martes, 1 de agosto de 2023

Raymond Roussel y Estela Canto: Impresiones de África II

IMPRESIONES DE ÁFRICA

II

 

Pronto se oyó ruido de pasos; todas las miradas se volvieron a la izquierda y, por el rincón sudoeste de la explanada, se vio avanzar un extraño y pomposo cortejo.

A la cabeza los treinta y seis hijos del emperador, agrupados en seis filas por orden de estatura, formaban una falange negra de diversas edades, entre los tres y los quince años. Fogar, el mayor de todos, colocado detrás entre los más altos, llevaba en sus brazos un inmenso cubo de madera transformado en dado de juego con unas pinceladas de blanco salpicadas de pocitos redondos pintados de negro. A una señal de Rao, indígena encargado de dirigir el desfile, el grupo de niños avanzó a pasos lentos hacia el lado de la explanada ocupado por la Bolsa.

Después venían, en seductora línea, las diez esposas del soberano, graciosas ponukelianas llenas de atractivos y de belleza.

Finalmente apareció el emperador Talú VII, curiosamente ataviado como cantante de café-concert, con vestido azul escotado que formaba atrás una larga cola, sobre la cual se destacaba el número «472» en cifras negras. Su cara de negro, llena de energía salvaje, no carecía de cierto carácter, bajo el contraste de una peluca femenina de magníficos cabellos rubios cuidadosamente ondulados. Llevaba de la mano a su hija Sirdah, esbelta criatura de dieciocho años, cuyos ojos convergentes estaban velados por espesas cataratas, y cuya frente negra llevaba un capricho rojo en forma de minúsculo corsé, estrellado con trazos amarillos.

Detrás marchaban las tropas ponukelianas, compuestas de soberbios guerreros de piel de ébano, pesadamente armados bajo sus ornamentos de plumas y de amuletos.

El cortejo seguía poco a poco la misma dirección que el grupo de niños.

Al pasar frente a la sepultura del zuavo, Sirdah, que sin duda había contado sus pasos, se acercó a la piedra sepulcral y sus labios depositaron allí dulcemente un largo beso, impregnado de la más pura ternura. Cumplido este piadoso deber, la joven ciega volvió a tomar cariñosamente la mano de su padre.

 

Al llegar al extremo de la explanada, los hijos del emperador, dirigidos por Rao, giraron a la derecha para extenderse por el lado norte del vasto cuadrilátero; al llegar al ángulo opuesto evolucionaron una segunda vez y descendieron hacia nosotros, mientras el desfile, siempre alimentado en la base por numerosas cohortes, seguía exactamente sus huellas.

Al fin, cuando los últimos guerreros negros hicieron su entrada en el momento en que la vanguardia infantil tocaba el límite sur, Rao hizo despejar los accesos al altar, y los recién llegados se amontonaron en orden sobre las dos caras laterales con el rostro vuelto hacia el punto central de la plaza.

De todas partes una multitud negra, formada por la población de Ejur, se reunía bajo los sicómoros para participar en el atractivo espectáculo.

 

*

*     *

Los hijos del emperador, formando siempre seis filas, llegaron al centro de la explanada y se detuvieron frente al altar.

Rao tomó de brazos de Fogar el dado monstruoso, lo balanceó varias veces y lo lanzó al aire con toda su fuerza; el enorme cubo de cincuenta centímetros de lado, subió girando, como una blanca masa salpicada de negro; después, describiendo una curva cerrada, dio vueltas en el suelo antes de posarse. Con una mirada, Rao leyó el número dos sobre la cara superior y, avanzando hacia la dócil falange, señaló con el dedo la segunda fila, que era la única que había permanecido en su lugar: el resto del grupo, tras recoger el dado, corrió a mezclarse con la muchedumbre de guerreros.

A pasos lentos, Talú se unió entonces a los elegidos por la suerte para servirle de pajes. Pronto, en medio de un profundo silencio, el emperador se dirigió majestuosamente hacia el altar, escoltado por los seis niños privilegiados, que llevaban a manos llenas la cola de su vestido.

Tras subir los escalones que llevaban a la mesa sumariamente adornada, Talú hizo acercar a Rao, que sostenía entre las dos manos, presentándolo a la inversa, el pesado manto de la coronación. Inclinándose, el emperador pasó la cabeza y los brazos por tres aberturas de la tela, cuyos largos pliegues, al caer, lo envolvieron hasta los pies.

Así ataviado, el monarca se volvió con orgullo hacia la asamblea, como para ofrecer su nuevo atuendo a todas las miradas.

La tela, rica y sedosa, representaba un gran mapa de África con indicaciones de los principales lagos, ríos y montañas.

El amarillo pálido de las tierras se recortaba contra el azul matizado del mar, que se extendía por las dos costas, tan lejos como lo exigía la forma general del manto.

Finas rayas de plata marcaban zig-zags curvos y armoniosos sobre la superficie del océano, a fin de evocar, en una especie de esquema, la continua ondulación de las olas.

Sólo la mitad sur del continente era visible entre el cuello y los tobillos del emperador.

Sobre la costa occidental, un punto negro, acompañado por el nombre «Ejur», estaba situado cerca de la desembocadura de un río, cuyo nacimiento, muy hacia el este, surgía de un macizo montañoso.

A ambos lados de la vasta corriente de agua una inmensa mancha roja representaba los Estados del todopoderoso Talú.

