BAUDELAIRE Y EL SUEÑO DE ATALÍA
Que Baudelaire haya imitado el sueño de Atalía y que esa imitación se haya
convertido en Las metamorfosis del
vampiro es algo que resulta sorprendente. Pero nada es más cierto.
Sabemos que Baudelaire afirmaba admirar a los poetas
del gran siglo, e incluso a Boileau; pero sabemos muchas cosas que sólo tienen
una tenue apariencia de verdad. El gusto de Baudelaire por Boileau y Racine no
era una afectación, y lo demostró cuando escribió sus poemas, cuya forma poco
romántica dio motivos de preocupación a Victor Hugo. En Las Flores del Mal había algo más que una “nueva emoción”; había un
retorno al verso francés tradicional. Tras los caprichos orientales, volvíamos
a ver jinetes firmemente asentados sobre un caballo sólido, seguros de sí
mismos y de su montura, dispuestos a cualquier ejercicio útil o estético, sin
ánimo alguno para desfiles vanos.
Incluso en su malestar nervioso, Baudelaire conserva
algo de sano; a menudo se nota el esfuerzo que hace el poeta por mantener el equilibrio,
pero equilibrio existe. Sus poemas están compuestos. Quiere decir algo y lo
dice. Sus metáforass son coherentes; sobre todo, son visibles y proporcionan
visiones lógicas:
Sé bueno, oh
mi Dolor, tranquilízate un poco,
Anhelabas la
noche: aquí llega; ya está:
Una atmósfera
oscura envuelve la ciudad,
A algunos
trae la paz, a otros la inquietud.
(Recogimiento.)
Conocía muy bien a los poetas razonadores del siglo
XVII, también a los teólogos y moralistas católicos. Este hombre, al que los
magistrados condenaron como a un monstruo de impiedad y lujuria, se arrodillaba
muy sinceramente, tras una buena francachela, para pedir perdón, y aceptaba el
castigo:
Bendito seas,
Dios mío, que das el sufrimiento
Cual bálsamo
divino para nuestras torpezas.
(Bendición.)
Atribuir esta actitud a una paradójica necesidad de
contradicción sería admitir que conocemos muy poco a Baudelaire. Basta con leer
los Cohetes y Mi corazón al desnudo, cuadernos que sin duda no destinaba a una
inmediata publicidad. La religiosidad que confiesa en ellos, sólo para sí
mismo, provisionalmente, tiene incluso, por su ingenuidad, algo de penoso.
Pero, ¿no es esto ya evidente en Las
Flores del Mal? En ese libro, realmente abusa de la moral cristiana. Casi
siempre, cuando ha dicho algo un poco fuerte, siente la necesidad de excusarse
con una conclusión moral. Esta debilidad no escapó a sus acusadores públicos.
En los considerandos de la condena dicen:
“En materia
de prevención de delitos contra la moral pública y las buenas costumbres:
Considerando
que la intención del poeta, en el objetivo que quería alcanzar y en el camino
que tomó, sin importar el esfuerzo estilístico que haya hecho, fuere cual fuere la culpa que haya precedido a sus
pinturas o de ellas proviniere, no puede eliminar
el efecto desastroso de las escenas que presenta al lector y que, en las piezas
en cuestión, conducen necesariamente a la estimulación de los sentidos por
medio de un realismo grosero y que resulta ofensivo para el pudor”.
Cuando abrí, con vistas a una investigación, el
segundo volumen de El Genio del Cristianismo,
me encontré con el capítulo XI, Continuación
sobre los artificios poéticos: Sueño de Eneas, Sueño de Atalía. Leí el Sueño de Eneas, traducido por uno de los
amigos de Chateaubriand, sin duda Fontanes, y el pasaje me pareció a la vez sin
valor y de una fea chatura. Sin embargo, comparado con el Sueño de Atalía, presenta el interés de parecer el prototipo. Pero
Racine lo ha perfeccionado mucho, sobre todo al poner en escena el vuelco que,
en Virgilio, es anterior al sueño propiamente dicho. En Racine, es una verdadera
escena viviente; vemos la metamorfosis. El quantum
mutatus ab illo ocurre delante de los ojos del lector, que tiene una visión
clara del mismo.
