IMPRESIONES DE ÁFRICA
II
Pronto se oyó ruido de pasos; todas las miradas se volvieron
a la izquierda y, por el rincón sudoeste de la explanada, se vio avanzar un
extraño y pomposo cortejo.
A la cabeza los treinta y seis hijos del emperador,
agrupados en seis filas por orden de estatura, formaban una falange negra de
diversas edades, entre los tres y los quince años. Fogar, el mayor de todos,
colocado detrás entre los más altos, llevaba en sus brazos un inmenso cubo de
madera transformado en dado de juego con unas pinceladas de blanco salpicadas
de pocitos redondos pintados de negro. A una señal de Rao, indígena encargado
de dirigir el desfile, el grupo de niños avanzó a pasos lentos hacia el lado de
la explanada ocupado por la Bolsa.
Después venían, en seductora línea, las diez esposas del
soberano, graciosas ponukelianas llenas de atractivos y de belleza.
Finalmente apareció el emperador Talú VII, curiosamente
ataviado como cantante de café-concert, con vestido azul escotado que formaba
atrás una larga cola, sobre la cual se destacaba el número «472» en cifras
negras. Su cara de negro, llena de energía salvaje, no carecía de cierto
carácter, bajo el contraste de una peluca femenina de magníficos cabellos
rubios cuidadosamente ondulados. Llevaba de la mano a su hija Sirdah, esbelta
criatura de dieciocho años, cuyos ojos convergentes estaban velados por espesas
cataratas, y cuya frente negra llevaba un capricho rojo en forma de minúsculo
corsé, estrellado con trazos amarillos.
Detrás marchaban las tropas ponukelianas, compuestas de
soberbios guerreros de piel de ébano, pesadamente armados bajo sus ornamentos
de plumas y de amuletos.
El cortejo seguía poco a poco la misma dirección que el
grupo de niños.
Al pasar frente a la sepultura del zuavo, Sirdah, que sin duda había contado sus pasos, se acercó a la piedra sepulcral y sus labios depositaron allí dulcemente un largo beso, impregnado de la más pura ternura. Cumplido este piadoso deber, la joven ciega volvió a tomar cariñosamente la mano de su padre.
Al llegar al extremo de la explanada, los hijos del
emperador, dirigidos por Rao, giraron a la derecha para extenderse por el lado
norte del vasto cuadrilátero; al llegar al ángulo opuesto evolucionaron una
segunda vez y descendieron hacia nosotros, mientras el desfile, siempre
alimentado en la base por numerosas cohortes, seguía exactamente sus huellas.
Al fin, cuando los últimos guerreros negros hicieron su
entrada en el momento en que la vanguardia infantil tocaba el límite sur, Rao
hizo despejar los accesos al altar, y los recién llegados se amontonaron en
orden sobre las dos caras laterales con el rostro vuelto hacia el punto central
de la plaza.
De todas partes una multitud negra, formada por la población de Ejur, se reunía bajo los sicómoros para participar en el atractivo espectáculo.
*
* *
Los hijos del emperador, formando siempre seis filas,
llegaron al centro de la explanada y se detuvieron frente al altar.
Rao tomó de brazos de Fogar el dado monstruoso, lo balanceó
varias veces y lo lanzó al aire con toda su fuerza; el enorme cubo de cincuenta
centímetros de lado, subió girando, como una blanca masa salpicada de negro;
después, describiendo una curva cerrada, dio vueltas en el suelo antes de posarse.
Con una mirada, Rao leyó el número dos sobre la cara superior y, avanzando
hacia la dócil falange, señaló con el dedo la segunda fila, que era la única
que había permanecido en su lugar: el resto del grupo, tras recoger el dado,
corrió a mezclarse con la muchedumbre de guerreros.
A pasos lentos, Talú se unió entonces a los elegidos por la
suerte para servirle de pajes. Pronto, en medio de un profundo silencio, el
emperador se dirigió majestuosamente hacia el altar, escoltado por los seis
niños privilegiados, que llevaban a manos llenas la cola de su vestido.
Tras subir los escalones que llevaban a la mesa sumariamente
adornada, Talú hizo acercar a Rao, que sostenía entre las dos manos,
presentándolo a la inversa, el pesado manto de la coronación. Inclinándose, el
emperador pasó la cabeza y los brazos por tres aberturas de la tela, cuyos
largos pliegues, al caer, lo envolvieron hasta los pies.
Así ataviado, el monarca se volvió con orgullo hacia la
asamblea, como para ofrecer su nuevo atuendo a todas las miradas.
La tela, rica y sedosa, representaba un gran mapa de África
con indicaciones de los principales lagos, ríos y montañas.
El amarillo pálido de las tierras se recortaba contra el
azul matizado del mar, que se extendía por las dos costas, tan lejos como lo
exigía la forma general del manto.
Finas rayas de plata marcaban zig-zags curvos y armoniosos
sobre la superficie del océano, a fin de evocar, en una especie de esquema, la
continua ondulación de las olas.
Sólo la mitad sur del continente era visible entre el cuello
y los tobillos del emperador.
Sobre la costa occidental, un punto negro, acompañado por el
nombre «Ejur», estaba situado cerca de la desembocadura de un río, cuyo
nacimiento, muy hacia el este, surgía de un macizo montañoso.
A ambos lados de la vasta corriente de agua una inmensa
mancha roja representaba los Estados del todopoderoso Talú.
