sábado, 21 de noviembre de 2009

Arnaud d'Andilly y Teresa de Jesús 4



ROBERT ARNAULD D´ANDILLY

Libro de la Vida CAPÍTULO IV

Dice cómo la ayudó el Señor para forzarse a sí mesma para tomar hábito, y las muchas enfermedades que Su Majestad la comenzó a dar.

En estos días que andava con estas determinaciones, havía persuadido a un hermano mío a que se metiese fraile, diciéndole la vanidad del mundo; y concertamos entramos de irnos un día muy de mañana al monesterio adonde estava aquella mi amiga, que era al que yo tenía mucha afición, puesto que ya en esta postrera determinación ya yo estaba de suerte, que a cualquiera que pensara servir más a Dios u mi padre quisiera, fuera; que más miraba ya el remedio de mi alma, que del descanso ningún caso hacía de él. Acuérdaseme, a todo mi parecer y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartava por sí, que, como no havía amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra.

En tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle, la cual nadie no entendía de mí, sino grandísima voluntad. A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura. Dávanme deleite todas las cosas de la relisión, y es verdad que andava algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala, y acordándoseme que estava libre de aquello, me dava un nuevo gozo, que yo me espantava y no podía entender por dónde venía.

Cuando de esto me acuerdo, no hay cosa que delante se me pusiese, por grave que fuese, que dudase de acometerla; porque ya tengo espiriencia en muchas que, si me ayudo al principio a determinarme a hacerlo (que, siendo sólo por Dios, hasta encomenzarlo quiere —para que más merezcamos— que el alma sienta aquel espanto, y mientra mayor, si sale con ello, mayor premio y más sabroso se hace después), an en esta vida lo paga Su Majestad por unas vías que sólo quien goza de ello lo entiende.

Esto tengo por espiriencia, como he dicho, en muchas cosas harto graves; y ansí jamás aconsejaría —si fuera persona que huviera de dar parecer— que, cuando una buena inspiración acomete muchas veces, se deje por miedo de poner por obra; que si va desnudamente por sólo Dios, no hay que temer sucederá mal, que poderoso es para todo. Sea bendito por siempre, amén.

Bastara, ¡oh sumo Bien y descanso mío!, las mercedes que me havíades hecho hasta aquí, de traerme por tantos rodeos vuestra piadad y grandeza a estado tan siguro y a casa adonde havía muchas siervas de Dios, de quien yo pudiera tomar, para ir creciendo en su servicio. No sé cómo he de pasar de aquí, cuando me acuerdo la manera de mi profesión y la gran determinación y contento con que la hice y el desposorio que hice con Vos. Esto no lo puedo decir sin lágrimas, y havían de ser de sangre y quebrárseme el corazón, y no era mucho sentimiento para lo que después os ofendí. Paréceme ahora que tenía razón de no querer tan gran dinidad, pues tan mal havía de usar de ella. Mas Vos, Señor mío, quisistes ser —casi veinte años que usé mal de esta merced— ser el agraviado, porque yo fuese mijorada. No parece, Dios mío, sino que prometí no guardar cosa de lo que os havía prometido, anque entonces no era esa mi intención. Mas veo tales mis obras después, que no sé qué intención tenía, para que más se vea quién Vos sois, Esposo mío, y quién soy yo. Que es verdad, cierto, que muchas veces me tiempla el sentimiento de mis grandes culpas el contento que me da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias.

¿En quién, Señor, pueden ansí resplandecer como en mí, que tanto he escurecido con mis malas obras las grandes mercedes que me comenzastes a hacer? ¡Ay de mí, Criador mío, que si quiero dar disculpa, ninguna tengo, ni tiene nadie la culpa sino yo! Porque si os pagara algo del amor que me comenzastes a mostrar, no le pudiera yo emplear en nadie sino en Vos, y con esto se remediava todo. Pues no lo merecí ni tuve tanta ventura, válgame ahora, Señor, vuestra misericordia.

La mudanza de la vida y de los manjares me hizo daño a la salud; que, aunque el contento era mucho, no bastó. Comenzáronme a crecer los desmayos y diome un mal de corazón tan grandísimo, que ponía espanto a quien le veía, y otros muchos males juntos. Y ansí pasé el primer año con harta mala salud, aunque no me parece ofendí a Dios en él mucho. Y como era el mal tan grave que casi me privava el sentido siempre —y algunas veces del todo quedava sin él—, era grande la diligencia que traía mi padre para buscar remedio; y como no le dieron los médicos de aquí, procuró llevarme a un lugar adonde havía mucha fama de que sanaban allí otras enfermedades, y ansí dijeron harían la mía. Fue conmigo esta amiga que he dicho que tenía en casa, que era antigua. En la casa que era monja no se prometía clausura.

