los más espantosos visitantes sobrenaturales del Hain eran el hombre con cuernos y las feroces hermanas a quienes Ahnikin y los otros muchachos habían aludido durante nuestra persecución del ganado detrás de Flat Top. El hombre con cuernos se llamaba Halahachish o más comunmente Hachai. Provenía de las rocas cubiertas de musgo y era de aspecto tan grisáceo como su guarida. La hermana blanca era Halpen, procedía de las nubes blancas (cúmulus) y junto con su hermana Tanu, originaria de la arcilla roja, gozaba de una temible reputación de crueldad.
Un cuarto monstruo del Hain era Short; éste participaba con mucha más frecuencia que los otros tres en las actividades de la Logia. Lo mismo que Hachai procedía de las rocas grises. Su única vestimenta era un pedazo de piel blancuzca, parecida al pergamino, echado sobre la cabeza y la cara. Tenía agujeros para los ojos y la boca, ajustaba tirante la cabeza y se ataba por detrás. Había varios Shorts y se podía ver a más de uno a la vez. Existía gran variedad en el colorido y los dibujos de su pintura. Un brazo y la pierna opuesta podían ser blancos o rojos, con puntos y rayas del otro color superpuestos. Su cuerpo, revestido del plumón gris de pájaros jóvenes, tenía la misma apariencia que los lugares cubiertos de liquen que frecuentaban. A diferencia de Hachai, Halpen y Tanu, se le encontraba lejos del Hain. A veces lo veían las mujeres, cuando juntaban leña o bayas en el bosque; en tales ocasiones, ellas se apresuraban a volver a sus casas a difundir la sensacional noticia, pues Short era considerado muy peligroso para las mujeres por su afición a matarlas. Cuando aparecía cerca del campamento las mujeres se echaban boca abajo en el suelo de sus refugios, junto con sus hijos, y se cubrían la cabeza con cualquier capa suelta que encontraran a mano.
Además de estos cuatro, había muchas otras criaturas en el Hain, algunas de las cuales quizás no habían aparecido en varias generaciones. Por ejemplo, Kmantah, cuya madre era Kualchink (el haya caediza) a la cual volvía y con cuya corteza se vestía. Otro era Kterrnen, pequeño y muy joven, al que se tenía por hijo de Short; siempre estaba muy pintado y cubierto de parches de plumas y era el único de los seres de la Logia bien dispuesto hacia las mujeres, a las cuales les estaba permitido mirarlo cuando pasaba.
A veces yo me preguntaba si estas extrañas apariciones no serían los residuos de una religión en decadencia, mas luego llegaba a la conclusión de que eso no podía ser. No existían leyendas que permitieran deducir que alguna de las criaturas personificadas por los indios hubiera andado por la tierra, bajo cualquier corporización que no fuera producto de la fantasía.
El Hain era una choza grande ubicada generalmente a medio kilómetro del poblado, al este del mismo y dándole la espalda, para impedir que las curiosas mujeres espiaran su interior, ya que la puerta estaba constantemente abierta. Siempre que era posible, se levantaba cerca de un grupo de árboles que impidiesen observar el interior del Hain, escenario en que aparecían los actores desde otras direcciones.
Algunos exploradores que observaron esas chozas las definieron como lugares de adoración del sol, principalmente por su orientación. Esta, sin embargo, no obedecía a ningún propósito religioso ni de culto al sol naciente; ubicaban la entrada del Hain hacia el Este para protegerse contra los fuertes vientos que habitualmente soplaban del Oeste. Había otra razón para que la sede de la Logia estuviera a sotavento del poblado: sus miembros afirmaban que durante las reuniones sólo tomaban alimentos místicos; si la brisa llevaba el olor de la carne asada hasta el poblado, nadie creería esa historia.
Aneki me dijo en esa primera lección, que en el centro del Hain, donde estaba el fuego, se abría un abismo imaginario de enorme profundidad, con un fuego infernal en el fondo, que traspasaba el umbral y se prolongaba muy lejos hacia el Este. Muchos años atrás, cuando el Hain era nuevo, este abismo había existido realmente, y aquel que intentaba cruzarlo caía en él y perecía. Ahora sólo se presumía su existencia, pero era igualmente peligroso cuando la reunión estaba en pleno. Si una persona caminaba, aun sin saberlo, sobre el lugar donde se suponía que estaba el fuego, sería arrojado a él; aunque, añadía Aneki, no permanecería siempre allí. Esta era una advertencia directa para mí; ahora sabía yo por qué mis tutores habían guiado mis pasos tan cuidadosamente al acercarnos y al penetrar en el Hain.
Este abismo hipotético tenía otro propósito. Dividía la Logia en dos grupos, de acuerdo con el grado de parentesco o el lugar de nacimiento. Los hombres del norte se sentaban al sur y los hombres del sur, al norte. Disposiciones semejantes regía para el acceso al Hain. Yo, que procedía del sur del otro lado de las montañas, y que no tenía ningún vínculo ni por el lugar de nacimiento ni por la sangre con los norteños, cuando venía del pueblo debía acercarme por la izquierda del Hain y penetrar en la choza cerca de la pared de la derecha y con el fuego a mi izquierda. Hacia el centro estaba Kiayeshh, que significaba corvejón negro; era el nombre del poste ennegrecido por el fuego. Cerca de Kiayeshk se encontraba mi asiento. En los concilios yo no debía pasar más adelante hasta el final de las ceremonias o hasta que se me pidiera directamente que lo hiciera.
Si un hombre tenía dos lugares de origen, en razón de que sus padres provenían uno del norte y otro del sur, no se le imponía ninguna restricción. Aneki era uno de estos miembros privilegiados. Su padre, Heëshoölh, era oriundo del sudeste y su madre norteña, de manera que le era permitido pasar por ambos lados de la Logia al venir del pueblo y sentarse al norte o al sur del ardiente abismo.
Acabada la sesión, se abolían todas las restricciones y podíamos abandonar el Hain en el orden que quisiésemos. Cuando no se usaba como sede de la Logia, la choza servía de vivienda y cuarto de estar para hombres solteros, o viudos tales como Chalshoat, que había perdido a su mujer como resultado de un descuido imperdonable en el uso de su arco, o para los klokten que habían aprobado el examen de admisión. Los muchachos no iniciados debían dormir en el campamento.
4
En la tarde siguiente a la de mi iniciación se decidió que Tinis, el muchacho aush lisiado, personificara a Halpen, la cruel hechicera de las nubes. Cubrieron al infortunado, de la cabeza a los pies, con las capas de piel de todos los presentes, puestas con el pelo hacia adentro. Abrumado por el peso, cegado, perdió toda semejanza con un ser humano. Mientras le iban echando las ropas, sólo cuidaron de no sofocarlo; constantemente le preguntaban si podía respirar. Las capas exteriores, fueron blanqueadas con tiza. Terminados estos preparativos, la pesada criatura fue conducida secretamente hasta un grupo de árboles, a unos ochenta metros del Hain. Allí le colocaron sobre la cabeza un fardo que representaba un gran pescado con cara humana. Cuando todo estuvo listo, dejaron a Halpen al cuidado de Tininisk y uno o dos más, profirieron esos extraños gritos que no sé cómo describir, y volvieron al Hain.
Aparecieron entonces delante del campamento las mujeres y los niños, formando un excitado grupo, y los más temerarios se aventuraron unos metros más adelante para observar mejor.
El pobre Tinis no podía ver nada y le era muy difícil moverse bajo el peso de tantas pieles, pero allí estaba Tininisk para ayudarlo. Escondido tras el enorme bulto de Halpen, el curandero, desnudo, lo sostenía y dirigía sus pasos.
La forma de la cabeza facilitaba el manejo a Tininisk y prestaba al disfrazado una peculiar apariencia amenzadora, concordante con la siniestra reputación de Halpen. En un silencio aterrador, Halpen fue llevado hasta el grupo de hombres que esperaban cerca de la puerta del Hain y todos juntos entraron en el mismo.
Para el hombre civilizado, esto sería una pantomima infantil y ridicula, pero para el espectador, influido por la superstición y la excitación del momento, el lento avance de Halpen, interrumpido con frecuencia para encararse directamente con las mujeres, era algo realmente impresionante.
Los onas decían que los movimientos de Halpen no eran siempre tan lentos, y que podía desplazarse con rapidez cuando así lo deseaba. Solía atrapar seres humanos y llevárselos a las nubes, desde donde devolvía luego sólo los huesos pelados.
Cualquiera que como Tinis estuviera dispuesto a llevar una pesada carga en circunstancias penosas, podía personificar a Halpen o a Tanu, su hermana; las únicas visibles diferencias entre las dos hermanas consistían en que la última era roja en vez de blanca, y tenía un porte mucho más elegante.
Esta fue la única vez que vi a Halpen; a su hermana nunca la vi. En realidad, sus apariciones eran tan poco frecuentes que muy pocos de los onas que he conocido la habían visto.
Muchos de los seres del Hain requerían mayor habilidad dramática que Halpen y Tanu, y pocos eran los actores capaces de encarnarlos a gusto de los críticos onas. Quizás el papel que representaban mejor era el de Hachai, el hombre con cuernos. En una de las numerosas reuniones a las que asistí después, se decidió que apareciera Hachai y se eligió a Talimeoat, el cazador de pájaros, uno de los pocos hombres capaces de personificarlo bien. Lo pintaron de pies a cabeza con dibujos blancos y rojos, predominando los blancos, y lo revistieron de plumón gris. Le ataron en la frente un arco de menos de un metro de largo, bien forrado, que simulaba los cuernos; una máscara blanca, con líneas rojas alrededor de las aberturas para los ojos, le cubría la cabeza y la cara, dándole cierto parecido con una vaca de hocico corto.
Como de costumbre, las mujeres se habían reunido frente al campamento para ver la representación. Hachai apareció entre los arbustos más allá del Hain, y bufando y amenazando con sus cuernos, amagó algunas embestidas contra ellas. Las mujeres demostraron estar muy alarmadas; algunos hombres corrieron para protegerlas en caso necesario. A pesar de la presencia de estos valientes defensores, las mujeres huyeron hacia sus casas, donde se tiraron al suelo boca abajo y se cubrieron la cabeza con pieles.
Hachai atravesó el campamento escoltado por algunos hombres, cuya misión era, sin duda, impedir que las mujeres espiaran de cerca. Luego, dio la espalda al campamento y regresó al Hain. Las mujeres, informadas de que había pasado el peligro, se apresuraron a salir para dar un último vistazo al monstruo que se alejaba con la cara vuelta hacia ellas, antes de desaparecer en la Logia.
Es interesante consignar que no existe animal alguno originario de la Tierra del Fuego que tenga cuernos; sin embargo, la actuación de Talimeoat fue admirable. Sus avances inseguros, sus cabezazos amenazadores, sus bufidos y las bruscas embestidas ya con un cuerno, ya con el otro, fueron de lo más realistas. El papel que desempeñaba tenía su origen en un mito legendario, y sin duda había sido representado por innumerables generaciones de onas.
