martes, 29 de agosto de 2023

Giovanni Papini: Grandeza de San Agustín

LA GRANDEZA DE AGUSTÍN 

San Agustín es uno de esos hombres para los que la muerte no existe.

No lo digo con respecto a él y a la más verdadera segunda vida, sino que lo digo por nosotros y también por esta vida de la que somos, brevemente, huéspedes. Quiero decir que él está siempre presente y del todo vivo incluso aquí abajo, como si nunca hubiera muerto, tanto que uno tiene la impresión, después de haberlo leído algún tiempo, de haberlo conocido, de haber hablado con él, de ser amigos. Sus huesos están esparcidos aquí y allá entre Europa y África, pero su alma tiene el privilegio ubicuo de estar en el cielo bajo la luz de Dios y de haber permanecido en la tierra para darnos luz a nosotros. Luz cálida, fuego, pues el secreto de esta supervivencia es el amor. Todos los famosos sobreviven con el recuerdo de las obras pero se trata, la mayoría de las veces, de un recuerdo nocional y no afectivo: están presentes en las estatuas, en los libros, en los cerebros pero lejos del corazón.

La de Agustín, en cambio, es una presencia concreta, casi palpable, íntima, donde la admiración se empapa por entero de afecto. Agustín, para hablar con el pueblo, “roba el corazón”. Si mañana nos encontráramos con él, nos parece que, después de besar su anillo episcopal, tendríamos ganas de besarlo en la cara, como a un amigo reencontrado, como a un padre resucitado. A mí, al menos, me produce este efecto: lo admiro, hasta donde puedo llegar, con todo el esfuerzo de inteligencia, lo venero junto con la Iglesia como a un santo, pero además lo amo con todo el abandono de mi corazón.

Y por eso es uno de los poquísimos que nunca nos han abandonado y que viven, podría decirse, a nuestro lado. Las razones de esta doble inmortalidad suya son fáciles de ver. En él está el Bienaventurado, es decir, el huésped y el que goza del Eterno, el partícipe de la sobrenaturaleza, pero también está el hombre, el hombre todo, un hombre que se parece a nosotros, al que a veces vemos transfigurado y resplandeciente en la ciudad superna, pero al que siempre volvemos a encontrar como a un hermano nuestro que ha conocido nuestras miserias, que ha pecado al par nuestro, que lloró como un niño, que se enamoró como cualquier adolescente, que sintió la amistad como la sentimos nosotros cuando éramos jóvenes, que fue orgulloso como lo somos todos, que bajó a los pantanos donde aún nos ensuaciamos y nos enseña el camino de salida, y nos ofrece su mano firme y cálida para ayudarnos.

Hay algunos santos que, al principio, fueron casi delincuentes; otros cuya inocencia pueril nunca se manchó. Pero la mayoría de nosotros no hemos descendido a la delincuencia y, en cambio, hemos manchado el primer candor. Agustín es como nosotros; pertenece, antes que a la santidad, a la mayoría. Sus pecados eran los pecados comunes de la mayoría: amor a la mujer, a la ganancia y a la fama. Se libró de ellos, pero con tremendos esfuerzos, e incluso esos esfuerzos, que revelan lo fuertes que eran las raíces de su humanidad, lo acercan todavía más a nosotros. Porque nosotros también somos -al menos los que no vivimos como chinches felices en la inmundicia- criaturas que luchamos por curar nuestras almas del eczema del pecado original, para llegar adonde llegó Agustín. Él lo consiguió y nosotros todavía no, pero descubrir que en lo primero se parecía tanto a nosotros nos da la esperanza de que también podamos parecernos a él en la victoria, y este consuelo todavía aumenta nuestro afecto. Descubrimos, además, que algún resto del hombre antiguo permaneció en él siempre, o al menos durante mucho tiempo después de su conversión, y este descubrimiento, que no daña la entereza de su santidad, nos hace amarlo aún más en la medida en que alguna sombra de lo que tenía en la llanura permanece en él después de haber ascendido a la montaña. Así sigue pareciéndose un poco a un hermano nuestro, no ha perdido todo el aire de familia que tenía en común con nosotros, y al invitarnos a subir nos da la esperanza de que no es imposible alcanzarlo.

Nos da ánimo, mientras tanto, mostrándonos que la conversión no es ablación, sino sublimación. No hay que quemar el árbol para plantar uno nuevo, tarea imposible, sino podarlo, limpiarlo e injertarlo para que crezca más alto y dé frutos mejores. Su sensualidad se sublimó en deseo ardiente de dicha espiritual; su deseo de gozo, en descanso en la sabiduría divina; su amistad apasionada por los individuos, en caridad y bondad amorosa para con todos; su orgullo, en aspiración a rehacer en sí mismo la imagen perdida de Dios y a unirse a Él, como un átomo de su gloria. Lo que él hizo, destilando de los venenos del mal las medicinas del bien, ¿por qué no podríamos hacerlo también nosotros?

Compararse con Agustín es, ciertamente, soberbia, pero esforzarse por imitarlo es un deber. Si en algunos aspectos es un hermano, en muchos otros se eleva por encima de nosotros, no sólo porque es un santo sino, además, porque es un genio. José de Cupertino y Benito Labre nos muestran que la santidad puede coexistir con la ignorancia e incluso con una cierta torpeza de la inteligencia. Ante Dios, el ingenio y el saber son todo menos deméritos, pero, por sí solos, no bastan. Sin embargo, si encontramos un santo que, además de todas las virtudes de la santidad, es también un hombre completo, y posee una inmensa sabiduría y un desmesurado ingenio, no podemos abstenernos, al menos nosotros, hombres de pluma y de tinta, de ofrecerle, junto con el amor, toda nuestra admiración.

La mayoría de los hombres son seres mutilados, fracciones de hombres. Son esbozos, decía Emerson. Y Kierkegaard añadió, una vez, por extraña casualidad, optimista, que hacen falta dos para hacer uno. E Ibsen prosiguió: “Sólo veo vientres, cabezas y manos, pero ningún hombre en la tierra”. Preguntemos a otro fugitivo sobre la integridad del ideal. “L'homme parfait” escribe Renan “serait celui qui serait à la fois poète, philosophe savant, homme vertueux, et cela non par intervalles et à des moments distincts (il ne le serait alors que médiocrement) mais par une intime compénétration à tous les moments de sa vie... chez qui, en un mot, tous les éléments de l'humanité se réuniraient, comme dans l'humanité elle-même” [El hombre perfecto sería aquel que es, a la vez, poeta, filósofo erudito y hombre virtuoso, y esto no a intervalos y en momentos distintos (entonces sólo lo sería mediocremente) sino por una íntima compenetración en cada momento de su vida... aquel, en una palabra, en quien confluirían todos los elementos de la humanidad, como en la humanidad misma]. Uno de esos hombres íntegros y perfectos, rarísimos, fue Agustín. Y con algo más, pues a toda la suma de partes de la humanidad añadió el sello sobrenatural de la santidad. Celebramos a los polímatas del Renacimiento y nos maravillamos ante un Leonardo que fue científico y pintor, ingeniero y poeta, arquitecto y escultor. Admirémoslo, pero carece de la contemplación metafísica, de la perfección moral, del sentido místico, de la ejemplaridad heroica de la vida.

En Agustín, sin embargo, está todo. Es el hombre integral, el hombre universal, el hombre sin fisuras. Es más que hombre, es superhombre, no en el sentido de Nietzsche, sino en el de San Gregorio Magno, es decir, uno de esos hombres “quia qui divina sapiunt videlicet suprahomines sunt”, superhombres porque conocen las cosas divinas. Y no sólo porque sea poeta, orador, psicólogo, filósofo, teólogo y místico, sino porque reúne en sí, en síntesis armoniosa, todos esos opuestos que en la mayoría, aislados, provocan crisis, errores, conflictos y en él, en cambio, generan una verdad superior.

Es primero pecador y luego santo, primero profesor y luego pastor, pero al mismo tiempo cenobita y hombre de gobierno (como obispo), poeta y racionalista, dialéctico y romántico, tradicionalista y revolucionario, retórico elocuente y orador divulgador. Por momentos nos parece un Sócrates empeñado en dividir y subdividir los diversos sentidos de las palabras, por momentos un Píndaro que canta, con pasajes conmovidos, las victorias del cielo interior. De pronto despotrica contra la riqueza y la propiedad como un anarquista y luego aconseja a los cristianos obedecer a todos los gobiernos, incluso a los malos. Busca la iluminación interior en el movimiento del alma hacia Dios, pero insiste tanto en el poder y la necesidad de la Iglesia que llega a decir que hay que creer en el Evangelio porque la Iglesia lo ordena y no en la Iglesia porque de ella da testimonio el Evangelio. Es un pesimista que ve en el género humano una massa damnationis o massa perditionis pero es tan optimista que proclama la felicidad, hasta el final, como el verdadero fin del hombre, y la declara alcanzable en la medida en que identifica la dicha con Dios. Insiste en la necesidad de la razón para llegar a comprender los dogmas de fe, pero al mismo tiempo reconoce que sólo la fe ayuda a comprender. Intellige, ut credas, verbum meum; crede, ut intelligas, verbum Dei. El autor del Liber de sancta virginitate, que siempre defendió la continencia, es el mismo que admite la necesidad de la prostitución: Aufer meretrices de rebus humanis, turbaveris omnia libidinibus. El mismo que ilustró sutilmente la libertad del hombre y luego escandalizó a la mayoría con sus teorías sobre la predestinación como un jurista y que se eleva al éxtasis como un místico. Intercede por los enemigos y pide la condena de los herejes. En él, abstracción y lirismo, lógica y caridad se alternan sin contradecirse, sino complementándose.

