lunes, 7 de septiembre de 2020

María Zambrano: Adsum



ADSUM

Porque el delito peor
del hombre es haber nacido”.
Calderón.

Había querido morir, no al modo en que se quiere cuando se está lejos de la muerte, sino yendo hacia ella. No la había llamado, simplemente debió de ponerse en marcha, por el camino que a ella lleva o quizá equivocarse; quizá fue que cayó en una trampa o que se fio de un espejismo; un error. Y el error se paga con la muerte; por eso es inexorable morir para todos. También porque nunca se ha estado vivo del todo, y, porque no es posible estarlo enteramente; cuando el alguien aprisionado y ávido que va en nosotros sale a la luz, no encuentra aquello que lo hizo salir. Al salir de sí, nadie parece; aquello amado se ha ido y sólo encontramos el vacío, la negación. El “NO”, cualquier no, sabemos lo que significa sólo cuando hemos pasado por esta experiencia de lo negativo.
Sabemos que ello, lo esperado, no está ahí, ni cerca ni lejos. Y entonces nos damos cuenta de que vivimos enteramente solos. Y vivir a solas, es vivir a medias, es estar recluido, condenado, cegado también; es estar en reserva y a la defensiva.
Se puede morir aun estando vivo; se muere de muchas maneras en ciertos padeceres sin nombre, en la muerte del prójimo, y más en la muerte de lo que se ama y en la soledad que produce la total incomprensión, la ausencia de posibilidad de comunicarse; cuando a nadie le podemos contar nuestra historia. Eso es muerte; muerte por juicio. El juicio de quien debía de oír y entrar sin más en el interior de nuestra vida es la muerte. “Vivir es convivir”, ha dicho Ortega y cuando la convivencia se hace imposible porque el que convive interpone y arroja su juicio sobre la persona, sobre aquello que nace solamente cuando se comparte, es la muerte. Se muere juzgado, sentenciado a aislamiento por “el otro”.
Y entonces se acude al ancho espacio de la conciencia divina. Y como intermediario el pensamiento, la poesía de algunos hombres que llegaron a abrir su conciencia de modo tal que todo secreto pueda ser acogido; son los autores trágicos: Sófocles, Cervantes. Es el saber trágico el que ha descubierto que la “vida es sueño” y Píndaro lo dice aún mejor: “Somos sombras de sueño” o “¿Sombras de sueño?”
Sombras del sueño de Dios. Mi vida no es mi sueño, y si la sueño es porque yo que la sueño, soy soñado. Dios nos sueña y entonces hay que hacer que su sueño sea lo más transparente posible, reducir la sombra a lo menos, adelgazarla.
¿Dios me sueña? ¿Será posible realizar su sueño? o por el contrario ¿desnacer? Si lo primero, afronto el juicio, su juicio; el proyecto de mi ser queda sometido a su justicia y ha de pasar por ella, ante ella. Y si quiero sólo desnacer puedo traicionarle, puedo borrar lo que él quiso que fuera.
Somos hijos del sueño, nacemos de un sueño, del sueño de nuestros padres, del sueño de la naturaleza toda, del sueño de Dios. La tragedia de Edipo, el “complejo”, no es la exposición de un suceso real, sino tan sólo de una posibilidad esencial de la condición humana; de la tragedia original que es haber nacido. Y de ese conflicto inicial que siempre amenaza presentarse, que es no conocer al Padre.
La Tragedia única es haber nacido. Pues nacer es pretender hacer real el sueño. Nacer es realizar o pretender realizar el sueño de nuestros padres; el sueño de Dios inicialmente. Quizá Dios soñó con una criatura, su predilecta; quizá el Universo nos sueña como su cumplimiento y estamos ya soñados, pre-soñados en la flor y en el árbol que se yergue, en la misma materia extensa, soñada también, ella que aspira a la realidad y la sirve incansablemente como la criada que es del Universo, la sierva, la madre que sirve hasta ver erguido sobre sí aplastándola, al hijo que la olvida. Porque la extensión, puro ensueño primero de Dios, esbozo del ser, su sombra, tiene que ir haciéndose real. Y todo lo que la sobrepasa, la rompe.