Aquélla fue la única ocasión en que Hachai visitó al Hain en mi presencia. A su compañero Short, el morador de las rocas, lo vi varias veces. Short era el único visitante indispensable en los misterios de la Logia. Recuerdo un incidente que demuestra su predominio y la importancia que daban al secreto de su identidad. Short había aparecido entre los hombres; y enmascarado, pintado y cubierto de plumón gris, se acercó al campamento en compañía de ellos. Todas las mujeres huyeron para ocultar la cabeza. Short, como acostumbraba hacerlo, se lanzó al campamento aparentando buscar algo. Tomaba cualquier objeto, quizás un pedazo de madera, corría con él un corto trecho, lo depositaba cuidadosamente y volvía a apoderarse de cualquier otra cosa que se le antojara. Luego sacudía violentamente uno de los refugios; los hombres entonces desataban apresuradamente las cuerdas que los sostenían, por temor a que se le ocurriera echar abajo todo, cosa que hacía a menudo Short al visitar el poblado. Todas estas travesuras formaban parte de la convencional ceremonia, pero este Short asumió una actitud sin precedentes: tomó un pedazo de leña y con un bufido de enojo lo arrojó violentamente contra una de las mujeres echadas bajo su oli.
Al regresar al Hain le pregunté por qué había hecho eso. Me contestó que la cabeza de la mujer no estaba bien tapada y que a él le había parecido que lo espiaba. El madero pesaba unos cuantos kilos y la mujer había sido golpeada fuertemente; sin embargo, el marido no había intervenido contra Short. En otras circunstancias, semejante ataque hubiera sido motivo de una seria pelea en la que hubiese peligrado la vida del agresor. Este episodio tiene aún más significación por las circunstancias de que Short estaba representado por Minkiyolh, detestado por todos; que el marido era el formidable y respetado Tininisk y que la mujer agredida era nada menos que Leluwhachin. A pesar de todo, Tininisk no demostró entonces ni después, el menor resentimiento por la acción de Minkiyolh; y Ahnikin y Halimink, que estaban presentes y que gustosos hubieran aprovechado cualquiera excusa para pelearse con Minkiyolh, también se abstuvieron.
El papel más importante que desempeñaba Short en los asuntos de la Logia concernía a los klokten (novicios). Durante los primeros años de su aprendizaje, antes de la iniciación, los muchachos creen sin reservas en estos monstruos sobrenaturales, pues desde niños habían sido testigos de sus apariciones y tomado parte en las precipitadas huidas cuando Halpen o Short se acercaban demasiado. Ahnikin, Minkiyolh y Chauiyolh habían superado ya ese estado de ignorancia cuando, en Flat Top, me hablaron de las feroces hermanas y el hombre con cuernos, pues poco tiempo antes su educación había sido completada.
Como primera etapa de su educación, los kloktens debían hacer, solos o en parejas, una expedición de un día al bosque. Se mataba un guanaco, y a varias leguas del campamento se colgaba la carne en unas ramas para ponerlas fuera del alcance de los zorros, o se sumergía en alguna laguna o arroyo de poca corriente. Se instruía a los kloktens sobre el lugar en que se encontraba la carne, qué camino habían de seguir y qué trozos debían traer. Generalmente, la carga pesaba tanto como el propio klokten y el camino no era el más corto ni el más fácil. Otras veces se les ordenaba además dar largos rodeos alrededor de ciertas colinas o lagos, tanto en el camino de ida como en el de vuelta. Para asegurarse de que estas órdenes eran obedecidas, uno de los hombres estaba encargado de vigilarlos sin dejarse ver.
La verdadera finalidad de estas expediciones era probar el coraje de los kloktens.
Al despedirlos, se les prevenía que podrían encontrarse con Short, y que era inútil que se defendieran con las flechas, porque Short era invulnerable y capaz de matar a quien intentara herirlo. Se les aconsejaba, en cambio, que en caso de ser perseguidos por Short se refugiaran en los árboles, a los que éste no acostumbraba treparse, por muchas ramas bajas que tuviesen. Estas advertencias eran indispensables, porque todos los muchachos llevaban arcos y flechas y eran diestros en su manejo. Un ataque intempestivo de un klokten podía costar la vida al hombre que personificaba a Short.
Se cuenta que un novicio, aterrorizado, descargó una flecha contra Short, que cayó mortalmente herido. Al regresar a la Logia el klokten fue muerto en represalia. Pero este infortunado incidente no se podía contar a los klokten, a modo de escarmiento, pues el fatal desenlace no concordaba con la supuesta invulnerabilidad de Short.
Teniendo frescos aún en la memoria todos estos relatos sobre Short, los kloktens iniciaban siempre sus expediciones con el mayor recelo. Durante todo el recorrido estaban obsesionados por el temor a los seres extraños y fantásticos que rondaban por la vecindad. Los mayores se ocupaban de que Short apareciera a su debido tiempo. A veces los muchachos advertían al monstruo de cara blanca, lo eludían y cumplían valerosamente su misión sin más aventura. En otras ocasiones, Short salía de los matorrales para perseguirlos. Si buscaban refugio en las ramas de un árbol, él saltaba alrededor tirándoles palos y piedras hasta cansarse y luego se alejaba. Más tarde, cuando se quitaba el disfraz, se divertía enormemente oyendo contar a sus víctimas las terribles peripecias y la pavorosa impresión que Short les había producido.
Cuando la educación preliminar de un klokten era considerada suficiente, se lo iniciaba formalmente en la Logia. En esta ceremonia, también Short tenía gran importancia, pues era al luchar frente a frente con él en el Hain cuando el klokten se enteraba del gran secreto, es decir: que Short, Halpen, Hachai y el resto no eran monstruos sobrenaturales, sino seres humanos disfrazados para la representación.
Presencié una de estas iniciaciones. El klokten, un muchacho llamado K-Wamen, era hijo de Koniyolh y el rival más aventajado que tenía el famoso corredor Taäpelht. El papel de Short estaba representado por un hombre de la región de Koniyolh. Al muchacho le habían puesto el nombre de Martín y fue mi principal ovejero en Viamonte. K-Wamen había escapado varias veces de Short, y esto, sin duda se lo había relatado a su crédula madre y a otras mujeres, refirmando así las creencias de ellas. Ahora era su padre el que lo llevaba al Hain. Le informaron que se encontraría con el temido Short, a muy poca distancia de él. Koniyolh le dijo que no tuviese miedo y que demostrase coraje. Los hombres cuchicheaban, a la expectativa; el candidato estaba tan impresionado que cuando la extraña aparición se mostró en el portal, temblaba de pies a cabeza.
Toda la atención de Short parecía estar concentrada en el muchacho, hacia quien se adelantó lentamente, con largas pausas y cortos saltos. Su aspecto era tan amenazador que el pobre muchacho apenas podía sostenerse en pie y con seguridad hubiera huido ignominiosamente si su padre y sus amigos no le hubieran cortado la retirada. Con una mano apoyada en el hombro de su hijo, el padre murmuró algunas palabras de estímulo. Al fin, Short quedó frente a frente al aterrado novicio. Se arrodilló y lo olfateó como lo hubiera hecho un perro mal criado. El muchacho retrocedió temblando. Ninguno de estos espíritus puede hablar, pero con furiosos bufidos Short demostró claramente que desaprobaba por completo al candidato; por signos muy elocuentes dio a entender que su conducta no había sido la que sus padres esperaban.
Cuando la cólera y el disgusto de Short se convirtieron casi en frenesí, el aterrado klokten fue arrojado a sus brazos e incitado a luchar; lo hizo movido por la fuerza que da el pánico; ambos pelearon en medio de las desenfrenadas carcajadas de los asistentes, quienes alentaban con todo entusiasmo al mozalbete y cuidaban de apartar a los combatientes del fuego.
En estos desafíos Short permitía siempre al klokten que lo derribase al final; así esta lucha terminó con la victoria de K-Wamen, pero cuando éste conoció la identidad de su atormentador, lo atacó nuevamente con furia, con gran regocijo de los concurrentes, a los cuales Short, la eventual víctima, se unió de todo corazón.
Cuando era posible, se elegía un pariente cercano del novicio para representar a Short y completar más adelante la educación del muchacho, a quien se mantenía en el estado de klokten hasta por lo menos dos o tres años después de haber conocido el gran secreto.
La iniciación no exigía las torturas que, según nos han contado, practicaban algunas tribus de indios norteamericanos; pero para probar su virilidad el novicio debía aplicar a su piel una brasa que a veces le dejaba la marca por años. Me contaron que a un candidato poco dispuesto a obedecer a su instructor, le habían cortado los tendones detrás de las rodillas, a consecuencia de lo cual tuvo que andar a gatas toda su vida. Dudo de la veracidad de esta historia, pues de semejante proceder hubiera resultado una pesada carga para la tribu.
Durante el período de prueba, la dieta del klokten quedaba restringida casi enteramente a carne magra; el tuétano, los sesos, los ojos, los intestinos, etc., de la res, eran lujos que le estaban estrictamente prohibidos. Los indios aseguraban que ningún klokten, sea cual fuere su tentación o la oportunidad que se le brindare, faltaría a esta consigna, aunque nadie lo observara. Para hacerlo hombre, algún tiempo después de su iniciación se le enviaba en largas expediciones de prueba, durante las cuales debia subsistir con el producto de su caza, o alimentarse sólo con hongos y raíces.
Tampoco debía buscar ni aceptar la compañía de cazadores. Algunos años antes de la celebración del rito de paz, un atardecer desapacible de otoño iba yo caminando con dos o tres compañeros onas; divisamos un grupo de árboles adecuados y decidimos pasar allí la noche. Al acercarnos, observamos a través de la niebla una pequeña columna de humo azulado. Nos adelantamos entonces con la mayor precaución, pues ignorábamos qué recepción nos esperaría, pero sólo encontramos un débil fuego abandonado. Después de examinar cuidadosamente el terreno, mis compañeros opinaron que dos kloktens habían intentado pasar la noche allí, pero que al advertirnos habían huido sin ser vistos; ésa era la conducta correcta que ellos debían observar.
El klokten debía ser prudente y lacónico, auditor atento de las sabias palabras de sus mayores; obediente y diligente en el trabajo, especialmente transporte de carne o combustible; no debía entretenerse jugando con niños más pequeños; en suma tenía que ser serio y cumplidor en todas sus actividades. En cuanto a su conducta con las mujeres, debía ser discreto y circunspecto, y evitar toda frivolidad o veleidad en su trato con las esposas de los otros hombres y aun con sus propias parientas, para no despertar celos ni ser acusado, por ejemplo, de pretender a su propia hermana, imputación ésta sumamente ofensiva.
Los consejos que se daban a los klokten eran generalmente sensatos y siempre se les explicaba por qué razones debían seguirse. He aquí unos pocos ejemplos: Un hombre no debía ser glotón, porque se pondría obeso y perezoso, dejaría de tener éxito en sus cacerías y daría motivo para que se dijera que su mujer estaba obligada a alimentarlo con pescado. En cambio, la mujer debía ser gorda, para que todos lo respetaran al hombre, considerándolo un diestro cazador.
Para evitar los peligros de las uniones incorrectas con mujeres de la propia tribu, se estimaba conveniente tomar esposas de muy lejos. Esto tenía además la ventaja de la sumisión de la mujer a la voluntad del marido, puesto que no habría parientes que tomaran su defensa cuando riñeran.
