jueves, 26 de noviembre de 2009

André Chénier: La joven tarentina


La jeune tarentine

Pleurez, doux alcyons, ô vous, oiseaux sacrés,
Oiseaux chers à Thétis, doux alcyons, pleurez.
Elle a vécu, Myrto, la jeune Tarentine.
Un vaisseau la portait aux bords de Camarine.
Là l'hymen, les chansons, les flûtes, lentement,
Devaient la reconduire au seuil de son amant.
Une clef vigilante a pour cette journée
Dans le cèdre enfermé sa robe d'hyménée
Et l'or dont au festin ses bras seraient parés
Et pour ses blonds cheveux les parfums préparés.
Mais, seule sur la proue, invoquant les étoiles,
Le vent impétueux qui soufflait dans les voiles
L'enveloppe. Étonnée, et loin des matelots,
Elle crie, elle tombe, elle est au sein des flots.
Elle est au sein des flots, la jeune Tarentine.
Son beau corps a roulé sous la vague marine.
Thétis, les yeux en pleurs, dans le creux d'un rocher
Aux monstres dévorants eut soin de le cacher.
Par ses ordres bientôt les belles Néréides
L'élèvent au-dessus des demeures humides,
Le portent au rivage, et dans ce monument
L'ont, au cap du Zéphir, déposé mollement.
Puis de loin à grands cris appelant leurs compagnes,
Et les Nymphes des bois, des sources, des montagnes,
Toutes frappant leur sein et traînant un long deuil,
Répétèrent : " hélas! " autour de son cercueil.
Hélas! chez ton amant tu n'es point ramenée,
Tu n'as point revêtu ta robe d'hyménée.
L'or autour de tes bras n'a point serré de noeuds.
Les doux parfums n'ont point coulé sur tes cheveux.

ANDRÉ CHÉNIER

La joven tarentina

Dulces alciones, oh pájaros sagrados, llorad,
Llorad, oh, dulces alciones, amados por Thetis,
Pues su vida ha vivido la joven tarentina.
A la playa de Camarina un barco la llevaba.
La boda, las canciones, las flautas, lentamente
Debían conducirla al umbral del amante.
La llave vigilante guardó para ese día
En el cofre de cedro tu vestido de bodas,
El oro que en la fiesta adornaría tus brazos
Y los perfumes listos para tu rubio pelo.
Pero, sola en la proa invocando los astros,
El viento impetuoso que distiende las velas
La envuelve, la sorprende, y de los marineros
Lejos, grita cayendo en medio de las olas.
En medio de la mar, la joven tarentina.
El bello cuerpo cae en las olas marinas.
Thetis en la oquedad de una roca, llorando,
A los monstruos voraces se encarga de ocultarla
Y siguiendo su orden las nereidas hermosas
La levantan encima de sus húmedas casas,
La llevan a la playa, y en ese monumento,
en el cabo del céfiro, la acuestan suavemente
Y, con voz desgarrada, llaman a sus amigas.
Y las ninfas del bosque, del monte y de las fuentes
Golpeándose los pechos y vestidas de negro
En torno de su féretro repiten su lamento.
¡Ay!, hasta tu amante ya no te llevarán.
No vestiste el vestido de tus bodas, ni el oro
En torno de tus brazos ha apretado sus nudos,
Ni han mojado los suaves perfumes tus cabellos.

Traducción de Miguel Frontán Alfonso.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Arnaud d'Andilly y Teresa de Jesús 4



ROBERT ARNAULD D´ANDILLY

Libro de la Vida CAPÍTULO IV

Dice cómo la ayudó el Señor para forzarse a sí mesma para tomar hábito, y las muchas enfermedades que Su Majestad la comenzó a dar.

En estos días que andava con estas determinaciones, havía persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile, diciéndole la vanidad del mundo; y concertamos entramos de irnos un día muy de mañana al monesterio adonde estava aquella mi amiga, que era al que yo tenía mucha afición, puesto que ya en esta postrera determinación ya yo estaba de suerte, que a cualquiera que pensara servir más a Dios u mi padre quisiera, fuera; que más miraba ya el remedio de mi alma, que del descanso ningún caso hacía de él. Acuérdaseme, a todo mi parecer y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartava por sí, que, como no havía amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra.

En tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle, la cual nadie no entendía de mí, sino grandísima voluntad. A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura. Dávanme deleite todas las cosas de la relisión, y es verdad que andava algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala, y acordándoseme que estava libre de aquello, me dava un nuevo gozo, que yo me espantava y no podía entender por dónde venía.

Cuando de esto me acuerdo, no hay cosa que delante se me pusiese, por grave que fuese, que dudase de acometerla; porque ya tengo espiriencia en muchas que, si me ayudo al principio a determinarme a hacerlo (que, siendo sólo por Dios, hasta encomenzarlo quiere —para que más merezcamos— que el alma sienta aquel espanto, y mientra mayor, si sale con ello, mayor premio y más sabroso se hace después), an en esta vida lo paga Su Majestad por unas vías que sólo quien goza de ello lo entiende.

Esto tengo por espiriencia, como he dicho, en muchas cosas harto graves; y ansí jamás aconsejaría —si fuera persona que huviera de dar parecer— que, cuando una buena inspiración acomete muchas veces, se deje por miedo de poner por obra; que si va desnudamente por sólo Dios, no hay que temer sucederá mal, que poderoso es para todo. Sea bendito por siempre, amén.

Bastara, ¡oh sumo Bien y descanso mío!, las mercedes que me havíades hecho hasta aquí, de traerme por tantos rodeos vuestra piadad y grandeza a estado tan siguro y a casa adonde havía muchas siervas de Dios, de quien yo pudiera tomar, para ir creciendo en su servicio. No sé cómo he de pasar de aquí, cuando me acuerdo la manera de mi profesión y la gran determinación y contento con que la hice y el desposorio que hice con Vos. Esto no lo puedo decir sin lágrimas, y havían de ser de sangre y quebrárseme el corazón, y no era mucho sentimiento para lo que después os ofendí. Paréceme ahora que tenía razón de no querer tan gran dinidad, pues tan mal havía de usar de ella. Mas Vos, Señor mío, quisistes ser —casi veinte años que usé mal de esta merced— ser el agraviado, porque yo fuese mijorada. No parece, Dios mío, sino que prometí no guardar cosa de lo que os havía prometido, anque entonces no era esa mi intención. Mas veo tales mis obras después, que no sé qué intención tenía, para que más se vea quién Vos sois, Esposo mío, y quién soy yo. Que es verdad, cierto, que muchas veces me tiempla el sentimiento de mis grandes culpas el contento que me da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias.

¿En quién, Señor, pueden ansí resplandecer como en mí, que tanto he escurecido con mis malas obras las grandes mercedes que me comenzastes a hacer? ¡Ay de mí, Criador mío, que si quiero dar disculpa, ninguna tengo, ni tiene nadie la culpa sino yo! Porque si os pagara algo del amor que me comenzastes a mostrar, no le pudiera yo emplear en nadie sino en Vos, y con esto se remediava todo. Pues no lo merecí ni tuve tanta ventura, válgame ahora, Señor, vuestra misericordia.

La mudanza de la vida y de los manjares me hizo daño a la salud; que, aunque el contento era mucho, no bastó. Comenzáronme a crecer los desmayos y diome un mal de corazón tan grandísimo, que ponía espanto a quien le veía, y otros muchos males juntos. Y ansí pasé el primer año con harta mala salud, aunque no me parece ofendí a Dios en él mucho. Y como era el mal tan grave que casi me privava el sentido siempre —y algunas veces del todo quedava sin él—, era grande la diligencia que traía mi padre para buscar remedio; y como no le dieron los médicos de aquí, procuró llevarme a un lugar adonde havía mucha fama de que sanaban allí otras enfermedades, y ansí dijeron harían la mía. Fue conmigo esta amiga que he dicho que tenía en casa, que era antigua. En la casa que era monja no se prometía clausura.

Estuve casi un año por allá, y los tres meses de él padeciendo tan grandísimo tormento en las curas que me hicieron tan recias, que yo no sé cómo las pude sufrir; y en fin, aunque las sufrí, no las pudo sufrir mi sujeto, como diré.

Havía de comenzarse la cura en el principio del verano, y yo fui en el principio del invierno. Todo este tiempo estuve en casa de la hermana que he dicho que estava en el aldea, esperando el mes de abril, porque estava cerca, y no andar yendo y viniendo.

Cuando iva, me dio aquel tío mío —que tengo dicho que estava en el camino—, un libro; llámase "Tercer Abecedario", que trata de enseñar oración de recogimiento; y puesto que este primer año havía leído buenos libros (que no quise más usar de otros, porque.ya entendía el daño que me havían hecho), no sabía cómo proceder en oración ni cómo recogerme, y ansí holguéme mucho con él y determinéme a seguir aquel camino con todas mis fuerzas. Y como ya el Señor me havía dado don de lágrimas y gustaba de leer, comencé a tener ratos de soledad y a confesarme a menudo y comenzar aquel camino, tiniendo a aquel libro por maestro; porque yo no hallé maestro —digo confesor— que me entendiese, aunque le busqué, en veinte años después de esto que digo, que me hizo harto daño para tornar muchas veces atrás y aun para del todo perderme, porque todavía me ayudara a salir de las ocasiones que tuve para ofender a Dios.

Comenzóme Su Majestad a hacer tantas mercedes en los principios, que al fin de este tiempo que estuve aquí (que era casi nueve meses en esta soledad, aunque no tan libre de ofender a Dios como el libro me decía, mas por esto pasaba yo; parecíame casi imposible tanta guarda; teníala de no hacer pecado mortal, y pluguiera a Dios la tuviera siempre; de los veniales hacía poco caso, y esto fue lo que me destruyó), comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba a unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro, y lo mucho que era de preciar, que creo me fuera gran bien entenderlo. Verdad es que durava tan poco esto de unión, que no sé si era Avemaría; mas quedava con unos efetos tan grandes que, con no haver en este tiempo veinte años, me parece traía el mundo debajo de los pies, y así me acuerdo que havía lástima a los que le siguían, anque fuese en cosas lícitas.

Procurava lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración: si pensava en algún paso, le representava en lo interior, anque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento ni de aprovecharme con la imaginación, que la tengo tan torpe, que an para pensar y representar en mí —como lo procuraba traer— la Humanidad del Señor, nunca acabava. Y anque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy travajoso y penoso; porque si falta la ocupación de la voluntad y el haver en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos.