Nacer es proyectarse en un ser que aspira a la posesión del universo. Si no hubiera esta toma de posesión inicial no sería el peor delito el haber nacido y seríamos inocentes. La posesión que está ya al principio es el delito, el robo. Anaximandro vio claro cuando habló de la injusticia del Ser, injusticia transitoria, porque todo ser es efímero. Sólo la armonía final, equivalente de la extensión, de la indiferencia originaria, permanece.
Y ahora ella, al no haber podido morir sentía que tenía que nacer por sí misma. Del primer nacimiento nadie recuerda nada. No hay conciencia que recoja ese temblor del ser arrojado afuera, expuesto repentinamente a la intemperie, sin asidero. La conciencia, ésta que ahora envolvía su soledad, debió de empezar a formarse entonces, en ese instante terrible en que hubo que abrir los ojos y respirar. ¡Qué diferencia pudo medir, ella y todos, entre el abrigo de la caverna maternal, donde ningún esfuerzo era necesario ni posible y eso que adviene de pronto: imágenes quietas, fijas sobre un negro vacío; lo puramente irreconocible.
Y el despertar: un ímpetu del mirar; después se aprende a retroceder, anhelar la avidez, el apetito desde lo más hondo, el hambre originaria. Hambre de todo, hambre indiferenciada. Quizás haya minúsculos animales, quizás los haya habido, que nazcan devorando el cuerpo de la madre que los alberga, por devorar la propia envoltura. Ahora, en el ser humano, la envoltura es la conciencia, algo incorpóreo, invisible, donde todo lo que llega se refleja y aparece así como a distancia, rodeándonos. ¿Cómo será el mundo mirado desde más adentro de la conciencia? Pero desde allí no se mira... Para mirar hay que dejarse algo invisible adentro, encerrado, y salir hasta la superficie, hasta (el límite) donde es imposible avanzar más; es el primer ímpetu del mirar; después se aprende a retroceder, para poder ver mejor. Se descubre la distancia inexorable que nos ha de separar siempre de todo; hasta de nosotros mismos. Pues ese punto donde nos quedamos —hambrientos de ver— es un centro intermedio entre las dos realidades, la propia y la total. Es irreal por tanto, punto matemático que señala un abismo y lo ahonda. Pues a fuerza de mirar todo se vuelve más y más distante, y “eso”, ese alguien que alienta dentro, que querría salir a ser visto, y a respirar también, va hundiéndose, retrocediendo a esa tiniebla, más allá quizá de donde estaba cuando no había mirado nunca. La mirada empuja hacia atrás a algo que querría manifestarse, pero el mirar le hace retroceder primero. Al mirar prescindimos de lo más hondo de nosotros mismos, de ese alguien innominado; la víctima, sacrificado a la luz.
¿Nacer es un sacrificio a luz? Y por eso Edipo se arrancó los ojos por haber vuelto al lugar del nacimiento, en vez de seguir naciendo, aceptando el sacrificio de sentirse cada vez más lejos del de la Tiniebla maternal y más hundido en las propias tinieblas.
Y cada vez que se nace o renace, y aun en el ir naciendo de cada día hay que aceptar esa herida en el ser, esta escisión entre el que mira, que puede identificarse con lo mirado —y así va naciendo— y el otro; el que siente a obscuras y en silencio, entre la noche del sentido, condenado a no nacer ahora, a no nacer todavía. Y hay que aprender a soportarlo... Después de haberlo padecido mucho, comienza a nacer la esperanza de que el condenado por la luz también nazca... en otra luz.
