LA GRANDEZA DE AGUSTÍN
San Agustín es uno de
esos hombres para los que la muerte no existe.
No lo digo con
respecto a él y a la más verdadera segunda vida, sino que lo digo por nosotros
y también por esta vida de la que somos, brevemente, huéspedes. Quiero decir
que él está siempre presente y del todo vivo incluso aquí abajo, como si nunca
hubiera muerto, tanto que uno tiene la impresión, después de haberlo leído
algún tiempo, de haberlo conocido, de haber hablado con él, de ser amigos. Sus
huesos están esparcidos aquí y allá entre Europa y África, pero su alma tiene
el privilegio ubicuo de estar en el cielo bajo la luz de Dios y de haber
permanecido en la tierra para darnos luz a nosotros. Luz cálida, fuego, pues el
secreto de esta supervivencia es el amor. Todos los famosos sobreviven con el
recuerdo de las obras pero se trata, la mayoría de las veces, de un recuerdo
nocional y no afectivo: están presentes en las estatuas, en los libros, en los
cerebros pero lejos del corazón.
La de Agustín, en
cambio, es una presencia concreta, casi palpable, íntima, donde la admiración
se empapa por entero de afecto. Agustín, para hablar con el pueblo, “roba el
corazón”. Si mañana nos encontráramos con él, nos parece que, después de besar
su anillo episcopal, tendríamos ganas de besarlo en la cara, como a un amigo
reencontrado, como a un padre resucitado. A mí, al menos, me produce este
efecto: lo admiro, hasta donde puedo llegar, con todo el esfuerzo de
inteligencia, lo venero junto con la Iglesia como a un santo, pero además lo
amo con todo el abandono de mi corazón.
Y por eso es uno de
los poquísimos que nunca nos han abandonado y que viven, podría decirse, a
nuestro lado. Las razones de esta doble inmortalidad suya son fáciles de ver.
En él está el Bienaventurado, es decir, el huésped y el que goza del Eterno, el
partícipe de la sobrenaturaleza, pero también está el hombre, el hombre todo,
un hombre que se parece a nosotros, al que a veces vemos transfigurado y resplandeciente
en la ciudad superna, pero al que siempre volvemos a encontrar como a un hermano
nuestro que ha conocido nuestras miserias, que ha pecado al par nuestro, que
lloró como un niño, que se enamoró como cualquier adolescente, que sintió la
amistad como la sentimos nosotros cuando éramos jóvenes, que fue orgulloso como
lo somos todos, que bajó a los pantanos donde aún nos ensuaciamos y nos enseña
el camino de salida, y nos ofrece su mano firme y cálida para ayudarnos.
Hay algunos santos que,
al principio, fueron casi delincuentes; otros cuya inocencia pueril nunca se
manchó. Pero la mayoría de nosotros no hemos descendido a la delincuencia y, en
cambio, hemos manchado el primer candor. Agustín es como nosotros; pertenece,
antes que a la santidad, a la mayoría. Sus pecados eran los pecados comunes de
la mayoría: amor a la mujer, a la ganancia y a la fama. Se libró de ellos, pero
con tremendos esfuerzos, e incluso esos esfuerzos, que revelan lo fuertes que
eran las raíces de su humanidad, lo acercan todavía más a nosotros. Porque
nosotros también somos -al menos los que no vivimos como chinches felices en la
inmundicia- criaturas que luchamos por curar nuestras almas del eczema del
pecado original, para llegar adonde llegó Agustín. Él lo consiguió y nosotros
todavía no, pero descubrir que en lo primero se parecía tanto a nosotros nos da
la esperanza de que también podamos parecernos a él en la victoria, y este
consuelo todavía aumenta nuestro afecto. Descubrimos, además, que algún resto
del hombre antiguo permaneció en él siempre, o al menos durante mucho tiempo
después de su conversión, y este descubrimiento, que no daña la entereza de su
santidad, nos hace amarlo aún más en la medida en que alguna sombra de lo que
tenía en la llanura permanece en él después de haber ascendido a la montaña.
Así sigue pareciéndose un poco a un hermano nuestro, no ha perdido todo el aire
de familia que tenía en común con nosotros, y al invitarnos a subir nos da la
esperanza de que no es imposible alcanzarlo.
Nos da ánimo, mientras
tanto, mostrándonos que la conversión no es ablación, sino sublimación. No hay
que quemar el árbol para plantar uno nuevo, tarea imposible, sino podarlo,
limpiarlo e injertarlo para que crezca más alto y dé frutos mejores. Su
sensualidad se sublimó en deseo ardiente de dicha espiritual; su deseo de gozo,
en descanso en la sabiduría divina; su amistad apasionada por los individuos,
en caridad y bondad amorosa para con todos; su orgullo, en aspiración a rehacer
en sí mismo la imagen perdida de Dios y a unirse a Él, como un átomo de su
gloria. Lo que él hizo, destilando de los venenos del mal las medicinas del
bien, ¿por qué no podríamos hacerlo también nosotros?
Compararse con Agustín
es, ciertamente, soberbia, pero esforzarse por imitarlo es un deber. Si en
algunos aspectos es un hermano, en muchos otros se eleva por encima de
nosotros, no sólo porque es un santo sino, además, porque es un genio. José de
Cupertino y Benito Labre nos muestran que la santidad puede coexistir con la
ignorancia e incluso con una cierta torpeza de la inteligencia. Ante Dios, el
ingenio y el saber son todo menos deméritos, pero, por sí solos, no bastan. Sin
embargo, si encontramos un santo que, además de todas las virtudes de la
santidad, es también un hombre completo, y posee una inmensa sabiduría y un desmesurado
ingenio, no podemos abstenernos, al menos nosotros, hombres de pluma y de tinta,
de ofrecerle, junto con el amor, toda nuestra admiración.
La mayoría de los
hombres son seres mutilados, fracciones de hombres. Son esbozos, decía Emerson.
Y Kierkegaard añadió, una vez, por extraña casualidad, optimista, que hacen
falta dos para hacer uno. E Ibsen prosiguió: “Sólo veo vientres, cabezas y manos, pero ningún hombre en la tierra”.
Preguntemos a otro fugitivo sobre la integridad del ideal. “L'homme parfait” escribe Renan “serait celui qui serait à la fois poète,
philosophe savant, homme vertueux, et cela non par intervalles et à des moments
distincts (il ne le serait alors que médiocrement) mais par une intime
compénétration à tous les moments de sa vie... chez qui, en un mot, tous les
éléments de l'humanité se réuniraient, comme dans l'humanité elle-même” [El
hombre perfecto sería aquel que es, a la vez, poeta, filósofo erudito y hombre
virtuoso, y esto no a intervalos y en momentos distintos (entonces sólo lo sería
mediocremente) sino por una íntima compenetración en cada momento de su vida...
aquel, en una palabra, en quien confluirían todos los elementos de la humanidad,
como en la humanidad misma]. Uno de esos hombres íntegros y perfectos,
rarísimos, fue Agustín. Y con algo más, pues a toda la suma de partes de la
humanidad añadió el sello sobrenatural de la santidad. Celebramos a los
polímatas del Renacimiento y nos maravillamos ante un Leonardo que fue
científico y pintor, ingeniero y poeta, arquitecto y escultor. Admirémoslo, pero
carece de la contemplación metafísica, de la perfección moral, del sentido
místico, de la ejemplaridad heroica de la vida.
En Agustín, sin
embargo, está todo. Es el hombre integral, el hombre universal, el hombre sin
fisuras. Es más que hombre, es superhombre, no en el sentido de Nietzsche, sino
en el de San Gregorio Magno, es decir, uno de esos hombres “quia qui divina sapiunt videlicet
suprahomines sunt”, superhombres porque conocen las cosas divinas. Y no
sólo porque sea poeta, orador, psicólogo, filósofo, teólogo y místico, sino
porque reúne en sí, en síntesis armoniosa, todos esos opuestos que en la mayoría,
aislados, provocan crisis, errores, conflictos y en él, en cambio, generan una
verdad superior.