Para halagar, el autor del modelo había hecho retroceder indefinidamente los límites, por otra parte mal conocidos, de la imponente comarca sometida a un solo cetro: el deslumbrante carmín, distribuido con amplitud al norte y al este, se extendía por el sur hasta la punta terminal, donde las palabras «Cabo de Buena Esperanza» se destacaban en gruesas letras negras.
Un momento después Talú se volvió hacia el altar: en su espalda la otra parte de la estola mostraba la parte norte del África, cayendo por atrás en medio del mismo encuadre marítimo.
Se acercaba el minuto solemne.
El monarca, con voz fuerte, inició la lectura del texto
indígena trazado en jeroglíficos sobre una hoja de pergamino pegada en medio de
una tabla recta.
Era una especie de bula por la cual, en virtud de su poder
religioso, Talú, ya emperador de Ponukelé, se coronaba a sí mismo rey de
Drelchkaff 1.
Terminada la proclama, el soberano tomó la alcuza destinada
a representar la santa ampolla y, colocándose de perfil, extendió el aceite por
el extremo de la mano y se aceitó en seguida la frente con la punta de los
dedos.
En seguida volvió a dejar la alcuza en su sitio y, bajando
los peldaños del altar, llegó en unos pasos hasta la litera de hojas bajo la
sombra del gomero. Allí, con el pie puesto sobre el cadáver de Yaúr, lanzó un
largo suspiro de alegría y levantó triunfalmente la cabeza como para humillar
ante todos los despojos del rey difunto.
Cumplido este acto orgulloso, entregó a Rao el espeso manto
que fue rápidamente retirado.
Escoltado por sus seis hijos, que de nuevo sostenían la cola, marchó con lentitud en dirección a nosotros; después se volvió hacia el Teatro de los Incomparables y se mostró a la multitud.
*
* *
En ese momento las esposas del emperador avanzaron hasta el
centro de la explanada.
Rao se unió pronto a ellas, trayendo una pesada cazuela que
depositó en el suelo.
Las diez jóvenes se precipitaron alrededor del recipiente,
lleno de un espeso alimento negruzco que devoraron con apetito, usando las
manos para llevarlo hasta los labios.
Después de unos minutos la cazuela, totalmente vacía, fue
retirada por Rao y las negras, hartas, ocuparon sus puestos para la
Luenn’chetuz, danza religiosa que, muy honrada en la comarca, estaba
especialmente reservada para las grandes solemnidades.
Comenzaron con lentas evoluciones mezcladas a movimientos
gráciles y ondulantes.
De vez en cuando dejaban escapar por las bocas, muy
abiertas, formidables eructos que, muy pronto, se multiplicaron con prodigiosa
rapidez. En lugar de disimular estos ruidos repugnantes, los lanzaban con más
fuerza, parecían rivalizar en la sonoridad y el estrépito a obtener.
Este coro general que acompañaba, a guisa de música, aquella
pavana calma y silenciosa, nos reveló las virtudes particulares de la sustancia
desconocida que acababan de absorber.
Poco a poco se animó la danza y adquirió un carácter
fantástico, mientras los eructos, en poderoso crescendo, aumentaban sin cesar su
frecuencia e intensidad.
Hubo un momento de impresionante apogeo, en el cual los
ruidos secos y ensordecedores ritmaron una diabólica zarabanda: las bailarinas
afiebradas, desgreñadas, sacudidas por sus terribles regüeldos y por golpes de
puño, se cruzaban, se perseguían, se contorsionaban en todo sentido, como
presas de un vertiginoso delirio.
Después todo se calmó progresivamente y, tras un largo
diminuendo, el ballet terminó en una apoteosis, marcada por un acorde final
eternizado en nota de órgano.
Pronto las jóvenes, todavía agitadas por tardíos eructos, volvieron a pasos lentos a su puesto primitivo.
*
* *
Durante la ejecución de la Luenn’chetuz, Rao se había
dirigido al lado sur de la explanada para abrir la prisión a un grupo de raza
negra, formado por una mujer y dos hombres.
Ahora una única reclusa erraba sola tras la fuerte reja.
Rao, abriéndose paso entre nosotros, condujo hasta el lugar
pisoteado por las bailarinas a los tres recién llegados, cuyas manos estaban
atadas por delante.
Un silencio angustioso pesó sobre toda la asamblea,
conmovida en espera de los suplicios que debía sufrir aquel trío de ligados.
Rao sacó de la cintura una fuerte hacha, cuya hoja, bien
afilada, estaba hecha de una madera rara, tan dura como el hierro.
Varios esclavos se le unieron para asistirlo en su tarea de
verdugo.
Sostenido por ellos, el traidor Gaiz-duh debió arrodillarse,
con la cabeza baja, mientras los otros dos condenados seguían inmóviles.
Rao blandió el hacha con las dos manos y golpeó tres veces
la nuca del traidor. Al tercer golpe la cabeza rodó por el suelo.
El lugar estaba indemne de toda mancha de sangre debido a la
curiosa madera cortante que, al penetrar en las carnes, producía una inmediata
coagulación sanguínea, aspirando las primeras gotas cuya efusión no podía ser
evitada. El cuello y el tronco ofrecían en la parte seccionada el aspecto
escarlata y sólido de algunas piezas de carnicería.
Uno pensaba sin querer en esos muñecos de feria que
sustituyen hábilmente al actor gracias a un doble fondo del mueble, y que son
adecuadamente cortados sobre la escena en pedazos provistos de antemano de un
disfraz sanguinolento 2. Aquí la realidad del cadáver volvía impresionante esta
rojez compacta, debida en general al arte del pincel.
