viernes, 1 de enero de 2021

Léon Bloy y Lautréamont: La jaula para locos de Prometeo

 LA JAULA PARA LOCOS DE PROMETO

(continuación y fin)


En una especie de novela titulada El desesperado, publicada en 1887 e inmediatamente borrada, tanto como fue posible, por el hostil silencio de toda la prensa, yo había escrito, accesoriamente, las pocas líneas que siguen, con la esperanza, por mucho tiempo defraudada, de sugerir un editor cualquiera la generosa idea de una reimpresión:

 

Uno de los signos menos dudosos de ese acorralamiento de las almas modernas en el límite de todo, es la reciente intrusión en Francia de un libro monstruo, casi desconocido aún aunque publicado en Bélgica hace ya diez años, Los cantos de Maldoror del conde de Lautréamont (?), obra sin parangón alguno y seguramente llamada a tener gran repercusión. El autor murió en una jaula para locos y eso  es todo lo que se sabe de él.

Es difícil decidir si la palabra monstruo basta aquí. Es algo que se parece a algún horrendo polimorfo submarino que una tempestad sorprendente hubiese arrojado a la orilla, después de haber zamarreado el fondo del Océano.

La jeta misma de la Imprecación se queda boquiabierta y callada en presencia de ese visitante, y las satánicas letanías  de Las Flores del Mal toman súbitamente, por comparación, cierto aspecto de anodina beatería.

Ya no es La buena nueva de la Muerte del buenazo de Herzen, es una suerte de Buena Nueva de la Condenación. En cuanto a la forma literaria, no hay tal. Es lava líquida. Es algo insensato, negro y devorador.

Pero, ¿no les parece a quienes la han leído que esta difamación inaudita de la Providencia exhala, por adelantado con la inigualable autoridad de una profecía, el último clamor inminente de la conciencia humana delante de su Juez?...

 

Hoy parece que esta advertencia no ha sido inútil y que, por fin, se está preparando una nueva edición. Creo que va a hacer mucho ruido. En cualquier caso, es una experiencia de lo más curiosa. Ese extraordinario poema en prosa, que se ha vuelto casi imposible de encontrar, y que sólo conocen unos pocos artistas que se lo pasan de mano en mano, con muchas recomendaciones, caerá precisamente en el eje de la más activa reflexión de las almas profundas de este fin de siglo.

El escándalo será grande, quizás, y, por cierto, mejor así. ¿No enseña el Evangelio que el escándalo es necesario?

En cuanto al peligro de contagio, no puedo creer en eso. El que habla es un demente, el más deplorable, el más desgarrador de los dementes, y la inmensa piedad mezclada con indecible horror que inspira debe ser, para la razón, el más eficaz de los preventivos. “La desesperación llevada lo suficientemente lejos —dice Carlyle—, completa el círculo y se convierte en una especie de esperanza ardiente y fecunda”.

Excepcionalmente, yo creería más bien en la pedagogía saludable de ese dolor sin medida, de ese pianto del odio infinitamente desolado. Si los muy extraños pesimistas de la indiferencia absoluta, que no son más, al fin y al cabo, que los optimistas de la nada, se dignaran, por un momento, aceptar la hipótesis del bien moral, se les podría decir que no es del todo ilusorio suponer que la extrema abominación de un auténtico rostro tangible de réprobo tiene el poder de empujar a ciertos hombres a la virtud por efecto de un miedo trascendente.

 

***

 

Al leer los Cantos de Maldoror no pude evitar, en cada página, una singular impresión. El autor me hacía pensar en un noble hombre que se despierta en medio de la noche en el lecho banal de una inmunda prostituta, ya pasada toda embriaguez, sintiéndose a su merced, completamente desnudo, helado de asco, agonizante de tristeza y obligado a esperar que amanezca.

“No intenta volver a dormirse. Saca lentamente, uno tras otro, sus miembros de la cama. Va a calentar su piel helada frente a los tizones encendidos de la chimenea. Sólo el camisón le cubre el cuerpo. Busca con la mirada la jarra de cristal para humedecer su paladar reseco. Abre los postigos de la ventana. Se apoya en el alféizar. Contempla la luna que vierte sobre su pecho un cono de rayos extáticos en los que palpitan, como falenas, partículas de plata de una suavidad inefable. Espera que el crepúsculo de la mañana le traiga, con el cambio de paisaje, un alivio irrisorio a su corazón trastornado”.

¿Acaso no es nada esta sugestión proporcionada por un hombre desesperado y sin lágrimas que lleva a enfriar su corazón fuera de la casa, bajo un cielo polar, en lo más recóndito de un sucio y tenebroso jardín, en las proximidades de un hediondo retrete; para traerlo de vuelta cuando ya no palpite, a fin de estar en condiciones de desnaturalizar su dolor mediante la ironía pacífica de la perfecta blasfemia?

