BAUDELAIRE
Cualquier cosa que se parezca a una apreciación justa de
Baudelaire ha tardado en llegar a Inglaterra, y aún hoy es defectuosa o parcial,
incluso en Francia. Creo que hay razones especiales para la dificultad de
estimar su valor y determinar el lugar que le corresponde. Para empezar,
Baudelaire se adelantó mucho, en algunos aspectos, al punto de vista de su
propia época y, sin embargo, pertenecía en gran medida a ella, compartía en alto
grado sus méritos limitados, sus defectos y modas. Para empezar, contribuyó
ampliamente en la formación de una generación de poetas que vinieron después de
él; y en Inglaterra tuvo lo que fue, en cierto modo, la desdicha de ser promocionado,
en primer lugar y desmedidamente, por Swinburne, y luego adoptado por los discípulos
de Swinburne. Fue universal, y al mismo tiempo quedó limitado por una moda que
él mismo fue el que más se esforzó en crear. Disociar lo permanente de lo
temporal, distinguir al hombre de su influencia y, finalmente, dejar de asociarlo
con aquellos poetas ingleses que fueron los primeros en admirarlo no es tarea
fácil. Su amplitud misma plantea una dificultad, ya que tienta al crítico parcial,
incluso ahora, a adoptar a Baudelaire como patrocinador de sus propias
creencias.
El presente ensayo se propone afirmar la importancia de
las obras en prosa de Baudelaire, propósito justificado por la traducción de
una de esas obras que es indispensable para cualquier estudiante de su poesía [Intimes, escritos íntimos traducidos por
Christopher Sherwood, y publicado por Blackmore Press]. Esto significa ver a
Baudelaire como algo más que el autor de Les
Fleurs du Mal y, en consecuencia, revisar un poco nuestra valoración de ese
libro. Baudelaire se puso de moda en una época en la que el “Arte por el Arte”
era un dogma. El cuidado que ponía en sus poemas y el hecho de que,
contrariamente a la fluidez de su tiempo, tanto en Francia como en Inglaterra,
se limitara a ese único volumen, alentaron la opinión de que Baudelaire era un
artista exclusivamente por amor al arte. Por supuesto, la doctrina realmente no
se aplica a nadie; nadie la aplicó menos que Pater, que dedicó muchos años, no
tanto a ilustrarla como a exponerla como teoría de la vida, lo que no es en
absoluto lo mismo. Pero fue una doctrina que sí afectó a la crítica y a la
apreciación, y que sí obstaculizó un juicio adecuado sobre Baudelaire. De
hecho, es un hombre más grande de lo todos imaginaron, aunque quizá no fuera un
poeta tan perfecto.
Creo que a Baudelaire se lo ha llamado un Dante
fragmentario, valga lo que valga esta descripción. Es cierto que mucha gente
que disfruta de Dante disfruta de Baudelaire; pero las diferencias son tan
importantes como las semejanzas. El infierno de Baudelaire es muy diferente en
calidad y significado del de Dante. Creo que sería más acertada la descripción
de Baudelaire como un Goethe posterior y más limitado. Tal como empezamos a
verlo ahora, representa su propia época un poco de la misma manera en que
Goethe representa una época más temprana. Crítico de la generación actual,
Peter Quennell, ha dicho recientemente en su libro, Baudelaire y los Simbolistas:
“Gozó del don de percibir su propia época, reconoció su
perfil cuando su perfil aún estaba incompleto, y —porque es sólo nuestra mala
comprensión del presente lo que nos impide ver el futuro inmediato, nuestra
ignorancia del día de hoy y nuestra incapacidad de establecer cuáles de sus
tendencias y requerimientos son reales y cuáles espurios— previó muchos
problemas, tanto en el plano estético como en el moral, que siguen siendo relevantes
para el destino de la poesía moderna”.
