LOS MAESTROS DE BALZAC
En Vendôme, en Tours, en París, Balzac sólo parece haber hecho estudios bastante mediocres, cosa en la cual padeció el destino común. Bajo el Primer Imperio, los colegios públicos o privados eran numerosos, pero estaban mal dotados de buenos profesores. Las guerras y los constantes reclutamientos no permitían la renovación de la plantilla: los ancianos se pasaban la vida enseñando a los niños, distraídos por el ruido de los cañones, una ciencia antigua y una historia corrompida por el despotismo imperial. Fue necesaria la Restauración para llevarle un poco de juventud y libertad a ese mundo académico que tanto iba a florecer bajo la Monarquía de Julio. Como sus maestros no ejercían influencia alguna sobre él, Balzac, ávido de conocimientos, se buscó otros nuevos. Comenzó a leer todo lo que le caía en las manos. Mal orientado, hizo las más tristes elecciones, pues sus iniciadores literarios parecen haber sido Pigault-Lebrun y Ducray-Duminil, es decir dos novelistas de singular bajeza intelectual y moral. Ese azar dejó en Balzac una mancha que nunca se borró y que permanece visible incluso en sus obras más bellas y más sanas.
Pigault-Lebrun era burlón y libertino; Ducray-Duminil era sentimental y sombrío. Compartían el favor popular y, mientras los escritos de Chateaubriand y Madame de Staël hacían pensar a las mentes sólidas, estos dos novelistas populares envenenaban a un público crédulo y dócil. El primero fue continuado por Paul de Kock, que hizo las delicias de Renan y Francisque Sarcey. El segundo, junto con Anne Radcliffe y Pixérécourt, es el antepasado de esos famosos folletinistas, algunos de los cuales todavía les parecen vivos a los lectores de más de un periódico, grande o pequeño. El tema casi único de Ducray-Duminil es la inocencia perseguida, finalmente vengada, y a la que le son restituidos sus derechos; esto es lo que sigue triunfando en los teatros de la Porte Saint-Martin y “lo que da dinero”. Los títulos de algunas de sus novelas se recuerdan por su extravagancia: “Cœlina o la hija del misterio”; “Jacques y Georgette o los niños de las montañas de Auvernia”; “Victor o el hijo de la selva”, etc.
Pixérécourt se ocupaba de teatro. Se lo llamaba el “Corneille del melodrama”, perífrasis que quizá debería haberse reservado para el autor de “Angelo, tirano de Padua”. El teatro romántico surgió tanto de Pixérécourt como de Shakespeare. Pero, ¿de dónde surgió Pixérécourt? De Sébastien Mercier. ¿Y Mercier? De un Shakespeare mal entendido. “El peregrino blanco”, de ese ilustre Pixérécourt, tuvo más de mil quinientas representaciones. Nuestros grandes éxitos de hoy ni siquiera se acercan a eso; no llegan ni a la mitad.
Bajo la Revolución y el Imperio, hubo una agitación tal, y luego un letargo tal, que fueron necesarias las drogas más violentas. A la nueva democracia, los escritores franceses no le parecieron lo suficientemente tontos. Hubo quienes fueron buscar a Inglaterra a Anne Radcliffe y se embelesaron con Los misterios del castillo de Udolfo y El confesionario de los penitentes negros, novelas que son modelos perfectos tanto de locura sanguinaria como de frenesí anticatólico. Se decubrió a Lewis y a su Monje, a Maturin y a su Melmoth, producciones no tan bajas, lo que sembró ideas falsas. Durante toda su vida, Balzac estuvo obsesionado por Melmoth, una especie de Judío Errante cuyo destino es vivir eternamente, siempre que de vez en cuando le entregue un alma al diablo. Fue de El Monje de donde Mérimée tomó algunos de sus cuentos; La Venus de Ille, por ejemplo, se inspira en el episodio de la “Monja sangrienta”, que otros han utilizado. También fue en El Monje donde Victor Hugo descubrió a su Frollo de Nuestra Señora de París y la romanza de la “bella y tierna Imogenia”, que forma un capítulo de Los Miserables.
