miércoles, 3 de abril de 2024

Barbey d'Aurevilly: Sobre Las Flores del Mal de Baudelaire

SOBRE LAS FLORES DEL MAL DE BAUDELAIRE

 

Mi querido Baudelaire,

Le envío el artículo que me pidió, que  por una razón de conveniencia, fácil de entender, no ha podido ser publicado en Le Pays, ya que se trataba de usted. Me alegraría mucho, mi querido amigo, que este artículo influyera un poco en el ánimo de quien lo va a defender y en la opinión de quienes serán llamados a juzgarlo.

Suyo,

Jules Barbey de Aurevilly

24 de julio de 1857.

 

LAS FLORES DEL MAL

I

 

Si sólo hubiera talento en Las Flores del Mal de Charles Baudelaire, ciertamente habría suficiente como para atraer la atención de los críticos y cautivar a los entendidos, pero en ese libro, difícil de caracterizar en primer lugar, y sobre el que nuestro deber es evitar cualquier confusión y cualquier malentendido, hay mucho más que talento para agitar las mentes y cautivarlas...  Charles Baudelaire, el traductor de las obras completas de Edgar Poe, que ya ha dado a conocer a Francia el extraño narrador, y que le dará a conocer pronto el poderoso poeta que acompañaba al narrador; Baudelaire que, en lo que se refiere al genio, parece ser el hermano menor de su querido Edgar Poe, ya había esparcido, por aquí y por allá, algunos de los poemas que recopila y publica. Sabemos la impresión que produjeron en su momento. A la primera aparición, al primer olor de estas Flores del Mal, como él las llama, de estas (hay que decirlo, ya que son las Flores del Mal) horribles flores, de brillo y olor salvajes, la gente gritó por todos lados que se asfixiaba y que el ramo estaba envenenado. La moral delicada decía que iba a matar como las tuberosas matan a las mujeres en el parto, y, efectivamente mata de la misma manera. Es un prejuicio. En una época tan depravada por los libros como la nuestra, Las Flores del Mal no harán mucho mal, nos atrevemos a decir. Y no lo harán, no sólo porque somos los Mitrídates de las espantosas drogas que hemos tragado durante veinticinco años, sino también por una razón mucho más segura, derivada del acento de la profundidad del acento de un libro que, a nuestro juicio, debe producir el efecto absolutamente contrario al que se aparenta temer. Crean ustedes sólo a medias el título. El libro de Baudelaire no es Las Flores del Mal. Es el extracto más violento que se haya hecho de esas flores malditas. ¡Pero la tortura que tiene que producir semejante veneno salva de los peligros de la embriaguez!

 

¡Tal es la moralidad, inesperada, deliberada quizás, pero cierta, que surgirá de este libro cruel y atrevido cuya idea ha capturado la imaginación de un artista! Repugnante como la verdad, la que a menudo lo es, ¡ay! en el mundo de la Caída, este libro será moral a su manera; ¡y no sonrían ustedes!, esa manera es nada menos que la de la propia todopoderosa Providencia, que envía el castigo tras el crimen, la enfermedad tras el exceso, el remordimiento, la tristeza, el aburrimiento, toda la vergüenza y todo el dolor que nos degradan y nos devoran por haber transgredido sus leyes. El poeta de Las Flores del Mal ha expresado, uno tras otro, todos esos hechos divinamente vengativos. Su musa fue a buscarlos en su propio cuerpo entreabierto, y los sacó a la luz con una mano tan despiadadamente implacable como la del romano que se sacó las entrañas. Ciertamente, el autor de Las Flores del Mal no es un Catón. No es ni de Útica ni de Roma. No es ni el Estoico ni el Censor. Pero cuando se trata de desgarrar el alma humana a través de la suya propia, es tan resuelto y tan impasible como el que se desgarró únicamente el cuerpo tras una lectura de Platón. ¡El Poder que castiga la vida es aún más impasible que él! Sus sacerdotes, es cierto, lo predican. Pero él mismo nos lo atestigua sólo con los golpes que nos da. ¡Ahí están sus voces!, como dijo Juana de Arco. Dios es la represalia infinita. Quisimos el mal, y el mal engendra. Nos gustó el venenoso néctar, y lo tomamos en una dosis tan alta que la naturaleza humana se resquebraja y un día se disuelve por completo. Hemos sembrado la semilla amarga, recogemos las flores funestas. Baudelaire, que las juntó y las volvió a juntar, no dijo que esas Flores del Mal fueran hermosas, que oliesen bien, que habría que adornarse la frente con ellas, llenarse las manos con ellas, y que en eso consistía la sabiduría. Por el contrario, al nombrarlas, las reprobó. En una época en la que el sofisma refuerza la cobardía, y en la que cada uno es el doctrinario de sus vicios, Baudelaire no dijo nada en favor de los que moldeó tan enérgicamente en sus versos. No se lo acusará de haberlos hecho amables. Están allí horribles, desnudos, temblando, a medias devorados por ellos mismos, como uno los concibe en el infierno. Éste es, en efecto, el avance de la herencia infernal que toda persona culpable lleva en el pecho durante su vida. El poeta, terrible y aterrorizado, ha querido hacernos respirar la abominación de esa espantosa cesta que lleva, como una pálida canéfora, sobre su cabeza erizada de horror. ¡Es, realmente, un gran espectáculo! Desde el culpable, cosido en un saco y arrojado bajo los puentes húmedos y negros de la Edad Media, al grito de dejar pasar la justicia, no hemos visto nada más trágico que la tristeza de esta poesía culpable, que lleva el peso de sus vicios en su frente lívida. ¡Así que dejémosla pasar también! Podemos tomarla como una justicia, ¡la justicia de Dios!