Estuve casi un año por allá, y los tres meses de él padeciendo tan grandísimo tormento en las curas que me hicieron tan recias, que yo no sé cómo las pude sufrir; y en fin, aunque las sufrí, no las pudo sufrir mi sujeto, como diré.

Havía de comenzarse la cura en el principio del verano, y yo fui en el principio del invierno. Todo este tiempo estuve en casa de la hermana que he dicho que estava en el aldea, esperando el mes de abril, porque estava cerca, y no andar yendo y viniendo.

Cuando iva, me dio aquel tío mío —que tengo dicho que estava en el camino—, un libro; llámase "Tercer Abecedario", que trata de enseñar oración de recogimiento; y puesto que este primer año havía leído buenos libros (que no quise más usar de otros, porque.ya entendía el daño que me havían hecho), no sabía cómo proceder en oración ni cómo recogerme, y ansí holguéme mucho con él y determinéme a seguir aquel camino con todas mis fuerzas. Y como ya el Señor me havía dado don de lágrimas y gustaba de leer, comencé a tener ratos de soledad y a confesarme a menudo y comenzar aquel camino, tiniendo a aquel libro por maestro; porque yo no hallé maestro —digo confesor— que me entendiese, aunque le busqué, en veinte años después de esto que digo, que me hizo harto daño para tornar muchas veces atrás y aun para del todo perderme, porque todavía me ayudara a salir de las ocasiones que tuve para ofender a Dios.

Comenzóme Su Majestad a hacer tantas mercedes en los principios, que al fin de este tiempo que estuve aquí (que era casi nueve meses en esta soledad, aunque no tan libre de ofender a Dios como el libro me decía, mas por esto pasaba yo; parecíame casi imposible tanta guarda; teníala de no hacer pecado mortal, y pluguiera a Dios la tuviera siempre; de los veniales hacía poco caso, y esto fue lo que me destruyó), comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba a unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro, y lo mucho que era de preciar, que creo me fuera gran bien entenderlo. Verdad es que durava tan poco esto de unión, que no sé si era Avemaría; mas quedava con unos efetos tan grandes que, con no haver en este tiempo veinte años, me parece traía el mundo debajo de los pies, y así me acuerdo que havía lástima a los que le siguían, anque fuese en cosas lícitas.

Procurava lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración: si pensava en algún paso, le representava en lo interior, anque lo más gastaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento ni de aprovecharme con la imaginación, que la tengo tan torpe, que an para pensar y representar en mí —como lo procuraba traer— la Humanidad del Señor, nunca acabava. Y anque por esta vía de no poder obrar con el entendimiento llegan más presto a la contemplación si perseveran, es muy travajoso y penoso; porque si falta la ocupación de la voluntad y el haver en qué se ocupe en cosa presente el amor, queda el alma como sin arrimo ni ejercicio, y da gran pena la soledad y sequedad, y grandísimo combate los pensamientos.

A personas que tienen esta dispusición les conviene más pureza de conciencia que a las que con el entendimiento pueden obrar; porque quien va discurriendo en lo que es el mundo y en lo que deve a Dios y en lo mucho que sufrió y lo poco que le sirve y lo que da a quien le ama, saca dotrina para defenderse de los pensamientos y de las ocasiones y peligros; pero quien no se puede aprovechar de esto, tiénele mayor y conviénele ocuparse mucho en lición, pues de su parte no puede sacar ninguna. Es tan penosísima esta manera de proceder, que si el maestro que enseña aprieta en que sin lición, que ayuda mucho para recoger —a quien de esta manera procede le es necesario, anque sea poco lo que lea, sino en lugar de la oración mental que no puede tener—; digo que si sin esta ayuda le hacen estar mucho rato en la oración, que será imposible durar mucho en ella y le hará daño a la salud si porfía, porque es muy penosa cosa.

