UNA VISITA A OSCAR WILDE
LA FIGURA DE OSCAR
WILDE. — SU CARÁCTER. — SUS OPINIONES. — UNA CARTA DE MALLARMÉ. — INTENCIONES, — EL RETRATO DE DORIAN GRAY.
Fue en casa de
Stuart Merril, el poeta adorable de Los
Fastos, donde encontré por primera vez, una noche de crudo invierno, al
autor ilustre de Salomé y de El Retrato de Dorian Gray. Su manera
singular e insinuante de hablar francés, cambiando, como el dibujante Sterner,
el valor de las vocales, me llamó desde luego la atención; y su enorme rostro
de adolescente triste y soñador, me llenó de interés. Oscar Wilde no es
hermoso, pero goza, en su envoltura atlética, de cierta distinción especial que
atrae las miradas femeninas. Cuando en mis visitas matinales a su deliciosa
habitación del Boulevard des Capucines, suelo encontrarle, vestido apenas con
una camiseta descotada de lana roja, su robusto torso de luchador me hace
pensar en las figuras inmortales de Rubens; y cuando, trajeado ya con esa
cuidadosa tenue de los ingleses, le
encuentro en cualquier café literario del barrio latino, su talle gigantesco me
trae a la memoria un viejo retrato de Tourguénief, que vi hace ya bastante
tiempo y ni aun recuerdo dónde. Sus ojos largos, húmedos y oblicuos, tienen
cierta expresión en las pupilas, que ni la voz tristeza, ni la voz melancolía
alcanzan a denotar; son ojos pálidos, como era pálida la sonrisa de aquella
heroína de Catulle Mendès, con la palidez en el dibujo y no en el color. Su
cabellera blanda, fina y sedeña, esta tallada, por detrás, como la de cualquier
empleado del gobierno, pero se reparte, por delante, en bandeaux rizados que cubren hasta la mitad sus finas orejas. Su
nariz es recta, su boca es sensual, su cuello es firme.
Y con todo esto,
cierto amaneramiento que constituye su encanto propio y verdadero. Sus labios
carnosos no se entreabren nunca, como los labios de todo el mundo, para hablar
en serio. Cuando no sonríen, se quejan. La nota triunfante de su singularidad,
es la exageración en las medias tintas. Durante todo el tiempo en que un cariño
casi fraternal me ligó a él, creo que nunca le oí dar un grito. Cuando
blasfema, lo hace de la misma manera femenil e insinuante con que diría un
requiebro. Y blasfema con frecuencia, porque, en su modo raro de pensar, querría,
a cada momento, enmendarle a Dios la plana. Una tarde, no hace aun mucho
tiempo, vino a su casa un redactor del Fígaro para hacerle decir algo sobre sí
mismo, « ¡Ah! — le respondió Oscar Wilde — yo me he levantado hoy con la idea
de que soy muy pequeño, muy insignificante. Ayer estuve a visitar la torre
Eiffel y la encontré demasiado enorme al lado mío. Es terrible eso de llegarse
a convencer de que hay algo más grande que nosotros. Si Dios supiese hacer las
cosas, no habría creado ni montañas abracadabrantes, ni encinas gigantescas. Yo
no amo la Naturaleza, cuya monotonía desesperante me enferma; pero cuando estoy
en el campo, me gusta buscar las plantas pequeñitas para deshacerlas con el
pie. Eso me prueba mi poder. Los artistas que se creen menos grandes que el
resto del mundo, no producen nunca una obra maestra. Casi no comprendo cómo
Verlaine, que es tan pequeño, pudo escribir su poema admirable de Sagesse, pensando en Dios que es tan
grande... »
Así son todas sus
ideas. Cuando el naturalismo, hoy muerto y enterrado, estaba a la moda, Oscar
Wilde se entretenía en atacarlo; y de tal intensidad fue su fiebre idealista,
que hasta hizo un viaje de propaganda a los Estados Unidos, para decir, en
cincuenta conferencias, a los yankees, entusiasmados en aquel entonces con L’Assommoir de Zola: « Señores: vosotros
creéis en la belleza del Naturalismo porque no sois sino unos burgueses. El
arte verdadero es algo de que vosotros no podéis gustar. Tenedlo por seguro: lo
que os parece tonto a vosotros, eso es arte. Los que preferís una novela de
Zola a un poema de Baudelaire, me hacéis el mismo efecto que cierto aficionado
de Inglaterra que encontraba más estimables las fotografías de Downey que los
lienzos de Chavannes. » Y en vez de pagarle en moneda de insultos, el buen
pueblo de los Estados Unidos le pagó en libras esterlinas. Tan estimado fue en
esos días su volumen titulado Intentions,
que, en menos de dos años, se agotaron de él unas cien ediciones de a 1.000
ejemplares cada una. En ese libro, efectivamente admirable, se encuentran
resumidas casi todas las ideas estéticas del autor. « Los novelistas modernos
pretenden que el arte debe imitar a la naturaleza, cuando, al contrario, es la
naturaleza la que debe imitar el arte ». Y esta frase rara que hizo sonreír a Edmond
de Goncourt y que habría entusiasmado al Flaubert de los primeros tiempos, al
buen Flaubert, en fin, contiene más substancia artística que toda la Novela
Experimental de Zola. ¿Qué es, en realidad la naturaleza sin adornos? Una
inmensidad siempre igual, siempre monótona y casi siempre horrible. Para mí,
una montaña de piedra no es bella sino cuando la mano del hombre la ha
convertido en columna o en obelisco... Y así todo lo demás... Las ideas
escritas de Oscar Wilde tienen esa ventaja. De una sola de sus frases podría
hacerse un libro, mientras que de un libro de Zola apenas podría hacerse una
frase. Oscar Wilde es un gran crítico, gracias a cuya influencia el naturalismo
francés no ha hecho muchos estragos en la joven literatura de Inglaterra.