En toda esa parte de su libro, Chateaubriand, emulador
casi desafortunado de La Harpe, escribe un comentario muy exhaustivo sobre esa
pieza de literatura artificial, fingiendo que siente una intensa emoción ante
esa lectura banal. Apenas se atreve a admitir lo superior que le parece la
poesía de Racine, al menos en este caso. Muy sometido a la jerarquía de las admiraciones,
le resulta “difícil decidir aquí entre
Virgilio y Racine”. Sin embargo, señala la inversión, “una especie de cambio de estado, de peripecia, que le da al sueño de
Racine una belleza de la que carece el de Virgilio”.
Un día, mientras releía Atalía, Baudelaire quedó impresionado por ese vuelco y, tomando la
escena e incorporándola a un sueño de mal amor, escribió Las metamorfosis del vampiro.
Transcribir las dos piezas una tras otra evitará
muchos comentarios. Aquí están:
Se apareció
delante de mi lecho
Mi madre Jezabel,
con el pomposo
Ornamento del
día de su muerte.
Humillado no
había
Su altivez lo
espantoso de su suerte;
Ni en su
rostro faltaba
El mentido
esplendor, con que solía
Suplir el
enojoso irreparable
Ultraje de la
edad. Tiembla, me dice,
Oh tú de mis
entrañas digna hija,
Del iracundo
Dios de los judíos,
Que su
venganza contra ti previene.
¡Cuánto te
compadezco de que caigas
bajo el poder
de sus terribles manos!
No bien estas
palabras espantosas
Articuló,
cuando hacia el lecho mío
Reparé que su
sombra se acercaba
Abrazarla
intenté, mas hallé sólo
De rotos
huesos, carne magullada
Un confuso
montón y mezcla horrible
Por ciénagas
inmundas arrastrada;
Sangrientas
jiras de asquerosos miembros
Que los
voraces canes a porfía
Despedazaban
con rabioso diente.
(Atalía, II, 5. Versión de Eugenio de Llaguno.)
(Fue durante el horror de una noche profunda; / Mi madre Jezabel apareció ante mí, / Como el día de su muerte, pomposamente engalanada; / Sus desgracias no habían disminuido su orgullo; / Incluso seguía teniendo ese brillo prestado, / Con el que se preocupaba en pintar y en adornar su rostro, / Para reparar el ultraje irreparable de los años, / “Tiembla”, dijo, “hija digna de mí, / ¡El cruel Dios de los judíos también prevalece sobre ti! / Te compadezco por caer en sus formidables manos, / Hija mía”. Mientras terminaba estas atroces palabras, / Su sombra hacia mi cama pareció descender, / Y yo extendí los brazos para besarla; / Pero todo lo que encontré fue una mezcla horrible / De huesos y de carne magullada arrastrada por el fango, / De jirones sangrientos y de miembros horribles, / Que los perros devoradores se arrebataban entre ellos.)
El poema de Baudelaire es perfectamente paralelo al de
Racine. Ambos constan de tres actos (el tercer acto de Baudelaire tiene dos escenas).
Primer acto: una descripción del lugar y de la figura que aparece; segundo
acto: un impulso de simpatía hacia la aparición a la que se quiere besar;
tercer acto: la metamorfosis se completa en el momento del impulso y vemos el
resultado. Por supuesto, el relato de Baudelaire debe considerarse un sueño; su
naturaleza fantástica lo exige absolutamente, aunque el poeta, para aumentar la
impresión de miedo que quiere dar, presenta la escena como real, es decir, como
si fuera vista en un estado de alucinación.
LAS
METAMORFOSIS DEL VAMPIRO
La mujer,
mientras tanto, con su boca de fresas,
retorciéndose
como serpiente en las pavesas,
estrujaba sus
senos del corsé en las ballenas,
decía estas
palabras de suave almizcle llenas:
—“¡Tengo los
labios húmedos y conozco la ciencia
que en el
fondo del lecho disuelve la conciencia.
Puedo enjugar
las lágrimas en mis senos triunfantes,
y hago reír
al viejo igual que a los infantes.
Para quien
quiere verme desnuda, sin mi velo,
soy la luna y
el sol, otros astros del cielo.
Para el sabio
yo soy dulce y voluptuosa,
cuando ahogo
a los hombres con mis brazos de diosa,
o cuando a
sus mordiscos abandono mi busto,
tímido o
libertino, o frágil o robusto,
que sobre los
colchones, locos de frenesí,
hasta los
mismos ángeles se perdieran por mí!”.