 

II

Después de haber dicho esto, no seremos nosotros los que afirmemos que la poesía de Las Flores del Mal es poesía personal. Sin duda, siendo lo que somos, todos llevamos (incluso los más fuertes) algún jirón sangrante de nuestro corazón en nuestras obras, y el poeta de Las Flores del Mal está sujeto a esa ley como cada uno de nosotros. Lo único que queremos hacer notar es que, contrariamente a la mayor parte de la lírica actual, tan preocupada por su egoísmo y sus pobres pequeñas impresiones, la poesía de Baudelaire es menos la efusión de un sentimiento individual que una firme concepción de su espíritu. Aunque muy lírico de expresión y de impulso, el poeta de Las Flores del Mal es, en el fondo, un poeta dramático. Éste es su futuro. Su presente libro es un drama anónimo del que es hacedor universal, y por eso no mezquina ni el horror ni el asco, ni cualquier cosa de horrendo que pueda producir la naturaleza humana corrompida. Tampoco Shakespeare y Molière mezquinaron el detalle repugnante de la expresión cuando el primero pintó su Iago, y el segundo su Tartufo. La cuestión para ellos consistía sólo en esto: “¿Hay hombres hipócritas y pérfidos?” Si los hay, entonces tienen que expresarse como hipócritas y pérfidos. Eran malvados los que hablaban; ¡los poetas eran inocentes! Incluso cierto día (la anécdota es conocida), Molière lo recordó al margen de su Tartufo, a propósito de un verso demasiado odioso; y Baudelaire ha tenido la debilidad... o la precaución de Molière.