***
No se crea, sin embargo,
que la propaganda « romanesca » del autor de Salomé, se ha reducido a predicar teorías idealistas en discursos
sonoros. Jefe de los esthètes de la
Gran Bretaña, es, por tanto, mejor artista que teórico. Su novela famosa, El retrato de Dorian Gray, es una
historia conmovedora, que, según Hugues Le Roux, ha conquistado a su autor, en
todos los países que hablan inglés, fama parecida a la que Víctor Hugo gozó en
Francia en los buenos tiempos del Romanticismo. De esa obra maestra decía hace
poco poco tiempo Stephane Mallarmé en una carta dirigida al autor, y que soy yo
el primero en publicar:
« J'achève le livre, un des seuls qui
puissent émouvoir, vu que d'une rêverie essentielle et de parfums d’âme les
plus étrangers et compliques, est fait son orage: redevenir poignant a travers l’inouï
raffinement d'intellect, et humain en une pareille perverse atmosphère de
beauté est un miracle que vous accomplissez, el selon quel emploi de tous les
arts de l’écrivain ! C'est le portrait qui a été cause de tout. Ce tableau en pied,
inquiétant, d’un Dorian Gray hantera, mais écrit, étant livre lui-même. »
La acción de la
novela, sin embargo, aparece simple en su síntesis. Dorian Gray es un muchacho
de veinte años, bello como Narciso y casi ignorante de su hermosura. Sólo a los
veintiún años, al fijarse detenidamente en una de sus fotografías, se encuentra
joven, se encuentra guapo; y en vez de inspirarle contento, su juventud y su
belleza le inspiran amargura. El demonio de la filosofía rara se introduce en
su alma y le hace razonar, le hace soñar, mejor dicho. «¡Oh, la vida! ¡Oh, la mocedad!
¡Oh, la vejez!» Y sus palabras semejan entonces versículos pesimistas de la Imitación. Pero hay, un momento en que
sus ojos se iluminan con el fuego de la esperanza, y en que sus labios exclaman
con la alegría del deseo: «Si uno de esos genios antiguos que hacían contratos
en las comedias de Calderón y en los poemas de Goethe, quisiese hacerme cambiar
de suerte con esta fotografía, ¡cuán dichoso fuera yo!... » Y el genio se
presenta y el tratado se firma; y desde aquel día la imagen del cartón comienza
a envejecer, mientras el buen Dorian sigue siendo bello y sigue siendo joven...
Treinta años, cincuenta años, setenta años; y el muchacho hermoso que trata
siempre de olvidar su antiguo pacto diabólico, se encuentra un día, al abrir un
mueble, con su retrato de antaño, que es ya el retrato de un viejo horrible. «
Así estaría yo — se dice a sí mismo—así estaría yo, lleno de arrugas en la
cara, lleno de debilidad en las piernas, lleno de mal olor en la boca, a no
haber cambiado la problemática salvación de mi alma por la eterna belleza de mi
cuerpo...» Y en un momento de cólera y de disgusto, atraviesa el retrato, con
un puñal antiguo. Entonces la decoración cambia: la atmósfera de vago gris que
envuelve la primera parte del libro, se trueca, para hacer el epílogo, en nube
espesa de negro y rojo. Un camarero oye, allá adentro, en el otro extremo de la
casa, un grito ronco; acude; y al entrar en las habitaciones de su amo, pierde
el sentido encontrando sobre el lujoso tapiz flamenco a un anciano repugnante
con el pecho atravesado por un puñal, y sobre el reloj de la chimenea un
hermoso retrato de Dorian Gray joven y bello.
La complicación y
el refinamiento admirable de que habla Mallarmé, están casi por completo en el
estilo. Adorador apasionado de la forma, Oscar Wilde escribe tomos enteros de
novelas, —según me lo confesaba él mismo hace pocos días— con el solo objeto de
aprovechar algunas frases hermosas que en su contemplación eterna de lo bello
se le ocurren.
(Este artículo fue
escrito en el año 1890. No tiene mérito ninguno, pero creo que reproducirlo
ahora, en los momentos en que Oscar Wilde se encuentra en la cárcel por crimen
de inmoralidad, es un homenaje de simpatía invariable que será grato al gran escritor
en desgracia.)