“Tales son, por inverosímil que parezca, las obras que inspiraron a Balzac al comienzo de su carrera; tales fueron, dice A. Le Breton, en su libro sobre Balzac, sus primeros modelos”.
El gusto literario de este gran creador de tipos humanos era tan incierto que encontraba “admirable” las novelas de Anne Radcliffe, que compara las de Lewis con La Cartuja de Parma, que dice que Maturin es “uno de los mayores genios de Europa” y que lo cita entre Molière y Gœthe. Estas debilidades del juicio de Balzac nos hacen comprender las que nos chocan en la Comedia Humana, donde, junto a estudios serios o amenos, hay relatos pueriles o absurdos, imaginaciones locas, observaciones banales. No hay que darles a las primeras obras de Balzac más importancia de la que él mismo les atribuía, calificándolas de “aventuras de literatura commercial”; sin embargo, como muy bien dice Le Breton, esas primeras novelas prefiguran una parte, al menos, de su obra futura; no hay una línea divisoria absolutamente clara entre las dos series, ya que varias de las obras calificadas “de juventud” fueron reescritas después como novelas que no estropean la Comedia Humana. Hasta el final, el genio de Balzac siguió siendo oscilante; su imaginación, que ningún gusto templaba, lo superaba con demasiada frecuencia, y podía escribir, el mismo año, esa tontería que es Ferragus y esa bella obra que es Eugénie Grandet.
El principal interés de esas obras de juventud es demostrar que los primeros maestros literarios de Balzac fueron efectivamente los novelistas populares de su época, y que desde el principio su ambición fue competir con un Ducray-Duminil o una Radcliffe. Veamos La heredera de Birague, una transposición de Cœlina o la hija del misterio a la regencia de Catalina de Médicis. Como Cœlina, la inocente Aloyse es perseguida por un facineroso y protegida por un noble anciano. Por aquí y por allá vemos trampillas, apariciones, bóvedas, esqueletos, puñales, horcas, todo entremezclado con picardías al estilo de Pigault-Lebrun. Veamos El hombre de cien años: una imitación “casi divertida” de Melmoth, dice Le Breton. El casi no está demás. Veamos El vicario de las Ardenas: es El Monje.
¡Curiosas novelas, en las que vemos al pirata Argow matar a un toro con un alfiler envenenado, en las que encontramos a las “hermanas de Ofelia” cavando sus propias tumbas, a las que serán arrojadas por la desesperación, en las que jefes de bandoleros disfrazados frecuentan los salones de la alta sociedad, en las que, a cada paso, encontramos personas degolladas ahogadas en su propia sangre!
Uno se pregunta, sin embargo, si esas costumbres violentas y alocadas son del todo imaginarias, si no contienen, al menos, un reflejo de la realidad. ¿No vimos degollamientos, y sangre a borbotones, durante los años revolucionarios? ¿No había bandidos por todas partes, disfrazados o no? ¿No había escondites en las casas? ¿No se atracaban las diligencias? ¿No estaban las imaginaciones y las voluntades igualmente fuera de control? Creo que las novelas populares de esa época no hicieron más que distorsionar los hechos reales amalgamándolos con lo fantástico. En el desconcierto de creencias y tradiciones, la credulidad se había desarrollado en extremo y, además, después de lo que habíamos visto, ¿qué podía resultar increíble? El rey ha muerto, dijo un cortesano (refiriéndose a Luis XIV), después de esto, se puede creer cualquier cosa. Era un razonamiento de este tipo el que hacía el público, abalanzándose sobre los misterios más idiotas y locos. En 1820 apareció un libro que se ha vuelto, creo, muy difícil de encontrar, que resume en sí mismo todos los horrores de las novelas que se leían en la época en que Balzac escribía Argow el pirata. Su título dispensa de cualquier análisis; aquí está: “Las sombras sangrientas, fúnebre galería de prodigios, sucesos maravillosos, apariciones nocturnas, sueños espantosos, delitos misteriosos, fenómenos terribles, crímenes históricos, cadáveres que se mueven, cabezas ensangrentadas y animadas, venganzas atroces y combinaciones criminales, etc. Una colección apta para provocar fuertes emociones de terror”.
