En
este libro, compuesto al estilo de Mileto, podrás conocer y saber diversas
historias y fábulas, con las cuales deleitarás tus oídos y sentidos, si
quisieres leer y no menospreciares ver esta escritura egipciaca, compuesta con
ingenio de las riberas del Nilo; porque aquí verás las fortunas y figuras de
hombres convertidas en otras imágenes y tornadas otra vez en su misma forma. De
manera que te maravillarás de lo que digo. Y si quieres saber quién soy, en
pocas palabras te lo diré: Mi antiguo linaje tuvo su origen y nacimiento en las
colinas del Himeto ateniense, en el istmo de Efirea y en el Tenaro de Esparta,
que son ciudades muy fértiles y nobles, celebradas por muchos escritores. En
esta ciudad de Atenas comencé a aprender siendo mozo; después vine a Roma,
donde con mucho trabajo y fatiga, sin que maestro me enseñase, aprendí la
lengua natural de los Romanos. Así que pido perdón si en algo ofendiere, siendo
yo rudo para hablar lengua extraña. Que aun la misma mudanza de mi hablar
responde a la ciencia y estilo variable que comienzo a escribir. La historia es
griega, entiéndela bien y habrás placer.
PRIMER LIBRO
Argumento
Lucio Apuleyo, deseando saber arte
mágica, se fue a la provincia de Tesalia, donde estas artes se sabían; en el
camino se juntó tercero compañero a dos caminantes, y andando en aquel camino
iban contando ciertas cosas maravillosas e increíbles de un embaidor y de dos
brujas hechiceras que se llamaban Meroe y Panthia, y luego dice de cómo llegó a
la ciudad Hipata y de su huésped Milón, y lo que la primera noche le aconteció
en su casa. Lee y verás cosas maravillosas.
Capítulo I
Cómo Lucio Apuleyo, deseando saber el
arte mágica, se fue a la provincia de Tesalia, donde al presente más se usaba
que en otra parte alguna, y llegando cerca de la ciudad de Hipata, se juntó con
dos compañeros, los cuales, hasta llegar a la ciudad, fueron contando admirables
acontecimientos de magas hechiceras.
Y
yendo a Tesalia sobre cierto negocio, porque también de allí era mi linaje, de
parte de mi madre, de aquel noble Plutarco y Sesto, su sobrino, filósofos, de
los cuales viene nuestra honra y gloria, después de haber pasado sierras y
valles, prados herbosos y campos arados, ya el caballo que me llevaba iba
cansado. Y así por esto como por ejercitar las piernas, que llevaba cansadas de
venir cabalgando, salté en tierra y comencé a estregar el sudor y frente de mi
caballo. Quitele el freno y tirele las orejas, y llevelo delante de mí, poco a
poco, hasta que fuese bien descansado, haciendo lo que natura suele. Caminando
de tal manera, él iba mordiendo por esos prados a una parte y a otra, torciendo
la cabeza, y comía lo que podía, en tanto que a dos compañeros que iban un poco
delante de mí yo me llegué y me hice tercero, escuchando qué era lo que
hablaban. Uno de ellos, con una gran risa, dijo:
—Calla
ya; no digas esas palabras tan absurdas y mentirosas.
Como
oí esto, deseando saber cosas nuevas, dije:
—Antes,
señores, repartid conmigo de lo que vais hablando, no porque yo sea curioso de
vuestra habla, mas porque deseo saber todas las cosas, o al menos muchas, y
también, como subimos la aspereza de esta cuesta, el hablar nos aliviará del
trabajo.
Entonces,
aquel que había comenzado a hablar dijo:
—Por
cierto, no es más verdad esta mentira que si alguno dijese que con arte mágica
los ríos caudalosos tornan para atrás, y que el mar se cuaja, y los aires se
mueren, y el Sol está fijo en el cielo, y la Luna dispuma en las hierbas, y que
las estrellas se arrancan del cielo, y el día se quita, y la noche se detiene.
Entonces
yo, con un poco de más osadía, dije:
—Oye
tú, que comenzaste la primera habla, por amor de mí que no te pese ni te enojes
de proceder adelante.
Así
mismo, dije al otro:
—Tú
paréceme que con grueso entendimiento y rudo corazón menosprecias lo que por
ventura es verdad. ¿No sabes que muchas cosas piensan los hombres, con sus
malas opiniones, ser mentira, porque son nuevamente oídas, o porque nunca
fueron vistas, o porque parecen más grandes de lo que se puede pensar, las
cuales, si con astucia las mirases y contemplases, no solamente serían claras
de hallar, pero muy ligeras de hacer? Pues a mí me aconteció que yendo a Atenas
un día, ya tarde, y comiendo con otros, yo, por hacer como ellos, mordí un gran
bocado en una quesadilla, a causa de que los convidados se daban prisa en
comer. Y como aquél es manjar blanco y pegajoso, atravesóseme en el gallillo,
no dejándome resollar, hasta que poco menos quedé muerto; pero con todo mi
trabajo llegué a la ciudad, y en el portal grande que llaman Pecile vi con
estos ambos ojos a un caballero de estos que hacen juegos de manos que se tragó
una espada bien aguda por la punta. Y luego, por un poco de dinero que le
daban, tomó una lanza por el hierro y lanzósela por la barriga, de manera que
el hierro de la lanza, que entró por la ingle, le salió por la parte del
colodrillo a la cabeza, y apareció un niño lindo en el hierro de la lanza,
trepando y volteando, de lo cual nos maravillamos cuantos allí estábamos, que
no dijeras sino que era el báculo del dios Esculapio, medio cortados los remos,
y así ñudoso, con una serpiente volteando encima. Así que tú, que comenzaste a
hablar, vuélvemela a contar, que yo sólo te creeré, en lugar de este otro, y
además de esto te prometo que en el primer mesón que entremos te convidaré a
comer conmigo. Ésta será la paga de tu trabajo.
Él
respondió:
—Pláceme
aceptar lo que me dices, y luego proseguiré lo que antes había comenzado; mas
primeramente juro por este Sol que ve a Dios que he de contarte cosas que se
han hallado y son verdaderas, porque vosotros, de adelante, no dudéis, si
llegáis a Tesalia, esta ciudad que está aquí cerca, lo que en cada parte de
ella se dice por todo el pueblo. Y para que sepáis quién soy y de qué tierra y
qué es mi oficio, habéis de saber que yo soy de Egina, y ando por estas
provincias de Tesalia, Etolia y Beocia, de acá para allá, buscando mercaderías
de queso, miel y semejantes cosas de taberneros; y como oyese decir que en la
ciudad de Hipata, la cual es la más principal de Tesalia, hubiese muy buen
queso y de buen sabor y provechoso para comprar, corrí luego allá, por comprar
todo lo que pudiese; pero con el pie izquierdo entré en la negociación, que no
me vino como yo esperaba, porque otro día antes había venido allí un negociador
que se llamaba Lobo y lo había comprado todo. Así que yo, fatigado del camino y
de la pereza que llevaba, si os place, hacia la tarde fuime al baño, y de
improviso hallé en la calle a Sócrates, mi amigo y compañero, que estaba
sentado en tierra, medio vestido con un sayuelo roto, tan disforme, flaco y
amarillo, que parecía otro: así como uno de aquellos que la triste fortuna trae
a pedir por las calles y encrucijadas. Como yo lo vi, aunque era muy familiar
mío y bien conocido, pero dudé si lo conocía, y llegueme cerca de él, diciendo:
«¡Oh mi Sócrates! ¿Qué es esto, qué gesto es ése? ¿Qué desventura fue la tuya?
En tu casa ya eres llorado y plañido, y a tus hijos han dado tutores los
alcaldes; tu mujer, después de hechas tus exequias y haberte llorado, cargada
de luto y tristeza, casi ha perdido los ojos; es compelida e importunada por
sus parientes a que se case y con nuevo marido alegre la tristeza y daño de su
casa, y tú estás aquí, como estatua del diablo, con nuestra injuria y
deshonra.» Él entonces me respondió: «¡Oh Aristómenes! No sabes tú las vueltas
y rodeos de la fortuna y sus instables movimientos y alternas variaciones.» Y
diciendo esto, con su falda rota cubriose la cara, que, de vergüenza, estaba
bermeja, de manera que se descubrió desde el ombligo arriba. Yo no pude sufrir
tan miserable vista y triste espectáculo; tomelo por la mano y trabajé con él
por que se levantase, y él así, como tenía la cara cubierta, dijo: «Déjame; use
la fortuna de su triunfo; siga lo que comenzó y tiene fijo.» Yo luego desnudeme
una de mis vestiduras y prestamente lo vestí, aunque mejor diría que lo cubrí;
hícele ir a lavar al baño, y le di todo lo que fue menester para untarse y
limpiar su mucha y enorme suciedad que tenía. Después de bien curado, aunque yo
estaba cansado, como mejor pude llevelo al mesón e hícelo sentar a la mesa y
comer a su placer; amanselo con el beber, alegrelo con el hablar, de manera que
ya estaba inclinado a hablar en cosas de juegos y placer para burlar y jugar,
como hombre decidor, cuando de lo íntimo de su corazón dio un mortal suspiro y
con la mano derecha diose un gran golpe en su cara, diciendo:
—¡Oh
mezquino de mí, que en tanto que anduve siguiendo el arte de la esgrima, que
mucho me placía, caí en estas miserias; porque, como tú muy bien sabes, después
de la mucha ganancia que hube en Macedonia, partiéndome de allí, que había diez
meses que ganaba dineros, torné rico y con mucho dinero; y un poco antes que
llegase a la ciudad de Larisa, pensando hacer allí alguna cosa de mi oficio,
pasé por un valle muy grande, sin camino, lleno de montes y descendidas y
subidas. En este valle caí en ladrones, que me cercaron y robaron cuanto traía;
yo escapé robado, y así, medio muerto, víneme a posar en casa de una tabernera
vieja, llamada Meroe, algo sabida y parlera, a la cual conté las causas de mi
camino y robo y la gana y ansia que tenía de tornar a mi casa; contándole yo
mis penas con mucha fatiga y miseria, ella comenzome a tratar humanamente y
diome de cenar muy bien y de balde. Así que, movida o alterada de amor, metiome
en su cámara y cama; yo, mezquino, luego como llegué a ella una vez contraje
tanta enfermedad y vejez, que por huir de allí todo cuanto tenía le di, hasta
las vestiduras que los buenos ladrones me dejaron con que me cubriese, y aun
algunas cosillas que había ganado cargando sacos cuando estaba bueno. Así que
aquella buena mujer y mi mala fortuna me trajo a este gesto que poco antes me
viste.