Quizás, incluso entre los católicos, sea el único ha realizado en sí mismo esta fusión de elementos que parecen contrarios pero que son igualmente necesarios para lograr la perfecta adecuación de la experiencia con el mundo, del pensamiento con el universo, del individuo con la humanidad, del hombre, en la medida en que le está permitido, con Dios. Los espíritus unilaterales están sujetos al error o a la esterilidad. El que es todo intelecto y puramente lógico es prisionero de fórmulas, de silogismos, de una terminología abstracta y no abarca la realidad, que no es toda reducible a conceptos. La inteligencia, cuando está sola, ni siquiera es capaz de comprender. El que es todo corazón se pierde en efusiones generales; el que sólo es intuitivo e impetuoso puede tener iluminaciones admirables, pero acaba en la vaguedad o, por orgullo, en la herejía. El que sólo se ocupa del exterior de las formas, de la disciplina y la devoción legalista corre el peligro de ser un fariseo o un beato. Quien sólo confía en el yo y en la propia experiencia acaba siendo un luterano; quien sólo se encomienda a prácticas mecánicas acaba siendo un monje tibetano. Los extremos son siempre peligrosos cuando reinan, aislados, en un espíritu; se vuelven fecundos cuando trabajan juntos.

Este prodigio se produjo en Agustín. En él, los opuestos, aun llevados al extremo, no se destruyen y no destruyen, sino que generan y construyen. El árbol no viviría sin corteza, pero si fuera todo corteza moriría. Las raíces desnudas y retorcidas escondidas en la tierra son, en apariencia, lo contrario de las hermosas ramas cubiertas de hojas y flores que disfrutan del aire y del sol. Pero las hojas no brotarían si no hubiera raíces, y las raíces solas serían madera seca infecunda.

En la Iglesia ocurre lo mismo: sin la llama viva de la revelación y del amor, nunca se habría construido la gran catedral que nos cobija. Si la catedral no se hubiera erigido, aquel fuego expuesto a todos los vientos tal vez habría desaparecido; pero si sólo pensamos en multiplicar dinteles, columnas y contrafuertes, y dejamos que se apague aquel primer fuego, la Iglesia no es más que un frío vaso de mampostería. Quien ve un lado, y sólo ese lado, se equivoca; quien respeta la dualidad necesaria llega a la verdad. Las soluciones medias son mediocres, pero si hay extremos, siempre que estén todos, se llega a una síntesis que no es compromiso, sino superación. Y precisamente por esa rica complejidad del espíritu de Agustín, donde se encuentran reunidas las más diversas tendencias, pudo ser el más católico, es decir, el más universal, de los Doctores de la Iglesia.

En su mente, los opuestos no dan lugar a autómatas sin fruto, ni se acomodan en conciliaciones y yuxtaposiciones externas, sino que de su decidida coexistencia, de su convergencia en una cópula fecunda, surge la verdad. Uno de los secretos del genio de Agustín está en esta naturaleza suya que abarca los extremos sin abandonarse a uno solo, sino haciéndolos cooperar en un descubrimiento que los trasciende.

Agustín está en contra de cualquier exceso unilateral. Contra Orígenes, que quiere que todos se salven, incluso los demonios, mantiene la doctrina de la predestinación de los pocos elegidos; a Pelagio, que se confía casi únicamente de la voluntad humana, opone el misterio de la Gracia; contra Joviniano, que creía, más de once siglos antes que Lutero, en la fe sin las obras, afirma la necesidad de la caridad eficaz; contra los maniqueos, que veían el mal como invencible, sostiene que el mundo salió bonísimo de las manos de Dios; contra los donatistas, que se jactaban de posser el monopolio de la santidad, muestra que el género humano está dividido en dos ciudades de justos e injustos, que estarán mezcladas hasta el fin. Siempre está por la verdad integral; nunca por la exageración y menos aún por el compromiso.

A veces, su pensamiento puede parecer paradójico y arriesgado; y su estilo demasiado aficionado a esas antítesis que pueden parecer devaneos al borde del absurdo. Exponerse a estas acusaciones es el destino de todos los que han trabajado en profundidad. Los que quieren decir lo indecible caen en aparentes agudezas y los que quieren pensar lo impensable rozan lo paradójico. Del mismo modo que lo sublime está a un paso del ridículo, la alta metafísica está a un paso del absurdo y la alta mística a un paso de la herejía. Quien llega al fondo de las cosas y dice cosas nuevas se ve obligado a utilizar expresiones que parecen juegos de palabras o contorsiones paradójicas. Quienes se las reprochan a Agustín deberían recordar que encontramos otras semejantes en el propio Evangelio. Cuando Jesús dice que quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien la pierda la volverá a encontrar; que vino al mundo para que los ciegos vean y los videntes se queden ciegos; que a quien tiene se le dará y a quien no tiene se le quitará; que quien se exalta será humillado y  quien se humilla será exaltado, estamos ante expresiones profundísimas y divinamente exactas, pero que tienen toda la apariencia de paradojas.

Así, la teoría más escandalosa de Agustín, la de la Predestinación, que parece poner en conflicto irresoluble la Gracia y la Libertad, se manifiesta a veces con palabras que parecen darse de patadas con la lógica ordinaria: equilibrios dialécticos que desconciertan. Pero hay que recordar que se trata de misterios insondables. Si todos los hombres recibieran la Gracia eficaz, es decir, se salvaran, sería una limitación de la omnipotencia de Dios; si no se admite la posibilidad de que todos merezcan el premio, se está limitando la libertad humana, querida por Dios. Agustín, queriendo acercarse si no a la explicación al menos a la comprensión de estos misterios, tuvo que recurrir a fórmulas que a veces chocan con el sentido común y, lo que es peor, se prestan a convalidar errores. Pero si tenemos presente el conjunto de su pensamiento, sin quitarle ni un solo elemento ni exagerarlo, como han hecho ciertos herejes, veremos que todo enlaza armoniosamente y que la extrañeza de las expresiones encubre un pensamiento sutil pero lúcido y justo.

En lo que se refiere a la Predestinación, por ejemplo, hay que recordar que Agustín sentía fuertemente la inmensa distancia entre el hombre y Dios. Dios creó al hombre y el hombre puede reunirse con Dios, pero sólo después de unirse a Dios podrá comprenderlo plenamente y penetrar en lo impenetrable. Por ahora mantengamos firme, contra toda presunción herética, que el hombre no es Dios y no puede comprender a Dios. Es decir que lo que le parece injusticia al pequeño hombre puede ser la mayor justicia a los ojos de Dios; cuanto más orgulloso es el hombre, tanto más Dios, en la persona de Cristo, ha dado ejemplo de la más inaudita humildad. De modo que la predestinación, que a muchos parece una ofensa a la bondad de Dios, puede ser una prueba más de su misericordia. Según Agustín, el hombre es tanto más libre cuanto más elige el bien y más se acerca a él. La verdadera libertad, según él, no consiste en poder hacer tanto el bien como el mal, sino en poder volverse hacia el bien y abandonar el mal. “¿Cuándo es más libre el libre albedrío”, escribe Agustín, “que cuando no puede servir al pecado?”. Ahora bien, Dios quiere el bien para todos los hombres y los asiste en la carrera hacia el bien con el don de su gracia, de modo que favorece la libertad humana, en el sentido antes mencionado, en la medida en que aumenta la caridad, el amor a la perfección y el odio al pecado. Cuanto más influye en el hombre para que se una al bien, tanto más aumenta su verdadera libertad.

Todo lo que se puede reprochar a Agustín deriva, pues, de la profundidad de su pensamiento, de su misma grandeza. Si otros, aislando algunos de sus principios sin tener en cuenta el resto y empujándolo al absurdo, han caído en la herejía, Agustín no tiene la culpa. Todo lo que es sublime es peligroso. “Lo que no se presta al abuso” decía, si no me equivoco, un inglés, “poco sirve para el uso”. Rabelais toma la fórmula agustiniana dilige et quod vis fac y la convierte en el lema de su abadía de Thèlème: fais ce que vouldras, y Agustín parece ser el padre del epicureísmo o de la anarquía. Pero pronto uno se da cuenta de que el cura de Meudon ha decapitado la frase agustiniana y le ha quitado su palabra más importante: dilige, ama. Quería decir que cuando un hombre ama profundamente a Dios y a los hombres, puede hacer lo que quiera porque posee la suprema verdad y la santa caridad y no puede equivocarse, pero no quería justificar con esto el naturalismo de Panurgo y de sus compañeros.

Lutero, por ejemplo, toma las ideas de Agustín sobre el poder de la fe y los méritos de Cristo y hace caso omiso de todas las exhortaciones de Agustín a cumplir con las obras de caridad y al deber que tenemos de esforzarnos para alcanzar la salvación: al mutilar a Agustín lo hace responsable, con Pablo, de sus errores. Calvino y Jansenio sacan de contexto los pensamientos de Agustín sobre la predestinación, descuidando los relativos a la libertad, y pretenden validar las herejías que llevan sus nombres con la autoridad del ortodoxo Doctor. Agustín enseña a abandonarse al amor de Dios, pero en el sentido de estar dispuesto a recibir sus gracias, no a un estado de inacción y pasividad, sino alternando la oración con las obras, ¿se pretendería acusarlo de ser uno de los padres del quietismo?

Las herejías también son necesarias, decía San Pablo, y si ciertos herejes se han valido de Agustín, es decir, de uno que combatió a los herejes durante más de cuarenta años seguidos, en ese abuso vemos una prueba más de su inestimable grandeza.