En este libro, donde todo está en verso hasta el prefacio, encontramos una nota en prosa que no puede dejar ninguna duda no sólo sobre la manera de proceder del autor de Las Flores del Mal, sino también sobre su noción del Arte y de la Poesía; ya que Baudelaire es un artista de la voluntad, de la reflexión y de la combinación sobre todo. “Fiel —dice— a su doloroso programa, el autor de Las Flores del Mal tuvo, como perfecto actor, que amoldar su mente a todos los sofismas así como a todo tipo de corrupción”. Esto es un hecho. Sólo los que no quieren entender, no entenderán. De modo que, como el viejo Goethe, que se hizo comerciante turco de pastillas en su Diván, y nos dio así un libro de poesía —más dramático que lírico también, y que es quizás su obra maestra—, el autor de Las Flores del Mal se hizo canalla, blasfemo, impío, por el pensamiento, de modo idéntico a como Goethe se hizo turco. Ha interpretado una comedia, pero es la comedia sangrienta de la que habla Pascal. Ese profundo soñador que está en el fondo de todo gran poeta se preguntó en Baudelaire qué sería de la poesía al pasar por una cabeza organizada, por ejemplo, como la de Calígula o Heliogábalo, y Las Flores del Mal —esas flores monstruosas— florecieron para instrucción y humillación de todos nosotros; pues no es inútil, ¡claro que no! saber lo que puede florecer en el estiércol del cerebro humano, descompuesto por nuestros vicios. Es una buena lección. Sólo que, por una inconsecuencia que nos concierne y cuya causa conocemos, se mezclan con esos poemas, imperfectos por eso desde el punto de vista absoluto de su autor, los gritos de un alma cristiana, enferma de infinitud, que rompen la unidad de la terrible obra, y que Calígula y Heliogábalo no habrían proferido. El cristianismo ha penetrado tanto en nosotros que distorsiona incluso nuestras concepciones del arte deliberado en las mentes más enérgicas y conscientes. El autor de Las Flores del Mal, un gran poeta que no se cree cristiano y que en su libro, positivamente, no quiere serlo, se llamó autor de Las Flores del Mal —uno no tiene impunemente mil ochocientos años de cristianismo. ¡Es algo más fuerte que el más fuerte de nosotros! Está muy bien ser un artista formidable, desde el punto de vista más fijo, con la voluntad más sostenida, y haber jurado ser ateo como Shelley, loco como Leopardi, impersonal como Shakespeare, indiferente a todo excepto a la belleza, como Goethe, por un tiempo uno va así —miserable y soberbio—,  como un actor que se siente a gusto con la máscara exitosa de sus rasgos maquillados; pero sucede que, de repente, en el fondo de uno de sus poemas más amargamente tranquilos o más cruelmente salvajes, uno se descubre cristiano en un medio tono inesperado, en una última palabra que desentona —pero que desentona para nosotros deliciosamente en el corazón:

 

¡Dame, Señor, la fuerza y  el coraje

De contemplar mi corazón y mi cuerpo sin asco!

 

Sin embargo, tenemos que reconocerlo, esas inconsecuencias, casi fatales, son bastante raras en el libro de Baudelaire. El artista, vigilante y de una perseverancia inaudita en la fija contemplación de su idea, no se dejó vencer en demasía.

(continuará)

JULES BARBEY D’AUREVILLY

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 

Mon cher Baudelaire,

Je vous envoie l’article que vous m’avez demandé et qu’une convenance, facile à comprendre, a empêché Le Pays de faire paraître, puisque vous étiez en cause. Je serais bien heureux, mon cher ami, si cet article avait un peu d’influence sur l’esprit de celui qui va vous défendre et sur l’opinion de ceux qui seront appelés à vous juger.

Tout à vous,

Jules Barbey d’Aurevilly.

24 juillet 1857.

LES FLEURS DU MAL

I

S’il n’y avait que du talent dans les Fleurs du mal de M. Charles Baudelaire, il y en aurait certainement assez pour fixer l’attention de la critique et captiver les connaisseurs, mais dans ce livre difficile à caractériser tout d’abord, et sur lequel notre devoir est d’empêcher toute confusion et toute méprise, il y a bien autre chose que du talent pour remuer les esprits et les passionner… M. Charles Baudelaire, le traducteur des œuvres complètes d’Edgar Poe, qui a déjà fait connaître à la France le bizarre conteur, et qui va incessamment lui faire connaître le puissant poëte dont le conteur était doublé, M. Baudelaire qui, de génie, semble le frère puîné de son cher Edgar Poe, avait déjà éparpillé, çà et là, quelques-unes des poésies qu’il réunit et qu’il publie. On sait l’impression qu’elles produisirent alors. À la première apparition, à la première odeur de ces Fleurs du mal, comme il les nomme, de ces fleurs (il faut bien le dire, puisqu’elles sont les Fleurs du mal) horribles de fauve éclat et de senteur, on cria de tous les côtés à l’asphyxie et que le bouquet était empoisonné ! Les moralités délicates disaient qu’il allait tuer comme les tubéreuses tuent les femmes en couche, et il tue en effet de la même manière. C’est un préjugé. À une époque aussi dépravée par les livres que l‘est la nôtre, les Fleurs du mal n’en feront pas beaucoup, nous osons l’affirmer. Et elles n’en feront pas, non seulement parce que nous sommes les Mithridates des affreuses drogues que nous avons avalées depuis vingt-cinq ans, mais aussi pour une raison beaucoup plus sûre, tirée de l’accent, — de la profondeur d’accent d’un livre qui, selon nous, doit produire l’effet absolument contraire à celui que l’on affecte de redouter. N’en croyez le titre qu’à moitié ! Ce ne sont pas les Fleurs du mal que le livre de M. Baudelaire. C’est le plus violent extrait qu’on ait jamais fait de ces fleurs maudites. Or la torture que doit produire un tel poison sauve des dangers de son ivresse !