Los esclavos sacaron los restos de Gaiz-duh y el hacha,
ligeramente manchada.
Volvieron pronto para depositar ante Rao un brasero
ardiente, donde enrojecían, en la punta, dos grandes hierros puntiagudos, con
grosero mango de madera.
Mossem, el segundo condenado, se arrodilló frente al altar,
con las plantas de los pies bien expuestas y las uñas de los dedos gordos
tocando el suelo.
Rao tomó de manos de un esclavo un rollo de pergamino que
desplegó ampliamente: era un falso certificado mortuorio de Sirdah, trazado por
Mossem.
Con ayuda de una inmensa palma un negro, lleno de vigor y
gallardía, atizaba sin cesar el hogar.
Con una rodilla en tierra detrás del paciente y sosteniendo
el pergamino con la mano izquierda, Rao tomó del brasero un hierro ardiente y
apoyó la punta en uno de los talones que se ofrecían.
La carne crepitó y Mossem, sujetado por los esclavos, se
retorció de dolor.
Inexorable, Rao prosiguió con su tarea. Copiaba servilmente
el texto mismo del pergamino sobre el pie del falsario.
A veces volvía a meter en el fuego el hierro en uso para
recoger el otro, rutilante al salir de las brasas.
Cuando la planta izquierda quedó totalmente cubierta de
jeroglíficos, Rao continuó la operación con el pie derecho, utilizando siempre
alternativamente las dos puntas de hierro al rojo vivo, hasta que empezaban a
enfriarse.
Mossem, ahogando sordos rugidos, hacía monstruosos esfuerzos
para sustraerse a la tortura.
Cuando finalmente el acta mentirosa fue copiada hasta el
último signo, Rao se levantó y ordenó a los esclavos que soltaran a Mossem,
quien, presa de atroces convulsiones, expiró ante nuestros ojos, vencido por el
largo suplicio.
El cuerpo fue retirado, junto con el pergamino y el brasero.
Vueltos a su puesto, los esclavos se apoderaron de Rul, una
ponukeliana extremadamente hermosa, única sobreviviente del infortunado trío.
La condenada, cuyos cabellos lucían largas agujetas de oro en forma de
estrellas, llevaba, encima del taparrabo, un corsé de terciopelo rojo casi
hecho trizas; este conjunto ofrecía un notable parecido con la extraña marca de
la frente de Sirdah.
Arrodillada en el mismo sentido que Mossem, la orgullosa Rul
intentó una resistencia desesperada.
Rao sacó de la cabellera una de las agujas de oro y luego,
aplicando perpendicularmente la punta sobre la espalda de la paciente, escogió,
a la derecha, el redondel de piel visible por el primer ojal del corsé rojo,
con cintas nudosas y gastadas; después con un impulso lento y regular, hundió
la punta aguda, que penetró profundamente en la carne.
Ante los gritos provocados por el atroz pinchazo, Sirdah,
reconociendo la voz de su madre, se echó a los pies de Talú para implorar la
clemencia del soberano.
En seguida, como para recibir órdenes inesperadas, Rao se
volvió hacia el emperador que, con gesto inflexible, ordenó la continuación del
suplicio.
Una nueva aguja sacada de las trenzas negras fue clavada en
el segundo agujero y, poco a poco, toda la hilera se erizó de brillantes
alfileres de oro; reiniciada a la izquierda, la operación terminó despoblando
la cabellera y colmando sucesivamente todos los ojales.
Desde hacía un momento la desdichada había cesado de gritar:
una de las puntas le había provocado la muerte al llegar al corazón.
El cadáver, levantado bruscamente, desapareció como los otros.
*
* *
Tras levantar a Sirdah, muda y angustiada, Talú se dirigió
hacia las estatuas alineadas cerca de la Bolsa. Los guerreros se apartaban para
dejarle paso y, cuando nuestro grupo se le unió, el emperador hizo una seña a
Norbert quien, acercándose a la baranda, llamó a su hermana en alta voz.
Pronto la puerta de la abertura practicada en el techo se
levantó con lentitud y cayó hacia atrás, empujada desde el interior por la fina
mano de Louise Montalescot que, surgiendo por el agujero, parecía elevarse progresivamente
por los peldaños de una escala.
Bruscamente se detuvo, cuando ya había sacado medio cuerpo,
y se volvió hacia nosotros. Estaba muy hermosa con su disfraz de oficial, con
sus largos rizos rubios que escapaban libremente de un estrecho gorro de
policía inclinado sobre la oreja.
La casaca azul, que moldeaba un cuerpo soberbio, estaba
adornada, a la derecha, con agujetas de oro finas y brillantes; era de allí que
partía el discreto acorde que se había escuchado a través de las paredes de la
casilla, y que era producido por la respiración misma de la joven, gracias a
una comunicación quirúrgica establecida entre la base del pulmón y el conjunto
de presillas curvadas que servían para disimular unos tubos flexibles, libres y
sonoros. Los herretes dorados, colocados en el extremo de las agujetas como
cuentas graciosamente prolongadas, eran huecos y estaban provistos
interiormente de una lámina vibratoria. A cada contracción del pulmón una parte
del aire expirado pasaba por los múltiples conductos y, poniendo las láminas en
movimiento, provocaba una armoniosa resonancia.