Para halagar, el autor del modelo había hecho retroceder indefinidamente los límites, por otra parte mal conocidos, de la imponente comarca sometida a un solo cetro: el deslumbrante carmín, distribuido con amplitud al norte y al este, se extendía por el sur hasta la punta terminal, donde las palabras «Cabo de Buena Esperanza» se destacaban en gruesas letras negras.

 

Un momento después Talú se volvió hacia el altar: en su espalda la otra parte de la estola mostraba la parte norte del África, cayendo por atrás en medio del mismo encuadre marítimo.

 

Se acercaba el minuto solemne.

El monarca, con voz fuerte, inició la lectura del texto indígena trazado en jeroglíficos sobre una hoja de pergamino pegada en medio de una tabla recta.

Era una especie de bula por la cual, en virtud de su poder religioso, Talú, ya emperador de Ponukelé, se coronaba a sí mismo rey de Drelchkaff  1.

Terminada la proclama, el soberano tomó la alcuza destinada a representar la santa ampolla y, colocándose de perfil, extendió el aceite por el extremo de la mano y se aceitó en seguida la frente con la punta de los dedos.

En seguida volvió a dejar la alcuza en su sitio y, bajando los peldaños del altar, llegó en unos pasos hasta la litera de hojas bajo la sombra del gomero. Allí, con el pie puesto sobre el cadáver de Yaúr, lanzó un largo suspiro de alegría y levantó triunfalmente la cabeza como para humillar ante todos los despojos del rey difunto.

Cumplido este acto orgulloso, entregó a Rao el espeso manto que fue rápidamente retirado.

Escoltado por sus seis hijos, que de nuevo sostenían la cola, marchó con lentitud en dirección a nosotros; después se volvió hacia el Teatro de los Incomparables y se mostró a la multitud.

 

*

*     *

En ese momento las esposas del emperador avanzaron hasta el centro de la explanada.

Rao se unió pronto a ellas, trayendo una pesada cazuela que depositó en el suelo.

Las diez jóvenes se precipitaron alrededor del recipiente, lleno de un espeso alimento negruzco que devoraron con apetito, usando las manos para llevarlo hasta los labios.

Después de unos minutos la cazuela, totalmente vacía, fue retirada por Rao y las negras, hartas, ocuparon sus puestos para la Luenn’chetuz, danza religiosa que, muy honrada en la comarca, estaba especialmente reservada para las grandes solemnidades.

Comenzaron con lentas evoluciones mezcladas a movimientos gráciles y ondulantes.

De vez en cuando dejaban escapar por las bocas, muy abiertas, formidables eructos que, muy pronto, se multiplicaron con prodigiosa rapidez. En lugar de disimular estos ruidos repugnantes, los lanzaban con más fuerza, parecían rivalizar en la sonoridad y el estrépito a obtener.

Este coro general que acompañaba, a guisa de música, aquella pavana calma y silenciosa, nos reveló las virtudes particulares de la sustancia desconocida que acababan de absorber.

Poco a poco se animó la danza y adquirió un carácter fantástico, mientras los eructos, en poderoso crescendo, aumentaban sin cesar su frecuencia e intensidad.

Hubo un momento de impresionante apogeo, en el cual los ruidos secos y ensordecedores ritmaron una diabólica zarabanda: las bailarinas afiebradas, desgreñadas, sacudidas por sus terribles regüeldos y por golpes de puño, se cruzaban, se perseguían, se contorsionaban en todo sentido, como presas de un vertiginoso delirio.

Después todo se calmó progresivamente y, tras un largo diminuendo, el ballet terminó en una apoteosis, marcada por un acorde final eternizado en nota de órgano.

Pronto las jóvenes, todavía agitadas por tardíos eructos, volvieron a pasos lentos a su puesto primitivo.

 

*

*     *

Durante la ejecución de la Luenn’chetuz, Rao se había dirigido al lado sur de la explanada para abrir la prisión a un grupo de raza negra, formado por una mujer y dos hombres.

Ahora una única reclusa erraba sola tras la fuerte reja.

Rao, abriéndose paso entre nosotros, condujo hasta el lugar pisoteado por las bailarinas a los tres recién llegados, cuyas manos estaban atadas por delante.

Un silencio angustioso pesó sobre toda la asamblea, conmovida en espera de los suplicios que debía sufrir aquel trío de ligados.

Rao sacó de la cintura una fuerte hacha, cuya hoja, bien afilada, estaba hecha de una madera rara, tan dura como el hierro.

Varios esclavos se le unieron para asistirlo en su tarea de verdugo.

Sostenido por ellos, el traidor Gaiz-duh debió arrodillarse, con la cabeza baja, mientras los otros dos condenados seguían inmóviles.

Rao blandió el hacha con las dos manos y golpeó tres veces la nuca del traidor. Al tercer golpe la cabeza rodó por el suelo.

El lugar estaba indemne de toda mancha de sangre debido a la curiosa madera cortante que, al penetrar en las carnes, producía una inmediata coagulación sanguínea, aspirando las primeras gotas cuya efusión no podía ser evitada. El cuello y el tronco ofrecían en la parte seccionada el aspecto escarlata y sólido de algunas piezas de carnicería.