A personas que tienen esta dispusición les conviene más pureza de conciencia que a las que con el entendimiento pueden obrar; porque quien va discurriendo en lo que es el mundo y en lo que deve a Dios y en lo mucho que sufrió y lo poco que le sirve y lo que da a quien le ama, saca dotrina para defenderse de los pensamientos y de las ocasiones y peligros; pero quien no se puede aprovechar de esto, tiénele mayor y conviénele ocuparse mucho en lición, pues de su parte no puede sacar ninguna. Es tan penosísima esta manera de proceder, que si el maestro que enseña aprieta en que sin lición, que ayuda mucho para recoger —a quien de esta manera procede le es necesario, anque sea poco lo que lea, sino en lugar de la oración mental que no puede tener—; digo que si sin esta ayuda le hacen estar mucho rato en la oración, que será imposible durar mucho en ella y le hará daño a la salud si porfía, porque es muy penosa cosa.

Ahora me parece que proveyó el Señor que yo no hallase quien me enseñase, porque fuera imposible —me parece—, perseverar dieciocho años que pasé este travajo, y en éstos grandes sequedades, por no poder, como digo, discurrir. En todos éstos, si no era acabando de comulgar, jamás osava comenzar a tener oración sin un libro; que tanto temía mi alma estar sin él en oración, como si con mucha gente fuera a pelear. Con este remedio, que era como una compañía u escudo en que havía de recibir los golpes de los muchos pensamientos, andaba consolada. Porque la sequedad no era lo ordinario, mas era siempre cuando me faltava libro, que era luego disbaratada el alma, y los pensamientos perdidos: con esto los comenzava a recoger y como por halago llevava el alma. Y muchas veces, en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco, otras mucho, conforme a la merced que el Señor me hacía.

Parecíame a mí, en este principio que digo, que tiniendo yo libros y cómo tener soledad, que no havría peligro que me sacase de tanto bien; y creo con el favor de Dios fuera ansí, si tuviera maestro u persona que me avisara de huir las ocasiones en los principios y me hiciera salir de ellas, si entrara, con brevedad. Y si el demonio me acometiera entonces descubiertamente, parecíame en ninguna manera tornara gravemente a pecar; mas fue tan sutil y yo tan ruin, que todas mis determinaciones me aprovecharon poco, anque muy mucho los días que serví a Dios, para poder sufrir las terribles.enfermedades que tuve, con tan gran paciencia como Su Majestad me dio.

Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran manificencia y misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro no dejar sin pagarme, an en esta vida, ningún deseo bueno. Por ruines y imperfetas que fuesen mis obras, este Señor mío las iva mijorando y perficionando y dando valor, y los males y pecados luego los ascondía; an en los ojos de quien los ha visto, permite Su Majestad se cieguen y los quita de su memoria. Dora las culpas; hace que resplandezca una virtud que el mesmo Señor pone en mí casi haciéndome fuerza para que la tenga.

Quiero tornar a lo que me han mandado. Digo que, si huviera de decir por menudo de la manera que el Señor se havía conmigo en estos principios, que fuera menester otro entendimiento que el mío para saber encarecer lo que en este caso le devo y mi gran ingratitud y maldad, pues todo esto olvidé. Sea por siempre bendito, que tanto me ha sufrido. Amén.

Portal de SANTA TERESA DE JESÚS en la Biblioteca Virtual Cervantes

Libro de la Vida — Capítulo IV (LibriVox)



Livre de la Vie. CHAPITRE IV

La Sainte prend l’habit de religieuse et sens, en même temps, un très grand changement en elle. Elle retombe dans une si grande maladie que son père est obligé de la faire sortit du monastère pour la faire traiter. Celui de ses oncles dont il a été ci-devant parlé lui donne un livre qui lui sert beaucoup pour lui apprendre à faire oraison, et elle commence à entrer dans l’oraison de quiétude et même d’union, mais sans le connaître. Besoin qu’elle eut durant plusieurs années d’avoir un livre pour se pouvoir recueillir dans l’oraison.


Lors que j’étais dans ces pensées, je persuadai à l’un de mes frères de se faire religieux, en lui représentant qu’il n’y a que vanité dans le monde, et nous nous résolûmes ensemble d’aller de grand matin au monastère où était cette amie qui m’était si chère. Mais quelque affection que j’eusse pour elle, j’étais dans une telle disposition que je serais entrée sans difficulté en quelque autre monastère que ce fût où j’aurais crû pouvoir mieux servir Dieu, et qui aurait été plus agréable à mon père, parce que n’ayant alors devant les yeux que mon salut, je ne pensais plus à chercher ma satisfaction particulière. Je crois pouvoir dire avec vérité que quand j’aurais été prête à rendre l’esprit je n’aurais pas souffert davantage que je fis au sortir de la maison de mon père. Il me semblait que tous mes os se détachaient les uns des autres, parce que mon amour pour Dieu n’étais pas assez fort pour surmonter entièrement celui que j’avais pour mon père et pour mes proches, et il était si violent que si Notre Seigneur ne m’eût assistée je n’aurais jamais pu continuer dans ma résolution ; mais il me donna la force de me surmonter moi-même, et ainsi je l’exécutai.

Dans le moment que je pris l’habit, j’éprouvai de quelle sorte Dieu favorise ceux qui se font violence pour le servir. Personne ne s’aperçut de celle qui se passait dans mon cœur, mais chacun criait, au contraire, que je faisais cette action avec grande joie. Il ne se peut rien ajouter à celle que j’eus de me voir revêtue de ce saint habit, et elle a toujours continué jusques à cette heure. Dieu changea en une très grande tendresse la sécheresse de mon âme ; je ne trouvais rien que d’agréable dans tous les exercices de la religion ; je balayais quelquefois la maison dans les heures que je donnais auparavant à mon divertissement et à ma vanité, et j’avais tant de plaisir à penser que j’étais délivrée de ces vains amusements et de cette folie que je ne pouvais assez m’en étonner, ni comprendre comment un tel changement s’était pu faire.

Ce souvenir fait encore maintenant une si forte impression sur mon esprit qu’il n’y a rien, quelque difficile qu’il fût, que je craignisse d’entreprendre pour le service de Dieu. Car je sais, par diverses expériences, que quand c’est son seul amour qui nous y engage, il ne se contente pas de nous aider à prendre de saintes résolutions mais il veut, pour augmenter notre mérite, que les difficultés nos étonnent, afin de rendre notre joie et notre récompense d’autant plus grandes que nous aurons eu plus à combattre, et il nous fait même goûter ce plaisir dès cette vie par des douceurs et des consolations qui ne sont connues que de ceux qui les éprouvent.

Je l’ai, comme je viens de le dire, expérimenté diverses fois en des occasions fort importantes. C’est pourquoi j’étais capable de donner conseil, je ne serais jamais d’avis lorsque Dieu nous inspire diverses fois de manquer à l’entreprendre par la crainte de ne la pouvoir exécuter puisque, si c’est seulement pour son amour que l’on si porte, elle ne saurait ne pas réussir par son assistance, rien ne lui étant impossible. Qu’il soit béni à jamais. Ainsi soit-il.

Ô mon souverain bien et mon souverain repos, la grâce que votre infinie bonté m’avait faite de me conduire, partant de divers détours, à un état aussi assuré qu’est celui de la vie religieuse, et dans une maison où vous aviez un si grand nombre de servantes de qui je pouvais apprendre à m’avancer dans vôtre service, ne devait-elle pas me suffire ? Comment puis-je passer outre dans la suite de ce discours lorsque je pense à la manière dont je fis profession, à l’incroyable contentement que je ressentis de me voir honorée de la qualité de votre épouse, et à la résolution dans laquelle j’étais de m’efforcer de tout mon pouvoir de vous plaire. Je ne puis parler sans verser des larmes, mais ce devraient être des larmes de sang, et mon cœur devrait se fendre de douleur lorsque je vois que quelque grands que parussent ces bons sentiments ils étaient bien faibles puisque je vous ai offensé depuis. Je trouve maintenant que j’avais raison de craindre de m’engager dans un état si relevé quand je considère le mauvais usage que j’en ai fait, mais vous avez voulu, mon Dieu, pour me rendre meilleure et me corriger, souffrir que je vous aie offensé durant vingt ans en employant aussi mal que j´ai fait une telle grâce. Il semble, mon Sauveur, vu la manière dont j’ai vécu, que j’eusse résolu de ne rien tenir de ce que je vous promettais. Ce n’était pas avec mauvaise intention, mais repassant par mon esprit de quelle force j’ai agi depuis, je ne sais quelle elle pouvait être. La seule chose dont je suis assurée c’est que cela fait bien connaître, ô Jésus-Christ mon saint époux, quel vous êtes et quelle je suis. Et je puis dire avec vérité que ma douleur de vous tant offenser est souvent modérée par la joie que je ressens de ce que la patience avec laquelle vous me souffrez fait voir la grandeur de votre miséricorde.

Car en qui, Seigneur, a-t-elle jamais plus paru qu’en moi qui me suis rendue si indigne des grâces que vous m’avez faites ? Hélas ! mon Créateur, j’avoue qu’il ne me reste point d’excuse. Je suis seule coupable de toutes les fautes que j’ai commises, et je n’avais pour les éviter qu’à répondre par mon amour pour vous à celui dont vous me donniez tant de preuves. Mais n’ayant pas alors été assez heureuse pour m’acquitter d’un devoir qui m’était si avantageux, que puis-je faire maintenant que d’avoir recours à votre bonté infinie ?

Le changement de vie et de nourriture altéra ma santé, quoique j’en fusse fort contente ; mes défaillances augmentèrent, et mes maux de cœur étaient si grands que se trouvant joints à d’autres maux on ne pouvait les voir sans étonnement. Je passai ainsi la première année, et il me semble qu’en cet état je n’offensait pas beaucoup Dieu. Le mal était si grand que je n’avais presque toujours que fort peu de connaissance, et je la perdais quelquefois entièrement. Il ne se pouvait rien ajouter aux soins que mon père prenait de moi ; et parce que les médecins de ce lieu ne réussissaient point à me traiter, il me fit transporter en un autre o`il y en avait que l’on disait être fort habiles, et que l’on espérait qui me guériraient. Comme l’on ne faisait point vœu de clôture dans le monastère d’où je sortais, la religieuse que j’ai dit m’avoir prise en grande affection et qui était déjà ancienne m’accompagna.