Telle est la moralité, inattendue, volontaire peut-être, mais certaine, qui sortira de ce livre cruel et osé dont l’idée a saisi l’imagination d’un artiste ! Révoltant comme la vérité, qui l’est souvent, hélas ! dans le monde de la Chute, ce livre sera moral à sa manière ; et ne souriez pas ! cette manière n’est rien moins que celle de la toute-puissante Providence elle-même, qui envoie le châtiment après le crime, la maladie après l’excès, le remords, la tristesse, l’ennui, toutes les hontes et toutes les douleurs qui nous dégradent et nous dévorent pour avoir transgressé ses lois. Le poëte des Fleurs du mal a exprimé, les uns après les autres, tous ces faits divinement vengeurs. Sa muse est allée les chercher dans son propre corps entr’ouvert, et elle les a tirés à la lumière d’une main aussi impitoyablement acharnée que celle du Romain qui tirait hors de lui ses entrailles. Certes, l’auteur des Fleurs du mal n’est pas un Caton. Il n’est ni d’Utique ni de Rome. Il n’est ni le Stoïque, ni le Censeur. Mais quand il s’agit de déchirer l’âme humaine à travers la sienne, il est aussi résolu et aussi impassible que celui qui ne déchira que son corps, après une lecture de Platon. La Puissance qui punit la vie est encore plus impassible que lui ! Ses prêtres, il est vrai, prêchent pour elle. Mais elle-même ne s’atteste à nous que par les coups dont elle nous frappe. Voilà ses voix ! comme dit Jeanne d’Arc. Dieu, c’est le talion infini. On a voulu le mal, et le mal engendre. On a trouvé bon le vénéneux nectar, et l’on en a pris à si haute dose, que la nature humaine en craque et qu’un jour elle s’en dissout tout à fait ! On a semé la graine amère, on recueille les fleurs funestes. M. Baudelaire, qui les a cueillies et recueillies, n’a pas dit que ces Fleurs du mal étaient belles, qu’elles sentaient bon, qu’il fallait en orner son front, en emplir ses mains, et que c’était là la sagesse. Au contraire, en les nommant, il les a flétries. Dans un temps où le sophisme raffermit la lâcheté et où chacun est le doctrinaire de ses vices, M. Baudelaire n’a rien dit en faveur de ceux qu’il a moulés si énergiquement dans ses vers. On ne l’accusera pas de les avoir rendus aimables. Ils y sont hideux, nus, tremblants, à moitié dévorés par eux-mêmes, comme on les conçoit dans l’enfer. C’est là en effet l’avancement d’hoirie infernale que tout coupable a de son vivant dans la poitrine. Le poëte, terrible et terrifié, a voulu nous faire respirer l’abomination de cette épouvantable corbeille qu’il porte, pâle canéphore, sur sa tête hérissée d’horreur. C’est là réellement un grand spectacle ! Depuis le coupable cousu dans un sac qui déferlait sous les ponts humides et noirs du moyen âge, en criant qu’il fallait laisser passer une justice, on n’a rien vu de plus tragique que la tristesse de cette poésie coupable, qui porte le faix de ses vices sur son front livide. Laissons-la donc passer aussi ! On peut la prendre pour une justice, — la justice de Dieu !

 