Un hombre debía ser generoso en el suministro de carne a los ancianos, aunque no fueran parientes; podría acontecer que cuando él mismo envejeciera y no pudiera salir a cazar, necesitara que algún joven le trajera carne. En otras palabras: “Arroja tu pan sobre las aguas porque lo encontrarás después de muchos días”. Esto es lo más parecido a un precepto religioso de todo cuanto llegué a oír mientras viví con esa gente.
Entre los numerosos seres que frecuentaban el Hain estaba Ohlimink, el curandero de esa banda impía. Si un hombre yacía moribundo por una herida recibida, y eran vanos los esfuerzos del curandero de la tierra por salvarle la vida, se invocaba a Ohlimink para que saliera de las sombras y en la hora undécima curara milagrosmente la herida del paciente.
Intentaré describir una ceremonia de ese drama inmemorial. Mientras se realizaba una reunión en la Logia, trajeron al campamento a Halimink mortalmente herido. El pobre hombre estaba cubierto de sangre y jadeaba en tal forma que parecía que cada inspiración iba a ser la última. De todos los refugios y del mismo Hain acude gran número de hombres para acompañar al amigo moribundo, entre ellos los famosos magos Tininisk y Yoiyolh, el “Pato de la Cascada”. Halimink yace en el suelo y de cuando en cuando exhala un suspiro, prueba de que no ha perdido el conocimiento. Al fondo andan dando vuelta las mujeres, dispuestas a traer agua o prestar cualquier otro servicio que fuera necesario. Se hacen preguntas breves, ahogadas, a los hombres que trajeron a Halimink. Ellos informan que fue herido por un cazador solitario de otra región, y que al arrancarle la flecha, la punta de pedernal quedó dentro. Tininisk y Yoiyolh intentan extraer la punta de la flecha. Entonan cánticos, ponen las manos sobre el cuerpo del enfermo, chupan la herida. Todo es inútil. Finalmente, después de agotadores esfuerzos, admiten su impotencia y anuncian que se acerca el fin del paciente.
Los quejidos de las mujeres se convierten en fuertes lamentos, mezclados con aullidos prolongados; los parientes más cercanos y queridos de Halimink se arañan fuertemente las piernas y brazos con piedras y vidrios, hasta hacerse abundante sangre.
El arco y las flechas del indio moribundo son rotos y arrojados al fuego.
En ese momento solemne, alguien, el más inteligente, sugiere:
—¿Por qué no llamar a Ohlimink? Si acudiera, quizás podría salvar a nuestro hermano.
La proposición, que alienta la última esperanza, es acogida con entusiasmo y muchos corren hacia el Hain, unos cuantos quedan para contener a las mujeres que, impulsadas por su cariño y aflicción, se agolpan sobre el herido. En el Hain, aullidos prolongados alternan con gritos discordantes; hay mucho movimiento entre el mismo y el bosque cercano.
Al cabo de algún tiempo aparecen los hombres, en grupos compactos, caminando con rapidez, hacia el campamento, pues los minutos son preciosos. Pero, ¿de quién es esa diminuta figura, casi escondida en medio de ellos? No puede ser el pequeño A-yaäh —aun más pequeño que sus hermanos Hechelash y Yoiyolh— porque ha salido a cazar. No, este ser asombroso, enmascarado y pintado en forma grotesca, es Ohlimink, que ha dejado al grupo extraño, dramático y mitológico al cual pertenece y ha venido para salvar a su amigo.
Las mujeres se retiran al aproximarse el excitado grupo radiante de anticipada felicidad, y hasta los magos hacen lugar respetuosamente al bienvenido colega. Le explican con amplios ademanes y voces guturales, enfáticos, la gravedad y urgencia del caso. Ohlimink no tiene facilidad de palabra, y son visibles sus esfuerzos por comprender lo que le dicen; cuando lo logra, emite quejumbrosos sonidos de simpatía y asentimiento. Luego, concentrando todo su poder mental hace unos pases a la manera de un curandero común, para circunscribir el mal alrededor de la herida. Después de succionarla enérgicamente, saca de su máscara la punta de flecha buscada.
Considerando su anterior postración, sorprende la facilidad con que el herido, ayudado por Ohlimink y por otro hombre y rodeado por sus satisfechos compañeros, puede retirarse al Hain, aún está bastante débil, y en ese santuario su cura se completa, entre la animada discusión de los actores sobre el feliz éxito del engaño.
Los más ancianos critican la operación; naturalmente, ellos habían visto practicarla mucho mejor cuando eran jóvenes, pero sus observaciones son hechas con tal sinceridad y discreción, que no provocan resentimiento.
La sangre con que se embadurnaba al paciente para hacer la representación más realista, era generalmente de guanaco, a la que se agregaban algunas donaciones adicionales de dadores voluntarios; por supuesto, un arco malo y las peores flechas eran elegidas para ser destruidas en el fuego. No se buscaba necesariamente a un curandero para personificar a Ohlimink. la única cualidad esencial era la baja estatura; por lo tanto la elección de A-yaäk fue automática. En lugar de salir a cazar, accedió a desempeñar su papel en esta grave representación de ópera cómica.
En caso de enfermedad seria, los curanderos onas no recurrían a Ohlimink, tampoco, por cierto, rezaban o adoraban, ni a él ni a ningún otro de sus semejantes.
Como las mujeres suelen ser menos tontas de lo que quieren hacer creer al sexo contrario, he dudado muchas veces de que las onas estuviesen tan engañadas y aterrorizadas como demostraban por estas grotescas y cómicas travesuras de los hombres.
Cuando una vez me atreví a comunicarles mis sospechas, la reacción de los hombres no me dejó lugar a dudas sobre su firme convicción respecto a la ciega credulidad de las mujeres. Me parecía imposible que estuviesen completamente engañadas; sin embargo, los kloktens, que han vivido continuamente cerca de sus madres en sus doce o trece años anteriores a su iniciación y que con toda seguridad hubieran oído cualquier palabra imprudente que ellas hubieran podido decir, estaban realmente aterrados cuando se encontraban por primera vez cara a cara con Short. Estoy seguro, sin embargo, de que si una mujer hubiese sido lo suficientemente indiscreta como para expresar sus dudas, y ello hubiera llegado a los oídos de los hombres, la renegada hubiera sido muerta. De manera que si una de ellas sospechaba alguna trampa, se guardaba muy bien de decirlo.
5
Había ciertas ceremonias rituales en las que los monstruos no intervenían para nada. Se efectuaban fuera del Hain y en algunas de ellas participaban las mujeres.
En ciertas ocasiones los hombres y los muchachos, con el cuerpo, los brazos y las piernas pintados con líneas horizontales de círculos blancos sobre fondo rojo, se reúnen subrepticiamente debajo de un grupo de árboles cerca del pueblo. Se alinean cada uno con los brazos alrededor de los hombros del vecino, como en un serum de rugby y avanzan lentamente en dirección al Hain, con el movimiento ondulatorio de una serpiente, por un espacio abierto entre los árboles a fin de ser vistos por las mujeres, que están observando desde el pueblo. Desde lejos este avance da la impresión exacta del movimiento laborioso de un enorme reptil. El efecto se obtiene de la siguiente manera: cuando todos están colocados y listos para salir al espacio abierto la fila se pone en marcha empezando por el hombre que está al final; éste da un saltito hacia el costado y otro hacia adelante, movimientos que son imitados inmediatamente por sus vecinos y así hasta el final de la fila. En un grupo de treinta hombres se forman por lo menos tres de estas olas u ondulaciones paralelas, desde la cabeza hasta la cola. Cuando los primeros de la fila han avanzado suficientemente como para estar fuera de la vista del pueblo, se desprenden uno a uno hasta que los que forman en último tramo dan una última coleada penetrando en el Hain.
Si mal no recuerdo, esta ceremonia transcurre en silencio y produce gran placer a los actores. Me he preguntado si esta danza (si puede llamarse así) no habrá sido creada en honor de la serpiente, en una remota época en que esta gente haya vivido en tierras de clima cálido, pues no hay serpientes en la Tierra del Fuego.
La danza de la serpiente tenía forma y un cierto ritmo. La danza de la rana era una exhibición caótica [Danza de la serpiente y danza de la rana, son nombres inventados por mí. Los nombres que les daban los indios no se usaban a menudo y no los recuerdo]. Un grupo grande de hombres cubiertos de cenizas y tierra, salían en masa de la Logia, en cuclillas, saltando como una caterva de ranas excitadas y haciendo un ruido infernal. Nunca se alejaban mucho de la Logia y volvían a ella con el mismo desorden. En el juego también tomaban parte muchachos demasiado jóvenes para ser miembros de la Logia, y todos se divertían muchísimo.
Recuerdo otra horrorosa representación. Dos o tres hombres salieron del Hain, en cuclillas, y empezaron a gritar y a hacer horribles muecas de disgusto para demostrar su odio y desprecio a las mujeres, quienes, desgraciadamente, se hallaban demasiado lejos para apreciar sus esfuerzos. Los actores solían ponerse pedazos de madera en la boca y aun bajo los párpados, para parecer más terribles.
Una de las representaciones en la que intervenían las mujeres era llevada a cabo para darles ocasión de vengarse por la matanza que, según se decía, había ocurrido muchos siglos atrás.
Los hombres se reunían en el Hain, se pintaban rayas rojas alrededor del cuerpo y de las piernas, luego se blanqueaban profusamente con tiza, pero sin borrar las rayas rojas. Entretanto, proferían un agudo lamento, que podía servir para avisar a las mujeres que estaban atemorizados y esperaban ser castigados. Una vez listos, se dirigían al pueblo, a saltos y manoteando como si tuviesen los pies atados y fuesen ciegos, mientras continuaban profiriendo gritos quejumbrosos.
Las mujeres, despojadas de sus capas, vestidas únicamente con sus kohiyatens, corrían presurosas hacia ese grupo ridículo que parecía no darse cuenta de su proximidad, y con visible satisfacción acometían y derribaban a los hombres; éstos no hacían ningún esfuerzo para evitarlo y quedaban en la misma posición en que habían caído. Las mujeres, cuando todas sus víctimas yacían inmóviles en el suelo, regresaban triunfantes al pueblo. Los ancianos, que observaban los acontecimientos desde un lugar cercano a la entrada de la Logia, avisaban a los hombres que la costa estaba libre. Los “muertos” resucitaban entonces, poníanse de pie y corrían hacia la Logia como si estuviesen asustados.
Había otra diversión en que tomaban parte hombres y mujeres. El preludio era un suave lamento de queja o de duelo que provenía del Hain. Las mujeres tenían así tiempo suficiente para prepararse para la representación pintándose un poco la cara con rayas o puntos blancos o rojos. Acudían a un lugar situado a unos sesenta metros al lado de la Logia que daba sobre el pueblo y se colocaban en fila compacta, rodeando cada mujer con sus brazos la cintura de la que tenía delante. La que era considerada más fuerte encabezaba la fila. Las dos veces que presencié esta ceremonia fue elegida Leluwhachin para este puesto. En ambas ocasiones, empuñó una fuerte vara de unos dos metros cuarenta de largo, uno de cuyos extremos descansaba en el suelo y el otro sobre su fuerte hombro; Leluwhachin, bien sostenida por las mujeres que la seguían, se irguió desafiante, a la espera de que los hombres salieran del Hain e intentaran desalojarla.