Yo
respondí:
—Por
cierto, tú eres merecedor de cualquier extremo, mal que te viniese, aunque
hubiese algo que pudiese decir último de los extremos, pues que una mala mujer
y un vicio carnal tan sucio antepusiste a tu casa, mujer e hijos.
Sócrates,
entonces, poniendo el dedo en la boca y como atónito mirando en derredor, a ver
si era lugar seguro para hablar, dijo:
—Calla,
calla; no digas mal contra esta mujer, que es maga; por ventura, no recibas
algún daño por tu lengua.
A
lo cual yo respondí:
—¿Cómo
dices tú que esta tabernera es tan poderosa y reina? ¿Qué mujer es?
Él
dijo:
—Es
muy astuta hechicera, que puede bajar los cielos, hacer temblar la tierra,
cuajar las aguas, deshacer los montes, invocar diablos, conjurar muertos,
resistir a los dioses, obscurecer las estrellas, alumbrar los infiernos.
Cuando
yo le oí decir estas cosas, dije:
—Ruégote,
por Dios, que no hablemos más en materia tan alta; bajémonos en cosas comunes.
Sócrates
dijo:
—¿Quieres
oír alguna cosa o muchas de las suyas? Ella sabe tanto, que hacer que dos
enamorados se quieran bien y se amen muy fuertemente, no solamente de aquí, de
los naturales, pero aun de los de las Indias, etíopes y antípodas, es, en
comparación de su saber, cosa muy liviana y de poca importancia. Oye ahora lo
que en presencia de muchos osó hacer a un enamorado suyo porque tuvo que hacer
con otra mujer: con una sola palabra suya lo convirtió en un animal que se
llama castor, el cual tiene esta propiedad: que temiendo de ser tomado por los
cazadores, cortase su natura por que lo dejen; y porque otro tanto le
aconteciese a aquel su amigo, le tornó en aquella bestia. Así mismo, a otro su
vecino tabernero, y por ello enemigo, convirtió en rana; y ahora el viejo
mezquino andaba nadando en la tinaja del vino, y, lanzándose debajo las heces,
canta cuando vienen a su casa los que continuaban a comprarlo. También a otro
procurador de sus casas, porque abogó contra ella, lo transformó en un carnero,
y así, hecho carnero, procura ahora las causas y pleitos; esta misma, porque la
mujer de un su enamorado le dijo cierta injuria por donaire, la cerró de tal
manera que quedó preñada, y así con la carga de su preñez anda, que nunca más
pudo parir; y todos cuentan el tiempo de su preñez, que son ya ocho años que a
la mezquina crece el vientre como preñez de elefante. La cual, como a muchos
dañase, fue tanta la ira que el pueblo tomó contra ella, que acordaron de
apedrearla otro día y vengarse de ella; pero con sus encantamientos ella supo
lo que estaba acordado. Y como aquella Medea que con la tregua de un día que
alcanzó del rey Creón, toda su casa y su hija con el mismo rey quemó en vivas
llamas, así ésta, con sus imprecaciones infernales, que dentro en un sepulcro
hizo y procuró, según que la beoda me contó, todos los vecinos de la ciudad
encerró en sus casas con la fuerza de sus encantamientos, que en dos días no
pudieron romper las cerraduras, ni abrir las puertas, ni horadar las paredes,
hasta que unos a otros se amonestaron y juraron de no tocarla ni hacerle mal
alguno, antes, de darle toda ayuda y favor saludable contra quien algo de mal
le pensase hacer. De esta manera ella amansada, absolvió y desligó toda la
ciudad; pero al autor de este escándalo, con su casa como estaba cerrada y con
las paredes y el suelo y sus cimientos, a media noche lo traspasó y llevó a
otra ciudad, cien millas de allí, que estaba asentada en una sierra muy áspera
donde no había agua; y porque en la ciudad no había lugar donde pudiese asentar
la casa, por la mucha vecindad de ella, asentola ante la puerta de la ciudad y
partiose luego.
Cuando
yo le oí esto, díjele:
—Por
cierto, mi Sócrates, tú me dices cosas muy maravillosas y no menos crueles; sin
duda no me has dado pequeño cuidado y miedo; lanzado me has, no solamente
escrúpulo, más una lanza. Por ventura, esta vieja, usando de su encantamiento,
no haya conocido nuestras palabras y pláticas; por tanto, vámonos pronto a
dormir; pues aunque hayamos quebrantado un poco el sueño de la noche, ante el
día, huyamos de aquí cuanto más lejos podremos.
Capítulo II
Cómo Aristómenes, que así se llamaba el
segundo compañero, prosiguiendo en su historia, contó a Lucio Apuleyo cómo las
dos magas hechiceras Meroe y Panthia degollaron aquella noche a Sócrates,
indignadas de él.
Aún
no había acabado de decir esto, cuando Sócrates, así por el beber, del que no
había acostumbrado, como por la luenga fatiga que había padecido, ya dormía
altamente y roncaba. Yo entonces cerré la puerta de la cámara y echele la aldaba,
y echeme sobre una camilla que estaba cerca de los quicios de la puerta. Así
que, primeramente, del miedo que tenía, velé un poco; después, casi a media
noche, comenzáronseme a cerrar los ojos: mi fe, si os place, ya dormía; y
súbitamente, con mayor ímpetu y ruido que ladrones vienen, las puertas se
abrieron, y para decir verdad, quebradas y arrancadas de los quicios cayeron
por tierra. Mi camilla en que estaba, como era pequeña y cojo el banco de un
pie y podrido de los otros, con la violencia y fuerza del ímpetu cayó en
tierra; yo caí debajo en el suelo, y como la cama se volvió, tomome debajo y
cubriome. Entonces yo sentí algunos afectos, que, naturalmente, me venían en
contrario de lo que quería. Que, como acontece muchas veces que, con placer, salen
lágrimas, así en aquel gran miedo que tenía no podía sufrir la risa, porque
estaba de hombre hecho tortuga. Estando así echado en tierra, así cubierto con
la cama, volví los ojos por ver qué cosa era aquélla, y vi dos mujeres viejas:
la una traía un candil ardiendo; la otra, un puñal y una esponja, y con esto
paráronse en derredor de Sócrates, que dormía muy bien. La que traía el puñal
dijo a la otra:
—Hermana
Panthia, éste es el gran enamorado Endimión; éste es mi Ganimedes, que días y
noches burló de mi juventud. Éste es, que no solamente, pospuestos mis amores,
me difama y deshonra, sino que ahora quería huir y que yo quede desamparada y
llorando perpetuamente mi soledad, como hizo Calipso, cuando Ulises la dejó y
se fue.
Diciendo
esto, señalome con la mano y dijo a la Panthia:
—Y
también este buen consejero Aristómenes, que era el autor de esta huida, aun él
cercano está de la muerte; echado en tierra yace debajo de la cama; todo esto
bien lo ha mirado, pues no crea que ha de pasar sin pena por las injurias que
me dijo: yo le haré que tarde, y aun luego y ahora, que se arrepienta de lo que
dijo contra mí poco antes, y de la curiosidad de ahora.
Yo,
mezquino, como entendí estas palabras, cubrime de un sudor frío, y comenzome a
temblar todo el cuerpo y sacudir en tanta manera, que la camilla saltaba
temblando encima de mis espaldas.
La
buena de la Panthia dijo entonces:
—Pues,
hermana, ¿por qué a éste no despedazamos primero, o ligado pies y manos le
cortamos su natura?
A
esto respondió Meroe, que así se llamaba la tabernera, lo cual yo conocí de
ella más por su gesto de vino que por la conseja que me había dicho Sócrates:
—Antes
me parece que debe vivir éste, porque siquiera entierre el cuerpo de este
cuitado.
Y
tomó la cabeza de Sócrates, y volviéndola a la otra parte, por la parte
siniestra de la garganta, le lanzó el puñal hasta los cabos, y como la sangre
comenzó a salir, llegó allí un barquino, en la que recibió toda, de manera que
una gota nunca pareció. Todo vi yo con estos mis ojos, y aun creo que porque no
hubiese diferencia del espiritual sacrificio que hacen a los dioses, lanzó la
mano derecha por aquella degolladura hasta las entrañas la buena Meroe, y sacó
el corazón de mi triste compañero. El cual, como tenía cortado el gaznate, no
pudo dar voz ni solamente un gemido. Panthia tomó la esponja que traía y
metiola en la boca de la llaga, diciendo:
—Tú,
esponja, nacida en la mar, guarda que no pases por ningún río.
Esto
dicho, ambas juntamente vinieron a mí y quitáronme la cama de encima, y puestas
en cuclillas meáronme la cara, tanto que me remojaron bien con su orina sucia.
Y entonces saliéronse por la puerta fuera, y luego las puertas se tornaron a su
primer estado, cerradas como estaban; los quicios tornaron a su lugar, los
postes se enderezaron, la aldaba se atravesó y cerró como antes. Yo, como
estaba echado en tierra, sin ánimo, desnudo y frío y remojado de orines, como
si entonces hubiera nacido del vientre de mi madre, o casi medio muerto, que yo
mismo resucitaba a mí, o como si hubiera huido de la horca, dije:
—¿Qué
será de mí cuando éste se hallare a la mañana degollado? ¿Quién podrá creer que
yo digo cosas verosímiles, pareciendo, en efecto, las verdaderas? Porque luego
me dirán: «Si tú, hombre tan grande, no podías resistir a una mujer, a lo menos
dieras voces, llamaras socorro. ¿Cómo en presencia de tus ojos degollaban un
hombre y tú callabas? ¿Por qué, si eran ladrones, no mataban a ti también, como
a él? A lo menos, su crueldad no te debiera de perdonar ni dejar para que
pudieses descubrir el homicidio; así que, pues escapaste de la muerte, torna a
ella.» Considerando yo estas cosas muchas veces, y replicándolas entre mí,
íbase la noche y venía el día. Así que me pareció buen consejo irme antes del
alba furtivamente y tomar mi camino, aunque temblando. Así que tomé mis
alforjas y mi capa y comencé de abrir la puerta de la cámara con la llave; y
aquellas puertas buenas y muy fieles que esa noche de su propia gana se
abrieron, a mala vez y con mucho trabajo pude abrir, teniendo la llave y
dándole treinta vueltas. Después que salí de la cámara fuime a la puerta del
mesón, y dije al portero:
—Oye
tú, ¿dónde estás? Ábreme la puerta del mesón, que quiero caminar de mañana.