Una urraca domesticada se mantenía, inmóvil, sobre el hombro
izquierdo de la seductora prisionera.
De pronto Louise percibió el cuerpo de Yaúr, siempre yacente
con su traje de Margarita a la sombra del caduco gomero. Una violenta emoción
se pintó en sus rasgos y, ocultando los ojos con las manos, lloró
nerviosamente, el pecho sacudido por terribles sollozos que acentuaban y
precipitaban los acordes de las agujetas.
Talú, impaciente, pronunció con severidad algunas palabras
ininteligibles, que llamaron al orden a la desdichada joven.
Conteniendo su dolorosa angustia, tendió la mano derecha
hacia la urraca, cuyas patas se posaron prestamente sobre el índice ofrecido de
pronto.
Con un amplio gesto, Louise tendió el brazo como para lanzar
el pájaro que, tras tomar vuelo, fue a caer sobre la arena, ante la estatua del
ilota.
Dos aberturas apenas apreciables y distantes a más de un
metro, estaban abiertas a ras de tierra, en la faz visible del zócalo negro.
La urraca se acercó a la abertura más lejana, y su pico
penetró allí, brusco, para hacer entrar en juego un resorte interior.
De inmediato la plataforma se puso a balancear lentamente,
hundiéndose a la izquierda en el interior del zócalo, para elevarse a la
derecha por encima del nivel habitual.
Roto el equilibrio, el vehículo encargado de la estatua
trágica se desplazó dulcemente sobre los rieles gelatinosos, que ofrecían ahora
una pendiente bastante evidente. Las cuatro ruedas en láminas negras estaban a
cubierto de cualquier descarrilamiento por un borde interior, que sobrepasaba
un poco la llanta sólidamente mantenida sobre la vía.
Al llegar al extremo del corto descenso, la vagoneta se vio
bruscamente detenida por el borde del zócalo.
En los escasos segundos que duró el trayecto, la urraca, a
saltitos, se dirigió hacia la otra abertura, en cuya profundidad su pico
desapareció con viveza.
Tras un nuevo movimiento, el balanceo se efectuó en sentido
inverso. El vehículo, izado progresivamente —arrastrado luego hacia la derecha
por su propio peso— giró sin motor sobre la vía silenciosa y fue a chocar
contra el borde opuesto del zócalo, cuya pared se elevaba ahora como obstáculo
frente a la plataforma descendida.
El ir y venir se reprodujo varias veces, gracias a la
maniobra de la urraca, que oscilaba sin cesar entre una y otra abertura. La
estatua del ilota seguía pegada al vehículo, cuyos viajes seguía, y el conjunto
era de una ligereza tal que los rieles, pese a su inconsistencia, no ofrecían
ninguna huella de aplastamiento ni de ruptura.
Talú contemplaba maravillado el éxito de la peligrosa experiencia, que él mismo había imaginado sin creerla realizable.
La urraca cesó por sí misma sus maniobras y alcanzó, en unas
aletadas, el busto de Emmanuel Kant; en lo alto del poste asomaba, a la
izquierda, una pequeña percha, sobre la cual fue a posarse.
En seguida una poderosa luz iluminó el interior del cráneo,
cuyas paredes, excesivamente delgadas a partir de la línea de las cejas,
estaban dotadas de una transparencia perfecta.
Bruscamente la urraca voló para descender de inmediato sobre
su percha, apagando e iluminando sin cesar el hueco craneano, que brillaba con
mil fuegos, mientras la cara, las orejas y la nuca seguían en la oscuridad.
A cada movimiento parecía que una idea transcendente nacía
en el cerebro bruscamente refulgente del pensador.
Abandonando el busto, el pájaro se posó sobre el amplio
zócalo consagrado al grupo de esbirros; aquí nuevamente el enfurecido pico se
introdujo en una delgada tripa vertical, poniendo en movimiento cierto
mecanismo invisible y delicado.
A la pregunta: «¿Es aquí que se ocultan los fugitivos?», la monja, de pie ante el convento, contestaba «No», con persistencia, balanceando la cabeza de derecha a izquierda después de cada profundo picotazo dado por el ave, que parecía picotear y nada más.
La urraca tocó al fin la plataforma, unida como una plancha
sobre la que se elevaban las dos últimas estatuas; el lugar elegido por el
inteligente animal representaba un fino rosetón, que se hundió media pulgada
bajo su ligera carga.
En el mismo momento el Regente se inclinó aún más
profundamente ante Luis XV, indiferente a esta cortesía.
El pájaro, saltando en su sitio, provocó muchos saludos
ceremoniosos y después regresó, volando, al hombro de su ama.
Tras lanzar una larga mirada a Yaúr, Louise volvió a descender al interior de la casilla y cerró con rapidez la portezuela como apurada por iniciar de inmediato alguna misteriosa tarea.
Traducción de ESTELA CANTO
NOTAS:
1. Al coronarse de este modo, Talú hace pensar en las imágenes en torno a la coronación de Napoleón en 1804. Pero a la solemnidad de su gesto le sigue de inmediato un repugnante concierto de eructos y escenas de tortura.
2. El género teatral del encantamiento (féerie, que Estela Canto traduce aquí por feria) —un gran espectáculo, mezcla “momentos fuertes” y prestigitación, especialidad del Teatro del Châtelet, del que Roussel fue un entusiasta espectador— fue muy popular hasta principios del siglo XX.