Ahora me parece que proveyó el Señor que yo no hallase quien me enseñase, porque fuera imposible —me parece—, perseverar dieciocho años que pasé este travajo, y en éstos grandes sequedades, por no poder, como digo, discurrir. En todos éstos, si no era acabando de comulgar, jamás osava comenzar a tener oración sin un libro; que tanto temía mi alma estar sin él en oración, como si con mucha gente fuera a pelear. Con este remedio, que era como una compañía u escudo en que havía de recibir los golpes de los muchos pensamientos, andaba consolada. Porque la sequedad no era lo ordinario, mas era siempre cuando me faltava libro, que era luego disbaratada el alma, y los pensamientos perdidos: con esto los comenzava a recoger y como por halago llevava el alma. Y muchas veces, en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco, otras mucho, conforme a la merced que el Señor me hacía.

Parecíame a mí, en este principio que digo, que tiniendo yo libros y cómo tener soledad, que no havría peligro que me sacase de tanto bien; y creo con el favor de Dios fuera ansí, si tuviera maestro u persona que me avisara de huir las ocasiones en los principios y me hiciera salir de ellas, si entrara, con brevedad. Y si el demonio me acometiera entonces descubiertamente, parecíame en ninguna manera tornara gravemente a pecar; mas fue tan sutil y yo tan ruin, que todas mis determinaciones me aprovecharon poco, anque muy mucho los días que serví a Dios, para poder sufrir las terribles.enfermedades que tuve, con tan gran paciencia como Su Majestad me dio.

Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran manificencia y misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro no dejar sin pagarme, an en esta vida, ningún deseo bueno. Por ruines y imperfetas que fuesen mis obras, este Señor mío las iva mijorando y perficionando y dando valor, y los males y pecados luego los ascondía; an en los ojos de quien los ha visto, permite Su Majestad se cieguen y los quita de su memoria. Dora las culpas; hace que resplandezca una virtud que el mesmo Señor pone en mí casi haciéndome fuerza para que la tenga.

Quiero tornar a lo que me han mandado. Digo que, si huviera de decir por menudo de la manera que el Señor se havía conmigo en estos principios, que fuera menester otro entendimiento que el mío para saber encarecer lo que en este caso le devo y mi gran ingratitud y maldad, pues todo esto olvidé. Sea por siempre bendito, que tanto me ha sufrido. Amén.

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Libro de la Vida — Capítulo IV (LibriVox)



Livre de la Vie. CHAPITRE IV

La Sainte prend l’habit de religieuse et sens, en même temps, un très grand changement en elle. Elle retombe dans une si grande maladie que son père est obligé de la faire sortit du monastère pour la faire traiter. Celui de ses oncles dont il a été ci-devant parlé lui donne un livre qui lui sert beaucoup pour lui apprendre à faire oraison, et elle commence à entrer dans l’oraison de quiétude et même d’union, mais sans le connaître. Besoin qu’elle eut durant plusieurs années d’avoir un livre pour se pouvoir recueillir dans l’oraison.


Lors que j’étais dans ces pensées, je persuadai à l’un de mes frères de se faire religieux, en lui représentant qu’il n’y a que vanité dans le monde, et nous nous résolûmes ensemble d’aller de grand matin au monastère où était cette amie qui m’était si chère. Mais quelque affection que j’eusse pour elle, j’étais dans une telle disposition que je serais entrée sans difficulté en quelque autre monastère que ce fût où j’aurais crû pouvoir mieux servir Dieu, et qui aurait été plus agréable à mon père, parce que n’ayant alors devant les yeux que mon salut, je ne pensais plus à chercher ma satisfaction particulière. Je crois pouvoir dire avec vérité que quand j’aurais été prête à rendre l’esprit je n’aurais pas souffert davantage que je fis au sortir de la maison de mon père. Il me semblait que tous mes os se détachaient les uns des autres, parce que mon amour pour Dieu n’étais pas assez fort pour surmonter entièrement celui que j’avais pour mon père et pour mes proches, et il était si violent que si Notre Seigneur ne m’eût assistée je n’aurais jamais pu continuer dans ma résolution ; mais il me donna la force de me surmonter moi-même, et ainsi je l’exécutai.

Dans le moment que je pris l’habit, j’éprouvai de quelle sorte Dieu favorise ceux qui se font violence pour le servir. Personne ne s’aperçut de celle qui se passait dans mon cœur, mais chacun criait, au contraire, que je faisais cette action avec grande joie. Il ne se peut rien ajouter à celle que j’eus de me voir revêtue de ce saint habit, et elle a toujours continué jusques à cette heure. Dieu changea en une très grande tendresse la sécheresse de mon âme ; je ne trouvais rien que d’agréable dans tous les exercices de la religion ; je balayais quelquefois la maison dans les heures que je donnais auparavant à mon divertissement et à ma vanité, et j’avais tant de plaisir à penser que j’étais délivrée de ces vains amusements et de cette folie que je ne pouvais assez m’en étonner, ni comprendre comment un tel changement s’était pu faire.