El
portero, que estaba acostado en tierra cerca de la puerta, díjome casi
soñoliento:
—¿Cómo
te quieres partir a esta hora, que aún es de noche? ¿No sabes que andan
ladrones por los caminos? Por ventura, si tú, culpado de algún crimen que tú
mismo sabes, deseas morir, nosotros no tenemos cabezas de calabazas que
queramos morir por ti.
Yo
dije:
—No
hay mucho de aquí al día, cuanto más que a hombre pobre ¿qué pueden robar los
ladrones? ¿No sabes tú, necio, que a hombre desnudo diez valientes hombres no
le pueden despojar?
A
esto él, embeleñado y medio dormido, dio una vuelta sobre el otro lado,
diciendo:
—¿Y
qué sé yo ahora si dejas degollado aquel tu compañero con quien dormiste anoche
y te vas huyendo?
En
aquella hora que le oí aquello, me pareció abrirse la tierra y que vi el
profundo del infierno y el cancerbero hambriento por tragarme. Recordábaseme
que aquella buena de Meroe no me había perdonado y dejado de degollar por
misericordia, sino por crueldad, por guardarme para la horca. Así que torneme a
la cámara y deliberaba entre mí del linaje de la muerte, con ruido y alboroto,
que me habían de dar. Y como en la cámara no me daba la fortuna otra arma ni
cuchillo, salvo solamente mi camilla, díjele:
—¡Oh
mi lecho muy amado, que has conmigo padecido tantas penas y fatigas, tú eres
sabedor y juez de lo que esta noche se hizo! Tú solo eres el que yo podría
citar en este homicidio por testigo de mi inocencia. Ruégote que si tengo de
morir me des algún socorro. Y diciendo esto, desaté una soguilla con que estaba
tejido y echela de un madero que estaba sobre una ventana de la parte de
dentro, y di un nudo en el otro cabo de la cuerda, y subido encima de la cama,
ensalzado para la muerte, ateme el lazo al pescuezo; y como di con él un pie
para derribar la cama, porque con el peso del cuerpo la soga apretase la
garganta y me ahogase súbitamente, la cuerda, que era vieja y podrida, se
rompió, y yo, como caí de lo alto, di sobre Sócrates, que estaba allí echado
cerca de mí. Y luego, en ese momento, entró el portero dando voces:
—¿Dónde
estás tú, que a media noche con gran prisa te querías partir y ahora te estás
en la cama?
A
esto no sé si o con la caída que yo di, o por las voces y baraúnda del portero,
Sócrates se levantó primero que yo diciendo:
—No
sin causa los huéspedes aborrecen y dicen mal de estos mesoneros; ved ahora a
este necio importuno, cómo entró de rondón en la cámara: creo que por hurtar
alguna cosa; con sus voces y clamores el borracho me despertó de mi buen sueño.
Entonces, cuando yo vi esto, salgo muy alegre, lleno de gozo no esperado, diciendo:
—¡Oh!,
fiel portero, ves aquí mi compañero, mi padre y mi hermano, el cual tú anoche,
estando borracho, decías y me acusabas que yo había muerto.
Y
diciendo yo esto, abrazaba y besaba a Sócrates. Él, como olió los orines sucios
con que aquellas brujas o diablos me habían remojado, comenzó a rufar diciendo:
—Quítate
allá, que hiedes como una letrina.
Y
preguntome blandamente qué era la causa de este hedor tan grande. Yo comencé a
fingir otras palabras de burlas, como al tiempo convenía por mudarle su intención
y echele la mano diciendo:
—¿Por
qué no nos vamos y no tomamos nuestro camino de mañana?
Y
luego tomó mis alforjas, y pagada la posada, comenzamos nuestra vía. Habíamos
andado algún tanto, cuando ya el Sol alumbraba toda la tierra; y todavía yo iba
muy curiosamente mirando a mi compañero la garganta, por aquella parte que le
había visto meter el puñal, y decía entre mí:
«Cierto;
anoche yo estaba tan lleno de vino, que soñé cosas maravillosas. He aquí
Sócrates, vivo, sano y entero: ¿Dónde está la herida? ¿Dónde está la esponja?
Cuanto más una herida tan honda y tan fresca.» Y díjele:
—No
sin causa los buenos médicos dicen que los que mucho cenan y beben sueñan
crueles y graves cosas: así me ha a mí acontecido, que anoche, como me
desordené en el beber, soñé crueles y espantables cosas, que aun me parecía que
estaba rociado y ensuciado, con sangre de hombre.
A
esto él, viéndome, dijo:
—Antes
me parece que estás rociado, no con sangre, mas con meados.
Pero
también soñaba yo que me degollaban, y aun que me dolió esta garganta, y que me
arrancaban el corazón, y aun ahora no puedo resollar; y las piernas me
tiemblan, y los pies andan titubeando; querría comer alguna cosa para
esforzarme.
Yo
entonces díjele:
—Pues
he aquí el almuerzo.
Y
luego quité mis alforjas del hombro y saqué pan y queso y díselo diciendo:
—Sentémonos
aquí, cerca de este plátano.
Y
sentados, yo también comencé a comer alguna cosa. Así que yo le miraba de cómo
comía, tragando y con una flaqueza intrínseca y amarillo que parecía muerto. En
tal manera se le había turbado el color de la vida, que pensando en aquellas
furias o brujas de la noche pasada, el bocado de pan que había mordido, aunque
harto pequeño, se me atravesó en el gallillo, que no podía ir abajo ni tornar
arriba, y también me crecía el miedo, porque ninguno pasaba por el camino.
¿Quién podría creer que de dos compañeros fuese muerto el uno sin daño del
otro? Pero Sócrates, de que mucho había tragado, comenzó a tener gran sed, porque
se había comido buena parte de queso. Cerca de las raíces del plátano corría un
río mansamente, que parecía lago muy llano y el agua clara como un plato o
vidrio. Yo le dije:
—Anda,
hártate de aquella agua tan hermosa.
Él
se levantó y fue por la ribera del río a lo más llano. Y allí hincó las
rodillas y echose de bruces sobre el agua, con aquel deseo que tenía de beber,
y casi no había llegado los labios al agua, cuando se le abrió la degolladura,
que le pareció una gran abertura, y súbitamente cayó la esponja en el agua con
una poquilla de sangre. Así que el cuerpo sin ánima poco menos hubiera caído en
el río, sino porque yo le trabé de un pie y con mucho trabajo le tiré arriba.
Después que, según el tiempo y lugar, lloré al triste de mi compañero, yo lo
cubrí en la arena del río para siempre, y con grande miedo por esas sierras
fuera de camino fui cuanto pude. Y casi como yo mismo me culpase de la muerte
de aquel mi compañero, dejada mi tierra y mi casa, tomando voluntario
destierro, me casé de nuevo en Etiopía, donde ahora moro y soy vecino.
De
esta manera nos contó Aristómenes su historia; y el otro su compañero, que
luego al principio muy incrédulo menospreciaba oírlo, dijo:
—No
hay fábula tan fabulosa como ésta. No hay cosa tan absurda como esta mentira.
Y
volviose hacia mí, diciendo:
—Tú,
hombre de bien, según tu presencia y hábito lo muestran, ¿crees esta conseja?
Yo
le respondí:
—Cierto
no pienso que hay cosa imposible en cualquier manera que los hados lo
determinaren: así pueden venir a los hombres todas las cosas. Porque muchas
veces acaece a mí y a ti y a todos los hombres venir cosas maravillosas y que
nunca acontecieron, que si las contáis a personas rústicas no son creídas. Mas
por Dios, a éste yo le creo y le doy muchas gracias que, con la suavidad de su
graciosa conseja, nos hizo olvidar el trabajo, y sin fatiga y enojo anduvimos
nuestro áspero camino. Del cual beneficio también creo que se alegra mi
caballo, porque sin trabajo suyo he venido hasta la puerta de esta ciudad,
cabalgando no encima de él, mas de mis orejas.
Aquí
fue el fin de nuestro común hablar y de nuestro camino, porque ambos mis
compañeros tomaron a la mano izquierda hacia unas aldeas.
Capítulo III
En el cual cuenta Lucio Apuleyo cómo
llegó a la ciudad de Hipata, fue bien recibido de su huésped Milón y de lo que
le aconteció con un antiguo amigo suyo llamado Pithias, que al presente era
almotacén en la ciudad.
Yo
entreme en el primer mesón que hallé y pregunté a una vieja tabernera:
—¿Es
ésta la ciudad de Hipata?
Dijo
que sí. Preguntele:
—¿Conoces
a uno de los principales de esta ciudad, que se llama Milón?
La
vieja se rió, diciendo:
—Por
cierto, así se dice aquí, que este Milón sea de los principales que viven fuera
de los muros y de toda la ciudad.
Yo
dije:
—¡Madre
buena, dejemos ahora la burla y dime dónde está y en qué casa mora!
Ella
respondió:
—¿Ves
aquellas ventanas del cabo que están fuera de la ciudad y a la parte de dentro
están frente de una calleja sin salida? Allí mora este Milón, bien harto de
dineros y muy gran rico, pero muy mayor avariento y de baja condición; hombre
infame y sucio, que no tiene otro oficio sino continuo dar a usura sobre buenas
prendas de oro, de plata, metido en una casilla pequeña, y siempre atento al
polvo del dinero: allí mora con su mujer, compañera de su tristeza y avaricia,
que no tiene en su casa persona, salvo una mozuela, que aun tan avariento es
que anda vestido como un pobre, que pide por Dios.
Cuando
yo oí estas cosas, reíme entre mí, diciendo:
«Por
cierto, liberalmente lo hizo conmigo, y me aconsejó mi amigo Demeas, que me
enderezó a tal hombre como éste, en cuya casa no tendré miedo de humo ni de
olor de la cocina.»
Como
esto dije, yendo un poco adelante, llegué a la puerta de Milón, a la cual, como
estaba muy bien cerrada, comencé a llamar y tocar. En esto salió una moza, que
me dijo:
—Oye
tú, que tan reciamente llamas a nuestra puerta, ¿qué prenda traes para que te
presten sobre ella dineros? ¿No sabes tú que no hemos de recibir prenda sino de
oro o de plata?
Yo
dije:
—Mejor
lo haga Dios. Respóndeme si está en casa tu señor.
Ella
dijo:
—Sí
está; mas dime qué es lo que quieres.
Yo
respondí:
—Tráigole
cartas de Corinto de su amigo Demeas.