La noche; siempre la había esperado; desde niña le pasaba así. Se despertaba lenta, trabajosamente, siempre sentía que no podía con el día que llegaba y violentamente como cuchilladas se le iban entrando en el cerebro algunos esfuerzos de los que la esperaban; tendría que comer, tendría que hacerse mil veces la lazada de las cintas de los zapatos, y pasar delante de aquella niña hambrienta a la que no podía traer a su casa y a la tarde jugar con “ellas” en medio de un aire frío que corría, aburrido él también por la Plaza de Oriente o en la de la Armería, aplastada por la piedra gris de aquel Palacio impenetrable y árido; de vez en cuando, un coche bonito pasaba corriendo, regresaban los Reyes, decían, de alguna parte y casi los compadecía por tener que entrar allí. La Escuela era lo mejor, en ella no tenía frío; estaba cerca del Palacio, y se abría el sol, un patio donde andaba entre sus compañeras; un calorcillo le ablandaba el alma también y las miraba sin la hostilidad que a las otras, a las señoritas con las que iba a jugar. Sabían más que ella, andaban con libros y algunas hasta escribían ya y todo eso era atrayente, cálido; ella también entraría en aquel secreto abierto de las letras y en el misterio de los números que había que cantar. La maestra era bonita, morena y sonriente; su voz le daba ánimo. Y a la salida, la madre joven con un ramo de violetas casi siempre en el manguito, con el velillo moteado recogido tras del sombrero, la llevaba dándole calor con su mano de la que no la aislaban los guantes suaves. Y así, andaba sobre el asfalto duro, pasaba sobre el Viaducto, subía el rumor de la calle de Segovia, un árbol tendía sus ramas que casi podía tocar y podía hundir los ojos que siempre se le iban, en aquella lejanía azulada, casi blanca algunas tardes, franjeada del verde obscuro de la Casa de Campo: el horizonte; eso, el horizonte lleno de luz quería detenerse, pararse a beberla, como el mejor alimento, el ansiado; se embebía un instante. Y alguna china se le clavaba en la planta del pie, a través del zapato, algo inoportuno, hiriente, o se soltaba los lazos, o alguien empujaba su hombro... y volvía a sentir que era débil. Pero no iba sola. Y si no había qué jugar, en el invierno, una confitería con las luces ya encendidas aguardaba. Y en seguida la casa, con el fuego encendido, y afuera la noche.
Y ya el sobresalto del día había desaparecido. La noche era el silencio, la ilusión de entrar en un lugar secreto de donde bruscamente nos habían despertado en algún momento, de escapar de la violencia que la obligaba a estar presente, allí, aquí, aquí, ante todos, siendo vista, sintiéndose juzgada. Pues todas las cosas, especialmente algunas, ciertos edificios y la mirada escrutadora de la gente y las distraídas de quien querríamos ser mirados, acariciados, hacen sentir el juicio implacable que ya en la luz de la mañana se siente. Todos los días despertamos a ser juzgados, a enfrentarnos con una ley desconocida y que sigue siéndolo por mucho que nos la formulen, nos la aclaren, y aun nos la justifiquen. Sabemos de antemano que hemos faltado a ella alguna vez... Pero es inútil hacer memoria; nunca lograba recordarlo. Los recuerdos, se hundían entonces en la primera infancia, en un fondo obscuro, fluido, de donde luchaban por aparecer. Pero entonces, y siempre, la memoria aparece como viniendo de un olvido, de un obscuro fondo que ofrece una resistencia, inexpugnable. Y somos así, opacos a nosotros mismos en esa primera, espontánea forma de conocimiento en que ni siquiera pretendemos conocernos, que es la memoria. La memoria, primera revelación, ineludible, de la persona... ¿por qué este tener presente nuestra vida pasada, aunque los recuerdos concretos desaparezcan? La memoria está siempre ahí, viviente; no descansa. Y si fuera posible que en algún instante ningún recuerdo pasara por la mente, está ahí continua la referencia al pasado, la imposibilidad de acoger ningún suceso por esperado que sea, ninguna persona por mucho amor que nos traiga desde un alma limpia y desprovista de inscripciones, de huellas, de sombras.
Haber vivido ya; comenzar la vida desde algo... siempre lo había sentido, lamentándolo y ahora comprendía el sentido —un fragmento del sentido— de aquella cita en la noche hacia la que corría desde niña y más de niña; porque la noche es pura y tan larga. Quería deshacer lo vivido, lo visto, lo acumulado en el día, caído sobre ella intempestivamente, como la vida misma. Quería deshacer el hecho de haber nacido, de estar ahí, aquí.
Y estaba aquí de nuevo, después de haberse alejado de todos, de todo, hasta que se vio a sí misma. Vivos vemos a los otros, estamos en comercio continuo con la realidad o con sus sombras, llenos de ideas, imágenes, anhelos. La muerte ¿será verse enteramente a sí mismo?