Es primero pecador y
luego santo, primero profesor y luego pastor, pero al mismo tiempo cenobita y
hombre de gobierno (como obispo), poeta y racionalista, dialéctico y romántico,
tradicionalista y revolucionario, retórico elocuente y orador divulgador. Por
momentos nos parece un Sócrates empeñado en dividir y subdividir los diversos
sentidos de las palabras, por momentos un Píndaro que canta, con pasajes
conmovidos, las victorias del cielo interior. De pronto despotrica contra la
riqueza y la propiedad como un anarquista y luego aconseja a los cristianos
obedecer a todos los gobiernos, incluso a los malos. Busca la iluminación
interior en el movimiento del alma hacia Dios, pero insiste tanto en el poder y
la necesidad de la Iglesia que llega a decir que hay que creer en el Evangelio
porque la Iglesia lo ordena y no en la Iglesia porque de ella da testimonio el
Evangelio. Es un pesimista que ve en el género humano una massa damnationis o massa
perditionis pero es tan optimista que proclama la felicidad, hasta el
final, como el verdadero fin del hombre, y la declara alcanzable en la medida
en que identifica la dicha con Dios. Insiste en la necesidad de la razón para
llegar a comprender los dogmas de fe, pero al mismo tiempo reconoce que sólo la
fe ayuda a comprender. Intellige, ut
credas, verbum meum; crede, ut intelligas, verbum Dei. El autor del Liber de sancta virginitate, que siempre
defendió la continencia, es el mismo que admite la necesidad de la
prostitución: Aufer meretrices de rebus
humanis, turbaveris omnia libidinibus. El mismo que ilustró sutilmente la
libertad del hombre y luego escandalizó a la mayoría con sus teorías sobre la
predestinación como un jurista y que se eleva al éxtasis como un místico. Intercede
por los enemigos y pide la condena de los herejes. En él, abstracción y
lirismo, lógica y caridad se alternan sin contradecirse, sino complementándose.
Quizás, incluso entre
los católicos, sea el único ha realizado en sí mismo esta fusión de elementos
que parecen contrarios pero que son igualmente necesarios para lograr la
perfecta adecuación de la experiencia con el mundo, del pensamiento con el
universo, del individuo con la humanidad, del hombre, en la medida en que le
está permitido, con Dios. Los espíritus unilaterales están sujetos al error o a
la esterilidad. El que es todo intelecto y puramente lógico es prisionero de
fórmulas, de silogismos, de una terminología abstracta y no abarca la realidad,
que no es toda reducible a conceptos. La inteligencia, cuando está sola, ni
siquiera es capaz de comprender. El que es todo corazón se pierde en efusiones
generales; el que sólo es intuitivo e impetuoso puede tener iluminaciones
admirables, pero acaba en la vaguedad o, por orgullo, en la herejía. El que
sólo se ocupa del exterior de las formas, de la disciplina y la devoción
legalista corre el peligro de ser un fariseo o un beato. Quien sólo confía en el
yo y en la propia experiencia acaba siendo un luterano; quien sólo se
encomienda a prácticas mecánicas acaba siendo un monje tibetano. Los extremos
son siempre peligrosos cuando reinan, aislados, en un espíritu; se vuelven
fecundos cuando trabajan juntos.
Este prodigio se
produjo en Agustín. En él, los opuestos, aun llevados al extremo, no se destruyen
y no destruyen, sino que generan y construyen. El árbol no viviría sin corteza,
pero si fuera todo corteza moriría. Las raíces desnudas y retorcidas escondidas
en la tierra son, en apariencia, lo contrario de las hermosas ramas cubiertas
de hojas y flores que disfrutan del aire y del sol. Pero las hojas no brotarían
si no hubiera raíces, y las raíces solas serían madera seca infecunda.
En la Iglesia ocurre
lo mismo: sin la llama viva de la revelación y del amor, nunca se habría
construido la gran catedral que nos cobija. Si la catedral no se hubiera
erigido, aquel fuego expuesto a todos los vientos tal vez habría desaparecido;
pero si sólo pensamos en multiplicar dinteles, columnas y contrafuertes, y
dejamos que se apague aquel primer fuego, la Iglesia no es más que un frío vaso
de mampostería. Quien ve un lado, y sólo ese lado, se equivoca; quien respeta
la dualidad necesaria llega a la verdad. Las soluciones medias son mediocres,
pero si hay extremos, siempre que estén todos, se llega a una síntesis que no
es compromiso, sino superación. Y precisamente por esa rica complejidad del
espíritu de Agustín, donde se encuentran reunidas las más diversas tendencias,
pudo ser el más católico, es decir, el más universal, de los Doctores de la
Iglesia.
En su mente, los
opuestos no dan lugar a autómatas sin fruto, ni se acomodan en conciliaciones y
yuxtaposiciones externas, sino que de su decidida coexistencia, de su
convergencia en una cópula fecunda, surge la verdad. Uno de los secretos del
genio de Agustín está en esta naturaleza suya que abarca los extremos sin
abandonarse a uno solo, sino haciéndolos cooperar en un descubrimiento que los
trasciende.
Agustín está en contra
de cualquier exceso unilateral. Contra Orígenes, que quiere que todos se
salven, incluso los demonios, mantiene la doctrina de la predestinación de los
pocos elegidos; a Pelagio, que se confía casi únicamente de la voluntad humana,
opone el misterio de la Gracia; contra Joviniano, que creía, más de once siglos
antes que Lutero, en la fe sin las obras, afirma la necesidad de la caridad
eficaz; contra los maniqueos, que veían el mal como invencible, sostiene que el
mundo salió bonísimo de las manos de Dios; contra los donatistas, que se
jactaban de posser el monopolio de la santidad, muestra que el género humano
está dividido en dos ciudades de justos e injustos, que estarán mezcladas hasta
el fin. Siempre está por la verdad integral; nunca por la exageración y menos
aún por el compromiso.
A veces, su
pensamiento puede parecer paradójico y arriesgado; y su estilo demasiado
aficionado a esas antítesis que pueden parecer devaneos al borde del absurdo.
Exponerse a estas acusaciones es el destino de todos los que han trabajado en
profundidad. Los que quieren decir lo indecible caen en aparentes agudezas y
los que quieren pensar lo impensable rozan lo paradójico. Del mismo modo que lo
sublime está a un paso del ridículo, la alta metafísica está a un paso del absurdo
y la alta mística a un paso de la herejía. Quien llega al fondo de las cosas y
dice cosas nuevas se ve obligado a utilizar expresiones que parecen juegos de
palabras o contorsiones paradójicas. Quienes se las reprochan a Agustín deberían
recordar que encontramos otras semejantes en el propio Evangelio. Cuando Jesús
dice que quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien la pierda la
volverá a encontrar; que vino al mundo para que los ciegos vean y los videntes
se queden ciegos; que a quien tiene se le dará y a quien no tiene se le
quitará; que quien se exalta será humillado y quien se humilla será exaltado, estamos ante
expresiones profundísimas y divinamente exactas, pero que tienen toda la
apariencia de paradojas.
Así, la teoría más
escandalosa de Agustín, la de la Predestinación, que parece poner en conflicto
irresoluble la Gracia y la Libertad, se manifiesta a veces con palabras que
parecen darse de patadas con la lógica ordinaria: equilibrios dialécticos que
desconciertan. Pero hay que recordar que se trata de misterios insondables. Si
todos los hombres recibieran la Gracia eficaz, es decir, se salvaran, sería una
limitación de la omnipotencia de Dios; si no se admite la posibilidad de que
todos merezcan el premio, se está limitando la libertad humana, querida por
Dios. Agustín, queriendo acercarse si no a la explicación al menos a la
comprensión de estos misterios, tuvo que recurrir a fórmulas que a veces chocan
con el sentido común y, lo que es peor, se prestan a convalidar errores. Pero
si tenemos presente el conjunto de su pensamiento, sin quitarle ni un solo
elemento ni exagerarlo, como han hecho ciertos herejes, veremos que todo enlaza
armoniosamente y que la extrañeza de las expresiones encubre un pensamiento
sutil pero lúcido y justo.