IMPRESSIONS D’AFRIQUE
II
Bientôt un bruit de pas se fit entendre ; tous les regards
se tournèrent vers la gauche, et par le coin sud-ouest de l’esplanade on vit
s’avancer un étrange et pompeux cortège.
En tête, les trente-six fils de l’empereur, groupés par
ordre de taille sur six rangs, composaient une phalange nègre présentant
différents âges entre trois et quinze ans. Fogar, l’aîné de tous, placé
derrière parmi les plus grands, portait dans ses bras un immense cube de bois,
transformé en dé à jouer par un complet badigeonnage blanc semé de rondelles
creuses peintes en noir. Sur un signe de Rao, indigène chargé de surveiller
l’évolution du défilé, la troupe d’enfants se mit à longer à pas lents le côté
de l’esplanade occupé par la Bourse.
Après eux venaient, en séduisante théorie, les dix épouses
du souverain, gracieuses Ponukéléiennes remplies d’attraits et de beauté.
Enfin, l’empereur Talou VII parut, curieusement accoutré en
chanteuse de café-concert, avec sa robe bleue décolletée formant, par derrière,
une longue traîne, sur laquelle le numéro « 472 » se détachait en chiffres
noirs. Sa face de nègre, pleine d’une énergie sauvage, ne manquait pas d’un
certain caractère, sous le contraste de sa perruque féminine aux magnifiques
cheveux blonds soigneusement ondulés. Il guidait par la main sa fille Sirdah,
svelte enfant de dix-huit ans dont les yeux convergents se voilaient de taies
épaisses, et dont le front noir portait une envie rouge affectant la forme d’un
minuscule corset étoilé de traits jaunes.
Derrière, marchaient les troupes ponukéléiennes, composées
de superbes guerriers au teint d’ébène, lourdement armés sous leurs parures de
plumes et d’amulettes.
Le cortège suivait peu à peu la même direction que le groupe
d’enfants.
En passant devant la sépulture du zouave, Sirdah, qui sans
doute avait compté ses pas, s’approcha soudain de la pierre tombale, sur
laquelle ses lèvres déposèrent doucement un long baiser empreint de la plus
pure tendresse. Ce pieux devoir accompli, la jeune aveugle reprit
affectueusement la main de son père.
Sur le point d’atteindre l’extrémité de l’esplanade, les
fils de l’empereur, dirigés par Rao, tournèrent à droite pour longer le côté
nord du vaste quadrilatère ; parvenus à l’angle opposé, ils évoluèrent une
seconde fois et redescendirent vers nous, tandis que le défilé, toujours
alimenté à sa source par de nombreuses cohortes, suivait exactement leurs
traces.
À la fin, les derniers guerriers noirs ayant fait leur
entrée au moment où l’avant-garde enfantine touchait la limite sud, Rao fit
dégager les abords de l’autel, et tous les nouveaux venus se massèrent en bon
ordre sur les deux faces latérales, le visage tourné vers le point central de
la place.
De tous côtés, une foule nègre, formée par la population d’Éjur, s’était rassemblée derrière les sycomores pour prendre sa part de l’attirant spectacle.
*
* *
Toujours réunis sur six rangs, les fils de l’empereur,
gagnant le milieu de l’esplanade, s’arrêtèrent face à l’autel.
Rao prit dans les bras de Fogar le monstrueux dé à jouer,
qu’il balança plusieurs fois pour le jeter en l’air de toute sa force ;
l’énorme cube, haut de cinquante centimètres, monta en tournoyant, masse
blanche mouchetée de noir, puis, décrivant une courbe très fermée, vint rouler
sur le sol avant de se poser. D’un coup d’œil, Rao lut le numéro deux sur la
face supérieure, et, s’avançant vers la docile phalange, montra du doigt le
second rang, qui seul demeura en place ; le reste du groupe, ramassant le dé,
courut se mêler à la foule des guerriers.
Talou, à pas lents, rejoignit alors les élus que le sort
venait de désigner pour lui servir de pages. Bientôt, au milieu d’un profond
silence, l’empereur se dirigeait majestueusement vers l’autel, escorté des six enfants
privilégiés, qui portaient à pleines mains la traîne de sa robe.
Après avoir gravi les quelques marches conduisant à la table
sommairement garnie, Talou fit approcher Rao, qui tenait à deux mains, en le
présentant à l’envers, le lourd manteau du sacre. L’empereur, se baissant,
entra sa tête et ses bras dans trois ouvertures ménagées au milieu du tissu,
dont les larges plis, en retombant, l’enveloppèrent bientôt jusqu’aux pieds.
Ainsi paré, le monarque se tourna orgueilleusement vers
l’assemblée comme pour offrir à tous les regards son nouveau costume.
L’étoffe, riche et soyeuse, figurait une grande carte de
l’Afrique, avec indications principales de lacs, de fleuves et de montagnes.
Le jaune pâle des terres tranchait sur le bleu nuancé de la
mer, qui s’étendait de tous côtés aussi loin que l’exigeait la forme générale
du vêtement.
De fines zébrures d’argent rayaient en zigzags courbes et
harmonieux la surface de l’Océan, afin d’évoquer, par une sorte de schéma, la
continuelle ondulation des vagues.
Seule, la moitié sud du continent était visible entre le cou
et les chevilles de l’empereur.
Sur la côte occidentale, un point noir, accompagné de ce nom
« Éjur », était situé près de l’embouchure d’un fleuve dont la source, assez
avant dans l’est, sortait d’un massif montagneux.