Ce souvenir fait encore maintenant une si forte impression sur mon esprit qu’il n’y a rien, quelque difficile qu’il fût, que je craignisse d’entreprendre pour le service de Dieu. Car je sais, par diverses expériences, que quand c’est son seul amour qui nous y engage, il ne se contente pas de nous aider à prendre de saintes résolutions mais il veut, pour augmenter notre mérite, que les difficultés nos étonnent, afin de rendre notre joie et notre récompense d’autant plus grandes que nous aurons eu plus à combattre, et il nous fait même goûter ce plaisir dès cette vie par des douceurs et des consolations qui ne sont connues que de ceux qui les éprouvent.

Je l’ai, comme je viens de le dire, expérimenté diverses fois en des occasions fort importantes. C’est pourquoi j’étais capable de donner conseil, je ne serais jamais d’avis lorsque Dieu nous inspire diverses fois de manquer à l’entreprendre par la crainte de ne la pouvoir exécuter puisque, si c’est seulement pour son amour que l’on si porte, elle ne saurait ne pas réussir par son assistance, rien ne lui étant impossible. Qu’il soit béni à jamais. Ainsi soit-il.

Ô mon souverain bien et mon souverain repos, la grâce que votre infinie bonté m’avait faite de me conduire, partant de divers détours, à un état aussi assuré qu’est celui de la vie religieuse, et dans une maison où vous aviez un si grand nombre de servantes de qui je pouvais apprendre à m’avancer dans vôtre service, ne devait-elle pas me suffire ? Comment puis-je passer outre dans la suite de ce discours lorsque je pense à la manière dont je fis profession, à l’incroyable contentement que je ressentis de me voir honorée de la qualité de votre épouse, et à la résolution dans laquelle j’étais de m’efforcer de tout mon pouvoir de vous plaire. Je ne puis parler sans verser des larmes, mais ce devraient être des larmes de sang, et mon cœur devrait se fendre de douleur lorsque je vois que quelque grands que parussent ces bons sentiments ils étaient bien faibles puisque je vous ai offensé depuis. Je trouve maintenant que j’avais raison de craindre de m’engager dans un état si relevé quand je considère le mauvais usage que j’en ai fait, mais vous avez voulu, mon Dieu, pour me rendre meilleure et me corriger, souffrir que je vous aie offensé durant vingt ans en employant aussi mal que j´ai fait une telle grâce. Il semble, mon Sauveur, vu la manière dont j’ai vécu, que j’eusse résolu de ne rien tenir de ce que je vous promettais. Ce n’était pas avec mauvaise intention, mais repassant par mon esprit de quelle force j’ai agi depuis, je ne sais quelle elle pouvait être. La seule chose dont je suis assurée c’est que cela fait bien connaître, ô Jésus-Christ mon saint époux, quel vous êtes et quelle je suis. Et je puis dire avec vérité que ma douleur de vous tant offenser est souvent modérée par la joie que je ressens de ce que la patience avec laquelle vous me souffrez fait voir la grandeur de votre miséricorde.

Car en qui, Seigneur, a-t-elle jamais plus paru qu’en moi qui me suis rendue si indigne des grâces que vous m’avez faites ? Hélas ! mon Créateur, j’avoue qu’il ne me reste point d’excuse. Je suis seule coupable de toutes les fautes que j’ai commises, et je n’avais pour les éviter qu’à répondre par mon amour pour vous à celui dont vous me donniez tant de preuves. Mais n’ayant pas alors été assez heureuse pour m’acquitter d’un devoir qui m’était si avantageux, que puis-je faire maintenant que d’avoir recours à votre bonté infinie ?

Le changement de vie et de nourriture altéra ma santé, quoique j’en fusse fort contente ; mes défaillances augmentèrent, et mes maux de cœur étaient si grands que se trouvant joints à d’autres maux on ne pouvait les voir sans étonnement. Je passai ainsi la première année, et il me semble qu’en cet état je n’offensait pas beaucoup Dieu. Le mal était si grand que je n’avais presque toujours que fort peu de connaissance, et je la perdais quelquefois entièrement. Il ne se pouvait rien ajouter aux soins que mon père prenait de moi ; et parce que les médecins de ce lieu ne réussissaient point à me traiter, il me fit transporter en un autre o`il y en avait que l’on disait être fort habiles, et que l’on espérait qui me guériraient. Comme l’on ne faisait point vœu de clôture dans le monastère d’où je sortais, la religieuse que j’ai dit m’avoir prise en grande affection et qui était déjà ancienne m’accompagna.