En lo que se refiere a
la Predestinación, por ejemplo, hay que recordar que Agustín sentía fuertemente
la inmensa distancia entre el hombre y Dios. Dios creó al hombre y el hombre
puede reunirse con Dios, pero sólo después de unirse a Dios podrá comprenderlo
plenamente y penetrar en lo impenetrable. Por ahora mantengamos firme, contra
toda presunción herética, que el hombre no es Dios y no puede comprender a
Dios. Es decir que lo que le parece injusticia al pequeño hombre puede ser la mayor
justicia a los ojos de Dios; cuanto más orgulloso es el hombre, tanto más Dios,
en la persona de Cristo, ha dado ejemplo de la más inaudita humildad. De modo
que la predestinación, que a muchos parece una ofensa a la bondad de Dios,
puede ser una prueba más de su misericordia. Según Agustín, el hombre es tanto
más libre cuanto más elige el bien y más se acerca a él. La verdadera libertad,
según él, no consiste en poder hacer tanto el bien como el mal, sino en poder
volverse hacia el bien y abandonar el mal. “¿Cuándo es más libre el libre
albedrío”, escribe Agustín, “que cuando no puede servir al pecado?”. Ahora
bien, Dios quiere el bien para todos los hombres y los asiste en la carrera
hacia el bien con el don de su gracia, de modo que favorece la libertad humana,
en el sentido antes mencionado, en la medida en que aumenta la caridad, el amor
a la perfección y el odio al pecado. Cuanto más influye en el hombre para que
se una al bien, tanto más aumenta su verdadera libertad.
Todo lo que se puede
reprochar a Agustín deriva, pues, de la profundidad de su pensamiento, de su
misma grandeza. Si otros, aislando algunos de sus principios sin tener en
cuenta el resto y empujándolo al absurdo, han caído en la herejía, Agustín no
tiene la culpa. Todo lo que es sublime es peligroso. “Lo que no se presta al
abuso” decía, si no me equivoco, un inglés, “poco sirve para el uso”. Rabelais
toma la fórmula agustiniana dilige et
quod vis fac y la convierte en el lema de su abadía de Thèlème: fais ce que vouldras, y Agustín parece ser
el padre del epicureísmo o de la anarquía. Pero pronto uno se da cuenta de que
el cura de Meudon ha decapitado la frase agustiniana y le ha quitado su palabra
más importante: dilige, ama. Quería
decir que cuando un hombre ama profundamente a Dios y a los hombres, puede
hacer lo que quiera porque posee la suprema verdad y la santa caridad y no
puede equivocarse, pero no quería justificar con esto el naturalismo de Panurgo
y de sus compañeros.
Lutero, por ejemplo,
toma las ideas de Agustín sobre el poder de la fe y los méritos de Cristo y
hace caso omiso de todas las exhortaciones de Agustín a cumplir con las obras
de caridad y al deber que tenemos de esforzarnos para alcanzar la salvación: al
mutilar a Agustín lo hace responsable, con Pablo, de sus errores. Calvino y
Jansenio sacan de contexto los pensamientos de Agustín sobre la predestinación,
descuidando los relativos a la libertad, y pretenden validar las herejías que
llevan sus nombres con la autoridad del ortodoxo Doctor. Agustín enseña a
abandonarse al amor de Dios, pero en el sentido de estar dispuesto a recibir
sus gracias, no a un estado de inacción y pasividad, sino alternando la oración
con las obras, ¿se pretendería acusarlo de ser uno de los padres del quietismo?
Las herejías también
son necesarias, decía San Pablo, y si ciertos herejes se han valido de Agustín,
es decir, de uno que combatió a los herejes durante más de cuarenta años
seguidos, en ese abuso vemos una prueba más de su inestimable grandeza.
Una respuesta similar
puede darse a quienes retroceden ante ciertas formas de su estilo, que parecen
vicios retóricos o temeridades. En primer lugar, la gente corriente, por lo
general fría, aunque sea inteligente, no comprende el afán de un alma ardiente
y confunde con retórica lo que es la forma natural de los pensamientos que
traducen la abundancia del corazón con la abundancia de la palabra. Adolf
Harnack, aunque catedrático y, además, alemán, ha llegado a comprenderlo mejor
que muchos frígidos delicados: “Existe un prejuicio contra la retórica y se
cree que allí donde aparece debe ser juzgada despreciable como falta de
sinceridad. Pero es un arte a la par de la poesía; diré más, es en sí misma una
especie de poesía, y en la Antigüedad un verdadero sentimiento podía muy bien,
sin ser traicionado, tocar ese instrumento”. Agustín es un gran escritor y a
veces un poeta, y lo que en él parece énfasis o conceptismo no es siempre un
resto de sus hábitos retóricos. Cuando nos encontramos con copiosae inopiae et ignominiosae gloriae o pudet non esse impudentem o vitam
mortalem an mortem vitalem o loquaces
muti o inimica amicitia o
similares, estas frases tienen el efecto de antítesis artificiosas; puestas de
nuevo en la corriente del texto se ve, casi siempre, que eran necesarias para
dar fuerza evidente al pensamiento. Y esas imágenes atrevidas que hacen dar
vuelta el rostro a algún impotente pedante -como, por ejemplo, memoria quasi venter est animi, abigo ea manu cordis a facie recordationis
meae, ore cogitationis, aure cordis, etc.- se encuentran, con el
mismo atrevimiento, en la Biblia, en Homero, en Shakespeare y en todos los
grandes escritores que crean sin prestarles atención a las indicaciones de los
manuales y del sentido común.
Quienes han leído a
Agustín en traducciones, incluso excelentes, no pueden hacerse una idea clara
de su genio literario. Su estilo no es siempre igual; a veces espatético y
jadeante como la prosa romántica; a veces se extiende en períodos solemnes,
sonoros y definidos como en lo mejor de Cicerón; a veces es tranquilo, sencillo
y minucioso como en los diálogos platónicos; a veces es drástico e impetuoso
como el de Tertuliano. No sólo es el más grande teólogo y filósofo de su
tiempo, sino también el más grande escritor; aunque acierta infinitamente mejor
en el carmen solutum que en el carmen vinctum, es también poeta, y a
veces felicísimo. Compáreselo con los más célebres escritores latinos de su
tiempo, el erudito Macrobio, el sonoro mosaiquista Claudiano, y nos daremos
cuenta de que sólo este africano, entre finales del siglo IV y principios del
V, representa el gran arte de la prosa latina, añadiendo a la antigua majestad
una sustancia más profunda y una pulsación del todo moderna.
Ciertamente, no todo
tiene el mismo valor en su inmensa obra. Cerca de páginas acabadas y
fulgurantes, muy orgullosas en su altivez y altura, hay páginas que parecen el
murmullo sordo de una cabeza que trabaja como un volcán que no se apaga sino
que está en fase de quietud: hierve a fuego lento pero no supera el embudo
eruptivo.
Pero cuando llega la
hora del desbordamiento, ¡qué iluminación! San Pablo pasaba por explosiones
sucesivas y mal conectadas; las ideas de Agustín estallaban de golpe y él trataba
de poner todo lo que podía en las palabras tumultuosas y violentas. Pero las
palabras son lo que son: finitas, como toda cosa material, mientras que el
pensamiento tiene la infinitud de las cosas espirituales. Y así, a veces,
Agustín se cansaba de escribir, casi se desesperaba, pues nunca estaba
contento. Vivió, entre otros dramas, el del artista, el del eterno Pigmalión
fracasado ante la inductilidad final de la materia.
El secreto de su
grandeza como escritor, y también como pensador, reside en esto: en que vive lo
que medita y siente hondamente lo que dice. Para él, Dios no es un concepto que
hay que conocer, sino una realidad viva de la que hay que gozar; la verdad no
es algo que uno se limita a aprender, sino un bien del que quiere apropiarse,
una parte de su sustancia cotidiana; el cristianismo no es un conjunto de
doctrinas, sino una vida que hay que vivir integralmente. Refirió los problemas
más trascendentales a su propio yo, interiorizó la teología, fundió el
pensamiento puro en la fragua del corazón, voló en el firmamento de la
ideología pero con alas de fuego. Bajo su serena universalidad hay siempre un
residuo de polémica personal, un reflejo de autobiografía. Para describir la
unión de la humanidad y la divinidad en Jesús recurre, por analogía, a la unión
de cuerpo y alma en el hombre; para representar la Trinidad se sirve de la
trinidad interior del alma humana: esse,
nosse, velle. Y por este recurrir a la experiencia interior del individuo,
así como por su apasionada inquietud, puede decirse, con todas las
restricciones debidas, que es el primer romántico de Occidente, el primer
hombre moderno. Petrarca, que según algunos merece esta definición, no es más
que su discípulo y seguidor.
