martes, 5 de enero de 2021

Leconte de Lisle y Leopoldo Díaz: El cuervo

 

EL CUERVO

A Mariano de Vedia.

El viejo abad Serapio de Arsinoe,

Prior de once monasterios, sometido

De su orden a las prácticas severas,

Bajo Valentiniano, rey de Oriente,

Paseábase una tarde, melancólico,

Por las obscuras bóvedas del claustro.

Ya el sol partido había; tenues sombras

Se alzaban del desierto en los confines:

Los astros parpadeaban en el cielo,

Y del fondo de agrestes soledades,

Rugidos de león, breves y rudos,

En torno al monasterio interrumpían

El profundo silencio de la noche.

 

El viejo abad Serapio, lentamente,

Marchaba, meditando en el edicto

Imperial, que a los siervos de la iglesia

Alistarse mandaba en numerosas

Legiones, que a batir fuesen los godos.

Que ya en aquellos tiempos abundaban

Los que buscando la quietud, querían

Olvidarse del siglo y a Dios sólo

La flagelada mente alzar contritos.

El terror dominaba en los conventos ;

Y los monjes, con rígidos ayunos,

Invocando a Jesús se atormentaban.

El abad en todo ello, meditando

Lleno de angustia, fervoroso exclama

Con los brazos en alto: —¡Dios me asista!

Y al alejarse entristecido y mudo,

Baja la frente, entre la sombra escucha

Un ronco, extraño acento que le dice:

—¡Venerable señor, compadecedme!

Y el viejo abad se signa, por el diablo

Tomando al que le hablaba entre la sombra.

La voz siniestra sigue: —¡Opimos tiempos

He visto y contemplé magnos festines!

Mas hoy el hambre me atormenta;

No os extrañe, señor, si os aseguro

Que cuando Abraham nació, yo era ya viejo...

 

— En nombre de Jesús, demonio o ángel,

Quien quiera que tú seas, y que me hablas,

El abad dijo: ¡ven! — Señor, repuso el otro:

¡Vedme aquí ! Y al mismo instante,

Sobre la balaustrada, horrible en formas,

Delante de Serapio estremecido,

Cayó un pájaro enorme, el ala abierta,

Cuyos brillantes ojos centelleaban.

Vio el abad asombrado que era un cuervo

De una especie gigante, extraordinaria.

La edad, su córneo pico había encorvado,

Y su cuerpo sin plumas, parecía

Consumido del hambre en los extremos.

Aunque la fe del monje era robusta,

Místico muro, espiritual baluarte,

Esa extraña visión teniendo al lado,

Temblaba a su pesar, de espanto lleno;

Y los ojos del cuervo en las tinieblas

Centelleaban con lívidos fulgores,

Mientras sus alas fúnebres movía.

 

Serapio dijo: — Si Satán te nombras,

Perro, demonio, réprobo, maldito,

¡Parte! ¡yo en nombre de Jesús te arrojo!

¡Vuelve a caer en las eternas llamas!

Y esto diciendo, persignose el monje.

— Yo no soy el que crees, abad santo,

Dijo el pájaro negro, en son de burla;

Pierdes el tiempo, pues, en maldecirme.

Nací cuervo, señor, cual soy ahora,

Pero hace muchos siglos que he nacido.

El hambre me devora, y si eres bueno,

Dame un poco de carne, gorda o flaca.

En cambio, monje amigo, te prometo

Un remedio al dolor que te atormenta.

— Impídenme tocar mis santas leyes,

De los lobos, los cuervos y las águilas,

El brutal alimento, dijo el monje.

Ve a roer, si la carne te complace,

Sobre los negros campos de batalla.

Para tu hambre calmar y tu fatiga,

De negro pan te ofreceré un mendrugo.

— Sea, el cuervo exclamó, que venga al punto;

Toda vianda sabrosa es, la mendigo,

Que un largo ayuno de tres siglos sufro.

— Vamos, dijo el abad, hasta mi celda. —

Y el otro, por los negros corredores,

Fue a Serapio siguiendo presuroso.

 

Cuando el pobre festín hubo acabado,

Sacudió el cuervo, como un haz de flechas,

Las plumas de su lomo enflaquecido,

Y cerrando los ojos, olvidarse

Del monje pareció, que lo observaba.

Éste, cruzó los brazos sobre el pecho

Murmurando: ¡Jesús, las emboscadas

Deshace, que a mi honor el Diablo tiende!

Ángeles santos, reveladme al punto,

¿Que es lo que anhela el pájaro antiquísimo?

Un huésped más extraño nunca, nunca,

Recibió algún mortal: ¡Señor, salvadme !

Y, mientras tanto que el abad murmura,

Súbito, el cuervo dice con voz fuerte:

—No estoy dormido como habéis pensado,

Venerable rabí; sondeo al tiempo,

De qué fueron las almas preguntando:

Pues conocí en otrora los profetas,

Que también lo ignoraban.

—No blasfemes

Porque el infierno puede consumirte!

Dijo el monje , ¿importarte puede acaso,

A ti, vil carne, podredumbre inerte,

Que volverás bien pronto a lo que fuiste,

Al seno de la gran naturaleza,

Con la arcilla, la lluvia, el agua, el viento,

Vana sombra a los ojos del Dios vivo;

A ti que hoy eres fango y serás polvo,

El reino de los santos en la altura?

El león, el asno, el águila y el perro,

Di: ¿qué es todo esto ante la muerte? ¡Nada!

— Señor, el cuervo dijo, habláis como hombre

Que espera despertar del postrer sueño;

Mas yo reyes he visto, y vi naciones,

Que en la obscura morada permanecen.

De ellos, señor, bastantes he comido,

Cuerpo y alma a la vez, de un solo golpe.

—Pagano vil, el viejo abad repuso,

Cuando el cuerpo ha caído, el alma pura,

Sube al cielo con alas invisibles,

¡Como blancas palomas, los espíritus

Giran al sol eterno en los espacios!

En verdad, te lo digo.

—Yo lo dudo,

El cuervo murmuró, mas, en fin, ¡sea!

Si lo que aseguráis es tan notorio,

¿Queréis oírme por un breve instante?

La absolución también yo necesito.

—Escucho, dijo el monje. El que se humilla,

Es digno de perdón, su culpa lava,

¡Y estremece a los ángeles de gozo!

—Desde el principio, mi relato empiezo:

 

Era el tiempo, señor, en que las aguas

Cubrieron los confines de la tierra,

Y hasta la cima de los altos montes

Llegaron de su limo las espumas;

De reyes y de imperios fenecidos,

Era el último día. Si eran buenos,

O malos, no lo sé. Buenos o malos,

Poco nos interesan si están muertos.

