III
LAS TRIBULACIONES DE UN PROFESOR
Au dessus du bétail ahuri des humains.
Tournon (1863), Besançon (1866), Avignon (1868), y, ya en París, el
Fontanes, hoy Condorcet (1871); también el Liceo Janson (1884), y luego el
Colegio Rollin (1885): he aquí los hitos de su carrera como profesor de la
lengua inglesa.1
Supongamos, sin embargo, propter
elegantiam sermonis, que se trata de una sola y única jauría de muchachos,
puesto que todos son iguales, indiferenciados en su masa ruidosa.
Ya lo hemos visto quejarse de su sueldo escaso y, sobre todo, del
acaparamiento de sus horas. ¡Y si sólo pudiera quejarse de eso! “El Liceo, el
Liceo es lo que me mata”, exclama una y otra vez en sus cartas. No es difícil
figurarse lo que puede ser el contacto continuo con la rudeza y la travesura
escolar para un hombre todo exquisitez y finura, ridículamente inadaptable a
una función que supone autoridad a todo trance. Tampoco es difícil figurarse
—problema éste mucho más agudo— lo que significa para un abstractor de
quintaesencia el tener que devolver todos los días, a las palabras y las ideas,
su sentido mínimo y burdo, bajando a cada instante desde el paraíso poético
donde vive tan embriagado que a veces cree volverse loco. Con razón el pobre
poeta confesaba un día a Paul Adam: “No puedo pasar por el viaducto de
Batignolles —y lo pasaba todos los días— sin sentir deseos de precipitarme en
el vacío”. Y no es que le faltara vocación de maestro, ni amor a la materia de
su enseñanza. De aquella vocación da fe el magisterio que ejerció entre la
juventud literaria. De este amor dan prueba sus traducciones, entre las cuales
no hay que olvidar la Mitología, de
Cox (donde hay mucho de Mallarmé) y singularmente sus obras para el aprendizaje
del inglés: Les Mots Anglais, L’Anglais en cinq tableaux (preciosa divagación
filológica la primera, ingeniosa síntesis la segunda), y hasta aquel juguete
que nos hace pensar en su imaginado “reloj poético” y que puesto en manos de un
empresario le hubiera producido alguna ganancia: L’anglais récréatif ou Boîte pour apprendre l’anglais en jouant et seul,
sistema de doce tablas que se adelantó al “ latín sin lágrimas” de nuestros
días. Pero era el maestro nacido para alumnos por él escogidos y no impuestos
por la casualidad, el maestro medieval que trae a los aprendices a su casa; era
el professor de inglés que no podía plegarse a métodos escolares ajenos, ni a
fines utilitarios inmediatos, capaz de escribir verdaderos tratados por mero
gusto y afición, a condición que no le fueran impuestos por una exigencia
exterior, sino que nacieran solos de su espíritu por una interior necesidad.
Aquella juventud vasta y sin labrar que se sentaba en los bancos
—aunque, por lo general, no entendiera a aquel hombrecito pulcro y alambicado,
y aun cuando trajera de la calle o de la casa familiar un vago recelo contra
él, adquirido en las conversaciones sorprendidas a sus mayores, sean los
padres, sean los demás catedráticos erigidos en guardianes de las formas
vulgares—, aquella juventud, sin duda mezclada de muchas cosas divinas como lo
está siempre la juventud, se le ofrecía de tiempo en tiempo con la lealtad con
que la materia prima se ofrece a la gula del artista, y de seguro que, entre
algunos malos ratos, daba también a Mallarmé la occasion de ejercitar su
pericia de modelador de almas y dibujante en conceptos. Algún consuelo en sus
amarguras de forzado.