Y ahora, ya conocía aquel desierto, aquella blancura sin fronteras que no es todavía el morir. A lo primero era trabajo el subir aquella cuesta, y luego cesó el trabajo; sólo algo llamado “sí misma”, “yo”, algo que no era; todo había ido cayendo; la que se creía ser; su “ser”... ya sabía que no era, que aquello, no era apenas nada. Allá, una claridad sin foco, sin semejanza a ninguna otra, se extendía sin límite; no era el horizonte o quizá era sólo horizonte. Y no había podido... una invisible resistencia la rechazó.
Y ahora estaba aquí; ahora y aquí, resentida como cuando nació; sabía sí, que era eso lo primero: el resentimiento de estar aquí; la desnudez muda del “ser” en la que nada puede valernos; estar sin valimiento, como si sólo estuviésemos en la vida, aquí, por haber sido despedidos y aún rechazados; porque “él”, “ello”, ¿quién?, no nos quiere.
El horror del nacimiento: Job pidiendo cuentas a su autor. Y aquellos otros personajes de tragedia, en busca de su autor para que ponga en orden su fábula, un horror... ¡que nadie nace inocente! Nacer sin pasado, sin nada previo a qué referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como deben sentir la aurora las hojas que reciben el rocío; abrir los ojos a la luz sonriendo; bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida ¡qué hermosura! No siendo nada o apenas nada, ¿por qué no sonreír al universo, al día que avanza, aceptar el tiempo como un regalo espléndido, un regalo de un Dios que nos sabe, que sabe nuestro secreto, —nuestra inanidad— y no le importa, que no nos guarda rencor por no ser...?
...Y como estoy libre de ese ser, que creía tener, viviré simplemente, soltaré esa imagen que tenía de mí misma, puesto que a nada corresponde y todas, cualquier obligación, de las que vienen de ser yo, ¡o del querer serlo!
Y ya sé que “el otro”, el prójimo, está solo en su fondo como yo, y tampoco puede valerse. Todos están solos, cada uno está solo. No tendré pues enemigo, ni creeré que nadie me ama especialmente, ni menos lo desearé, que antes me devoraba este anhelo de que me quisieran, de ser amada. ¿Y no era esto una barrera? ¿y hasta una trampa?
Ir hacia el otro sin gesto y sin ofrenda; tan sólo manteniéndose en la simple verdad de estar aquí, sabiéndose tan poca cosa, habiéndose visto, desde la falta de recursos ante “eso”, ¿cómo llamarlo? la máxima resistencia que encierra vida y muerte; lo que nos hizo nacer y nos mantiene aquí haciéndonos nacer cuantas veces haga falta, lo que nos dejará un día morir; a todos, a cada uno le pasa también eso, hermanos en la verdad de estar aquí, en la realidad primera. Hubiera estado mal marcharse sin saberlo, sin haberlo aceptado, más allá del gozo de vivir que a veces había sentido y de la embriaguez de la esperanza, y del dolor, más allá de todos los sentimientos, estados y situaciones que pueden enumerarse, sin saberse aquí, sin haberlo aceptado, simplemente, al modo de una brizna de ser, de un poco de polvo, ávido de entrar en la luz y de recibirla, en su pobreza; de vibrar de acuerdo aún, a costa de un largo trabajo; de nacer innumerables días. Había pensado deshacerse de los libros de Filosofía, darlos, no verlos más, y ahora se le venía a la memoria de nuevo —ya estaba en la vida— le vino a la memoria: “Ordo et conexio rerum idem esse ac ordo et conexio idearum”. Y comenzando a vivir simplemente, sin pretensión ni proyecto, sin esperanza ni temor, podría ser así, viviendo desde la verdad, de no ser, de no ser apenas nada. A fuerza de aceptar su no ser, ¿llegaría a formar parte de las matemáticas del Universo?