Éstos al fin salieron, tomados de las manos y con una especie de movimiento de danza formaron un círculo alrededor de las mujeres. Se acercaron cada vez más a ellas, haciendo la ronda y empujándolas con sus hombros al pasar, con el objeto de deshacer el grupo. Las mujeres debían mantenerse firmes hasta que se rompiera el círculo formado por los hombres, los cuales no empleaban violencia. Las mujeres oscilaban, sólo Leluwhachin se mantenía firme, apoyada en su vara. Conforme se iban moviendo, uno a uno los hombres alcanzaban la vara y trataban de moverla tropezando contra ella, pero perdía pie y se desprendía de su vecino.
Las mujeres vencían otra vez, como siempre, y los hombres emprendían una retirada ignominiosa hacia el refugio del Hain. Cuando todos habían desaparecido, ellas, victoriosas y llenas de alegría, regresaban al pueblo.
Un tercer tipo de danza se llamaba Ewan. Rara vez se celebraba y no tuve ocasión de verla. Las mujeres salían del campamento completamente desnudas y pintadas de motas, mientras los hombres pintados de rayas avanzaban hacia ellas desde la Logia. No sé en qué formación se ordenaba cada grupo, pero presumo que al mezclarse ambos se produciría cierto desorden. No practicaban los onas ninguna clase de gimnasia colectiva, ni tenían jefes que hicieran cumplir estrictamente sus órdenes.
En esta danza no se daban empujones como en la que he descripto anteriormente, tampoco se tocaban ni parecían reconocerse individualmente. Esto último era característico en todos los juegos y ceremonias en que intervenían hombres y mujeres, como actores o espectadores. Un buen ejemplo fue la forma en que Minkiyolh trató a Leluwhachin. Cuando él la golpeó con el leño, no quiso castigar a la mujer de Tininisk, el curandero altamente apreciado, sino a “una” mujer, a la que no conocía ni siquiera de nombre.
Durante estas ceremonias, yo me situaba al fondo, al lado de los ancianos, que preferían ser espectadores, pero si se proponía una lucha amistosa, yo, naturalmente, intervenía. Nunca llegué a representar a ninguno de los monstruos del Hain. Mi función era ayudar a vestir y a pintar a los actores, y aunque siempre me mantuve estrictamente dentro de las reglas, mi empeño por embellecer a Halpen fue muy apreciado por los expertos.
6
Cuando los blancos comenzaron a establecerse en la tierra de los onas, muchos de los aborígenes se vieron obligados a invadir los territorios de caza a que decían tener derecho otros grupos de indios del sur, los que a su vez se vieron forzados a internarse en las montañas. Todo esto provocaba rivalidades y peleas en mayor grado que antes de la intrusión de los blancos, y por consiguiente las grandes y amistosas reuniones escaseaban. Oí decir que un grupo pequeño y aislado fue severamente criticado por haber realizado una reunión de la Logia en la que se corrió el riesgo de que todo el secreto fuera revelado a las mujeres.
Infortunadamente, cada vez que me encontraba presente en los variados actos del Hain, o no llevaba mi máquina fotográfica o si la tenía no podía usarla, para no desagradar a mis amigos indios. Las pocas fotografías que pude tomar corresponden a la última sesión a que me fue dado asistir, poco antes de la primera guerra mundial, que me mantuvo alejado de la Tierra del Fuego. Posteriormente supe que los dos únicos alemanes que conocíamos en la región habían sido condenados por la Logia a morir en el caso de que yo no regresara.
Pahchik, segundo de Chashkil en nuestro torneo de lucha, se había ofrecido para eliminar a uno de ellos, un viejo herrero inofensivo. Cuando regresé a la Tierra del Fuego, Pahchik, que era un buen tipo, me aseguró que hubiera cumplido su promesa.
Lamento ahora haber dado tanta importancia a mi trabajo y a la formación de la estancia en Viamonte, mientras fui miembro de la Logia, pues ello me impidió asistir a muchas de sus reuniones. Los onas tenían más tiempo libre que yo. En las reuniones del Hain el factor tiempo no importaba. Se pasaban días enteros en charlas fútiles, organizando ceremonias aparentemente infantiles. No advertí que muy en breve estos ritos debían terminar para siempre. El avance de la civilización puso en descubierto el secreto de la Logia, tan celosamente guardado por innumerables generaciones. Las mujeres se enteraron del engaño y los indios fueron inducidos, mediante algún dinero, a representar sus comedias ante auditorios de científicos. He visto fotografías en que los actores aparecen con pelo corto y pintados como nunca lo estuvieron en mis tiempos. Otras fotografías que pretendían ser de primitivos onas salvajes probaban que muchos de los indios de las nuevas generaciones habían olvidado, si alguna vez lo supieron, la forma correcta de usar una piel de guanaco.
Las ceremonias de la Logia fueron manifestaciones de la evolución de una bella raza. Me he encontrado con blancos que daban fe de extrañas historias sobre la Tierra del Fuego. Uno sostenía haber encontrado en un lugar misterioso de la selva una gran piedra con indicios de recientes sacrificios humanos. Otro sabía de una cueva donde se depositaban guanacos jóvenes, pájaros gordos y otras delicadezas en homenaje a los dioses, ofrendas sin duda devoradas después por algún astuto sacerdote nativo.
Recuerdo a un conferenciante que anunciaba con solemnidad a su auditorio:
—Creen en un dios llamado Klokten.
Imaginad a alguien que, hablando sobre la Marina, dijera:
—Creen en un dios llamado Guardamarina.
Según otros supuestos exploradores, los onas también adoraban a Hyewhi, que quiere decir un canto o un cántico, y a Joön, vocablo que he mencionado tan a menudo en estas páginas, que no es necesario traducir nuevamente.
Una autoridad hasta llegó a probar, para su propia satisfacción, que Joön deriva directamente del hebreo Jehovah.
Todo esto prueba cómo una viva imaginación y el afán de la primicia pueden influir sobre cierto tipo de hombres, por lo demás instruidos y civilizados.
Ni durante las muchas horas que pasé en la Logia escuchando las exhortaciones de los ancianos, ni en los años que viví casi exclusivamente en compañía de indios onas, oí una palabra que permitiera suponerles una religión, ni una esperanza de recompensa, o temor a un castigo en una vida futura. Temían a la muerte por brujería y a los monstruos de los bosques, pero no a los fantasmas de los muertos. Ciertas montañas aisladas, como Heuhupen, infundían respeto; si se las señalaba irreverentemente, podrían molestarse y provocar el mal tiempo. Pueden haber sentido tácitamente el temor a la muerte y a otros misterios, pero no practicaban el culto ni la plegaria, ni adoraban dios ni demonio.
Traducción de Elena Cruz de Schwelm
Emecé Editores, 1952
USHUAIA
UTTERMOST PART OF THE EARTH
CHAPTER FORTY-TWO
Ona Spirits of the Woods —Mehn, Yohsi and Hahshi. I Hear of Other Monsters. I Enter the Ona Lodge as a Novice. The Origins of the Secret Society. Creatures of the Shades. The Conventions of the Hain. I See Halpen, the Woman from the Clouds, and Hachai, the Horned Man. Short Initiates the Novices. K-Wamen Learns the Great Secret. Duties of a Klokten. The Miraculous Healing of Halimink. Ritualistic Performances of Ona Men and Women. With the Advance of Civilization, the Secrets of the Hain are Laid Bare. Some Observations concerning Travellers’ Tales.
1
WITH THE END OF INTER-GROUP WARFARE IN ONA-LAND, THERE FOLLOWED for me a long, happy period in the company of my Indian friends. The old jealousies were forgotten and now I moved from one party to another without hurting the feelings of any of them. I was never quite certain of Ahnikin —his glance in my direction was as inscrutable as ever— but from the day of the Jelj, Halimink showed nothing but friendship towards me and ultimately became the most trusted of all the shepherds at Viamonte.
It was some time after the great peace ceremony that I was initiated into the secret society of the Ona men.
In earlier years at Ushuaia we knew that Yahgan lads underwent a term of trial and semi-starvation. The centre of these activities was a large wigwam called Keena. At times the Yahgans allowed their women to enter this Keena and there take part in certain theatrical performances.
The Ona had similar structures, totally different from anything they ever lived in. These places (Hain) were generally grass-grown and in disrepair, but occasionally towards autumn, when guanaco were fat and goslings plentiful, I noticed that some of them had been renovated and recently used. They were generally placed near clumps of trees, with a wide space separating them from some favourite camping-ground. In the Hain, boys from thirteen to seventeen years of age were instructed in the ways of life and, after a term of probation, were admitted into the society of men. The Hain, I gathered, was used also for mysterious functions at which no woman was ever permitted to be present. These meetings did not take place in times of turmoil.
I had known from early childhood that the Yahgans had great fear of magic and witchcraft and that their dread of the Ona was equalled —even exceeded— by their dread of those wild-men-of-the-woods, Hanush and Cushpij. With my increasing knowledge of Ona customs, there came the realization that they not only had a far vaster, more intimate and complicated field of superstition than the Yahgans, but also that the basis and origin of much of it must be kept secret.
As years passed, I classified Ona superstitions under four main headings:
First: Fear of magic and of the power of magicians, even on the part of those who, professing that art, must have known that they themselves were humbugs. They had great fear of the power of others.
Second: Folk-lore and legend, which led from before the Creation right on into modem history. These stories were told with meticulous care and long searching of memories. If the narrator was not quite certain of some detail he wished to emphasize, he would make enquiry of other wise men.
Third: Belief in two types of ghost (not the spirits of the dead), which haunted the more desolate parts of the country. These, like respectable, civilized ghosts, appeared only between dusk and dawn, and generally to men who were travelling alone.
Fourth: A more or less pretended belief in a fantastic family imbued with superhuman strength, which came out of rocks, trees, clouds, etc., and sometimes visited the men at their councils and, being short of temper, might, if roused, chase them and tear them to pieces.
With the first of these groups I have already dealt at some length. Folk-lore and legend have their place later in these pages. The third I shall deal with now, as a preliminary to the fourth.
Of the two types of Ona ghost, one was Mehn, who was generally of kindly disposition, and the other was Yohsi, an especially malignant pixy. The concept of Mehn cannot be precisely stated. Though I have never heard it used in the sense of life or thought, it might very well have meant either. It was both a chimera and an entity —or rather, numberless entities. It might be a man’s shadow cast on the ground, or his reflection in a lake or mirror; or it might be an adumbration drifting through the forest as light as the thinnest wreath of smoke; like the faint shadow to be seen on a sunless day, or a chill that was almost visible. Mehn might give a man some premonition of danger or warn him of some impending calamity. Perhaps even a civilized man, especially one who has hunted alone, has felt Mehn’s presence, yet not mentioned it afterwards to others, lest they should say that the poor fellow was crazy. When an Ona died, his Mehn departed as well. No one ever asked or wondered where it had gone, any more than they asked or wondered what had happened,to his last breath. A man’s Mehn might leave him and go into his shadow or into his reflection in water or glass, but it was not carried away; it returned to him and he lost nothing. With the introduction of cameras into Ona-land, the natives did not at first like to be photographed. Their objection was that some of their Mehn might thereby be taken away and, by being transferred to the paper, be forfeit for ever. Mehn was not confined to men alone; animals were influenced by it and every living creature had its own Mehn. For example, Whash K-Mehn, the foxes’ spirit, might lead hunting dogs off the scent or warn the guanaco of a hunter’s approach —though this would be more out of dislike for mankind than fondness for the guanaco.
