LAS GRANDES ESCRITORAS
—¿Cómo explica
usted —me pregunta una escritora— que habiendo siempre sido las mujeres tan
despreciadas en el Japón, hayan producido tan bellas obras?... ¿O nos engañan
los que nos dicen que la literatura japonesa ha sido en ciertas épocas una
labor femenina?... ¿O nos engaña usted?
No; nadie os
engaña. El desprecio que los japoneses tienen hoy por la mujer, no es un
sentimiento originario de la nación. Galantes y caballerescos, los antiguos
nipones demostraban, al contrario, por sus compañeras, un respeto tal vez mayor
que el de los europeos. En el Palacio imperial, la favorita era todopoderosa.
En la familia, la madre tenía más influencia que el padre. En las letras, en el
estudio, en las ciencias, en fin, el primer puesto correspondía siempre a la
mujer. «Es un hecho digno de mención y tal vez sin ejemplo —dice M. Aston— que
una parte muy importante de las mejores obras literarias que el Japón ha
producido, esté escrita por mujeres. La poesía Nara es, en gran parte,
femenina, y en el período Heian, la mujer desempeñó un papel aún más saliente
en el desarrollo de la literatura nacional. Las dos obras más notables que han
llegado hasta nosotros de esa época, se deben igualmente a mujeres. Esto
obedece, sin duda, a que las inteligencias masculinas hallábanse en aquellos
tiempos absortas en los estudios chinos y a que el sexo fuerte consideraba como
ocupación frívola componer novelas y poemas. También existía otra causa más
efectiva: la situación de las mujeres era entonces muy diferente a la de hoy.
Los hombres de aquella época no abundaban en las ideas comunes a la mayoría de
las naciones de Extremo Oriente, en las cuales considerábase como una necesidad
la sujeción de la mujer, y a ser posible, su reclusión.» Tan verdad es esto,
que muchos libros chinos del siglo duodécimo hablan del Japón como de un país
afeminado y le llaman el pueblo de las reinas. Esta frase fue fatal a la mujer
nipona.
Orgullosos
locamente y sensibles de un modo increíble al ridículo, los guerreros del
Yamato sintiéronse heridos en su dignidad de hombres, de señores absolutos, y
comenzaron, a principios del siglo XIII, a practicar el antifeminismo a la
manera china. En la literatura, esta reacción se marca de un modo visible.
Antes del año 1300, casi todas las obras grandes y bellas, son escritas por
mujeres. Después de 1300 las mujeres ilustres abundan menos.
La obra más célebre
del siglo X, el Genji Monogatari, que
aún leen los japoneses con religiosa admiración, fue escrita por una dama de la
corte de Kioto, llamada Murasaki Shikibu. Hija de un erudito, esta escritora
pudo desde un principio consagrarse a los estudios literarios. Sin embargo,
durante su juventud no escribió nunca una línea. Casó con un noble del clan Fushiwara
y vivió en la corte. Viuda a los cincuenta años, retirose a un convento y se
consagró a escribir su novela.
El personaje
principal del famoso libro, es el príncipe Genji, que vive feliz al lado de
dulces y sutiles amigas. El amor es su ocupación favorita. Pero también las
letras y la filosofía le entusiasman. A cada momento la autora pone en sus
labios discretos discursos sobre la naturaleza humana. Hablando de las mujeres,
dice: «Algunas no tienen estimación más que por el talento que ellas poseen, y
consideran el de los demás con desdén provocativo. Otras pueden causar honda
impresión en el corazón de los hombres que no han tenido ocasión de conocerlas
bien. Si son jóvenes y tienen atractivos físicos y modales comedidos, sus
amigos pondrán gran empeño en disimular sus defectos morales, presentándonos
sólo sus buenas cualidades. ¿Quién se atreverá a condenarlas sin pruebas y a
decir: todo eso es falso? Pero después de conocerlas bien, seguramente a pesar
de ser bellas, no siendo buenas, perderán mucho nuestra estimación». Mas estos bellos razonamientos no impiden al
príncipe enamorarse con suma facilidad de todas las bellas damas que pasan. Su
ardor no conoce límites ni respetos sociales. Las mujeres casadas, las niñas
apenas púberes, las maritornes, las mismas religiosas, le seducen. Su última
aventura, la más bella de todas, comenzó en un convento. Genji, curioso, se
había acercado al muro del santo monasterio y ocultándose entre los árboles
veía lo que pasaba dentro. Muchas niñas jugaban. Entre ellas hallábase una que
todo lo más tendría diez años, una linda y noble musmé, ataviada con un vestido
blanco bordado de amarillo.