“Yo soñaba —dice— que estaba en el cuerpo de un puerco, que no me resultaba fácil salir de él, y que revolcaba mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era como recompensa? ¡Objeto de mis deseos, yo ya no pertenecía a la humanidad! Así fue como comprendí la interpretación, y sentí una alegría más que profunda. Sin embargo, inquiría diligentemente qué acto de virtud había realizado para merecer, por parte de la Providencia, ese insigne favor…

Pero ¿quién conoce sus necesidades intimas o la causa de sus alegrías pestilenciales? La metamorfosis no se presentó nunca ante mis ojos sino como el alto y magnánimo eco de una dicha perfecta, que yo esperaba desde hacía mucho tiempo. ¡Por fin había llegado el día en que yo era un cerdo! ¡Ponía a prueba mis dientes en el tronco de los árboles; contemplaba mi morro con delicia! Ya no quedaba en mí ni el más mínimo fragmento de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excelsa altura de esa voluptuosidad inefable…”

La obsesión continua de ese desgraciado Lautréamont — obviamente un seudónimo— es, en efecto, la blasfemia. Si es misántropo, es porque recuerda que el hombre fue hecho a semejanza de Dios.

La blasfemia es un producto literario que se ha vuelto bastante poco valioso. Nuestra época la ha amado mucho, desde la blasfemia aristocrática de Baudelaire hasta la blasfemia rufianesca de Richepin. Todas las familias la solicitan. Pero la calidad de ésta es única porque la profiere un pobre loco de pena que no mira al público.

Sus oyentes son sus propios miembros lamentables. Es a su hígado enfermo al que le habla, a sus pulmones, a su bilis extravasada, a sus tristes pies, a sus húmedas manos, a su falo masturbado, a los cabellos erizados de su cabeza enloquecida de espanto.

Parece decirles a esos testigos, como el Prometeo de Esquilo a las Oceánidas: “¡Mirad qué iniquidades padezco!”, pensando en el Dios al que acusa.

El efecto general es terrible más allá de toda expresión, y de una belleza pánica sorprendente. No he sido del todo preciso al decir que no hay en ello forma literaria. El estilo de los Cantos de Maldoror es una especie de lugar común conformado según la divagatoria pasión de un loco.

La originalidad sería nula sin el paroxismo peculiarísimo de cierto tono que debe de asombrar a cierto demonio y que yo todavía no había encontrado en ninguna literatura.

Pero ese tono, que hace que cada frase se parezca a una loba rabiosa que va corriendo con sus patas ágiles y en silencio al encuentro de un viajero, es en sí mismo una originalidad tan desmesurada, tan formidable, que, al leerlo, uno siente que le laten las arterias y que su alma vibra hasta el punto de temblar, hasta el punto de dislocarse.

 

***

 

La marca indiscutible del gran poeta es la inconsciencia profética, la inquietante facultad de proferir, por encima de los hombres y el tiempo, palabras inauditas cuyo alcance él mismo ignora. Ése es el misterioso sello del Espíritu Santo sobre frentes sagradas o profanas.

Por ridículo que sea, hoy día, descubrir a un gran poeta desconocido y descubrirlo en un manicomio, me veo obligado a declarar, con plena convicción, que estoy seguro de haber hecho tal hallazgo.

Sé muy bien que esa campana sublime que tenía que sonar para dar la alarma y anunciar las victorias quedó, casi inmediatamente después de su bautismo, hendida por el rayo, y eso fue una inmensa desgracia para todos aquellos a los que las voces del cielo pueden consolar.

Pero a veces, no sé cómo, esa malherida producía todavía sonidos divinos, ya fuesen graves o melancólicos, y eso bastaba para dar una idea del entusiasmo de amor que sus gloriosas campanadas hubieran despertado.

“Soy hijo del hombre y de la mujer, según me han dicho. Eso me asombra... ¡Pensaba que era algo más!”. Pascal arde de gloria por haber dicho palabras de menor importancia, y yo he encontrado más de una del mismo tenor en ese libro incoherente y maravilloso que se asemeja al palacio de un rey persa saqueado y arruinado por una turba de cocodrilos e hipopótamos .

Es imposible dar la idea precisa de una obra tan anormal sin multiplicar las citas más allá de lo que parece permitir la estética juiciosa de la composición tipográfica. Pero se trata de un diamante, de un diamante negro, y cualquier consigna altanera, supongo, debe caer en presencia de tan inesperado tesoro.

Escuchen a los perros en la noche, esos terribles perros homéricos que “ladran por turno, ya sea como un niño que grita de hambre, ya sea como un gato herido en el vientre encima de un tejado, ya sea como una mujer que va a parir, ya sea como un moribundo enfermo de peste en un hospital, ya sea como una muchacha que entona una melodía sublime; contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur, contra las estrellas al oeste; contra la luna; contra las montañas que semejan a lo lejos rocas gigantes que yacen en la oscuridad; contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que les pone el interior de las fosas nasales rojo y ardiente; contra el silencio de la noche; contra las lechuzas cuyo vuelo oblicuo les roza el hocico, llevando en el pico una rata o una rana, alimento viviente, grato para los pichones; contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos; contra el ladrón que huye al galope en su caballo después de cometer un crimen; contra las serpientes que agitan los matorrales y hacen que les tiemble la piel, que les rechinen los dientes; contra sus propios ladridos, que a ellos mismos les dan miedo; contra los sapos, a los que trituran con un golpe seco de sus quijadas (¿por qué se han alejado del pantano?); contra los árboles, cuyas hojas, suavemente mecidas, son otros tantos misterios que no comprenden, que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes; contra las arañas colgadas entre sus largas patas, que se encaraman a los árboles para huir; contra los cuervos, que no encontraron qué comer durante el día y regresan a su morada, con las alas cansadas; contra las rocas de la ribera; contra los fuegos que aparecen en los mástiles de las naves invisibles; contra el ruido sordo de las olas; contra los grandes peces, que al nadar muestran su dorso negro y luego se hunden en el abismo; y contra el hombre que los esclaviza. […] Un día, con los ojos vidriosos, mi madre me dijo: ‘Cuando estés en tu cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, escóndete debajo de la manta, no te burles de lo que hacen: tienen un ansia insaciable de infinito, como tú, como yo, como el resto de los seres humanos de rostro pálido y alargado’. […] Yo, igual que los perros, siento la necesidad del infinito... ¡Pero no puedo satisfacer esa necesidad!”.