The pixy Yohsi was cast in a less ethereal mould. He resembled a man and had females and little ones in his home. He was transparent, but not invisible, and might —or might not— leave some kind of mark when passing over the softest snow. He broke and collected dry twigs and pieces of wood for fires that he was unable to light. He appeared most frequently to the solitary hunter who was spending the night by his fire. When the hunter was asleep, Yohsi would come and stir the fire with his long middle finger. As the burnt logs subsided, the hunter would awake with a start, to find Yohsi sitting opposite him. Yohsi might drift or fade away on the instant, or he might remain a long time, causing great fear to his vis-a-vis. Instances have been known of solitary wanderers found dead and horribly mutilated, evidently by Yohsi, in the place where they had chosen to pass the night.
I was once travelling with a couple of Ona. We had come off the mountains late in the day and were camped in the scrub close to upper tree level, when the sharp snapping of twigs in the frosty air convinced my companions that Yohsi was about. They were certainly nervous, and when I was foolish enough to scoff at their superstition, one of them rebuked me, saying that, if I were alone and found Yohsi sitting on the other side of the fire, I should not be so brave.
For some unknown reason, the numbers of Yohsi had greatly diminished, even before the advent of the white man, and now they are found only in the most wretched and inaccessible parts of the country.
Those, then, were Mehn and Yohsi, the ghosts of Ona-land, both generally accepted supernatural beings whom the men professed to fear as much as did the women. Between these two ghosts and the other set of creatures of the shades, acting as a link, yet in a class by himself, was Hahshi.
Hahshi was a lonely, noisy imp, chocolate-brown in colour, like damp, rotten wood. He was said to come out of dead trees and generally to haunt the vicinity of long-burnt forests. He was thick-set, greedy, quite impervious to arrows and incredibly strong. He wandered through the woods at night, hooting at intervals, “Cooh-hooh! Cooh-hooh!” This was probably suggested by the cry of one of the many kinds of owl to be found in those parts. When such sounds were heard at night near an encampment and it was thought that Hahshi, having discovered the place, was approaching, there was very likely to be a general stampede.
This Hahshi was very mischievous. If he found the deserted encampment, he would pull about everything he could lay his hands on, dragging odds and ends of furniture and robes out of the different windbreaks and mixing them up hopelessly. He would pull down the shelters, spill the water-bags over the fire and, if he found guanaco skulls, break them with his teeth and eat the brains, of which he was very fond.
If Hahshi’s retiring hoots failed to advise the refugees that he had gone, some courageous man would venture back to the camp to spy on his movements and at last bring news of his departure, whereupon the whole party would return to the task of sorting out the various goods and putting things in order again.
I have never seen Hahshi, but several times I have noticed that the cry of an owl has caused excited preparations for hasty flight, the men pretending they believed Hahshi to be near. By the women Hahshi was much feared, but the men regarded him, amongst themselves, as a huge joke. He gave them a chance to show every symptom of terror, yet, at the same time, to assume the heroic, protecting attitude that we men so dearly love. To add to the reality of his performance —and in case some women caught sight of him as he went about his naughty work in the deserted encampment— he would plaster himself with mud and wood-mould, with dead leaves and bits of bark adding dirtiness to his other unadmirable qualities.
It was not always the cry of a real owl that began the panic. A mischief-loving hunter, who had left the camp with the expressed intention of not returning for some days, could easily creep back at night to within a few hundred yards of the encampment and, by giving the orthodox “Cooh-hooh!” a few times, cause a buzz of excitement, purposely created and magnified by his men friends, without even going to the trouble of dressing up or painting himself for the part.
From Hahshi, who was neither a ghost nor a superhuman monster of the Hain, we come to that last set of creatures —the fantastic family falling under my fourth heading. These, with one exception, had a special hatred of women. Their history converges with, and is hard to separate from, some of the folk-lore. And they were the very life-blood of the Ona Lodge.
When, not long after my father’s passing in 1898, I had followed the strayed cattle behind Flat Top with Ahnikin, Minkiyolh and Chauiyolh, the son of Te-ilh, I had an opportunity, during the ten or more days and nights I spent with them, to add to my knowledge of Ona mythology. They were all of different groups —Ahnikin from the mountains, Minkiyolh from Cape San Pablo and Chauiyolh from Najmishk, so it was reasonable to suppose that the legends I collected from them were common to Ona-land and not confined to one part of the country. It did not take me long to realize that, apart from a genuine fear of Mehn and Yohsi and illness caused by witchcraft, there were other weird, unearthly folk in whom they wished me to think they believed. They spoke in serious tones of strange monsters they claimed to have met in lonely places and how they had narrowly escaped being captured by them. They described a creature resembling a man, but with long, sharp horns; and two fierce sisters, one white and the other red. These three seemed to be the most dreaded of all, but there were many more besides. At night Ahnikin or one of the others would express fear that some of these might be haunting the forest around our encampment.
When they solemnly insisted that they had actually seen these sinister beings and been pursued by them, I thought what liars those young fellows must be. I knew that to show incredulity or, worse still, to ridicule their stories, was to put an end to them altogether; and feeling that some respect was due to those age-old tales, I listened with the greatest interest and every appearance of belief. It was not until later years that I received proof that these earnest reports of encounters with the homed man, the red and white sisters and other uncanny creatures had been imparted to me, not because Ahnikin, Minkiyolh and Chauiyolh believed in them as they did in witchcraft and the spirits of the woods, but because I was on a par with the Ona women; because I was among the uninitiated; because I did not belong to the Ona Lodge.
2
Though naturally full of curiosity, l did not want to force myself unasked into their secret society, so held aloof and bided my time. In the end my patience was rewarded. One evening, some while after peace had come to Ona-land, I was invited to join a large gathering of Indians. The meeting, which was attended by members of all the groups, took place near an old Hain in the woods, a short distance from the encampment where all the families had gathered.
When I took up my position in the party assembled round the fire, there was a debate in progress. The subject of it was my suitability for membership of the Lodge, and opinion was divided. A minority, headed by the conservative brothers, Shishkolh and Shijyolh, were against the proposal. Among those who spoke strongly in my favour were Halimink and that influential medicine-man, Tininisk. After enumerating various episodes in my past life —incidents that tended to raise me in the esteem of these primitive men— Tininisk concluded by saying that, though I looked like a white man, my heart, which he, as a joön, could see with his own eyes, was the heart of an Ona.
These words silenced the opposition and my entry as a novice into the Hain was proceeded with. Halimink began by telling me that I was now an Indian, a man and not a child; and that there was yet much for me to learn. My sponsor and guide, he said, would be Aneki, whose father, Heeshoolh, had been wise and had taught his sons, Aneki, Shilchan and the now dead Otrhshoölh, much ancient lore. Aneki would be seconded by his brother, Shilchan (Soft Voice). I must attend carefully to their words and obey the rules of the Lodge, which were strict. Should any man, Halimink warned me gravely, confide to a woman or an uninitiated lad anything of what went on in the Hain, both he and the person to whom he had spoken would be killed. There would be no one to defend the guilty man, for, in the event of such an unforgivable indiscretion, brother would kill brother, father would kill son.
When Halimink had finished his impressive lecture, he intimated that I should retire to the Hain with my sponsors. These guided me there with the utmost care, as though some invisible obstacle lay in the path, not only on the approach to the Hain, but also after we got inside that spacious wigwam. A fire burned in the centre of it. Along the walls were large supporting poles. One of these, which was about half-way from the entrance to the back of the building, had been blackened by burning. Aneki invited me to sit down beside this pole. The place had evidently been decided upon beforehand and was intended as my regular seat at all the meetings of the Lodge.
Others soon began to drift in after us, whilst Aneki expounded to me the rules of the Hain. From time to time his brother would throw in a word or two, but for the most part he remained silent. I gathered that his principal function was to watch and listen. It was evidently the correct thing for the tutor to have a witness —an interesting point of similarity between primitive man and ourselves. Also, if need arose —should, for instance, I prove an intractable pupil— Shilchan would be there to help Aneki to destroy me.
After a while Aneki asked me gently if I was afraid of fire. Knowing what was expected of me, I took a small, glowing ember in my fingers and, without haste, placed it on my arm, taking no notice of it, for I knew full well that several pairs of eyes were fixed on my face to see if I showed any sign of discomfort. After a moment, which appeared long to me, Aneki flicked it off, saying:
“K-pash kau.” (“It is enough now.”)
Conversation then became general and I was discussed from head to foot as to my fitness to impersonate one or other of the semi-human beings who visited the Hain. Standing over six feet, I qualified in height and build for a creature called Short [This is an Ona word, not its English equivalent]. This, however, would be too risky; the tracks of my bare feet would give me away. Not even the women could have failed to recognize them. The seriousness of the meeting soon began to give place to low chatter and guarded laughter. At short intervals, without troubling to leave their places, the men set up a most awful din, seeming to have lost all the self-control for which these stoics were remarkable. Shouts of anger and fear were intermingled with cries of excitement and pain. Between the outbursts could be heard weird noises that were supposed to be the voices of unearthly, though far from heavenly, visitors to our Lodge. One of these outbursts was so noisy and sustained that it brought the women out of the encampment. When there was a lull in the babel, I heard them calling out from a respectful distance at the back of the Hain. Above the others came the voice of Tininisk’s wife, Leluwhachin, Ona-land’s only sorceress. She asked if her elder brother (myself) had been killed. Tininisk answered that the men were protecting me from the two fierce sisters, Halpen and Tanu, and ordered the women to go back home.
To add conviction to this story, some of the men gave themselves quite nasty cuts on chests or arms with pieces of broken glass or sharp stones. They even inflicted a few lighter scratches on their faces and made their noses bleed profusely by jabbing pointed sticks deep into their nostrils. With these visible signs of struggle, they could then afterwards inform their wives that the evil sisters, one from the white clouds and the other from the red clay, had been enraged at finding a white man in their Lodge, and that the wounds had been inflicted by the long claws on the middle fingers (a peculiarity shared by Halpen and Tanu with Yohsi, the vengeful pixy of the woods), while the men had bravely defended me against them.
3
To gain some conception of the extreme gravity of this ludicrous show, we must go back to times far older than history. In the next chapter there are collected together some of the Ona legends and folk-lore that I culled over a period of many years, dating right back to the days when I first hunted with the Indians in the woods around Harberton. From this jumble of fable and ancient tales —told to me piecemeal, with no cohesion and much repetition— emerges the story of the Ona Hain.
In the days when all the forest was evergreen, before Kerrhprrh the parakeet painted the autumn leaves red with the colour from his breast, before the giants Kwonyipe and Chashkilchesh wandered through the woods with their heads above the tree-tops; in the days when Krren (the sun) and Kreeh (the moon) walked the earth as man and wife, and many of the great sleeping mountains were human beings: in those far-off days witchcraft was known only by the women of Ona-land. They kept their own particular Lodge, which no man dared approach. The girls, as they neared womanhood, were instructed in the magic arts, learning how to bring sickness and even death to all those who displeased them.