Je demeurai presque un an dans ce lieu où l’on me mena, et la quantité de rem`des que l’on employa durant trois mois me fit tant souffrir que je ne sais comment je pus les supporter.

Étant partie à l’entrée de l’hiver, je demeurai jusques au mois d’avril en la maison de ma sœur, parce qu’elle était proche du lieu où l’on devait commencer au printemps à me traiter.

J’avais passé en y allant chez celui de mes oncles dont j’ai parlé, et il me donna un livre qui porte pour titre « Le troisième abécédaire », lequel enseigne la manière de faire oraison de recueillement. Comme j’avais renoncé à lire de mauvais livres depuis avoir reconnu combien ils sont dangereux et qu’il y avait un an que je n’en lisais plus que de bons, je reçus celui-là avec grande joie et me résolus de faire tout ce que je pourrais pour en profiter. Car je ne savais encore comment il fallait faire oraison et me recueillir, mais Notre Seigneur m’avait favorisée du don des larmes. Cette lecture me toucha fort, je commençai à me retirer quelquefois dans la solitude, à me confesser souvent, et à marcher dans le chemin qui me montrait ce livre qui me servait de directeur. Car je n’ai point eu durant vingt ans ni de confesseur qui m’entendit, quoique j’en ai toujours cherché, ce qui m’a fait beaucoup de tort et a été cause que souvent je suis retournée en arrière, et que j’ai même couru fortune de me perdre entièrement, au lieu qu’un directeur m’aurait aidée au moins à éviter les occasions d’offenser Dieu.

Sa souveraine Majesté me fit dès lors beaucoup de grâces, et sur la fin des neuf mois que je passai dans cette solitude, quoique je ne fusse pas si soigneuse de ne pas l’offenser que ce livre m’enseignait, et que je passasse par-dessus beaucoup de choses que j’aurais dû pratiquer parce qu’il me paraissait impossible d’agir avec tant d’exactitude, je prenais garde néanmoins de ne point tomber dans quelque péché mortel. Plût à Dieu que j’eusse toujours usé d’une semblable vigilance, mais quant aux péchés véniels je n’en tenait pas grand’compte, et ce fut là mon grand mal. Marchant dans ce chemin, il plut à Notre Seigneur de me donner l’oraison de quiétude, et quelquefois cette oraison d’union, encore que je ne comprisse rien ni à l’une ni à l’autre, et que j’ignorasse le prix de cette faveur que je crois qu’il m’aurait été fort avantageux de connaître. Cette oraison d’union durait très peu, et moins, à ce que je crois, qu’un Ave Maria. Mais elle produisait un tel effet dans mon âme que, bien que je n’eusse encore vingt ans, je me trouvais dans un si grand mépris du monde qu’il me semblait que je le voyais sous mes pieds et avait compassion de ceux qui s’y trouvaient engagés, quoiqu’ils ne s’occupassent qu’à des choses permises.

Ma manière d’oraison était de tâcher, autant que je le pouvais, d’avoir toujours Notre Seigneur Jésus-Christ présent au dedans de moi, et lorsque je considérais quelqu’une des actions de sa vie je me la représentais dans le fond de mon cœur. Mais j’employais la plupart de mon temps à lire de bons livres, et c’était là tout mon plaisir, parce que Dieu ne m’a pas donné le talent de discourir avec l’entendement et de me servir de l’imagination. J’étais si grossière que quelque peine que je prisse je ne pouvais me représenter au-dedans de moi l’humanité de Jésus-Christ. Encore par cette voie de ne pouvoir agir par l’entendement, on arrive plutôt à la contemplation pourvu que l’on persévère ; elle est extrêmement pénible à cause que la volonté n’ayant point de quoi s’occuper, ni l’amour d’objet présent qui l’arrête, l’âme demeure comme sans appui et sans exercice dans une sécheresse et une solitude difficile à supporter. D’où il arrive qu’elle se trouve combattue par les diverses pensées qui lui viennent.

Ceux qui sont dans cette disposition ont besoin d’une plus grande pureté de cœur que ceux qui peuvent agir par l’entendement, à cause que ces derniers se représentant le néant du monde, ce que nous devons à Jésus-Christ, ce qu’il a souffert pour nous, le peu de service que nous lui rendons, et les grâces qu’il fait à ceux qu’il aime, en tirent des instructions pour se défendre des mauvaises pensées, et fuir les occasions qui pourraient les faire tomber dans le péché. Ainsi comme ceux qui sont privés de cet avantage sont en plus grand péril, ils doivent beaucoup s’occuper à de saintes lectures pour en tirer le secours qu’ils ne peuvent trouver dans eux-mêmes. Cette manière de prier sans que l’entendement agisse est si pénible, et la lecture quelque brève qu’elle soit est si nécessaire pour se recueillir et suppléer à l’oraison mentale, que si le directeur ordonne sans cette aide de demeurer longtemps en oraison, il sera impossible de lui obéir, et la santé des personnes qu’il conduira de la sorte se trouvera altérée par une aussi grande peine que sera celle qu’elles souffriront.

J’ai maintenant, ce me semble, sujet de croire que ç’a été par une conduite particulière de Dieu que durant dix-huit ans je demeurai dans de si grandes sécheresses manque de savoir méditer ; je ne trouvai personne qui m’enseignât cette manière d’oraison, parce qu’il m’aurait impossible, à mon avis, de la pratiquer. Ainsi excepté, lorsque je venais de communier je n’osais jamais m’engager à prier que je n’eusse un livre, et je n’appréhendais pas moins de demeurer en oraison sans cette assistance, qu’un homme craindrait de s’engager à combattre seul contre plusieurs. Ce livre m’était comme un second ou un bouclier pour me défendre de la distraction que tant de diverses pensées pouvaient me donner, et il m’assurait et me consolait parce qu’il faisait que ces sécheresses ne m’arrivaient guère, au lieu que je ne manquais jamais d’y tomber quand je n’avais point de livre, et mon âme s’égarait dans ses pensées. Mais je n’avais pas plutôt pris un livre qu’elle se recueillait, et mon esprit comme attiré doucement par ce moyen devenait calme et tranquille. Quelquefois même il me suffisait d’ouvrir le livre sans avoir besoin de parler outre ; d’autres fois, je lisais un peu ; et d’autres fois je lisais beaucoup, selon la grâce que Notre Seigneur me faisait.

Il me paraissait alors qu’avec des livres et de la solitude je n’avais rien à appréhender ; et je ne crois qu’étant assistée de Dieu cela se serait trouvé véritable si un directeur ou quelque autre personne m’eût avertie de fuir les occasions, et m’eût aidée à ne point différer d’en sortit lorsque j’y serais tombée. Que si le démon m’eût en ce temps-là attaquée ouvertement, il me semble que je ne me serais jamais laissée aller à commettre encore de grands péchés ; mais il était si artificieux, et moi si mauvaise, que je profitais peu de mes bonnes résolutions, quoiqu’elles me servissent beaucoup pour pouvoir souffrir avec autant de patience qu’il a plût à Notre Seigneur de m’en donner en d’aussi grands maux que furent ceux que j’endurai dans ces terribles maladies.

J’ai sur cela pensé cent fois avec étonnement quelle est l’infinie bonté de Dieu, et je ne saurais, sans en ressentir beaucoup de joie, considérer la grandeur de ses miséricordes. Qu’il soit béni à jamais de m’avoir fait voir si clairement que je n’ai point eu de bon dessein dont il ne m’ait récompensée même dès cette vie. Quelque imparfaites et mauvaises que fussent mes œuvres mon divin Sauveur les perfectionnait et les rendait bonnes ; il cachait mes défauts et mes péchés ; obscurcissait les yeux de ceux qui les voyaient pour les empêcher de les apercevoir, et s’il arrivait qu’ils les remarquassent il les effaçait de leur mémoire. Ainsi je puis dire qu’il couvre mes fautes pour les rendre imperceptibles, et qu’il fait éclater la vertu qu’il met en moi comme malgré moi.

Mais il faut revenir à mon sujet pour obéir à ce que l’on m’a commandé, sur quoi je me contenterais de dire que si je m’engageais à rapporter particulièrement la conduite que Dieu a tenu envers moi dans ces commencements, j’aurais besoin de beaucoup plus d’esprit que je n’en ai pour pouvoir faire connaître les infinies obligations dont je lui suis redevable, et quelle a été mon extrême ingratitude qui me les a fait oublier. Qu’il soit à jamais béni de l’avoir soufferte. Ainsi soit-il.


martes, 17 de noviembre de 2009

Javier Cubero Egea: Tres poemas


VI

No has mirado,
no has querido
mirar, lo sabe el miedo
como la sangre sabe
su camino,
o como el asesino
su lugar
entre sombras de luz
a pleno día.


VII

Sabe el miedo
como sabías tú del
permanente temor en
la mirada,
indefensión ante el color oscuro
de las aguas,
el espacio
profundamente
negro.


VIII

Y la memoria sabe,
por su muñón lascivo,
de todas las ausencias
que se esconden,
también de las presencias
que se niegan,
y ha de cantar
el gallo
hasta tres veces.


JAVIER CUBERO EGEA
El corazón del limo


VI

Tu n’as pas regardé,
n’as pas voulu
regarder, la peur le sait
comme le sang connaît
son chemin,
ou comme l’assassin,
sa place,
parmi d’ombres de lumière
en plein jour.


VII

La peur le sait
comme tu connaissait la
crainte permanente dans
le regard,
sans défense devant l’obscure couleur
des eaux,
l’espace
profondément
noir.


VIII

Et la mémoire sait,
par son moignon lascif,
toutes les absences
qui se cachent,
mais aussi les présences
qui se refusent,
et chantera
le coq
par trois fois.


Versión en francés de Miguel Frontán Alfonso.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Remy de Gourmont: El secreto de Don Juan




LE SECRET DE DON JUAN




...Et simulacra modis pallentia miris.