 

***

 

Los seis libros de ese largo poema de ironía diabólica e imprecaciones están atravesados, muy a menudo, por esos magníficos relámpagos, y hasta las invectivas inmundas o atroces que el maníaco dispara contra Dios o contra los hombres —por causa de Dios— conservan la huella profunda, pese a todo, de una antigua adoración herida por el rayo.

Sospecho que este desdichado sólo fue un blasfemo por amor, exactamente, supongo, como se convirtió en demente. Después de todo, ese odio rabioso hacia el Creador, el Eterno, el Todopoderoso, tal como él se expresa, es bastante vago en su objeto, ya que nunca toca los Símbolos.

Esto mismo es bastante extraño. No puede haber blasfemia mientras no se ataque a la Cruz. El teólogo más tonto podría dar una razón verosímil de por qué esto es así. Sólo se puede hacer sufrir al impasible levantando la Cruz, y sólo se lo puede deshonrar degradando ese Signo esencial de la exaltación de su Verbo.

Ahora bien, este frenético, este hombre que echa espumarajos contra Dios, no dice una palabra de ella. Parece ignorarla, con una ignorancia sobrenatural.

Un día recibe las amonestaciones de un sapo moribundo que parte rumbo a la eternidad a implorar perdón para su discípulo, y que lo insta a mostrar por fin su esencia divina, que hasta entonces ha ocultado. Dios sabe lo que puede representar un batracio semejante para ese desdichado espíritu.

En otra parte, hay un hermafrodita, “imagen sagrada de la inocencia de los ángeles”, por el que se decide a rezar todos los días. En otra parte más, hay una lámpara de iglesia, que ilumina la “perrera del Creador” y cuyo brillo de oración, tan resplandeciente para él como veinte incendios, lo colma de desesperación.

Sin duda alguna, esta alma enclaustrada en la execración de una fórmula abstracta portaba en ella la pena infernal de un inmenso amor que ningún símbolo de luz había iluminado. Nos hace saber, además, que era matemático.

La Prostitución, en todas sus formas, es una idea fija que acompaña por lo común, en su libro, a la idea del Señor, así como un corolario sigue a un axioma. Los escasísimos individuos capaces de sentir el profundo misterio que evoca esta palabra de Prostitución podrán leer con asombro ilimitado, lamentando la extinción de ese Lucifer, el poema increíble de la página 15:

“Yo hice un pacto con la prostitución, a fin de sembrar el desorden de las familias. […] ¡Ay, ay!, exclamó la hermosa mujer desnuda […], los hombres, un día, me harán justicia; es todo lo que te digo. Déjame que vaya a esconder en el fondo del mar mi tristeza infinita. Sólo tú y los monstruos horrendos que pululan en esos negros abismos no me desprecian”.

Que cada cual lo tome como quiera, ¡ese capítulo me dejó totalmente confundido!

 

***

 

Nunca he leído a los alienistas y nunca me he nutrido de ciencia fisiológica. ¿Se me prohibirá, entonces, suponer que un hombre tal, afectado por la locura, tiene una especie de lucidez a contrapelo capaz de hacerlo casi infalible, que incluso le da, a veces, la apariencia de un oráculo profundo en la antífrasis habitual de sus ironías o sus furores, cuando quiere expresar la dominante pasión de su mente extraviada? Me parece que esta hipótesis audaz no va más allá de una modesta perogrullada.

El autor quienquiera que fuese de los Cantos de Maldoror nos dice que era matemático e incluso montevideano, lo que parece implicar una matemática superior. Insiste con eso varias veces. Habla del rostro grave de la geometría al que regocija la forma esférica del Océano; también habla, en un extrañísimo poema ditirámbico de la aritmética y del álgebra, “cuyas eruditas lecciones, más dulces que la miel, se cuelan en su corazón como una ola refrescante”.

Dice que quien no las ha conocido “merecería sufrir los mayores tormentos”. El fin de los siglos verá dice, todavía de pie sobre las ruinas de los tiempos, vuestras cifras cabalísticas, vuestras ecuaciones lacónicas y vuestras líneas esculturales sentadas a la derecha vengadora del Todopoderoso, en tanto que las estrellas se hundirán con desesperación, como trombas, en la eternidad de una noche horrible y universal, y la humanidad gesticulante pensará en ajustar sus cuentas con el Juicio Final”.