Pero los modernos no
se le parecen en lo que en él es esencial: en la mística. Agustín no es sólo un
docto exégeta, un filósofo y un teólogo, sino que es, ante todo, un místico. El
éxtasis de Ostia no es el único. Muchos años después le dirá a Dios: “A veces
me introduces en una extraña e íntima plenitud de no sé qué dulzura que si
llegara a su cima se convertiría en algo que ya no sería esta vida”. Y nadie
desde San Pablo ha definido al Cristo místico como él. Su alma ansiosa de
felicidad sólo podía satisfacerse en Dios, es decir, en la plenitud de una
bienaventuranza eterna, pero saboreada ya, por momentos, aquí abajo, en
comunión con el Cristo siempre vivo. Y tan fuerte es en él este sentido de
nuestra hermandad con el Crucificado, que sólo hecho de soportar nuestra vida,
“aguantar nuestra mortalidad”, le parece, con una imagen sublime, que es llevar
la cruz como aquel que venció a la muerte: Tollit
quodammodo crucem suam qui regit mortalitatem suam.
Era un gran pensador y
teólogo, pero lo que más le importaba era amar a Dios y hacerse amar. En los
más intrincados enredos de la controversia, sólo cuando el pensamiento de Dios
entraba en su corazón, le temblaba la mano y se estremecía de insoportable
anhelo y ternura. Y al Eterno, a aquel al que no podía revestir con todas las fantásticas
orlas de los simples, sino que siempre permanecía un misterio para él, porque
la grandeza de su mente sabía vislumbrar su incircunscribible infinitud, lo
amaba con el minucioso cuidado de cada instante. Otros necesitan cifras, especificaciones,
máquinas. Él no. Él nunca cae en el vacío de la abstracción, en el aire
enrarecido del simple coleccionista de conceptos.
Nunca hizo de su
pensamiento un sistema cerrado e invariable —una trampa para perezosos e
ingenuos—, ni de su mente un modelo esquemático y oficial. Nunca vendió como
cristiano lo que sentía agustiniano y suyo, y siempre vio lo que hay en la vida
de esencial y en el cristianismo de divino —bastante poco, al parecer, pero ese
poco es infinito, y es lo único digno de ser pensado, amado y vivido.
Nosotros lo vemos de
lejos a través de la consagración de los siglos, la canonización, el contorno y
el séquito de discípulos y comentaristas, y nos impresiona como el soberano
intelectual de su tiempo, el fuego en la montaña, el Padre de la Iglesia
envuelto en sus vestiduras episcopales. Pero si nos acercamos a él, y tratamos
de leer entre líneas sus sermones y cartas, descubrimos, junto con su grandeza,
que siempre parece mayor, también su soledad, también su tristeza.
No debemos dejarnos encandilar
por la cantidad de gente que le escribe o que recurre a él. En realidad, no es
más que el obispo de una pequeña ciudad de África, el gladiador de un
anfiteatro de provincias. Este hombre que, a nosotros, nos parece la cumbre más
esplendente del cristianismo del siglo V ha permanecido, durante treinta y
cinco años, en una sede de cuarta categoría, luchando con una plebe ignorante y
molesta, que lo quiere, tal vez, pero no lo comprende. En Cartago lo estiman y
piden la ayuda de su ingenio en los momentos difíciles, pero ninguno de sus
admiradores piensa en sacarlo de ese cuasi encierro hiponense. Con Roma tiene
pocas relaciones; San Jerónimo intenta tomarlo a la ligera; los teólogos de la
Galia se levantan contra él; Juliano de Eclana se divierte describiendo su
anatomía con fina y maligna ironía. Digamos la verdad: en su tiempo no se lo
tuvo en la estima que cabría esperar y menos aún se le ofrecieron los honores y
alabanzas que recibieron tantos otros que valían menos que él. Incluso en su
caso el águila fue sacrificada a las gallinas y mantenida en una jaula, para
mayor beneficio de los loros.
No se puede suponer
que un hombre inquieto como él no deseara nunca abandonar la pequeña ciudad
donde la voluntad del pueblo lo había encarcelado. Pero uno tiene la impresión
de que lo mantuvieron, quizá sin un propósito calculado, al margen.
No pertenecía, por
origen, a la casta profesional de los presbíteros o de los monjes. Pesaban
sobre él, a ojos sacerdotales, las dos manchas del pasado: el maniqueísmo y la
literatura. Sería como si hoy un poeta francmasón converso llegara a ser
sacerdote. La Iglesia lo recibiría en su seno con alegría y haría uso, llegado
el caso, de su genio y de su doctrina, pero sería visto con cierta sospecha por
las viejas ovejas, como alguien de quien cabría esperar alguna nueva sorpresa,
como se vería a un halcón entre los patos, como se ve siempre al héroe
aventurero en las sociedades bien ordenadas. Agustín siempre fue, después de
todo, si no exactamente un irregular, un guerrero que a menudo luchaba solo y
con sus propias armas y al margen de las viejas reglas, y aunque siempre
respetó al general supremo, que está en Roma, y estaba muy dispuesto a
obedecerlo en todo, nunca fue inscrito en las listas de ascensos. La
superioridad se paga con éste y con otros precios.
Todo conspiraba, pues,
a su tristeza. A su alrededor no había personas que comprendiesen la inmensa y
eterna levadura de su pensamiento, sino personas que lo explotaban hora tras
hora, caso por caso, pidiéndole explicaciones, ayuda, disertaciones, defensas.
Le faltaba, por lo tanto, hasta el otium
que hubiera calmado un poco su alma, le hubiera dado serenidad, tal vez, con
alguna síntesis especulativa o con alguna obra de arte, pero en cambio lo
distraían y fatigaban las desesperadas querellas de la Iglesia africana y los
cotidianos sinsabores de su pequeño pero tormentoso rebaño. Su conversación era
codiciada por los mejores espíritus de la época, pero la mayoría de ellos estaban
al otro lado de los mares, y durante más de cuarenta años Agustín no navegó ni
una sola vez fuera de África. ¿Quién, pues, podía consolarlo sino Dios? ¿Quién
podía comprender y compadecerse de la perpetua efervescencia de su espíritu
sino Aquel que lo había creado de ese modo para mostrar en él su poder? Por eso
la forma más espontánea de su arte es el soliloquio: ¿y qué son las Confesiones sino un apasionado
soliloquio delante de Dios?
Sólo los siglos han
creado en torno a Agustín la corona amorosa que merecía. Y sólo después de su
muerte, hasta el día de hoy, su grandeza es reconocida, comprendida, iluminada
y, en casi todos los aspectos, iluminadora. Su segunda vida en las almas
cristianas y en la Iglesia aún no ha terminado ni terminará.
El genio de Agustín obra en nosotros el milagro que fue el sueño de un poeta, de Francis Thompson: “Mundo invisible te vemos — Mundo intangible te tocamos — Incognoscible te conocemos — Inaprensible te agarramos”. Es un águila y un buzo que nos transporta en medio de las constelaciones y nos guía hacia las inmensidades abisales. Su intelecto nos acompaña hasta alcanzar un vislumbre de los misterios más inalcanzables, y su corazón amoroso y ardiente aún encuentra, después de tantos siglos, los caminos de nuestro corazón y lo hace palpitar con la pulsación de sus latidos. Y olvidemos, por un momento, al Doctor de la Gracia para ver en él al Doctor de la Caridad; para reconocer en él no sólo al arquitecto de la teología y al titán de la filosofía, sino al hermano que lloró y pecó al igual que nosotros, al santo que pudo escalar a la ciudad de la alegría eterna y sentarse a los pies del Dios recuperado para siempre.
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
LA GRANDEZZA D’AGOSTINO
Sant’Agostino è un di
quegli uomini per i quali non esiste la morte.