Uno pensaba sin querer en esos muñecos de feria que sustituyen hábilmente al actor gracias a un doble fondo del mueble, y que son adecuadamente cortados sobre la escena en pedazos provistos de antemano de un disfraz sanguinolento 2. Aquí la realidad del cadáver volvía impresionante esta rojez compacta, debida en general al arte del pincel.

Los esclavos sacaron los restos de Gaiz-duh y el hacha, ligeramente manchada.

Volvieron pronto para depositar ante Rao un brasero ardiente, donde enrojecían, en la punta, dos grandes hierros puntiagudos, con grosero mango de madera.

Mossem, el segundo condenado, se arrodilló frente al altar, con las plantas de los pies bien expuestas y las uñas de los dedos gordos tocando el suelo.

Rao tomó de manos de un esclavo un rollo de pergamino que desplegó ampliamente: era un falso certificado mortuorio de Sirdah, trazado por Mossem.

Con ayuda de una inmensa palma un negro, lleno de vigor y gallardía, atizaba sin cesar el hogar.

Con una rodilla en tierra detrás del paciente y sosteniendo el pergamino con la mano izquierda, Rao tomó del brasero un hierro ardiente y apoyó la punta en uno de los talones que se ofrecían.

La carne crepitó y Mossem, sujetado por los esclavos, se retorció de dolor.

Inexorable, Rao prosiguió con su tarea. Copiaba servilmente el texto mismo del pergamino sobre el pie del falsario.

A veces volvía a meter en el fuego el hierro en uso para recoger el otro, rutilante al salir de las brasas.

Cuando la planta izquierda quedó totalmente cubierta de jeroglíficos, Rao continuó la operación con el pie derecho, utilizando siempre alternativamente las dos puntas de hierro al rojo vivo, hasta que empezaban a enfriarse.

Mossem, ahogando sordos rugidos, hacía monstruosos esfuerzos para sustraerse a la tortura.

Cuando finalmente el acta mentirosa fue copiada hasta el último signo, Rao se levantó y ordenó a los esclavos que soltaran a Mossem, quien, presa de atroces convulsiones, expiró ante nuestros ojos, vencido por el largo suplicio.

El cuerpo fue retirado, junto con el pergamino y el brasero.

 

Vueltos a su puesto, los esclavos se apoderaron de Rul, una ponukeliana extremadamente hermosa, única sobreviviente del infortunado trío. La condenada, cuyos cabellos lucían largas agujetas de oro en forma de estrellas, llevaba, encima del taparrabo, un corsé de terciopelo rojo casi hecho trizas; este conjunto ofrecía un notable parecido con la extraña marca de la frente de Sirdah.

Arrodillada en el mismo sentido que Mossem, la orgullosa Rul intentó una resistencia desesperada.

Rao sacó de la cabellera una de las agujas de oro y luego, aplicando perpendicularmente la punta sobre la espalda de la paciente, escogió, a la derecha, el redondel de piel visible por el primer ojal del corsé rojo, con cintas nudosas y gastadas; después con un impulso lento y regular, hundió la punta aguda, que penetró profundamente en la carne.

Ante los gritos provocados por el atroz pinchazo, Sirdah, reconociendo la voz de su madre, se echó a los pies de Talú para implorar la clemencia del soberano.

En seguida, como para recibir órdenes inesperadas, Rao se volvió hacia el emperador que, con gesto inflexible, ordenó la continuación del suplicio.

Una nueva aguja sacada de las trenzas negras fue clavada en el segundo agujero y, poco a poco, toda la hilera se erizó de brillantes alfileres de oro; reiniciada a la izquierda, la operación terminó despoblando la cabellera y colmando sucesivamente todos los ojales.

Desde hacía un momento la desdichada había cesado de gritar: una de las puntas le había provocado la muerte al llegar al corazón.

El cadáver, levantado bruscamente, desapareció como los otros.

 

*

*     *

Tras levantar a Sirdah, muda y angustiada, Talú se dirigió hacia las estatuas alineadas cerca de la Bolsa. Los guerreros se apartaban para dejarle paso y, cuando nuestro grupo se le unió, el emperador hizo una seña a Norbert quien, acercándose a la baranda, llamó a su hermana en alta voz.

Pronto la puerta de la abertura practicada en el techo se levantó con lentitud y cayó hacia atrás, empujada desde el interior por la fina mano de Louise Montalescot que, surgiendo por el agujero, parecía elevarse progresivamente por los peldaños de una escala.

Bruscamente se detuvo, cuando ya había sacado medio cuerpo, y se volvió hacia nosotros. Estaba muy hermosa con su disfraz de oficial, con sus largos rizos rubios que escapaban libremente de un estrecho gorro de policía inclinado sobre la oreja.

La casaca azul, que moldeaba un cuerpo soberbio, estaba adornada, a la derecha, con agujetas de oro finas y brillantes; era de allí que partía el discreto acorde que se había escuchado a través de las paredes de la casilla, y que era producido por la respiración misma de la joven, gracias a una comunicación quirúrgica establecida entre la base del pulmón y el conjunto de presillas curvadas que servían para disimular unos tubos flexibles, libres y sonoros. Los herretes dorados, colocados en el extremo de las agujetas como cuentas graciosamente prolongadas, eran huecos y estaban provistos interiormente de una lámina vibratoria. A cada contracción del pulmón una parte del aire expirado pasaba por los múltiples conductos y, poniendo las láminas en movimiento, provocaba una armoniosa resonancia.