Cuando toda
mi médula succionó de mis huesos,
y, ya
lánguidamente aún le pedía besos,
¡advertí que
en sus flancos, en un solo momento,
resbalaba un
humor viscoso, purulento!
Espantado,
cerré los ojos, con terror,
y cuando los
abrí, al vivo resplandor
de la
lámpara, vi que a mi lado no estaba
el maniquí
potente que el vigor ostentaba,
sino sólo
despojos de huesos que temblaban
y el chirrido
de las veletas imitaban,
o de un
cartel colgado que en un mástil ondea,
y en las
noches de invierno el viento balancea.
(Los despojos,
VII. Versión de Lluís Guarner y Andreu Jaume)
Y ahí es adonde conduce la voluptuosidad ilícita, ¡en lo
que se convierten aquellas que se la procuran a los libertinos, y los placeres
posteriores que los libertinos exhaustos encuentran en sus crueles lechos! El
cuadro de Racine, menos pintoresco, es superior por su misma sobriedad. Como
parte de una acción extensa y compleja, no conlleva ninguna moraleja inmediata.
La moraleja de Baudelaire, aunque sarcástica, es muy conmovedora; se burla,
como la calavera y las tibias cruzadas en que se ha convertido la cabeza
irónicamente tierna de la docta mujer, pero su burla es un consejo, y
Baudelaire se lo da a sí mismo.
Nos sorprende, creo, la similitud del impulso durante
el cual se produce la metamorfosis. Los dos pasajes giran exactamente en torno
al mismo eje:
...No bien estas
palabras espantosas
Articuló,
cuando hacia el lecho mío
Reparé que su
sombra se acercaba
Abrazarla intenté...
Cuando toda
mi médula succionó de mis huesos,
y, ya
lánguidamente aún le pedía besos...
Es bastante difícil definir este tipo de imitación con
un término preciso. No hay plagio, ni pastiche, ni préstamo. No es la
transposición de lo trágico a lo cómico, o viceversa. A lo sumo, podríamos ver una
especie de parodia, pero del todo oculta y que Baudelaire podría haber
considerado impenetrable.
Como la poesía clásica sigue siendo el primer alimento
de los niños en los colegios, es natural que se encuentren reminiscencias de
Racine y Boileau en las obras aparentemente más divergentes de la tradición.
Analizado desde este punto de vista, el propio Victor Hugo parece estar lleno
de reminiscencias, incluso en medio de su más soberbia originalidad. El abate
Delille fue su maestro, y por eso tantos pasajes fulgurantes del gran poeta no
son, en definitiva, más que un Delille apocalíptico.
En el siglo XVII, la imitación de los antiguos era obligatoria.
Tomar prestados pasajes enteros de Virgilio o de Séneca era enriquecer la lengua
francesa. Aunque ignoraban a Du Bellay, seguían al pie de la letra sus consejos
ingenuos. Pero también imitaban a sus predecesores inmediatos. Corneille tomó
las imprecaciones de Camila de la hermosa Sofonisba
de Mairet; Racine se acordó del Hipólito de Gilbert en Fedra, y del Triunfo de la
Liga de Nérée en Atalía. De esa
oscura tragedia toma prestado el famoso “Je
crains Dieu, cher Abner...” (Temo a Dios, querido Abner...), y los famosos
pajaritos a los que Dios les da de comer. Esa tontería del poeta convertido en
devoto no es más ridícula en Nérée que en Racine; incluso está mejor situada en
el primero, y lamentamos que no haya quedado allí escondida.
Parecería que la táctica de tomar prestado voluntariamente
estribaría en recurrir a los desconocidos. Es una táctica astuta; el beneficio
es mayor y el peligro mucho menor al robarles a los pobres que a los ricos. Los
que toman prestado involuntariamente, en cambio, recurren a los ricos, y eso los
beneficia poco, porque la razón del más fuerte es siempre la mejor.
Baudelaire, al metamorfosear el sueño de Atalía,
¿actuó conscientemente u obedeció a una reminiscencia? Es muy difícil
decidirlo. Tal vez podríamos suponer que la obra en cuestión, El vampiro, es como una secuela de la
obra que comienza así:
Una noche, en
la cama de una horrible judía.