Una respuesta similar puede darse a quienes retroceden ante ciertas formas de su estilo, que parecen vicios retóricos o temeridades. En primer lugar, la gente corriente, por lo general fría, aunque sea inteligente, no comprende el afán de un alma ardiente y confunde con retórica lo que es la forma natural de los pensamientos que traducen la abundancia del corazón con la abundancia de la palabra. Adolf Harnack, aunque catedrático y, además, alemán, ha llegado a comprenderlo mejor que muchos frígidos delicados: “Existe un prejuicio contra la retórica y se cree que allí donde aparece debe ser juzgada despreciable como falta de sinceridad. Pero es un arte a la par de la poesía; diré más, es en sí misma una especie de poesía, y en la Antigüedad un verdadero sentimiento podía muy bien, sin ser traicionado, tocar ese instrumento”. Agustín es un gran escritor y a veces un poeta, y lo que en él parece énfasis o conceptismo no es siempre un resto de sus hábitos retóricos. Cuando nos encontramos con copiosae inopiae et ignominiosae gloriae o pudet non esse impudentem o vitam mortalem an mortem vitalem o loquaces muti o inimica amicitia o similares, estas frases tienen el efecto de antítesis artificiosas; puestas de nuevo en la corriente del texto se ve, casi siempre, que eran necesarias para dar fuerza evidente al pensamiento. Y esas imágenes atrevidas que hacen dar vuelta el rostro a algún impotente pedante -como, por ejemplo, memoria quasi venter est animi, abigo ea manu cordis a facie recordationis meae, ore cogitationis, aure cordis, etc.- se encuentran, con el mismo atrevimiento, en la Biblia, en Homero, en Shakespeare y en todos los grandes escritores que crean sin prestarles atención a las indicaciones de los manuales y del sentido común.

Quienes han leído a Agustín en traducciones, incluso excelentes, no pueden hacerse una idea clara de su genio literario. Su estilo no es siempre igual; a veces espatético y jadeante como la prosa romántica; a veces se extiende en períodos solemnes, sonoros y definidos como en lo mejor de Cicerón; a veces es tranquilo, sencillo y minucioso como en los diálogos platónicos; a veces es drástico e impetuoso como el de Tertuliano. No sólo es el más grande teólogo y filósofo de su tiempo, sino también el más grande escritor; aunque acierta infinitamente mejor en el carmen solutum que en el carmen vinctum, es también poeta, y a veces felicísimo. Compáreselo con los más célebres escritores latinos de su tiempo, el erudito Macrobio, el sonoro mosaiquista Claudiano, y nos daremos cuenta de que sólo este africano, entre finales del siglo IV y principios del V, representa el gran arte de la prosa latina, añadiendo a la antigua majestad una sustancia más profunda y una pulsación del todo moderna.

Ciertamente, no todo tiene el mismo valor en su inmensa obra. Cerca de páginas acabadas y fulgurantes, muy orgullosas en su altivez y altura, hay páginas que parecen el murmullo sordo de una cabeza que trabaja como un volcán que no se apaga sino que está en fase de quietud: hierve a fuego lento pero no supera el embudo eruptivo.

Pero cuando llega la hora del desbordamiento, ¡qué iluminación! San Pablo pasaba por explosiones sucesivas y mal conectadas; las ideas de Agustín estallaban de golpe y él trataba de poner todo lo que podía en las palabras tumultuosas y violentas. Pero las palabras son lo que son: finitas, como toda cosa material, mientras que el pensamiento tiene la infinitud de las cosas espirituales. Y así, a veces, Agustín se cansaba de escribir, casi se desesperaba, pues nunca estaba contento. Vivió, entre otros dramas, el del artista, el del eterno Pigmalión fracasado ante la inductilidad final de la materia.

El secreto de su grandeza como escritor, y también como pensador, reside en esto: en que vive lo que medita y siente hondamente lo que dice. Para él, Dios no es un concepto que hay que conocer, sino una realidad viva de la que hay que gozar; la verdad no es algo que uno se limita a aprender, sino un bien del que quiere apropiarse, una parte de su sustancia cotidiana; el cristianismo no es un conjunto de doctrinas, sino una vida que hay que vivir integralmente. Refirió los problemas más trascendentales a su propio yo, interiorizó la teología, fundió el pensamiento puro en la fragua del corazón, voló en el firmamento de la ideología pero con alas de fuego. Bajo su serena universalidad hay siempre un residuo de polémica personal, un reflejo de autobiografía. Para describir la unión de la humanidad y la divinidad en Jesús recurre, por analogía, a la unión de cuerpo y alma en el hombre; para representar la Trinidad se sirve de la trinidad interior del alma humana: esse, nosse, velle. Y por este recurrir a la experiencia interior del individuo, así como por su apasionada inquietud, puede decirse, con todas las restricciones debidas, que es el primer romántico de Occidente, el primer hombre moderno. Petrarca, que según algunos merece esta definición, no es más que su discípulo y seguidor.

Pero los modernos no se le parecen en lo que en él es esencial: en la mística. Agustín no es sólo un docto exégeta, un filósofo y un teólogo, sino que es, ante todo, un místico. El éxtasis de Ostia no es el único. Muchos años después le dirá a Dios: “A veces me introduces en una extraña e íntima plenitud de no sé qué dulzura que si llegara a su cima se convertiría en algo que ya no sería esta vida”. Y nadie desde San Pablo ha definido al Cristo místico como él. Su alma ansiosa de felicidad sólo podía satisfacerse en Dios, es decir, en la plenitud de una bienaventuranza eterna, pero saboreada ya, por momentos, aquí abajo, en comunión con el Cristo siempre vivo. Y tan fuerte es en él este sentido de nuestra hermandad con el Crucificado, que sólo hecho de soportar nuestra vida, “aguantar nuestra mortalidad”, le parece, con una imagen sublime, que es llevar la cruz como aquel que venció a la muerte: Tollit quodammodo crucem suam qui regit mortalitatem suam.

Era un gran pensador y teólogo, pero lo que más le importaba era amar a Dios y hacerse amar. En los más intrincados enredos de la controversia, sólo cuando el pensamiento de Dios entraba en su corazón, le temblaba la mano y se estremecía de insoportable anhelo y ternura. Y al Eterno, a aquel al que no podía revestir con todas las fantásticas orlas de los simples, sino que siempre permanecía un misterio para él, porque la grandeza de su mente sabía vislumbrar su incircunscribible infinitud, lo amaba con el minucioso cuidado de cada instante. Otros necesitan cifras, especificaciones, máquinas. Él no. Él nunca cae en el vacío de la abstracción, en el aire enrarecido del simple coleccionista de conceptos.

Nunca hizo de su pensamiento un sistema cerrado e invariable —una trampa para perezosos e ingenuos—, ni de su mente un modelo esquemático y oficial. Nunca vendió como cristiano lo que sentía agustiniano y suyo, y siempre vio lo que hay en la vida de esencial y en el cristianismo de divino —bastante poco, al parecer, pero ese poco es infinito, y es lo único digno de ser pensado, amado y vivido.

Nosotros lo vemos de lejos a través de la consagración de los siglos, la canonización, el contorno y el séquito de discípulos y comentaristas, y nos impresiona como el soberano intelectual de su tiempo, el fuego en la montaña, el Padre de la Iglesia envuelto en sus vestiduras episcopales. Pero si nos acercamos a él, y tratamos de leer entre líneas sus sermones y cartas, descubrimos, junto con su grandeza, que siempre parece mayor, también su soledad, también su tristeza.

No debemos dejarnos encandilar por la cantidad de gente que le escribe o que recurre a él. En realidad, no es más que el obispo de una pequeña ciudad de África, el gladiador de un anfiteatro de provincias. Este hombre que, a nosotros, nos parece la cumbre más esplendente del cristianismo del siglo V ha permanecido, durante treinta y cinco años, en una sede de cuarta categoría, luchando con una plebe ignorante y molesta, que lo quiere, tal vez, pero no lo comprende. En Cartago lo estiman y piden la ayuda de su ingenio en los momentos difíciles, pero ninguno de sus admiradores piensa en sacarlo de ese cuasi encierro hiponense. Con Roma tiene pocas relaciones; San Jerónimo intenta tomarlo a la ligera; los teólogos de la Galia se levantan contra él; Juliano de Eclana se divierte describiendo su anatomía con fina y maligna ironía. Digamos la verdad: en su tiempo no se lo tuvo en la estima que cabría esperar y menos aún se le ofrecieron los honores y alabanzas que recibieron tantos otros que valían menos que él. Incluso en su caso el águila fue sacrificada a las gallinas y mantenida en una jaula, para mayor beneficio de los loros.

No se puede suponer que un hombre inquieto como él no deseara nunca abandonar la pequeña ciudad donde la voluntad del pueblo lo había encarcelado. Pero uno tiene la impresión de que lo mantuvieron, quizá sin un propósito calculado, al margen.

No pertenecía, por origen, a la casta profesional de los presbíteros o de los monjes. Pesaban sobre él, a ojos sacerdotales, las dos manchas del pasado: el maniqueísmo y la literatura. Sería como si hoy un poeta francmasón converso llegara a ser sacerdote. La Iglesia lo recibiría en su seno con alegría y haría uso, llegado el caso, de su genio y de su doctrina, pero sería visto con cierta sospecha por las viejas ovejas, como alguien de quien cabría esperar alguna nueva sorpresa, como se vería a un halcón entre los patos, como se ve siempre al héroe aventurero en las sociedades bien ordenadas. Agustín siempre fue, después de todo, si no exactamente un irregular, un guerrero que a menudo luchaba solo y con sus propias armas y al margen de las viejas reglas, y aunque siempre respetó al general supremo, que está en Roma, y estaba muy dispuesto a obedecerlo en todo, nunca fue inscrito en las listas de ascensos. La superioridad se paga con éste y con otros precios.