Pero ¿y el trato con los colegas, con los profesores de provincia, con
la chusma gregaria de la cátedra? El tipo medio del profesor de liceo es aquel
que trabajó un tiempo, hace muchos años; se arregló para siempre un peinado intelectual
y se trajeó el espíritu conforme a la moda del momento. Después, la repetición
mecánica de las mismas labores, y también la falta de tiempo, lo fueron
obligando a prescindir de toda curiosidad y a negar cuanto no se encuentra en
su librito —como dice la gente—, cuando perturba su sistema ya hecho. Y luego,
hay un pecado intelectual, el cansancio, que es inseparable de la función misma
del espíritu. Para eso se inventó el Domingo, pero el reposo periódico no basta
siempre a recobrar las fuerzas gastadas; y una vez que el cansancio empieza, resbala
vértigo abajo en una proporción geométrica a que nunca puede dar alcance la
parsimoniosa serie aritmética de un domingo y otro domingo. Aun el mismo que
ama su trabajo y quisiera renovarse con el sol de cada mañana, se va llenando
de hastío, porque las novedades de una ciencia no son tan frecuentes que
compensen y sacudan, con sus ocasionales apariciones, el marasmo de la
repetición diaria en los cursos escolares.
La vieja Salamanca, dígase lo que se quiera de sus espinas escolásticas,
tenía una sabia costumbre: obligaba a sus catedráticos a “asistir al poste” .
Después de la conferencia oficial, ya en libre conversación de amigos, el
Doctor salía del aula y venía a reclinarse negligentemente, como quien no da importancia
a la cosa, en el poste que había en el patio. Allí se plegaba a las preguntas
que los alumnos quisieran hacerle; entraba en sus dudas y hasta confesaba las
suyas propias, libre ya de la solemnidad ritual que lo obligaba a la autoridad ex-cátedra.
Allí se improvisaba un seminario de charlas, una compenetración mayor entre el
maestro y los discípulos, lo cual corregía las austeridades del régimen. Allí,
mientras los jóvenes perdían el pavor a la enseñanza, el viejo recobraba un
tanto la flexibilidad de sus años mozos.
Por lo demás, parece que nada puede detener el conocido fenómeno de la
decadencia de las cátedras. Llega un día en que el sabio mismo, y mientras más
sabio peor, se fatiga de rodear siempre los elementos de una ciencia que ya
domina en sus menores resortes y de que está ya bien saturado. “Escribir sobre
lo que ya se conoce ¡qué aburrimiento!”, decía Gourmont. ¡Qué aburrimiento
hablar otra vez sobre lo que ya se sabe de memoria, y hablar en los mismos términos
cada día! A menos que el investigador se remonte por su cuenta y riesgo,
olvidando las necesidades modestas del educando; a menos que el pastor ascienda
sin cuidarse del abismo que lo separa ya del mundo ordinario, y como decía Fray
Luis de León, deje a su grey en este valle hondo, oscuro… Pero este catedrático
que sigue siendo investigador es el caso menos frecuente, aunque el preferible
a fin de cuentas, porque podrá suceder que arrastre consigo, en su turbión de
ciencia antipedagógico y desordenado, a dos o tres discípulos fieles que habrán
de recoger su antorcha. Y lo más frecuente —volvamos a nuestros carneros
liceanos— será siempre el repetidor mecánico, el maestrito de un solo librito.
Un profesor vivaz, joven y lleno de iniciativas —peor aún: poeta, y
poeta incomprensible y humoso— no puede menos de inquietar al profesor
rutinario, de irritarle primero y exasperarlo al fin, por lo mismo que
desorganiza su pequeña y cómoda jardinería del mundo. ¿Qué venía a hacer entre
personas cuerdas aquel profesorcillo estrafalario y de maneras untuosas, que
entreveía misterios psicológicos en las palabras, adelantándose un siglo a las
concepciones idealistas de Vossler y a las aventuras de la moderna estilística?
A lo major se le ocurría entrar en explicaciones sin utilidad práctica ninguna sobre
la historia de la lengua inglesa; sobre el elemento gótico o anglosajón, de
lucha con la lengua de oil y su fusion con ella para determinar el inglés
propiamente dicho. Otra vez le daba por encontrar espíritu en las letras. Y
así, de la inglesa, escribía: “Esta letra parecería a veces impotente para
expresar por sí misma otra cosa que un apetito nunca seguido de resultado, la
lentitud, el estancamiento de todo aquello que se arrastra, yace simplemente, o
bien perdura; con todo, cobra cierta espontaneidad para expresar ciertos sentidos…”
Inútil continuar la cita. El director de una institución pedagógica tiene
responsabilidades muy serias. No es negar que el joven profesor sea un hombre
inteligente, cultísimo y de muy honestas costumbres; pero educar es educar. Ya
sabemos que la salida de Tournon tiene su secreto, y que los colegas de Besançon
se muestran algo desconfiados a la llegada de Mallarmé. ¿Qué había sucedido?