En lugar de capítulos, la obra se divide en “sombras”. La séptima sombra se titula: “El falso capuchino, o la cabeza ensangrentada y andante, historia verdadera”. El frontispicio, que es un grabado a la manera lúgubre, representa a una joven que lee en la cama y que de pronto se aterroriza por apariciones o visiones. Una especie de cocodrilo trepa por la colcha. Por encima de la cabeza de la dama, una mano se introduce entre las cortinas, sosteniendo un puñal. Todo tipo de animales fantásticos se agitan en la habitación. En la parte inferior de la estampa hay un reloj de arena, una guadaña, huesos, una calavera, sables y pistolas. Esa joven es una buena representación de la lectora de aquella época, que hojea antes de dormirse un libro que “le provoca fuertes emociones de terror”, La heredera de Birague, por ejemplo.
A partir de 1829, Balzac empieza a abandonar el relato fantástico; escribe Los Chuanes. Durante el año siguiente, entre los libros que prepara se encuentra La piel de zapa, que es efectivamente un relato fantástico, pero casi razonable, más bien un relato simbólico. Su amor por lo maravilloso y misterioso nunca lo abandonará del todo. Moderará a Radcliffe con Walter Scott y a Maturin con Fenimore Cooper, pero sin olvidar a sus primeros maestros. Le Breton encontró huellas del Joven islandés, de Maturin, incluso en El lirio en el valle y en Béatrix. En cuanto a los horrores, el satanismo, el encantamiento, los reconocimientos milagrosos, “las venganzas atroces y las astucias del crimen”, como dice el autor de Sombras sangrientas, se las puede encontrar en casi todas partes, incluso en las obras más sensatas y más lógicamente conducidas de Balzac, incluso en la admirable Prima Bette.
En Argow el Pirata, ya había seguido el argumento de La prisión de Edimburgo, la conversión de un bandolero, purificado por el amor, idea byroniana, excesivamente romántica, de la que Victor Hugo había hecho Bug Jargal, Nodier, Jean Sbogar, Pixérécourt, El mirador, de la que muchos otros sacarían melodramas, y Dostoievski Crimen y Castigo. En muchas de sus novelas de la madurez podemos seguir las huellas de la gran impresión que le causaron las obras de Walter Scott; las encontramos en Los Chuanes, en Ursule Mirouët, cuyo comienzo recuerda al de El anticuario, y en El médico de campo.
Le Breton dice que los usureros, abogados y banqueros de Balzac parecen ser a veces, más que parisinos, implacables mohicanos, y cree que la lectura asidua de Fenimore Cooper no le resultó muy favorable al autor de Gobseck. Es posible, pero difícil de probar, y el propio Le Breton ha renunciado a ello. Las influencias de los novelistas ingleses del siglo XVIII, Richardson, Godwin, Goldsmith y Sterne, por los que profesaba una admiración verdaderamente excesiva, son más evidentes en el Balzac de la segunda época. Pero ¿cómo habría podido Balzac escapar al contagio cuando, durante más de sesenta años, la literatura francesa había seguido tan humildemente los impulsos procedentes de Inglaterra? El romanticismo de Balzac tenía orígenes ingleses, como los de Hugo, como los de Vigny. Nuestros poetas y narradores habían escapado de Young sólo para quedar sometidos a Thomas Moore y Walter Scott; se habían liberado de Ossian sólo para quedar sometidos a la tiranía de Byron.
Balzac fue, sin embargo, uno de los primeros en desprenderse del arnés anglo-romántico. El auxilio provino de tres fuentes: de la vida, que había sido dura con él; de la tradición francesa, que subsistía, aunque de modo bastante humilde, en el teatro cómico; y, finalmente, de los auténticos clásicos, a los que finalmente regresó.