...Desde la verdad; esto es, ser pobre. No pretender que nada nos cubra de esplendor, ni aparecer de ninguna manera ante nadie, apreciar sólo lo necesario sin darle importancia; ir rectamente hacia el corazón de las cosas; tratar al prójimo sin temor, ni vanidad, porque ya lo había visto, eran eso: el prójimo sí, el hermano. Pobres y solos, todos, sin saberlo aunque algunos lo sabrían, no habían debido saber antes que ella. Y algunos, muchos, no sólo pobres en su falta de ser, sino heridos por la pobreza, heridos... por tantas cosas... Porque tenemos el ser suficiente para que en él se abran heridas, ¿era ella acaso otra cosa hasta hace poco? una herida. Había llorado tanto por querer lo que no querían darle, por querer a quien no la quería, y porque sí, había llorado desde niña reprochándole a la vida, envolviéndolo todo en su reproche, y todo había nacido de sí misma, por haber sido demasiado rica y colmada de ternura y amor; de los padres, de otras gentes; por haber vivido en aquellos jardines maravillosos con la nostalgia, siempre de otro lugar más encantado, su Andalucía natal quizá, dejada atrás tan pronto; por nostalgia de una felicidad perdida y de la que sólo recordaba el perderla, el estarla perdiendo siempre, por horror de ser juzgada. Y sólo encontraba la calma, cuando a solas en su cuarto o en el jardín o entre la gente, sentía aquella presencia de no sabía qué; se sentía mirada, vista desde lo alto, esto es lo más cerca a la verdad, más libre de interpretación. La Filosofía le había dado muchas cosas; pero la principal, la que nunca podría pagar era todo lo que le había enseñado a rechazar, a mantener en suspenso, como si no fuera, y hasta a destruir todas las posibilidades de su vida; eso que algunos de los que la querían más lamentaban; había podido, hubiera podido hacer varias cosas, a qué enumerarlas, si al fin eran ya ilusorias y formaban parte de aquella imagen que como todas las que las gentes se hacen de sí mismas, está formada por los “habría” los “hubiese”, los si “no fuera por”... Si no fuera por la Filosofía, por aquella tonta ambición, ella —pensaban algunos que la querían— hubiera sido o hecho esto, aquello, lo otro, estaría casada por lo menos y eso, podía ser verdad... Sí, esto que no había dependido enteramente de ella, como el hacer o el ser. Pero... estaba bien, todo había pasado y ahora sólo le quedaba esta ansia de verdad y de justicia, de vivir adecuadamente a su pobreza íntima, de no sobrepasarse... Pero, esto, irrumpía con toda su fuerza la verdad, esto tampoco era suyo, ni nacido ahora, eso... estaba ahí. Entraba su padre en la habitación clara, por la luz de la mañana, de un día de invierno, de claro invierno madrileño, de esa luz que parece venir de la nieve de la sierra, con el olor de los pinos, del tomillo siempre verde, de la sierra pobre, desnuda, bajo la luz azul...
Y sintió entonces el crimen de haberse ido sola tan lejos hacia aquella claridad sin sombras, sola y sin haber todavía nacido. Por eso, no pudo... Porque no había nacido del todo, por eso, la habían rechazado. Como velos opacos, como pálidas membranas había visto desprenderse de su ser lo que creía ser, de lo que estaba imbuida. Y había quedado aquello insignificante, desvalido e impotente ante la luz, ante la claridad sin fronteras más bien, pues no se sentía el foco, ni vibración de ninguna clase, y el frío era absoluto. No tenía derecho, no había podido. Por una vez la legitimidad, lo debido se cumplía inexorable, simplemente, se cumplía sin dar señal siquiera de que se estaba cumpliendo; de tal modo era simple. La pura simplicidad que para los que de verdad han nacido debe de ser, el ser; del todo y para siempre y para ella, escapada del tiempo y de la paciencia —también de la humildad— era la simple negación, el no que de tan cierto no se dice, pues ya no hay palabras por allí.
Y ahora mientras el padre venía hacia ella, subía un recuerdo desde esa oscura resistencia, desde ese no; un recuerdo que era como un que se insinuaba.