Non intendo rispetto a
lui e alla più vera vita seconda ma dico per noi e anche per questa vita della
quale siamo, per poco, ospiti. Voglio dire ch’è presente sempre e tutto vivo
anche quaggiù, come se non fosse mai morto, tanto che si ha l’impressione, dopo
che s’è praticato un po’ di tempo, d’averlo conosciuto, d’averci parlato,
d’essere amici. Le sue ossa son divise qua e là tra l’Europa e l’Affrica, ma la
sua anima ha il privilegio ubiquitario d’essere in cielo sotto la luce d’Iddio
e d’esser rimasta in terra per dar luce a noi. Luce calda, fuoco – ché il
segreto di questa sopravvivenza è l’amore. Tutti i celebri sopravvivono colla
memoria dell’opere ma è, il più delle volte, una memoria nozionale e non
affettiva: son presenti nelle statue, nei libri, nei cervelli ma lontani dal
cuore.
Quella d’Agostino,
invece, è una presenza concreta, quasi palpabile, intima dove l’ammirazione è
tutta inzuppata d’affezione. Agostino, per dirla col popolo, “ruba il bene”. Se
domani s’incontrasse ci sembra che, dopo avergli baciato l’anello episcopale,
ci verrebbe la voglia di baciarlo in viso, come un amico ritrovato, come un
padre risuscitato. A me, almeno, fa quest’effetto: l’ammiro, fin dove posso arrivare,
con tutte le punte dell’intelligenza, lo venero insieme alla Chiesa come Santo
ma in più l’amo con tutto l’abbandono del cuore.
E per questo è un dei
pochissimi che non ci hanno mai lasciato e che vivono, si direbbe, accanto a
noi. Le ragioni di questa sua doppia immortalità si fa presto a vederle. In lui
c’è il Beato, cioè l’ospite e il fruitore dell’Eterno, il partecipe della
sovranatura, ma c’è, anche, l’uomo, tutto l’uomo, un uomo che somiglia a noi,
che a momenti scorgiamo tutto trasfigurato e fulgente nella città supernale ma
che ritroviamo sempre come un fratello nostro che ha conosciuto le nostre
miserie, che ha peccato al par di noi, che ha pianto come un bambino, che s’è
innamorato come un qualunque adolescente, che ha sentito l’amicizia come s’è
sentita da giovani anche noi, ch’è stato orgoglioso come tutti siamo, ch’è
sceso giù nelle paludi dove ancora c’immellettiamo e c’insegna la strada per
uscirne e ci porge la sua mano ferma e calda per aiutarci.
Ci son dei santi che
furono, prima, quasi delinquenti; altri la cui puerile innocenza non fu
maculata mai. Ma la maggior parte di noi non è scesa alla delinquenza e d’altra
parte ha macchiato la prima candidezza. Agostino è come noi; appartiene, prima
della santità, alla maggioranza. I suoi peccati erano i peccati che son comuni
ai più: amor della donna, del guadagno e della fama. Se n’è liberato, ma con
sforzi strapotenti, e anche codesti sforzi, che rivelano quanto fossero forti
le radici della sua umanità, l’avvicinano ancor più a noi. Perché siamo anche
noi – almeno quelli che non vivono come cimici liete del sudiciume – creature
che si combatte per guarire l’anima dall’eczema del peccato originale, per
arrivare dove Agostino è arrivato. Lui è riuscito e noi ancora no, ma scoprendo
che sul primo era tanto somigliante a noi ci dà la speranza che gli potremo
assomigliare anche nella vittoria e questa consolazione accresce ancora il
nostro affetto. Scopriamo, in più, che qualche scoria dell’uomo vecchio è
rimasta in lui sempre, o per lo meno per parecchio tempo dopo la conversione, e
questa scoperta, che non pregiudica l’interezza della sua santità, lo fa amare
anche di più in quanto gli resta, dopo essere asceso sulla montagna, qualche
ombra di quel che aveva addosso nella pianura. Ci sembra, così, ancora un po’
nostro fratello, non ha perso tutta l’aria di famiglia che aveva in comune con
noi e mentre c’invita a salire ci fa sperare che non è impossibile
raggiungerlo.
Ci rincuora, intanto,
mostrandoci che la conversione non è ablazione ma sublimazione. L’albero non va
bruciato per piantarne uno nuovo, impresa impossibile, ma potato, mondato e
innestato perché s’alzi di più e dia frutti migliori. La sua sensualità fu
sublimata in bramosia della beatitudine spirituale; il suo desiderio di
felicità in acquietamento nella saggezza divina; la sua amicizia appassionata
per i singoli in carità e amorevolezza per tutti; il suo orgoglio
nell’aspirazione a rifare in sé l’immagine perduta d’Iddio e di unirsi a Lui,
atomo della Sua gloria. Quel ch’egli fece, distillando dai veleni del male le
medicine del bene, perché non si potrebbe fare anche noi?
Paragonarsi ad
Agostino è, certo, superbia ma ingegnarsi d’imitarlo è dovere. Se per alcuni
aspetti è un fratello per molti altri ci sovrasta, non solo perché santo ma, in
più, genio. Giuseppe da Copertino e Benedetto Labre ci dimostrano che la
santità può coesistere coll’ignoranza e anche con una certa ottusità
d’intelligenza. Di fronte a Dio ingegno e sapere son tutt’altro che demeriti ma
da soli non bastano. Se troviamo, però, un santo che oltre tutte le virtù della
santità è anche uomo completo, e possiede una sterminata sapienza e uno
smisurato ingegno, non possiamo astenerci, almeno noi uomini di penna e
d’inchiostro, di offrirgli, insieme all’amore, tutta la nostra ammirazione.
La maggior parte degli
uomini sono mutilati, frazioni d’uomini. Sono abbozzi, diceva Emerson. E
Kierkegaard aggiungeva, per strano caso quella volta ottimista, che ce ne
voglion due per farne uno. E Ibsen incalza: «Io vedo soltanto ventri, teste e
mani, ma nessun uomo più sulla terra». Chiediamo a un altro evaso l’integrità
dell’ideale. «L’homme parfait» scrive
Renan «serait celui qui serait à la fois
poète, philosophe savant, homme vertueux, et cela non par intervalles et à des
moments distincts (il ne le serait alors que médiocrement) mais par une intime
compénétration à tous les moments de sa vie... chez qui, en un mot, tous les
éléments de l’humanité se réuniraient, comme dans l’humanité elle-même».
Uno di questi uomini interi e perfetti, rarissimi, fu Agostino. E con qualcosa
di più, ché a tutte le parti somme dell’umanità aggiunse il suggello
soprannaturale della santità. Si celebrano gli uomini polilateri della
Rinascita e si stupisce d’un Leonardo che fu scienziato e pittore, ingegnere e
poeta, architetto e statuario. Ammiriamo pure ma gli manca la contemplazione
metafisica, la perfezione morale, il senso mistico, l’esemplarità eroica della
vita.
In Agostino, invece,
c’è tutto. È l’uomo integrale, l’uomo universale, l’uomo senza lacune. È oltre
che uomo, superuomo, non nel senso di Nietzsche ma in quello di San Gregorio
Magno, cioè un di quegli uomini «quia qui
divina sapiunt videlicet suprahomines sunt», superuomini in quanto sanno le
cose divine. E non soltanto perché poeta, oratore, psicologo, filosofo, teologo
e mistico, ma perché riunisce in sé, in armoniosa sintesi, tutti quegli opposti
che nei più, isolati, provocano crisi, errori, conflitti e in lui, invece,
generano una superior verità.
Egli è prima peccatore
eppoi santo prima professore eppoi pastore, ma dopo, nello stesso tempo,
cenobita e uomo di governo (in quanto vescovo), poeta e razionalista,
dialettico e romantico, tradizionalista e rivoluzionario, retore eloquente e
oratore popolareggiante. A momenti ti sembra Socrate intento a dividere e
suddividere i vari sensi delle parole, a volte un Pindaro che canta, con
trapassi commossi, le vittorie del cielo interiore. A un tratto inveisce contro
la ricchezza e la proprietà come un anarchico e poi consiglia ai cristiani
d’obbedire a tutti i governi, anche pessimi. Cerca l’illuminazione interna nel
moto dell’anima verso Dio ma insiste tanto sulla potestà e necessità della
Chiesa che arriva a dire di credere all’Evangelo perché l’ordina la Chiesa e
non alla Chiesa perché testimoniata dall’Evangelo. È un pessimista che vede nel
genere umano una massa damnationis o massa perditionis ma è talmente
ottimista che proclama la felicità, fino all’ultimo, come il vero fine
dell’uomo, e lo dichiara raggiungibile in quanto identifica la beatitudine con
Dio. Insiste sulla necessità della ragione per arrivare a comprendere i dogmi
della fede, ma nello stesso tempo riconosce che la fede sola aiuta a
comprendere. Intellige, ut credas, verbum
meum; crede, ut intelligas, verbum Dei. L’autore del Liber de sancta virginitate, che ha difeso sempre la continenza, è
lo stesso che ammette la necessità della prostituzione: Aufer meretrices de rebus humanis, turbaveris omnia libidinibus.