The men lived in abject fear and subjection. Certainly they had bows and arrows with which to supply the camp with meat, yet, they asked, what use were such weapons against witchcraft and sickness? This tyranny of the women grew from bad to worse until it occurred to the men that a dead witch was less dangerous than a live one. They conspired together to kill off all the women; and there ensued a great massacre, from which not one woman escaped in human form.
Even the young girls only just beginning their studies in witchcraft were killed with die rest, so die men now found themselves without wives. For these they must wait until the little girls grew into women. Meanwhile the great question arose: How could men keep the upper hand now they had got it? One day, when these girl children reached maturity, they might band together and regain their old ascendancy. To forestall this, the men inaugurated a secret society of their own and banished for ever the women’s Lodge in which so many wicked plots had been hatched against them. No woman was allowed to come near the Hain, under penalty of death. To make quite certain that this decree was respected by their womenfolk, the men invented a new branch of Ona demonology: a collection of strange beings —drawn partly from their own imaginations and partly from folk-lore and ancient legends— who would take visible shape by being impersonated by members of the Lodge and thus scare the women away from the secret councils of the Hain. It was given out that these creatures hated women, but were well-disposed towards men, even supplying them with mysterious food during the often very protracted proceedings of the Lodge. Sometimes, however, these beings were short-tempered and hasty. Their irritability was manifested to the women of the encampment by the shouts and uncanny cries arising from the Hain, and, it might be, the scratched faces and bleeding noses with which the men returned home when some especially exciting session was over.
Most direful of the supernatural visitors to the Hain were the homed man and two fierce sisters of whom Ahnikin and the other lads had spoken during our cattle-hunt behind Flat Top. The name of the homed man was Halahachish or, more usually, Hachai. He came out of the lichen-covered rocks and was as grey in appearance as his lurking-place. The white sister was Halpen. She came from the white cumulus clouds and shared a terrible reputation for cruelty with her sister, Tanu, who came from the red clay.
A fourth monster of the Hain was Short. He was a much more frequent participator in Lodge proceedings than the other three. Like Hachai, he came from the grey rocks. His only garment was a whitish piece of parchment-like skin over his face and head. This had holes in it for eyes and mouth and was drawn tight round the head and tied behind. There were many Shorts, and more than one could be seen at the same time. There was a great variation in colouring and pattern of the makeup. One arm and the opposite leg might be white or red, with spots or stripes (or both) of the other colour superimposed. The application to the body of grey down from young birds gave Short a certain resemblance to his lichen-covered haunts. Unlike Hachai, Halpen and Tanu, he was to be found far from the Hain and was sometimes seen by the women when they were out in the woods gathering firewood or berries. On such occasions they would hasten home with the exciting news, for Short was said to be very dangerous to women and inclined to kill them. When he appeared near the encampment, the women would bolt for their shelters, where, together with their children, they would lie face downward on the ground, covering their heads with any loose garments they could lay their hands on.
Besides those four, there were many other creatures of the Hain, some of whom had not appeared, possibly, for a generation. There was, for instance, Kmantah, who was dressed in beech bark and was said to come out of, and return to, his mother Kualchink, the deciduous beech tree. Another was Ktermen. He was small, very young and reputed to be the son of Short. He was highly painted and covered with patches of down; and was the only one of all the creatures of the Lodge to be kindly disposed towards the women, who were even allowed to look up when he passed, I wondered sometimes whether these strange appearances might be the remains of a dying religion, but came to the conclusion that this could not be so. There was no vestige of any legend to suggest that any of these creatures impersonated by the Indians had ever walked the earth in any form but fantasy.
The Hain, a large wigwam, was usually about a quarter of a mile from the village or camping-ground, and always faced away from it, to prevent the prying eyes of the women from seeing through its ever-open door. Whenever possible, it was built near a clump of trees, which helped to screen the interior of the Hain from other directions and served as a wing from behind which the actors could appear on the stage. The wigwam was always to the east of the village. Certain explorers have noticed these wigwams and have concluded that they were places of worship. It was not, however,, any idea of religion or the cult of the rising sun that made them place the Lodge in that position, but merely because the prevailing winds came from the west. With the Hain’s entrance facing east, there was more shelter from the weather. Another reason for having the meeting-place to the leeward of the village was the mystical nourishment with which the men were supposed to be supplied. The scent of roasting meat borne on the breeze to the village might have cast doubts on that story.
Ancki told me during that first discourse that, from the fire in the centre of the Hain, an imaginary chasm of untold depth, and with a flaming inferno at the bottom of it, ran out through the door and away eastward into the distance. Ages ago, when the Hain was new, this chasm had really existed and anyone trying to cross it had fallen in and been lost. Its presence now was only assumed, yet it was still not without its perils when a meeting was in session. Any man treading, however inadvertently, on the place where it was supposed to be would be thrown on the fire —though, added Aneki, he would not be held down there. This was a direct warning to me —and now I knew why my tutors had guided my footsteps so meticulously as we approached and entered the Hain.
This hypothetical chasm had another purpose. It divided the Lodge into two groups, according to parentage or place of birth. The men from the north sat to the south of the fissure, and the men from the south to the north. It also governed approach to the Hain. I, being from across the mountains to the south of Ona-land and having no connection, either by country or by blood, with the northerners, had to move out to the left when walking from the village, keeping the Hain on my right until I turned to go through the doorway. This I must on no account cross over, but must enter the wigwam with the wall close on my right and the fire on my left. There, half-way along, was Kiayeshk, which meant Black Shag and was the name of the pole darkened by burning. Beside Kiayeshk was to be my place at the councils, and I must not pass beyond it until the end of the proceedings, unless directly called upon to do so.
If a man had two places of origin, inasmuch as his parents came one from the north and the other from the south, there were no such restrictions imposed upon him. Aneki himself was one of these privileged members. His father, Heëshoölh, came from the south-east and his mother was a northern woman, so he could pass the Lodge on either side when approaching from the village and take his seat north or south of the fiery chasm.
At the end of the meetings all these rfestraints were lifted and we could leave the Hain in any way we liked. When not in use as a Lodge, the wigwam served as sleeping-quarters and living-house for bachelors, widowers such as Chalshoat, who had lost his wife as a result of an act of unpardonable carelessness with his bow and arrow, and klokten who had passed their entrance examination. The boys who did not know the secret had to sleep in the encampment.
4
During the afternoon following my initiation, it was decided to dress up the disabled Aush boy, Tinis, as that cruel female from the clouds, Halpen. The poor fellow was swathed in skin robes with the fur inwards. For this purpose everyone contributed his only garment, and the combined weight was so great that Tinis could hardly walk. He lost all semblance of a human being and was completely blinded by the clothes piled over his head. As this dressing up proceeded, great care was taken to avoid suffocation, and constant enquiries were made to know if he could breathe more or less freely. The outer robes, which hung right down to his feet, were then well whitened with chalk.
With these preparations complete, the unwieldy apparition was secretly conducted to a clump of trees, some eighty yards from the Hain. Here on top of the huge mass of skins was fastened a bundle in the shape of a large fish, with the likeness of a human face painted in front. When all was ready, the majority of the men returned to the Hain, leaving Tininisk and one or two others to take care of Halpen, and again set up that unearthly noise, beyond my powers to describe.
The women and children now appeared. They formed an excited group in front of the encampment, a few of the boldest venturing some way ahead of the others to get a better view. Poor Tinis could not see at all and it was difficult for him to move under the burden of so many skins, but Tininisk was there to help him. Well hidden from the women’s line of vision behind Halpen’s enormous bulk, the naked medicine-man steadied Tinis with his hands and directed him where to tread, as they left the shelter of the trees and made for the Hain. The shape of the head made it easy for Tininisk to manipulate it and so give the disguise a peculiarly menacing appearance that well supported Halpen’s sinister repute. In fearsome silence Halpen was brought safely to the group of men waiting near the doorway of the Hain, which she then entered in their company.
This ceremony may sound childish and ridiculous to those who live in civilized surroundings, but, in that primitive atmosphere of excitement and superstition, Halpen’s sluggish advance, with frequent pauses when the face was turned directly towards the women, was undoubtedly impressive.
The Ona said that Halpen’s progress was not always so slow; she could move very quickly when so disposed. She had been known to pounce on human beings and bear them off into the clouds, from which presently fell their bones, picked clean of flesh. Almost anyone who, like Tinis, was willing to carry a heavy load under trying conditions, could impersonate Halpen or her sister, Tanu. The only conspicuous difference between these sisters was that Tanu was red instead of white and had a far more genteel figure. That was the only time I saw Halpen. Her sister I never saw at all. In fact, her appearances were so rare that very few of the Ona I had met had seen her either.
Some of the creatures of the Hain called for greater dramatic ability than did Halpen or Tanu, and not many actors met with the complete approval of the Ona critics. Perhaps the most exacting role of all was Hachai, the homed man. On one of the numerous meetings of the Lodge that I subsequently attended, it was decided that Hachai should appear. The part was entrusted to one of the few men able to impersonate him well —Talimeoat, the bird-hunter. He was painted all over with white and red patterns, the general trend being towards white. Then a good deal of grey down was stuck on him, for Hachai was supposed to come out of the lichen-covered rocks. A small bow such as children used, less than a yard long and well padded so that it could not be recognized as such, was tied across his forehead. A mask of whitish colour, with red-rimmed holes for the eyes, covered his head and face, giving him the look of a short-nosed cow.
The women had, as usual, gathered in front of the encampment for the performance. Hachai came out of the bushes some distance beyond the Hain and, with threatening movements of his horns, made short rushes towards them, snorting as he did so. The women showed considerable alarm at this and some of the men ran over as though to protect them, should it be necessary. Notwithstanding the presence of these valiant defenders, the women fled to their homes, where they threw themselves on the ground in groups, face downwards, covering their heads with skins.
Hachai passed through the encampment accompanied by some of the men, whose business, no doubt, was to ensure that none of the women spied at close quarters. Then, having completed his tour, he backed away from the encampment towards the Hain. When he had withdrawn some distance, still snorting and rearing his head, the women were told that the danger was over and they hastened out into the open again, to get a last glimpse of the retreating monster before, with his face still turned towards them, he disappeared into the Lodge.
Here it is of interest to note that no homed animal of any kind is indigenous to Tierra del Fuego; yet a hunter of wild cattle would have admired Talimeoat’s performance. His uncertain advances, his threatening tosses of the head, his snorting and sudden forward thrusts of one horn or the other —all were most realistic. The part he was playing came from a legendary myth and had doubtless been enacted by the Ona for countless generations.
That was the only occasion when Hachai visited the Hain while I was present. His fellow rock-dweller, Short, I saw many times. Short was the one indispensable participant in the mysteries of the Lodge. I remember one incident showing his pre-eminence and the importance attached to the secret of his identity. Short had appeared amongst the men and, masked, painted and covered with grey down, approached the encampment in their company. All the women fled to hide their heads. Short, as was his wont, darted to the encampment, seemingly in search of something. He would pick up some article, perhaps only a bit of stick, run a little way with it and, putting it down carefully, dart off after something else that took his fancy. Then he would lay hands on one of the shelters and shake it violently. The other men would hasten to undo the ties, in case he wished to pull the place down —as Short often did when he called at a village. All these antics were part of the conventional performance, but this Short suddenly acted in an unprecedented fashion. He snatched up a piece of rough firewood and, with an angry snort, threw it with great force at a woman cowering under her oli.