—Que eran perversos lo probó el Diluvio,

Repuso el monje, y era un mundo impío

Aquel en que las lúbricas mujeres

Sedujeron los ángeles.

—No hay duda

Que así fue, dijo el pájaro, prosigo:

Sobre el antiguo mundo anonadado,

Flotaba leve el arca gigantesca,

Y el océano sin fin, sobre sus ondas,

Como ligera cuna la mecía.

Inmóvil en la sombra yo esperaba,

Del Arca en un rincón, el desenlace.

Un día, los torrentes agotados,

Cesaron de llover, lució en el éter

El sol brillante; descendió el abismo:

¡Vete  dijo el patriarca, y en la cumbre

De una montaña, al Universo anuncia

El perdón de Jehová. Tendí mi vuelo

Acariciando líquidas llanuras,

E ignoro de aquella época hasta ahora,

Lo que al negro bajel ha sucedido.

—Fue, aquella, mala acción, díjole el monje.

—Es que, señor, el cuervo le repuso,

Me agradaba viajar por donde quiera,

Y el aire libre a la prisión prefiero.

 

Verdes cimas, rabí, contemplé entonces,

De algas cubiertas, por el sol heridas;

Y en altísimo cedro fui a posarme

Para tender mi vista en los espacios.

Tres largos días con sus largas noches

Allí permanecí; del sol la lumbre

Mostrome el mar, que del profundo abismo

El universo renacer dejaba,

Pero aun vacío, envuelto en las espumas,

Y erizado de lúgubres escombros.

AI pie de la montaña inaccesible,

Una enorme ciudad de rojos muros

Que construyeron las antiguas razas,

Dormitaba entre fétidos vapores.

Arrancados de cuajo por las olas,

Murallas y palacios confundidos,

Como negros follajes, los despojos

Del océano mostraban por doquiera,

En largas espirales enlazando

Rotas columnas y derruidos techos,

Y de los reyes, hijos de los ángeles,

Los gigantes cadáveres cubriendo

Entre su manto de espumosos limos.

De ellos, dos contemplé, señor abad,

A un trono unidos por cadenas de oro:

Un hombre de ancha frente, alta estatura,

Que con nervudos brazos estrechaba

A una hermosa mujer, contra su seno,

En cuya helada y entreabierta boca,

El gozo de morir resplandecía;

Él, firme la cerviz ante la muerte,

Domado y no vencido, aun conservando

Con su beldad, su orgullo y su fiereza.

En torno a la ciudad, bajo la lumbre

Del sol siniestro, lago silencioso

Dilataba sus fúnebres orillas,

Donde inertes, inmundos animales,

Sus contornos mostraban entre el cieno.

Osos, grandes lagartos, elefantes

Inmensos, sobre el fango corrompido,

Águilas gigantescas, fatigadas

De vagar por las nubes, que las cimas

De las rudas montañas no encontraron,

Toros abriendo las enormes fauces,

Leviatanes rendidos por las olas,

De la tierra, los viejos pobladores,

Llenaban todos, el pantano inmundo,

Y de vapores cálidos los vientos.

Y como sé que pasto de los vivos

Los muertos son, abad, por muchos años

Habité allí, contento de la suerte,

Y del trabajo de la mar; que a todos,

Hombre o cuervo, comer es agradable,

Si extremado apetito nos acosa.

 

Muchos soles, después, en mi morada,

Se deslizaron para mí tranquilos,

Cuando una tarde vi desde la cima

Del árbol secular, hacia el Oriente

Por insólitas llamas inflamado,

Poderoso fantasma, que en las nubes,

Llevaba el torbellino entre su seno.

Sus alas agitábanse en los aires,

Sus cabellos brillaban en la sombra,

Y extendidos los brazos, aventaba

Los fétidos vapores sobre el mundo.

AI límpido fulgor de sus miradas,

El impuro pantano despedía

Bajo dosel de flores, tibio aliento;

Cual rojos pebeteros, humeaban

Los montes, cuyos flancos de granito

En hinchados torrentes por los valles,

Las saladas espumas convirtieron.

Giró el espacio, ante mi vista, entonces,

Santo abad, y caí desde la altura,

Al pie del cedro, cual despojo inerte.

 

¿Cuánto tiempo duró mi largo sueño?

Cuando me desperté de aquel letargo

Después de algunos siglos, fue a la sombra

Negra y sin fin de las calladas selvas.

Todo despareció: diseminada

En leve polvo la ciudad gigante,

Sobre la fina hierba de los campos,

Recorrí los follajes florecidos,

Viendo que el hombre conquistado había

De nuevo el Universo. Hondos clamores

Sentí del horizonte en los confines;

Del norte al sud, del este al occidente,

Ebrios de sangre y respirando enojos,

Los pueblos con los pueblos combatían.

Nudosas masas, con feroz empuje,

Aplastaban la frente a los guerreros;

Las mujeres, los niños, los ancianos,

Sangrando entre el montón de la pelea;

Todo, todo, probaba que el diluvio,

Al mundo renaciente transformara.

¡Doquiera los cadáveres tendidos,

Presa vil de los buitres, de las águilas,

Y de los cuervos, bajo el sol radiante,

Perfumes exhalaban ofreciendo

Como grande holocausto a nuevos Dioses!

—¡No te burles, aborto del Infierno!

Dijo el monje. Tan sólo has contemplado

Bajo el prisma del mal, el universo,

Y del diablo, a través de las pupilas,

La pobre humanidad tan sólo viste:

¡Oh, monstruo inexorable! ¡No te burles!

—¡Ay! señor, perdonad, mas pienso ahora,

Que siempre el hombre tuvo sed de sangre,

Cual su carne ambiciono, viva o muerta.

En idénticos rumbos nos empujan

A los dos, los afanes del destino.

Nada puede allí el diablo, y Dios tampoco;

Las cosas de la muerte o de la vida,

Yo las estimo por igual, lo juro.

Si en mi sinceridad pude reírme,

Me he reído, señor, con inocencia.

—¡Jesús, Rey de los ángeles, Maestro,

Sellad los labios del traidor, os pido,

Que sin cesar blasfema! dijo el monje.

—Así, no os irritéis, abad piadoso:

Ved que materia vil, no tengo espíritu,

E indigno soy de elogio y de censura,

Y que si hoy enmudezco, cien mil monjes

A los combates llevaréis mañana.