(Georg., I, 477)


I


D'âme nulle et de chair avide, Don Juan, dès l'adolescence, se prépara à l'accomplissement de sa vocation et de son rôle légendaire. La prescience des habiles lui révéla ce qu'il devait être, et il entra dans la carrière armé et orné de cette devise :


« Pour plaire, il faut prendre ce qui plaît à celles qui plaisent. »


A une défaillante blonde, il prit le geste de comprimer d'une main adroite le douloureux battement d'un cœur absent ;


A une autre, il prit un ironique clignement des paupières qui donnait l'illusion de l'impertinence et qui n'était que la souffrance d'un œil faible devant la lumière ;


A une autre, il prit le geste du petit doigt levé et regardé avec soin comme une trouvaille rare ;


A une autre, il prit le joli frappement d'un pied subtilement impatient ;


A une autre, languide et pure, il prit le sourire où, comme dans un miroir magique, on voit, avant les contentements d'après le jeu, et après le jeu, la réviviscence des joies du désir ;


A une autre, non moins pure, mais vive et sans langueurs, toujours agitée de mouvements pareils à ceux d'une chatte aux heures d'orage, il prit encore un sourire, le sourire où il y a des baisers si puissants qu'ils déconcertent le cœur des vierges ;


A une autre, il prit le soupir, le long soupir brisé qui est le timide frère du sanglot, le soupir impressionnant et qui annonce la tempête comme un vol précipité d'oiseau ;


A une autre, il prit la lente et inquiétante démarche de celles qui sont aimées de trop d'amour ;


A une autre, il prit l'amoureuse façon de dire à mi voix des riens et de susurrer : « Il pleut », comme s'il pleuvait des anges.


Il prit des regards, tous les regards, les doux, les impérieux, les dociles, les étonnés, les compatissants, les envieux, les fins, les fiers, les dévorants, les foudroyants et beaucoup d'autres, parmi lesquels le chapelet, compté grain à grain, des regards fascinateurs. Mais le plus beau regard que prit Don Juan, rubis entre les coraux, saphir entre les turquoises, ce fut le regard de bête traquée que lui légua, mourante d'amour et de désespoir, une fille qu'il avait violée. Ce regard était si touchant que nul n'y résistait, pas même la plus farouche, et que les vœux éternels fondaient à sa lueur comme un péché sous un rayon de grâce.


II


Don Juan fit encore une plus admirable conquête, celle d'une âme, — une âme ingénue et fière, tendre et hautaine, d'une séductrice douceur et d'une séductrice violence, et une âme qui ne se connaissait pas, une âme pleine d'instinctifs désirs, une âme délicieusement naïve.


Il s'était approché, paré de toutes ses séductions, le geste douloureux atténué par un peu d'ironie dans l'œil et un peu de joie sur les lèvres ; sa démarche lente de créature trop aimée se corrigeait par un fier redressement de tête, et le premier long soupir brisé qui sortit de sa poitrine fut accompagné d'un frappement de pied subtilement impatient, — comme pour dire : « Vous m'avez blessé le cœur ; je ne puis m'empêcher de vous aimer, mais j'en éprouve de la colère. » Ensuite, il fit le regard de la bête traquée ; ensuite, il joua à regarder son petit doigt.


Après quelque silence, il susurra amoureusement : « Il fait beau, ce soir », — et tout de suite la jeune femme répondit : "C'est mon âme que vous me demandez, Don Juan ! Eh bien ! prenez-la, je vous la donne.»


Don Juan accepta l'âme délicieusement naïve et si féminine que la soudaine amoureuse lui offrait avec sa peau, ses cheveux, ses dents, toutes ses beautés et le parfum de tous ses arcanes, — et, ayant joui de la soudaine amoureuse, il s'éloigna.


De l'âme, il se fit un candide et invincible manteau où il se drapait, ainsi qu'en des plis de velours blanc, — et, orné d'une telle âme, plus triomphant qu'un tueur de Mores, plus adoré qu'un pèlerin de Saint-Jacques ou qu'un revenant de Palestine, il poussa ses conquêtes jusqu'au nombre de mille et trois.


Toutes ! toutes celles qui peuvent donner un plaisir nouveau, une nuance nouvelle de joie, toutes se laissaient prendre par celui qui avait pris à leurs sœurs tout ce qui plaît. Elles venaient au-devant de lui, et, lui baisant les mains, faisaient leur soumission, amoureuse peuplade vaincue déjà par l'approche du vainqueur.


Bientôt, elles se battirent à qui serait la première soumise et la plus soumise, et, ivres d'esclavage, elles mouraient d'amour avant d'avoir aimé.


Par les villes et dans les châteaux, et jusque parmi les bergères, on n'entendait plus que ce cri des enamourées : « O ma chère ! ô ma chair ! Il est irrésistible ! »


III


Cependant, Don Juan se fanait. La sève épanouie en luxuriantes forces retomba en pluie de feuilles sèches et, toujours aussi grand, l'arbre n'était plus qu'une ombre.


Des tardives fleurs, Don Juan donna le dernier grain de pollen ; tant qu'il eut dans le sang une goutte de semence, il aima, — puis, ne pouvant plus aimer, il se coucha et attendit celle qui devait venir, la seule qu'il n'eût pas encore captée.


Et quand elle arriva, Don Juan, pour la capter, lui offrit tout ce qui plaît, tout ce qu'il avait pris à celles qui plaisent.


— Je te donne la séduction, dit Don Juan, à toi, la laide, mes gestes, mes regards, mes sourires, mes voix diverses, tout et même mon manteau, qui est une âme : prends et va-t'en ! Je veux revivre ma vie par le souvenir, car je sais maintenant que la véritable vie, c'est le souvenir.


— Revis ta vie, dit la Mort. Je reviendrai.


La Mort disparut et les Simulacres se levèrent du milieu de l'ombre.


C'étaient de jeunes et belles femmes toutes nues et toutes muettes, inquiètes comme des êtres à qui il manque quelque chose. Elles se tenaient en spirale autour de Don Juan, et pendant que la première lui mettait la main sur la poitrine, la dernière était si loin dans les espaces qu'elle se confondait avec les étoiles.


Celle qui lui mettait la main sur la poitrine lui arracha le geste de comprimer l'émotion d'un cœur absent ;


Une autre lui reprit l'ironique cillement de ses blanches paupières ;


Une autre lui reprit la grâce de contempler l'ongle de son petit doigt ;


Une autre lui reprit l'impatience de ses pieds ;


Une autre lui reprit le complexe sourire qui donne la satisfaction avant et le désir après ;


Une autre lui reprit le sourire où, comme dans une alcôve, s'étendent des pâmoisons ;


Une autre lui reprit son soupir d'oiseau peureux ;


Et il fut encore dépouillé de sa lente démarche d'être qu'on aime trop ; et de sa façon amoureuse de dire : « Il pleut », comme s'il pleuvait des anges ; et du chapelet, compté grain à grain, de ses regards : les impérieux comme les étonnés, les dociles et les fascinateurs lui furent repris ; — et la douce violée vint à son tour lui reprendre son regard de bête traquée par l'amour et par le désespoir.


Une autre, enfin, lui reprit son âme, l'âme délicieusement naïve dont il s'était fait un manteau de velours blanc, — et il ne resta de Don Juan qu'un fantôme inane, qu'un riche sans argent, qu'un voleur sans bras, une morne larve humaine réduite à la vérité, disant son secret !


REMY DE GOURMONT



EL SECRETO DE DON JUAN


...Et simulacra modis pallentia miris.

(Georg., I, 477)


La traducción corregida de este admirable cuento de Gourmont puede leerse aquí

domingo, 15 de noviembre de 2009

Chesterton y Alfonso Reyes 4


The Man Who Was Thursday

CHAPTER I: THE TWO POETS OF SAFFRON PARK

THE suburb of Saffron Park lay on the sunset side of London, as red and ragged as a cloud of sunset. It was built of a bright brick throughout; its sky-line was fantastic, and even its ground plan was wild. It had been the outburst of a speculative builder, faintly tinged with art, who called its architecture sometimes Elizabethan and sometimes Queen Anne, apparently under the impression that the two sovereigns were identical. It was described with some justice as an artistic colony, though it never in any definable way produced any art. But although its pretensions to be an intellectual centre were a little vague, its pretensions to be a pleasant place were quite indisputable. The stranger who looked for the first time at the quaint red houses could only think how very oddly shaped the people must be who could fit in to them. Nor when he met the people was he disappointed in this respect. The place was not only pleasant, but perfect, if once he could regard it not as a deception but rather as a dream. Even if the people were not "artists," the whole was nevertheless artistic. That young man with the long, auburn hair and the impudent face -- that young man was not really a poet; but surely he was a poem. That old gentleman with the wild, white beard and the wild, white hat -- that venerable humbug was not really a philosopher; but at least he was the cause of philosophy in others. That scientific gentleman with the bald, egg-like head and the bare, bird-like neck had no real right to the airs of science that he assumed. He had not discovered anything new in biology; but what biological creature could he have discovered more singular than himself? Thus, and thus only, the whole place had properly to be regarded; it had to be considered not so much as a workshop for artists, but as a frail but finished work of art. A man who stepped into its social atmosphere felt as if he had stepped into a written comedy.

More especially this attractive unreality fell upon it about nightfall, when the extravagant roofs were dark against the afterglow and the whole insane village seemed as separate as a drifting cloud. This again was more strongly true of the many nights of local festivity, when the little gardens were often illuminated, and the big Chinese lanterns glowed in the dwarfish trees like some fierce and monstrous fruit. And this was strongest of all on one particular evening, still vaguely remembered in the locality, of which the auburn-haired poet was the hero. It was not by any means the only evening of which he was the hero. On many nights those passing by his little back garden might hear his high, didactic voice laying down the law to men and particularly to women. The attitude of women in such cases was indeed one of the paradoxes of the place. Most of the women were of the kind vaguely called emancipated, and professed some protest against male supremacy. Yet these new women would always pay to a man the extravagant compliment which no ordinary woman ever pays to him, that of listening while he is talking. And Mr. Lucian Gregory, the red-haired poet, was really (in some sense) a man worth listening to, even if one only laughed at the end of it. He put the old cant of the lawlessness of art and the art of lawlessness with a certain impudent freshness which gave at least a momentary pleasure. He was helped in some degree by the arresting oddity of his appearance, which he worked, as the phrase goes, for all it was worth. His dark red hair parted in the middle was literally like a woman's, and curved into the slow curls of a virgin in a pre-Raphaelite picture. From within this almost saintly oval, however, his face projected suddenly broad and brutal, the chin carried forward with a look of cockney contempt. This combination at once tickled and terrified the nerves of a neurotic population. He seemed like a walking blasphemy, a blend of the angel and the ape.