Des deux côtés du vaste cours d’eau, une immense tache rouge
représentait les États du tout-puissant Talou.
En manière de flatterie, l’auteur du modèle avait reculé
indéfiniment les limites d’ailleurs mal connues de l’imposante contrée soumise
à un seul sceptre ; le carmin éclatant, largement distribué au nord et à l’est,
s’étendait au sud jusqu’à la pointe terminale, où les mots « Cap de
Bonne-Espérance » s’étalaient en grosses lettres noires.
Au bout d’un moment, Talou se retourna vers l’autel ; dans
son dos, l’autre portion de l’étole montrait la partie nord de l’Afrique
tombant à l’envers au milieu du même encadrement maritime.
La minute solennelle approchait.
Le monarque, d’une voix forte, commença la lecture du texte
indigène tracé à l’aide d’hiéroglyphes sur la feuille de parchemin dressée au
milieu de la table étroite.
C’était une sorte de bulle par laquelle, en vertu de son
pouvoir religieux, Talou, déjà empereur du Ponukélé, se sacrait lui-même roi du
Drelchkaff.
La proclamation achevée, le souverain prit la burette
destinée à figurer la sainte ampoule, et, se plaçant de profil, répandit de
l’huile sur l’extrémité de sa main, pour se graisser ensuite le front avec le
bout des doigts.
Il remit aussitôt le flacon à son poste, et, descendant les
degrés de l’autel, atteignit en quelques pas la litière de feuillage ombragée
par le caoutchouc. Là, le pied posé sur le cadavre d’Yaour, il poussa un long
soupir de joie, levant triomphalement la tête comme pour humilier devant tous la
dépouille du défunt roi.
En revenant après cet acte orgueilleux, il rendit à Rao
l’épais manteau promptement enlevé.
Escorté de ses six fils qui, de nouveau, soulevaient sa traîne, il marcha lentement dans notre direction, puis tourna vers le théâtre des Incomparables pour se ranger devant la foule.
*
* *
À ce moment, les épouses de l’empereur s’avancèrent jusqu’au
milieu de l’esplanade.
Rao les rejoignit bientôt, chargé d’une lourde terrine qu’il
posa sur le sol parmi elles.
Les dix jeunes femmes s’affalèrent ensemble autour du
récipient, plein d’un épais aliment noirâtre qu’elles mangèrent avec appétit en
employant la main pour le monter jusqu’à leurs lèvres.
Au bout de quelques minutes, la terrine, entièrement vide,
fut remportée par Rao, et les négresses, rassasiées, se mirent en place pour la
Luenn’chétuz, danse religieuse qui, fort en honneur dans le pays, était
spécialement réservée aux grandes solennités.
Elles commencèrent par quelques lentes évolutions mêlées de
mouvements souples et onduleux.
De temps à autre elles laissaient échapper par leur bouche,
largement ouverte, de formidables renvois qui, bientôt, se multiplièrent avec
une prodigieuse rapidité. Au lieu de dissimuler ces bruits répugnants, elles
les faisaient épanouir avec force, paraissant rivaliser par l’éclat et la
sonorité à obtenir.
Ce chœur général accompagnant, en guise de musique, la
pavane calme et gracieuse, nous révéla les vertus toutes particulières de la
substance inconnue qu’elles venaient d’absorber.
Peu à peu la danse s’anima et prit un caractère fantastique,
tandis que les renvois, en un puissant crescendo, augmentaient sans cesse leur
fréquence et leur intensité.
Il y eut un moment d’impressionnante apogée, durant lequel
les bruits secs et assourdissants rythmaient une diabolique sarabande ; les
ballerines fiévreuses, échevelées, secouées par leurs terribles rots ainsi que
par des coups de poing, se croisaient, se poursuivaient, se contorsionnaient en
tous sens, comme prises de vertigineux délire.
Puis tout se calma progressivement, et, après un long
diminuendo, le ballet s’acheva sur un groupement d’apothéose, souligné par un
accord final éternisé en point d’orgue.
Bientôt, les jeunes femmes, encore agitées par des hoquets tardifs, regagnèrent à pas lents leur place primitive.
*
* *
Pendant l’exécution de la Luenn’chétuz, Rao s’était dirigé
vers le côté sud de l’esplanade pour ouvrir la prison à un groupe de race noire
comprenant une femme et deux hommes.
Maintenant une recluse seule errait encore derrière la
grille épaisse.
Rao, se frayant un passage au milieu de nous, conduisit
jusqu’à l’endroit piétiné par la danse les trois nouveaux venus, dont les mains
étaient liées en avant.
Un silence angoissé pesait sur l’assemblée entière, émue par
l’attente des supplices qu’allait subir le trio d’entravés.
Rao prit à sa ceinture une forte hache, dont la lame, bien
affûtée, était faite en un bois étrange, aussi dur que le fer.
Plusieurs esclaves venaient de se joindre à lui pour
l’assister dans sa besogne de bourreau.
Maintenu par eux, le traître Gaïz-dûh fut enjoint de
s’agenouiller, la tête baissée, pendant que les deux autres condamnés
demeuraient immobiles.
À deux mains Rao brandit sa hache et, par trois fois, frappa
la nuque du traître. Au dernier coup la tête roula sur le sol.
L’emplacement était resté indemne de toute éclaboussure
rouge, à cause du curieux bois tranchant qui, en pénétrant dans les chairs,
produisait un effet d’immédiate coagulation sanguine, tout en aspirant les
premières gouttes dont l’effusion ne pouvait être évitée.