Una urraca domesticada se mantenía, inmóvil, sobre el hombro izquierdo de la seductora prisionera.

De pronto Louise percibió el cuerpo de Yaúr, siempre yacente con su traje de Margarita a la sombra del caduco gomero. Una violenta emoción se pintó en sus rasgos y, ocultando los ojos con las manos, lloró nerviosamente, el pecho sacudido por terribles sollozos que acentuaban y precipitaban los acordes de las agujetas.

Talú, impaciente, pronunció con severidad algunas palabras ininteligibles, que llamaron al orden a la desdichada joven.

Conteniendo su dolorosa angustia, tendió la mano derecha hacia la urraca, cuyas patas se posaron prestamente sobre el índice ofrecido de pronto.

Con un amplio gesto, Louise tendió el brazo como para lanzar el pájaro que, tras tomar vuelo, fue a caer sobre la arena, ante la estatua del ilota.

Dos aberturas apenas apreciables y distantes a más de un metro, estaban abiertas a ras de tierra, en la faz visible del zócalo negro.

La urraca se acercó a la abertura más lejana, y su pico penetró allí, brusco, para hacer entrar en juego un resorte interior.

De inmediato la plataforma se puso a balancear lentamente, hundiéndose a la izquierda en el interior del zócalo, para elevarse a la derecha por encima del nivel habitual.

Roto el equilibrio, el vehículo encargado de la estatua trágica se desplazó dulcemente sobre los rieles gelatinosos, que ofrecían ahora una pendiente bastante evidente. Las cuatro ruedas en láminas negras estaban a cubierto de cualquier descarrilamiento por un borde interior, que sobrepasaba un poco la llanta sólidamente mantenida sobre la vía.

Al llegar al extremo del corto descenso, la vagoneta se vio bruscamente detenida por el borde del zócalo.

En los escasos segundos que duró el trayecto, la urraca, a saltitos, se dirigió hacia la otra abertura, en cuya profundidad su pico desapareció con viveza.

Tras un nuevo movimiento, el balanceo se efectuó en sentido inverso. El vehículo, izado progresivamente —arrastrado luego hacia la derecha por su propio peso— giró sin motor sobre la vía silenciosa y fue a chocar contra el borde opuesto del zócalo, cuya pared se elevaba ahora como obstáculo frente a la plataforma descendida.

El ir y venir se reprodujo varias veces, gracias a la maniobra de la urraca, que oscilaba sin cesar entre una y otra abertura. La estatua del ilota seguía pegada al vehículo, cuyos viajes seguía, y el conjunto era de una ligereza tal que los rieles, pese a su inconsistencia, no ofrecían ninguna huella de aplastamiento ni de ruptura.

Talú contemplaba maravillado el éxito de la peligrosa experiencia, que él mismo había imaginado sin creerla realizable.

 

La urraca cesó por sí misma sus maniobras y alcanzó, en unas aletadas, el busto de Emmanuel Kant; en lo alto del poste asomaba, a la izquierda, una pequeña percha, sobre la cual fue a posarse.

En seguida una poderosa luz iluminó el interior del cráneo, cuyas paredes, excesivamente delgadas a partir de la línea de las cejas, estaban dotadas de una transparencia perfecta.

Bruscamente la urraca voló para descender de inmediato sobre su percha, apagando e iluminando sin cesar el hueco craneano, que brillaba con mil fuegos, mientras la cara, las orejas y la nuca seguían en la oscuridad.

A cada movimiento parecía que una idea transcendente nacía en el cerebro bruscamente refulgente del pensador.

Abandonando el busto, el pájaro se posó sobre el amplio zócalo consagrado al grupo de esbirros; aquí nuevamente el enfurecido pico se introdujo en una delgada tripa vertical, poniendo en movimiento cierto mecanismo invisible y delicado.

A la pregunta: «¿Es aquí que se ocultan los fugitivos?», la monja, de pie ante el convento, contestaba «No», con persistencia, balanceando la cabeza de derecha a izquierda después de cada profundo picotazo dado por el ave, que parecía picotear y nada más.

 

 

La urraca tocó al fin la plataforma, unida como una plancha sobre la que se elevaban las dos últimas estatuas; el lugar elegido por el inteligente animal representaba un fino rosetón, que se hundió media pulgada bajo su ligera carga.

En el mismo momento el Regente se inclinó aún más profundamente ante Luis XV, indiferente a esta cortesía.

El pájaro, saltando en su sitio, provocó muchos saludos ceremoniosos y después regresó, volando, al hombro de su ama.

Tras lanzar una larga mirada a Yaúr, Louise volvió a descender al interior de la casilla y cerró con rapidez la portezuela como apurada por iniciar de inmediato alguna misteriosa tarea.

 

RAYMOND ROUSSEL

Traducción de ESTELA CANTO

NOTAS:

1. Al coronarse de este modo, Talú hace pensar en las imágenes en torno a la coronación de Napoleón en 1804. Pero a la solemnidad de su gesto le sigue de inmediato un repugnante concierto de eructos y escenas de tortura.

2. El género teatral del encantamiento (féerie, que Estela Canto traduce aquí por feria) —un gran espectáculo, mezcla “momentos fuertes” y prestigitación, especialidad del Teatro del Châtelet, del que Roussel fue un entusiasta espectador— fue muy popular hasta principios del siglo XX.