Su gracia era
divina; sus cabellos caían en espesas ondulaciones sobre los hombres y sus
hermosos ojos habíalos enrojecido el llanto. La religiosa que guardaba el
convento, volvió la vista hacia ella y le dijo: — ¿Qué tenéis? ¿Habéis
disputado con alguna compañera?...
Entretanto Genji,
que las estaba contemplando, observó que entre la niña y la religiosa existía
una gran semejanza. «Tal vez sea hija suya » — pensó. — «Imiki ha abierto la
puerta de la jaula de mi pajarito y éste se ha escapado» —respondió la niña
tristemente. «¡Ah! siempre Imiki comete travesuras de esa índole y atormenta a
esta pobre niña —exclamó una sirvienta. —Todo porque no se le reprende nunca.
¿Dónde estara el pajarito? Tal vez los cuervos lo habrán cogido ya...» — Y
diciendo esto, alejose. La cabellera de la religiosa caía libre y abundante
sobre sus hombros y su figura era risueña y agradable. En el convento la
llamaban el «ama Shonagon», y parecía tener por principal misión el cuidado
de aquella niña. —¡Vamos, vamos, consolaos y sed buena! — díjole la
religiosa. No olvidéis que mañana podemos morir, y olvidad vuestro pajarito. Ya
os he dicho que es pecado tener encerrados a los pajaritos. ¡Venid, venid a mi
lado!... La niña, con expresión de infinita pena y con los ojos llenos de
lágrimas, acercose a la religiosa. —¡Qué divina será esta criatura cuando
sea mujer! — pensaba Genji al contemplar sus lindos cabellos peinados hacia
atrás y sus ojos enrojecidos por el llanto. En efecto, la niña a quien tanto
admiraba, parecíase grandemente a una mujer que en otros tiempos habíale
entregado todo su corazón. Y la religiosa entretanto acariciaba aquella
preciosa cabeza y decía: «Hermosa cabellera tenéis, niña mía; lástima que os
apene tanto tener que peinarla. ¡Cuánto me entristece que seáis tan frívola! —A
vuestra edad, otras niñas son ya diferentes. Cuando vuestra difunta madre se
casó, tenía doce años, y tampoco era muy juiciosa. Si me perdierais ahora ¿qué
sería de vos?... La religiosa lloraba al pronunciar esas palabras. Aquel
espectáculo emocionó profundamente a Genji... Poco después la niña y el
príncipe se casaron para vivir muchos años perfectamente felices. Y así termina
el delicioso cuento azul.
Otra figura de
primer orden en la galería de mujeres de letras japonesas, es la de Sei Shonagon,
autora de un libro titulado Makura No
Soshi, lo que significa aproximadamente « notas de mi almohada ». Cuando
uno lee estas notas tan ligeras, tan risueñas, no puede menos que envidiar a los
nipones del año 1000 que, mientras los europeos se morían de miedo pensando en
el fin deI mundo, sólo pensaban en vivir, en gozar, en amar. La existencia del
palacio imperial, pintada por esta poetisa, que era al mismo tiempo dama de su
majestad, tiene encantos de leyenda.
«Un día —dice— en
el instante en que charlábamos de flores y de placeres en la terraza del
palacio, su Excelencia el Dáinagon, hermano de la Emperatriz, entró. Llevaba
una túnica color de cereza, y pantalones de púrpura obscura. Su vestido
interior era blanco y ostentaba bordado en el cuello un precioso dibujo de
tonos escarlatas. Como el Mikado estaba con la Emperatriz, se sentó en la
terraza para leer un informe sobre asunto de Estado. Las damas de honor
vestidas con telas de púrpura, de oro, de plata, de malva y de otros colores
encantadores, resaltaban admirablemente sobre la suntuosa decoración del
jardín. Después se sirvió la comida en las habitaciones imperiales. Por todas
partes oíase el ruido del ir y venir de los criados. El aspecto del cielo era
admirable. Cuando todo estuvo dispuesto, un mayordomo vino a pronunciar las
sacramentales palabras: « La cena está servida ». El Mikado penetró por la
puerta del centro seguido de su excelencia el Dáinagon; ambos fueron a colocarse
entre las flores. Entonces la Emperatriz vino a sentarse a su lado y el
Emperador la recibió haciéndola observar la belleza del espectáculo y terminó
citando estos versos:
Los
días y los meses desaparecen
Pero el
Monte Mimoro permanece siempre.
»Yo me hallaba
profundamente impresionada y desde el fondo de mi alma rogaba a los dioses
porque todo aquello continuara así durante miles de años.»