Todo conspiraba, pues, a su tristeza. A su alrededor no había personas que comprendiesen la inmensa y eterna levadura de su pensamiento, sino personas que lo explotaban hora tras hora, caso por caso, pidiéndole explicaciones, ayuda, disertaciones, defensas. Le faltaba, por lo tanto, hasta el otium que hubiera calmado un poco su alma, le hubiera dado serenidad, tal vez, con alguna síntesis especulativa o con alguna obra de arte, pero en cambio lo distraían y fatigaban las desesperadas querellas de la Iglesia africana y los cotidianos sinsabores de su pequeño pero tormentoso rebaño. Su conversación era codiciada por los mejores espíritus de la época, pero la mayoría de ellos estaban al otro lado de los mares, y durante más de cuarenta años Agustín no navegó ni una sola vez fuera de África. ¿Quién, pues, podía consolarlo sino Dios? ¿Quién podía comprender y compadecerse de la perpetua efervescencia de su espíritu sino Aquel que lo había creado de ese modo para mostrar en él su poder? Por eso la forma más espontánea de su arte es el soliloquio: ¿y qué son las Confesiones sino un apasionado soliloquio delante de Dios?

Sólo los siglos han creado en torno a Agustín la corona amorosa que merecía. Y sólo después de su muerte, hasta el día de hoy, su grandeza es reconocida, comprendida, iluminada y, en casi todos los aspectos, iluminadora. Su segunda vida en las almas cristianas y en la Iglesia aún no ha terminado ni terminará.

El genio de Agustín obra en nosotros el milagro que fue el sueño de un poeta, de Francis Thompson: “Mundo invisible te vemos — Mundo intangible te tocamos — Incognoscible te conocemos — Inaprensible te agarramos”. Es un águila y un buzo que nos transporta en medio de las constelaciones y nos guía hacia las inmensidades abisales. Su intelecto nos acompaña hasta alcanzar un vislumbre de los misterios más inalcanzables, y su corazón amoroso y ardiente aún encuentra, después de tantos siglos, los caminos de nuestro corazón y lo hace palpitar con la pulsación de sus latidos. Y olvidemos, por un momento, al Doctor de la Gracia para ver en él al Doctor de la Caridad; para reconocer en él no sólo al arquitecto de la teología y al titán de la filosofía, sino al hermano que lloró y pecó al igual que nosotros, al santo que pudo escalar a la ciudad de la alegría eterna y sentarse a los pies del Dios recuperado para siempre.

GIOVANNI PAPINI

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

LA GRANDEZZA D’AGOSTINO 

Sant’Agostino è un di quegli uomini per i quali non esiste la morte.

Non intendo rispetto a lui e alla più vera vita seconda ma dico per noi e anche per questa vita della quale siamo, per poco, ospiti. Voglio dire ch’è presente sempre e tutto vivo anche quaggiù, come se non fosse mai morto, tanto che si ha l’impressione, dopo che s’è praticato un po’ di tempo, d’averlo conosciuto, d’averci parlato, d’essere amici. Le sue ossa son divise qua e là tra l’Europa e l’Affrica, ma la sua anima ha il privilegio ubiquitario d’essere in cielo sotto la luce d’Iddio e d’esser rimasta in terra per dar luce a noi. Luce calda, fuoco – ché il segreto di questa sopravvivenza è l’amore. Tutti i celebri sopravvivono colla memoria dell’opere ma è, il più delle volte, una memoria nozionale e non affettiva: son presenti nelle statue, nei libri, nei cervelli ma lontani dal cuore.

Quella d’Agostino, invece, è una presenza concreta, quasi palpabile, intima dove l’ammirazione è tutta inzuppata d’affezione. Agostino, per dirla col popolo, “ruba il bene”. Se domani s’incontrasse ci sembra che, dopo avergli baciato l’anello episcopale, ci verrebbe la voglia di baciarlo in viso, come un amico ritrovato, come un padre risuscitato. A me, almeno, fa quest’effetto: l’ammiro, fin dove posso arrivare, con tutte le punte dell’intelligenza, lo venero insieme alla Chiesa come Santo ma in più l’amo con tutto l’abbandono del cuore.

E per questo è un dei pochissimi che non ci hanno mai lasciato e che vivono, si direbbe, accanto a noi. Le ragioni di questa sua doppia immortalità si fa presto a vederle. In lui c’è il Beato, cioè l’ospite e il fruitore dell’Eterno, il partecipe della sovranatura, ma c’è, anche, l’uomo, tutto l’uomo, un uomo che somiglia a noi, che a momenti scorgiamo tutto trasfigurato e fulgente nella città supernale ma che ritroviamo sempre come un fratello nostro che ha conosciuto le nostre miserie, che ha peccato al par di noi, che ha pianto come un bambino, che s’è innamorato come un qualunque adolescente, che ha sentito l’amicizia come s’è sentita da giovani anche noi, ch’è stato orgoglioso come tutti siamo, ch’è sceso giù nelle paludi dove ancora c’immellettiamo e c’insegna la strada per uscirne e ci porge la sua mano ferma e calda per aiutarci.

Ci son dei santi che furono, prima, quasi delinquenti; altri la cui puerile innocenza non fu maculata mai. Ma la maggior parte di noi non è scesa alla delinquenza e d’altra parte ha macchiato la prima candidezza. Agostino è come noi; appartiene, prima della santità, alla maggioranza. I suoi peccati erano i peccati che son comuni ai più: amor della donna, del guadagno e della fama. Se n’è liberato, ma con sforzi strapotenti, e anche codesti sforzi, che rivelano quanto fossero forti le radici della sua umanità, l’avvicinano ancor più a noi. Perché siamo anche noi – almeno quelli che non vivono come cimici liete del sudiciume – creature che si combatte per guarire l’anima dall’eczema del peccato originale, per arrivare dove Agostino è arrivato. Lui è riuscito e noi ancora no, ma scoprendo che sul primo era tanto somigliante a noi ci dà la speranza che gli potremo assomigliare anche nella vittoria e questa consolazione accresce ancora il nostro affetto. Scopriamo, in più, che qualche scoria dell’uomo vecchio è rimasta in lui sempre, o per lo meno per parecchio tempo dopo la conversione, e questa scoperta, che non pregiudica l’interezza della sua santità, lo fa amare anche di più in quanto gli resta, dopo essere asceso sulla montagna, qualche ombra di quel che aveva addosso nella pianura. Ci sembra, così, ancora un po’ nostro fratello, non ha perso tutta l’aria di famiglia che aveva in comune con noi e mentre c’invita a salire ci fa sperare che non è impossibile raggiungerlo.

Ci rincuora, intanto, mostrandoci che la conversione non è ablazione ma sublimazione. L’albero non va bruciato per piantarne uno nuovo, impresa impossibile, ma potato, mondato e innestato perché s’alzi di più e dia frutti migliori. La sua sensualità fu sublimata in bramosia della beatitudine spirituale; il suo desiderio di felicità in acquietamento nella saggezza divina; la sua amicizia appassionata per i singoli in carità e amorevolezza per tutti; il suo orgoglio nell’aspirazione a rifare in sé l’immagine perduta d’Iddio e di unirsi a Lui, atomo della Sua gloria. Quel ch’egli fece, distillando dai veleni del male le medicine del bene, perché non si potrebbe fare anche noi?

Paragonarsi ad Agostino è, certo, superbia ma ingegnarsi d’imitarlo è dovere. Se per alcuni aspetti è un fratello per molti altri ci sovrasta, non solo perché santo ma, in più, genio. Giuseppe da Copertino e Benedetto Labre ci dimostrano che la santità può coesistere coll’ignoranza e anche con una certa ottusità d’intelligenza. Di fronte a Dio ingegno e sapere son tutt’altro che demeriti ma da soli non bastano. Se troviamo, però, un santo che oltre tutte le virtù della santità è anche uomo completo, e possiede una sterminata sapienza e uno smisurato ingegno, non possiamo astenerci, almeno noi uomini di penna e d’inchiostro, di offrirgli, insieme all’amore, tutta la nostra ammirazione.

La maggior parte degli uomini sono mutilati, frazioni d’uomini. Sono abbozzi, diceva Emerson. E Kierkegaard aggiungeva, per strano caso quella volta ottimista, che ce ne voglion due per farne uno. E Ibsen incalza: «Io vedo soltanto ventri, teste e mani, ma nessun uomo più sulla terra». Chiediamo a un altro evaso l’integrità dell’ideale. «L’homme parfait» scrive Renan «serait celui qui serait à la fois poète, philosophe savant, homme vertueux, et cela non par intervalles et à des moments distincts (il ne le serait alors que médiocrement) mais par une intime compénétration à tous les moments de sa vie... chez qui, en un mot, tous les éléments de l’humanité se réuniraient, comme dans l’humanité elle-même». Uno di questi uomini interi e perfetti, rarissimi, fu Agostino. E con qualcosa di più, ché a tutte le parti somme dell’umanità aggiunse il suggello soprannaturale della santità. Si celebrano gli uomini polilateri della Rinascita e si stupisce d’un Leonardo che fu scienziato e pittore, ingegnere e poeta, architetto e statuario. Ammiriamo pure ma gli manca la contemplazione metafisica, la perfezione morale, il senso mistico, l’esemplarità eroica della vita.

In Agostino, invece, c’è tutto. È l’uomo integrale, l’uomo universale, l’uomo senza lacune. È oltre che uomo, superuomo, non nel senso di Nietzsche ma in quello di San Gregorio Magno, cioè un di quegli uomini «quia qui divina sapiunt videlicet suprahomines sunt», superuomini in quanto sanno le cose divine. E non soltanto perché poeta, oratore, psicologo, filosofo, teologo e mistico, ma perché riunisce in sé, in armoniosa sintesi, tutti quegli opposti che nei più, isolati, provocano crisi, errori, conflitti e in lui, invece, generano una superior verità.