¡Fuertes guerreros, en verdad, serían,

Que una sangre bendita derramando,

Volarán sin obstáculos al cielo!

Cosa que es, según vos, ineludible.

—¡Sigue! dijo Serapio; Dios dispone

Para expiar mis pecados, que te atienda;

Habla, pues, y prosigue sin tardanza,

Porque el tiempo se pierde al escucharte.

 

—En tanto deslizábanse los días;

Yo avanzaba en edad y en fortaleza,

Ebrio siempre de sangre cual otrora,

En que sobre las líquidas llanuras

La luz resplandeció de la mañana.

Crecer, vivir, morir, miré a los hombres,

Y pasar como sueños impalpables,

Que del cielo la ráfaga insensible

Arrojase al olvido silencioso;

Germinaban las selvas y en el fango

Los seculares troncos carcomidos,

Retoñaban después, dejando apenas,

Áridas rocas donde vi el rocío

Bajo la fresca sombra columpiarse.

Las ciudades de pórfido construidas

Ante mis ojos, rápidas se hundieron;

El huracán las aventó en la noche,

Sepultando en la nada su memoria

Con sus lenguas antiguas, que grabadas

En páginas graníticas, pasaron.

En fin, señor abad, misterioso

Germen, de siglo en siglo aprisionado,

Los dioses vi nacer —¡y aquellos dioses,

Los vi también morir! En donde quiera,

Los mares, las montañas, las llanuras,

Por millares, los dioses producían;

Armados unos con la espada, y otros,

Armados del relámpago brillante,

Jóvenes, viejos, crueles, bondadosos,

Bellos, deformes, de marfil y mármol,

¡Adorados, temidos é inmortales!

Vi al tiempo sus altares demoliendo,

El odio palpitar entre sus fiestas,

El mundo sus profetas degollando,

Y la burlona risa, tan amarga

Como la muerte, en el común abismo,

Vi que en tropel a todos sumergía;

Y miré nuevos dioses y hombres nuevos

Alzarse de sus fúnebres despojos.

Yo viví, el espantoso torbellino,

Con mis salvajes alas disipando,

Feliz, sin amarguras ni dolores,

Al hedor de la sangre sólo atento.

¡Viví!, ¡bajo del cielo y sobre el mundo,

Agonizaba todo, y yo vivía!

Yo viví, recorriendo sin reposo

De las cimas del Cáucaso al Carmelo,

Al banquete inmutable convidado,

Diciendo: ¡todo muere, porque viva!

¡Y yo viví! ¡Oh,  abad! Hermosos siglos

Llenos de convulsiones y batallas,

Para mi dicha fueron. ¡Quién pensara

Que mi mejor festín, adverso el hado,

Interrumpiese súbito y de entonces

Los senderos del hambre recorriera!

¡Sea maldito aquel día, entre los días

Pasados y futuros, para siempre!

¡Maldito, en sus mañanas y en sus tardes,

En su luz y en su sombra! ¡Sí, malditos

Todos los hombres cuyos ojos vieron

Aquel lúgubre sol en el oriente

Y en el ocaso! ¡Sí, malditos sean!

Que nada, de ellos quede, ¡nada!... ¡nada!

¡Y que jamás olvide la memoria,

Su recuerdo, cien veces maldecido!

 

Terminado su fúnebre anatema,

Dicho trágicamente, furibundo,

Calló un instante y erizó sus plumas,

El cuervo, en actitud desesperante.

—El justo brazo del Señor te ha herido,

Dijo el monje, vengando así tus víctimas,

¡Odioso cuervo, al flagelar tus crímenes!

— Rabí, repuso el cuervo, me parece

Que el hecho y no el designio se condena.

Cosa inicua, en verdad, fue mi castigo

Que todo lo ignoraba, obedeciendo

A mis instintos, sin rencor alguno.

—¡Acaba! dijo el monje: ya los astros

Se inclinan y las sombras se recogen.

—Siguió el pájaro negro, estremecido:

Bajo el reinado de Tiberio, un día,

Olfateando mi presa acostumbrada,

En torno a las ciudades de Idumea

El huracán llevome presuroso.

Recuerdo que era viernes, por la tarde,

Cuando vi, suspendidos en la cumbre

De árido monte a tres crucificados.

—¡Misericordia ! dijo el monje trémulo:

¡Era Jesús entre los dos ladrones!

— La colina se alzaba silenciosa;

Rojiza nube bajo el sol poniente,

En la inmóvil atmósfera abrasada

Semejaba la piedra de una tumba.

Dos de los condenados, en la cima,

Retorciéndose lívidos gritaban

Por su ronco estertor interrumpidos.

Mas el tercero, herido en un costado,

Suspendido a tres clavos, por agudas

Espinas coronado, reposaba

De la agonía en el postrer instante,

Yertos los brazos, flojas las rodillas.

Era joven y hermoso, y su cabeza

De dorados cabellos, apacible,

Sobre el hombro inclinando se dormía,

Y con sonrisa cándida, sin duelo,

Sin penas, sin orgullo, semejaba

Gozarse en el oprobio y en la muerte.

No era aquel, en verdad, tan sólo un hombre,

Pues de su cabellera y de sus formas

Irradiaban fulgores por los aires,

Con colores de ópalo bañando

El cadáver, tan gélido y tan mudo;

Y yo lo contemplaba, porque nunca

Otro igual, de los reyes en sus tronos,

O de los dioses, en sus templos viera.

—¡Jesús — el abad dijo levantando

Las enlazadas manos— pura fuente

De gracias infinitas, de Dios Verbo,

Sol de verdad del místico seguro,

Y verdadero Redentor sublime,

Que apuraste la hiel y con la sangre

De tus santas heridas, el pecado

Primero de los hombres redimiste!

¡Era, oh Cristo, tu cuerpo! ¡eran tus llagas!

¡Tu cuerpo era, Jesús, el suspendido

En el árbol infame cuyo fruto

La vida al Universo restituye!

¡Gloria a ti, mi Señor, en las edades,

Gloria en la eternidad, en lo remoto,

Gloria a ti, que eres fuerza, luz y vida!

—¡Amén ! exclamó el cuervo. Francamente,

Habláis muy bien, rabí, mas ignorando

Todo lo que decís, levanté el vuelo,

Del hambre a los impulsos...

—¡Maldecido!

Gritó el abad con cólera y espanto

Y con horror profundo, ¡basta, basta!

¿Osaste, pues, al fin, bestia sacrílega,

Su carne profanar? ¡Cómo pudiera

Expiar con mis sollozos y mi sangre,

El crimen de escuchar tu atroz injuria!