Le chef et le tronc offraient sur leur partie sectionnée
l’aspect écarlate et solide de certaines pièces de boucherie.
On pensait malgré soi à ces mannequins de féerie qui,
habilement substitués à l’acteur grâce au double fond de quelque meuble, sont
proprement découpés sur la scène en tronçons pourvus à l’avance d’un
trompe-l’œil sanguinolent. Ici, la réalité du cadavre rendait impressionnante
cette rougeur compacte habituellement due à l’art d’un pinceau.
Les esclaves emportèrent les restes de Gaïz-dûh, ainsi que
la hache légèrement maculée.
Ils revinrent bientôt déposer devant Rao un brasier ardent
où rougissaient, par la pointe, deux longues tiges en fer emmanchées dans de
grossières poignées de bois.
Mossem, le deuxième condamné, fut agenouillé face à l’autel,
la plante des pieds bien exposée et l’ongle des orteils touchant le sol.
Rao prit des mains d’un esclave certain rouleau de parchemin
qu’il déploya largement ; c’était le faux acte mortuaire de Sirdah, tracé jadis
par Mossem.
À l’aide d’une immense palme, un noir activait sans cesse le
foyer, plein de vigueur et d’éclat.
Plaçant un genou en terre derrière le patient et tenant le
parchemin dans sa main gauche, Rao saisit dans le brasier une tige brûlante
dont il appuya la pointe sur l’un des talons offerts à sa vue.
La chair crépita, et Mossem, agrippé par les esclaves, se
tordit de douleur.
Inexorable, Rao poursuivit sa tâche. C’était le texte même
du parchemin qu’il copiait servilement sur le pied du faussaire.
Parfois il remettait dans le foyer la tige en service, pour
prendre sa pareille, toute rutilante au sortir des braises.
Quand la plante gauche fut entièrement couverte
d’hiéroglyphes, Rao continua l’opération sur le pied droit, employant toujours
à tour de rôle les deux pointes de fer rouge promptes à se refroidir.
Mossem, étouffant de sourds rugissements, faisait de monstrueux
efforts pour se soustraire à la torture.
Lorsque enfin l’acte mensonger fut recopié jusqu’au dernier
signe, Rao, se relevant, ordonna aux esclaves de lâcher Mossem, qui, pris de
convulsions terribles, expira sous nos yeux, terrassé par son long supplice.
Le corps fut emmené, ainsi que le parchemin et le brasier.
Revenus à leur poste, les esclaves s’emparèrent de Rul,
Ponukéléienne étrangement belle, seule survivante de l’infortuné trio. La
condamnée, dont les cheveux montraient de longues épingles d’or piquées en
étoile, portait au-dessus de son pagne un corset de velours rouge à demi
déchiré ; cet ensemble offrait une frappante ressemblance avec la marque
bizarre inscrite au front de Sirdah.
Agenouillée dans le même sens que Mossem, l’orgueilleuse Rul
tenta en vain une résistance désespérée.
Rao enleva de la chevelure une des épingles d’or, puis en
appliqua perpendiculairement la pointe sur le dos de la patiente, choisissant,
à droite, la rondelle de peau visible derrière le premier œillet du corset rouge
au lacet noueux et usé ; puis, d’une poussée lente et régulière, il enfonça la
tige aiguë, qui pénétra profondément dans la chair.
Aux cris provoqués par l’effroyable piqûre, Sirdah,
reconnaissant la voix de sa mère, se jeta aux pieds de Talou pour implorer la
clémence souveraine.
Aussitôt, comme pour prendre des ordres inattendus, Rao se
tourna vers l’empereur, qui, d’un geste inflexible, lui commanda la
continuation du supplice.
Une nouvelle épingle, prise dans les tresses noires, fut
plantée dans le second œillet, et peu à peu la rangée entière se hérissa de
brillantes tiges d’or ; recommencée à gauche, l’opération acheva de dégarnir la
chevelure en comblant successivement toutes les rondelles à lacet.
Depuis un moment la malheureuse ne criait plus ; une des
pointes, en atteignant le cœur, avait déterminé la mort.
Le cadavre, brusquement appréhendé, disparut comme les deux autres.
*
* *
Relevant Sirdah muette et angoissée, Talou se dirigea vers
les statues alignées près de la Bourse. Les guerriers s’écartèrent pour laisser
le champ libre, et, promptement rejoint par notre groupe, l’empereur fit un
signe à Norbert, qui, s’approchant de la logette, appela sa sœur à haute voix.
Bientôt le judas pratiqué dans la toiture se souleva
lentement pour se rabattre en arrière, poussé de l’intérieur par la main fine
de Louise Montalescot, qui, apparaissant par l’ouverture béante, semblait se
hisser progressivement sur les degrés d’une échelle.
Soudain elle s’arrêta, émergeant à mi-corps, puis se tourna
en face de nous. Elle était fort belle dans son travestissement d’officier,
avec ses longues boucles blondes qui s’échappaient librement d’un étroit bonnet
de police incliné sur l’oreille.
Son dolman bleu, moulant sa taille superbe, était orné, sur
la droite, d’aiguillettes d’or fines et brillantes ; c’est de là que partait le
discret accord entendu jusqu’alors à travers les parois de la logette et
produit par la respiration même de la jeune femme grâce à une communication
chirurgicale établie entre la base du poumon et l’ensemble des ganses
recourbées servant à dissimuler de souples tubes libres et sonores. Les ferrets
dorés, pendus au bout des aiguillettes comme des poids gracieusement allongés,
étaient creux et munis intérieurement d’une lamelle vibrante. À chaque
contraction du poumon une partie de l’air expiré passait par les conduits
multiples et, mettant les lamelles en mouvement, provoquait une harmonieuse
résonance.