Ella
díjome:
—Pues
en tanto que se lo digo espérame aquí.
Y
diciendo esto, cerró muy bien su puerta y entrose dentro. Dende a poco tornó a
salir, y abierta la puerta, díjome que entrase. Yo entré, y hallé a Milón
sentado a una mesilla pequeña, que aquel tiempo comenzaba a cenar. La mujer
estaba sentada a los pies, y en la mesa había poco o casi nada que comer.
Él
me dijo:
—Ésta
es tu posada.
Yo
le di muchas gracias y luego le di las cartas de Demeas, las cuales por él
leídas, dijo:
—Yo
quiero bien y tengo en merced a mi amigo Demeas, que tan honrado huésped envió
a mi casa.
Y
diciendo esto, mandó levantar a su mujer y que yo me posase en su lugar. Yo,
con alguna vergüenza, deteníame, y él tomome por la falda, diciendo:
—Siéntate
aquí, que, por miedo de ladrones, no tenemos otra silla, ni alhajas, las que
nos conviene.
Yo
senteme. Él me dijo:
—Según
muestras en tu presencia y cortesía, bien pareces ser de noble linaje, y así lo
conocerá luego quien te viere; pero, además de esto, mi amigo Demeas así lo
dice por sus cartas; por tanto, te ruego que no menosprecies la brevedad o angostura
de mi casa, que está aparejada por lo que mandares, y ves allí aquella cámara,
que es razonable, en que puedes estar a tu placer. Porque, cierto, tu presencia
hará mayor la casa y tú serás alabado de no menospreciar mi pequeña posada.
Además de esto, imitarás a las virtudes de tu padre Teseo, que nunca se
menospreció de posar en una casilla de aquella buena vieja Hecales.
Entonces
llamó a la moza y díjole:
—Fotis,
toma esta ropa del huésped y ponla a buen recaudo en aquella cámara; y saca
presto de la despensa aceite para untarse y un paño para limpiarlo, y lleva a
mi huésped a este baño más cercano, porque él viene harto fatigado del malo y
largo camino.
Cuando
yo oí estas cosas, conociendo las costumbres y miseria de Milón, y queriendo
tomar amistad con él, díjele:
—No
es menester nada de estas cosas, que dondequiera las hallamos en el camino;
pero yo preguntaré por el baño. Lo que más principalmente ahora he menester es
que, para mi caballo, que me ha traído muy bien hasta aquí, me compres tú, señora
Fotis, heno y cebada; ves aquí los dineros.
Esto
hecho y puesta toda mi ropa en aquella cámara, yendo yo al baño, acordé primero
de proveer de alguna cosa para comer; y fuime a la plaza de Cupido, adonde vi
abundancia de pescados, y preguntando el precio, no quise tomar de lo caro, que
valía cien maravedís, y compré otro por veinte maravedís. Al tiempo que yo
salía con mi pescado, viene tras de mí Pithias, que fue mi compañero cuando
estudiábamos en Atenas. El cual había días que no me había visto, y como me
conoció, vínose a mí con mucho amor y abrazome, dándome paz amorosamente, y
dijo:
—¡Oh
mi Lucio!, mucho tiempo ha que no te he visto: por Dios que después que nos
partimos de nuestro maestro Clytias, nunca más nos vimos; mas ¿qué es ahora la
causa de tu venida?
Yo
dije:
—Mañana
lo sabrás; pero, ¿qué es esto? Yo he mucho placer en verte con vara de justicia
y acompañado de gente de pie. Según tu hábito, oficio debes de tener en la
ciudad.
Él
me dijo:
—Tengo
cargo del pan y soy almotacén; por eso, si quieres comprar algo de comer, yo te
podré aprovechar.
Yo
no quise, porque ya tenía comprado el pescado necesario para mi comer; pero él,
como vio la espuerta del pescado, tomola y en un llano sacudiola, y vistos los
peces, dijo:
—¿Y
cuánto te costó esta basura?
Yo
respondí:
—Apenas
lo pude sacar del que lo vendió por veinte maravedís.
Lo
cual, como él oyó, tomome por la falda y tornome otra vez a la plaza de Cupido
y preguntome:
—¿De
cuál de éstos compraste esta nada?
Yo
mostré un vejezuelo que estaba sentado en un rincón; el cual, con voces ásperas
como a su oficio convenía, comenzó a maltratar al viejo, diciendo:
—Ya,
ya, vosotros ni perdonáis a nuestros amigos ni a los huéspedes que aquí vienen,
porque vendéis el pescado podrido por tan grandes precios y hacéis con vuestra
carestía que una ciudad como ésta, que es la flor de Tesalia, se torne en un
desierto y soledad; pero no lo haréis sin pena, a lo menos en tanto que yo
tuviere este cargo: yo mostraré en qué manera se deben castigar los malos.
Y
arrebató la espuerta, y derramada por tierra, hizo a un su oficial que saltase
encima y lo rehollase bien con los pies. Así que mi amigo Pithias, contento con
este castigo, dijo que me fuese, diciendo:
—Lucio,
bien me basta la injuria que hice a este vejezuelo.
Esto
hecho y enfadado y malcontento voyme al baño, sin cena y sin dineros, por el
buen consejo de aquel discreto de Pithias mi compañero; así que después de
lavado torneme a la posada de Milón y entreme en mi cámara; y luego vino Fotis
y díjome:
—Ruégote,
señor, que vayas allá.
Yo,
conociendo la miseria de Milón, excuseme blandamente, diciendo que la fatiga
del camino más necesidad tenía de sueño que no de comer.
Como
él oyó esto, vino a mí y tomome por la mano, para llevarme, y porque me tardaba
y honestamente me excusaba, díjome:
—Cierto
no iré de aquí si no vas conmigo, lo cual juro.
Yo,
viendo su porfía, aunque contra mi voluntad, me hubo de llevar a aquella su
mesilla, donde me hizo sentar y luego me preguntó:
—¿Cómo
está mi amigo Demeas? ¿Cómo están su mujer y hijos y criados?
Yo
contele de todo lo que me preguntaba. Asimismo me preguntó ahincadamente la
causa de mi camino, la cual, después que muy bien le relaté, empezome a
preguntar de la tierra y del estado de la ciudad, y de los principales de ella,
y quién era el gobernador; así que, después que me sintió estar fatigado de tan
luengo camino y de tanto hablar y que me dormía, que no acertaba en lo que
decía, tartamudeando en las palabras, medio dichas, finalmente concedió que me
fuese a dormir. Plugo a Dios que ya escapé del convite hambriento y de la
plática del viejo rancioso y parlero, más hambriento de sueño que harto del
manjar. Habiendo cenado con solas sus parlas, entreme en la cámara y echeme a
dormir.
SEGUNDO LIBRO
Argumento
En tanto que Lucio Apuleyo andaba muy
curioso en la ciudad de Hipata, mirando todos los lugares y cosas de allí,
conoció a su tía Birrena, que era una dueña rica y honrada; y declara el
edificio y estatuas de su casa, y cómo fue con mucha diligencia él avisado que
se guardase de la mujer de Milón, porque era gran hechicera; y cómo se enamoró
de la moza de casa, con la cual tuvo sus amores; y del gran aparato del convite
de Birrena, donde ingiere algunas fábulas graciosas y de placer; y de cómo
guardó uno a un muerto, por lo cual le cortaron las narices y orejas, y después
cómo Apuleyo tornó de noche a su posada, cansado de haber muerto no a tres
hombres, más a tres odres.
Capítulo I
Cómo
andando Lucio Apuleyo por las calles de la ciudad de Hipata, considerando todas
las cosas, por hallar mejor el fin deseado de su intención, se topó con una su
tía llamada Birrena, la cual le dio muchos avisos en muchas cosas de que se
debía guardar.
Cuando
otro día amaneció y el Sol fue salido, yo me levanté con ansia y deseo de saber
y conocer las cosas que son raras y maravillosas, pensando cómo estaba en
aquella ciudad, que es en medio de Tesalia, adonde por todo el mundo es fama
que hay muchos encantamientos de arte mágica; también consideraba aquella fábula
de Aristómenes mi compañero, la cual había acontecido en esta ciudad. Y con
esto andaba curioso, atónito, escudriñando todas las cosas que oía. Y no había
otra cosa en aquella ciudad que, mirándola, yo creyese que era aquello que era;
mas parecíame que todas las cosas con encantamientos estaban tornadas en otra
figura: las piedras, hallaba que eran endurecidas de hombres; las aves que
cantaban, asimismo de hombres convertidas; los árboles, que eran los muros de
la ciudad, por semejante eran tornados; las aguas de las fuentes, que eran
sangre de cuerpos de hombres: pues ya las estatuas e imágenes parecían que
andaban por las paredes, y que los bueyes y animales hablaban y decían cosas de
presagios o adivinanzas. También me parecía que del cielo y del Sol había de
ver alguna señal. Andando así atónito, con un deseo que me atormentaba, no
hallando comienzo ni rastro de lo que yo codiciaba, andaba cercando y rodeando
todas las cosas que veía; así que andando con este deseo, mirando de puerta en
puerta, súbitamente, sin saber por dónde andaba, me hallé en la plaza de
Cupido; y he aquí dónde veo venir una dueña bien acompañada de servidores y
vestida de oro y piedras preciosas, lo cual mostraba bien que era una mujer
honrada; venía a su lado un viejo ya grave en edad, el cual, luego que me miró,
dijo:
—Por
Dios, éste es Lucio.
Y
diome paz, y llegose a la oreja de la dueña y no sé qué le dijo muy pasico. Y
tornose a mí, diciendo:
—¿Por
qué no llegas a tu madre y le hablas?
Yo
dije:
—He
vergüenza, porque no la conozco.
Y
en esto, la cara colorada y la cabeza abajada, detúveme; ella puso los ojos en
mí, diciendo:
—¡Oh
bondad generosa de aquella muy honrada Salvia, tu madre, que en todo le pareces
igualmente como si con un compás te midieran! De buena estatura, ni flaco ni
gordo, la color templada, los cabellos rojos como ella, los ojos verdes y
claros, que resplandecen en el mirar como ojos de águila; a cualquier parte que
lo miréis es hermoso y tiene decencia, así en el andar como en todo lo otro.
Y
añadió más, diciendo:
—¡Oh
Lucio!, en estas mis manos te crié, y ¿por qué no?, pues que tu madre no
solamente era mi amiga y compañera por ser mi prima, pero porque nos criamos
juntas, que ambas somos nacidas de aquella generación de Plutarco, y una ama
nos crió, y así crecimos juntamente como dos hermanas, y nunca otra cosa nos
apartó, salvo el estado, porque ella casó con un caballero, yo con un
ciudadano. Yo soy aquella Birrena cuyo nombre muchas veces quizás tú oíste a
tus padres. Así que te ruego vengas a mi posada.