¡Vil comilón de muertos, que has osado

Sobre la eterna Cruz en hora triste,

Un instante posar tu garra inmunda!

¡Profanación horrible! En el infierno,

¿Habrá llamas que truequen en cenizas

A este cuervo voraz ?

 

—Tranquilizaos,

Dijo el pájaro negro, y escuchadme

Con paciencia, señor, que ya concluyo.

Dirigime a la cruz; y esto fue todo.

Un espectro radiante, parecido

A ese gran ángel que en la edad primera

Del fango, al mundo levantado había,

Y cuya viva luz postrome inerte,

Cobijó con su diestra fulgurante

Al muerto Dios; y con solemne acento

Que imagino escuchar, díjome entonces:

—Si el Divino Cordero lograr pudo

Tu apetito excitar sobre la tumba,

Supremo ultraje, sin igual oprobio,

Más que la hiel amargos; pues que tu obra

Todo intentó concluir, bestia insaciable:

¡A no comer tres siglos, te condeno!

Y su soplo llevome, como lleva

La hoja seca, el airado torbellino,

Y el cuerpo ensangrentado, el ala herida,

Lanzome desde el Gólgota a Samaria.

—En verdad, que aquel ángel, dijo el Monje

Fue contigo clemente y bondadoso.

 

—¡Suplicio extraño aquel, os lo aseguro,

De vivir de la muerte! Cuando el hambre

Tenaz nos roe, sin piedad, sin término,

Errar, sin detenerse en los festines,

Y aumentando las bárbaras torturas,

¡Sobre mil presas divagar en torno!

Desde entonces, señor, nada he comido;

Mordió en vano mi pico encarnizado

Al hombre vuelto roca, y en el bosque,

Al dulce fruto, convertido en piedra;

Y siempre hambriento y acechando siempre

Una presa imposible, fui sin rumbo,

¡Flaco, viejo, abatido, miserable!

—El castigo fue bueno, con voz ruda,

Dijo el monje irritado. Desde el día

Del diluvio, devoras sin reposo,

¡Y qué! ¿no puedes ayunar tres siglos?

—Si una antigua costumbre se abandona,

Dura la prueba hallamos, dijo el cuervo;

Una semana que ayunéis, me basta,

Y veréis donde van vuestras razones;

¡Que vos, en mi lugar, tal vez pudierais

Devorar mi festín de tres mil años!

Pero, señor Serapio, a vos os plugo

Que en el instante mi expiación termine.

Si es duro vuestro pan, secos los higos,

El Danubio, repleto de cadáveres,

Condujo ayer al mar, a los Romanos,

Las olas con su sangre enrojeciendo.

Vivid en la oración que reconforta;

Un rey godo, a los golpes de su espada,

Mató a Valentiniano y al Edicto.

¡Absolvedme, señor en mi partida!

Quiero ver al Danubio y a sus huéspedes.

Me habéis oído y conocéis mis faltas:

Absolvedme, señor, para que logre

Del guerrero festín tener mi parte.

Pueda beber la sangre de los bravos,

¡Y renazca otra vez, fiero y robusto,

Como en mi juventud !

—¡Dios de la altura,

El abad dijo, concededle ahora,

El eternal reposo! —Batió el cuervo

Sus alas moribundas, y de pronto

Desplomose en las losas monacales.

 

LECONTE DE LISLE

Traducción de LEOPOLDO DÍAZ

LE CORBEAU

 

Sérapion, abbé des onze monastères

D’Arsinoë, soumis aux trois règles austères,

Sous Valens, empereur des pays d’Orient,

Un soir, se promenait, méditant et priant,

Silencieux, le long des bas arceaux du cloître.

Le soleil disparu laissait les ombres croître

Du sein des oasis et des sables déserts ;

Les astres s’éveillaient dans le bleu noir des airs ;

Et, si n’était, parfois, du fond des solitudes,

Quelques rugissements de lion, brefs et rudes,

Autour du monastère, en un repos complet,

Et dans le ciel, la nuit vaste se déroulait.

 

L’abbé Sérapion, d’un pas lent, sur les dalles,

Marchait, faisant sonner le cuir de ses sandales,

Anxieux de l’Édit impérial, lequel

Était une épouvante aux serviteurs du ciel,

Ordonnant d’enrôler, par légions subites,

Pour la guerre des Goths, cent mille cénobites.

Car, en ce temps-là, ceux qui, dans le monde épars,

Cherchaient l’oubli du siècle en Dieu, de toutes parts,

En haute et basse Égypte, abondaient, vieux et jeunes,

Afin d’être sauvés par prières et jeûnes.

Et c’est pourquoi l’Édit signé de l’Empereur

Emplissait les couvents de trouble et de terreur ;

Et toute chair saignait sous de plus lourds cilices,

Pour désarmer Jésus touché par ces supplices.

Or l’Abbé méditait sur cela, d’un esprit

Plein d’angoisse, et priait pour son troupeau proscrit,

Levant les bras au ciel et disant : — Dieu m’assiste ! —

Mais, comme il s’en allait, le front bas, l’âme triste,

Dans l’ombre des arceaux voici qu’il entendit

Brusquement une voix très rauque qui lui dit :

— Vénérable seigneur, soyez-moi pitoyable ! —

Et l’Abbé se signa, croyant ouïr le Diable,

Et ne vit rien, le cloître étant sombre d’ailleurs.

La voix sinistre dit : — J’ai vu des temps meilleurs ;

J’ai fait de beaux festins ! Et, par une loi dure,

Aujourd’hui c’est la faim sans trêve que j’endure ;

Or, mon pieux seigneur, n’en soyez étonné,

J’étais déjà très vieux quand Abraham est né.

 

— Au nom du roi Jésus, démon ou créature

Qui m’implores avec cette étrange imposture,

Qui que tu sois enfin qui me parles ainsi,

Viens ! Dit l’Abbé. — Seigneur, dit l’autre, me voici. -

Et sur la balustrade, aussitôt, une forme

Devant Sérapion se laissa choir, énorme,

Un oiseau gauche et lourd, l’aile ouverte à demi,

Mais dont les yeux flambaient sous le cloître endormi.

L’Abbé vit que c’était un corbeau d’une espèce

Géante. L’âge avait tordu la corne épaisse

Du bec, et, par endroits, le corps tout déplumé

D’une affreuse maigreur paraissait consumé.

Certes, la foi du Moine était vive et robuste ;

Il savait que la grâce est le rempart du juste ;

Mais, n’ayant jamais eu de telle vision,

Il se sentit frémir en cette occasion.