La catástrofe desconocida que hizo demente a este hombre debe haberlo golpeado, por lo tanto, en el centro mismo de las exactas preocupaciones de su ciencia, y su rabia frenética contra Dios debe de haber sido, necesariamente, una rabia matemática.

Es una imagen de tristeza casi infinita la ese glorioso espíritu, visiblemente hecho para incorporar en él la luz de las constelaciones, obstaculizado al principio de su vuelo, sellado, encadenado a una idea fija, inmortalmente atroz, y esforzándose, con la lógica extraña de los alienados, con los recursos de una ciencia precisa, en construir una hélice descendente para huir de los cielos implacables rumbo a antípodas imposibles.

¡Cómo ha de haber adorado la Belleza ese poeta sumido en las tinieblas para insultarla tan cuidadosamente, para ingeniárselas, como lo hace a lo largo de todo su libro, en distorsionar sus fórmulas! La perpetua necesidad de pervertir el sentido de lo Bello, denunciador de su caída, es en él como una espantosa diástole de su nuevo corazón.

“El búho de Virginia, bello como una disertación sobre la curva que describe un perro al correr tras su amo… El buitre de los corderos, bello como la ley de la interrupción el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila… El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el alcoholismo… El adolescente, bello como la retractilidad de las garras de las aves rapaces; o, también, como la incertidumbre de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical posterior; o, más bien, como esa ratonera perpetua, siempre vuelta a tender por el animal apresado, que puede cazar sola roedores indefinidamente y funcionar incluso oculta bajo la paja; y, sobre todo, como el encuentro fortuito en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas”.

Hay otros pasajes más como éstos, cuya refinadísima abominación hace imposible citar.

 

***

 

Se habla mucho de la literatura de la vida real, de los libros de la vida real. Así es como la mayoría de los novelistas contemporáneos nos ponen bajo las narices sus pequeños asuntos sentimentales. Quiero persuadirme de que ese barbarismo acabará cayendo en el ridículo.

Pero si se considera la cosa como algo absolutamente imprescindible, ¿qué libro, pregunto, qué novela moderna, qué autobiografía mezclada con ficción, podría ser más real que los lamentos y los alaridos de ese hombre torturado cuya alma está ciega, cuya memoria se ha extinguido, que ya no sabe si hay alguien que lo oiga, que sólo se lamenta de sí mismo para sí mismo, y que sólo deja de vociferar su desesperación para rechiflar su dolor?

La intensidad de esa llama que va a morir es positivamente aterradora y las contorsiones literarias de los historiógrafos de nuestras insulsas costumbres parecen poca cosa, en verdad, comparadas con la portentosa tragedia de ese desorbitado del Amor y de la Luz.

Porque es, desgraciadamente, un verdadero loco, un verdadero loco que se da cuenta de su locura, que de repente deja de contarnos su anhelo de un mundo infinito para exhalar este grito desgarrador: “¿Quién es, pues, el que me da golpes en la cabeza con una barra de hierro al igual que un martillo golpea el yunque?”. Es un loco como nunca se los había visto, que podría haberse convertido en uno de los más grandes poetas del mundo, que ciertamente lo sospechaba y que murió en el más espantoso de los sepulcros, antes de tener el tiempo que le fue concedido al Tasso, mucho menos inspirado que él, para dar a luz su obra.

Sucumbió, como Satanás, por haber “derrotado a la Esperanza”. ¡Querido gran hombre abortado! ¡Pobre rastacuero sublime! “¡Es alguien —dice, hablando de sí mismo— que tiene penas horrendas!”. Y eso es todo lo que nos revela de su pasado. Incluso se diría que lo esconde con toda la astucia complicada de un alienado simulador y ladrón.

Con la esperanza de huir, su imaginación desenfrenada lo precipita en las metamorfosis. Recuerda “haber vivido medio siglo, en forma de tiburón, en las corrientes submarinas que bordean las costas de África”; reconoce tener un  rostro de una hiena; mantiene largas conversaciones con “el hermano de la sanguijuela” y “el pulpo de mirada sedosa, cuya alma es inseparable de la suya, que es el más hermoso de los habitantes del globo terrestre y que dirige un serrallo de cuatrocientos ventosas”.

Finalmente, les dirige a sus lectores execrados de antemano —si el Todopoderoso, a quien aborrece, le permite tenerlos algún día— esta encíclica recomendación, con la que he querido terminar:

 

“Adiós, anciano, y piensa en mí si me has leído. Tú, joven, no te desesperes, porque tienes un amigo en el vampiro, a pesar de tu opinión contraria. Y si cuentas el ácaro sarcóptico que produce la sarna, tendrás dos amigos”.

 

1 de septiembre de 1890

LÉON BLOY

Beluarios y Porquerizos

Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

 


LE CABANON DE PROMÉTHÉE

(suite et fin)

 

Dans une sorte de roman, intitulé Le Désespéré, publié en 1887 et tout de suite raturé, autant qu’il était possible, par le silence hostile de la presse entière, j’avais écrit incidemment les quelques lignes qu’on va lire, avec l’espoir, longtemps déçu, de suggérer à un éditeur quelconque l’idée généreuse d’une réimpression.