A
esto yo, que ya con la tardanza de su hablar tenía perdida la vergüenza,
respondí:
—Nunca
plega a Dios, señora, que sin causa o queja deje la posada de Milón. Pero lo
que con entera cortesía se podrá hacer será que cada vez que hubiere de venir a
esta ciudad, me vendré a tu casa.
En
tanto que hablamos estas cosas, andando un poco adelante, llegamos a casa de
Birrena. La cual era muy hermosa: había en ella cuatro órdenes de columnas de
mármol, y sobre cada columna de las esquinas estaba una estatua de la diosa
Victoria, tan artificiosamente labrada con sus rostros, alas y plumas, que,
aunque las columnas estaban quedas, parecía que se movían y que ellas querían
volar. De la otra parte estaba otra estatua de la diosa Diana, hecha de mármol
muy blanco, frente de como entran. Sobre la cual estaba cargada la mitad de
aquel edificio. Era esta diosa muy pulidamente obrada: la vestidura parecía que
el aire se la llevaba y que ella se movía y andaba y mostraba majestad honrada
en su forma. Alrededor de ella estaban sus lebreles, hechos del mismo mármol,
que parecía que amenazaban con los ojos: las orejas alzadas, las narices y las
bocas abiertas; y si cerca de allí ladraban algunos perros, pensaras que salen
de las bocas de piedra.
En
lo que más el maestro de aquella obra quiso mostrar su gran saber, es que puso
los lebreles con las manos alzadas y los pies bajos, que parece que van
corriendo con gran ímpetu. A las espaldas de esta diosa estaba una piedra muy
grande, cavada en manera de cueva: en la cual había esculpidas hierbas de
muchas maneras, con sus ástiles y hojas; pámpanos y parras y otras flores, que
resplandecían dentro, en la cueva, con la claridad de la estatua Diana, que era
de mármol muy claro y resplandeciente. En el margen debajo de la piedra había
manzanas y uvas, que colgaban labradas muy artificiosamente: las cuales el
arte, imitadora de la natura, explicó y compuso semejantes a la verdad;
pensaras que viniendo el tiempo de las uvas, cuando ellas maduran, que podrás
coger de ellas para comer. Y si mirares las fuentes que a los pies de la diosa
corren como un arroyo, creyeras que los racimos que cuelgan de las parras son
verdaderos, que aun no carecen de movimiento dentro en el agua. En medio de
estos árboles y flores estaba la imagen del rey Acteón, cómo estaba mirando a
Diana por las espaldas cuando ella se lavaba en la fuente y cómo él se tornaba
en un ciervo montés. Andando yo mirando esto con mucho placer, dijo aquella
Birrena:
—Tuyo
es todo esto que ves.
Y
diciendo esto, mandó a todos los que allí estaban que se apartasen, que me
quería hablar un poco secreto; los cuales apartados, dijo:
—¡Oh
Lucio!, hijo mío amado, por esta diosa que tengo mucha ansia y miedo por ti y
como a cosa mía deseo proveerte y remediarte. Guárdate y guárdate fuertemente
de las malas artes y peores halagos de aquella Panfilia mujer de ese tu huésped
Milón: cuanto a lo primero, ella es gran mágica y maestra de cuantas hechiceras
se pueden creer, que con cogollos de árboles y pedrezuelas y otras semejantes
cosillas, con ciertas palabras hace que esta luz del día se torne en tinieblas
muy obscuras y del todo se confunda la mar con la tierra. Y si ve algún
gentilhombre que tenga buena disposición, luego se enamora de su gentileza y
pone sobre él los ojos y el corazón: comiénzale a hacer regalos, de manera que
le enlaza el ánima y el cuerpo que no puede desasirse. Y después que está harta
de ellos, si no hacen lo que ella quiere, tórnalos en un punto piedras y
bestias o cualquier otro animal que ella quiere; otros, mata del todo; y esto
te digo temblando, porque te guardes que ella ame fuertemente, y tú como eres
mozo y gentil hombre, agradarle has.
Esto
me decía Birrena, con harta congoja y pena. Yo, cuando oí el nombre de la
Magia, como estaba deseoso de la saber, tanto me escondí de la cautela o arte
de Panfilia, que antes yo mismo me ofrecí de mi propia gana a su disciplina y
magisterio, queriendo en un salto lanzarme en el profundo de aquella ciencia.
Así que con la más priesa que pude, alterado de lo que me había dicho,
despedime de mi tía, soltándome de su mano como de una cadena y diciendo:
—Señora,
con vuestra merced, yo me voy corriendo a la posada de Milón.
Capítulo II
Cómo despedido Lucio Apuleyo de Birrena,
su tía, se vino para la posada de su huésped Milón, donde, llegado, halló a
Fotis la moza de casa, que guisaba de comer. Y enamorándose el uno del otro,
concertaron de juntarse a dormir.
Yendo
por la calle como un hombre sin seso, digo entre mí: «Ea, Lucio, vela bien y
está contigo; ahora tienes en la mano lo que hasta aquí deseabas; ahora
satisfarás a tu luengo deseo de cosas maravillosas. Aparta de ti todo miedo:
júntate cerca, porque puedas prestamente alcanzar lo que buscas; pero mira bien
que te apartes y excuses de no hacer vileza con la mujer de tu huésped Milón,
ni de ensuciar su cama y honra. Con todo eso, bien puedes requerir de amores a
Fotis, su criada, que parece ser bonica, agudilla y alegre. Aun bien te debes
recordar, cuando anoche, te ibas a dormir, cómo ella te acompañó, mostrándote
la cama y cubriéndote la ropa, después de acostado, y te besó en la cabeza,
partiéndose de allí, contra su voluntad, según se le mostró en su gesto;
finalmente, que cuando se iba ella volvía la cara atrás y se detenía, lo cual
es buena señal, y así sea adelante. De manera que no será malo que esta Fotis
sea requerida de amores.» Yendo yo disputando entre mí estas cosas, llegué a la
casa de Milón, y como dicen, yo por mis pies confirmé la sentencia de lo que
había pensado. Entrando en casa, ni hallé a Milón ni tampoco a su mujer, que
eran entrambos idos fuera, sino a mi muy amada Fotis, que aparejaba de comer
para sus señores pasteles y cazuelas: lo cual olía tan bien, que ya me parecía
que lo estaba comiendo, tan sabroso era. Ella estaba vestida de blanco, su
camisa limpia, y una facha blanca linda ceñida por debajo del pecho; y con sus
manos blancas y muy lindas estaba haciendo las cajas de los pasteles redondas;
y como traía la masa alrededor, también ella se movía, sacudiéndose toda, tan
apaciblemente, que yo, con lo que veía, estaba maravillado, mirando en hito, y
como maravillado de su lindeza, lo mejor y más cortésmente que yo pude, le
dije:
—Señora
Fotis, con tanta gracia aparejas este manjar, que yo creo que es el más dulce y
sabroso que puede ser. Cierto será dichoso y muy bienaventurado aquel que tú
dejaras tocarte a lo menos con el dedo.
Ella,
como era discreta moza y decidora, díjome:
—Anda,
mezquino, apártate de aquí; vete de la cocina, no te llegues al fuego; porque
si un poco de fuego te toca, arderás de dentro, que nadie podrá apagarlo sino
yo, que sé muy bien mecer la olla y la cama.
Diciendo
esto, mirome y riose. Pero yo no me partí de allí hasta que tenté y conocí toda
la lindeza de su persona; y dejadas aparte todas las otras particularidades, yo
me enamoré tanto de sus cabellos, que en público nunca partía los ojos de ellos
por más los gozar después en secreto. Así que conocí y tuve por cierto juicio y
razón que la cabeza y cabellos es la principal parte de la hermosura de las
mujeres, por dos razones: o porque es la primera cosa que nos ocurre a los ojos
y se nos demuestra, o porque lo que la vestidura y ropas de colores adorna en
los otros miembros y los alegra, esto hace en la cabeza el resplandor natural
de los cabellos. Y muchas veces acontece que algunas por mostrar su gracia y
hermosura a quien bien quieren, se quitan todas las vestiduras y la camisa,
preciándose muy mucho más de la lindeza de sus personas que no del color de los
brocados y sedas. Y aunque sea cosa de no decir, ni nunca hubiese tan mal
ejemplo, si trasquilasen a una mujer que fuese la más hermosa y acabada en
perfección del mundo, aunque fuese venida del cielo y criada en el mar, y
aunque fuese la diosa Venus acompañada de sus ninfas y graciosas con su Cupido
y toda la compaña que le sigue, con su arreo de cinta de cadenas y olores de
cinamomo y bálsamo, si viniere calva y sin cabellos, no podrá placer a nadie,
ni tampoco a su marido Vulcano. ¿Qué color se puede igualar ni agradar tanto
como el lustre natural de los cabellos, que contra el resplandor del Sol
relumbra y varía el color en diversas gracias? Ahora, de una parte, resplandece
como oro, de la otra de color mellada; ahora parece verde obscuro imitando a
las plumas y fleco del cuello de las palomas o al cuervo que le luce el color
negro. Mayormente, cuando ellas se peinan y hacen la partidura con ungüento
arábigo, después que juntan sus cabellos y los trenzan en las espaldas, si las
ven sus amadores, míranse en ellas como en un espejo; especialmente si los
cabellos, siendo muchos y espesos, están sueltos y tendidos por las espaldas.
Finalmente, tanta es la gracia de los cabellos, que aunque una mujer esté
vestida de seda y de oro y piedras preciosas, y tenga todo el atavío y joyas
que quisiere, si no mostrare sus cabellos, no puede estar bien adornada ni
ataviada; pero en mi señora Fotis, no el atavío de su persona, mas estando
revuelta como estaba, le daba muy mucha gracia. Ella tenía muchos cabellos
espesos que le llegaban bajo la cintura con una redecilla de oro, ligados con
un nudo cerca del principio. De manera que yo no me pude sufrir más; inclineme
y tomela por cerca del nudo de los cabellos y suavemente la comencé a besar.
Ella volvió la cabeza, y mirándome astuta con el rabillo del ojo, me dijo:
—Oye
tú, escolar, dulce y amargo gusto tomas: pues guárdate, que con mucho sabor de
la miel, no ganes continua amargura de hiel.