Et les yeux de la Bête éclairaient les ténèbres,

Tandis qu’elle agitait ses deux ailes funèbres.

 

Sérapion lui dit : — Si ton nom est Satan,

Démon, chien, réprouvé, je te maudis ! Va-t’en !

Par la vertu de Christ, le rédempteur des âmes,

Je te chasse : retombe aux éternelles flammes ! —

Et, ce disant, il fit un grand signe de croix.

— Je ne suis point celui, saint Abbé, que tu crois,

Dit l’oiseau noir, riant d’un sombre et mauvais rire ;

Ne dépense donc point le temps à me maudire.

Je suis né corbeau, Maître, et tel que me voilà,

Mais il y a beaucoup de siècles de cela.

La famine me ronge, et je veux de ta grâce

Quelque peu de chair maigre à défaut de chair grasse.

Seigneur Moine, en retour, je te dirai comment

J’apporte un sûr remède à ton secret tourment.

 

— Nous ne touchons jamais, selon nos saintes règles,

Aux pâtures des loups, des corbeaux et des aigles,

Dit l’Abbé. Va rôder, si tu veux de la chair,

Sur les champs de bataille où moissonne l’Enfer.

Ici, pour réparer ta faim et tes fatigues,

Tu n’aurais qu’un morceau de pain noir et des figues.

— Soit ! Dit le vieil Oiseau, je ne suis point friand ;

Et toute nourriture est bonne au mendiant

Qu’un dur jeûne depuis trois siècles ronge et brûle.

— Suis-moi donc, dit l’Abbé, jusques en ma cellule. —

Et l’autre, tout joyeux de l’invitation,

Par les noirs corridors suivit Sérapion.

 

Quand il eut dévoré pain dur et figues sèches,

Le Corbeau secoua comme un faisceau de flèches

Les plumes de son dos maigre, et, fermant les yeux,

Parut mettre en oubli le Moine soucieux.

Celui-ci, bras croisés sous sa robe grossière,

Regardait fixement la bête carnassière,

Et murmurait : — Jésus ! Dépistez, ô Seigneur,

Les embûches du Diable autour de mon honneur !

Saints Anges ! Tout ceci n’est point chose ordinaire.

Que me veut cet oiseau mille fois centenaire ?

Nul vivant n’a reçu d’hôte plus singulier.

Abritez-moi, seigneur, sous votre bouclier ! —

Or, tandis que l’Abbé méditait de la sorte,

Le Corbeau tout à coup lui dit d’une voix forte :

— Je ne dors point, ainsi que vous l’avez pensé,

Vénérable Rabbi ; je rêvais du passé,

Me demandant de quoi les âmes étaient faites.

J’ai connu, dans leur temps, tous les anciens prophètes

Qui, certes, l’ignoraient. — Parle sans blasphémer,

Dit le Moine, ou l’Enfer puisse te consumer !

Que t’importe, chair vile, inerte pourriture,

Qui rentreras bientôt dans l’aveugle nature

Avec l’argile et l’eau de la pluie et le vent,

Vaine ombre, indifférente aux yeux du Dieu vivant,

À toi qui n’es que fange avant d’être poussière,

Le royaume où les Saints siègent dans la lumière ?

Le lion, le corbeau, l’aigle, l’âne et le chien,

Qu’est-ce que tout cela dans la mort, sinon rien ?

 

— Seigneur, dit le Corbeau, vous parlez comme un homme

Sûr de se réveiller après le dernier somme ;

Mais j’ai vu force Rois et des peuples entiers

Qui n’allaient point de vie à trépas volontiers.

À vrai dire, ils semblaient peu certains, à cette heure,

De sortir promptement de leur noire demeure.

En outre, sachez-le, j’en ai mangé beaucoup,

Et leur âme avec eux, Maître, du même coup.

- Vil païen, dit l’Abbé, quand la chair insensible

Est morte, l’âme au ciel ouvre une aile invisible.

De sa grâce, aussi bien, Dieu ne t’a point pourvu

Pour voir ce que les Saints et les Anges ont vu :

Les esprits, dans l’azur, comme autant de colombes,

Au soleil éternel tournoyant hors des tombes !

Et c’est la vérité. — Pour moi, dit le Corbeau,

J’en doute fort, n’ayant point reçu ce flambeau.

Ainsi soit-il ! pourtant, si la chose est notoire.

Mais vous plaît-il d’ouvrir l’oreille à mon histoire,

Seigneur, et de m’entendre en ma confession ?

J’ai, ce soir, grand besoin d’une absolution.

— J’écoute, dit le Moine. Heureux qui s’humilie,

Car le vrai repentir nous lave et nous délie,

Et réjouit le cœur des Anges dans les cieux !

— Je le prends de très haut, mon Maître, étant très vieux :

 

 

 

En ce temps-là, seigneur Abbé, l’Eau solitaire

Avait noyé la race humaine avec la terre,

Et, par delà le faîte escaladé des monts,

Haussait jusques au ciel sa bave et ses limons.

Ce fut le dernier jour des rois et des empires

Antiques. S’ils étaient meilleurs, s’ils étaient pires

Que ceux-ci, je ne sais. Leurs vertus ou leurs torts

Importent peu d’ailleurs du moment qu’ils sont morts.

— Ils étaient fort pervers, dit le Moine, et leur Juge

Les noya justement dans les eaux du Déluge.

C’était un monde impie, où, grâce au Suborneur,

La femme séduisit les Anges du Seigneur.

— J’y consens, dit l’Oiseau, ce n’est point mon affaire,

Et celui qui le fit n’avait qu’à le mieux faire.

Toujours est-il qu’il s’en était débarrassé.

Le monde ancien, Seigneur, étant donc trépassé,

L’arche immense flottait depuis quarante aurores,

Et l’océan sans fin, heurtant ses flancs sonores,

Dans la brume des cieux y berçait lourdement

Tout ce qui survivait à l’engloutissement.

Et j’étais là, parmi les espèces sans nombre,

Et j’attendais mon heure, immobile dans l’ombre.

Un jour, ayant tari leur vaste réservoir,

Les torrents épuisés cessèrent de pleuvoir ;

Le soleil resplendit à l’orient de l’arche ;

L’abîme décrut : — Va ! me dit le Patriarche,

Et, si quelque montagne émerge au loin des mers,

Apprends-nous qu’Iahvèh pardonne à l’univers. —

Je pris mon vol, joyeux de fuir à tire-d’ailes,

Et j’allais effleurant les eaux universelles ;

Et depuis, je ne sais, n’étant point revenu,

Ce que le noir vaisseau de l’homme est devenu.