Egli è prima peccatore eppoi santo prima professore eppoi pastore, ma dopo, nello stesso tempo, cenobita e uomo di governo (in quanto vescovo), poeta e razionalista, dialettico e romantico, tradizionalista e rivoluzionario, retore eloquente e oratore popolareggiante. A momenti ti sembra Socrate intento a dividere e suddividere i vari sensi delle parole, a volte un Pindaro che canta, con trapassi commossi, le vittorie del cielo interiore. A un tratto inveisce contro la ricchezza e la proprietà come un anarchico e poi consiglia ai cristiani d’obbedire a tutti i governi, anche pessimi. Cerca l’illuminazione interna nel moto dell’anima verso Dio ma insiste tanto sulla potestà e necessità della Chiesa che arriva a dire di credere all’Evangelo perché l’ordina la Chiesa e non alla Chiesa perché testimoniata dall’Evangelo. È un pessimista che vede nel genere umano una massa damnationis o massa perditionis ma è talmente ottimista che proclama la felicità, fino all’ultimo, come il vero fine dell’uomo, e lo dichiara raggiungibile in quanto identifica la beatitudine con Dio. Insiste sulla necessità della ragione per arrivare a comprendere i dogmi della fede, ma nello stesso tempo riconosce che la fede sola aiuta a comprendere. Intellige, ut credas, verbum meum; crede, ut intelligas, verbum Dei. L’autore del Liber de sancta virginitate, che ha difeso sempre la continenza, è lo stesso che ammette la necessità della prostituzione: Aufer meretrices de rebus humanis, turbaveris omnia libidinibus. Quel medesimo che ha illustrato sottilmente la libertà dell’uomo ha poi scandalizzato i più colle sue teorie della predestinazione come un avvocato e si solleva all’estasi come un mistico. Intercede per i nemici e chiede la condanna degli eretici. In lui astrazione e lirica, logica e carità si avvicendano senza contraddirsi ma integrandosi.

Unico, forse, anche tra i cattolici ha realizzato in sé questa fusione di elementi che sembran contrari ma che sono egualmente richiesti per giungere all’adequazione perfetta dell’esperienza col mondo, del pensiero coll’universo, del singolo coll’umanità, dell’uomo, per quanto gli è concesso, con Dio. Gli spiriti unilaterali son soggetti all’errore o alla sterilità. Chi è tutto quanto intelletto e loico puro è prigioniero delle formule, dei sillogismi, della terminologia astrattista e non abbraccia la realtà, che non è riducibile tutta a concetti. L’intelligenza, quand’è sola, non è abile neppure a intelligere. Chi è tutto cuore si perde nell’effusioni generiche; chi è soltanto intuitivo e d’impeto può avere illuminazioni mirabili, ma finisce nel vago o, per orgoglio, nell’eresia. Chi bada soltanto all’esterno delle forme, alla disciplina e alla devozione legalista corre il pericolo d’esser fariseo o bigotto. Chi si fida unicamente dell’io e dell’esperienza propria finisce luterano; chi si raccomanda soltanto alle pratiche meccaniche finisce monaco tibetano. Gli estremi son sempre pericolosi quando regnano, isolati, in uno spirito; diventano fecondi quando collaborano insieme.

Questo prodigio è avvenuto in Agostino. In lui gli opposti, sia pure spinti all’estremo, non si distruggono e non distruggono, ma generano e costruiscono. L’albero non vivrebbe senza corteccia ma se fosse tutta corteccia morrebbe. Le radiche nude, contorte e nascoste in terra sono, in apparenza, il contrario delle belle rame coperte di foglie e di fiori che godono l’aria e il sole. Ma le foglie non spunterebbero se non ci fossero le radici e le radici da sole, sarebbero sterpi infruttuosi.

Nella Chiesa è lo stesso: senza la fiamma viva della rivelazione e dell’amore non si sarebbe mai costruito la grandiosa cattedrale che ci ripara. Se non fosse stata eretta la cattedrale quel fuoco esposto a tutti i venti sarebbe forse sparito; ma se pensiamo soltanto a moltiplicare architravi, pilastri e contrafforti e lasciamo spenger quel primo fuoco, la Chiesa non è più che un freddo vaso di muratura. Chi vede un lato solo, e quello solo, sbaglia; chi rispetta la dualità necessaria giunge al vero. Le soluzioni medie son mediocri ma se ci son gli estremi, purché ci sian tutti, s’arriva a una sintesi che non è compromesso ma superamento. Ed è proprio per questa ricca complessità dello spirito d’Agostino, dove le tendenze più diverse si trovan riunite, ch’egli ha potuto essere il più cattolico, cioè il più universale, dei Dottori della Chiesa.

Nella sua mente gli opposti non dànno origine ad un’automachia senza frutto e neppure si adagiano in esteriori conciliazioni e giustapposizioni, ma dal loro deciso coesistere, dal loro convergere in una copula feconda, sorge la verità. Uno dei segreti del genio agostiniano è in questa sua natura che racchiude gli estremi senza abbandonarsi a uno solo ma facendoli cooperare a una scoperta che li trascende.

Agostino è contrario a ogni eccesso unilatere. Contro Origene, che vuol tutti salvi, anche i demoni, mantiene la dottrina della predestinazione dei pochi eletti; a Pelagio che si raffida quasi unicamente nella volontà umana oppone il mistero della Grazia; contro Gioviniano che crede, più di undici secoli prima di Lutero, alla fede senza le opere afferma la necessità della carità operante; contro i Manichei che vedevano il male come invincibile sostiene che il mondo è uscito buono tutto dalle mani d’Iddio; contro i Donatisti che si vantavano d’avere il monopolio della santità dimostra che il genere umano è diviso in due città di giusti e d’ingiusti che saranno insieme mescolati fino alla fine. Egli è sempre per la verità integrale; mai per l’esagerazione e tanto meno per il compromesso.

Talvolta il suo pensiero può sembrare paradossale e rischioso; e il suo stile troppo amante di quelle antitesi che possono sembrare lambiccature sul margine dell’assurdo. Esporsi a queste accuse è il destino di tutti quelli che hanno lavorato in profondità. Chi vuol dire l’indicibile casca nelle apparenti agudezas e chi vuol pensare l’incogitabile rasenta il paradosso. Come il sublime è ad un passo dal ridicolo, anche l’alta metafisica è ad un passo dall’assurdo e l’alta mistica a un passo dall’eresia. Chiunque va a fondo delle questioni e dice cose nuove è costretto a usare espressioni che paiono giochi di parole o contorcimenti paradossisti. Coloro che li rimproverano ad Agostino dovrebbero ricordarsi che ne troviamo di simili anche nello stesso Evangelo. Quando Gesù dice che chi vorrà salvar la sua vita la perderà ma chi l’avrà perduta la ritroverà; ch’è venuto al mondo affinché i ciechi veggano e i veggenti diventin ciechi, che a chiunque ha sarà dato e a chi non ha sarà tolto anche quello che ha, e chiunque s’inalzerà sarà abbassato e chiunque s’abbasserà sarà inalzato siamo di fronte ad espressioni profondissime e divinamente esatte ma che hanno tutta la parvenza di paradossi.

Così la teoria d’Agostino che ha dato più scandalo, quella della Predestinazione, che sembra mettere in contrasto irrisolvibile la Grazia e la Libertà, è manifestata a volte con parole che sembrano fare ai pugni con la logica ordinaria: equilibrismi dialettici che sconcertano. Ma bisogna rammentarsi che si tratta di misteri e di misteri insondabili. Se tutti gli uomini dovessero ricever la Grazia efficace, cioè salvarsi, sarebbe un limitare l’onnipotenza d’Iddio; se non si ammette la possibilità per tutti di meritare il premio si limita la libertà umana, voluta da Dio. Agostino, volendo approssimarsi se non alla spiegazione almeno alla comprensione di tali misteri, ha dovuto ricorrere a formule che a volte urtano il senso comune e, quel ch’è peggio, si prestano a convalidare errori. Ma se teniamo presente l’insieme del suo pensiero, senza asportarne un elemento solo ed esagerarlo, come hanno fatto certi eretici, si vede che tutto si lega armonicamente e che la stranezza dell’espressioni ricopre un pensiero sottile ma lucido e giusto.

Per la Predestinazione, ad esempio, bisogna ricordarsi che Agostino sentiva fortemente l’immensa distanza che c’è fra l’uomo e Dio. Dio ha creato l’uomo e l’uomo può riunirsi a Dio ma soltanto dopo che sarà unito a Dio potrà comprenderlo appieno e penetrare l’impenetrabile. Per ora teniamo fermo, contro tutta l’albagia eretica, che l’uomo non è Dio e non può capire Dio. Ciò che al piccolo uomo pare ingiustizia può esser superiore giustizia agli occhi d’Iddio; quanto più l’uomo è superbo tanto più Dio, in persona di Cristo, ha dato l’esempio della più inaudita umiltà. Sicché la predestinazione, che a molti sembra offesa alla bontà d’Iddio, può essere una prova di più della sua misericordia. Secondo Agostino l’uomo è tanto più libero quanto più sceglie il bene e vi s’avvicina. La vera libertà, secondo lui, non consiste nel poter fare tanto il bene che il male ma nel potere volgersi al bene e abbandonare il male. «Quando mai è più libero il libero arbitrio» scrive Agostino, «se non quando non può servire al peccato?». Ora Dio vuole il bene per tutti gli uomini e li soccorre nella corsa al bene col dono della Sua Grazia sicché favorisce la libertà umana, nel senso detto di sopra, in quanto accresce la carità, l’amore per la perfezione, l’odio per il peccato. Più influisce sull’uomo perché si unisca al bene e più accresce la vera sua libertà.