Hablar del impacto de la vida de Balzac, ya sea íntima, comercial o literaria, en su obra, resulta inútil. Esas comparaciones se han hecho cientos de veces, y todo el mundo sabe que la quiebra de Birotteau, el perfumista, le debe más de un rasgo a la quiebra de Balzac, el impresor. Será más inesperado indicar, con Le Breton, lo que Balzac le debe a Scribe. Le debe ese gusto por poner en escena a gente humilde, a burgueses mediocres; le debe varias escenas de César Birotteau (el famoso “aceite de Macasar” es una invención de Scribe), del Baile de Sceaux, de Un gran hombre de provincias. Picard había escrito una comedia al estilo de Turcaret; Balzac la recordó en su Mercadet, en La casa Nucingen. Por último, tomó tantas cosas de Henry Monnier que es posible que se pudiera hacer un volumen con ellas, si tal cosa valiera la pena. Sin entrar en detalles, podemos decir que el realismo balzaciano proviene realmente de Henry Monnier. Para convencerse de ello, basta con comparar, como aconseja Le Breton, las Escenas populares y las Escenas de la República. Le Breton aconseja comparer las Escenas populares y las Pequeñas miserias humanas con las Pequeñas miserias de la vida conyugal, Los empleados y Los pequeñoburgueses.
El médico de campo y Eugénie Grandet datan de 1833. Es a partir de esa época cuando a veces, al pensar en Balzac, se mencionan los nombres de La Bruyère y Molière. Rabelais fue también uno de sus maestros, pero no el que le fue más útil, ya que sólo sirvió para reforzar su gusto natural por lo grosero, lo desordenado y lo burlesco.
Balzac murió a los cincuenta y un años, y llevaba tres sin escribir. Fue un autor tardío, que apenas había concebido nada que pudiera admitirse antes de los treinta años. Fue también un espíritu nebuloso, y también su obra es una obra nebulosa, un hermoso río en el que desembocan demasiados ríos envenenados. La vida literaria de Balzac fue una lucha perpetua contra las malas influencias, como su vida social lo fue contra la mala suerte.
REMY DE GOURMONT
Promenades littéraires, Deuxième série
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
LES MAÎTRES DE BALZAC
BALZAC ne semble avoir fait, à Vendôme, à Tours, à Paris, que d’assez médiocres études, en quoi il subit la destinée commune. Les collèges, publics ou privés, sous le premier Empire, étaient nombreux, mais mal pourvus de bons professeurs. Les guerres, les perpétuelles levées d’hommes ne permettaient pas le renouvellement du personnel : des vieillards achevaient de vivre en enseignant à des enfants, distraits par le bruit du canon, une science ancienne et une histoire corrompue par le despotisme impérial. Il fallut la Restauration pour mettre un peu de jeunesse et de liberté dans ce monde universitaire qui devait, sous la Monarchie de Juillet, s’épanouir si largement. Ses maîtres n’ayant eu sur lui nulle influence, Balzac, qui était avide de savoir, en chercha de nouveaux. Il se mit à lire tout ce qui était à portée de sa main. Mal guidé, il fit les choix les plus tristes, car ses initiateurs littéraires semblent bien avoir été Pigault-Lebrun et Ducray-Duminil, c’est-à-dire deux romanciers d’une singulière bassesse intellectuelle et morale. Balzac, de ce hasard, garda une tache qui ne s’effaça jamais et qui reste visible même sur ses œuvres les plus belles et les plus saines.
Pigault-Lebrun était goguenard et libertin ; Ducray-Duminil était sentimental et ténébreux. Ils se partageaient la faveur populaire, et, pendant que les écrits de Chateaubriand et de Mme de Staël faisaient réfléchir les intelligences solides, ces deux romanciers populaires empoisonnaient un public crédule et docile. Le premier s’est continué par Paul de Kock, qui faisait les délices de M. Renan et celles de Francisque Sarcey. Le second est, avec Anne Radcliffe et Pixérécourt, l’ancêtre de ces célèbres feuilletonistes, dont quelques-uns semblent encore vivants aux lecteurs de plus d’un journal, grand ou petit. Le thème presque unique de Ducray-Duminil est l’innocence persécutée et enfin vengée et rétablie dans ses droits ; c’est encore cela qui triomphe à la Porte Saint-Martin et qui « fait de l’argent ». On a retenu, pour leur drôlerie, les titres de quelques-uns de ses romans : « Cœlina ou l’Enfant du mystère ; Jacques et Georgette ou les Petits Montagnards auvergnats ; Victor ou l’Enfant de la forêt, etc… »
Pixérécourt opérait au théâtre. On l’appelait le « Corneille du mélodrame », périphrase qu’il aurait peut-être fallu réserver pour l’auteur d’Angelo, tyran de Padoue. Le théâtre romantique est sorti de Pixérécourt autant que de Shakespeare. Mais d’où sortait Pixérécourt ? De Sébastien Mercier. Et Mercier ? De Shakespeare mal compris. Le Pèlerin blanc, de cet illustre Pixérécourt, eut plus de quinze cents représentations. Nos grands succès d’aujourd’hui n’atteignent pas cela ; il s’en faut de la moitié.