Yo
le dije:
—¿Qué
es esto, mi bien y mi señora? Aparejado estoy, que por ser recreado solamente
con un beso, sufriré que me ases en ese fuego. Y diciendo esto, abracela
reciamente y comencela a besar; ya que ella estaba encendida en la igualdad del
amor conmigo, ya que yo le conocía que con su boca y lengua olorosa ocurría a
mi deseo y que también quería ella como yo, díjele:
—¡Oh
señora mía!, yo muero, y más cierto puedo decir que soy muerto, si no has
merced de mí.
A
esto ella, besándome, respondió:
—Está
de buen ánimo, que yo te amo tanto como tú a mí; y no se dilatará mucho nuestro
placer, que a prima noche yo seré contigo en tu cámara: anda, vete de aquí y
apareja, que toda esta noche entiendo pelear contigo.
Así
que con estas palabras y burletas nos partimos por entonces. Después, ya casi
era mediodía, Birrena me envió un presente de media docena de gallinas y un
lechón y un barril de vino añejo fino. Yo llamé a mi Fotis y díjele:
—Ves
aquí, señora, el dios del amor e instrumento de nuestro placer, que viene sin llamarlo,
de su propia gana; bebámoslo, sin que gota quede, porque nos quite la vergüenza
y nos incite la fuerza de nuestra alegría, que ésta es la vitualla o provisión
que ha menester el navío de Venus: conviene a saber, que, en la noche sin
sueño, abunde en el candil aceite y vino en la copa.
Todo
lo otro del día que restaba, gastamos en el baño, y después en la cena; porque
a ruego del bueno de Milón, mi huésped, yo me senté a cenar a su pequeña y muy
breve mesilla, guardándome cuanto podía de la vista de Pánfila, su mujer;
porque recordándome del aviso de Birrena, con temor me parecía que, mirando en
su cara miraba en la boca del infierno; pero miraba muchas veces a mi amada
Fotis, que andaba sirviendo a la mesa, y en ésta recreaba mi ánimo. En esto, como
vino la noche y encendieron candelas, la mujer de Milón dijo:
—¡Cuán
grande agua hará mañana!
El
marido le preguntó que cómo sabía ella aquello. Respondió que la lumbre se lo
decía. Entonces Milón riose de lo que ella decía, y burlando de ella, dijo:
—Por
cierto, la gran sibila profeta mantenemos en este candil, que todos los
negocios del cielo y lo que el Sol ha de hacer se ven en el candelero.
Yo
entremetime a hablar en sus razones, diciendo:
—Pues
sabed que éste es el principal experimento de esta adivinación, y no os
maravilléis, porque como quiera que éste es un poquito de fuego encendido por
manos de hombres, pero recordándose de aquel fuego mayor que está en el cielo,
como de su principio y padre, sabe lo que ha de hacer en el cielo, y así nos lo
dice acá y anuncia por este presagio o adivinanza. Yo vi en Corinto, antes que
de allá partiese, un sabio, que allí es venido, que toda la ciudad se espanta
de sus respuestas maravillosas que da a lo que le preguntan, y por un cuarto
que le dan dice el secreto de la ventura y el hado que ha de venir a
quienquiera; qué día es bueno para hacer casamientos o cuál será bueno para
fundar una fortaleza, que sea muy perpetua, o cuál será más provechoso para
mercaderes, o cuál más afamado para mejor poder caminar, o cuál más oportuno
para el navegar. Finalmente, a mí me dijo cuándo quería partirme para esta
tierra, preguntándole cómo me sucedería en este viaje, muy muchas y varias
cosas: ora que tendría prosperidad asaz grande, ora que sería de mí una muy
grande historia y fábula increíble, y que había de escribir libros.
A
esto Milón, riéndose, dijo:
—¿Qué
señas tiene ese hombre o cómo se llama?
Yo
díjele que era hombre de buena estatura y entre rojo y negrillo, que se llamaba
Diófanes. Entonces Milón dijo:
—Ése
es y no otro, porque aquí en esta ciudad hablaba muchas cosas semejantes a esas
que dices, por donde él ganó no poco, sino muy muchos dineros, y alcanzó muy
grandes mercedes y dádivas; después él, mezquino, cayó en manos de la fortuna
severa y cruel, que estando un día cercado de gente, diciéndoles a cada uno su
ventura, un negociante que se llamaba Cerdón llegose a él por preguntarle si
era aquel día provechoso para caminar, porque él quería ir a cierto negocio;
él, como le dijo que era muy bueno, ya que el zapatero abría la bolsa y sacaba
los dineros, y aun tenía contados cien maravedís para darle un galardón de la
adivinación que le había hecho, he aquí súbitamente un mancebo de los
principales de la ciudad le tomó de la falda por detrás, y como aquel sabio
volvió la cabeza, abrazolo y besolo. El sabio, como lo vio, hízolo sentar cerca
de sí, y atónito de la repentina vista de aquel su amigo, no recordándose del
negocio que tenía entre manos, dijo al mancebo:
—¡Oh
deseado de muchos tiempos! ¿Cuándo eres venido?
Respondió
él:
—Si
os place, ayer tarde; pero tú, hermano, dime también cómo te aconteció cuando
navegaste de la isla de Eubea. ¿Cómo te fue por mar y por tierra?
A
esto respondió aquel Diófanes, sabio muy señalado, que estaba privado de su
memoria y fuera de sí:
—Nuestros
enemigos y adversarios caían en tanta ira de los dioses y tan gran destierro,
que fue más que el de Ulises. Porque la nave en que veníamos fue quebrada con
las ondas y tempestades de la mar y perdido el gobernalle, y el piloto apenas
llegó con nosotros a la ribera de la mar, y allí se hundió, donde perdido
cuanto traíamos, nadando escapamos. Después, salidos de este peligro, todo lo
que de allí sacamos y lo que nos habían dado, así los que no nos conocían, por
mancilla que habían de nosotros, como lo que los amigos por su liberalidad,
todo nos lo robaron los ladrones, a los cuales, resistiendo por defender lo
nuestro, delante de estos ojos, mataron a un hermano mío que había nombre
Arignoto.
Estando
hablando estas cosas, aquel sabio enojado y triste, Cerdón, el negociante, tomó
sus dineros, que había sacado para pagarle su adivinanza y huyó entre la gente;
finalmente, Diófanes, tornado en sí, sintió la culpa de su necedad, mayormente
que vio que todos los que estábamos alrededor nos reíamos de él, pues que
conocía el hado de los otros y no el de su hacienda.
—Pero
tú, señor Lucio, ¿crees que aquel sabio dijo verdad a ti sólo más que a otro?
Dios te dé buenaventura y que hagas buen viaje.
Milón
tardaba tanto en contar estas patrañas, que yo entre mí me deshacía todo y me
enojaba conmigo mismo, que de mi gana había dado causa de poner a Milón en
oportunidad de contar fábulas: por lo cual yo había perdido de gozar buena
parte de la noche de placer que esperaba. Finalmente, tragada la vergüenza,
dije a Milón:
—Allá
se lo haya Diófanes, pase su fortuna, y si quiere torne otra vez a dar a la mar
y a la tierra lo que despojare y robare a los pueblos; pero como aún estoy
fatigado del camino de ayer, dame licencia que me vaya temprano a dormir.
Y
diciendo esto, fuime de allí y entreme en mi cámara, adonde yo hallé bien
aparejado de cenar.
Capítulo III
Que trata cómo levantado Lucio Apuleyo
de la mísera mesa de Milón, apesarado con los cuentos y pronósticos del candil,
se fue a su cámara, adonde halló aparejado muy cumplidamente de cenar, y
después de haber cenado se gozaron en uno, por toda la noche, su amada Fotis y
él.
Fuera
de la puerta de la cámara estaba en el suelo hecha una cama para los mozos,
creo por que no oyesen lo que entre nosotros pasaba. Cerca de mi cama estaba
una mesa pequeña con muy muchas cosas de comer y sus copas llenas de vino
templado, con su agua; demás de esto había allí un vaso lleno de vino, que
tenía la boca muy ancha, aparejado para beber. Lo cual todo era buena antecena
para la batalla de amores. Luego, como yo fui acostado, he aquí dónde viene mi
Fotis, que ya dejaba acostada a su señora, con una guirnalda de rosas y otras
deshojadas en el seno, y como llegó, fueme a besar, y después de echar aquellas
rosas encima, tomó una taza y templó el vino con agua caliente y diome que
bebiese, y antes que lo acabase de beber, arrebató la taza y aquello que
quedaba comenzolo a beber, mirándome y saboreando los labios, y de esta manera
bebimos otra vez hasta la tercera. Después que ya estaba harto de beber, y no
solamente con el deseo, pero también con el cuerpo aparejado a la batalla,
dije, enardecido, a Fotis enseñándole las muestras de mi impaciencia:
—Ten
compasión de mí, y acuéstate pronto, ya tú ves cuánta pena me has dado; porque
estando yo con esperanza de lo que tú me habías prometido, después que la
primera saeta de tu cruel amor me dio en el corazón, fue causa que mi arco se
extendiese tanto, que si no lo aflojas tengo miedo que con el mucho tesón la cuerda
se rompa, y si del todo quieres satisfacer mi voluntad, suelta tus cabellos y
así me abrazarás.
No
tardó ella, que, nadando había alzado la mesa prestamente, con todas aquellas
cosas que en ella estaban, y, desnudada de todas sus vestiduras, hasta la camisa,
y los cabellos sueltos, que parecía la diosa Venus cuando sale del mar, blanca
y hermosa, sin vello ni otra fealdad, poniéndose la mano delante de sus
vergüenzas, antes haciendo sombra que cubriéndose, dijo:
—Ahora
haz lo que quisieres, que yo no entiendo ser vencida, ni te volveré las
espaldas. Si eres hombre, acomete resuelto y mata muriendo, que hoy la lucha es
sin cuartel.
Y
diciendo esto, acostose, donde cansamos, velando hasta la mañana, recreando
nuestra fatiga con el beber de rato en rato, y de esta manera pasamos algunas
otras noches.
Capítulo IV
Cómo Birrena convidó a cenar a su
sobrino Lucio Apuleyo y él lo aceptó; descríbese el aparato de la cena y
cuéntanse donosos acontecimientos entre los convidados.
