lunes, 27 de julio de 2020

José Bianco: El oficio de traducir

EL OFICIO DE TRADUCIR


En literatura no conozco traducciones literales. Cuando Gérard de Nerval dice que ha traducido “literalmente” algunos fragmentos del segundo Fausto, aclara en el prólogo que ha hecho lo contrario de traducir: ha contado a su manera la acción del drama, nos ha dado su “examen analítico”. A estos fragmentos Octavio Paz los llama “imitaciones” y agrega, entre paréntesis, “admirables”. En cambio, al Fausto de Nerval no lo llama imitación, por admirable que sea, sino traducción. Hacia el final de su vida, a Goethe no le gustaba leer Fausto en alemán, “pero en esta traducción francesa todo actúa de nuevo sobre mí con frescura y vivacidad” (Eckermann, Conversaciones con Goethe).
Octavio Paz dice y repite (‘'Literatura y literalidad”, El signo y el garabato) que la traducción literal no es una traducción, que siempre, en prosa o en verso, la traducción implica una transformación del original y que esa transformación no es y no puede ser sino literaria porque utiliza los dos modos de expresión a que se reducen tocios los procedimientos literarios: la metonimia y la metáfora (Roman Jakobson). ¿En qué se basan los que condenan, por ejemplo, la traducción poética? Admiten que es posible traducir los significados denotativos de un texto, pero no los connotativos (Georges Mounin, Problèmes théoriques de la traduction). Así, “hecha de ecos, reflejos y correspondencias entre el sonido y el sentido, la poesía es un tejido de connotaciones y, por lo tanto, sería intraducibie”. Octavio Paz, al oponerse a esta concepción casi unánime de la poesía, señala que la preservación de la pluralidad de sentidos es una propiedad general del lenguaje; “la poesía la acentúa pero, atenuada, se manifiesta también en el habla corriente y aun en la prosa. (Esta circunstancia confirma que la prosa, en la acepción rigurosa del término, no tiene existencia real: es una exigencia ideal del pensamiento)”. Más adelante Paz hace notar que el poeta, cuando escribe, no sabe cómo será su poema; el traductor, cuando traduce, sabe que su poema deberá reproducir el poema que tiene bajo los ojos. “Es una operación paralela, aunque en sentido inverso, a la creación poética. Su resultado es una reproducción original en otro poema que no es tanto su copia como su transmutación. El ideal de la traducción poética, según alguna vez la definió Valéry de manera insuperable, consiste en reproducir con medios diferentes efectos análogos”.
En estos momentos da un poco de vergüenza mencionar a Borges, pero no mencionarlo da un poco de vergüenza también; parece que uno quisiera diferenciarse de todos. Diré pues que, en 1932, apareció en Buenos Aires una edición de Le Cimetière Marin, traducido al español por Néstor Ibarra y con un prólogo de Borges. Allí Borges, bajo la advocación de Valéry, esboza algunas de las ideas que Octavio Paz desarrollaría con tanta sutileza. Borges llega a declarar que la traducción le parece una operación del espíritu más interesante que la escritura inmediata, porque el traductor sigue un modelo visible, “no un laberinto inapreciable de proyectos difuntos o la acatada tentación momentánea de una facilidad”. Se burla de la creencia normal en la inferioridad de las traducciones. “No hay un buen texto que no se afirme incondicional y seguro si lo practicamos un número suficiente de veces... Yo no sé si el informe: En un lugar de la Mancha, etcétera, es bueno para una divinidad imparcial; sé únicamente que toda modificación es sacrílega y que no puedo concebir otra iniciación del Quijote. Cervantes, creo, prescindió de esa leve superstición, y tal vez no hubiera identificado el párrafo. Nosotros, en cambio, no podemos sino repudiar cualquier divergencia. Sin embargo, invito al mero lector sudamericano —mon semblable, mon frère— a saturarse de la estrofa quinta en el texto español, hasta sentir que el verso original de Néstor Ibarra:

La pérdida en rumor de la ribera

es inaccesible, y que su imitación por Valéry:

Le changement des rives en rumeur

no acierta a devolver íntegramente todo el sabor latino. Sostener con demasiada fe lo contrario, es renegar de la ideología de Valéry por el hombre temporal que la formuló”.
Néstor Ibarra tradujo al francés estas páginas liminares de Borges, sustituyó Cervantes y el Quijote por Virgilio y la Eneida, y suprimió o mitigó en ellas algunas afirmaciones demasiado rotundas. Yo las he leído muchas veces en francés, hasta que por fin, este año, las he leído en Prólogos, libro en el cual aparecen por primera vez en español. ¿Necesito decirlo? El original español se me antoja menos terso, menos discreto y persuasivo, me recuerda menos a un determinado Borges, al Borges que prefiero, que la traducción francesa. Borges, como de costumbre, tiene razón.

La Opinión Cultural, Buenos Aires, 21 de septiembre de 1975