El voto de la poetisa no fue oído. Poco
después la Emperatriz murió y con ella murieron también las frivolidades
deliciosas de su corte. Las luchas civiles, las guerras de conquista, los
grandes cambios de régimen, dieron a la corte de Kioto un carácter menos suave.
Sobre las túnicas de claros matices, la mano del destino bordó vuelos obscuros
de aves nocturnas. Pero Sei Shonagon no quiso nunca, ni aun en los últimos años
de su vida, pasados en un convento, quejarse de sus amarguras. La mayor
concesión que hizo a la adversa suerte, fue la de confesar un día que en la
vida no todo es color de rosa : «Hay cosas detestables» —dijo. Y luego, como
una marquesita Luis XVI, de las que oyendo rugir al pueblo que tenía hambre le
ofrecían bombones, explica : «Sí; hay cosas detestables y helas aquí: El
visitante que os cuenta una historia interminable cuando estáis de prisa. Si se
trata de alguien con quien tenéis intimidad, podéis despedirlo prometiéndole
escucharlo otra día; pero si se trata de gente a quien no podéis tratar con esa
confianza, estáis perdidos; el exorcista que enviáis a buscar en un caso de
enfermedad repentina y os recita los encantos en tono soñoliento; los niños que
lloran y los perros que ladran cuando estáis escuchando a alguien; los
ronquidos de un hombre a quien tratáis de ocultar y se queda dormido en el
escondrijo; las gentes que viajan en un carruaje que cruje. Esas gentes son
detestables, y si somos nosotros los que vamos en el vehículo, entonces el
detestable es el propietario. Los que interrumpen vuestra conversación para
hacer gala de su inteligencia. Todos los que interrumpen, jóvenes o viejos, son
detestables. Los que cuando estáis refiriendo un suceso os interrumpen con un «
¡oh, ya lo sé!» y os dan una versión completamente diferente a la vuestra; el
estar obligado a levantarse para recibir un visitante importuno, cuando
precisamente os quedabais en la cama para no recibirlo, el estar en buenos términos
con un hombre y oírle las alabanzas de una mujer que conoció hace muchos años;
los que murmuran una oración cuando estornudan, y, por último, las pulgas
cuando se meten entre vuestros vestidos y saltan de un lado a otro.»
¡Oh deliciosa, y
tierna, y suave ironía! Leyendo estas páginas ligeras, toda la vida de la corte
en que pasó su juventud la poetisa, resucita. Se ve que lo solemne era para
fuera y que por dentro, entre las puertas erizadas de dragones, una frivolidad
invencible reinaba. Las armas de los daimios podían llenarse de sangre en los cerros
cercanos. No importaba. Las damas de la corte y de los claustros reían. Pero en
cambio ¡cuánta emoción cuando un detalle cualquiera hería la coqueta
susceptibilidad de las camareras de honor! En el Makura no Soshi, una de las páginas más vibrantes, es la que
refiere la desventurada visita de la corte al Palacio del Daichin Narimasa. La
carroza de su majestad penetró por la puerta del Este. Las damas nobles de servicio
dieron un rodeo para entrar por los jardines, con objeto de no pasar ante los
oficiales de la guardia. « Porque —dice la poetisa— estábamos todas despeinadas
y queríamos que no nos
viera nadie. Pero ¡ay, de nosotras!... Los coches cubiertos de palmas se
encontraron de pronto detenidos en su marcha, por culpa de la estrechez del
portal. Entonces colocaron el clásico camino de alfombras y nos invitaron a apearnos
a pesar de nuestro enojo y grande indignación, y no hubo otro remedio; y era
irritante ver cómo los cortesanos y los servidores, reunidos en la sala de la
guardia, nos miraban pasar. Cuando nos presentamos ante Su Majestad y le
contamos lo ocurrido, se burló de nosotras, diciéndonos: ¿Y ahora no os mira
acaso nadie? ¿Por qué os presentáis ante mí en tal estado...? Aquí —repliqué yo—
todo el mundo está acostumbrado a vernos, y llamaría la atención que nos
hubiéramos adornado más de lo regular. Y además, ¿quién podía pensar que en un
palacio como éste no pudieran entrar los coches por las puertas?... ¡Ah! Cuando
encuentre al Daichin me voy a burlar lindamente de él. » ¿No hay algo de
Versalles, algo de Trianón, algo de coquetería florida y de tierno mal humor
parisiense, en esta escena tan lejana en el tiempo y tan lejana en el espacio?