II

Après avoir dit cela, ce n’est pas nous qui affirmeront que la poésie des Fleurs du mal est de la poésie personnelle. Sans doute, étant ce que nous sommes, nous portons tous (et même les plus forts) quelque lambeau saignant de notre cœur dans nos œuvres, et le poëte des Fleurs du mal est soumis à cette loi comme chacun de nous. Ce que nous tenons seulement à constater, c’est que, contrairement au plus grand nombre des lyriques actuels, si préoccupés de leur égoïsme et de leurs pauvres petites impressions, la poésie de M. Baudelaire est moins l’épanchement d’un sentiment individuel qu’une ferme conception de son esprit. Quoique très lyrique d’expression et d’élan, le poëte des Fleurs du mal est, au fond, un poëte dramatique. Il en a l’avenir. Son livre actuel est un drame anonyme dont il est facteur universel, et voilà pourquoi il ne chicane ni avec l’horreur, ni avec le dégoût, ni avec rien de ce que peut produire de plus hideux la nature humaine corrompue. Shakespeare et Molière n’ont pas chicané non plus avec le détail révoltant de l’expression quand ils ont peint l’un, son Iago, l’autre, son Tartuffe. Toute la question pour eux était celle-ci : « Y a-t-il des hypocrites et des perfides ? » S’il y en avait, il fallait bien qu’ils s’exprimassent comme des hypocrites et des perfides. C’étaient des scélérats qui parlaient ; les poëtes étaient innocents ! Un jour même (l’anecdote est connue), Molière le rappela à la marge de son Tartuffe, en regard d’un vers par trop odieux, et M. Baudelaire a eu la faiblesse… ou la précaution de Molière.

Dans ce livre, où tout est en vers jusqu’à la préface, on trouve une note en prose qui ne peut laisser aucun doute non seulement sur la manière de procéder de l’auteur des Fleurs du mal, mais encore sur la notion qu’il s’est faite de l’Art et de la Poésie ; car M. Baudelaire est un artiste de volonté, de réflexion et de combinaison avant tout. « Fidèle — dit-il, — à son douloureux programme, l’auteur des Fleurs du mal a dû, en parfait comédien, façonner son esprit à tous les sophismes comme à toutes les corruptions. » Ceci est positif. Il n’y a que ceux qui ne veulent pas comprendre, qui ne comprendront pas. Donc, comme le vieux Gœthe, qui se transforma en marchand de pastilles turc dans son Divan, et nous donna ainsi un livre de poésie, — plus dramatique que lyrique aussi, et qui est peut-être son chef-d’œuvre, — l’auteur des Fleurs du mal s’est fait scélérat, blasphémateur, impie, par la pensée, absolument comme Gœthe s’est fait Turc. Il a joué une comédie, mais c’est la comédie sanglante dont parle Pascal. Ce profond rêveur qui est au fond de tout grand poëte s’est demandé en M. Baudelaire ce que deviendrait la poésie en passant par une tête organisée, par exemple, comme celle de Caligula ou d’Héliogabale, et les Fleurs du mal, — ces monstrueuses, — se sont épanouies pour l’instruction et l’humiliation de nous tous ; car il n’est pas inutile, allez ! de savoir ce qui peut fleurir dans le fumier du cerveau humain, décomposé par nos vices. C’est une bonne leçon. Seulement, par une inconséquence qui nous touche et dont nous connaissons la cause, il se mêle à ces poésies, imparfaites par là au point de vue absolu de leur auteur, des cris d’âme chrétienne, malade d’infini, qui rompent l’unité de l’œuvre terrible, et que Caligula et Héliogabale n’auraient pas poussés. Le christianisme nous a tellement pénétrés, qu’il fausse jusqu’à nos conceptions d’art volontaire, dans les esprits les plus énergiques et les plus préoccupés. S’appelât-on l’auteur des Fleurs du mal, — un grand poëte qui ne se croit pas chrétien et qui dans son livre positivement ne veut pas l’être, — on n’a pas impunément dix-huit cents ans de christianisme derrière soi. Cela est plus fort que le plus fort de nous ! On a beau être un artiste redoutable, au point de vue le plus arrêté, à la volonté la plus soutenue, et s’être juré d’être athée comme Shelley, forcené comme Leopardi, impersonnel comme Shakspeare, indifférent à tout, excepté à la beauté, comme Gœthe, on va quelque temps ainsi, — misérable et superbe —, comédien à l’aise dans le masque réussi de ses traits grimés ; — mais il arrive que, tout à coup, au bas d’une de ses poésies le plus amèrement calmes ou le plus cruellement sauvages, on se retrouve chrétien dans une demi-teinte inattendue, dans un dernier mot qui détonne — mais qui détonne pour nous délicieusement dans le cœur :

Ah ! Seigneur ! donnez-moi la force et le courage

De contempler mon cœur et mon corps sans dégoût !

Cependant, nous devons l’avouer, ces inconséquences, presque fatales, sont assez rares dans le livre de M. Baudelaire. L’artiste, vigilant et d’une persévérance inouïe dans a fixe contemplation de son idée, n’a pas été trop vaincu.