Quel medesimo che ha illustrato sottilmente la libertà dell’uomo ha poi scandalizzato
i più colle sue teorie della predestinazione come un avvocato e si solleva
all’estasi come un mistico. Intercede per i nemici e chiede la condanna degli
eretici. In lui astrazione e lirica, logica e carità si avvicendano senza
contraddirsi ma integrandosi.
Unico, forse, anche
tra i cattolici ha realizzato in sé questa fusione di elementi che sembran
contrari ma che sono egualmente richiesti per giungere all’adequazione perfetta
dell’esperienza col mondo, del pensiero coll’universo, del singolo
coll’umanità, dell’uomo, per quanto gli è concesso, con Dio. Gli spiriti
unilaterali son soggetti all’errore o alla sterilità. Chi è tutto quanto
intelletto e loico puro è prigioniero delle formule, dei sillogismi, della
terminologia astrattista e non abbraccia la realtà, che non è riducibile tutta
a concetti. L’intelligenza, quand’è sola, non è abile neppure a intelligere.
Chi è tutto cuore si perde nell’effusioni generiche; chi è soltanto intuitivo e
d’impeto può avere illuminazioni mirabili, ma finisce nel vago o, per orgoglio,
nell’eresia. Chi bada soltanto all’esterno delle forme, alla disciplina e alla
devozione legalista corre il pericolo d’esser fariseo o bigotto. Chi si fida
unicamente dell’io e dell’esperienza propria finisce luterano; chi si raccomanda
soltanto alle pratiche meccaniche finisce monaco tibetano. Gli estremi son
sempre pericolosi quando regnano, isolati, in uno spirito; diventano fecondi
quando collaborano insieme.
Questo prodigio è
avvenuto in Agostino. In lui gli opposti, sia pure spinti all’estremo, non si
distruggono e non distruggono, ma generano e costruiscono. L’albero non
vivrebbe senza corteccia ma se fosse tutta corteccia morrebbe. Le radiche nude,
contorte e nascoste in terra sono, in apparenza, il contrario delle belle rame
coperte di foglie e di fiori che godono l’aria e il sole. Ma le foglie non
spunterebbero se non ci fossero le radici e le radici da sole, sarebbero sterpi
infruttuosi.
Nella Chiesa è lo
stesso: senza la fiamma viva della rivelazione e dell’amore non si sarebbe mai
costruito la grandiosa cattedrale che ci ripara. Se non fosse stata eretta la
cattedrale quel fuoco esposto a tutti i venti sarebbe forse sparito; ma se
pensiamo soltanto a moltiplicare architravi, pilastri e contrafforti e lasciamo
spenger quel primo fuoco, la Chiesa non è più che un freddo vaso di muratura.
Chi vede un lato solo, e quello solo, sbaglia; chi rispetta la dualità
necessaria giunge al vero. Le soluzioni medie son mediocri ma se ci son gli
estremi, purché ci sian tutti, s’arriva a una sintesi che non è compromesso ma
superamento. Ed è proprio per questa ricca complessità dello spirito
d’Agostino, dove le tendenze più diverse si trovan riunite, ch’egli ha potuto
essere il più cattolico, cioè il più universale, dei Dottori della Chiesa.
Nella sua mente gli
opposti non dànno origine ad un’automachia senza frutto e neppure si adagiano
in esteriori conciliazioni e giustapposizioni, ma dal loro deciso coesistere,
dal loro convergere in una copula feconda, sorge la verità. Uno dei segreti del
genio agostiniano è in questa sua natura che racchiude gli estremi senza
abbandonarsi a uno solo ma facendoli cooperare a una scoperta che li trascende.
Agostino è contrario a
ogni eccesso unilatere. Contro Origene, che vuol tutti salvi, anche i demoni, mantiene
la dottrina della predestinazione dei pochi eletti; a Pelagio che si raffida
quasi unicamente nella volontà umana oppone il mistero della Grazia; contro
Gioviniano che crede, più di undici secoli prima di Lutero, alla fede senza le
opere afferma la necessità della carità operante; contro i Manichei che
vedevano il male come invincibile sostiene che il mondo è uscito buono tutto
dalle mani d’Iddio; contro i Donatisti che si vantavano d’avere il monopolio
della santità dimostra che il genere umano è diviso in due città di giusti e
d’ingiusti che saranno insieme mescolati fino alla fine. Egli è sempre per la
verità integrale; mai per l’esagerazione e tanto meno per il compromesso.
Talvolta il suo
pensiero può sembrare paradossale e rischioso; e il suo stile troppo amante di
quelle antitesi che possono sembrare lambiccature sul margine dell’assurdo.
Esporsi a queste accuse è il destino di tutti quelli che hanno lavorato in
profondità. Chi vuol dire l’indicibile casca nelle apparenti agudezas e chi
vuol pensare l’incogitabile rasenta il paradosso. Come il sublime è ad un passo
dal ridicolo, anche l’alta metafisica è ad un passo dall’assurdo e l’alta
mistica a un passo dall’eresia. Chiunque va a fondo delle questioni e dice cose
nuove è costretto a usare espressioni che paiono giochi di parole o
contorcimenti paradossisti. Coloro che li rimproverano ad Agostino dovrebbero
ricordarsi che ne troviamo di simili anche nello stesso Evangelo. Quando Gesù
dice che chi vorrà salvar la sua vita la perderà ma chi l’avrà perduta la
ritroverà; ch’è venuto al mondo affinché i ciechi veggano e i veggenti diventin
ciechi, che a chiunque ha sarà dato e a chi non ha sarà tolto anche quello che
ha, e chiunque s’inalzerà sarà abbassato e chiunque s’abbasserà sarà inalzato
siamo di fronte ad espressioni profondissime e divinamente esatte ma che hanno
tutta la parvenza di paradossi.
Così la teoria
d’Agostino che ha dato più scandalo, quella della Predestinazione, che sembra
mettere in contrasto irrisolvibile la Grazia e la Libertà, è manifestata a
volte con parole che sembrano fare ai pugni con la logica ordinaria:
equilibrismi dialettici che sconcertano. Ma bisogna rammentarsi che si tratta
di misteri e di misteri insondabili. Se tutti gli uomini dovessero ricever la
Grazia efficace, cioè salvarsi, sarebbe un limitare l’onnipotenza d’Iddio; se
non si ammette la possibilità per tutti di meritare il premio si limita la
libertà umana, voluta da Dio. Agostino, volendo approssimarsi se non alla
spiegazione almeno alla comprensione di tali misteri, ha dovuto ricorrere a
formule che a volte urtano il senso comune e, quel ch’è peggio, si prestano a
convalidare errori. Ma se teniamo presente l’insieme del suo pensiero, senza
asportarne un elemento solo ed esagerarlo, come hanno fatto certi eretici, si
vede che tutto si lega armonicamente e che la stranezza dell’espressioni
ricopre un pensiero sottile ma lucido e giusto.
Per la
Predestinazione, ad esempio, bisogna ricordarsi che Agostino sentiva fortemente
l’immensa distanza che c’è fra l’uomo e Dio. Dio ha creato l’uomo e l’uomo può
riunirsi a Dio ma soltanto dopo che sarà unito a Dio potrà comprenderlo appieno
e penetrare l’impenetrabile. Per ora teniamo fermo, contro tutta l’albagia
eretica, che l’uomo non è Dio e non può capire Dio. Ciò che al piccolo uomo
pare ingiustizia può esser superiore giustizia agli occhi d’Iddio; quanto più
l’uomo è superbo tanto più Dio, in persona di Cristo, ha dato l’esempio della
più inaudita umiltà. Sicché la predestinazione, che a molti sembra offesa alla
bontà d’Iddio, può essere una prova di più della sua misericordia. Secondo
Agostino l’uomo è tanto più libero quanto più sceglie il bene e vi s’avvicina.