Algunos lustros más
tarde florecieron dos poetisas que tuvieron tanta fama como Sei Shonagon. La
primera, Daini no Sammi, escribió en el año 1040 una larga historia amorosa
titulada Gagoromo Monogatari. La
segunda fue una hija del noble Suguroano Takasuye. Su única obra conocida, es
una melancólica narración de viaje de Limosa a Kioto en 1046.
Ninguna de estas
dos obras ha sido traducida en lenguas europeas.
Pero no sólo
poetisas, ni contadoras de galantes aventuras produjo el Japón antiguo. El
historiador más notable de la época clásica, es una mujer. De su vida, se sabe
poco. Llamose Akazome Emon y floreció a fines del siglo XI. Su obra titulada Eiga Monogatari (Relato glorioso), es la
crónica del reinado de Kuazan y de sus predecesores. Yo no conozco sino la
última parte de esta obra y la encuentro tan bella, que siento no poder leer en
el texto los libros anteriores. Con una sencillez llena de emoción, la
historiógrafa imperial refiere las hazañas religiosas de aquel pobre Mikado que
hace pensar, con sus amores por la reina muerta y con su locura mística, en
Carlos II de España. Cuando Kuazan hubo enterrado a su augusta esposa, echose a
llorar y llorando pasó días y días. AI fin se dijo: « ¡Ay de mí!... ¡Cuán
grandes debieron ser los pecados de Kokiden!... ¡Cuán grandes sus faltas en una
existencia pasada!... ¿Por qué murió tan joven?... ¡Ah, si yo encontrara algún
medio de olvidar todo eso! » La historiadora, después de reproducir tales
lamentaciones, explica lo que pasaba en el alma del monarca: « Su augusto
corazón —dice— sentíase con frecuencia turbado por extraños pensamientos
religiosos. El primer ministro y el Tchiounagon veían con pena esas
manifestaciones que fatalmente encaminaban al monarca a un alarmante
misticismo. Gonkiou, superior del monasterio de Kuazan, era diariamente llamado
para explicarle las escrituras. Abandonar el mundo y abrazar el estado
religioso, decíase en la Corte, es cosa fácil para dicha ¿pero qué ocurriría
después? Y el monarca continuaba manoseando sus negros pensamientos. Ya no
cabía admitir duda; esa influencia del espíritu tétrico era hereditaria; su
padre Reizei-in había muerto loco. Y la conducta insólita, inconsciente, del
Mikado, era vigilada atentamente; pero en la noche del duodécimo día del sexto
mes de aquel año, el monarca desapareció repentinamente. La alarma fue grande,
y todos, sin excepción, nobles, servidores, guardias y hasta domésticos
humildes, provistos de antorchas, buscáronle por mil partes. Pero inútilmente.
El primer ministro y sus colegas, con los nobles, pasaron la noche reunidos en
asamblea; la consternación era general. EI Tchiunagon prosternado ante el altar
de los dioses protectores del Palacio, suplicábales con lágrimas en los ojos y
grandes lamentos, que descubrieran el lugar en que hallábase oculto su
magnífico señor... Algunas tropas fueron enviadas también a todos los templos
budistas; pero sin resultado alguno. Al mismo tiempo las reales esposas del
monarca lloraban atribuladas sin saber qué terrible acontecimiento había
ocurrido. Apareció el alba. Todas las pesquisas habían resultado infructuosas.
Por fin, el Tchiunagon y Satchiu-ben-Korenari decidieron ir al monasterio de
Kuazan, y allí encontráronle vestido ya de fraile. Al verlo, los dos se
prosternaron ante él lanzando exclamaciones y lamentos y gritos de inquietud.
El ejemplo cundió y los dos se hicieron religiosos.
Pocas páginas hay para mí, no sólo en la
Iiteratura japonesa sino en los anales del mundo entero, tan intensas como
ésta.
Después de la gran
historiadora, he aquí a la gran viajera literaria. Se llama Abutsu Ni y es de
estirpe imperial. De su vida no se sabe sino muy poca cosa. Como todas las
damas nobles del siglo XIII, vivió encerrada en su palacio al lado de su
esposo. Al enviudar, hizo un viaje a Kamakura, en donde vivía un hijo suyo. Su
célebre Izakoi-Nikki es el relato
poético de este viaje, en el cual, más que aventuras, hay paisajes, cielos,
puestas de sol, espectáculos de belleza.
Después de Abutsu
Ni, ninguna escritora nipona ha sido, como sus abuelas de siglos lejanos, digna
de que los hombres conserven su nombre con religioso entusiasmo. Al matar el
respeto por la mujer, la influencia china secó la más pura fuente de arte
literario japonés.