This particular evening, if it is remembered for nothing else, will be remembered in that place for its strange sunset. It looked like the end of the world. All the heaven seemed covered with a quite vivid and palpable plumage; you could only say that the sky was full of feathers, and of feathers that almost brushed the face. Across the great part of the dome they were grey, with the strangest tints of violet and mauve and an unnatural pink or pale green; but towards the west the whole grew past description, transparent and passionate, and the last red-hot plumes of it covered up the sun like something too good to be seen. The whole was so close about the earth, as to express nothing but a violent secrecy. The very empyrean seemed to be a secret. It expressed that splendid smallness which is the soul of local patriotism. The very sky seemed small.

I say that there are some inhabitants who may remember the evening if only by that oppressive sky. There are others who may remember it because it marked the first appearance in the place of the second poet of Saffron Park. For a long time the red-haired revolutionary had reigned without a rival; it was upon the night of the sunset that his solitude suddenly ended. The new poet, who introduced himself by the name of Gabriel Syme was a very mild-looking mortal, with a fair, pointed beard and faint, yellow hair. But an impression grew that he was less meek than he looked. He signalised his entrance by differing with the established poet, Gregory, upon the whole nature of poetry. He said that he (Syme) was poet of law, a poet of order; nay, he said he was a poet of respectability. So all the Saffron Parkers looked at him as if he had that moment fallen out of that impossible sky.

In fact, Mr. Lucian Gregory, the anarchic poet, connected the two events.

"It may well be," he said, in his sudden lyrical manner, "it may well be on such a night of clouds and cruel colours that there is brought forth upon the earth such a portent as a respectable poet. You say you are a poet of law; I say you are a contradiction in terms. I only wonder there were not comets and earthquakes on the night you appeared in this garden."

The man with the meek blue eyes and the pale, pointed beard endured these thunders with a certain submissive solemnity. The third party of the group, Gregory's sister Rosamond, who had her brother's braids of red hair, but a kindlier face underneath them, laughed with such mixture of admiration and disapproval as she gave commonly to the family oracle.

Gregory resumed in high oratorical good-humour.

"An artist is identical with an anarchist," he cried. "You might transpose the words anywhere. An anarchist is an artist. The man who throws a bomb is an artist, because he prefers a great moment to everything. He sees how much more valuable is one burst of blazing light, one peal of perfect thunder, than the mere common bodies of a few shapeless policemen. An artist disregards all governments, abolishes all conventions. The poet delights in disorder only. If it were not so, the most poetical thing in the world would be the Underground Railway."

"So it is," said Mr. Syme.

"Nonsense! " said Gregory, who was very rational when anyone else attempted paradox. "Why do all the clerks and navvies in the railway trains look so sad and tired, so very sad and tired? I will tell you. It is because they know that the train is going right. It is because they know that whatever place they have taken a ticket for, that place they will reach. It is because after they have passed Sloane Square they know that the next station must be Victoria, and nothing but Victoria. Oh, their wild rapture! oh, their eyes like stars and their souls again in Eden, if the next station were unaccountably Baker Street!"

"It is you who are unpoetical," replied the poet Syme. "If what you say of clerks is true, they can only be as prosaic as your poetry. The rare, strange thing is to hit the mark; the gross, obvious thing is to miss it. We feel it is epical when man with one wild arrow strikes a distant bird. Is it not also epical when man with one wild engine strikes a distant station? Chaos is dull; because in chaos the train might indeed go anywhere, to Baker Street, or to Bagdad. But man is a magician, and his whole magic is in this, that he does say Victoria, and lo! it is Victoria. No, take your books of mere poetry and prose; let me read a time table, with tears of pride. Take your Byron, who commemorates the defeats of man; give me Bradshaw, who commemorates his victories. Give me Bradshaw, I say!"

"Must you go?" inquired Gregory sarcastically.

"I tell you," went on Syme with passion, "that every time a train comes in I feel that it has broken past batteries of besiegers, and that man has won a battle against chaos. You say contemptuously that when one has left Sloane Square one must come to Victoria. I say that one might do a thousand things instead, and that whenever I really come there I have the sense of hair-breadth escape. And when I hear the guard shout out the word 'Victoria', it is not an unmeaning word. It is to me the cry of a herald announcing conquest. It is to me indeed 'Victoria'; it is the victory of Adam."

Gregory wagged his heavy, red head with a slow and sad smile.

"And even then," he said, "we poets always ask the question, 'And what is Victoria now that you have got there ?' You think Victoria is like the New Jerusalem. We know that the New Jerusalem will only be like Victoria. Yes, the poet will be discontented even in the streets of heaven. The poet is always in revolt."

"There again," said Syme irritably, "what is there poetical about being in revolt ? You might as well say that it is poetical to be sea-sick. Being sick is a revolt. Both being sick and being rebellious may be the wholesome thing on certain desperate occasions; but I'm hanged if I can see why they are poetical. Revolt in the abstract is -- revolting. It's mere vomiting."

The girl winced for a flash at the unpleasant word, but Syme was too hot to heed her.

"It is things going right," he cried, "that is poetical I Our digestions, for instance, going sacredly and silently right, that is the foundation of all poetry. Yes, the most poetical thing, more poetical than the flowers, more poetical than the stars -- the most poetical thing in the world is not being sick."

"Really," said Gregory superciliously, "the examples you choose -- "

"I beg your pardon," said Syme grimly, "I forgot we had abolished all conventions."

For the first time a red patch appeared on Gregory's forehead.

"You don't expect me," he said, "to revolutionise society on this lawn ?"

Syme looked straight into his eyes and smiled sweetly.

"No, I don't," he said; "but I suppose that if you were serious about your anarchism, that is exactly what you would do."

Gregory's big bull's eyes blinked suddenly like those of an angry lion, and one could almost fancy that his red mane rose.

"Don't you think, then," he said in a dangerous voice, "that I am serious about my anarchism?"

"I beg your pardon ?" said Syme.

"Am I not serious about my anarchism ?" cried Gregory, with knotted fists.

"My dear fellow!" said Syme, and strolled away.

With surprise, but with a curious pleasure, he found Rosamond Gregory still in his company.

"Mr. Syme," she said, "do the people who talk like you and my brother often mean what they say ? Do you mean what you say now ?"

Syme smiled.

"Do you ?" he asked.

"What do you mean ?" asked the girl, with grave eyes.

"My dear Miss Gregory," said Syme gently, "there are many kinds of sincerity and insincerity. When you say 'thank you' for the salt, do you mean what you say ? No. When you say 'the world is round,' do you mean what you say ? No. It is true, but you don't mean it. Now, sometimes a man like your brother really finds a thing he does mean. It may be only a half-truth, quarter-truth, tenth-truth; but then he says more than he means -- from sheer force of meaning it."

She was looking at him from under level brows; her face was grave and open, and there had fallen upon it the shadow of that unreasoning responsibility which is at the bottom of the most frivolous woman, the maternal watch which is as old as the world.

"Is he really an anarchist, then?" she asked.

"Only in that sense I speak of," replied Syme; "or if you prefer it, in that nonsense."

She drew her broad brows together and said abruptly --

"He wouldn't really use -- bombs or that sort of thing?"

Syme broke into a great laugh, that seemed too large for his slight and somewhat dandified figure.

"Good Lord, no!" he said, "that has to be done anonymously."

And at that the corners of her own mouth broke into a smile, and she thought with a simultaneous pleasure of Gregory's absurdity and of his safety.

Syme strolled with her to a seat in the corner of the garden, and continued to pour out his opinions. For he was a sincere man, and in spite of his superficial airs and graces, at root a humble one. And it is always the humble man who talks too much; the proud man watches himself too closely. He defended respectability with violence and exaggeration. He grew passionate in his praise of tidiness and propriety. All the time there was a smell of lilac all round him. Once he heard very faintly in some distant street a barrel-organ begin to play, and it seemed to him that his heroic words were moving to a tiny tune from under or beyond the world.

He stared and talked at the girl's red hair and amused face for what seemed to be a few minutes; and then, feeling that the groups in such a place should mix, rose to his feet. To his astonishment, he discovered the whole garden empty. Everyone had gone long ago, and he went himself with a rather hurried apology. He left with a sense of champagne in his head, which he could not afterwards explain. In the wild events which were to follow this girl had no part at all; he never saw her again until all his tale was over. And yet, in some indescribable way, she kept recurring like a motive in music through all his mad adventures afterwards, and the glory of her strange hair ran like a red thread through those dark and ill-drawn tapestries of the night. For what followed was so improbable, that it might well have been a dream.

When Syme went out into the starlit street, he found it for the moment empty. Then he realised (in some odd way) that the silence was rather a living silence than a dead one. Directly outside the door stood a street lamp, whose gleam gilded the leaves of the tree that bent out over the fence behind him. About a foot from the lamp-post stood a figure almost as rigid and motionless as the lamp-post itself. The tall hat and long frock coat were black; the face, in an abrupt shadow, was almost as dark. Only a fringe of fiery hair against the light, and also something aggressive in the attitude, proclaimed that it was the poet Gregory. He had something of the look of a masked bravo waiting sword in hand for his foe.

He made a sort of doubtful salute, which Syme somewhat more formally returned.

"I was waiting for you," said Gregory. "Might I have a moment's conversation?"

"Certainly. About what?" asked Syme in a sort of weak wonder.

Gregory struck out with his stick at the lamp-post, and then at the tree. "About this and this," he cried; "about order and anarchy. There is your precious order, that lean, iron lamp, ugly and barren; and there is anarchy, rich, living, reproducing itself -- there is anarchy, splendid in green and gold."

"All the same," replied Syme patiently, "just at present you only see the tree by the light of the lamp. I wonder when you would ever see the lamp by the light of the tree." Then after a pause he said, "But may I ask if you have been standing out here in the dark only to resume our little argument?"

"No," cried out Gregory, in a voice that rang down the street, "I did not stand here to resume our argument, but to end it for ever."

The silence fell again, and Syme, though he understood nothing, listened instinctively for something serious. Gregory began in a smooth voice and with a rather bewildering smile.

"Mr. Syme," he said, "this evening you succeeded in doing something rather remarkable. You did something to me that no man born of woman has ever succeeded in doing before."

"Indeed!"

"Now I remember," resumed Gregory reflectively, "one other person succeeded in doing it. The captain of a penny steamer (if I remember correctly) at Southend. You have irritated me."

"I am very sorry," replied Syme with gravity.

"I am afraid my fury and your insult are too shocking to be wiped out even with an apology," said Gregory very calmly. "No duel could wipe it out. If I struck you dead I could not wipe it out. There is only one way by which that insult can be erased, and that way I choose. I am going, at the possible sacrifice of my life and honour, to prove to you that you were wrong in what you said."