« L’un des signes les moins douteux de cet acculement des âmes modernes à l’extrémité de tout, c’est la récente intrusion en France d’un monstre de livre, presque inconnu encore quoique publié en Belgique depuis dix ans: les Chants de Maldoror, par le comte de Lautréamont (?), œuvre tout à fait sans analogue et probablement appelée à retentir. L’auteur est mort dans un cabanon et c’est tout ce qu’on sait de lui.

 

« Il est difficile de décider si le mot monstre est ici suffisant. Cela ressemble à quelque effroyable polymorphe sous-marin qu’une tempête surprenante aurait lancé sur le rivage, après avoir saboulé le fond de l’Océan.

« La gueule même de l’Imprécation demeure béante et silencieuse au conspect de ce visiteur, et les sataniques litanies des Fleurs du Mal prennent subitement, par comparaison, comme un certain air d’anodine bondieuserie.

« Ce n’est plus la Bonne Nouvelle de la Mort du bonhomme Herzen, c’est quelque chose comme la Bonne Nouvelle de la Damnation. Quant à la forme littéraire, il n’y en a pas. C’est de la lave liquide. C’est insensé, noir et dévorant.

Mais ne semble-t-il pas à ceux qui l’ont lue que cette diffamation inouïe de la Providence exhale, par anticipation, – avec l’inégalable autorité d’une Prophétie, – l’ultime clameur imminente de la conscience humaine devant son Juge ?... »

 

Il paraît aujourd’hui que cet avertissement n’a pas été inutile et qu’une édition nouvelle, enfin se prépare. L’affaire, je crois, sera bonne. En tout cas, c’est une expérience des plus curieuses. Cet extraordinaire poème en prose devenu presque rarissime et connu seulement de quelques artistes qui se le passent, avec force recommandations, de mains en mains, va tomber précisément dans l’axe de la plus active cogitation des âmes profondes en cette fin de siècle.

Le scandale sera grand peut-être et, ma foi! tant mieux. L’Évangile n’enseigne-t-il pas que le scandale est nécessaire?

Quant au danger de la contagion, je ne puis y croire. C’est un aliéné qui parle, le plus déplorable, le plus déchirant des aliénés et l’immense pitié mélangée d’indicible horreur qu’il inspire, doit être, pour la raison, le plus efficace des prophylactiques. « Le désespoir porté assez loin, dit Carlyle, complète le cercle et redevient une sorte d’espérance ardente et féconde. »

Exceptionnellement, je croirais plutôt à la pédagogie salutaire de cette douleur sans mesure, de ce pianto de la haine infiniment désolée. Si les pessimistes bien étranges de l’indifférence absolue, qui ne sont tout juste, en fin de compte, que les optimistes du néant, daignaient, un instant, concéder l’hypothèse du bien moral, on pourrait leur dire que ce n’est pas tout à fait un rêve de supposer à l’extrême abomination d’une vraie face tangible de réprouvé, la puissance de précipiter certains hommes à la vertu par l’effet d’une transcendante peur.

 

***

 

En lisant les Chants de Maldoror, je n’ai pu me défendre à chaque page, d’une singulière impression. L’auteur me faisait penser à un noble homme s’éveillant au milieu de la nuit dans le lit banal d’une immonde prostituée, toute ivresse finie, se sentant à sa merci, complètement nu, glacé de dégoût, agonisant de tristesse et forcé d’attendre le jour.

« Il n’essaie pas de se rendormir. Il sort lentement, l’un après l’autre, ses membres hors de sa couche. Il va réchauffer sa peau glacée aux tisons rallumés de la cheminée. Sa chemise seule recouvre son corps. Il cherche des yeux la carafe de cristal afin d’humecter son palais desséché. Il ouvre les contrevents de la fenêtre. Il s’appuie sur le rebord. Il contemple la lune qui verse, sur sa poitrine, un cône de rayons extatiques, où palpitent, comme des phalènes, des atomes d’argent d’une douceur ineffable. Il attend que le crépuscule du matin vienne apporter, par le changement de décor, un dérisoire soulagement à son cœur bouleversé. »

N’est-ce rien qu’une telle suggestion procurée par un désespéré sans larmes qui porte refroidir son cœur hors de la maison, sous un ciel polaire, au fond d’un sale et ténébreux jardin, dans le voisinage d’un puant retrait; pour le rapporter quand il ne palpitera plus, afin d’être en état de sophistiquer sa douleur par l’ironie pacifique du parfait blasphème?

Je rêvais, dit-il, que j’étais dans le corps d’un pourceau, qu’il ne m’était pas facile d’en sortir, et que je vautrais mes poils dans les marécages les plus fangeux. Était-ce comme une récompense ? Objet de mes vœux, je n’appartenais plus à l’humanité! Pour moi, j’entendis l’interprétation ainsi, et j’en éprouvai une joie plus que profonde. Cependant, je recherchais activement quel acte de vertu j’avais accompli pour mériter, de la part de la Providence, cette insigne faveur...

« Mais, qui connaît ses besoins intimes ou la cause de ses joies pestilentielles ? La métamorphose ne parut jamais à mes yeux que comme le haut et magnanime retentissement d’un bonheur parfait, que j’attendais depuis longtemps. Il était enfin venu, le jour où je fus un pourceau! J’essayais mes dents sur le tronc des arbres; mon groin, je le contemplais avec délice! Il ne me restait plus la moindre parcelle de divinité: je sus élever mon âme jusqu’à l’excessive hauteur de cette volupté ineffable... »

L’obsession continuelle de ce malheureux Lautréamont, — évidemment un pseudonyme, — est en effet le blasphème. S’il est misanthrope, c’est qu’il se souvient que l’homme est à la ressemblance de Dieu.