Muy sencillo: un día el “Provisor” de Tournon le dijo que necesitaba hacer economías
—lo de siempre; que, en consecuencia, era indispensable concentrar en una
persona las cátedras de inglés y de alemán. Y Mallarmé fue sacrificado a esta
economía. Una vez que se libraron de él, expidiéndolo a la tierra bisontina, no
hicieron concentración de cátedra, sino que simplemente lo sustituyeron por
otro profesor que no sabía hacer versos.
Sospecho que aquí intervino la influencia del prefecto De
l’Angle-Beaumanoir, quien se figuró ver en Mallarmé un bromista de la peor especie
al leer los poemas Le Guignon y Les Fenêtres: de aquí la desgracia, el
“mal de ojo” y la “ defenestración” de Mallarmé. Por cierto que Raoul de
l’Angle-Beaumanoir, hijo del prefecto, novelista nada mallarmeano, solía
concurrir más tarde a los Martes de la calle de Roma, sin duda, como se ha
dicho, a título de peregrinación expiatoria y para purgar las culpas paternas.
Pero la verdad es que el prefecto no haría más que seguir la opinión reinante. Por
aquel tiempo, nadie ponía en duda, en las redacciones de los periódicos, que
Mallarmé, en la vida y en la obra, fuera un perpetuo mixtificador, y su poesía
un lenguaje convencional, con cifra y traza, para esconder imaginaciones
grotescas y hasta obscenas.
Y ya que de tal ofuscación se trata, es el momento de contar un caso
curioso: el inglés Beckford, a fines del siglo XVIII, escribió en francés un
cuento oriental, Vathek. Algún
Mallarmé abuelo se encargó de la lujosa edición. Nuestro Mallarmé desenterró el
libro, y logró que, acompañado ahora de un espléndido y largo prólogo, lo
reeditara, en 1876, el librero de la Biblioteca Nacional, Adolphe Labitte. El
ejemplar dedicado por Labitte a la Nacional de París lleva, de su puño y letra,
esta inscripción reveladora de la opinión corriente en su tiempo: “Entrego este
ejemplar a la Biblioteca Nacional, no sin advertir al lector que el prefacio es
una mixtificación”. El editor, pues, pensaba lo mismo que los profesores y los periodistas
baratos.
Entre la gente escolar hay un sujeto que merece mención aparte. Entreguemos
a la posteridad su nombre: es el censor Fallex, del Liceo Fontanes. Es el mismo
que después pasó al Charlemagne, de donde expulsó a Buchotte y a Jules Renard, y
por poco expulsa también a Ernest Raynouard. Sépase que Fallex componía unos
versos mediocres, y al muy bribón le hacía mal descubrir talento en el prójimo.
La envidia es una mala enfermedad, duele mucho. Magnard, director del Fígaro, le
decía candorosamente al autor del Tartarín: “Daudet, ¡no puede usted figurarse
el daño que hace eso!” Mallarmé era subordinado del oscuro Fallex ¿y se atrevía
a crecer en fama, a los ojos de todo el mundo, dejando debajo a su superior? Y
Fallex, cada vez que podía, agobiaba con su autoridad al quieto y seguro
Mallarmé.
Naturalmente que el cumplimiento del deber, por parte del concienzudo
profesor, era compatible con su poco de ironía práctica. Hay así pequeños
desquites que a nadie dañan, y nos ayudan a conllevar la carga y hasta la
embellecen por instantes. Por ejemplo, se hizo un día patente que Mallarmé demostraba
cierta preferencia por un alumno negro, y frecuentemente se servía de él
durante la clase. El pintor Renoir le preguntó la razón de esta preferencia. “
Es —le contestó Mallarmé con su sonrisa de conejo— que me encanta ver al negro
expresarse por medio de la tiza blanca sobre el plano negro del encerado”.