"In what I said?"

"You said I was not serious about being an anarchist."

"There are degrees of seriousness," replied Syme. "I have never doubted that you were perfectly sincere in this sense, that you thought what you said well worth saying, that you thought a paradox might wake men up to a neglected truth."

Gregory stared at him steadily and painfully.

"And in no other sense," he asked, "you think me serious? You think me a flaneur who lets fall occasional truths. You do not think that in a deeper, a more deadly sense, I am serious."

Syme struck his stick violently on the stones of the road.

"Serious! " he cried. "Good Lord! is this street serious? Are these damned Chinese lanterns serious? Is the whole caboodle serious? One comes here and talks a pack of bosh, and perhaps some sense as well, but I should think very little of a man who didn't keep something in the background of his life that was more serious than all this talking -- something more serious, whether it was religion or only drink."

"Very well," said Gregory, his face darkening, "you shall see something more serious than either drink or religion."

Syme stood waiting with his usual air of mildness until Gregory again opened his lips.

"You spoke just now of having a religion. Is it really true that you have one?"

"Oh," said Syme with a beaming smile, "we are all Catholics now."

"Then may I ask you to swear by whatever gods or saints your religion involves that you will not reveal what I am now going to tell you to any son of Adam, and especially not to the police? Will you swear that! If you will take upon yourself this awful abnegations if you will consent to burden your soul with a vow that you should never make and a knowledge you should never dream about, I will promise you in return -- "

"You will promise me in return?" inquired Syme, as the other paused.

"I will promise you a very entertaining evening." Syme suddenly took off his hat.

"Your offer," he said, "is far too idiotic to be declined. You say that a poet is always an anarchist. I disagree; but I hope at least that he is always a sportsman. Permit me, here and now, to swear as a Christian, and promise as a good comrade and a fellow-artist, that I will not report anything of this, whatever it is, to the police. And now, in the name of Colney Hatch, what is it?"

"I think," said Gregory, with placid irrelevancy, "that we will call a cab."

He gave two long whistles, and a hansom came rattling down the road. The two got into it in silence. Gregory gave through the trap the address of an obscure public-house on the Chiswick bank of the river. The cab whisked itself away again, and in it these two fantastics quitted their fantastic town.

GILBERT KEITH CHESTERTON


El hombre que fue jueves

CAPITULO I: LOS DOS POETAS DE SAFRON PARK

El barrio de Saffron Park —Parque de Azafrán— se extendía al poniente de Londres, rojo y desgarrado como una nube del crepúsculo. Todo él era de un ladrillo brillante; se destacaba sobre el cielo fantásticamente, y aun su pavimento resultaba de lo más caprichoso: obra de un constructor especulativo y algo artista, que daba a aquella arquitectura unas veces el nombre de "estilo Isabel" y otras el de "estilo reina Ana", acaso por figurarse que ambas reinas eran una misma. No sin razón se hablaba de este barrio como de una colonia artística, aunque no se sabe qué tendría precisamente de artístico. Pero si sus pretensiones de centro intelectual parecían algo infundadas, sus pretensiones de lugar agradable eran justificadísimas. El extranjero que contemplaba por vez primera aquel curioso montón de casas, no podía menos de preguntarse qué clase de gente vivía allí. Y si tenía la suerte de encontrarse con uno de los vecinos del barrio, su curiosidad no quedaba defraudada. El sitio no sólo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sueño, y no como una superchería. Y si sus moradores no eran "artistas", no por eso dejaba de ser artístico el conjunto. Aquel joven —los cabellos largos y castaños, la cara insolente— si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlatán de la barba blanca y enmarañada, del sombrero blanco y desgarbado, no sería un filósofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosofía. Aquel científico sujeto —calva de cascarón de huevo, y el pescuezo muy flaco y largo— claro es que no tenía derecho a los muchos humos que gastaba: no había logrado, por ejemplo, ningún descubrimiento biológico; pero ¿qué hallazgo biológico más singular que el de su interesante persona? Así y sólo así había que considerar aquel barrio: no taller de artistas, sino obra de arte, y obra delicada y perfecta. Entrar en aquel ambiente era como entrar en una comedia. Y sobre todo, al anochecer; cuando, acrecentado el encanto ideal, los techos extravagantes resaltaban sobre el crepúsculo, y el barrio quimérico aparecía aislado como un nube flotante. Y todavía más en las frecuentes fiestas nocturnas del lugar —iluminados los jardines, y encendidos los farolillos venecianos, que colgaban, como frutos monstruosos, en las ramas de aquellas miniaturas de árboles. Pero nunca como cierta noche —lo recuerda todavía uno que otro vecino— en que el poeta de los cabellos castaños fue el héroe de la fiesta. Y no porque fuera aquélla la única fiesta en que nuestro poeta hacía de héroe. ¡Cuántas noches, al pasar junto a su jardincillo, se dejaba oír su voz, aguda y didáctica, dictando la ley de la vida a los hombres y singularmente a las mujeres! Por cierto, la actitud que entonces asumían las mujeres era una de las paradojas del barrio. La mayoría formaban en las filas de las "emancipadas", y hacían profesión de protestar contra el predominio del macho. Con todo, estas mujeres a la moderna pagaban a un hombre el tributo que ninguna mujer común y corriente está dispuesta a pagarle nunca: el de oírle hablar con la mayor atención. La verdad es que valía la pena de oír hablar a Mr. Lucian Gregory —el poeta de los cabellos rojos— aun cuando sólo fuera para reírse de él. Disertaba el hombre sobre la patraña de la anarquía del arte y el arte de la anarquía, con tan impúdica jovialidad que — no siendo para mucho tiempo— tenía su encanto. Ayudábale, en cierto modo, la extravagancia de su aspecto, de que él sacaba el mayor partido para subrayar sus palabras con el ademán y el gesto. Sus cabellos rojo-oscuros —la raya en medio—, eran como de mujer, y se rizaban suavemente cual en una virgen pre-rafaelista. Pero en aquel óvalo casi santo del rostro, su fisonomía era tosca y brutal, y la barba se adelantaba en un gesto desdeñoso de "cockney", de plebe londinense; combinación atractiva y temerosa a la vez para un auditorio neurasténico; preciosa blasfemia en dos pies, donde parecían fundirse el ángel y el mono. Si por algo hay que recordar aquella velada memorable, es por el extraño crepúsculo que la precedió. ¡El fin del mundo! Todo el cielo se reviste de un plumaje vivo y casi palpable: dijerais que está el cielo lleno de plumas, y que éstas bajan hasta cosquillearos la cara. En lo alto del domo celeste parecen grises, con tintes raros de violeta y de malva, o inverosímiles toques de rosa y verde pálido; pero hacia la parte del Oeste ¿cómo decir el gris transparente y apasionado, y los últimos plumones de llamas donde el sol se esconde como demasiado hermoso para dejarse contemplar? ¡Y el cielo tan cerca de la tierra cual en una confidencia atormentadora! ¡Y el cielo mismo hecho un secreto! Expresión de aquella espléndida pequeñez que hay siempre en el alma de los patriotismos locales, el cielo parecía pequeño.

Día memorable, para muchos, aunque sea por aquel crepúsculo turbador. Día de recordación para otros, porque entonces se presentó por vez primera el segundo poeta de Saffron Park. Por mucho tiempo el peli-taheño revolucionario había reinado sin rival; pero su no disputado imperio tuvo fin en la noche que siguió a aquel crepúsculo. El nuevo poeta, que dijo llamarse Gabriel Syme, tenía un aire excelente y manso, una linda y puntiaguda barbita, unos amarillentos cabellos. Pero se notaba al instante que era menos manso de lo que parecía. Dio la señal de su presencia enfrentándose con el poeta establecido, con Gregory, en una disputa sobre la naturaleza de la poesía. Syme declaró ser un poeta de la legalidad, un poeta del orden, y hasta un poeta de la respetabilidad. Y los vecinos de Saffron Park lo consideraban asombrados, pensando que aquel hombre acababa de caer de aquel cielo imposible. Y en efecto, Mr. Lucían Gregory, el poeta anárquico, descubrió una relación entre ambos fenómenos.

—Bien puede ser —exclamó en su tono lírico habitual—, bien puede ser que, en esta noche de nubes fantásticas y de colores terribles, la tierra haya dado de sí semejante monstruo: un poeta de las conveniencias. Usted asegura que es un poeta de la ley, y yo le replico que es usted una contradicción en los términos. Y sólo me choca que en noche como ésta no aparezcan cometas, ni sobrevengan terremotos para anunciarnos la llegada de usted.

El hombre de los dulces ojos azules, de la barbita descolorida, soportó el rayo con cierta solemnidad sumisa. Y el tercero en la discordia —Rosamunda, hermana de Gregory, que tenía los mismos cabellos bermejos de su hermano, aunque una fisonomía más amable —soltó aquella risa, mezcla de admiración y reproche, con que solía considerar al oráculo de la familia.

Gregory prosiguió en su tono grandilocuente:

—El artista es uno con el anarquista; son términos intercambiables. El anarquista es un artista. Artista es el que lanza una bomba, porque todo lo sacrifica a un supremo instante; para él es más un relámpago deslumbrador, el estruendo de una detonación perfecta, que los vulgares cuerpos de unos cuantos policías sin contorno definido. El artista niega todo gobierno, acaba con toda convención. Sólo el desorden place al poeta. De otra suerte, la cosa más poética del mundo sería nuestro tranvía subterráneo.

—Y así es, en efecto —replicó Mr. Syme.

—¡Qué absurdo! —exclamó Gregory, que era muy razonable cuando los demás arriesgaban una paradoja en su presencia—. Vamos a ver: ¿Por qué tienen ese aspecto de tristeza y cansancio todos los empleados, todos los obreros que toman el subterráneo? Pues porque saben que el tranvía anda bien; que no puede menos de llevarlos al sitio para
el que han comprado billete; que después de Sloane Square tienen que llegar a la estación de Victoria y no a otra. Pero ¡oh rapto indescriptible, ojos fulgurantes como estrellas, almas reintegradas en las alegrías del Edén, si la próxima estación resultara ser Baker Street!