Le blasphème est une denrée littéraire devenue assez peu précieuse. Notre époque l’a beaucoup aimé, depuis le blasphème aristocratique de Baudelaire jusqu’au blasphème truand de Richepin. Toutes les familles en demandent. Mais la qualité de celui-là est unique parce qu’il est proféré par un pauvre fou de chagrin qui ne regarde pas le public.

Son auditoire, ce sont ses propres membres lamentables. C’est à son foie malade qu’il s’adresse, à ses poumons, à sa bile extravasée, à ses tristes pieds, à ses moites mains, à son phallus pollué, aux cheveux hérissés de sa tête perdue d’effroi.

Il paraît leur dire, à ces témoins, comme le Prométhée d’Eschyle aux Océanides: « Voyez de quelles iniquités je souffre! » en pensant au Dieu qu’il accuse.

L’effet d’ensemble est terrible au delà de toute expression et d’une beauté panique surprenante. Je n’étais pas tout à fait exact en disant qu’il n’y a pas de forme littéraire. Le style des Chants de Maldoror est une sorte de poncif configuré à la divaguante passion d’un dément.

L’originalité serait nulle sans le paroxysme très-particulier d’un certain accent qui doit étonner certain démon et que je n’avais encore trouvé dans aucune littérature.

Mais cet accent-là qui fait ressembler chaque phrase à une louve enragée courant de ses pattes agiles et silencieuse à la rencontre d’un voyageur, est à lui seul une originalité si démesurée, si formidable qu’à la lecture, on sent battre ses artères et vibrer son âme jusqu’au tremblement, jusqu’à la dislocation.

***

 

Le signe incontestable du grand poète, c’est l’inconscience prophétique, la troublante faculté de proférer par-dessus les hommes et le temps des paroles inouïes dont il ignore lui même la portée. Cela, c’est la mystérieuse estampille de l’Esprit-Saint sur des fronts sacrés ou profanes.

Quelque ridicule qu’il puisse être, aujourd’hui, de découvrir un grand poète inconnu et de le découvrir dans un hôpital de fous, je me vois forcé de déclarer, en conscience, que je suis certain d’en avoir fait la trouvaille.

Je sais bien que cette cloche sublime qui devait sonner les tocsins et les victoires, fut, presque aussitôt après son baptême, fêlée par le tonnerre, et ce fut un malheur immense pour tous ceux que les voix du ciel peuvent consoler.

Mais parfois, j’ignore comment, cette blessée rendait encore des sons divins, qu’ils fussent graves ou mélancoliques, et cela suffisait bien pour qu’on devinât l’enthousiasme d’amour que ses carillons glorieux auraient suscité.

« Je suis fils de l’homme et de la femme, d’après ce qu’on m’a dit. Cela m’étonne... Je croyais être davantage ! » Pascal est brûlant de gloire pour avoir dit de moindres paroles et j’en ai recueilli plus d’une dans ce livre incohérent et merveilleux qui ressemble au palais d’un roi persan qu’une flétrissante cohue de crocodiles et d’hippopotames aurait saccagé.

Il est impossible de donner l’idée précise d’une œuvre aussi anormale sans multiplier les citations au-delà de ce que semble permettre l’esthétique judicieuse de la mise en pages. Mais cela, c’est du diamant, du diamant noir et toute consigne altière doit tomber, je suppose, en présence d’une telle aubaine.

Écoutez les chiens dans la nuit, ces terribles chiens homériques « aboyant tour à tour, soit comme un enfant qui crie de faim, soit comme un chat blessé au ventre au-dessus d’un toit, soit comme une femme qui va enfanter, soit comme un moribond atteint de la peste à l’hôpital, soit comme une jeune fille qui chante un air sublime; contre les étoiles au nord, contre les étoiles à l’est, contre les étoiles au sud, contre les étoiles à l’ouest; contre la lune; contre les montagnes, semblables au loin à des roches géantes, gisantes dans l’obscurité; contre l’air froid qu’ils aspirent à pleins poumons, qui rend l’intérieur de leurs narines rouge et brûlant; contre le silence de la nuit; contre les chouettes dont le vol oblique leur rase le museau, emportant un rat ou une grenouille dans le bec, nourriture vivante, douce pour les petits; contre les lièvres qui disparaissent en un clin d’œil ; contre le voleur, qui s’enfuit, au galop de son cheval, après avoir commis un crime; contre les serpents, remuant les bruyères, qui leur font trembler la peau, grincer des dents; contre leurs propres aboiements, qui leur font peur à eux-mêmes ; contre les crapauds, qu’ils broient d’un coup sec de mâchoires (pourquoi se sont-ils éloignés du marais ?) ; contre les arbres, dont les feuilles, mollement bercées, sont autant des mystères qu’ils ne comprennent pas, qu’ils veulent découvrir avec leurs yeux fixes, intelligents ; contre les araignées suspendues entre leurs longues pattes, qui grimpent sur les arbres pour se sauver ; contre les corbeaux, qui n’ont pas trouvé de quoi manger pendant la journée, et qui s’en reviennent au gîte, l’aile fatiguée ; contre les rochers du rivage ; contre les feux, qui paraissent aux mâts des navires invisibles ; contre le bruit sourd des vagues ; contre les grands poissons, qui nageant, montrent leur dos noir, puis s’enfoncent dans l’abîme ; et contre l’homme qui les rend esclaves ! […]