Il y eut, sous la Révolution et sous l’Empire, une telle trépidation, puis un tel abrutissement, que les drogues les plus violentes furent nécessaires. Les écrivains français ne semblèrent pas à la démocratie nouvelle assez insensés. On alla chercher en Angleterre Anne Radcliffe et on s’enivra aux Mystères du château d’Udolphe, au Confessionnal des pénitents noirs, romans qui sont des modèles parfaits à la fois de folie sanguinaire et de frénésie anticatholique. On découvrit Lewis et son Moine, Maturin et son Melmoth, productions moins basses, qui firent illusion. Balzac demeura toute sa vie hanté par Melmoth, sorte de Juif Errant dont le destin est de vivre éternellement, à condition de livrer de temps en temps une âme au diable. C’est dans Le Moine que Mérimée a pris quelques-uns de ses contes ; La Vénus d’Ille, par exemple, lui fut inspirée par l’épisode de la « Nonne sanglante », que d’autres ont utilisé. C’est aussi dans Le Moine que Victor Hugo a découvert son Frollo de Notre-Dame-de-Paris et la romance de la « belle et tendre Imogène », qui forme un chapitre des Misérables.
« Tels sont, si invraisemblable que la chose puisse paraître, les œuvres dont Balzac s’est inspiré au début de sa carrière ; tels ont été, dit M. A. Le Breton, dans son livre sur Balzac, ses premiers modèles. »
Le goût littéraire de ce grand créateur de types humains était si incertain qu’il trouvait « admirables » les romans d’Anne Radcliffe, qu’il compare ceux de Lewis à La Chartreuse de Parme, qu’il appelle Maturin « un des plus grands génies de l’Europe » et qu’il le cite entre Molière et Gœthe. Ces défaillances dans le jugement de Balzac font comprendre celles qui nous choquent dans la Comédie humaine, où, à côté d’études sérieuses ou agréables, il y a des récits puérils ou saugrenus, des imaginations folles, des observations basses. Il ne faut pas donner aux œuvres de jeunesse de Balzac plus d’importance qu’il ne leur en attribuait lui-même, les appelant « des entreprises de littérature marchande » ; cependant, comme le dit fort bien M. Le Breton, ces premiers romans annoncent une partie, tout au moins, de l’œuvre future ; il n’y a pas entre les deux séries une démarcation absolument nette, plusieurs de ces œuvres qualifiées « de jeunesse » ayant été écrites après tels romans qui font bonne figure dans la Comédie humaine. Jusqu’à la fin, le génie de Balzac restera oscillant ; son imagination, qu’aucun goût ne tempère, l’emportera trop souvent, et il écrira, la même année, cette niaiserie, Ferragus, et cette belle chose, Eugénie Grandet.
L’intérêt principal des œuvres de jeunesse est de prouver que les premiers maîtres littéraires de Balzac furent bien les romanciers populaires de son époque et qu’au premier moment toute son ambition fut de se mesurer avec un Ducray-Duminil ou une Radcliffe. Voici L’Héritière de Birague ; ce n’est qu’une transposition sous la régence de Catherine de Médicis de Cœlina ou l’enfant du mystère. L’innocente Aloyse est, comme Cœlina, persécutée par un scélérat et protégée par un noble vieillard. On voit, ici et là, des trappes, des apparitions, des caveaux, des squelettes, des poignards, des potences, le tout entremêlé de gaillardises à la Pigault-Lebrun. Voici Le Centenaire : c’est une imitation de Melmoth « presque amusante », dit M. Le Breton. Presque n’est pas de trop. Voici Le Vicaire des Ardennes : c’est Le Moine.