—¡Usted sí que es poco poético! —dijo a esto el poeta Syme—. Y si es verdad lo que usted nos cuenta de los viajeros del subterráneo, serán tan prosaicos como usted y su poesía. Lo raro y hermoso es tocar la meta; lo fácil y vulgar es fallar. Nos parece cosa de epopeya que el flechero alcance desde lejos a una ave con su dardo salvaje, ¿y no había de parecérnoslo que el hombre le acierte desde lejos a una estación con una máquina salvaje? El caos es imbécil, por lo mismo que allí el tren puede ir igualmente a Baker Street o a Bagdad. Pero el hombre es un verdadero mago, y toda su magia consiste en que dice el hombre: "¡sea Victoria!", y hela que aparece. Guárdese usted sus libracos en verso y prosa, y a mí déjeme llorar lágrimas de orgullo ante un horario del ferrocarril. Guárdese usted su Byron, que conmemora las derrotas del hombre, y déme a mí en cambio el Bradshaw ¿entiende usted? El horario Bradshaw, que conmemora las victorias del hombre.

¡Venga el horario!

—¿Va usted muy lejos? —preguntó Gregory sarcásticamente.

—Le aseguro a usted —continuó Syme con ardor— que cada vez que un tren llega a la estación, siento como si se hubiera abierto paso por entre baterías de asaltantes; siento que el hombre ha ganado una victoria más contra el caos. Dice usted desdeñosamente que, después de Sloane Square, tiene uno que llegar por fuerza a Victoria. Y yo le contesto que bien pudiera uno ir a parar a cualquier otra parte; y que cada vez que llego a Victoria, vuelvo en mí y lanzo un suspiro de satisfacción. El conductor grita: "¡Victoria!", y yo siento que así es verdad, y hasta me parece oír la voz del heraldo que anuncia el triunfo. Porque aquello es una victoria: la victoria de Adán.

Gregory movió la rojiza cabeza con una sonrisa amarga.

—Y en cambio —dijo— nosotros, los poetas, no cesamos de preguntarnos: "¿Y qué Victoria es ésa tan suspirada?" Usted se figura que Victoria es como la nueva Jerusalén; y nosotros creemos que la nueva Jerusalén ha de ser como Victoria. Sí: el poeta tiene que andar descontento aun por las calles del cielo; el poeta es el sublevado sempiterno.

—¡Otra! —dijo irritado Syme—. ¿Y qué hay de poético en la sublevación? Ya podía usted decir que es muy poético estar mareado. La enfermedad es una sublevación. Enfermar o sublevarse puede ser la única salida en situaciones desesperadas; pero que me cuelguen si es cosa poética. En principio, la sublevación verdaderamente subleva, y no es más que un vómito.

Ante esta palabra, la muchacha torció los labios, pero Syme estaba muy enardecido para hacer caso.

—Lo poético —dijo— es que las cosas salgan bien. Nuestra digestión, por ejemplo, que camina con una normalidad muda y sagrada: he ahí el fundamento de toda poesía. No hay duda: lo más poético, más poético que las flores y más que las estrellas, es no enfermar.

—La verdad —dijo Gregory con altivez—, el ejemplo que usted escoge...

—Perdone usted —replicó Syme con acritud—. Se me olvidaba que habíamos abolido
las convenciones.

Por primera vez una nube de rubor apareció en la frente de Gregory.

—No esperará usted de mí —observó— que transforme la sociedad desde este jardín.

Syme le miró directamente a los ojos y sonrió bondadosamente.

—No por cierto —dijo—. Pero creo que eso es lo que usted haría si fuera una anarquista en serio.

Brillaron a esto los enormes ojos bovinos de Gregory, como los del león iracundo, y aun dijérase que se le erizaba la roja melena.

—¿De modo que usted se figura —dijo con descompuesta voz— que yo no soy un verdadero anarquista?

—¿Dice usted...?

—¿Que yo no soy un verdadero anarquista? —repitió Gregory apretando los puños.

—¡Vamos, hombre! —Y Syme dio algunos pasos para rehuir la disputa.

Con sorpresa, pero también con cierta complacencia, vio que Rosamunda le seguía.

—Mr. Syme —dijo ella—. La gente que habla como hablan usted y mi hermano, ¿se da cuenta realmente de lo que dice? ¿Usted pensaba realmente en lo que estaba diciendo?

Y Syme, sonriendo:

—¿Y usted?

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó la joven poniéndose seria.

—Mi querida Miss Gregory, hay muchas maneras de sinceridad y de insinceridad. Cuando, por ejemplo, da usted las gracias al que le acerca el salero, ¿piensa usted en lo que dice? No. Cuando dice usted que el mundo es redondo ¿lo piensa usted? Tampoco. No es que deje de ser verdad, pero usted no lo está pensando. A veces, sin embargo, los hombres, como su hermano hace un instante, dicen algo en que realmente están pensando, y entonces lo que dicen puede que sea una media, un tercio, un cuarto y hasta un décimo de verdad; pero el caso es que dicen más de lo que piensan, a fuerza de pensar realmente lo que dicen.

Ella lo miraba fijamente. En su cara seria y franca había aparecido aquel sentimiento de vaga responsabilidad que anida hasta en el corazón de la mujer más frívola, aquel sentimiento maternal tan viejo como el mundo.

—Entonces —anheló— ¿es un verdadero anarquista?...

—Sólo en ese limitado sentido, o si usted prefiere: sólo en ese desatinado sentido que acabo de explicar. Ella frunció el ceño, y dijo bruscamente:

—Bueno; no llegará hasta arrojar bombas, o cosas por el estilo ¿verdad?

A esto soltó Syme una risotada que parecía excesiva para su frágil personita de dandy.

—¡No por Dios! —exclamó—. Eso sólo se hace bajo el disfraz del anónimo.

En la boca de Rosamunda se dibujó una sonrisa de satisfacción, al pensar que Gregory no era más que un loco y que, en todo caso, no había temor de que se comprometiera nunca.

Syme la condujo a un banco en el rincón del jardín, y siguió exponiendo sus opiniones con facundia. Era un hombre sincero, y, a pesar de sus gracias y aires superficiales, en el fondo era muy humilde. Y ya se sabe: los humildes siempre hablan mucho; los orgullosos se vigilan siempre de muy cerca.

Syme defendía el sentido de la respetabilidad con exageración y violencia, y elogiaba apasionadamente la corrección, la sencillez.

En el ambiente, a su alrededor, flotaba el aroma de las lilas. Desde la calle, llegaba hasta él la música de un organillo lejano, y él se figuraba inconsciente que sus eroicas palabras se desarrollaban a compás de un ritmo misterioso y extraterreno.

Hacía, a su parecer, algunos minutos que hablaba así, complaciéndose en contemplar los cabellos rojos de Rosamunda, cuando se levantó del banco recordando que en sitio como aquél no era conveniente que las parejas se apartasen.

Con gran sorpresa suya se encontró con que el jardín estaba solo. Todos se habían ido ya. Se despidió presurosamente pidiendo mil perdones, y se marchó.

La cabeza le pesaba como si hubiera bebido champaña, cosa que no pudo explicarse nunca. En los increíbles acontecimientos que habían de suceder a este instante, la joven no tendría la menor participación. Syme no volvió a verla hasta el desenlace final. Y sin embargo, por entre sus locas aventuras, la imagen de ella había de reaparecer de alguna manera indefinible, como un leit-motiv musical, y la gloria de su extraña cabellera leonada había de correr como un hilo rojo a través de los tenebrosos y mal urdidos tapices de su noche. Porque es tan inverosímil lo que desde entonces le sucedió, que muy bien pudo ser un sueño.

La calle, iluminada de estrellas, se extendía solitaria. A poco, Syme se dio cuenta, con inexplicable percepción, de que aquel silencio era un silencio vivo, no muerto.

Brillaba frente a la puerta un farol, y a su reflejo parecían doradas las hojas de los árboles que desbordaban la reja. Junto al farol había una figura humana tan rígida como el poste mismo del farol. Negro era el sombrero de copa, negra era la larga levita, y la cara resultaba negra en la sombra. Pero unos mechones rojizos que la luz hacía brillar, y algo agresivo en la actitud de aquel hombre, denunciaban al poeta Gregory. Parecía un bravo enmascarado que espera, sable en mano, la llegada de su enemigo.

Esbozó un saludo, y Syme lo contestó en toda forma.

—Estaba esperándole a usted —dijo Gregory—. ¿Podemos cambiar dos palabras?

—Con mil amores. ¿De qué se trata? —preguntó Syme algo inquieto.

Gregory dio con el bastón en el poste del farolillo, y después, señalando el árbol, dijo:

—De esto y de esto: del orden y de la anarquía. Aquí tiene usted su dichoso orden, aquí en esta miserable lámpara de hierro, fea y estéril; y mire usted en cambio la anarquía, rica, viviente, productiva, en aquel espléndido árbol de oro.

—Sin embargo —replicó Syme pacientemente—, note usted que, gracias a la luz del farol, puede usted ver ahora mismo el árbol. No estoy seguro de que pudiera usted ver el farol a la luz del árbol.

Y tras una pausa:

—Pero, permítame usted que le pregunte: ¿ha estado usted esperándome aquí con el único fin de que reanudemos la discusión?

—No —gritó Gregory, y su voz rodó por la calle—. No estoy aquí para reanudar la discusión, sino para acabar de una vez con ella.

Silencio. Syme, aunque no entendió, sospechó que la cosa iba en serio. Y Gregory comenzó a decir con una voz muy suave y una sonrisa poco tranquilizadora.

—Amigo Syme, esta noche ha logrado usted algo verdaderamente notable; ha logrado usted de mí algo que ningún hijo de mujer ha logrado nunca.

—¿Es posible?

—No; espere usted, ahora recuerdo —reflexionó Gregory—, otro lo había logrado antes: si no me engaño, el capitán de una barca de Southend. En suma: ha logrado usted irritarme.

—Crea usted que lo lamento profundamente —contestó Syme con gravedad.

—Pero temo —añadió Gregory con mucha calma— que mi furia y el daño que usted me ha hecho sean demasiado fuertes para deshacerlos con una simple excusa. Por otra parte, tampoco los borraría un duelo: ni matándole yo a usted los podría borrar. Sólo queda un medio para hacer desaparecer la mancha de la injuria, y es el que escojo. A riesgo de sacrificar mi vida y mi honor, voy a probarle a usted que se ha equivocado en sus afirmaciones.

—¿En mis afirmaciones?

—Sí; usted ha dicho que yo no era un anarquista en serio.

—Mire usted que en esto de la seriedad hay grados —advirtió Syme—. Yo nunca he puesto en duda la perfecta sinceridad de usted, en cuanto a que usted haya dicho lo que a usted le parece que se debe decir; al hablar así, sin duda exageradamente, consideraba usted que una paradoja puede despertar en los hombres la curiosidad por una verdad olvidada.