Después
aconteció que un día Birrena me rogó muy ahincadamente que fuese una noche a
cenar con ella. Yo me excusé cuanto pude y al cabo hube de hacer lo que
mandaba; pero cumplíame tomar licencia de mi amiga Fotis, y de su acuerdo tomar
consejo como de un oráculo: la cual, como quiera que no quisiera me apartara de
ella tanto como una uña; pero, en fin, hubo de dar licencia breve a la milicia
de amores, alegremente, diciendo:
—Oye
tú, señor, cata que tornes del convite temprano, porque hay bandos aquí de los
principales, que en cada parte hallarás hombres muertos; y el gobernador no
puede remediar esta ciudad de tanto mal, y a ti, así por ser rico, como también
ser tenido en poco, por ser extraño, te puede venir algún peligro.
Yo
le respondí:
—No
tengas tú, señora, cuidado ni pena de esto; porque demás de yo no preferir a
mis placeres el convite de casa ajena, con mi presta vuelta te quitaré de este
miedo, y aun también no voy sin compañía, que mi espada llevo debajo de mí, que
es ayuda de mi salud.
Con
esto me despedí y fui a la cena, donde hallamos otros convidados, que, como
aquélla era dueña principal y flor de la ciudad, el convite era bien acompañado
y suntuoso. Allí había las mesas ricas de cedro y de marfil cubiertas con paños
de brocado; muchas copas y tazas de diversas formas, pero todas de muy gran
precio; las unas eran de vidrio, artificiosamente labrado, otras de cristal
pintado, otras de plata y de oro resplandeciente, otras de ámbar,
maravillosamente cavado, y todas adornadas de piedras preciosas, que ponían
gana de beber; finalmente, que todo lo que parece que no puede haber allí lo
había; los pajes y servidores de la mesa eran muchos y muy bien ataviados; los
manjares eran en abundancia y muy discretamente administrados; los pajes, en
cabello y vestidos hermosamente, traían aquellas copas hechas de piedras
preciosas con vino añejo, muy fino y mucho.
Ya
traídas a la mesa velas encendidas, comenzó a crecer el hablar entre los
convidados y el burlar y reír y motejar unos de otros. Entonces Birrena me
preguntó, diciendo:
—¿Cómo
te va en esta nuestra tierra? Que cierto, a cuanto yo puedo saber, en templos y
baños y otros edificios precedemos a todas las otras ciudades. Además de esto,
somos ricos de alhajas de casa. Aquí hay mucha libertad y seguridad; hay
grandes negociaciones y mercaderías, cuando vienen mercaderes romanos; tanta
seguridad y reposo para los extranjeros como tendrían en su casa. Basta decir
que somos el retiro y reposo de placeres para todos los de otras provincias que
aquí vienen.
A
esto yo respondí:
—Por
cierto, señora, dices verdad, que yo nunca me hallé más libre en parte ninguna
como aquí. Pero cierto, tengo miedo de las inevitables y ciegas obscuridades
del arte mágica, que he oído decir que aquí aun los muertos no están seguros en
sus sepulcros; porque de allí sacan y buscan ciertas partes de sus cuerpos y
cortaduras de uñas para hacer mal a los vivos, y que las viejas hechiceras, en
el momento que alguno muere, en tanto que le aparejan las exequias, con gran
celeridad previenen su sepultura para tomar alguna cosa de su cuerpo.
Diciendo
yo esto, respondió otro que allí estaba:
—Antes
digo que aquí tampoco perdonan a los vivos, y aun no sé quién padeció lo
semejante, que tiene la cara cortada, disforme y fea por todas partes.
Como
aquel dijo estas palabras, comenzaron todos a dar grandes risas, volviendo las
caras y mirando a uno que estaba sentado al canto de la mesa; el cual, confuso
y turbado de la burla que los otros hacían de él, comenzó a reñir entre sí, y
como se quiso levantar para irse, díjole Birrena:
—Antes
te ruego, mi Theleforon, que no te vayas; siéntate un poco y por cortesía, que
nos cuentes aquella historia que te aconteció, porque este mi hijo Lucio goce
de oír tu graciosa fábula.
Él
respondió:
—Señora,
tú me ruegas, como noble y virtuosa; pero no es de sufrir la soberbia y necedad
de algunos hombres.
De
esta manera Theleforon enojado, Birrena con mucha instancia le rogaba y juraba
por su vida que, aunque fuese contra su voluntad, se lo contase y dijese. Así
que él hizo lo que ella mandaba, y cogidos los manteles sobre la mesa, puso el
codo encima, y con la mano derecha, a manera de los que predican, señalando con
los dos dedos, los otros dos cerrados y el pulgar un poco alzado, comenzó y
dijo:
—Siendo
yo huérfano de padre y madre partí de Mileto para ir a ver una fiesta olimpia,
y como oí decir la gran fama de esta provincia, deseaba verla. Así que, andada
y vista por mí toda Tesalia, llegué a la ciudad de Larisa, con mal agüero de
aves negras, y andando, mirando todas las cosas de allí, ya que se me
enflaquecía la bolsa, comencé a buscar remedio de mi pobreza, y andando así veo
en medio de la plaza un viejo alto de cuerpo encima de una piedra, que, a altas
voces, decía:
—Si
alguno quisiere guardar un muerto, véngase conmigo en el precio.
Yo
pregunté a uno de los que pasaban:
—¿Qué
cosa es ésta? ¿Suelen aquí huir los muertos?
Respondiome
aquél:
—Calla,
que bien parece que eres mozo y extranjero, y por eso no sabes que estás en
medio de Tesalia, donde las mujeres hechiceras cortan con los dientes las
narices y orejas de los muertos, en cada parte, porque con esto hacen sus artes
y encantamientos.
Yo
le dije entonces:
—Dime,
por tu vida, ¿y qué guarda es ésta de los difuntos?
Él
me respondió:
—Primeramente,
toda la noche ha de velar muy bien, abiertos los ojos y siempre puestos en el
cuerpo del difunto, sin jamás mirar a otra parte, ni solamente volver los ojos,
porque estas malas mujeres, convertidas en cualquier animal que ellas quieren,
en volviendo la cara, luego se meten y esconden, que, aunque fuesen los ojos
del Sol y de la justicia, los engañarían; que una vez se tornan aves y otra vez
perros y ratones, y luego se hacen moscas, y cuando están dentro, con sus
malditos encantamientos oprimen y echan sueños a los que guardan; de manera que
no hay quien pueda contar cuántas maldades estas malas mujeres, por su vicio y
placer, inventan y hallan, y por este tan mortal trabajo, no dan de salario más
de cuatro o seis ducados de oro, poco más o menos. ¡Oh, oh!, y lo que
principalmente se me olvidaba: si alguno de estos que guardan no restituye el
cuerpo entero, a la mañana, todo lo que le fue cortado o disminuido es obligado
y apremiado a reponerlo, cortándole otro tanto de su misma cara.
Oído
esto, esforceme lo mejor que pude, y luego llegueme al que pregonaba, diciendo:
—Deja
ya de pregonar, que he aquí aparejada guarda para eso que dices. Dime qué
salario me has de dar.
Él
dijo:
—Te
darán mil maravedís; pero mira bien, mancebo, con diligencia; cata que este
cuerpo es de un hijo de los principales de esta ciudad; guárdalo bien de estas
malas arpías.
Yo
dije entonces:
—¿Qué
me estáis ahí contando, necedades y mentiras? ¿No ves que soy hombre de hierro,
que nunca entra sueño en mí? Más veo que un lince y más lleno de ojos estoy que
Argos.
Casi
yo no había acabado de hablar cuando me llevó a una casa, la cual tenía
cerradas las puertas, y entramos por un postigo, por donde entrome en un
palacio obscuro y mostrome una cámara sin lumbre, donde estaba una dueña
vestida de luto, cerca de la cual él se sentó diciendo:
—Éste
viene obligado para guardar fielmente a tu marido.
Ella,
como estaba con sus cabellos echados ante la cara, aunque tenía luto, estaba
hermosa, y mirándome dijo:
—Mira
bien; cata que te ruego que con gran diligencia hagas lo que has tomado a
cargo.
Yo
le dije:
—No
cures, señora: mándame aparejar la colación.
Lo
cual le plugo, y luego se levantó y metiome en una camarilla, donde estaba el
difunto cubierto con sábanas muy blancas, y metidos dentro unos siete testigos;
alzada la sábana y descubierto el muerto, llorando y demostrando todas las
cosas de su cuerpo, pidiendo que fuesen testigos los que estaban presentes, lo
cual un escribano asentaba en su registro, ella decía de esta manera:
—Veis
aquí la nariz entera, los ojos sin lesión, las orejas sanas, los labios sin
faltarles cosa, la barba maciza. Vosotros, buenos hombres, dadme por testimonio
lo que digo.
Y
como esto dijo y el escribano lo asentó y signó, partiose de allí. Yo díjele:
—Señora,
mandad que me provean de todo lo necesario.
Ella
respondió:
—¿Qué
es lo que has menester?
Yo
le dije:
—Un
candil grande y aceite para que baste hasta el día, y vino en el jarro y agua
con su taza, y el plato hecho de lo que os sobra.
Ella,
moviendo la cabeza, dijo:
—Anda
vete, loco, que en casa llorosa pides cena y sobras de ella, en la cual ha
tantos días continuos que no se ha visto humo; ¿piensas que viniste aquí a
comer? ¿Por qué antes no lloras y tomas luto como conviene al lugar donde
estás?
Diciendo
esto, miró a una moza y díjole:
—Mirrena,
trae presto un candil y aceite, y, encerrado este guarda en la cámara, vete
luego.
Yo
quedé así desconsolado, para consuelo del muerto, y refregados los ojos y
armados para velar, halagaba y esforzaba mi corazón cantando así que ya
anochecía. Después, la noche comenzada, ya era bien alta y hora de acostar, ya
que dormían y callaban todos, a mí me vino un miedo muy grande; y con esto
entró una comadreja, la cual me estaba mirando, e hincó los ojos en mí fuertemente,
de manera que yo me turbé y enojé porque un animal tan pequeño tuviese tanta
audacia de así mirar, y díjele:
—¡Oh
bestia sucia y mala! ¿Por qué no te vas de aquí y te encierras con los
ratoncillos, tus semejantes, antes que experimentes el daño presente que te
puedo hacer? ¿Por qué no te vas?