« Un jour, avec des yeux vitreux ma mère me dit: ‘Lorsque tu seras dans ton lit, que tu entendras les aboiements des chiens dans la campagne, cache-toi sous ta couverture, ne tourne pas en dérision ce qu’ils font : ils ont une soif insatiable de l’infini, comme toi, comme moi, comme le reste des humains, à la figure pâle et longue’ […] Moi, comme les chiens, j’éprouve le besoin de l’infini... Je ne puis contenter ce besoin! »

 

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Les six livres de ce long poème d’ironie diabolique et d’imprécations sont assez souvent traversés de ces magnifiques éclairs et, jusqu’aux invectives immondes ou atroces que le maniaque décroche contre Dieu ou contre les hommes — à cause de Dieu, — gardent la trace profonde, malgré tout, d’une ancienne adoration foudroyée.

Je soupçonne cet infortuné de n’avoir été qu’un blasphémateur par amour, exactement, je le suppose, comme il devint un insensé. Après tout, cette haine enragée du Créateur, de l’Éternel, du Tout-Puissant ainsi qu’il s’exprime, est assez vague dans son objet, puisqu’il ne touche jamais aux Symboles.

Cela même est passablement étrange. Il ne saurait y avoir de blasphème aussi longtemps qu’on ne s’attaque pas à la Croix. Le théologien le plus bête pourrait en donner la raison plausible. On ne peut faire souffrir l’impassible qu’en dressant la Croix et on ne peut le déshonorer qu’en avilissant ce Signe essentiel de l’exaltation de son Verbe.

Or, ce frénétique, cet écumant contre Dieu n’en dit pas un mot. Il a l’air de l’ignorer, d’une ignorance surnaturelle.

Il reçoit, un jour, les admonitions d’un crapaud mourant qui part pour l’éternité afin d’implorer le pardon de son disciple et qui l’exhorte à montrer enfin son essence divine qu’il a cachée jusqu’alors. Dieu sait ce que peut représenter un tel batracien à ce malheureux esprit.

Ailleurs, c’est un hermaphrodite, « image sacrée de l’innocence des anges », pour lequel il prend la résolution de prier chaque jour. Ailleurs encore, c’est une lampe d’église qui éclaire le « chenil du Créateur » et dont la lueur d’oraison, éclatante pour lui comme vingt incendies, le transporte de désespoir.

Sans aucun doute, cette âme cloîtrée dans l’exécration d’une formule abstraite, portait la peine infernale d’un immense amour que nul symbole de lumière n’avait éclairé. Il nous apprend, au surplus, qu’il était mathématicien.

La Prostitution sous toutes ses formes est une idée fixe qui escorte habituellement, dans son livre, l’idée du Seigneur, comme un corollaire suit un axiome. Les très rares individus capables de sentir le profond mystère évoqué par ce mot de Prostitution, pourront lire avec un étonnement sans bornes, en déplorant l’extinction de ce Lucifer, le poème incroyable de la page 15.

« J’ai fait un pacte avec la prostitution, afin de semer le désordre dans les familles […] Hélas ! hélas ! s’écria la belle femme nue […] les hommes, un jour, me rendront justice; je ne t’en dis pas davantage. Laisse-moi partir pour aller cacher au fond de la mer ma tristesse infinie. Il n’y a que toi et les monstres hideux qui grouillent dans ces noirs abîmes qui ne me méprisent pas. » Qu’on le prenne comme on voudra, ce chapitre m’a totalement confondu!

 

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Je n’ai jamais lu les aliénistes et la science physiologique ne m’a jamais allaité. Me sera-t-il pourtant interdit de supposer chez un tel homme frappé de folie, une sorte de lucidité à rebours qui le fasse presque infaillible, qui lui donne même, parfois, des allures de profond oracle dans l’antiphrase coutumière de ses ironies ou de ses fureurs, quand il veut exprimer la dominante passion de son esprit fourvoyé ? Il me semble que cette hypothèse hardie ne s’élève pas au-dessus d’une modeste lapalissade.

L’auteur, — quel qu’il fût, — des Chants de Maldoror, nous apprend qu’il était mathématicien et même Montévidéen, ce qui paraît impliquer une mathématique supérieure. Il y revient plusieurs fois. Il parle de la face grave de la géométrie que réjouit la forme sphérique de l’Océan ; il parle aussi, dans un bien étrange poème dithyrambique, de l’arithmétique et de l’algèbre, « dont les savantes leçons, plus douces que le miel, filtrent dans son cœur comme une onde rafraîchissante ».