Gregory lo observaba fijamente, penosamente.

—Y en otro sentido ¿no me cree usted sincero? —preguntó—. ¿Me toma usted por un vagabundo del pensamiento que deja caer una que otra verdad casual? Entonces no me cree usted serio en un sentido más profundo, más fatal...

Syme exclamó, pegando en el suelo con su bastón:

—¡Serio, Dios mío! ¿Es seria esta calle? ¿Son serios los farolillos venecianos del jardín, y toda esta faramalla? Viene uno aquí, dice uno dos o tres majaderías y tal vez dos o tres aciertos... Pero, francamente, me merecería muy pobre opinión un hombre que no tuviera, en el fondo de su ser, alguna cosa más seria que toda esta charlatanería que dice uno: así sea la preocupación religiosa, o siquiera la afición al vino.

—¡Muy bien dicho! —exclamó Gregory, y su rostro se ensombreció—. Ahora va usted a ver algo más serio que el vino y que la religión.

Syme esperaba, con su bondadoso aire habitual. Gregory desplegó los labios de nuevo.

—Acaba usted de hablar de religión. ¿Es usted religioso?

—¡Hombre! —dijo Syme sonriendo—. En estos tiempos todos somos católicos.

—Bien. ¿Puedo pedirle a usted que jure por todos los dioses y todos los santos de su creencia, que no revelará usted lo que ahora voy a comunicarle a, ningún hijo de Adán, y, sobre todo, a ningún policía? ¿Lo jura usted? Si acepta usted este solemne compromiso, si usted acepta cargar su alma con el peso de un juramento que más le valiera no pronunciar, y con el conocimiento de cosas en que usted no ha soñado siquiera, entonces yo le prometo en cambio...

—¿Qué me promete usted? apretó Syme, viendo que el otro vacilaba.

—Le prometo a usted una noche muy divertida.

Syme se descubrió al instante, y dijo:

—Ofrecimiento excelente para que pudiera yo rehusarlo. Usted afirma que un poeta es necesariamente un anarquista, y yo difiero de su opinión; pero confío al menos en que el poeta es siempre un hombre de mundo y gran compañía para una noche. Aquí mismo le juro a usted como cristiano, y ofrezco como buen camarada y compañero, que no contaré nada a la policía, sea lo que fuere. Y ahora, en nombre del manicomio de Colney Hatch, dígame usted de qué se trata.

—Creo que lo mejor es tomar un coche —contestó Gregory con plácido disimulo.

Dio dos grandes silbidos y no tardó en aparecer un coche, sonando sobre el empedrado. Subieron. Gregory dio al cochero la dirección de una oscura taberna que hay junto al río, a la parte de Chiswick.

Partió el coche, y en él nuestros dos fantásticos sujetos se alejaban de su
fantástico barrio.

Traducción de ALFONSO REYES


sábado, 14 de noviembre de 2009

René Daumal: Memorables


MÉMORABLES


Souviens-toi: de ta mère et de ton père, et de ton premier mensonge, dont l'indiscrète odeur rampe dans ta mémoire.

Souviens-toi de ta première insulte à ceux qui te firent: la graine de l'orgueil était semée, la cassure luisait, rompant la nuit une.

Souviens-toi des soirs de terreur où la pensée du néant te griffait au ventre, et revenait toujours te le ronger, comme un vautour; et souviens-toi des matins de soleil dans la chambre.

Souviens-toi de la nuit de délivrance, où, ton corps dénoué tombant comme une voile, tu respiras un peu de l'air incorruptible; et souviens-toi des animaux gluants qui t'ont repris.

Souviens-toi des magies, des poisons et des rêves tenaces; — tu voulais voir, tu bouchais tes deux yeux pour voir, sans savoir ouvrir l'autre.

Souviens-toi de tes complices et de vos tromperies, et de ce grand désir de sortir de la cage.

Souviens-toi du jour où tu crevas la toile et fus pris vivant, fixé sur place dans le vacarme des vacarme des roues de roues tournant sans tourner, toi dedans, happé toujours par le même moment immobile, répété, répété, et le temps ne faisait qu'un tour, tout tournait en trois sens innombrables, le temps se bouclait à rebours, — et les yeux de chair ne voyaient qu'un rêve, il n'existait que le silence dévorant, les mots étaient des peaux séchées, et le bruit, le oui, le bruit, le non, le hurlement visible et noir de la machine te niait, — et le cris silencieux "je suis" que l'os entend, dont la pierre meurt, dont croit mourir ce qui ne fut jamais, — et tu ne renaissais à chaque instant que pour être nié par le grand cercle sans bornes, tout pur, tout centre, pur sauf toi.

Et souviens-toi des jours qui suivirent, quand tu marchais comme un cadavre ensorcelé, avec la certitude d'être mangé par l'infini, d'être annulé par le seul existant Absurde.

Et surtout souviens-toi du jour où tu voulus tout jeter, n'importe comment, — mais un gardien veillait dans ta nuit, il veillait quand tu rêvais, il te fit toucher ta chair, il te fit souvenir des tiens, il te fis ramasser tes loques, — souviens-toi de ton gardien.

Souviens-toi du beau mirage des concepts, et des mots émouvants, palais de miroirs bâti dans une cave; et souviens-toi de l'homme qui vint, qui cassa tout, qui te pris de sa rude main, te tira de tes rêves, et fit asseoir dans les épines du plein jour; et souviens-toi que tu ne sais te souvenir.

Souviens-toi que tout se paie, souviens-toi de ton bonheur, mais quand fut écrasé ton cœur, il était trop tard pour payer d'avance.

Souviens-toi de l'ami qui tendait sa raison pour recueillir tes larmes, jaillies de la source gelée que violait le soleil de printemps.

Souviens-toi que l'amour triompha quand elle et toi vous sûtes vous soumettre à son feu jaloux, priant de mourir dans la même flamme.

Mais souviens-toi qu'amour n'est de personne, qu'en ton cœur de chair n'est personne, que le soleil n'est à personne, rougis en regardant le bourbier de ton cœur.

Souviens-toi des matins où la grâce était comme un bâton brandi, qui te menait, soumis, par tes journées, — heureux le bétail sous le joug!

Et souviens-toi que ta pauvre mémoire entre ses doigts gourds laissa filer le poisson d'or.

Souviens-toi de ceux qui te disent: souviens-toi, — souviens-toi de la voix qui te disait: ne tombe pas, — et souviens-toi du plaisir douteux de la chute.

Souviens-toi, pauvre mémoire mienne, des deux faces de la médaille, — et de son métal unique.




MEMORABLES
Acuérdate de tu padre y de tu madre, y de la primera mentira cuyo olor indiscreto aún repta en tu memoria.

Acuérdate del primer insulto a aquellos que te hicieron: la semilla de la soberbia sembrada estaba, la rotura brillaba rompiendo la noche una.

Acuérdate de las noches de terror en las que la idea de la nada te arañaba el vientre y volvía a roerte, como un buitre, una y otra vez; y acuérdate de las mañanas soleadas en tu habitación.

Acuérdate de la noche de la liberación en que, al caer como un velo tu cuerpo desnudo, respiraste un momento el aire incorruptible; y acuérdate de los animales pegajosos que volvieron a apoderarse de ti.

Acuérdate de las magias, de los venenos y de los sueños tenaces; — querías ver, para ver cerrabas los dos ojos, sin saber cómo abrir el otro.

Acuérdate de tus cómplices y de vuestros engaños, y de ese gran deseo de salir de la jaula.

Acuérdate del día en que rompiste la tela y en el que, vivo, fuiste hecho prisionero, detenido allí mismo en medio del estrépito de los estrépitos de las ruedas de ruedas girando sin girar, tú en el interior, siempre atrapado por el mismo momento inmóvil, repetido, repetido, y el tiempo daba solamente una vuelta, todo giraba en tres sentidos innombrables, el tiempo sobre sí mismo se cerraba; y los ojos de carne veían sólo un sueño, sólo existía un devorador silencio, las palabras eran como cueros secos, y el ruido, el sí, el ruido, el no, el ahullido visible y negro de la máquina te negaba — y el grito silencioso "existo" que oyen los huesos, que hace morir la piedra, del que cree morir lo que nunca ha existido, — y a cada instante volvías a nacer sólo para ser negado por el gran círculo sin límites, por entero puro, por entero centro, puro salvo tú mismo.

Y acuérdate de los días que siguieron, cuando caminabas como un cadáver embrujado, con la certeza de ser comido por lo infinito, de ser anulado por el único existente Absurdo.

Y sobre todo acuérdate del día en que quisiste tirarlo todo, sin importar el cómo, — pero un guardián velaba en la noche, velaba mientras soñabas, él hizo que tocaras tu carne, hizo que recordaras a los tuyos, hizo que recogieras tus harapos, — acuérdate de tu guardián.

Acuérdate del hermoso espejismo de los conceptos y de las palabras emocionantes, palacio de espejos edificado en un sótano; y acuérdate del hombre que vino, rompió todo, te tomó con su áspera mano, te arrancó de tus sueños e hizo que te sentaras en las espinas del pleno día; y acuérdate que tú no sabes acordarte.

Acuérdate de que todo se paga, acuérdate de tu felicidad; pero cuando fue aplastado tu corazón era ya demasiado tarde para pagar por anticipado.

Acuérdate del amigo que tendía su razón a fin de recoger tus lágrimas brotadas de la fuente helada a la que violaba el sol primaveral.

Acuérdate de que el amor triunfó cuando ambos supisteis someteros a su fuego celoso, rogando morir en la misma llama.

Pero acuérdate de que amor no es de nadie, de que en tu corazón de carne no hay nadie, de que el sol no es de nadie, ruborízate al contemplar el lodo de tu corazón.

Acuérdate de las mañanas en las que la gracia era como un bastón que alguien empuña, que te llevaba, sumiso, a través de tus jornadas, —¡feliz el ganado bajo el yugo!

Y acuérdate de que tu pobre memoria entre sus dedos torpes dejó que el pez de oro se perdiese.

Acuérdate de quienes te dicen: acuérdate, acuérdate de la voz que te decía: no caigas, —y acuérdate del placer dudoso de la caída.


Acuérdate, pobre memoria mía, de las dos caras de la medalla, —y de su metal único.


Traducción de Miguel Ángel Frontán.