En
esto volvió las espaldas y luego salió de la cámara. No tardó nada que me vino
un sueño tan profundo, como que me lanzó en el fondo del abismo, de tal manera,
que el dios Apolo no pudiera fácilmente discernir cuál de ambos los que
estábamos echados fuese más muerto. Estando así, sin ánima, y habiendo menester
otro que me guardase, casi que no estaba allí donde estaba, el canto de los
gallos quebrantó las treguas de la noche; finalmente, que yo desperté, y
asombrado de un gran pavor corrí presto al muerto, y traída una lumbre
descubrile la cara y comencé con diligencia a mirar todas las cosas de su
persona, y hallé que todo estaba sano y entero. En esto entra la mezquinilla de
su mujer, llorando y mostrando mucha pena, y entraron con ella los testigos que
el día antes había traído. Ella se lanzó sobre el cuerpo muchas veces,
besándolo, y con una lumbre en la mano reconociendo y mirándolo todo, y vuelta
la cabeza, llamó a un su mayordomo y mandole que pagase luego al buen guardián
su premio, el cual luego me fue dado, diciendo:
—Mancebo,
toma lo tuyo, y muchas gracias te damos, que por cierto por este tu buen
servicio te tendremos como uno de los amigos y familiares de la casa.
A
esto, yo, que no esperaba tal ganancia, lleno de placer tomé mis ducados
resplandecientes, y como atónito, pasándolos de una mano a otra, dije:
—Antes,
señora, me has de tener como uno de tus servidores, y cuando de mí te quieras
servir, con confianza lo puedes mandar.
Aún
no había yo acabado de hablar esto, cuando salen tras mí todos los mozos de
casa con armas y palos: el uno me daba de puñadas en la cara; otros, porradas
en las espaldas; otros me rompían los costados a coces y me tiraban de los
cabellos, me rasgaban los vestidos: hasta que yo fui maltratado y despedazado
de la manera que lo fue aquel mancebo Adonis; y así me lanzaron de casa y me
fui a una plaza cerca de allí. Y estando tomando algún descanso, recordeme que
merecía y era digno de aquellos azotes y mucho más por la descortesía de mi
hablar. En esto, he aquí que asoma el muerto ya llorado y plañido, el cual,
según la costumbre de aquella tierra, especialmente siendo uno de los
principales, lo llevaban públicamente por la plaza con gran pompa de su
entierro. Como allí llegaron, vino un viejo con mucha ansia y pena, llorando y
mesándose sus canas honradas, y con ambas manos se agarró a la tumba, dando
grandes voces entre sollozos y lloros, diciendo:
—Por
la fe que mantenéis, ¡oh ciudadanos!, y por la piedad de la república, que
socorráis al triste muerto; vengad con mucha atención y severidad tan gran
traición y maldad contra esta nefanda y mala mujer: porque ésta, y no otro
alguno, mató con hierbas a este mezquino mancebo, hijo de mi hermana, por
complacer a su adúltero y por robarle su hacienda.
De
esta manera aquel viejo lloraba, quejándose a todos. Cuando el vulgo oyó
aquellas palabras, indignáronse contra la mujer, por ser el hecho verosímil y
creíble el crimen, y comienzan a dar voces que traigan fuego para quemarla;
otros piden piedras y que la entreguen a los muchachos, que la apedreen. Ella,
con palabras bien compuestas y antes pensadas, para excusarse juraba cuanto
podía por todos los dioses y negaba tan gran traición. El viejo dijo entonces:
—Pues
que así es, pongamos el albedrío de esta verdad en la divina Providencia para
que lo descubra. Aquí está presente Zaclas, egipcio, principal profeta, el cual
se comprometió conmigo por cierto precio a hacer salir de los infiernos el
espíritu de este difunto y animar este cuerpo después del paso de la muerte.
Y
como el viejo esto dijo, llamó allí en medio de todos a un mancebo vestido de
lienzo blanco y calzados unos alpargates y la cabeza casi rapada, al cual
besaba la mano muchas veces, hincándose de rodillas delante de él y diciendo:
—¡Oh
sacerdote! Ten piedad de mí, por las estrellas del cielo y por los dioses de la
tierra, por los elementos de Natura, por el silencio de la noche, por el
crecimiento del Nilo y por la munición y reparo hecho por las golondrinas al
crecimiento de este río cerca del castillo de Copto, y por los secretos de
Menfis, y por la trompa de la diosa Isis, que desea este mi sobrino vivir
brevemente, y a los ojos que ya son para siempre cerrados dales una poca de
lumbre; no te ruego yo esto para negar a la tierra lo que es suyo; mas para
solaz de nuestra venganza, te pido un poco espacio de vida. El profeta, de esta
manera aplacado, tomó una cierta hierba y de ella puso tres ramos en la boca
del muerto y otro en el pecho; y vuelto hacia Oriente, donde es el crecimiento
del Sol, comenzó entre sí a rezar, y con aquel aparato venerable convirtió a sí
a todos los que allí estaban por ver un tan grande milagro. Yo metime en medio
de la gente y detrás del túmulo, subime encima de una piedra que estaba un poco
alta, desde donde con mucha diligencia miraba todo lo que allí pasaba. Comenzó
el muerto poco a poco a vivir: ya el pecho se le alzaba, ya las venas
palpitaban, ya el cuerpo, que estaba lleno de espíritu, se levantó y comenzó a
hablar, diciendo:
—¿Por
qué ahora me has hecho tornar a vivir un momento de vida, después de haber
bebido del río Leteo y haber ya nadado por el lago Estigio? Déjame, por Dios,
déjame, y permite que me esté en mi reposo.
Como
esta voz fue oída del cuerpo, el profeta se enojó algún tanto y díjole:
—¿Por
qué no manifiestas al pueblo todas las cosas y declaras los secretos de tu
muerte? ¿No sabes tú que con mis encantamientos puedo llamar las furias
infernales que te atormenten los miembros cansados?
Entonces
el difunto se levantó en el lecho donde iba, y desde allí comenzó a hablar al pueblo
de esta manera:
—Yo
fui muerto por las artes de mi nueva mujer, y matome con veneno que me dio de
beber, por lo cual muy presto y arrebatadamente dejé mi cama y casa al
adúltero.
Entonces
la buena mujer tomó de las palabras audacia, y con ánimo sacrílego altercaba
con el marido resistiendo a sus argumentos. El pueblo, cuando esto oyó,
alterose en diversas opiniones; unos decían que aquella pésima mujer viva la
debían enterrar con el cuerpo del marido; otros, que no era de dar fe a la
mentira del cuerpo muerto; pero estas alteraciones atajó el habla del difunto,
el cual, dando un gran gemido, dijo:
—Yo
os daré muy clara razón de la inviolable y entera verdad, y manifestaré lo que
otro ninguno sabe.
Entonces,
demostrándome con el dedo, prosiguió, diciendo:
—Porque
a este muy sagacísimo y astuto guardador de mi cuerpo, que me velaba muy bien y
con muy gran diligencia, las viejas encantadoras, que deseaban cortarme las
narices y orejas, por la cual causa muchas veces se habían tornado en otras
figuras, no pudiendo engañar su industria y buena guarda, le echaron un gran
sueño, y estando él como enterrado en este profundo sueño, las hechiceras
comenzaron a llamar mi nombre, y como mis miembros estaban fríos y sin calor,
no pudiendo así presto esforzarse para el servicio del arte mágica; pero él,
como estaba vivo, aunque con el sueño casi muerto, y llamábase como yo,
levantose a su nombre, sin saber que lo llamaban; de manera que él, de su
propia voluntad, andando en forma de ánima de muerto, aunque las puertas de la
cámara estaban con diligencia cerradas, por un agujero, cortadas primero las
narices, después las orejas, recibió por mí el destrozo y carnicería que para
mí se aparejaba. Y porque el engaño no pareciese, pegáronle allí con mucha
destreza cera formada a manera de orejas cortadas, y otra nariz semejante a la
suya; y ahora está aquí el mezquino, gozoso, que alcanzó y fue pagado del
salario que ganó no por su industria y trabajo, sino por la pérdida y lesión de
sus narices y orejas.
Como
esto dijo, yo, espantado, luego me eché mano de las narices y trájelas en la
mano; agarré las orejas y cayéronseme. Cuando vieron esto los que estaban
alrededor comenzaron todos a señalarme con los dedos, haciendo gesto con las
cabezas. En tanto que ellos se reían, yo, cayendo a sus pies como mejor pude,
me escapé de allí, y nunca después volví a mi tierra, por estar así lisiado,
para que burlasen de mí. Así, que con los cabellos de una parte y otra encubro
la falta de las orejas. Y con este plañizuelo que traigo puesto en la cara, la
fealdad y lesión de las narices.
Cuando
Theleforon acabó de contar su historia, los que estaban a la mesa, ya alegres
del vino, comenzaron otra vez a dar grandes risotadas; y en tanto que bebían lo
acostumbrado, díjome Birrena de esta manera:
—Mañana
se hace en esta ciudad, desde que se fundó, una fiesta muy solemne, la cual
nosotros solos y no en otra parte festejamos con mucho placer y gritos de
alegría al santísimo dios de la risa. Esta fiesta será más alegre y graciosa
por tu presencia, y pluguiese a Dios que de tus propias gracias alguna cosa
alegre inventases con que sacrifiquemos y honremos a tan gran dios como éste.
Yo
entonces le dije:
—Muy
bien, señora; hacerse ha como mandes, y por Dios que querría hallar alguna
materia con que este gran dios fuese honrado.
Después
de dicho esto, mi criado me dijo que era ya tarde, y como también yo estaba
alegre, levanteme luego de la mesa, y tomada licencia de Birrena, titubeando
los pasos, me fui para casa, y llegando a la primera plaza un aire recio nos
apagó el hacha que nos guiaba; de manera que, según la obscuridad de la noche,
tropezando en las piedras, con mucha fatiga, llegamos a la posada. Como
llegamos junto a la puerta, yo vi tres hombres, valientes de cuerpo y fuerzas,
que estaban combatiendo en las puertas de casa. Y aunque nos veían, no se
espantaban ni apartaban siquiera un poquillo; antes, mucho más y más echaban
sus fuerzas, a menudo porfiando quebrar las puertas; de manera que no sin causa
a mí me parecieron ladrones y muy crueles. Cuando esto vi, eché mano a mi
espada, que para cosas semejantes yo traía conmigo, y sin más tardanza salté en
medio de ellos, y como a cada uno hallaba luchando con las puertas, dile de
estocadas, hasta tanto que ante mis pies, con las grandes heridas que les había
dado, cayeron muertos. Andando en esta batalla, el ruido despertó a Fotis y
abriome las puertas; yo, fatigado y lleno de sudor, lanceme en casa, y como
estaba cansado de haber peleado con tres ladrones, como Hércules cuando mató al
Gerión, acosteme luego a dormir.