La vera libertà, secondo lui, non consiste nel poter fare tanto il bene che il
male ma nel potere volgersi al bene e abbandonare il male. «Quando mai è più
libero il libero arbitrio» scrive Agostino, «se non quando non può servire al
peccato?». Ora Dio vuole il bene per tutti gli uomini e li soccorre nella corsa
al bene col dono della Sua Grazia sicché favorisce la libertà umana, nel senso
detto di sopra, in quanto accresce la carità, l’amore per la perfezione, l’odio
per il peccato. Più influisce sull’uomo perché si unisca al bene e più accresce
la vera sua libertà.
Tutto quel che si può
rimproverare ad Agostino deriva, dunque, dalla profondità del suo pensiero,
dalla sua stessa grandezza. Se altri, isolando qualche suo principio senza
tener conto del resto e spingendolo all’assurdo, è caduto nell’eresia, la colpa
non è d’Agostino. Tutto ciò ch’è sublime è pericoloso. «Ciò che non si presta
all’abuso» ha detto, se non sbaglio, un inglese «ha poca forza per l’uso».
Rabelais prende la formula agostiniana dilige
et quod vis fac e ne fa il motto della sua abbazia di Thèlème: fais ce que vouldras e Agostino fa la
figura di padre dell’epicureismo o dell’anarchia. Ma vi accorgerete subito che
il curato di Meudon ha decapitato la frase agostiniana e le ha tolto la parola
più importante: dilige, ama. Voleva
dire che quando un uomo ama profondamente Dio e gli uomini può far quel che
vuole perché possiede la suprema verità e la santa carità e non può errare, ma
non voleva per questo giustificare il naturalismo di Panurge e compagni.
Lutero, ad esempio,
prende le idee di Agostino sulla potenza della fede e sui meriti di Cristo e
non tien conto di tutte l’esortazioni agostiniane all’opere di carità e al
dovere dei nostri sforzi verso la salvezza: mutilando Agostino lo fa
responsabile, con Paolo, dei suoi errori. Calvino e Giansenio tolgono dal loro
contesto i pensieri di Agostino sulla predestinazione, trascurando quelli sulla
libertà, e pretendono di convalidare l’eresie che portano i loro nomi
coll’autorità dell’ortodosso Dottore. Agostino insegna di abbandonarsi
all’amore d’Iddio, ma nel senso d’esser disposti a ricevere le sue grazie non
già in quello d’inazione e di passività, bensì alternando l’orazione
coll’opere: si vorrà accusarlo di essere un de’ padri del quietismo?
Son necessarie anche
l’eresie, diceva San Paolo, e se certi eretici si son prevalsi di Agostino,
cioè di uno che combatté gli eretici per più di quarant’anni di seguito, in
questo abuso vediamo una riprova di più della sua inestimabile grandezza.
Una risposta analoga
si può dare a chi s’inalbera dinanzi a certe forme del suo stile, che sembrano
vizi rettorici o scapestrerie. Prima di tutto la gente comune, di solito
fredda, anche se intelligente, non capisce la foga di un’anima bruciante e
scambia per rettorica ciò ch’è la forma naturale di pensieri che traducono
l’abbondanza del cuore coll’abbondanza dell’eloquio. Adolfo Harnack, per quanto
professore e per giunta tedesco, è arrivato, in questo caso, a comprender
meglio di tanti frigidi schifiltosi. «V’è un pregiudizio contro la rettorica e
si crede che dappertutto dove compare debba esser giudicata spregevole come una
mancanza di sincerità. Ma essa è un’arte al pari della poesia; dirò di più, è
di per sé una specie di poesia, e nell’Antichità un sentimento vero poteva
benissimo, senza esser tradito, suonare quello strumento». Agostino è uno
scrittore grandissimo e a momenti un poeta e non sempre ciò che in lui pare
enfasi o concettismo è rimasuglio delle sue abitudini di retore. Quando si
trova copiosae inopiae et ignominiosae
gloriae o pudet non esse impudentem
o vitam mortalem an mortem vitalem o loquaces
muti o inimica amicitia o simili,
queste frasi fanno l’effetto di antitesi artifiziose; rimesse nella corrente
del testo si vede, quasi sempre, ch’eran necessarie per dar forza evidente al
pensiero. E quell’ardite immagini che fanno torcere il viso da schiaffi di
qualche pedantuzzo impotente – come, ad esempio, memoria quasi venter est animi, abigo
ea manu cordis a facie recordationis meae, ore cogitationis, aure cordis e via di seguito – si
ritrovano, colla stessa arditezza, nella Bibbia, in Omero, in Shakespeare e in
tutti gli scrittori grandi che creano senza stare attenti alle stecconate dei
manuali e del senso comune.
Chi ha letto Agostino
in traduzioni, anche ottime, non si può fare un’idea precisa del suo genio
letterario. Il suo stile non è sempre eguale; ora patetico e ansimante come una
prosa romantica; ora disteso in periodi solenni, sonori e definiti come nel
miglior Cicerone; ora calmo, semplice e minuzioso come nei dialoghi platonici;
ora drastico e irruente come quello di Tertulliano. Non soltanto è il più gran
teologo e filosofo dei suoi tempi ma anche il più grande scrittore, per quanto
egli riesca infinitamente meglio nel carmen
solutum che nel carmen vinctum è anche un poeta, e a momenti felicissimo.
Paragonatelo agli scrittori latini più celebri del suo tempo, all’erudito
Macrobio, al sonante mosaicista Claudiano, e vi accorgerete che quest’affricano
solo, tra la fine del quarto secolo e il principio del quinto, rappresenta la
grande arte della prosa latina, aggiungendo all’antica maestà una sostanza più
profonda e una pulsazione tutta moderna.
Certo non tutto ha
eguale valore nell’immensa opera sua. Vi stanno vicine pagine finite e
lampeggianti, fierissime nella lor fierezza ed altezza, e pagine che paiono il
sordo borbottamento d’una testa che lavora come un vulcano non spento ma in
fase di quiete – sobbolle ma non supera l’imbuto eruttivo.
Ma quando arriva l’ora
del traboccamento quale illuminazione! San Paolo andava innanzi a esplosioni
successive mal connesse; ad Agostino scoppiavano le idee tutte insieme e
cercava di metterne nelle parole tumultuose e violentate più che potesse. Ma le
parole son quello che sono: finite, come ogni cosa materiale, mentre il
pensiero ha l’infinitezza delle cose spirituali. E allora, a volte, Agostino si
stancava a scrivere, quasi si disperava, ché non era mai contento. Egli ha
provato, fra gli altri drammi, anche quello dell’artista, eterno Pigmalione
fallito davanti all’induttilità finale della materia.
Il segreto della sua
grandezza come scrittore, e anche come pensatore, consiste in questo: ch’egli
vive ciò che medita e sente nel profondo ciò che dice. Per lui Dio non è un
concetto da conoscere, ma una realtà vivente da godere; il vero non è qualcosa
che semplicemente si apprende, ma un bene di cui vuole appropriarsi, una parte
della sua sostanza quotidiana; il Cristianesimo non è una raccolta di dottrine
ma una vita che bisogna integralmente vivere. Egli ha riferito i problemi più
trascendentali al proprio io, ha interiorizzato la teologia, ha fuso il
pensiero puro nella fucina del cuore, ha volato nel firmamento dell’ideologia
ma con ali di fuoco. Sotto la sua serena universalità c’è sempre un residuo di
polemica personale, un riflesso d’autobiografia. Per descrivere l’unione
dell’umanità e della divinità in Gesù ricorre, per analogia, alla unione del
corpo e dell’anima nell’uomo; per raffigurare la Trinità si giova della trinità
interiore dell’anima umana: esse, nosse, velle. E per questo suo appello all’esperienza interna
dell’individuo, oltre che per la sua appassionata inquietudine, si può dire,
colle debite restrizioni, ch’è il primo romantico dell’Occidente, il primo uomo
moderno. Petrarca, che secondo alcuni merita questa definizione, non è che un
suo discepolo e seguitatore.