 

IMPRESSIONS D’AFRIQUE

II


Bientôt un bruit de pas se fit entendre ; tous les regards se tournèrent vers la gauche, et par le coin sud-ouest de l’esplanade on vit s’avancer un étrange et pompeux cortège.

En tête, les trente-six fils de l’empereur, groupés par ordre de taille sur six rangs, composaient une phalange nègre présentant différents âges entre trois et quinze ans. Fogar, l’aîné de tous, placé derrière parmi les plus grands, portait dans ses bras un immense cube de bois, transformé en dé à jouer par un complet badigeonnage blanc semé de rondelles creuses peintes en noir. Sur un signe de Rao, indigène chargé de surveiller l’évolution du défilé, la troupe d’enfants se mit à longer à pas lents le côté de l’esplanade occupé par la Bourse.

Après eux venaient, en séduisante théorie, les dix épouses du souverain, gracieuses Ponukéléiennes remplies d’attraits et de beauté.

Enfin, l’empereur Talou VII parut, curieusement accoutré en chanteuse de café-concert, avec sa robe bleue décolletée formant, par derrière, une longue traîne, sur laquelle le numéro « 472 » se détachait en chiffres noirs. Sa face de nègre, pleine d’une énergie sauvage, ne manquait pas d’un certain caractère, sous le contraste de sa perruque féminine aux magnifiques cheveux blonds soigneusement ondulés. Il guidait par la main sa fille Sirdah, svelte enfant de dix-huit ans dont les yeux convergents se voilaient de taies épaisses, et dont le front noir portait une envie rouge affectant la forme d’un minuscule corset étoilé de traits jaunes.

Derrière, marchaient les troupes ponukéléiennes, composées de superbes guerriers au teint d’ébène, lourdement armés sous leurs parures de plumes et d’amulettes.

Le cortège suivait peu à peu la même direction que le groupe d’enfants.

En passant devant la sépulture du zouave, Sirdah, qui sans doute avait compté ses pas, s’approcha soudain de la pierre tombale, sur laquelle ses lèvres déposèrent doucement un long baiser empreint de la plus pure tendresse. Ce pieux devoir accompli, la jeune aveugle reprit affectueusement la main de son père.

 

Sur le point d’atteindre l’extrémité de l’esplanade, les fils de l’empereur, dirigés par Rao, tournèrent à droite pour longer le côté nord du vaste quadrilatère ; parvenus à l’angle opposé, ils évoluèrent une seconde fois et redescendirent vers nous, tandis que le défilé, toujours alimenté à sa source par de nombreuses cohortes, suivait exactement leurs traces.

À la fin, les derniers guerriers noirs ayant fait leur entrée au moment où l’avant-garde enfantine touchait la limite sud, Rao fit dégager les abords de l’autel, et tous les nouveaux venus se massèrent en bon ordre sur les deux faces latérales, le visage tourné vers le point central de la place.

De tous côtés, une foule nègre, formée par la population d’Éjur, s’était rassemblée derrière les sycomores pour prendre sa part de l’attirant spectacle.

 

*

*     *

 

Toujours réunis sur six rangs, les fils de l’empereur, gagnant le milieu de l’esplanade, s’arrêtèrent face à l’autel.

Rao prit dans les bras de Fogar le monstrueux dé à jouer, qu’il balança plusieurs fois pour le jeter en l’air de toute sa force ; l’énorme cube, haut de cinquante centimètres, monta en tournoyant, masse blanche mouchetée de noir, puis, décrivant une courbe très fermée, vint rouler sur le sol avant de se poser. D’un coup d’œil, Rao lut le numéro deux sur la face supérieure, et, s’avançant vers la docile phalange, montra du doigt le second rang, qui seul demeura en place ; le reste du groupe, ramassant le dé, courut se mêler à la foule des guerriers.

Talou, à pas lents, rejoignit alors les élus que le sort venait de désigner pour lui servir de pages. Bientôt, au milieu d’un profond silence, l’empereur se dirigeait majestueusement vers l’autel, escorté des six enfants privilégiés, qui portaient à pleines mains la traîne de sa robe.

Après avoir gravi les quelques marches conduisant à la table sommairement garnie, Talou fit approcher Rao, qui tenait à deux mains, en le présentant à l’envers, le lourd manteau du sacre. L’empereur, se baissant, entra sa tête et ses bras dans trois ouvertures ménagées au milieu du tissu, dont les larges plis, en retombant, l’enveloppèrent bientôt jusqu’aux pieds.

Ainsi paré, le monarque se tourna orgueilleusement vers l’assemblée comme pour offrir à tous les regards son nouveau costume.

L’étoffe, riche et soyeuse, figurait une grande carte de l’Afrique, avec indications principales de lacs, de fleuves et de montagnes.

Le jaune pâle des terres tranchait sur le bleu nuancé de la mer, qui s’étendait de tous côtés aussi loin que l’exigeait la forme générale du vêtement.

De fines zébrures d’argent rayaient en zigzags courbes et harmonieux la surface de l’Océan, afin d’évoquer, par une sorte de schéma, la continuelle ondulation des vagues.

Seule, la moitié sud du continent était visible entre le cou et les chevilles de l’empereur.

Sur la côte occidentale, un point noir, accompagné de ce nom « Éjur », était situé près de l’embouchure d’un fleuve dont la source, assez avant dans l’est, sortait d’un massif montagneux.