— Ce fut là, dit le Moine, une action mauvaise.

— Seigneur, dit le Corbeau, c’est que, ne vous déplaise,

Aimant à voyager dans ma jeune saison,

Je respirais bien mieux au grand air qu’en prison.

 

Je vis bientôt, Rabbi, poindre des cimes vertes

Qui fumaient au soleil, d’algue épaisse couvertes ;

Et je m’y vins percher sur un grand cèdre noir,

D’où je pouvais planer dans l’espace et mieux voir.

Et j’attendis trois jours avec trois nuits entières.

Et le soleil encore épandit ses lumières,

Et je vis que la mer, reprenant son niveau,

Avait laissé renaître un univers nouveau,

Mais vide, tout souillé des écumes marines,

Et comme hérissé d’effroyables ruines.

Au bas de la montagne où j’étais arrêté,

Dormait dans la vapeur une énorme cité

Aux murs de terre rouge étagés en terrasses

Et bâtis par le bras puissant des vieilles races.

Écroulés sous le faix des flots démesurés,

Ces murs avaient heurté ces palais effondrés

Où les varechs visqueux, emplis de coquillages,

Pendant le long des toits comme de noirs feuillages,

Au travers des plafonds tombaient par blocs confus,

Enlacés en spirale épaisse autour des fûts,

Et faisant des manteaux de limons et de fanges

Aux cadavres géants des Rois, enfants des Anges.

Et j’en vis deux, seigneur abbé, debout encor

Sur un trône, et liés avec des chaînes d’or :

Un homme au front superbe, à la haute stature,

Qui, de ses bras nerveux, comme d’une ceinture,

Pressait contre son sein une femme aux grands yeux

Qui semblait contempler son amant glorieux ;

Et je lus sur sa bouche entr’ouverte et glacée

Le bonheur de mourir par ces bras enlacée.

Lui, le cou ferme et droit, dompté, mais non vaincu,

Et sans peur dans la mort comme il avait vécu,

Avait tout préservé de ce commun naufrage,

Sa beauté, son orgueil, sa force et son courage.

Autour de la cité muette un lac gisait

Où le soleil sinistre avec horreur luisait,

Gouffre de vase, plein de colossales bêtes

Inertes et montrant leurs ventres ou leurs têtes.

Ours, énormes lézards, immenses éléphants,

À demi submergés par ces flots étouffants,

Grands aigles fatigués de planer dans les nues

Et de ne plus trouver les montagnes connues,

Taureaux ouvrant encor leurs convulsifs naseaux,

Léviathans surpris par la fuite des eaux,

Tous les vieux habitants de la terre féconde

Avec l’homme gonflaient au loin la boue immonde ;

Et de chaudes vapeurs s’épandaient dans les vents.

Or, sachant que les morts sont pâture aux vivants,

Je vécus là, seigneur Abbé, beaucoup d’années,

Très joyeux, bénissant les bonnes destinées

Et l’abondant travail de la mer ; car enfin,

Homme ou corbeau, manger est doux quand on a faim.

 

Depuis bien des soleils, dans cette solitude,

Je coulais des jours pleins de molle quiétude,

Quand un soir, du sommet de l’arbre accoutumé,

Je vis, vers l’Orient brusquement enflammé,

Au sein d’un tourbillon de splendeurs inconnues,

Un fantôme puissant qui venait par les nues.

Ses ailes battaient l’air immense autour de lui ;

Ses cheveux flamboyaient dans le ciel ébloui ;

Et, les bras étendus, d’une haleine profonde

Il chassait les vapeurs qui pesaient sur le monde.

Aux limpides clartés de ses regards d’azur,

L’eau vive étincelait dans le marais impur

Ombragé de roseaux, rougi de fleurs soudaines ;

Les monts brûlaient, bûchers des dépouilles humaines ;

Et, jaillissant des rocs où leur germe était clos,

Les fleuves nourriciers multipliaient leurs flots,

Épanchant leur fraîcheur aux arides vallées

Toutes chaudes encor des écumes salées.

Et l’espace tourna dans mes yeux, saint Abbé !

Et, comme un mort, au pied du cèdre je tombai.

 

Qui sait combien dura ce long sommeil sans trêve ?

Mais qu’est-ce que le temps, sinon l’ombre d’un rêve ?

Quand je me réveillai, quelques siècles après,

Ce fut sous l’ombre noire et sans fin des forêts.

Tout avait disparu : la ville aux blocs superbes

S’était disséminée en poudre sous les herbes ;

Et comme je planais sur les feuillages verts,

Je vis que l’homme avait reconquis l’univers.

J’entendis des clameurs féroces et sauvages

De tous les horizons rouler par les nuages ;

Et, du nord au midi, de l’est à l’occident,

Ivres de leur fureur, œil pour œil, dent pour dent,

Avec l’âpre sanglot des étreintes mortelles,

Jours et nuits, se heurtaient les nations nouvelles.

Les traits sifflaient au loin, les masses aux noeuds durs

Brisaient les fronts guerriers ainsi que des fruits mûrs ;

Les femmes, les vieillards sanglants dans la poussière,

Et les petits enfants écrasés sur la pierre

Attestaient que les flots du Déluge récent

Avaient purifié le monde renaissant !

Ah ! Ah ! Les blêmes chairs des races égorgées,

De corbeaux, de vautours et d’aigles assiégées,

Exhalaient leurs parfums dans le ciel radieux

Comme un grand holocauste offert aux nouveaux Dieux !

— Ne t’en réjouis pas, rebut de la géhenne !

Dit le Moine. Aveuglé par l’envie et la haine,

Tu n’as pu voir, maudit, dans l’univers ancien,

Que les œuvres du mal et non celles du bien,

Et tu ne regardais, ô bête inexorable,

La pauvre humanité que par les yeux du Diable !

— Hélas ! Je crois, Seigneur, en y réfléchissant,

Que l’homme a toujours eu soif de son propre sang,

Comme moi le désir de sa chair vive ou morte.

C’est un goût naturel qui tous deux nous emporte

Vers l’accomplissement de notre double vœu.

Le diable n’y peut rien, Maître, non plus que Dieu ;

Et j’estime aussi peu, sans haine et sans envie,

Les choses de la mort que celles de la vie.

Dans sa sincérité, voilà mon sentiment,

Et si j’ai ri, c’était, Seigneur, innocemment.

— Roi des Anges, seigneur Jésus, mon divin Maître !