Tutto quel che si può rimproverare ad Agostino deriva, dunque, dalla profondità del suo pensiero, dalla sua stessa grandezza. Se altri, isolando qualche suo principio senza tener conto del resto e spingendolo all’assurdo, è caduto nell’eresia, la colpa non è d’Agostino. Tutto ciò ch’è sublime è pericoloso. «Ciò che non si presta all’abuso» ha detto, se non sbaglio, un inglese «ha poca forza per l’uso». Rabelais prende la formula agostiniana dilige et quod vis fac e ne fa il motto della sua abbazia di Thèlème: fais ce que vouldras e Agostino fa la figura di padre dell’epicureismo o dell’anarchia. Ma vi accorgerete subito che il curato di Meudon ha decapitato la frase agostiniana e le ha tolto la parola più importante: dilige, ama. Voleva dire che quando un uomo ama profondamente Dio e gli uomini può far quel che vuole perché possiede la suprema verità e la santa carità e non può errare, ma non voleva per questo giustificare il naturalismo di Panurge e compagni.

Lutero, ad esempio, prende le idee di Agostino sulla potenza della fede e sui meriti di Cristo e non tien conto di tutte l’esortazioni agostiniane all’opere di carità e al dovere dei nostri sforzi verso la salvezza: mutilando Agostino lo fa responsabile, con Paolo, dei suoi errori. Calvino e Giansenio tolgono dal loro contesto i pensieri di Agostino sulla predestinazione, trascurando quelli sulla libertà, e pretendono di convalidare l’eresie che portano i loro nomi coll’autorità dell’ortodosso Dottore. Agostino insegna di abbandonarsi all’amore d’Iddio, ma nel senso d’esser disposti a ricevere le sue grazie non già in quello d’inazione e di passività, bensì alternando l’orazione coll’opere: si vorrà accusarlo di essere un de’ padri del quietismo?

Son necessarie anche l’eresie, diceva San Paolo, e se certi eretici si son prevalsi di Agostino, cioè di uno che combatté gli eretici per più di quarant’anni di seguito, in questo abuso vediamo una riprova di più della sua inestimabile grandezza.

Una risposta analoga si può dare a chi s’inalbera dinanzi a certe forme del suo stile, che sembrano vizi rettorici o scapestrerie. Prima di tutto la gente comune, di solito fredda, anche se intelligente, non capisce la foga di un’anima bruciante e scambia per rettorica ciò ch’è la forma naturale di pensieri che traducono l’abbondanza del cuore coll’abbondanza dell’eloquio. Adolfo Harnack, per quanto professore e per giunta tedesco, è arrivato, in questo caso, a comprender meglio di tanti frigidi schifiltosi. «V’è un pregiudizio contro la rettorica e si crede che dappertutto dove compare debba esser giudicata spregevole come una mancanza di sincerità. Ma essa è un’arte al pari della poesia; dirò di più, è di per sé una specie di poesia, e nell’Antichità un sentimento vero poteva benissimo, senza esser tradito, suonare quello strumento». Agostino è uno scrittore grandissimo e a momenti un poeta e non sempre ciò che in lui pare enfasi o concettismo è rimasuglio delle sue abitudini di retore. Quando si trova copiosae inopiae et ignominiosae gloriae o pudet non esse impudentem o vitam mortalem an mortem vitalem o loquaces muti o inimica amicitia o simili, queste frasi fanno l’effetto di antitesi artifiziose; rimesse nella corrente del testo si vede, quasi sempre, ch’eran necessarie per dar forza evidente al pensiero. E quell’ardite immagini che fanno torcere il viso da schiaffi di qualche pedantuzzo impotente – come, ad esempio, memoria quasi venter est animi, abigo ea manu cordis a facie recordationis meae, ore cogitationis, aure cordis e via di seguito – si ritrovano, colla stessa arditezza, nella Bibbia, in Omero, in Shakespeare e in tutti gli scrittori grandi che creano senza stare attenti alle stecconate dei manuali e del senso comune.

Chi ha letto Agostino in traduzioni, anche ottime, non si può fare un’idea precisa del suo genio letterario. Il suo stile non è sempre eguale; ora patetico e ansimante come una prosa romantica; ora disteso in periodi solenni, sonori e definiti come nel miglior Cicerone; ora calmo, semplice e minuzioso come nei dialoghi platonici; ora drastico e irruente come quello di Tertulliano. Non soltanto è il più gran teologo e filosofo dei suoi tempi ma anche il più grande scrittore, per quanto egli riesca infinitamente meglio nel carmen solutum che nel carmen vinctum è anche un poeta, e a momenti felicissimo. Paragonatelo agli scrittori latini più celebri del suo tempo, all’erudito Macrobio, al sonante mosaicista Claudiano, e vi accorgerete che quest’affricano solo, tra la fine del quarto secolo e il principio del quinto, rappresenta la grande arte della prosa latina, aggiungendo all’antica maestà una sostanza più profonda e una pulsazione tutta moderna.

Certo non tutto ha eguale valore nell’immensa opera sua. Vi stanno vicine pagine finite e lampeggianti, fierissime nella lor fierezza ed altezza, e pagine che paiono il sordo borbottamento d’una testa che lavora come un vulcano non spento ma in fase di quiete – sobbolle ma non supera l’imbuto eruttivo.

Ma quando arriva l’ora del traboccamento quale illuminazione! San Paolo andava innanzi a esplosioni successive mal connesse; ad Agostino scoppiavano le idee tutte insieme e cercava di metterne nelle parole tumultuose e violentate più che potesse. Ma le parole son quello che sono: finite, come ogni cosa materiale, mentre il pensiero ha l’infinitezza delle cose spirituali. E allora, a volte, Agostino si stancava a scrivere, quasi si disperava, ché non era mai contento. Egli ha provato, fra gli altri drammi, anche quello dell’artista, eterno Pigmalione fallito davanti all’induttilità finale della materia.

Il segreto della sua grandezza come scrittore, e anche come pensatore, consiste in questo: ch’egli vive ciò che medita e sente nel profondo ciò che dice. Per lui Dio non è un concetto da conoscere, ma una realtà vivente da godere; il vero non è qualcosa che semplicemente si apprende, ma un bene di cui vuole appropriarsi, una parte della sua sostanza quotidiana; il Cristianesimo non è una raccolta di dottrine ma una vita che bisogna integralmente vivere. Egli ha riferito i problemi più trascendentali al proprio io, ha interiorizzato la teologia, ha fuso il pensiero puro nella fucina del cuore, ha volato nel firmamento dell’ideologia ma con ali di fuoco. Sotto la sua serena universalità c’è sempre un residuo di polemica personale, un riflesso d’autobiografia. Per descrivere l’unione dell’umanità e della divinità in Gesù ricorre, per analogia, alla unione del corpo e dell’anima nell’uomo; per raffigurare la Trinità si giova della trinità interiore dell’anima umana: esse, nosse, velle. E per questo suo appello all’esperienza interna dell’individuo, oltre che per la sua appassionata inquietudine, si può dire, colle debite restrizioni, ch’è il primo romantico dell’Occidente, il primo uomo moderno. Petrarca, che secondo alcuni merita questa definizione, non è che un suo discepolo e seguitatore.

Ma i moderni non gli somigliano in ciò che v’è in lui d’essenziale: nel misticismo. Agostino non è soltanto un dotto esegeta, un filosofo e un teologo ma è, prima di tutto, un mistico. L’estasi di Ostia non è la sola. Molti anni più tardi diceva a Dio: «Talvolta m’introduci in una strana e intima pienezza di non so qual dolcezza che se arrivasse al colmo diverrebbe qualcosa che non sarebbe più questa vita». E nessuno, dopo San Paolo, ha definito il Cristo mistico com’egli ha fatto. La sua anima avida di felicità non poteva saziarsi che in Dio, cioè nella pienezza d’una beatitudine eterna, ma già assaporata, ad attimi, quaggiù nella comunione con Cristo sempre vivo. Ed ha tanta forza in lui questo senso della nostra fraternità col Crocifisso che il solo sopportare la nostra vita, «reggere la nostra mortalità», gli sembra, con immagine sublime, un portar la croce al pari di chi vinse la morte: Tollit quodammodo crucem suam qui regit mortalitatem suam.

In lui era grande il pensatore e il teologo, ma insomma quel che gli importava sopra ad ogni cosa era amar Dio e farlo amare. Nei più intricati gineprai della polemica sol che gli passi nel cuore il pensiero di Dio la mano gli trema e ne trema tutto lui d’insostenibile brama e tenerezza. E l’Eterno, lui che non se lo poteva vestire con tutte le frangie fantastiche dei semplici, ma gli restava sempre nel mistero, perché la grandezza della mente sapeva intravederne l’infinità non circoscrivibile, lo amava con una minuta cura d’ogni momento. Altri hanno bisogno di figure, di specificazioni, di macchine. Lui no. Non cade mai nel vuoto dell’astrazione, nell’aria rarefatta del semplice collezionista di concetti.

Del suo pensiero non ha mai fatto un sistema chiuso e fermo – trappola per i pigri e gl’ingenui – né del suo animo un modello schematico e ufficiale. Non ha mai venduto per cristiano ciò che sentiva agostiniano e suo e ha sempre visto quel che v’è nella vita d’essenziale e nel Cristianesimo di divino – assai poco, parrebbe, ma quel poco infinito, e solo degno d’esser pensato, amato e vissuto.

Noi lo vediamo da lontano attraverso la consacrazione dei secoli, la canonizzazione, il contorno e il corteggio dei discepoli e dei commentatori e ci fa l’effetto del sovrano intellettuale dei suoi tempi, del fuoco sulla montagna, del Padre della Chiesa avvolto nei suoi vescovili paludamenti. Ma se ci s’avvicina a lui, e si cerca di legger tra le linee dei sermoni e delle lettere, scopriamo, insieme alla sua grandezza, che par sempre ogni volta più grande, anche la sua solitudine, anche la sua tristezza.