Des deux côtés du vaste cours d’eau, une immense tache rouge représentait les États du tout-puissant Talou.

En manière de flatterie, l’auteur du modèle avait reculé indéfiniment les limites d’ailleurs mal connues de l’imposante contrée soumise à un seul sceptre ; le carmin éclatant, largement distribué au nord et à l’est, s’étendait au sud jusqu’à la pointe terminale, où les mots « Cap de Bonne-Espérance » s’étalaient en grosses lettres noires.

 

Au bout d’un moment, Talou se retourna vers l’autel ; dans son dos, l’autre portion de l’étole montrait la partie nord de l’Afrique tombant à l’envers au milieu du même encadrement maritime.

 

La minute solennelle approchait.

Le monarque, d’une voix forte, commença la lecture du texte indigène tracé à l’aide d’hiéroglyphes sur la feuille de parchemin dressée au milieu de la table étroite.

C’était une sorte de bulle par laquelle, en vertu de son pouvoir religieux, Talou, déjà empereur du Ponukélé, se sacrait lui-même roi du Drelchkaff.

La proclamation achevée, le souverain prit la burette destinée à figurer la sainte ampoule, et, se plaçant de profil, répandit de l’huile sur l’extrémité de sa main, pour se graisser ensuite le front avec le bout des doigts.

Il remit aussitôt le flacon à son poste, et, descendant les degrés de l’autel, atteignit en quelques pas la litière de feuillage ombragée par le caoutchouc. Là, le pied posé sur le cadavre d’Yaour, il poussa un long soupir de joie, levant triomphalement la tête comme pour humilier devant tous la dépouille du défunt roi.

En revenant après cet acte orgueilleux, il rendit à Rao l’épais manteau promptement enlevé.

Escorté de ses six fils qui, de nouveau, soulevaient sa traîne, il marcha lentement dans notre direction, puis tourna vers le théâtre des Incomparables pour se ranger devant la foule.

 

*

*     *

 

À ce moment, les épouses de l’empereur s’avancèrent jusqu’au milieu de l’esplanade.

Rao les rejoignit bientôt, chargé d’une lourde terrine qu’il posa sur le sol parmi elles.

Les dix jeunes femmes s’affalèrent ensemble autour du récipient, plein d’un épais aliment noirâtre qu’elles mangèrent avec appétit en employant la main pour le monter jusqu’à leurs lèvres.

Au bout de quelques minutes, la terrine, entièrement vide, fut remportée par Rao, et les négresses, rassasiées, se mirent en place pour la Luenn’chétuz, danse religieuse qui, fort en honneur dans le pays, était spécialement réservée aux grandes solennités.

Elles commencèrent par quelques lentes évolutions mêlées de mouvements souples et onduleux.

De temps à autre elles laissaient échapper par leur bouche, largement ouverte, de formidables renvois qui, bientôt, se multiplièrent avec une prodigieuse rapidité. Au lieu de dissimuler ces bruits répugnants, elles les faisaient épanouir avec force, paraissant rivaliser par l’éclat et la sonorité à obtenir.

Ce chœur général accompagnant, en guise de musique, la pavane calme et gracieuse, nous révéla les vertus toutes particulières de la substance inconnue qu’elles venaient d’absorber.

Peu à peu la danse s’anima et prit un caractère fantastique, tandis que les renvois, en un puissant crescendo, augmentaient sans cesse leur fréquence et leur intensité.

Il y eut un moment d’impressionnante apogée, durant lequel les bruits secs et assourdissants rythmaient une diabolique sarabande ; les ballerines fiévreuses, échevelées, secouées par leurs terribles rots ainsi que par des coups de poing, se croisaient, se poursuivaient, se contorsionnaient en tous sens, comme prises de vertigineux délire.

Puis tout se calma progressivement, et, après un long diminuendo, le ballet s’acheva sur un groupement d’apothéose, souligné par un accord final éternisé en point d’orgue.

Bientôt, les jeunes femmes, encore agitées par des hoquets tardifs, regagnèrent à pas lents leur place primitive.

 

*

*     *

 

Pendant l’exécution de la Luenn’chétuz, Rao s’était dirigé vers le côté sud de l’esplanade pour ouvrir la prison à un groupe de race noire comprenant une femme et deux hommes.

Maintenant une recluse seule errait encore derrière la grille épaisse.

Rao, se frayant un passage au milieu de nous, conduisit jusqu’à l’endroit piétiné par la danse les trois nouveaux venus, dont les mains étaient liées en avant.

Un silence angoissé pesait sur l’assemblée entière, émue par l’attente des supplices qu’allait subir le trio d’entravés.

Rao prit à sa ceinture une forte hache, dont la lame, bien affûtée, était faite en un bois étrange, aussi dur que le fer.

Plusieurs esclaves venaient de se joindre à lui pour l’assister dans sa besogne de bourreau.

Maintenu par eux, le traître Gaïz-dûh fut enjoint de s’agenouiller, la tête baissée, pendant que les deux autres condamnés demeuraient immobiles.

À deux mains Rao brandit sa hache et, par trois fois, frappa la nuque du traître. Au dernier coup la tête roula sur le sol.

L’emplacement était resté indemne de toute éclaboussure rouge, à cause du curieux bois tranchant qui, en pénétrant dans les chairs, produisait un effet d’immédiate coagulation sanguine, tout en aspirant les premières gouttes dont l’effusion ne pouvait être évitée.