Les singuliers romans, où l’on voit Argow le pirate tuer un taureau d’une piqûre d’épingle empoisonnée, où l’on rencontre, en se promenant, les « sœurs d’Ophélie » creusant elles-mêmes la tombe où le désespoir va les coucher, où des chefs de brigands déguisés fréquentent les salons du meilleur monde, où l’on côtoie à chaque pas des égorgés noyés dans leur sang !
On se demande,
pourtant, si ces mœurs violentes et folles sont totalement imaginaires, si
elles ne contiennent pas, au moins, un reflet de la réalité. Des égorgements,
n’en avait-on pas vu, et du sang à flots, pendant les années révolutionnaires ?
Des bandits, déguisés ou non, n’y en avait-il point partout ? Est-ce que les
maisons n’avaient point des cachettes ? Est-ce qu’on n’arrêtait point les
diligences ? Est-ce que les imaginations et les volontés n’étaient pas
également détraquées ? Je crois que le roman populaire de cette époque ne fit
que déformer des éléments réels en les amalgamant avec du fantastique. Dans le
désarroi des croyances et des traditions, la crédulité s’était singulièrement
développée et, d’ailleurs, après ce qu’on avait vu, que restait-il d’incroyable
? Le roi est mort, disait un courtisan (il s’agissait de Louis XIV), après
cela, on peut tout croire. C’est un raisonnement de ce genre que se faisait le
public, en se ruant vers les mystères les plus bêtes et les plus fous. Un livre
devenu, je pense, fort rare, parut en 1820, qui résume à lui seul tout ce qu’il
y a d’horreurs dans les romans qu’on lisait au temps où Balzac écrivait Argow le Pirate. Son titre dispense de
toute analyse ; le voici :
« Les Ombres sanglantes, galerie funèbre de prodiges, événements merveilleux, apparitions nocturnes, songes épouvantables, délits mystérieux, phénomènes terribles, forfaits historiques, cadavres mobiles, têtes ensanglantées et animées, vengeances atroces et combinaisons du crime, etc. Recueil propre à causer les fortes émotions de la terreur. »
Au lieu de chapitres, l’ouvrage est divisé en « ombres ». Les septièmes ombres sont intitulées : « Le faux capucin, ou la tête sanglante et mobile, histoire véritable. » Le frontispice, qui est une gravure à la manière noire, représente une jeune femme lisant dans son lit et soudain terrifiée par des apparitions ou des visions. Une sorte de crocodile grimpe le long des couvertures. Au-dessus de la tête de la dame une main s’avance entre les rideaux, tenant un poignard. Toutes sortes de bêtes fantastiques s’agitent dans la chambre. Au bas de l’estampe on voit un sablier, une faux, des ossements, une tête de mort, des sabres et des pistolets. Cette jeune femme représente assez bien la lectrice de ce temps-là, feuilletant avant de s’endormir un livre « propre à lui donner les fortes émotions de la terreur », L’Héritière de Birague, par exemple.
À partir de 1829, Balzac commence à délaisser le fantastique ; il écrit Les Chouans. Pendant l’année suivante, parmi les livres qu’il prépare figure La Peau de chagrin, qui est bien un conte fantastique, mais presque raisonnable, plutôt un conte symbolique. L’amour du merveilleux et du mystérieux ne l’abandonnera jamais complètement. Il tempérera Radcliffe par Walter Scott et Maturin par Fenimore Cooper, mais sans oublier ses premiers maîtres. M. Le Breton a retrouvé des traces du Jeune Islandais, de Maturin, jusque dans Le Lys dans la vallée et dans Béatrix. Quant aux horreurs, au satanisme, à la féerie, aux reconnaissances miraculeuses, « aux vengeances atroces et aux combinaisons du crime », comme dit l’auteur des Ombres sanglantes, on en relève un peu partout, même dans les œuvres de Balzac les plus sages et les plus logiquement menées, même dans l’admirable Cousine Bette.