Claro es que los muchachos también tomaban su parte en los placeres de
este mundo, aprovechando la menor circunstancia. Mallarmé, en el Fontanes,
solicitaba siempre el auxilio de un chico que había entrado ya al Liceo
hablando inglés, y éste era el que se encargaba de recoger los deberes y otras
materialidades del curso, permitiendo así que el maestro, de tiempo en tiempo,
se entretuviera en leer, en tomar notas, en meditar. Y los muchachos: “¡Este Mallarmé!
¡El tiempo que pierde uno en su clase! ¡Sólo se ocupa en escribir para los
periódicos de modas!” Porque la fama de “Marasquin”, director de una revista
social, había llegado hasta ellos. Pero lo peor le aconteció años antes, cuando
un número del Parnasse Contemporain
cayó en manos de la chiquillería. En este número aparecía L’Azur. ¿Cómo? ¿Aquel señor divagado, maniático, lleno de papelitos
de apuntes, siempre metido en un triste macferlane, con sus zapatos de tacón
alto y sus calcetines de seda blanca, se permitía escribir versos
incomprensibles? Desde aquel día, al entrar a clase, Mallarmé tenía que borrar
pacientemente las caricaturas que encontraba en el encerado, y en que se le
representaba tapándose las narices y gritando: “Je suis hanté: l’Azur, l’Azur, l’Azur, l’Azur!”
Pasaba sobre el agravio, y ocupado en cosas mejores, lo olvidaba. Joseph
Caillaux, el conocido político, fue su discípulo en el Liceo Fontanes, y acabó
por ser su discípulo distinguido y cobrarle verdadero cariño. Cuando llegó al
Liceo, sus compañeros le dijeron: “Está chiflado: quiere hacernos entender El cuervo, de Poe”. (Y, comenta Léon
Treich, los padres de los chicos seguramente pensarían lo mismo.) “Por lo
demás, muy buena persona. Ya verás cómo puede uno jugar en su clase”. Caillaux
aprovechó el primer momento para poner el consejo en práctica. El viento cerró
con estrépito una ventana, y Caillaux gritó: “¡Socorro!” Pero con espanto se dio
cuenta de que nadie lo secundaba. El profesor, tras reprenderlo ligeramente,
llamó al alumno en jefe, Tamburini, y le dijo: “Mil líneas de castigo al alumno
Caillaux”. Tamburini hizo que escribía, mientras guiñaba el ojo a Caillaux. A
los ocho días, el profesor preguntó por los castigos. “No hay castigos esta
vez, señor. Todos los alumnos se han portado bien”. Y Mallarmé no volvió a
acordarse, o fingió que no se acordaba.
El historiador Charles Seignobos lo recuerda como mal profesor de
inglés, pero el testimonio de Seignobos trae no sé qué resabio amargo, y se
complace en cargar las sombras, sea que evoque el aspecto personal de Mallarmé
o la casa en que habitaba en Tournon. El pintor Jacques-Émile Blanche confiesa
que no aprendió nada en el curso de Mallarmé. Fontainas asegura, sin embargo
que, ya en el sexto del Fontanes, un respetuoso silencio rodeaba a Mallarmé, y
aunque reinaba cierta libertad, ninguno se atrevía al desorden, porque al
instante una palabra seca —como un hondazo a la oveja descarriada— clavaba en
su sitio al atrevido. El grito: “ ¡Basta!”, repetido tres veces, y un golpe con
la regla en la mesa eran el anuncio de los castigos. A posteriori, Fontainas
cree recordar —pero desconfío de su recuerdo— que todos tenían el presentimiento
de habérselas con un grande hombre, y que mientras éste tomaba notas en sus
papeletas, escribiendo palabras sueltas a intervalos calculados y exactos,
asistían a una labor sagrada. Entre la expectación de los alumnos, el maestro se
abstraía de pronto, o con aquella mano nerviosa de que sacó tanto partido
Manet, alcanzaba un libro y se ponía a examinarlo.
