STENDHAL
¿Podemos considerar a Stendhal como un hispanista?
Si por hispanista entendemos hombre que hace profesión de estudiar a España por
modo grave, magistral y dogmático, seguramente que Stendhal no es un
hispanista. Tampoco lo sería Mérimée, aunque tiene estudios serios y graves
sobre España. Pero Stendhal es hispanista en el sentido amplio de escritor que
ama a España y —lo que es más— que cree, al igual que Víctor Hugo, llevar en
sus venas sangre española y encarnar en su espíritu el aliento español. Y habrá
muchos lectores que pregunten: ¿Cómo se podría tener una idea de Stendhal? ¿Qué
hizo este escritor y quién fue? Henri Beyle fue un escritor que vivió
obscuramente y que durante su vida no gozó de renombre ni de consideración
literaria. Escribió mucho; la causa de su infeliz suceso estriba,
principalmente, en haber escrito de cosas literarias, de imaginación, como
quien escribe de álgebra; él mismo decía que todas las mañanas repasaba, antes
de ponerse a escribir, unos cuantos artículos del Código civil para ponerse a
tono.
Si se tiene en cuenta que la época en que
Stendhal escribía era la del florecimiento romántico, se comprenderá como este
autor, que componía novelas en estilo de Código, no había de gustar a un
público que se extasiaba con la profusión verbal y los esplendores líricos de
los románticos : de un Hugo o de un Chateaubriand. Beyle lo comprendía, y,
teniendo fe en su propia obra, auguró —en 1830— que allá para 1880 sería
apreciada su labor. Comenzó, en efecto, a leerse, a estudiarse, a propagarse la
obra de Beyle por la fecha indicada; escritores de diversa índole proclamaban
la exquisitez y meollo de este peregrino autor.
Interrumpamos el proceso de la nombradía de
Beyle para hablar de su españolismo. Se nos antoja que la doctrina españolista
del agudo psicólogo no difiere, esencialmente, del españolismo de un Hugo o un Mérimée;
mas en Stendhal se halla más cabal y rigurosamente expresada. Todos parten de
la base de caballerosidad española; todos aceptan —o crean ellos— un concepto
de fiereza o de rigidez como innatos en el español. Pero hay en Stendhal un
matiz importantísimo que conviene señalar: Beyle pone en el españolismo una
nota de ingenuidad que acredita en este autor su profunda intuición
psicológica. El español es fiero, es altivo, es digno; pero, sobre todo, el
español antes que descender de su elevado concepto de la caballerosidad se
dejará engañar y saquear; mejor dicho, esta misma idea del honor que el español
tiene le hace ingenuo, confiado y sencillo frente al mundo y sus tráfagos y
engaños. Hay, en el sentir de Stendhal, un cierto desdoro, un cierto menoscabo
de la propia personalidad en descender a un plano de realidades y detalles
prosaicos. En la autobiografía del autor titulada Henry Brulard es donde Beyle explica su españolismo. Stendhal pisó
tierra española; veinticuatro horas estuvo en Barcelona (1837); de ello habla
el autor en sus Memorias de un turista.
Dos años antes, en 1835, en una carta dirigida desde Italia, al Duque de
Broglie (puede verse la Correspondencia del autor) Beyle, a la sazón cónsul,
expresa el deseo de que, por motivos de salud, se le destine a «un consulado de
España, en las orillas del Mediterráneo».
La doctrina le fue infundida a Stendhal por
una parienta suya que sobre él ejerció gran influencia. «Mi tía Isabel —
escribe el autor — tenía el alma española; su carácter era la quinta esencia
del honor; ella me comunicó esta manera de sentir, y de ahí la serie ridícula
de mis tonterías cometidas por delicadeza y vastedad de alma.» Léase bien este
texto: tonterías ridículas, porque siendo el autor, o queriendo ser, un
realista , un discípulo de filósofos, materialistas, un hombre, en fin, que
está de vuelta de todo, enterado y práctico, su españolismo le hace a cada
paso, o de cuando en cuando, encontrarse con que es ingenuo, candoroso, ante un
lance de la vida o un aspecto del mundo, y que procede como un Quijote
ambicionando ser un Sansón Carrasco. Cuando, en una conversación, uno de los
conversadores hace una observación ingenua y noble y se le replica cariñosament
: «¡ Qué tonto es este hombre!», ¿no advertimos bien claramente la diversidad
de atmósfera moral y psicológica en que uno y otro interlocutor están, en este
instante, colocados? ¿No se sonrojará un poco de su inocencia el reprendido?
Pues este sonrojo — causado por su españolismo — es el que no quería tener
Stendhal. Y, sin embargo, ¡qué enaltecedor sonrojo! Pero, por otra parte, ¡qué
peligroso el marchar por la vida con esa ingenuidad y con ese candor!
«Me falta habilidad —escribe también Stendhal—;
todos los días, por españolismo, me engañan en un franco o dos cuando hago
compras.» El españolismo tiene también para Beyle otras dos consecuencias:
«Primera, yo aparto la mirada de todo lo que es bajo. Segunda, yo simpatizo,
como cuando tenía diez años y leía a Ariosto, con todo lo que son cuentos de
amor, de bosques (las selvas y su vasto silencio), de generosidad.» ¿Queda bien
definida la característica del españolismo de Stendhal? Su españolismo es candor;
su españolismo es el mismo Don Quijote; Beyle nos cuenta que leyó extasiado en
su niñez el gran libro.
El prestigio de Henri Beyle se ha ido
consolidando. Existe —como respecto de Montaigne, de Shakespeare, de Rabelais y
de otros— una sociedad de amigos de Beyle : el Stendhal Club. Un editor, Champion, ha editado recientemente una
monumental, primorosísima, edición de las obras de este autor. Stendhal no es
lo que quieren sus exaltados panegiristas; con él ha acontecido como con el
Greco en España. Un apaciguamiento del entusiasmo ha venido a colocar a los dos
artistas en el lugar que, en estricta justicia, les corresponde. No es un
cincelador del estilo Henri Beyle; desdeña el primor de la prosa; cuesta
trabajo el leerle, y a veces estas dificultades llegan a tártagos y enojos. El
encarecimiento que hacía Taine era exagerado. Pero Stendhal será leído siempre
como profundo pintor de caracteres, monografista de pasiones, psicólogo
escueto, seco y preciso. Los españoles le debemos el que haya adivinado con
intuición maravillosa uno de los rasgos fundamentales de nuestro carácter.