On our return to the Hain, I asked him why he had done it. He answered that the woman’s head had not been well covered and that he had thought she was spying. The billet weighed several pounds and had given her a heavy blow, yet her husband had taken no action against Short. In other circumstances, such an attack on a man’s wife would have led to a serious quarrel, in which the offender might well have lost his life. This episode is given added point by the fact that Short was played by the universally disliked Minkiyolh, that the husband was the formidable and much-respected Tininisk, and that the offending woman was no less a person than Leluwhachin. Notwithstanding this, Tininisk did not show, either then or later, the slightest resentment towards Minkiyolh for his action; and Ahnikin and Halimink, both also present, who would have welcomed any excuse to pick a quarrel with Minkiyolh, also held their hands.
The most important part played by Short in Lodge affairs was concerned with the klokten (novices). In the early stages of their instruction, before their initiation into the Hain, these lads implicitly believed in supernatural monsters, having, as children, often watched them from the encampment and joined in the stampede when Halpen or Short approached too near. Ahnikin, Minkiyolh and Chauiyolh had not been in this state of ignorance when they had told me tales behind Flat Top of the fierce sisters and the horned man, for their education had been completed some time previously. As a preliminary part of that education, klokten were sent off, either alone or in pairs, on one-day expeditions into the forest. In preparation for the event, some of the rhen would kill a guanaco leagues away from the encampment and leave the meat out of the reach of foxes, either hanging it in the branches of a tree or sinking it in a pond or slow-moving stream. The klokten would then be told where the meat was to be found. They were given instructions as to which pieces to bring back, the load possibly being equal to their own weight. They were also told which track to follow, and this, as a rule, was not the easiest or shortest way. They might be ordered to make long detours over certain hills or around lakes, both on the outward and return trips. To make certain that these commands were obeyed, one of the men would shadow them all the way, without allowing himself to be seen.
The real object of these expeditions was to reduce the klokten to such a condition of fear that it needed real courage to go on through the haunted woods. Before they departed, they were warned that they might meet Short. It was impressed upon them that it was useless to defend themselves with arrows, because Short was quite impervious to such things and would become so enraged by the attempt to injure him that he would kill anyone who tried it. They were advised instead to take refuge in trees if pursued by Short, who refused to climb them, however branchy they might be. These words of admonition were most necessary, for all the lads carried bows and arrows and were already skilful in their use. An impetuous action by a klokten might cost the man playing Short his life. The story was told that one terrified apprentice did discharge an arrow at Short, who fell mortally wounded. On returning to the Lodge, the klokten was killed in retaliation. But this unfortunate incident could not be used as a warning to the klokten, for its fatal termination did not coincide with Short’s supposed invulnerability.
With all this talk of Short fresh in their minds, klokten always started on their errands full of trepidation. Every yard of the way they were dogged by the fear of strange, ghostly beings in the vicinity. Their elders saw to it that Short duly made his appearance. Sometimes the lads might catch sight of the white-faced monster, evade him and bravely carry out the rest of their task without further adventure. On other occasions Short might rush out of a thicket in pursuit of them. Should they seek shelter in the branches of a tree, he would prance about below, flinging sticks and stones at them until he wearied of the sport and went away. Later, with his disguise put aside, he would listen with much amusement to the horrible adventures of his victims and their colourful descriptions of his appearance as they had looked down at him from a tree or fled in terror from him through the forest.
When the klokten’s preliminary education had proceeded far enough, he was formally initiated into the Lodge. In this ceremony Short again figured prominently, for it was through meeting him face to face in the Hain and wrestling with him, that the klokten learnt the great secret: that Short, Halpen, Hachai and the rest were not supernatural beings, but merely characters in a masquerade.
I witnessed one of these initiations. The klokten, a boy called K-Wamen, was the son of Koniyolh, who was the renowned Taapelht’s nearest rival as a runner. Short was played by a man from Koniyolli’s country in the north. He had been named Martin and became my chief shepherd at Viamonte. K-Wamen had already had some exciting escapes from Short, which, no doubt, he had recounted to his credulous mother and other women, thus confirming their beliefs. Now he was brought to the Hain by his father and informed that he was about to meet the dreaded Short at close quarters. Koniyolh told him that he need not be afraid and must be brave. There was a general air of expectancy. The men spoke in awed whispers that so impressed the candidate that, when the strange apparition appeared in the doorway, the boy was trembling with fear in every limb.
All Short’s attention seemed concentrated on the boy, towards whom he advanced slowly by short jerks with long pauses in between. This approach was so menacing that the poor lad was hardly able to stand and would have undoubtedly bolted had not his father and friends blocked his retreat. With his hand on the boy’s shoulder, Koniyolh spoke a few low words of encouragement. At last Short was close in front of the frightened novice. He went down on his knees and sniffed at him as an ill-mannered dog might have done, making swift darts towards him with his hands, which caused the boy to shrink backwards. None of these spirits could speak, but with sniffs and angry snorts, Short showed plainly that he disapproved strongly of the new candidate. By the most eloquent signs, he gave it to be understood that this lad had not been the well-conducted child his parents would have wished.
When Short’s anger and disgust had grown almost to a frenzy, the terrified klokten was thrust into his embrace and urged by his father and friends to wrestle with the monster. This he did with all the strength of panic and the two of them struggled together, amidst the unrestrained laughter of the assembly, who encouraged the lad whole-heartedly, and were busy keeping the combatants out of the fire.
In these wrestling matches, Short always allowed the klokten to throw him in the end, so this fight ended in a victory for K-Wamen. But when he realized the identity of his tormentor, he attacked him again with such fury that he had to be dragged off, to the accompaniment of roars of laughter, in which Short joined heartily.
Whenever possible a relative of the novice was chosen for the part of Short, and the same man would have a large share in the education of the boy, who might not emerge from the state of klokten until two or three yean after he had learnt the great secret.
At the initiation, there was no torture of the kind practised, we are told, among some tribes of North American Indians; but to prove his manhood a student might occasionally apply to his skin a burning ember that would leave a mark for years. It was said that one unfortunate candidate, who had been slow and unwilling to obey his instructor, had had the sinews cut behind his knees and, in consequence, had gone all his life on all fours. I am inclined to doubt this story, for instead of being a useful member, he would have become a burden to the tribe.
During his period of probation, the diet of a klokten was restricted almost entirely to lean meat. Luxuries such as marrow, brains, eyes or intestines were strictly forbidden. It was stated by the Indians that, whatever the opportunity and however great the temptation, no klokten would ever indulge himself, even if unobserved. In order to make a man of him, for some time after his initiation he was expected to go on long tramps, which might well have been called exploring expeditions, during which he must either kill for himself or subsist on tree fungus and roots. When on these lonely wanderings, he was not supposed to mix with other hunters. I saw an example of this. It happened some years before the Peace Ritual. One wretched evening in autumn, when I was walking late with two or three Ona, we approached a desirable clump of trees and decided to pass the night there. As we drew near, we observed a tinge of blue smoke through the mist. We advanced with the utmost caution, not knowing what kind of reception awaited us, but found only a tiny deserted fire. After carefully examining the ground, my companions decided that two klokten had been intending to spend the night there, but, on seeing us, had slipped away unobserved —the correct thing for them to do.
In his demeanour, the klokten was expected to be thoughtful and comparatively silent, listening attentively to words of wisdom from his elders. He must be obedient and industrious in carrying meat or fuel, must be serious and earnest in all his doings and must cease to play with the younger children. He must be reserved in his conduct towards women, acting frivolously neither with the wives, lest he excite the jealousy of their menfolk, nor with his female relatives, for fear men should say that he wished to marry his own sister —a most offensive implication.
The advice given to a klokten was generally sound, and reasons why it should be followed were always supplied. Here are a few examples:
A man should not be greedy, because it would make him corpulent and lazy and he would then cease to be a successful hunter, giving other men cause to say that his wife had to feed him on fish. On the other hand, a man’s women should be fat, so that all would respect him, knowing him to be a successful hunter.
To avoid the dangers that might come from careless mixing with women of his own people, it was as well for a man to get wives from far away. This had the added advantage of making a wife more subservient to her husband’s will, as she would have no relations to take her part when they quarrelled.
A man should give meat generously to old people, even if they were not his relations. It might then be that, when he himself was old and could not hunt, some young man would bring meat to him. In other words, “Cast thy bread upon the waters, for thou shalt find it after many days.” This was the nearest approach to a religious precept that I ever heard while with these people.
Amongst the many creatures to visit the Hain was one Ohlimink, the medicine-man of that unholy band. If one of his human friends lay dying of a wound, in spite of all attempts by mortal joon to save his life, Ohlimink might be induced to come from the shades and, at the eleventh hour, miraculously cure the sufferer of his hurt.
Let me try to reproduce a performance of that immemorial drama.
While a meeting of the Lodge is in progress, Halimink is carried into the encampment, mortally wounded. The poor man is covered with blood and he gasps so painfully that it seems that every laboured breath will be his last. From other parts of the encampment and out of the Hain, a considerable number of men hasten to their dying friend. With them are those famed magicians, Tininisk and Yoiyolh, the Waterfall Duck. They all crowd round the unfortunate Halimink, who is lying on the ground, with only an occasional moan to show that he is still conscious. In the background hover the women, ready to bring water or do anything else that is required.
Brief throaty questions are asked of the men who brought in Halimink. They answer that the wound was inflicted by a lone hunter from another part of the country; that when the arrow was extracted, the barbed flint remained behind. At this, Tininisk and Yoiyolh set about the task of drawing forth the arrow-head. They chant. They draw their hands over his body. They suck at the wound. But all to no purpose. Finally, after exhausting efforts, they have to admit defeat and announce that the sufferer is nearing his end. The moans and grievous cries of the women give place to loud wailing, interspersed with prolonged howls in which all join. The case is hopeless and those nearest and dearest to Halimink start fiercely scraping their legs with rough stones and glass, till trickles of blood run down to their feet. They also scrape their arms in like manner. A bow and several arrows —property of the dying Indian— are broken and thrown on the fire to bum. Hahmink is about to die.
It is at this solemn moment that some bright fellow suggests:
“Could we not summon Ohlimink? If he would come, might he save our brother?”
This last hope is eagerly seized upon. A rush is made for the Hain, with a sufficiency of men remaining behind to obstruct the women, should they, in their love and anxiety, unduly press in upon the sorely wounded man. From the Hain now come sounds of protracted squealing, broken at intervals by discordant shouts; and there is much movement between the Hain and the nearby forest.
At length the men appear. They are in a compact group and are walking rapidly towards the encampment, for every moment is precious. But who is that diminutive figure almost concealed in their midst? It cannot be little A-yaäh, who is even smaller than his brothers, Hechelash and Yoiyolh, for he is away hunting. No, this wondrous being is masked and grotesquely painted. He is Ohlimink, come from amongst that strange, dramatic, mythological group of creatures to which he belongs; come to save his wounded friend.