Dit le Moine, liez la langue de ce traître !

Aussi bien il blasphème et raille sans merci.

— Pieux Abbé, ne vous irritez point ainsi :

Songez que n’étant rien qu’un peu de chair sans âme,

Je ne puis mériter ni louange, ni blâme ;

Et que, si je me tais, vous conduirez demain

Cent mille moines, casque en tête et pique en main.

Ce seront de fort beaux guerriers dans la bataille,

Qui verseront un sang bénit à chaque entaille,

Et, morts, s’envoleront sans tarder droit au ciel ;

Car, selon vous, Rabbi, c’est là l’essentiel.

— Va ! Dit Sérapion, Dieu sans doute commande,

Pour expier mes lourds péchés, que je t’entende.

Parle donc, et poursuis sans plus argumenter,

Car le temps du salut se perd à t’écouter.

 

— Maître, les jours passaient ; et j’avançais en âge,

Ivre du sang versé sur les champs de carnage,

Toujours robuste et fort comme au siècle lointain

Où sur les sombres eaux resplendit le matin.

Et les hommes croissaient, vivaient, mouraient, semblables

À des rêves, amas de choses périssables

Que le vent éternel des impassibles cieux

Balayait dans l’oubli morne et silencieux ;

Et les forêts germaient, et rentraient dans la boue

Leurs troncs écartelés où la foudre se joue,

Ne laissant que le sable aride et le rocher

Où je vis la rosée et l’ombre s’épancher.

Les cités, de porphyre et de ciment bâties,

S’écroulaient sous mes yeux, pour jamais englouties ;

Les tempêtes vannaient leur poussière, et la nuit

Du néant étouffait le vain nom qui les suit,

Avec le souvenir de leurs langues antiques

Et le sens disparu des pages granitiques.

Enfin, seigneur Abbé, germe mystérieux

De siècle en siècle éclos, j’ai vu naître des Dieux,

Et j’en ai vu mourir ! Les mers, les monts, les plaines

En versaient par milliers aux visions humaines ;

Ils se multipliaient dans la flamme et dans l’air,

Les uns armés du glaive et d’autres de l’éclair,

Jeunes et vieux, cruels, indulgents, beaux, horribles,

Faits de marbre ou d’ivoire, et tantôt invisibles,

Adorés et haïs, et sûrs d’être immortels !

Et voici que le temps ébranlait leurs autels,

Que la haine grondait au milieu de leurs fêtes,

Que le monde en révolte égorgeait leurs prophètes,

Que le rire insulteur, plus amer que la mort,

Vers l’abîme commun précipitait leur sort ;

Et qu’ils tombaient, honnis, survivant à leur gloire,

Dieux déchus, dans la fosse irrévocable et noire ;

Et d’autres renaissaient de leur cendre, et toujours

Hommes et Dieux roulaient dans le torrent des jours.

 

Moi, je vivais, voyant ce tourbillon d’images

Se dissiper au vent de mes ailes sauvages.

Calme, heureux, sans regrets, et ne reconnaissant

Ces spectres qu’a l’odeur de la chair et du sang.

Je vivais ! Tout mourait par les cieux et les mondes ;

Je vivais, promenant mes courses vagabondes

Des cimes du Caucase aux cèdres du Carmel,

De l’univers mobile habitant éternel,

Et du banquet immense immuable convive,

Me disant : si tout meurt, c’est afin que je vive !

Et je vivais ! Ah ! ah ! Seigneur Sérapion,

En ces beaux siècles, sauf votre permission,

Si pleins d’écroulements et de clameurs de guerre,

Dans ma félicité je ne prévoyais guère

Qu’il viendrait un jour sombre où le mauvais destin

Me frapperait au seuil de mon meilleur festin,

Et que je traînerais, plus de trois cents années,

Au sentier de la faim mes ailes décharnées.

Maudit soit ce jour-là parmi les jours passés

Et futurs, où m’ont pris ces désirs insensés !

Maudit soit-il, de l’aube au soir, dans sa lumière

Et son ombre, dans sa chaleur et sa poussière,

Et dans tous les vivants qui virent son éveil

Et le lugubre éclat de son morne soleil

Et sa fin ! Oui, maudit soit-il, et qu’il n’en reste

Qu’un souvenir plus sombre encore et plus funeste,

Qui soit, ainsi que lui, septante fois maudit ! —

 

Le Corbeau, hérissant ses plumes, ayant dit

Cet anathème avec beaucoup de violence,

Garda quelques instants un sinistre silence,

Comme accablé d’un lourd désespoir et d’effroi.

— Donc, le bras du Très-Haut s’est abattu sur toi,

Dit le Moine, et vengeant d’innombrables victimes,

Corbeau hideux, il t’a flagellé de tes crimes ?

— Rabbi, dit le Corbeau, n’est-il point d’équité

De ne punir jamais qu’un dessein médité,

L’intention mauvaise, et non le fait unique ?

Certes, mon châtiment fut une chose inique,

Car je ne savais point, Maître, et j’obéissais

À ma nature, sans colère et sans excès.

— Qu’as-tu fait ? dit le Moine. Achève ! la nuit passe

Et les astres déjà s’inclinent dans l’espace.

— Seigneur, dit l’Oiseau noir agité de terreur,

Ceci m’advint du temps de Tibère, empereur.

Un jour que je cherchais ma proie accoutumée

En planant au-dessus des villes d’Idumée,

Un grand vent m’emporta. C’était un vendredi,

Autant qu’il m’en souvienne, et dans l’après-midi.

Et je vis trois gibets sur la colline haute,

Et trois suppliciés qui pendaient côte à côte.

— Miséricorde ! dit le Moine tout en pleurs,

C’était le roi Jésus entre les deux voleurs !

— Cette colline, dit l’Oiseau, très âpre et nue,

Silencieusement se dressait dans la nue.

Un nuage rougi par le soleil couchant,

Immobile dans l’air poudreux et desséchant,

Pesait de tout son poids sur ce morne ossuaire,

Comme sur un sépulcre un granit mortuaire.

Et la hauteur était déserte autour des croix

Où deux des condamnés hurlaient à pleines voix

Par un râle plus sourd souvent interrompues,

Et se tordaient, ayant les deux cuisses rompues.

Mais le troisième, Maître, une ouverture au flanc,

Attaché par trois clous à son gibet sanglant,

Ceint de ronces, meurtri par les coups de lanières,

Reposait au sortir des angoisses dernières,

Allongeant ses bras morts et ployant les genoux.