Por entonces, ocupado ya en sus traducciones de Poe, solía traer a clase
las primicias de su versión francesa, como lo hizo valientemente para todo el
poema Eldorado. ¡Perlas margaritas a
los muchachos, que dudaban de la utilidad de tales ejercicios! Durante la
enfermedad de cierto Monsieur Balagué, el señor Stéphane Mallarmé, del Liceo
Fontanes, fue llamado a suplir la cátedra de inglés en el Colegio Rollin, adonde
llegó precedido de una reputación de amable extravagancia. Venía “metido en
Poe”, como los andaluces dicen “metido en jerez”, y lo primero que hizo fue
escribir en el encerado esta linda estrofa:
In the greenest of our
valleys
By good angels tenanted,
Once a fair and stately
place,
Radiant palace reared its
head.
Es el comienzo
del poema que Mallarmé tradujo bajo el nombre de Le Palais hanté, poema que se encuentra en La caída de la casa Usher, y que aparece también en la traducción
de las Nuevas historias extraordinarias, por Baudelaire.
Tal vez los alumnos del Rollin se preocupaban más de aprender que sus
contemporáneos de los otros liceos. Ello es que uno interpeló respetuosamente
al profesor, preguntándole si, antes de entrar en los primores de la poesía, no
les convendría más dominar las frases de uso corriente. El poeta, con aquella
lengua elíptica que ya para entonces pasaba de su obra a su conversación,
contestó:
—O le laid, déjà pratique!
Pero, aceptando el reparo, borró lo que había escrito. Y he aquí que se
lanza entonces, entre el asombro y el entusiasmo de los alumnos, durante una
hora larga, a una brillante improvisación sobre la cocina inglesa, como si
durante sus escaseces de Londres no hubiera hecho más que practicarla: Wrexham soup,
Pepperpot, Cock-a-Leekie, Harvey sauce, Oyster forcemeat, Hindostanee curry,
Wyvern pudding, Queen Mab’s pudding, Porcupine pudding, Muffins, Gooseberrie
tarts: todo esto desfiló ante la clase, en aquella pronunciación exacta, aunque
no tan ostentosamente británica como lo pretendían las caricaturescas
imitaciones de Paul Verlaine. Y después, volviéndose al alumno de la objeción,
le lanzó esta otra flechita elíptica:
—Relevé ai-je le gant?
Encuentro en Fabureau la mejor crítica retrospectiva del curso Mallarmé:
De seguro que Mallarmé no se preocupaba de buscar una interpretación racional
al enredijo de las instrucciones ministeriales. Con una independencia de
criterio que le costaba cara, desdeñaba resueltamente las reglas de la
Universidad oficial. Adversario del llamado método directo, preconizado por la
escuela Berlitz, no se empeñaba en transformar a sus alumnos en viajantes de
comercio o en guía de turistas. Su mismo inglés era demasiado puro y elegante.
Aquel “profesor pequeño, tan extraño, tan sabio, tan profundo, tan
familiar y tan cómico —dice Grillot de Givry a quien cito a través de Fabureau—
acabó por seducir a un grupo de alumnos del Rollin. Imitaban sus oscuridades y
elipsis, daban caza a sus preferencias literarias, a las fuentes de su
erudición filológica. Abrían los clásicos griegos y latinos para seguirlo en
sus investigaciones etimológicas, aun cuando los textos fueran tan oscuros como
aquella primera sátira de Persio que San Jerónimo, desesperado, arrojó al
fuego. Entraban en Calímaco para ofrecer a su profesor citas curiosas. Se
atrevían con la Biblia visigótica del obispo Ulfilas, que lo habían visto
consultar. Compraban la Gramática gótica de Loebe, “para darse el gusto de
saludarlo al entrar a clase en la lengua guerrera del siglo IV, como si fuera
un jefe de horda”.
Y ahora se nos ocurre pensar que Mallarmé no era un professor para
liceanos, ni para universitarios tal vez, sino más bien para aficionados en el
sentido más generoso de la palabra; para gente ya formada, en suma, que quiere
seguir cultivando su afición.