Le chef et le tronc offraient sur leur partie sectionnée l’aspect écarlate et solide de certaines pièces de boucherie.

On pensait malgré soi à ces mannequins de féerie qui, habilement substitués à l’acteur grâce au double fond de quelque meuble, sont proprement découpés sur la scène en tronçons pourvus à l’avance d’un trompe-l’œil sanguinolent. Ici, la réalité du cadavre rendait impressionnante cette rougeur compacte habituellement due à l’art d’un pinceau.

Les esclaves emportèrent les restes de Gaïz-dûh, ainsi que la hache légèrement maculée.

Ils revinrent bientôt déposer devant Rao un brasier ardent où rougissaient, par la pointe, deux longues tiges en fer emmanchées dans de grossières poignées de bois.

Mossem, le deuxième condamné, fut agenouillé face à l’autel, la plante des pieds bien exposée et l’ongle des orteils touchant le sol.

Rao prit des mains d’un esclave certain rouleau de parchemin qu’il déploya largement ; c’était le faux acte mortuaire de Sirdah, tracé jadis par Mossem.

À l’aide d’une immense palme, un noir activait sans cesse le foyer, plein de vigueur et d’éclat.

Plaçant un genou en terre derrière le patient et tenant le parchemin dans sa main gauche, Rao saisit dans le brasier une tige brûlante dont il appuya la pointe sur l’un des talons offerts à sa vue.

La chair crépita, et Mossem, agrippé par les esclaves, se tordit de douleur.

Inexorable, Rao poursuivit sa tâche. C’était le texte même du parchemin qu’il copiait servilement sur le pied du faussaire.

Parfois il remettait dans le foyer la tige en service, pour prendre sa pareille, toute rutilante au sortir des braises.

Quand la plante gauche fut entièrement couverte d’hiéroglyphes, Rao continua l’opération sur le pied droit, employant toujours à tour de rôle les deux pointes de fer rouge promptes à se refroidir.

Mossem, étouffant de sourds rugissements, faisait de monstrueux efforts pour se soustraire à la torture.

Lorsque enfin l’acte mensonger fut recopié jusqu’au dernier signe, Rao, se relevant, ordonna aux esclaves de lâcher Mossem, qui, pris de convulsions terribles, expira sous nos yeux, terrassé par son long supplice.

Le corps fut emmené, ainsi que le parchemin et le brasier.

 

Revenus à leur poste, les esclaves s’emparèrent de Rul, Ponukéléienne étrangement belle, seule survivante de l’infortuné trio. La condamnée, dont les cheveux montraient de longues épingles d’or piquées en étoile, portait au-dessus de son pagne un corset de velours rouge à demi déchiré ; cet ensemble offrait une frappante ressemblance avec la marque bizarre inscrite au front de Sirdah.

Agenouillée dans le même sens que Mossem, l’orgueilleuse Rul tenta en vain une résistance désespérée.

Rao enleva de la chevelure une des épingles d’or, puis en appliqua perpendiculairement la pointe sur le dos de la patiente, choisissant, à droite, la rondelle de peau visible derrière le premier œillet du corset rouge au lacet noueux et usé ; puis, d’une poussée lente et régulière, il enfonça la tige aiguë, qui pénétra profondément dans la chair.

Aux cris provoqués par l’effroyable piqûre, Sirdah, reconnaissant la voix de sa mère, se jeta aux pieds de Talou pour implorer la clémence souveraine.

Aussitôt, comme pour prendre des ordres inattendus, Rao se tourna vers l’empereur, qui, d’un geste inflexible, lui commanda la continuation du supplice.

Une nouvelle épingle, prise dans les tresses noires, fut plantée dans le second œillet, et peu à peu la rangée entière se hérissa de brillantes tiges d’or ; recommencée à gauche, l’opération acheva de dégarnir la chevelure en comblant successivement toutes les rondelles à lacet.

Depuis un moment la malheureuse ne criait plus ; une des pointes, en atteignant le cœur, avait déterminé la mort.

Le cadavre, brusquement appréhendé, disparut comme les deux autres.

 

*

*     *

 

Relevant Sirdah muette et angoissée, Talou se dirigea vers les statues alignées près de la Bourse. Les guerriers s’écartèrent pour laisser le champ libre, et, promptement rejoint par notre groupe, l’empereur fit un signe à Norbert, qui, s’approchant de la logette, appela sa sœur à haute voix.

Bientôt le judas pratiqué dans la toiture se souleva lentement pour se rabattre en arrière, poussé de l’intérieur par la main fine de Louise Montalescot, qui, apparaissant par l’ouverture béante, semblait se hisser progressivement sur les degrés d’une échelle.

Soudain elle s’arrêta, émergeant à mi-corps, puis se tourna en face de nous. Elle était fort belle dans son travestissement d’officier, avec ses longues boucles blondes qui s’échappaient librement d’un étroit bonnet de police incliné sur l’oreille.