Il était jeune et beau, sa tête aux cheveux roux

Dormait paisiblement sur l’épaule inclinée,

Et, d’un mystérieux sourire illuminée,

Sans regrets, sans orgueil, sans trouble et sans effort,

Semblait se réjouir dans l’opprobre et la mort.

Certes, de quelque nom que la terre le nomme,

Celui-là n’était point uniquement un homme,

Car de sa chevelure et de toute sa chair

Rayonnait un feu doux, disséminé dans l’air,

Et qui baignait parfois des lueurs de l’opale

Ce cadavre si beau, si muet et si pâle.

Et je le contemplais, n’ayant rien vu de tel

Parmi les Rois au trône et les Dieux sur l’autel.

— Ô Jésus ! Dit l’abbé, levant ses mains unies,

Ô source et réservoir des grâces infinies,

Verbe de Dieu, vrai Dieu, vrai Soleil du vrai ciel,

Vrai rédempteur, qui bus l’hysope avec le fiel,

Et qui voulus, du sang de tes chères blessures,

De l’antique péché laver les flétrissures,

Ô Christ, c’était toi ! Christ ! C’était ton corps sacré,

Pain des Anges, par qui tout sera réparé,

Ton corps, seigneur, substance et nourriture vraies,

Avec l’intarissable eau vive de tes plaies !

C’était ta chair, ô roi Jésus ! Qui pendait là,

Sur ce bois devant qui l’univers chancela,

Sur cet arbre que Dieu de sa rosée inonde,

Et dont le fruit vivant est le salut du monde !

Mon Seigneur ! Par ce prix que nous t’avons coûté,

Gloire au plus haut des cieux et dans l’éternité

Des temps, où pour jamais ta grâce nous convie,

Gloire à toi, Christ-Jésus, force, lumière et vie !

 

— Amen ! dit le Corbeau. Rabbi, vous parlez bien ;

Mais de ceci, pour mon malheur, ne sachant rien,

Je pris très follement mon vol pour satisfaire

Ma faim, comme j’avais coutume de le faire.

— Maudit ! cria l’Abbé, les cheveux hérissés

D’épouvante, d’horreur et de colère ; assez !

Saints Anges ! as-tu donc, ô bête sacrilège,

Osé toucher la chair trois fois sainte ? Puissé-je

Expier, par mes pleurs et par mon sang, ce fait

D’avoir ouï parler, Jésus, d’un tel forfait !

Ce vil mangeur des morts, sur la croix éternelle

Poser sa griffe immonde et refermer son aile !

Ô profanation horrible ! Seigneur Dieu !

L’inextinguible Enfer a-t-il assez de feu

Pour brûler ce corbeau monstrueux et vorace ?

 

— Maître, dit l’Oiseau noir, apaisez-vous, de grâce !

Et daignez m’écouter, s’il vous plaît, jusqu’au bout.

Je volai vers la croix ; mais, hélas ! ce fut tout.

Un spectre éblouissant, pareil à ce grand Ange

Qui du monde jadis purifiait la fange,

Et dont l’éclat me fit tomber inanimé,

Abrita le Dieu mort de son bras enflammé ;

Et comme je gisais sur la pierre brûlante,

Je l’entendis parler d’une voix grave et lente.

Et cette voix toujours m’enveloppe, ô Rabbi :

— Puisque l’Agneau divin désormais a subi,

Plus amers que le fiel et la mort elle-même,

Et l’ineffable outrage et l’opprobre suprême

D’exciter ton désir en horreur au tombeau ;

Puisque tout est fini par ton œuvre, Corbeau !

Tu ne mangeras plus, ô bête inassouvie,

Qu’après trois cent soixante et dix-sept ans de vie. —

Et son souffle me prit, comme un grand tourbillon

Fait d’une feuille morte au revers du sillon,

Et me jeta, le corps sanglant, l’aile meurtrie,

Du morne Golgotha par delà Samarie.

— Cet Ange, dit le Moine, était assurément,

En ceci, beaucoup moins sévère que clément.

 

— C’est un supplice étrange et sans nom que de vivre

De ce qui fait mourir ! quand la faim vous enivre

Et vous mord, furieuse, au ventre, que de voir

Quelque festin royal où l’on ne peut s’asseoir,

Et d’errer sans repos entre mille pâtures,

Pour y multiplier sans trêve ses tortures !

Depuis ce jour fatal, mon Maître, j’ai jeûné ;

J’ai vainement mordu de mon bec acharné

L’homme sur la poussière et le fruit mûr sur l’arbre ;

L’un devenait de roc et l’autre était de marbre ;

Et, toujours consumé d’angoisse et de désir,

Convoitant une proie impossible à saisir,

Portant de ciel en ciel ma faim inexorable,

J’ai vécu, maigre, vieux, haletant, misérable !

Ce fut là mon supplice, et, certe, immérité.

— Le châtiment fut bon, dit le Moine irrité.

Repens-toi, sans nier ton infaillible Juge.

Quoi ! N’as-tu point, depuis l’universel Déluge,

Dans ta faim effroyable à tant d’hommes gisants,

Assez mangé, Corbeau, pour jeûner trois cents ans ?

— On ne se défait point d’une vieille habitude

Sans que l’épreuve, dit le corbeau, ne soit rude ;

Et si vous ne mangiez de sept jours seulement

Vous verriez ce que vaut votre raisonnement,

Eussiez-vous, subissant vos brèves destinées,

Dévoré le festin de mes trois mille années !

Or voici, grâce à vous, seigneur Sérapion,

Que j’ai fini le temps de l’expiation.

Votre pain était dur, vos figues étaient sèches,

Mais, hier, le Danube était plein de chairs fraîches,

Et portait à la mer, en un lit de roseaux,

Les romains égorgés qui rougissaient les eaux.

Vivez, Rabbi, dans la prière et le silence :

Un roi goth a cloué l’Édit d’un coup de lance

Droit au cœur de Valens, et César est fait Dieu.

Absolvez-moi, Seigneur, que je vous dise adieu !

J’ai hâte de revoir le vieux fleuve et ses hôtes.

Vous m’avez écouté, vous connaissez mes fautes ;

Absolvez-moi, mon Maître, afin que sans retard

De ce festin guerrier je réclame ma part,

Et m’abreuve du sang des braves, et renaisse

Aussi robuste et fier qu’aux jours de ma jeunesse !

— Seigneur Dieu, qui régnez dans les hauteurs du ciel,

Donnez-lui, dit l’Abbé, le repos éternel ! —

 

Le Corbeau battit l’air de ses ailes étiques,

Et tomba mort le long des dalles monastiques.