Je demeurai presque un an dans ce lieu où l’on me mena, et la quantité de rem`des que l’on employa durant trois mois me fit tant souffrir que je ne sais comment je pus les supporter.

Étant partie à l’entrée de l’hiver, je demeurai jusques au mois d’avril en la maison de ma sœur, parce qu’elle était proche du lieu où l’on devait commencer au printemps à me traiter.

J’avais passé en y allant chez celui de mes oncles dont j’ai parlé, et il me donna un livre qui porte pour titre « Le troisième abécédaire », lequel enseigne la manière de faire oraison de recueillement. Comme j’avais renoncé à lire de mauvais livres depuis avoir reconnu combien ils sont dangereux et qu’il y avait un an que je n’en lisais plus que de bons, je reçus celui-là avec grande joie et me résolus de faire tout ce que je pourrais pour en profiter. Car je ne savais encore comment il fallait faire oraison et me recueillir, mais Notre Seigneur m’avait favorisée du don des larmes. Cette lecture me toucha fort, je commençai à me retirer quelquefois dans la solitude, à me confesser souvent, et à marcher dans le chemin qui me montrait ce livre qui me servait de directeur. Car je n’ai point eu durant vingt ans ni de confesseur qui m’entendit, quoique j’en ai toujours cherché, ce qui m’a fait beaucoup de tort et a été cause que souvent je suis retournée en arrière, et que j’ai même couru fortune de me perdre entièrement, au lieu qu’un directeur m’aurait aidée au moins à éviter les occasions d’offenser Dieu.

Sa souveraine Majesté me fit dès lors beaucoup de grâces, et sur la fin des neuf mois que je passai dans cette solitude, quoique je ne fusse pas si soigneuse de ne pas l’offenser que ce livre m’enseignait, et que je passasse par-dessus beaucoup de choses que j’aurais dû pratiquer parce qu’il me paraissait impossible d’agir avec tant d’exactitude, je prenais garde néanmoins de ne point tomber dans quelque péché mortel. Plût à Dieu que j’eusse toujours usé d’une semblable vigilance, mais quant aux péchés véniels je n’en tenait pas grand’compte, et ce fut là mon grand mal. Marchant dans ce chemin, il plut à Notre Seigneur de me donner l’oraison de quiétude, et quelquefois cette oraison d’union, encore que je ne comprisse rien ni à l’une ni à l’autre, et que j’ignorasse le prix de cette faveur que je crois qu’il m’aurait été fort avantageux de connaître. Cette oraison d’union durait très peu, et moins, à ce que je crois, qu’un Ave Maria. Mais elle produisait un tel effet dans mon âme que, bien que je n’eusse encore vingt ans, je me trouvais dans un si grand mépris du monde qu’il me semblait que je le voyais sous mes pieds et avait compassion de ceux qui s’y trouvaient engagés, quoiqu’ils ne s’occupassent qu’à des choses permises.

Ma manière d’oraison était de tâcher, autant que je le pouvais, d’avoir toujours Notre Seigneur Jésus-Christ présent au dedans de moi, et lorsque je considérais quelqu’une des actions de sa vie je me la représentais dans le fond de mon cœur. Mais j’employais la plupart de mon temps à lire de bons livres, et c’était là tout mon plaisir, parce que Dieu ne m’a pas donné le talent de discourir avec l’entendement et de me servir de l’imagination. J’étais si grossière que quelque peine que je prisse je ne pouvais me représenter au-dedans de moi l’humanité de Jésus-Christ. Encore par cette voie de ne pouvoir agir par l’entendement, on arrive plutôt à la contemplation pourvu que l’on persévère ; elle est extrêmement pénible à cause que la volonté n’ayant point de quoi s’occuper, ni l’amour d’objet présent qui l’arrête, l’âme demeure comme sans appui et sans exercice dans une sécheresse et une solitude difficile à supporter. D’où il arrive qu’elle se trouve combattue par les diverses pensées qui lui viennent.