La conexión de ideas podría haberlo conducido a Atalía, y el sueño volverle a la
memoria...
Pero basta con haber contado esta anécdota literaria. No
es más que una rareza.
1905.
Promenades littéraires, Deuxième série
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
Que
Baudelaire ait imité le songe d’Athalie et que cette imitation soit devenue Les Métamorphoses du vampire, voilà de
quoi surprendre. Rien n’est pourtant plus véritable.
On sait que Baudelaire affectait
d’admirer les poètes du grand siècle, et même Boileau ; mais on sait
beaucoup de choses qui n’ont qu’une très faible apparence de vérité. Ce goût
pour Boileau, pour Racine n’était pas, chez Baudelaire, une affectation, et il
le prouva bien en écrivant ses poèmes dont la forme, très peu romantique, ne
fut pas sans donner à Victor Hugo quelques inquiétudes. Il y avait autre chose
dans Les Fleurs du Mal qu’un
« frisson nouveau », il y avait un retour au vers français
traditionnel. Après les caprices orientaux, on revoyait des cavaliers bien
assis sur un cheval solide, sûrs d’eux-mêmes et de leur monture, prêts à tous
les exercices utiles ou esthétiques, nullement disposés à la vaine parade.
Jusque dans le malaise nerveux,
Baudelaire garde quelque chose de sain ; on sent assez souvent l’effort
que le poète s’impose pour garder l’équilibre, mais il y a équilibre. Ses
poèmes sont composés. Il veut dire quelque chose et il le dit. Ses métaphores
sont cohérentes ; surtout, elles sont visibles et donnent des visions
logiques :
Sois sage, ô ma Douleur,
et tiens-toi plus tranquille,
Tu
réclamais le Soir : il descend ; le voici :
Une
atmosphère obscure enveloppe la ville,
Aux uns
portant la paix, aux autres le souci.
(Recueillement.)
Habitué des poètes
raisonneurs du XVIIe siècle, il l’était aussi des théologiens et des
moralistes catholiques. Cet homme, que les magistrats condamnaient tel qu’un
monstre d’impiété et de luxure, s’agenouillait très sincèrement, après une
belle débauche, pour demander pardon, et il acceptait le châtiment :
Soyez béni,
mon Dieu, qui donnez la souffrance
Comme un divin remède à nos impuretés.
(Bénédiction.)
Attribuer cette attitude
à quelque besoin paradoxal de contradiction, ce serait avouer que l’on connaît
bien mal Baudelaire. On n’a qu’à lire les Fusées
et Mon cœur mis à nu, cahiers qu’il
ne destinait pas sans doute à une publicité immédiate. La religiosité qu’il y
avoue, pour lui seul, provisoirement, a même, par son ingénuité, quelque chose
de pénible. Mais n’est-ce point déjà sensible dans Les Fleurs du Mal ? Il y abuse vraiment de la morale
chrétienne. Presque toujours, quand il a dit quelque chose d’un peu fort, il
éprouve le besoin de s’en excuser par une conclusion morale. Cette faiblesse
n’avait pas échappé à ses accusateurs publics. Ils disent, dans l’avant-propos
de la condamnation :
« En ce qui concerne la
prévention d’offense à la morale publique et aux bonnes mœurs :
« Attendu que l’intention du
poète, dans le but qu’il voulait atteindre et dans la route qu’il a suivie,
quelque effort de style qu’il ait pu faire, quel
que soit le blâme qui précède ou qui suit ses peintures, ne saurait
détruire l’effet funeste des tableaux qu’il présente au lecteur et qui, dans
les pièces incriminées, conduisent nécessairement à l’excitation des sens par
un réalisme grossier et offensant pour la pudeur. »
En ouvrant pour une recherche, au
tome deuxième, le Génie du Christianisme,
je tombe sur le chapitre XI, Suite des Machines
poétiques : Songe d’Énée, Songe d’Athalie. Je lis le Songe d’Énée,
traduit par un des amis de Chateaubriand, sans doute Fontanes, et le morceau me
paraît et d’une valeur nulle et d’une laide platitude. Cependant, confronté
avec le Songe d’Athalie, il a cet intérêt d’en paraître le prototype. Mais
Racine l’a beaucoup perfectionné, surtout en mettant en scène le revirement
qui, dans Virgile, est antérieur au songe lui-même. Dans Racine, c’est un
véritable tableau vivant ; on voit la métamorphose. Le quantum mutatus ab illo s’opère sous les
yeux du lecteur, qui en a la claire vision.