Il avait déjà, dans Argow le Pirate, suivi la donnée de La Prison d’Édimbourg, la conversion d’un brigand, purifié par l’amour, idée byronienne, excessivement romantique, dont Victor Hugo avait fait Bug Jargal, Nodier, Jean Sbogar, Pixérécourt, Le Belvédère, dont bien d’autres tireront des mélodrames et Dostoïevski Crime et châtiment. On suit, dans un très grand nombre de ses romans de l’âge mûr, les traces de la grande impression que faisaient sur lui les œuvres de Walter Scott ; on les trouve dans Les Chouans, dans Ursule Mirouët, dont le début rappelle celui de L’Antiquaire, dans Le Médecin de campagne.
M. Le Breton dit que les usuriers, les avoués, les banquiers de Balzac semblent parfois, plutôt que des Parisiens, d’implacables Mohicans, et il croit que la fréquentation de Fenimore Cooper n’a pas été très favorable à l’auteur de Gobseck. C’est possible, mais difficile à prouver, et aussi bien M. Le Breton lui-même y a renoncé. Plus sensibles, dans le Balzac de la seconde manière, sont les influences des romanciers anglais du dix-huitième siècle, Richardson, Godwin, Goldsmith, et Sterne, pour lequel il professait une admiration vraiment excessive. Mais comment Balzac aurait-il échappé à la contagion, alors que, depuis plus de soixante ans, la littérature française suivait si humblement les impulsions venues d’Angleterre ? Le romantisme de Balzac a des origines anglaises comme celui de Hugo, comme celui de Vigny. Nos poètes et nos conteurs n’avaient échappé à Young que pour subir Thomas Moore et Walter Scott ; ils ne s’étaient libérés d’Ossian que pour subir la tyrannie de Byron.
Balzac fut cependant un des premiers à se débarrasser du harnais anglo-romantique. Le secours lui vint de trois côtés : de la vie, qui lui avait été dure, de la tradition française, qui se perpétuait, assez humble, d’ailleurs, dans le théâtre comique, enfin des classiques véritables auxquels il finit par revenir.
Du retentissement de la vie de Balzac, intime, commercial ou littéraire, dans son œuvre, il est inutile de parler. Ces rapprochements ont été faits cent fois et tout le monde sait que la faillite de Birotteau, parfumeur, doit plus d’un trait à la faillite de Balzac, imprimeur. Il sera plus inattendu d’indiquer, avec M. Le Breton, ce que Balzac doit à Scribe. Il lui doit ce goût de mettre en scène de petites gens, de médiocres bourgeois ; il lui doit plusieurs scènes de César Birotteau (la célèbre « huile de Macassar » est une invention de Scribe), du Bal de Sceaux, d’Un grand homme de province. Picard avait écrit une comédie dans le genre de Turcaret ; Balzac s’en est souvenu dans son Mercadet, dans La Maison Nucingen. Enfin, il a pris tant de choses à Henry Monnier qu’il semble qu’on en ferait un volume, si cela valait la peine. Sans entrer dans le détail, on peut dire que c’est d’Henry Monnier que date réellement le réalisme balzacien. Il suffit, pour s’en convaincre, de comparer, comme le conseille M. Le Breton, les Scènes populaires et les Petites Misères humaines aux Petites Misères de la vie conjugale, aux Employés, aux Petits Bourgeois.
Le Médecin de campagne et Eugénie Grandet sont de 1833. C’est à partir de ce moment que l’on prononce parfois, en songeant à Balzac, les noms de La Bruyère et de Molière. Rabelais aussi fut un de ses maîtres, mais non pas celui qui lui fut le plus utile, car il ne servit qu’à renforcer son goût naturel pour le grossier, le désordonné et le drôlatique.
Balzac est mort à
cinquante et un ans, et depuis trois ans, il n’écrivait plus. C’était un esprit
tardif et qui n’avait presque rien conçu d’avouable avant l’âge de trente ans.
C’était aussi un esprit trouble, et son œuvre aussi est une œuvre trouble, beau
fleuve où venaient se déverser trop de rivières empoisonnées. La vie littéraire
de Balzac fut une perpétuelle lutte contre les mauvaises influences, comme sa
vie sociale, contre les mauvaises fortunes.