Ma i moderni non gli
somigliano in ciò che v’è in lui d’essenziale: nel misticismo. Agostino non è
soltanto un dotto esegeta, un filosofo e un teologo ma è, prima di tutto, un
mistico. L’estasi di Ostia non è la sola. Molti anni più tardi diceva a Dio:
«Talvolta m’introduci in una strana e intima pienezza di non so qual dolcezza
che se arrivasse al colmo diverrebbe qualcosa che non sarebbe più questa vita».
E nessuno, dopo San Paolo, ha definito il Cristo mistico com’egli ha fatto. La
sua anima avida di felicità non poteva saziarsi che in Dio, cioè nella pienezza
d’una beatitudine eterna, ma già assaporata, ad attimi, quaggiù nella comunione
con Cristo sempre vivo. Ed ha tanta forza in lui questo senso della nostra
fraternità col Crocifisso che il solo sopportare la nostra vita, «reggere la
nostra mortalità», gli sembra, con immagine sublime, un portar la croce al pari
di chi vinse la morte: Tollit quodammodo
crucem suam qui regit mortalitatem suam.
In lui era grande il
pensatore e il teologo, ma insomma quel che gli importava sopra ad ogni cosa
era amar Dio e farlo amare. Nei più intricati gineprai della polemica sol che
gli passi nel cuore il pensiero di Dio la mano gli trema e ne trema tutto lui
d’insostenibile brama e tenerezza. E l’Eterno, lui che non se lo poteva vestire
con tutte le frangie fantastiche dei semplici, ma gli restava sempre nel
mistero, perché la grandezza della mente sapeva intravederne l’infinità non
circoscrivibile, lo amava con una minuta cura d’ogni momento. Altri hanno
bisogno di figure, di specificazioni, di macchine. Lui no. Non cade mai nel
vuoto dell’astrazione, nell’aria rarefatta del semplice collezionista di
concetti.
Del suo pensiero non
ha mai fatto un sistema chiuso e fermo – trappola per i pigri e gl’ingenui – né
del suo animo un modello schematico e ufficiale. Non ha mai venduto per cristiano
ciò che sentiva agostiniano e suo e ha sempre visto quel che v’è nella vita
d’essenziale e nel Cristianesimo di divino – assai poco, parrebbe, ma quel poco
infinito, e solo degno d’esser pensato, amato e vissuto.
Noi lo vediamo da
lontano attraverso la consacrazione dei secoli, la canonizzazione, il contorno
e il corteggio dei discepoli e dei commentatori e ci fa l’effetto del sovrano
intellettuale dei suoi tempi, del fuoco sulla montagna, del Padre della Chiesa
avvolto nei suoi vescovili paludamenti. Ma se ci s’avvicina a lui, e si cerca
di legger tra le linee dei sermoni e delle lettere, scopriamo, insieme alla sua
grandezza, che par sempre ogni volta più grande, anche la sua solitudine, anche
la sua tristezza.
Non bisogna lasciarci
abbagliare dalla quantità di gente che gli scrive o che a lui ricorre. In
realtà egli non è tutta la vita che il vescovo d’una piccola città affricana,
il gladiatore d’un anfiteatro di provincia. Quest’uomo che a noi sembra la più
luculenta cima della cristianità del quinto secolo è rimasto, per trentacinque
anni, in una sede di quart’ordine, alle prese con una plebe ignorante e
molesta, che l’ama, forse, ma non lo comprende. A Cartagine lo stimano e
richiedono l’aiuto del suo ingegno nei momenti difficili ma nessuno dei suoi
ammiratori pensa a trarlo fuori da quella mezza relegazione ipponese. Con Roma
ha pochi rapporti; San Girolamo tenta di prenderlo sottogamba; i teologi della
Gallia insorgono contro di lui; Giuliano d’Eclano si diverte a notomizzarlo con
finissima e maligna ironia. Diciamo la verità: nel suo tempo egli non fu tenuto
in quel conto che ci s’aspetterebbe e tanto meno gli furon offerti quegli onori
e quegli elogi che toccarono a tanti altri che valevano meno di lui. Anche nel
caso suo l’aquila fu sacrificata alle galline e tenuta in gabbia, a maggior
profitto dei pappagalli.
Non si può supporre
che un irrequieto come lui non desiderasse mai d’uscire dalla piccola città
dove il voler del popolo l’aveva imprigionato. Ma si ha l’impressione che lo
tenessero, magari senza un proposito calcolato, in disparte.
Non apparteneva, per
l’origine, alla casta professionale dei presbiteri o dei monaci. Pesavano su di
lui, agli occhi sacerdotali, le due macchie del passato: il Manicheismo e la
letteratura. Sarebbe come se oggi un poeta massone, convertito, riuscisse a
diventar prete. La Chiesa l’accoglierebbe nel suo grembo con gioia e si
servirebbe, all’occorrenza, del suo genio e della sua dottrina, ma sarebbe tenuto
un po’ sospetto dalle pecore antiche, come uno dal quale ci si può aspettare
qualche nuova sorpresa, come sarebbe tenuto un falcone in mezzo all’anatre,
come sempre è tenuto l’eroe avventuroso nelle società ben ordinate. Era sempre,
in fondo, se non proprio un irregolare, un guerriero che spesso combatteva da
solo e con armi proprie e fuor delle regole vecchie e benché rispettasse sempre
il generale supremo, che sta a Roma, e fosse prontissimo a ubbidirlo in tutto,
non era però mai iscritto nei quadri delle promozioni. La superiorità si paga
con questo e con altri prezzi.
Tutto congiurava,
dunque, alla sua tristezza. Non intorno gente che comprendesse il lievito,
immenso ed eterno, del suo pensiero; ma gente che lo sfruttava ora per ora,
caso per caso, chiedendogli schiarimenti, soccorsi, dissertazioni, difese. Gli
mancava, perciò, anche l’otium che gli avrebbe un po’ placata l’anima, glie
l’avrebbe rasserenata, forse, in qualche sintesi speculativa od opera d’arte,
ma invece le disperate beghe della Chiesa affricana e le quotidiane noie del
suo piccolo ma tormentoso gregge lo distraevano e l’affaticavano. La sua
conversazione era ambita dai migliori spiriti del tempo ma stavano, i più, di
là dei mari e per più di quarant’anni Agostino non salperà una sola volta
dall’Affrica. Chi poteva, dunque, consolarlo se non Dio? Chi poteva comprendere
e compatire la perpetua effervescenza del suo spirito se non Colui che l’aveva
creato a quel modo per mostrare in lui la sua potenza? È per questo che la
forma più spontanea dell’arte sua è il soliloquio: e che sono le Confessioni se
non un appassionato soliloquio al cospetto di Dio?
Solamente i secoli
hanno creato intorno ad Agostino la corona amorosa ch’egli meritava. E soltanto
dopo la sua morte, fino ad oggi, la sua grandezza è riconosciuta, compresa,
illuminata e, quasi in ogni sua parte, illuminante. La sua seconda vita
nell’anime cristiane e nella Chiesa non è ancora terminata e non finirà.
Il genio di Agostino opera in noi il miracolo che fu il sogno d’un poeta, di Francis Thompson: «Mondo invisibile noi ti vediamo – Mondo intangibile noi ti tocchiamo – Inconoscibile ti conosciamo – Inapprensibile noi ti afferriamo». Aquila e palombaro ci trasporta fra le costellazioni e ci guida nelle immensità abissali. Il suo intelletto ci accompagna agli spiragli dei più inattingibili misteri e il suo cuore amoroso e rovente trova ancora, dopo tanti secoli, le vie del nostro cuore e lo fa pulsare col palpito dei suoi battiti. E dimentichiamo, un momento, il Dottore della Grazia per vedere in lui il Dottore della Carità; per riconoscere in lui non solamente l’architetto della teologia e il titano della filosofia, ma il fratello che pianse e peccò al par di noi, il santo che riuscì a scalare la città dell’eterna gioia e ad assidersi ai piedi del Dio recuperato per sempre.