Chateaubriand, dans toute cette
partie de son livre, émule, presque malheureux, de La Harpe, rédige sur ce
morceau de littérature artificielle un commentaire très serré, feint d’éprouver
à cette lecture banale une intense émotion. C’est à peine s’il ose avouer
combien il trouve supérieure, en cette rencontre, du moins, la poésie de
Racine. Très soumis à la hiérarchie des admirations, il trouve « malaisé
de décider ici entre Virgile et Racine ». Cependant il note le revirement,
« une sorte de changement d’état, de péripétie, qui donne au songe de
Racine une beauté qui manque à celui de Virgile. »
Ce revirement, Baudelaire, un
jour qu’il relisait Athalie, en fut
très frappé et, prenant la scène, l’incorporant dans un rêve de mauvais amour,
il écrivit Les Métamorphoses du vampire.
Transcrire les deux morceaux à la
suite l’un de l’autre évitera beaucoup de remarques. Les voici :
C’était pendant l’horreur d’une
profonde nuit ;
Ma mère Jézabel devant
moi s’est montrée,
Comme au jour de sa mort
pompeusement parée ;
Ses malheurs n’avaient
point abattu sa fierté ;
Même elle avait encor cet
éclat emprunté,
Dont elle eut soin de
peindre et d’orner son visage,
Pour réparer des ans
l’irréparable outrage,
« Tremble,
m’a-t-elle dit, fille digne de moi,
Le cruel Dieu des Juifs
l’emporte aussi sur toi !
Je te plains de tomber
dans ses mains redoutables,
Ma fille ». En
achevant ces mots épouvantables,
Son ombre vers mon lit a
paru se baisser,
Et moi, je lui tendais
les bras pour l’embrasser ;
Mais je n’ai plus trouvé
qu’un horrible mélange
D’os et de chairs
meurtris et traînés dans la fange,
Des lambeaux pleins de
sang et des membres affreux,
Que des chiens dévorants
se disputaient entre eux.
(Athalie, II, 5.)
Le poème de Baudelaire
est en parallélisme parfait avec le poème de Racine. Tous les deux sont en
trois actes (le troisième acte de Baudelaire ayant deux tableaux). Premier
acte : description du lieu et de la figure qui apparaît ; deuxième
acte : mouvement de sympathie vers l’apparition à laquelle on veut donner
un baiser ; troisième acte : la métamorphose s’est accomplie pendant
ce mouvement et l’on en voit le résultat. Bien entendu qu’il faut tenir pour un
songe le récit de Baudelaire ; son caractère fantastique l’exige
absolument, bien que le poète, pour augmenter l’impression d’effroi qu’il veut
donner, présente la scène telle que réelle, c’est-à-dire telle que vue en état
d’hallucination.
LES MÉTAMORPHOSES DU
VAMPIRE
La femme, cependant, de sa bouche
de fraise,
En se tordant ainsi qu’un
serpent sur la braise
Et pétrissant ses seins
sur le fer de son busc,
Laissait couler ces mots,
tout imprégnés de musc :
« Moi, j’ai la lèvre
humide, et je sais la science
De perdre au fond d’un
lit l’antique conscience.
Je sèche tous les pleurs
sur mes seins triomphants
Et fais rire les vieux du
rire des enfants.
Je remplace, pour qui me
voit nue et sans voiles,
La lune, le soleil, le
ciel et les étoiles.
Je suis, mon cher savant,
si docte aux voluptés,
Lorsque j’étouffe un
homme en mes bras redoutés
Ou lorsque j’abandonne
aux morsures mon buste,
Timide et libertine, et
fragile et robuste,
Que sur ces matelas qui
se pâment d’émoi
Les anges impuissants se
damneraient pour moi ! »
Quand elle eut de mes os sucé
toute la moelle,
Et que languissamment je
me tournais vers elle
Pour lui rendre un baiser
d’amour, je ne vis plus
Qu’une outre aux flancs
gluants, toute pleine de pus !