Se veía de muy niña en el suelo que era su sitio, lo que estaba para ella, y para el gato, por donde andaba sin acabar de erguirse, donde siempre volvía a caer. Y él la alzaba, la levantaba en alto y se encontraba al lado de su cabeza, que se atrevía a tocar y a fuerza de ser levantada y puesta a la altura de su frente y de atreverse a tocarla, debió de ir aprendiendo que qué era eso: Padre; y en aquellos viajes desde el suelo hasta tan alto, debió de aprender también la distancia, y el estar arriba, ver el suelo desde arriba, mirar desde lo alto sobre la cabeza de su padre, las cosas, las paredes que se movían, iban cambiando, y eso; atender a lo que cambia, ver el cambio y ver mientras nos movemos, es el comienzo del mirar de verdad; del mirar que es vida.
Y ahora era ella la que se alzaba hacia su frente, levantando trabajosamente los débiles hombros que tiraban de aquella herida de dentro, que se abría al respirar... a mitad del viaje encontró la frente guardadora del secreto, la frente cuyo sueño la había engendrado; su origen del que había huido y también la ley, la verdad, no sólo porque estaba en él, en el padre, sino porque le había enseñado desde siempre a amarla, a deponerlo todo ante ella, a buscarla sabiéndola invisible, porque todo podía ser perdonado allá en los años de la infancia, disimulado en la adolescencia acabada de pasar, todo, menos la mentira, el engaño. “—¿Dices la verdad?” Y ahora, por eso no le preguntaba nada; le ayudaba a reclinarse, a hundirse más bien, a quedarse pegada, fija en el lecho blanco. Pero ella se dijo simplemente la verdad a sí misma, la verdad acabada de descubrir: “sí; estoy aquí”. “¡Quiero ser tu hija, nacida de tu sueño!”
Comenzaba a darse cuenta de todo lo que eso significaba; entrar en la vida. Y desde esta situación en la que toda convivencia era imposible, situada al margen de la vida y por mucho tiempo; el veredicto, era claro; más de un año de quietud, de “reposo”; por lo demás nada o casi nada; reposo total; nada más. “Tú tienes que elegir entre tres años de reposo y tres meses de vida”, la había dicho ex-abrupto la voz ya fraternal de un muchacho de su “generación” — Carlos que así entraba a ser también su médico, el guardián, inexorable, que se había encontrado en la frontera. Entraba ahora con su sonrisa llena de vida, animándola burlonamente. “Ahora ya no te nos vas, te han cogido en la esquina, no vuelvas a escaparte más del “colegio”, mira, qué hermosa mañana, tiene toda la vida”; sí, toda la vida...; pero ¿podré?”. Y ahora sonríete, que viene tu hermana.
Algo le impedía decir que no, que no viniera, que estuviera siempre lejos, ella que tenía, sí, toda la vida, tan llena de hermosura.
Toda la vida. Reapareció aquella extensión, tendría que irla atravesando y estaría poblada, pero más tarde. Ahora tendría que deslizarse en el silencio de días iguales a sí mismos. Tenía toda la vida, pero no podía empezar a vivirla; estaba aquí, pero “aquí” era un cuarto blanco y desnudo, sin un libro, donde estaban prohibidas las visitas y hasta el moverse en la cama; quieta, mirando hacia arriba o hacia la ventana ladeando un poco la cabeza. Y lo que veía eran las nubes blancas e inmóviles, escritura gigantesca en el cielo de esa vida que se proyectaba a sí misma, que los hombres todos proyectaban y luego, como la veían sobre sus cabezas y descargaba sobre ellas, la llamaban “destino”, y también Historia. El cielo azul de Madrid, estaba lleno de blancas, azuladas y semidoradas nubes; de pronto habían cobrado figura; caballos, reyes antiguos, ejércitos, peleas de monstruos, allá abajo a ras del horizonte, una guirnalda de gloria, una promesa que parecía enmarcarlo todo, sujetar cielo y tierra, comenzaba también a moverse a ir cobrando forma a entrar en lo alto del cielo cóncavo donde se movían sus mayores. Era la historia de España que se despertaba en aquella hora precisa, que se ponía en movimiento, desde el corazón y el ánimo esperanzado y enigmático, se proyectaba sobre el cielo implacablemente azul de Madrid, 1929. Sí, toda la vida, y también la historia parecía aguardarla. Le daba tiempo, le darían tiempo, para todo: “sí; estoy aquí”.
Fragmento del capítulo I del libro Delirio y Destino. 
Revista Entregas de la Licorne 5-6, Montevideo, septiembre de 1955
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