Son dolman bleu, moulant sa taille superbe, était orné, sur la droite, d’aiguillettes d’or fines et brillantes ; c’est de là que partait le discret accord entendu jusqu’alors à travers les parois de la logette et produit par la respiration même de la jeune femme grâce à une communication chirurgicale établie entre la base du poumon et l’ensemble des ganses recourbées servant à dissimuler de souples tubes libres et sonores. Les ferrets dorés, pendus au bout des aiguillettes comme des poids gracieusement allongés, étaient creux et munis intérieurement d’une lamelle vibrante. À chaque contraction du poumon une partie de l’air expiré passait par les conduits multiples et, mettant les lamelles en mouvement, provoquait une harmonieuse résonance.

Une pie apprivoisée se tenait, immobile, sur l’épaule gauche de la séduisante prisonnière.

Tout à coup, Louise aperçut le corps d’Yaour, toujours allongé dans sa robe de Gretchen à l’ombre du caoutchouc caduc. Une violente émotion se peignit sur ses traits, et, cachant ses yeux dans sa main, elle pleura nerveusement, la poitrine secouée par d’affreux sanglots qui accentuaient, en les précipitant, les accords de ses aiguillettes.

Talou, impatienté, prononça sévèrement quelques mots inintelligibles qui rappelèrent à l’ordre la malheureuse jeune femme.

Refrénant ses douloureuses angoisses, elle tendit sa main droite vers la pie, dont les deux pattes se posèrent avec empressement sur l’index brusquement offert.

D’un geste large, Louise allongea son bras comme pour lancer l’oiseau, qui, prenant son vol, vint s’abattre sur le sable, devant la statue de l’ilote.

Deux ouvertures à peine appréciables et distantes de plus d’un mètre étaient percées presque à ras de terre dans la face visible du socle noir.

La pie s’approcha de l’ouverture la plus lointaine, dans laquelle son bec pénétra subitement pour faire jouer quelque ressort intérieur.

Aussitôt, la plate-forme carrossable se mit à basculer lentement, s’enfonçant à gauche dans l’intérieur du socle pour s’élever à droite au-dessus de son niveau habituel.

L’équilibre étant rompu, le véhicule chargé de la statue tragique se déplaça doucement sur les rails gélatineux, qui présentaient maintenant une pente assez sensible. Les quatre roues en lamelles noires se trouvaient préservées de tout déraillement par une bordure intérieure qui dépassait un peu leur jante solidement maintenue sur la voie.

Parvenu au bas de la courte descente, le wagonnet fut arrêté soudain par le bord du socle.

Pendant les quelques secondes consacrées au trajet, la pie, en sautillant, s’était transportée devant l’autre ouverture, au sein de laquelle son bec disparut vivement.

À la suite d’un déclenchement nouveau, le mouvement de bascule s’effectua en sens inverse. Le véhicule, hissé progressivement, – puis entraîné vers la droite par son propre poids, – roula sans aucun moteur sur la voie silencieuse et vint buter contre le bord opposé du socle, dont la paroi se dressait maintenant comme un obstacle devant la plate-forme descendue.

Le va-et-vient se reproduisit plusieurs fois, grâce à la manœuvre de la pie qui oscillait sans cesse d’une ouverture à l’autre. La statue de l’ilote restait soudée au véhicule, dont elle suivait tous les voyages, et l’ensemble était d’une légèreté telle que les rails, malgré leur inconsistance, n’offraient aucune trace d’aplatissement ni de cassure.

Talou voyait avec émerveillement le succès de la périlleuse expérience qu’il avait imaginée lui-même sans la croire réalisable.

 

La pie cessa d’elle-même son manège et atteignit en quelques coups d’ailes le buste d’Emmanuel Kant ; au sommet du support, pointait, à gauche, un petit perchoir sur lequel l’oiseau vint se poser.

Aussitôt, un puissant éclairage illumina l’intérieur du crâne, dont les parois, excessivement minces à partir de la ligne des sourcils, étaient douées d’une parfaite transparence.

On devinait la présence d’une foule de réflecteurs orientés en tous sens, tant les rayons ardents, figurant les flammes du génie, s’échappaient avec violence du foyer incandescent.

Souvent, la pie s’envolait pour redescendre immédiatement sur son perchoir, éteignant et rallumant sans cesse la calotte crânienne, qui seule brillait de mille feux, pendant que la figure, les oreilles et la nuque demeuraient obscures.

À chaque pesée il semblait qu’une idée transcendante naissait dans le cerveau soudain éblouissant du penseur.

 

Abandonnant le buste, l’oiseau s’abattit sur le large socle consacré au groupe de sbires ; ici, ce fut de nouveau le bec fureteur qui, introduit cette fois dans un mince boyau vertical, actionna certain mécanisme invisible et délicat.

À cette question : « Est-ce ici que se cachent les fugitifs ? » la nonne postée devant son couvent répondait : « Non » avec persistance, balançant la tête de droite et de gauche après chaque profond coup de bec donné par le volatile qui semblait picorer.

 

La pie toucha enfin la plate-forme, unie comme un plancher, sur laquelle s’élevaient les deux dernières statues ; la place choisie par l’intelligente bête représentait une fine rosace, qui s’enfonça d’un demi-pouce sous sa légère surcharge.

À l’instant même, le régent se courba plus profondément encore devant Louis XV, que cette politesse laissait impassible.

L’oiseau, bondissant sur place, détermina plusieurs saluts cérémonieux, puis regagna, en voletant, l’épaule de sa maîtresse.

Après un long regard jeté vers Yaour, Louise redescendit dans l’intérieur de la logette et ferma vivement le judas, comme pressée de se remettre à quelque mystérieuse besogne.