Non bisogna lasciarci abbagliare dalla quantità di gente che gli scrive o che a lui ricorre. In realtà egli non è tutta la vita che il vescovo d’una piccola città affricana, il gladiatore d’un anfiteatro di provincia. Quest’uomo che a noi sembra la più luculenta cima della cristianità del quinto secolo è rimasto, per trentacinque anni, in una sede di quart’ordine, alle prese con una plebe ignorante e molesta, che l’ama, forse, ma non lo comprende. A Cartagine lo stimano e richiedono l’aiuto del suo ingegno nei momenti difficili ma nessuno dei suoi ammiratori pensa a trarlo fuori da quella mezza relegazione ipponese. Con Roma ha pochi rapporti; San Girolamo tenta di prenderlo sottogamba; i teologi della Gallia insorgono contro di lui; Giuliano d’Eclano si diverte a notomizzarlo con finissima e maligna ironia. Diciamo la verità: nel suo tempo egli non fu tenuto in quel conto che ci s’aspetterebbe e tanto meno gli furon offerti quegli onori e quegli elogi che toccarono a tanti altri che valevano meno di lui. Anche nel caso suo l’aquila fu sacrificata alle galline e tenuta in gabbia, a maggior profitto dei pappagalli.

Non si può supporre che un irrequieto come lui non desiderasse mai d’uscire dalla piccola città dove il voler del popolo l’aveva imprigionato. Ma si ha l’impressione che lo tenessero, magari senza un proposito calcolato, in disparte.

Non apparteneva, per l’origine, alla casta professionale dei presbiteri o dei monaci. Pesavano su di lui, agli occhi sacerdotali, le due macchie del passato: il Manicheismo e la letteratura. Sarebbe come se oggi un poeta massone, convertito, riuscisse a diventar prete. La Chiesa l’accoglierebbe nel suo grembo con gioia e si servirebbe, all’occorrenza, del suo genio e della sua dottrina, ma sarebbe tenuto un po’ sospetto dalle pecore antiche, come uno dal quale ci si può aspettare qualche nuova sorpresa, come sarebbe tenuto un falcone in mezzo all’anatre, come sempre è tenuto l’eroe avventuroso nelle società ben ordinate. Era sempre, in fondo, se non proprio un irregolare, un guerriero che spesso combatteva da solo e con armi proprie e fuor delle regole vecchie e benché rispettasse sempre il generale supremo, che sta a Roma, e fosse prontissimo a ubbidirlo in tutto, non era però mai iscritto nei quadri delle promozioni. La superiorità si paga con questo e con altri prezzi.

Tutto congiurava, dunque, alla sua tristezza. Non intorno gente che comprendesse il lievito, immenso ed eterno, del suo pensiero; ma gente che lo sfruttava ora per ora, caso per caso, chiedendogli schiarimenti, soccorsi, dissertazioni, difese. Gli mancava, perciò, anche l’otium che gli avrebbe un po’ placata l’anima, glie l’avrebbe rasserenata, forse, in qualche sintesi speculativa od opera d’arte, ma invece le disperate beghe della Chiesa affricana e le quotidiane noie del suo piccolo ma tormentoso gregge lo distraevano e l’affaticavano. La sua conversazione era ambita dai migliori spiriti del tempo ma stavano, i più, di là dei mari e per più di quarant’anni Agostino non salperà una sola volta dall’Affrica. Chi poteva, dunque, consolarlo se non Dio? Chi poteva comprendere e compatire la perpetua effervescenza del suo spirito se non Colui che l’aveva creato a quel modo per mostrare in lui la sua potenza? È per questo che la forma più spontanea dell’arte sua è il soliloquio: e che sono le Confessioni se non un appassionato soliloquio al cospetto di Dio?

Solamente i secoli hanno creato intorno ad Agostino la corona amorosa ch’egli meritava. E soltanto dopo la sua morte, fino ad oggi, la sua grandezza è riconosciuta, compresa, illuminata e, quasi in ogni sua parte, illuminante. La sua seconda vita nell’anime cristiane e nella Chiesa non è ancora terminata e non finirà.

               Il genio di Agostino opera in noi il miracolo che fu il sogno d’un poeta, di Francis Thompson: «Mondo invisibile noi ti vediamo – Mondo intangibile noi ti tocchiamo – Inconoscibile ti conosciamo – Inapprensibile noi ti afferriamo». Aquila e palombaro ci trasporta fra le costellazioni e ci guida nelle immensità abissali. Il suo intelletto ci accompagna agli spiragli dei più inattingibili misteri e il suo cuore amoroso e rovente trova ancora, dopo tanti secoli, le vie del nostro cuore e lo fa pulsare col palpito dei suoi battiti. E dimentichiamo, un momento, il Dottore della Grazia per vedere in lui il Dottore della Carità; per riconoscere in lui non solamente l’architetto della teologia e il titano della filosofia, ma il fratello che pianse e peccò al par di noi, il santo che riuscì a scalare la città dell’eterna gioia e ad assidersi ai piedi del Dio recuperato per sempre.



viernes, 18 de agosto de 2023

Remy de Gourmont: Sobre Poe y Baudelaire

MARGINALIA SOBRE EDGAR POE Y BAUDELAIRE 

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21.

 

¿Qué habría pensado Poe de estos sarcasmos de Baudelaire?: “Usted es un hombre feliz. Yo lo compadezco por ser tan fácilmente feliz. Es preciso que un hombre haya caído muy bajo para creerse feliz” (carta a Jules Janin).

Poe no habría escrito eso, pero quizá lo habría entendido, aunque con horror. Fue en 1847, quizá ya en 1846, cuando Baudelaire tuvo conocimiento de algunos cuentos de Poe, que no moriría hasta 1849. Sin embargo, a pesar de la “singular conmoción” que sintió al leerlos (carta a Armand Fraisse), no parece que haya pensado en escribirle al autor. Tampoco parece que Poe haya estado al tanto de las primeras traducciones de Baudelaire, publicadas en 1848.

 

22.

 

Otro aforismo que habría indignado a Edgar Poe:

“El amor es el gusto por la prostitución” (Cohetes).

Pero esta frase brutal de desprecio se transforma en noción filosófica por los comentarios de Baudelaire:

“Ni siquiera existe un placer noble que no pueda reducirse a la prostitución.

En un espectáculo, en un baile, todos gozan de todos.

¿Qué es el arte? Prostitución”.

Y, en Mi corazón al desnudo:

“El ser más prostituido es el ser por excelencia, es decir, Dios”.

A esta idea de prostitución Baudelaire parece vincular el “placer de estar en medio de la multitud”. Poe, al escribir The Man of the Crowd (El hombre de la multitud), parte de una idea completamente distinta, menos original, ciertamente, y menos filosófica.

 

23.

 

Villiers de l'Isle-Adam era un apasionado seguidor de todos los progresos mecánicos, como puede verse en algunos cuentos, y especialmente en La Eva futura.

Pero no se embriagaba con el progreso: lo utilizaba, y con una ironía bastante irrespetuosa. Edgar Poe tenía una actitud bastante parecida.

Su forma de reírse del progreso era superarlo con su imaginación. Así lo hizo Villiers, en La Eva futura. Baudelaire, que no se interesaba por la mecánica, dice: “¡Qué puede haber más absurdo que el Progreso, puesto que el hombre, como lo prueba el hecho cotidiano, es siempre semejante e igual al hombre, es decir, que siempre está en estado salvaje! ¿Qué son los peligros de la selva y de la pradera comparados con los choques y conflictos cotidianos de la civilización? Tanto si el hombre abraza a su víctima en el bulevar como si acuchilla a su presa en un bosque desconocido, ¿no es acaso el hombre eterno, es decir, el más perfecto animal de presa?” (Cohetes.)

Baudelaire, que no tenía ningún talento de novelista ni de director de escena, les da enseguida a sus ideas un giro filosófico.

 

24.

 

Baudelaire es malvado, demoníaco, lo sabe, lo disfruta, tiene miedo de sí mismo. Poe, débil, triste y enfermo, siente horror de sí mismo, pero también se compadece.

 

25.

 

Incluso más que Poe, Baudelaire tiene ese tipo de pensamientos con los que podrían componerse libros: “La superstición es el reservorio de todas las verdades” (Mi corazón al desnudo).

 

26.

 

Del Baudelaire de sus últimos años, de nuevo, proviene esta máxima, que habría hecho estremecer a Poe y que uno citaría impunemente como si fuera de Nietzsche: “Antes que nada, sé un gran hombre y un santo para ti mismo” (Mi corazón al desnudo).

A pesar de tantas similitudes cuántas diferencias existen entre el autor de Ulalume y el hombre que escribió sobre las Flores de Mal:

“¿Tengo que decirle, a usted que no lo ha adivinado más que los demás, que en ese libro atroz he puesto todo mi corazón, toda mi ternura, toda mi religión (disfrazada), todo mi odio? Es verdad que escribiré lo contrario, que juraré que es un libro de arte puro, de payasadas, de malabarismos, y que mentiré descaradamente”. Dice en un Prefacio inédito de Las Flores del Mal: "No es para mis mujeres, mis hijas o mis hermanas para quienes se ha escrito este libro; tampoco para las mujeres, las hijas o las hermanas de mi prójimo. Les dejo esa función a quienes tienen interés en confundir las buenas obras con el bello lenguaje”. Edgar Poe no habría confundido “las buenas acciones con el bello lenguaje”, pero habría dicho esto de otra manera.

 

27.

 

Baudelaire mejoró a la vez que enturbió, con su gusto oratorio, la prosa más bien seca de Edgar Poe. En su traducción admirable, hay finales de frase en los que el pensamiento parece traicionado en favor de la forma. ¿Hay que lamentarlo? Tal vez, pero los poetas hacen muchas otras cosas, y la rima los tiraniza mucho más que la cadencia a los prosistas. El sentido de la cadencia en la prosa no tiene nada en común con el sentido de la música; es un sentido totalmente fisiológico. Ritmamos nuestras sensaciones, oscuramente, como gritos de alegría o gritos prolongados de dolor. Y todo se matiza de este modo, adaptándose mejor al pensamiento en prosa que en verso. La prosa es una herramienta más complicada y al mismo tiempo más flexible, ¡pero que se desvía con mucha facilidad!