Je fermai les deux yeux
dans ma froide épouvante,
Et quand je les rouvris à
la clarté vivante,
À mes côtés, au lieu du
mannequin puissant
Qui semblait avoir fait
provision de sang,
Tremblaient confusément
des débris de squelette,
Qui d’eux-mêmes rendaient
le cri d’une girouette
Ou d’une enseigne, au
bout d’une tringle de fer,
Que balance le vent
pendant les nuits d’hiver.
(Les Épaves, édit. Lemerre, VI.)
Et voilà où mènent les
voluptés illicites, ce que deviennent celles qui les procurent aux libertins et
les plaisirs d’après que les libertins exténués trouvent dans leur lit
cruel ! Le tableau de Racine, moins pittoresque, est supérieur par sa
sobriété même. Faisant partie d’une action étendue et complexe, il ne porte pas
de morale immédiate. Celui de Baudelaire est d’une moralité qui, encore que
sarcastique, est fort saisissante ; elle ricane, pareille à la tête de
mort qu’est devenue la tête ironiquement tendre de la docte créature, mais son
ricanement est un avis, et que Baudelaire se donne à lui-même.
On a été frappé, je pense, par la
similitude du mouvement pendant lequel s’opère la métamorphose. Les deux
morceaux tournent exactement autour du même pivot :
…En achevant ces mots
épouvantables,
Son ombre vers mon lit a
paru se baisser
Et moi, je lui tendais
les bras pour l’embrasser…
Quand elle eut de mes os sucé
toute la moelle
Et que languissamment je
me tournais vers elle
Pour lui rendre un baiser
d’amour…
Il est assez difficile de
caractériser par un terme précis ce genre d’imitation. Il n’y a ni plagiat, ni
pastiche, ni emprunt. Ce n’est pas la transposition du tragique au comique, ou
l’inverse. Tout au plus pourrait-on y voir une sorte de parodie, mais tout à
fait inavouée, et que Baudelaire pouvait croire impénétrable.
La poésie classique étant
toujours la nourriture première des enfants dans les collèges, il est tout
naturel que des réminiscences de Racine, de Boileau se retrouvent dans les
œuvres en apparence les plus divergentes de la tradition. Analysé à ce point de
vue, Victor Hugo lui-même paraîtrait plein de ressouvenirs, jusqu’au milieu de
sa plus superbe originalité. L’abbé Delille fut son maître, et c’est pourquoi
tant de morceaux fulgurants du grand poète ne sont, en somme, que du Delille
apocalyptique.
Au dix-septième siècle,
l’imitation des anciens était de commande. Emprunter des passages entiers de
Virgile ou de Sénèque, c’était enrichir la langue française. Tout en ignorant
du Bellay, on suivait à la lettre ses conseils ingénus. Mais on imitait aussi
ses devanciers immédiats. Corneille prend à la belle Sophonisbe de Mairet les imprécations de Camille ; Racine se
souvient, dans Phèdre, de l’Hippolyte, de Gilbert, et, dans Athalie, du Triomphe de la Ligue, de Nérée. C’est à cette obscure tragédie
qu’il emprunte le fameux : « Je crains Dieu, cher Abner… », et
les célèbres petits oiseaux auxquels Dieu donne leur pâture. Cette niaiserie du
poète devenu dévot n’est pas plus ridicule dans Nérée que dans Racine ;
elle y est même mieux à sa place et on regrette qu’elle n’y sommeille pas
toujours.
Il semble que la tactique des
emprunteurs volontaires soit de s’attaquer aux inconnus. Elle est
adroite ; le profit est plus sûr et le danger bien moindre à voler les
pauvres que les riches. Les emprunteurs involontaires s’adressent au contraire
aux riches ; aussi cela ne leur profite guère, car la raison du plus fort
est toujours la meilleure.
Baudelaire, métamorphosant le
songe d’Athalie, a-t-il agi consciemment, a-t-il obéi à une réminiscence ?
Il est très difficile d’en décider. Peut-être pourrait-on supposer que la
pièce en question, Le Vampire, est
comme une suite à la pièce qui débute ainsi :
Une nuit que j’étais près
d’une affreuse Juive.
La liaison des idées pouvait le
conduire à cette Athalie, le songe lui revenir à la mémoire…
Mais il suffit d’avoir conté
cette anecdote littéraire. Ce n’est qu’une curiosité.
1905.