The women draw back as this excited party, beaming with success, approach; and even the doctors respectfully make room for their welcome colleague. With emphatic gutturals and vigorous signs, they explain to him the gravity and urgency of the case. Ohlimink has not the power of speech, but he makes visible efforts to understand what is said to him and, quickly grasping the situation, makes moaning sounds of assent and sympathy. He then concentrates all his mental powers on the gasping patient, making passes, such as an ordinary medicine-man would do, to gather the evil to the vicinity of the wound. Then, after mighty efforts of suction, he produces from his mask the offending arrow-head.
It is surprising, considering all he has gone through, how soon the wounded man, supported by Ohlimink and another and surrounded by his delighted companions, is able to retire, withal somewhat feebly, to the Hain. In this sanctuary, his cure is completed amidst animated discussion by the happy actors of their successful hoax. There may be some criticism from the older men who, of course, saw the act carried out very much better when they were young; but these observations are made tactfully and in all sincerity, and are therefore not resented.
The blood plastered over the patient to make the show more realistic was usually from the guanaco, with additional donations from willing helpers; and, of course, he would choose a bad bow and his worst arrows for destruction in the fire. For the part of Ohlimink, a medicine-man was not necessarily selected. The only essential qualification was that he must be small; and A-yaäh was an automatic choice. Instead of hunting, he had been making up ready to play his part in this serio-comic opera.
In cases of serious wounds or illness, the Ona doctors never called on Ohlimink for help, and certainly neither prayed to nor worshipped him —or any of his kind.
As women may be less foolish than they would like the other sex to imagine, I often suspected, while watching the antics of these grotesque and comic personifications, that those Ona women were not so deceived and terrified by their men’s crude make-up as they pretended to be. When I once ventured to suggest to the men that the women only did it to please them, their reaction left me under no misapprehension as to their firm conviction of the women’s blind credulity. To me it seemed impossible that the women were utterly deceived, yet the klokten, who had lived constantly with their mothers for the twelve or thirteen years prior to their initiation anti would surely have heard any careless word had it been spoken, were undoubtedly terrified when they came face to face with Short for the first time. One thing is certain: that if any woman had been indiscreet enough to mention her doubts, even to another woman, and word of it had reached the ears of the men, the renegade would have been killed —and most likely others with her. Maybe the women suspected; if they did, they kept their suspicions to themselves.
5
There were certain ritualistic performances in which the monsters played no part at all. They took place outside the Hain and in some of them the women participated. Sometimes the men and lads, their bodies, arms and legs encircled with clear horizontal stripes of white paint on a deep red background, would gather stealthily in a clump of trees near the village. They would stand side by side in a line, each with his arms round his neighbours’shoulders, as in a Rugby scrum. Care was taken that there should be a clear open space between the trees and the village, so that the women, who would be on the look-out, would have a good view of the line’s snake-like progression from the tree-clump to the Hain. When all were in position and ready to emerge into the open, the line was set in motion by the man at the end. He would give a little jump sideways and forward. This action would be immediately copied by the man next to him, and so on right to the end. In a row of thirty men, there would be at least three waves or ripples running from the head to the tail, as the whole body slowly advanced sideways towards the Hain. From a distance, this gave the exact impression of a huge caterpillar’s laborious motion. When the leaders had proceeded far enough to be out of sight of the village, they broke off one by one, until the lonely end of the tail gave its last wriggle and disappeared from view into the Hain.
The whole performance, if I remember rightly, was carried on in silence and greatly enjoyed by the actors. I have wondered if this dance —if such it could be called— was originated in honour of the snake. If it was, it must have been ages ago, when these people lived in a warmer clime, for there are no snakes in Tierra del Fuego.
The Snake Dance had form and a certain rhythm. A much more disjointed exhibition was the Frog Dance [“Snake Dance” and “Frog Dance” are names of my own invention. The native names for them were not in daily use, and I cannot recall them]. A crowd of men would daub themselves all over with ashes and earth and come out of the Lodge en masse, squatting on their haunches and jumping along like a swarm of excited frogs, and making the most infernal hubbub. They never went far from the Lodge, and returned ia the same disorderly manner. Boys, too young to become members of the Lodge, joined in this prank, which was greatly enjoyed by the participants.
Another hideous display would be given by two or three men. They would come out of the Hain and, squatting on the ground nearby, would start making ejaculations of disgust and pulling ugly faces to show their hatred and scorn of the women, who, unfortunately, were too far away to appreciate the efforts of their menfolk. The actors might stick bits of wood in their mouths, or even under their eyelids, to make themselves look even more dreadful.
One of the entertainments in which the women joined was to give them their revenge for the massacre said to have taken place ages before. The men assembled in the Hain and painted themselves with red stripes round their bodies and legs. They then whitened themselves considerably by dusting with chalk, under which the red stripes could still be distinguished. While this was going on, they would start a squeaky wailing, which may have been intended to advise the women that they were frightened and expected punishment. When ready, the men would come out of the Lodge and scatter as though blind, jumping along as if their feet were tied together and heading for the village, still keeping up their plaintive cries.
The women, usually discarding their capes, would come out in their kohiyaten and charge eagerly at the ridiculous band, who appeared quite unconscious of their approach. The women would rush up to them and, with evident enjoyment, push them vigorously. The men would fall like ninepins, making no effort to save themselves, and lie perfectly still in the exact position in which they had fallen. The conquering women, seeing their victims all motionless on the ground, would then return triumphant to the village. The old men who had been watching the proceedings from near the entrance to the Lodge would then call to the others that the coast was clear. The dead men would come to life, spring to their feet and run back to the Lodge as though frightened.
There was another diversion in which both men and women took part. The prelude was a low sound of complaint or mourning from the Hain. This gave the women ample time to prepare for; the show by adding a little paint —stripes or spots of red or white— to their faces. They would come to a place some sixty yards on the village side of the Lodge and plant themselves in a very compact row, each one embracing the woman in front of her. The strongest among them was selected as leader. I witnessed this performance twice, and on both occasions Leluwhachin was chosen for this position. She held a stout pole about , eight feet in length. With one end of it on the ground and the other on her ample shoulder, and well supported by the women behind her, she took up her stand, waiting defiantly for the men to come out of the Hain and try to dislodge her.
The men, painted with red stripes as previously described, but without the light powdering of white chalk, now emerged from the Hain. Holding hands, they began to encircle the women, moving round them in a kind of dance. They drew closer and closer until the two ends linked up. Continuing to gyrate around the women, they jostled them with their shoulders as they passed, the object being to break up the group. The women’s task was to stand their ground till the ring of men was broken. The men did not use violence. The women swayed from side to side, but Leluwhachin held firmly to her slanting pole. As they moved round, the men reached the pole in turn and tried to dislodge it as they stumbled over it. At length one of them missed his footing and lost his grip on his neighbour. The women won —as they always did— and the men hastened ignominiously to the shelter of the Hain. When they had all disappeared, the victorious women returned to the village in high glee.
A third form of primitive dance was called Ewan. It rarely took place and I had no opportunity of seeing it. The women —painted in spots and, for once, stark naked— came from the encampment, whilst the men, painted in stripes, advanced towards them from the Lodge. I do not know whether each party moved forward abreast or in single file, but conjecture that, when they passed each other, there would have been some disorder in such a large assembly. There was never any kind of drilling among the Ona, or anyone to give strict orders. There would, however, have been no jostling, as there was in the performance just described, no touching of one another and no sign of individual recognition. This last was a noticeable feature of all the ceremonial pranks in which men and women mixed or met each other. A good example was Minkiyolh’s treatment of Leluwhachin. When he hit her with that billet of wood, he was punishing not the wife of Tininisk, the greatly esteemed joon, but one of the women, nameless and unacknowledged.
My own place in all these performances was in the background with the old men, who preferred to watch. If, during these times, some friendly wrestling was suggested, I, of course, joined in. I did not ever impersonate any of the monsters of the Hain. My function was to help dress and paint the actors and, though I kept strictly within the rules, my work in beautifying Halpen was praised by the experts.
6
When the white men began to settle in northern Ona-land, many of the natives were compelled to invade the hunting-grounds claimed by more southerly groups. These, in turn, were sometimes forced still farther back into the mountains. This led to even more jealousy and fighting than there had been before the white intruders came, with the result that large, friendly parties could not often meet. I heard of one small, isolated group who held a meeting of the Lodge and were severely criticized for having run the risk of betraying the whole secret to the women.
Unfortunately, whenever I was present during the various activities of the Hain, I was either without my camera or —if I had it with me— was well aware that the use of it would certainly have been disapproved of by my Ona friends. The few photographs I was able to obtain were all taken at the last session I ever attended. This was just before the First World War, which kept me away from Tierra del Fuego. I learnt later that the only two Germans we knew of in the district were singled out for destruction by the Lodge, should I fail to return. Pahchik, who had acted as Chashkil’s second during our wrestling match, accepted personal responsibility for putting one of them —a harmless old blacksmith— out of the way. When I came back to Fireland, Pahchik, good fellow, told me that he would not have failed to keep his promise.
I am sorry now that, during my membership of the Lodge, I put work and the building up of the Viamonte farm so far ahead of everything else that I omitted to attend many meetings to which I was invited. The Ona had more leisure than I. At their gatherings in the Hain, time was no object. Whole days would be spent in futile talk, leading up to some seemingly childish performance. I did not sufficiently realize that these rites would shortly cease for ever. The advance of civilization soon laid bare the secrets of the Lodge, so jealously guarded for countless generations. They became common knowledge and the women were well aware of the hoax. Indians were induced, for a few dollars, to enact some of their plays before scientific audiences. I have seen photographs in which the performers had short hair and were painted in a fantastic way such as was never seen in the old days. Other photographs —purporting to be of primitive Ona savages— showed that many of the younger generation had forgotten —if ever they had known— the correct way to wear a guanaco skin.
The ceremonies of the Lodge had come into being and matured through the ages in the development of an exceedingly fine race of men. I have met white men who told strange stories of Tierra del Fuego, and, as far as I could judge, believed in what they told. One claimed to have found a mysterious spot in a forest, where there was a great stone on which human sacrifices had recently been made. Another spoke of a cave where young guanaco, fat birds and other luxuries were deposited as gifts to the gods, later to be devoured, no doubt, by some cunning medicine-man or native priest. I heard one lecturer solemnly telling his audience:
“They believe in a god called Klokten.”
Imagine anyone giving a talk on the Navy, and announcing:
“They believe in a god called Midshipman.”
According to other so-called explorers, the Ona also worshipped Hyewhi, which means a song or chant, and Joön which has occurred too often in these pages to need translation here. One authority went so far as to prove, to his own satisfaction, that Joön is directly derived from the Hebrew Jehovah.
These stories demonstrate how a vivid imagmation, combined with wishful thinking and the desire to impart interesting information, may influence a certain type of otherwise enlightened and educated men.
During the many hours I passed in the Lodge, listening to the exhortations of the older men, and during the years I spent almost exclusively in the company of the Ona Indians, I never heard a word that pointed to religion or worship of any kind; no expectation or hope of reward —no fear of punishment— in a future life. There was dread of death by witchcraft and a lesser dread of the ghosts of the woods, but not the ghosts of the departed dead. Respect there was for individual mountains such as Heuhupen, who, annoyed at being rudely pointed at, might wrap herself in clouds and bring on bad weather. Fear of death, the end of life, may have existed; possibly some unexpressed terror of the unknown; but there was no worship, no prayer, no god, no devil.