 

28.

 

Baudelaire, uno de los cinco o seis grandes poetas del siglo XIX, es quizás incluso superior como prosista. Mucho más que Gautier, él fue el impecable; el orgullo frío de su estilo altivo y seguro de sí mismo es único en la literatura francesa. Es el maestro por excelencia de todas las mentes que no se han dejado contaminar por el sentimentalismo.

 

29.

 

Eureka es una especie de poema filosófico en prosa en el que se exponen ideas panteístas, oscuras, extrañas, personalísimas: “Lo que llamamos universo no es más que la expansión natural del ser. Un día, después de mil evoluciones, nuestra conciencia individual comenzará a oscurecerse; nuestra conciencia divina aumentará; sentiremos verdaderamente nuestra identidad con el Ser, y de todas las conciencias fundidas en una se rehará el Uno absoluto, perturbado desde el principio de los siglos por la existencia de los individuos”. La filosofía de los cuentos es enteramente psicológica: es pesimista, admite el mal originario, la perversidad natural del hombre: “La certeza del pecado o del error incluido en un acto es a menudo la única fuerza invencible que nos empuja a realizarlo”. Tales pensamientos sedujeron a Baudelaire, que se halló a sí mismo en ellos con una especie de estupefacción. El pesimismo de Poe es el más amargo y más altivo: “Si estuviera despierto, me gustaría morir. Pero ahora no hay razón para desearlo. El estado magnético está lo bastante cerca de la muerte como para satisfacerme” (Revelación magnética).

 

Death ! Death ! o amiable lovely death !

Thou odoriferous stench !

 

[¡Muerte!¡Muerte! ¡Oh amable y encantadora muerte! / ¡Oh tú, odorífero hedor!] dice Shakespeare en El rey Juan. También Poe acaricia a la muerte.

 

My love, she sleeps ! O may her sleep,

As it is lasting, so be deep !

Soft may the worms about her creep !

 

[¡Amor mío, ella duerme! ¡Oh, que sea su sueño

tan duradero como profundo!

Que suavemente se arrastren los gusanos en torno suyo.]

 

 

30.

       En El caso de Mr Bedloe, Poe define más o menos lo que se entiende actualmente por sugestión: una voluntad que suprime otra voluntad, dejando subsistir únicamente, al menos para toda una serie de hechos, una inteligencia inconsciente a merced de la influencia exterior.


21.

Qu’aurait pensé Poe de ces sarcasmes de Baudelaire : « Vous êtes un homme heureux. Je vous plains, moi, d’être si facile­ment heureux. Faut-il qu’un homme soit tombé bas pour se croire heureux ! » (Lettre à Jules Janin.)

Poe n’eût pas écrit cela, mais peut-être l’aurait-il compris, quoique avec épouvante. C’est en 1847, peut-être dès 1846, que Baudelaire eut connaissance de quelques contes de Poe, qui ne devait mourir qu’en 1849. Or, malgré la «commotion singu­lière» qu’il éprouva à cette lecture (Lettre à Armand Fraisse), il ne paraît pas qu’il ait songé à l’écrire à l’auteur. Il ne paraît pas non plus que Poe ait été informé des premières traductions de Baudelaire, publiées en 1848.

22.

Autre aphorisme qui eût indigné Edgar Poe :

« L’amour, c’est le goût de la prostitution. » (Fusées.)

Mais ce mot de dénigrement brutal se transforme en une notion philosophique par les commentaires de Baudelaire :

« Il n’est même pas de plaisir noble qui ne puisse être ra­mené à la prostitution.

« Dans un spectacle, dans un bal, chacun jouit de tous.

« Qu’est-ce que l’art ? prostitution. »

Et, dans Mon cœur mis à nu :

« L’être le plus prostitué, c’est l’être par excellence, c’est Dieu. »

À cette idée de prostitution Baudelaire semble rattacher le « plaisir d’être dans les foules ». Poe, en écrivant L’Homme des foules, part d’une toute autre idée, moins originale, certes, et moins philosophique.

23.

Villiers de l’Isle-Adam suivait avec passion tous les progrès mécaniques, comme l’attestent tel conte, et surtout L’Ève fu­ture.

Mais le progrès ne le grisait pas : il s’en servait, et avec une ironie plutôt irrespectueuse. Edgar Poe avait une attitude assez semblable.

Sa manière de rire du progrès est de le dépasser par ses imaginations. Ainsi Villiers, dans L’Ève future. Baudelaire, que la mécanique n’intéressait pas, dit : « Quoi de plus absurde que le Progrès, puisque l’homme, comme cela est prouvé par le fait journalier, est toujours semblable et égal à l’homme, c’est-à- dire toujours à l’état sauvage ! Qu’est-ce que les périls de la fo­rêt et de la prairie auprès des chocs et des conflits quotidiens de la civilisation ? Que l’homme enlace sa dupe sur le boulevard ou perce sa proie dans des forêts inconnues, n’est-il pas l’homme éternel, c’est-à-dire l’animal de proie le plus parfait ? » (Fusées.)

Baudelaire, qui n’avait aucun des talents du romancier, du metteur en scène, donne immédiatement à ses idées un tour philosophique.

24.

Baudelaire est mauvais, démoniaque, le sait, en jouit, a peur de lui-même. Poe, faible, triste et malade, a horreur de lui-­même, mais il en a aussi pitié.

25.

Baudelaire a, plus encore que Poe, de ces pensées dont on ferait des livres : « La superstition est le réservoir de toutes les vérités. » (Mon cœur mis à nu.)

26.

Du Baudelaire des dernières années, encore, cette maxime, dont Poe eût tressailli et qu’on citerait impunément comme de Nietzsche ; « Avant tout, être un grand homme et un saint pour soi-même. » (Mon cœur mis à nu.)

Avec tant de ressemblances que de différences entre l’auteur d’Ulalume et celui qui écrivait à propos des Fleurs du Mal :

« Faut-il donc vous dire, à vous, qui ne l’avez pas deviné plus que les autres, que, dans ce livre atroce, j’ai mis tout mon cœur, toute ma tendresse, toute ma religion (travestie), toute ma haine ? Il est vrai que j’écrirai le contraire, que je jurerai que c’est un livre d’art pur, de singerie, de jonglerie, et je mentirai comme un arracheur de dents. » Il dit en une Préface inutilisée des Fleurs du Mal : « Ce n’est pas pour mes femmes, mes filles ou mes sœurs que ce livre a été écrit ; non plus que pour les femmes, les filles ou les sœurs de mon voisin. Je laisse cette fonction à ceux qui ont intérêt à confondre les bonnes actions avec le beau langage. » Edgar Poe n’aurait pas confondu « les bonnes actions avec le beau langage », mais il eût dit cela autrement.

27.

Baudelaire améliora à la fois et troubla, par son goût ora­toire, la prose un peu sèche d’Edgar Poe. Il y a dans sa tra­duction admirable des fins de phrases où la pensée semble trahie au profit de la forme. Est-ce fâcheux ? peut-être, mais les poètes en font bien d’autres, et la rime les tyrannise bien plus que la cadence les prosateurs. Le sens de la cadence en prose n’a rien de commun avec le sens de la musique ; c’est un sens tout physiologique. On rythme sa sensation, obscurément, comme des cris de joie, des cris de douleur prolongés. Et tout se nuance ainsi, s’adapte à la pensée mieux en prose qu’en vers. La prose est un outil plus compliqué et en même temps plus souple, mais qui dévie si facilement !

28.

Baudelaire, l’un des cinq ou six grands poètes du dix-­neuvième siècle, est peut-être supérieur encore comme prosa­teur. Bien plus que Gautier, il fut l’impeccable ; la fierté froide de son style hautain et sûr est unique dans la littérature fran­çaise. Il est le maître par excellence de tous les esprits qui ne se sont pas laissé contaminer par le sentimentalisme.

29.

Eureka est une sorte de poème philosophique en prose où sont exposées des idées panthéistes, obscures, étranges, toutes personnelles : « Ce que nous appelons univers n’est que l’ex­pansion naturelle de l’être. Un jour, après mille évolutions, notre conscience individuelle ira s’obscurcissant ; notre cons­cience divine augmentera ; nous sentirons vraiment notre iden­tité avec l’Être, et de toutes les consciences fondues en une se refera l’Un absolu, troublé depuis le commencement des siècles par l’existence des individus. » La philosophie des contes est toute psychologique : il est pessimiste, il admet le mal originaire, la perversité naturelle de l’homme : « La certitude du péché ou de l’erreur incluse dans un acte est souvent l’unique force, invincible, qui nous pousse à son accomplissement. » De telles pensées séduisaient Baudelaire qui s’y retrouvait lui- même avec une sorte de stupeur. Le pessimisme de Poe est le plus amer et le plus hautain : « Si j’étais éveillé, j’aimerais mourir. Mais maintenant il n’y a plus lieu de le désirer. L’état magnétique est assez près de la mort pour me contenter. » (Révélation magnétique.)

 

Death ! Death ! o amiable lovely death !

Thou odoriferous stench !

 

dit Shakespeare dans Le Roi Jean. Poe, lui aussi, caresse la mort.

 

My love, she sleeps ! O may her sleep,

As it is lasting, so be deep !

Soft may the worms about her creep !

30.

Dans Le Cas de M. Bedloe, il définit à peu près ce qu’on en­tend actuellement par suggestion, une volonté abolissant une autre volonté, ne laissant subsister, au moins pour toute une série de faits, qu’une intelligence inconsciente à la merci de l’in­fluence extérieure.