Ceux qui sont dans cette disposition ont besoin d’une plus grande pureté de cœur que ceux qui peuvent agir par l’entendement, à cause que ces derniers se représentant le néant du monde, ce que nous devons à Jésus-Christ, ce qu’il a souffert pour nous, le peu de service que nous lui rendons, et les grâces qu’il fait à ceux qu’il aime, en tirent des instructions pour se défendre des mauvaises pensées, et fuir les occasions qui pourraient les faire tomber dans le péché. Ainsi comme ceux qui sont privés de cet avantage sont en plus grand péril, ils doivent beaucoup s’occuper à de saintes lectures pour en tirer le secours qu’ils ne peuvent trouver dans eux-mêmes. Cette manière de prier sans que l’entendement agisse est si pénible, et la lecture quelque brève qu’elle soit est si nécessaire pour se recueillir et suppléer à l’oraison mentale, que si le directeur ordonne sans cette aide de demeurer longtemps en oraison, il sera impossible de lui obéir, et la santé des personnes qu’il conduira de la sorte se trouvera altérée par une aussi grande peine que sera celle qu’elles souffriront.

J’ai maintenant, ce me semble, sujet de croire que ç’a été par une conduite particulière de Dieu que durant dix-huit ans je demeurai dans de si grandes sécheresses manque de savoir méditer ; je ne trouvai personne qui m’enseignât cette manière d’oraison, parce qu’il m’aurait impossible, à mon avis, de la pratiquer. Ainsi excepté, lorsque je venais de communier je n’osais jamais m’engager à prier que je n’eusse un livre, et je n’appréhendais pas moins de demeurer en oraison sans cette assistance, qu’un homme craindrait de s’engager à combattre seul contre plusieurs. Ce livre m’était comme un second ou un bouclier pour me défendre de la distraction que tant de diverses pensées pouvaient me donner, et il m’assurait et me consolait parce qu’il faisait que ces sécheresses ne m’arrivaient guère, au lieu que je ne manquais jamais d’y tomber quand je n’avais point de livre, et mon âme s’égarait dans ses pensées. Mais je n’avais pas plutôt pris un livre qu’elle se recueillait, et mon esprit comme attiré doucement par ce moyen devenait calme et tranquille. Quelquefois même il me suffisait d’ouvrir le livre sans avoir besoin de parler outre ; d’autres fois, je lisais un peu ; et d’autres fois je lisais beaucoup, selon la grâce que Notre Seigneur me faisait.

Il me paraissait alors qu’avec des livres et de la solitude je n’avais rien à appréhender ; et je ne crois qu’étant assistée de Dieu cela se serait trouvé véritable si un directeur ou quelque autre personne m’eût avertie de fuir les occasions, et m’eût aidée à ne point différer d’en sortit lorsque j’y serais tombée. Que si le démon m’eût en ce temps-là attaquée ouvertement, il me semble que je ne me serais jamais laissée aller à commettre encore de grands péchés ; mais il était si artificieux, et moi si mauvaise, que je profitais peu de mes bonnes résolutions, quoiqu’elles me servissent beaucoup pour pouvoir souffrir avec autant de patience qu’il a plût à Notre Seigneur de m’en donner en d’aussi grands maux que furent ceux que j’endurai dans ces terribles maladies.

J’ai sur cela pensé cent fois avec étonnement quelle est l’infinie bonté de Dieu, et je ne saurais, sans en ressentir beaucoup de joie, considérer la grandeur de ses miséricordes. Qu’il soit béni à jamais de m’avoir fait voir si clairement que je n’ai point eu de bon dessein dont il ne m’ait récompensée même dès cette vie. Quelque imparfaites et mauvaises que fussent mes œuvres mon divin Sauveur les perfectionnait et les rendait bonnes ; il cachait mes défauts et mes péchés ; obscurcissait les yeux de ceux qui les voyaient pour les empêcher de les apercevoir, et s’il arrivait qu’ils les remarquassent il les effaçait de leur mémoire. Ainsi je puis dire qu’il couvre mes fautes pour les rendre imperceptibles, et qu’il fait éclater la vertu qu’il met en moi comme malgré moi.

Mais il faut revenir à mon sujet pour obéir à ce que l’on m’a commandé, sur quoi je me contenterais de dire que si je m’engageais à rapporter particulièrement la conduite que Dieu a tenu envers moi dans ces commencements, j’aurais besoin de beaucoup plus d’esprit que je n’en ai pour pouvoir faire connaître les infinies obligations dont je lui suis redevable, et quelle a été mon extrême ingratitude qui me les a fait oublier. Qu’il soit à jamais béni de l’avoir soufferte. Ainsi soit-il.


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