Une pie apprivoisée se tenait, immobile, sur l’épaule gauche
de la séduisante prisonnière.
Tout à coup, Louise aperçut le corps d’Yaour, toujours
allongé dans sa robe de Gretchen à l’ombre du caoutchouc caduc. Une violente
émotion se peignit sur ses traits, et, cachant ses yeux dans sa main, elle
pleura nerveusement, la poitrine secouée par d’affreux sanglots qui
accentuaient, en les précipitant, les accords de ses aiguillettes.
Talou, impatienté, prononça sévèrement quelques mots
inintelligibles qui rappelèrent à l’ordre la malheureuse jeune femme.
Refrénant ses douloureuses angoisses, elle tendit sa main
droite vers la pie, dont les deux pattes se posèrent avec empressement sur
l’index brusquement offert.
D’un geste large, Louise allongea son bras comme pour lancer
l’oiseau, qui, prenant son vol, vint s’abattre sur le sable, devant la statue
de l’ilote.
Deux ouvertures à peine appréciables et distantes de plus
d’un mètre étaient percées presque à ras de terre dans la face visible du socle
noir.
La pie s’approcha de l’ouverture la plus lointaine, dans
laquelle son bec pénétra subitement pour faire jouer quelque ressort intérieur.
Aussitôt, la plate-forme carrossable se mit à basculer
lentement, s’enfonçant à gauche dans l’intérieur du socle pour s’élever à
droite au-dessus de son niveau habituel.
L’équilibre étant rompu, le véhicule chargé de la statue
tragique se déplaça doucement sur les rails gélatineux, qui présentaient
maintenant une pente assez sensible. Les quatre roues en lamelles noires se
trouvaient préservées de tout déraillement par une bordure intérieure qui
dépassait un peu leur jante solidement maintenue sur la voie.
Parvenu au bas de la courte descente, le wagonnet fut arrêté
soudain par le bord du socle.
Pendant les quelques secondes consacrées au trajet, la pie,
en sautillant, s’était transportée devant l’autre ouverture, au sein de
laquelle son bec disparut vivement.
À la suite d’un déclenchement nouveau, le mouvement de
bascule s’effectua en sens inverse. Le véhicule, hissé progressivement, – puis
entraîné vers la droite par son propre poids, – roula sans aucun moteur sur la
voie silencieuse et vint buter contre le bord opposé du socle, dont la paroi se
dressait maintenant comme un obstacle devant la plate-forme descendue.
Le va-et-vient se reproduisit plusieurs fois, grâce à la manœuvre
de la pie qui oscillait sans cesse d’une ouverture à l’autre. La statue de
l’ilote restait soudée au véhicule, dont elle suivait tous les voyages, et
l’ensemble était d’une légèreté telle que les rails, malgré leur inconsistance,
n’offraient aucune trace d’aplatissement ni de cassure.
Talou voyait avec émerveillement le succès de la périlleuse
expérience qu’il avait imaginée lui-même sans la croire réalisable.
La pie cessa d’elle-même son manège et atteignit en quelques
coups d’ailes le buste d’Emmanuel Kant ; au sommet du support, pointait, à
gauche, un petit perchoir sur lequel l’oiseau vint se poser.
Aussitôt, un puissant éclairage illumina l’intérieur du
crâne, dont les parois, excessivement minces à partir de la ligne des sourcils,
étaient douées d’une parfaite transparence.
On devinait la présence d’une foule de réflecteurs orientés
en tous sens, tant les rayons ardents, figurant les flammes du génie,
s’échappaient avec violence du foyer incandescent.
Souvent, la pie s’envolait pour redescendre immédiatement
sur son perchoir, éteignant et rallumant sans cesse la calotte crânienne, qui
seule brillait de mille feux, pendant que la figure, les oreilles et la nuque
demeuraient obscures.
À chaque pesée il semblait qu’une idée transcendante
naissait dans le cerveau soudain éblouissant du penseur.
Abandonnant le buste, l’oiseau s’abattit sur le large socle
consacré au groupe de sbires ; ici, ce fut de nouveau le bec fureteur qui,
introduit cette fois dans un mince boyau vertical, actionna certain mécanisme
invisible et délicat.
À cette question : « Est-ce ici que se cachent les fugitifs
? » la nonne postée devant son couvent répondait : « Non » avec persistance,
balançant la tête de droite et de gauche après chaque profond coup de bec donné
par le volatile qui semblait picorer.
La pie toucha enfin la plate-forme, unie comme un plancher,
sur laquelle s’élevaient les deux dernières statues ; la place choisie par
l’intelligente bête représentait une fine rosace, qui s’enfonça d’un demi-pouce
sous sa légère surcharge.
À l’instant même, le régent se courba plus profondément
encore devant Louis XV, que cette politesse laissait impassible.
L’oiseau, bondissant sur place, détermina plusieurs saluts
cérémonieux, puis regagna, en voletant, l’épaule de sa maîtresse.
Après un long regard jeté vers Yaour, Louise redescendit
dans l’intérieur de la logette et ferma vivement le judas, comme pressée de se
remettre à quelque mystérieuse besogne.