APÉNDICE
Después de escritas y publicadas estas páginas, han venido apareciendo
nuevos estudios, nuevas memorias —como las de Mauclair 2— que añaden nuevos
datos al conocimiento íntimo de Mallarmé. De otros libros, publicados hace
mucho tiempo, sólo he tenido conocimiento muy tarde. Así aquella crónica de
Rodrigo Soriano en que cuenta cómo visitó a Mallarmé, en París, acompañado del
pintor Regoyos; cómo le hablaron de Góngora y la posible simpatía de ideales
estéticos entre el maestro cordobés del siglo XVII y el maestro del simbolismo
francés; y cómo Mallarmé, que ignoraba a Góngora, se manifestó sorprendido e
interesado y quiso, en lo posible, conocer de cerca a su vago precursor
español.
En la imposibilidad de seguir recogiendo —por ahora, al menos— estas
aportaciones, me limito, en cuanto al Mallarmé profesor, a remitir al volumen
de Daniel Halévy, Pays parisiens, en
cuyo capítulo “Un Paris enfantin” hay
algunos documentos curiosos. Según Halévy, la precisión didáctica, la autoridad
escolar de los demás profesores contrastaban con cierta distracción y cierta “negligencia
mágica” de Mallarmé. Los chicos sentían que este profesor estaba de su lado,
que a él también le incomodaba la clase, que también él estaba pensando en otra
cosa, e inconscientemente le agradecían esta disposición de espíritu y se le
entregaban mejor. “La gente mesurada es mucho más sensible a la magia que las
personas mayores”. Este profesor ni siquiera pasaba lista de presentes. Toda
realidad era, en torno a él, un poco indecisa. Los deberes eran siempre cortos.
El 8 de octubre de 1882, dio cuatro versos ingleses a Halévy:
I saw a ship a saling
A saling on the sea;
And it was deeply laden
With pretty things for thee.
que el alumno tradujo así:
Je vis un vaisseau
navigueur,
Navigueur sur la mer;
Et il était profondemenl
chargé
De jolies choses pour toi.
Y el tema anexo, que tiene el valor de un pequeño poema en prosa para
uso infantil:
—¡Lindo barco!
—No lo veo.
—Un barquito por la mar.
—¿Crees, mamá, que vendrá cargado de ricos presentes para mí, de
bombones sobre todo?
—Tal vez.
—No logro verlo aún.
—Cierra los ojos y óyeme cantar; entonces acabarás por verlo, con todas
las cosas que trae.
Un día Halévy, distraído, al entrar a clase un poco tarde, dejó su
sombrero sobre la prominencia que formaba el pie del profesor, bajo la manta
que envolvía sus piernas cruzadas. Se produjo un rumor general. Mallarmé se
detuvo un instante a contemplar aquel espectáculo insólito —al fin gustador de rarezas—
y se limitó a sonreír y dejar caer el sombrero.
Los chicos tenían la costumbre de cambiarse billetitos durante la clase.
Mallarmé logró atrapar uno en que Halévy, jefe de banda, proponía, en estilo
napoleónico, una tregua al jefe de otra banda enemiga: “Sire: nuestros pueblos
vienen padeciendo de tiempo atrás por los incontables males de la guerra, etcétera”.
Mallarmé se limitó a anotar al margen, con tinta roja:
Le petit Daniel
est un petit sot.
“No deja de ser humillante para mí —dice el antiguo discípulo— que este
dístico sea el más claro en toda la obra del poeta”.
Al acercarse las vacaciones de Pascuas, los profesores solían hacer
lecturas para su clase. Ni qué decir que las mejores y más gustadas eran
siempre las de Mallarmé, aunque cierto padre se quejó de que su hijo no había
podido dormir pensando en los tigres y leones de cierto libro de aventuras… Los
compañeros pensaron muy mal del alumno delator. Decididamente, no era posible
incomodar a aquel profesor que tan poco los incomodaba. Decididamente, aquel
leve personaje no pertenecía a la odiosa secta de las “personas mayores”.
NOTAS:
1. Además de su Mallarmé
universitaire (Mercure de France, 1° de octubre de 1912) y sus Lettres de Mallarmé à Mistral (Mercure
de France, 15 de abril y 1° de mayo de 1924), Charles Chassé ha ofrecido una
biografía universitaria de Mallarmé que no creo se haya publicado [Nota del
autor].
2. Camille Mauclair, Stéphane Mallarmé, prince de l'esprit, disponible en formato digital.