Il affirme que celui qui ne les a pas connues « mériterait l’épreuve des plus grands supplices ». — « La fin des siècles, dit-il, verra encore, debout sur les ruines des temps, vos chiffres cabalistiques, vos équations laconiques et vos lignes sculpturales siéger à la droite vengeresse du Tout-Puissant, tandis que les étoiles s’enfonceront avec désespoir, comme des trombes, dans l’éternité d’une nuit horrible et universelle, et que l’humanité grimaçante, songera à faire ses comptes avec le jugement dernier. »

La catastrophe inconnue qui fit de cet homme un insensé a dû, par conséquent, le frapper au centre même des exactes préoccupations de sa science, et sa rage folle contre Dieu a dû être, nécessairement, une rage mathématique.

C’est une vision de tristesse presque infinie que celle de ce glorieux esprit visiblement fait pour s’assimiler la lumière des constellations, entravé au début de son envol, scellé, cadenassé dans une idée fixe, immortellement atroce et s’efforçant, avec la logique bizarre des aliénés, avec les ressources d’une science précise, de construire une hélice descendante pour fuir des cieux implacables vers des antipodes impossibles.

A-t-il fallu qu’il adorât la Beauté, ce poète englouti dans les ténèbres pour l’insulter avec tant de soin, pour s’ingénier, comme il le fait, tout au long de son livre, à en dénaturer les formules ! Le besoin perpétuel de pervertir le sens du Beau, dénonciateur de sa chute, est en lui comme une effroyable diastole de son nouveau cœur.

« — Le grand-duc de Virginie, beau comme un mémoire sur la courbe que décrit un chien en courant après son maître... Le vautour des agneaux, beau comme la loi de l’arrêt de développement de la poitrine chez les adultes dont la propension à la croissance n’est pas en rapport avec la quantité de molécules que leur organisme s’assimile... Le scarabée, beau comme le tremblement des mains dans l’alcoolisme... L’adolescent, beau comme la rétractilité des serres des oiseaux rapaces ; ou encore comme l’incertitude des mouvements musculaires dans les plaies des parties molles de la région cervicale postérieure ; ou plutôt comme ce piège à rats perpétuel, toujours retendu par l’animal pris, qui peut prendre seul des rongeurs indéfiniment et fonctionner même caché sous la paille ; et surtout, comme la rencontre fortuite sur une table de dissection d’une machine à coudre et d’un parapluie...»

Il y en a d’autres encore, que leur superfine abomination rend impossible à citer.

 

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On parle beaucoup de littérature vécue, de livres vécus. La plupart des romanciers contemporains nous donnent ainsi à flairer leurs petites affaires de cœur. Je veux me persuader que ce barbarisme finira par tomber dans le ridicule.

Mais si l’on y tient absolument, quel livre, je le demande, quel roman moderne, quelle autobiographie mâtinée de fiction, pourrait être plus vécue que les lamentations et les hurlements de ce supplicié dont l’âme est aveugle, dont la mémoire est éteinte, qui ne sait plus s’il y a quelqu’un pour l’entendre, qui ne gémit sur lui-même que pour lui-même et qui ne s’interrompt de vociférer son désespoir que pour sibiler sa douleur ?

L’intensité de cette flamme qui va mourir est positivement effrayante et les contorsions littéraires des historiographes de nos plates mœurs, semblent peu de chose, en vérité à côté du tragique portentueux de ce désorbité de l’Amour et de la Lumière.

Car, c’est un vrai fou, hélas ! un vrai fou qui sent sa folie, qui s’arrête subitement de nous raconter sa soif d’un monde infini, pour exhaler ce cri déchirant : « Qui donc sur la tête me donne des coups de barre de fer comme un marteau frappant l’enclume ? » C’est un fou comme il ne s’en était jamais vu, qui aurait pu devenir l’un des pus grands poètes du monde, qui s’en doutait assurément et qui s’est éteint dans le plus affreux des sépulcres, avant d’avoir eu le temps qui fut accordé au Tasse, bien moins inspiré que lui, d’enfanter son œuvre.

Il succomba, comme Satan, pour avoir « vaincu l’Espérance ». Cher grand homme avorté ! Pauvre rastaquouère sublime ! « C’est quelqu’un, dit-il, en parlant de lui-même, qui a des chagrins épouvantables ! » Et c’est tout ce qu’il nous révèle de son passé. On dirait même qu’il le cache avec toute la ruse compliquée d’un aliéné simulateur et larron.

Dans l’espoir de fuir, son imagination éperdue le précipite aux métamorphoses. Il se rappelle « avoir vécu un demi-siècle, sous la forme de requin, dans les courants sous-marins qui longent les côtes de l’Afrique « ; il se reconnaît un visage d’hyène ; il a de longs entretiens avec « le frère de la sangsue » et « le poulpe au regard de soie, dont l’âme est inséparable de la sienne, qui est le plus beau des habitants du globe terrestre et qui commande à un sérail de quatre cents ventouses ».

Enfin, il adresse à ses lecteurs exécrés d’avance, — si le Tout-Puissant qu’il vomit lui permet d’en avoir un jour, — cette encyclique recommandation par laquelle j’ai voulu finir :

« — Adieu, vieillard, et pense à moi si tu m’a lu. Toi, jeune homme, ne te désespère point ; car tu as un ami dans le vampire, malgré ton opinion contraire. En comptant l’acarus sarcopte qui produit la gale, tu auras deux amis. » 

1er septembre 1890. – Belluaires et Porchers.