Ahora bien, el hombre que tiene esta percepción de su
época es difícil de analizar. Está expuesto a sus locuras así como es sensible
a sus invenciones; y en Baudelaire, al igual que en Goethe, se encuentran
algunos de los anticuados disparates de su tiempo. El paralelismo entre el
poeta alemán, que siempre ha sido el símbolo de la perfecta “salud” en todo sentido,
así como de la curiosidad universal, y el poeta francés, que ha sido el símbolo
de la morbosidad de espíritu y de los intereses concentrados en el trabajo, puede
parecer paradójico. Pero después de este lapso, la diferencia entre “salud” y “morbosidad”
en los dos hombres se vuelve más insignificante; hay algo artificial e incluso
mojigato en la salubridad de Goethe, como lo hay en la insalubridad de
Baudelaire; ya han quedado atrás estas modas de la salud y de la enfermedad, y
ambos son simplemente hombres con mentes inquietas, críticas y curiosas y
dotados de la "percepción de la época"; ambos son hombres que
comprendieron y previeron mucho. Es cierto que Goethe se interesó por muchos
temas que Baudelaire dejó de lado; pero en la época de Baudelaire ya no era
necesario que un hombre abarcara intereses tan variados para tener la
percepción de su época; y, retrospectivamente, algunos de los estudios de
Goethe nos parecen (no con plena justicia) meros pasatiempos diletantes. La
mayor parte de los escritos en prosa de Baudelaire (a excepción de las
traducciones de Poe, que tienen menos interés para un lector inglés) son tan
importantes como la mayor parte de los de Goethe. Arrojan luz sobre Les Fleurs du Mal, sin duda, pero
también amplían enormemente nuestra valoración de su autor.
Alguna vez estuvo de moda tomar en serio el satanismo de
Baudelaire, tal como ahora lo está la tendencia a presentar a Baudelaire como
un cristiano serio y católico. Especialmente como preludio de los Journaux Intimes, esta diferencia de
opiniones necesita ser un poco discutida. Creo que la segunda opinión —que
Baudelaire es esencialmente cristiano— está más cerca de la verdad que la
primera, pero necesita considerables reservas. Cuando el satanismo de
Baudelaire se disocia de su parafernalia menos respetable, equivale a una tenue
intuición de una parte, pero una parte muy importante, del cristianismo. El
propio satanismo, en la medida en que no es una mera afectación, fue un intento
de entrar en el cristianismo por la puerta de atrás. La blasfemia genuina,
genuina en espíritu y no puramente verbal, es el producto de una fe parcial, y le
resulta tan imposible al ateo completo como al cristiano perfecto. Es una forma
de afirmar la fe. Este estado de fe parcial es evidente en cada página de los Journaux Intimes. Lo significativo de
Baudelaire es su inocencia teológica. Está descubriendo el cristianismo para sí
mismo; no lo está asumiendo como una moda o sopesando razones sociales o
políticas, o cualquier otra circunstancia. Está empezando, en cierto modo, por
el principio; y como es un explorador, no está del todo seguro de lo que está
explorando ni a dónde llegará; casi podría decirse que está haciendo de nuevo, él
solo, el esfuerzo de muchas generaciones. Su cristianismo es rudimentario o
embrionario; en el mejor de los casos, tiene los excesos de un Tertuliano (y el
mismo Tertuliano no es considerado totalmente ortodoxo y equilibrado). Su
actividad no era practicar el cristianismo, sino —lo que era mucho más
importante para su época— afirmar su necesidad.
La morbosidad del temperamento de Baudelaire no puede,
por supuesto, ser ignorada: y nadie que haya echado un vistazo a la obra de
Crépet o al reciente breve estudio biográfico de François Porché puede olvidarla.
Erraríamos el rumbo si la tratáramos como una desgraciada dolencia que se puede
omitir o si intentáramos separar lo sano de lo enfermo en su obra. Sin la
morbosidad, ninguna de sus obras sería posible o significativa; las debilidades
de su autor pueden reunirse en un conjunto más grande de fuerza, y esto está
implícito en mi afirmación de que ni la salud de Goethe ni la enfermedad de
Baudelaire importan por sí mismas: lo que importa es lo que ambos hombres
hicieron con su talento. A los ojos del mundo, y muy apropiadamente para todas
las cuestiones de la vida privada, Baudelaire era completamente perverso e
insufrible: un hombre con un talento para la ingratitud y la insociabilidad,
intolerablemente irritable, y con una determinación empecinada para hacer lo
peor posible con todo —si tenía dinero, para despilfarrarlo; si tenía amigos,
para enemistarse con ellos; si tenía alguna buena fortuna, para desdeñarla.
Tenía el orgullo del hombre que siente en sí mismo una gran debilidad y una
gran fuerza. Tenía un gran genio, pero carecía tanto de paciencia como de la
inclinación, si hubiera tenido el poder de hacerlo, para superar su debilidad;
por el contrario, la explotó con fines teóricos. La moralidad de tal proceder
puede ser objeto de interminables disputas; para Baudelaire, era la manera de
liberar su mente y darnos el legado y la lección que ha dejado.
Era uno de esos hombres que tienen una gran fuerza, pero fuerza meramente para sufrir. No podía escapar del sufrimiento y no podía trascenderlo, por lo que atraía el dolor hacia sí mismo. Pero lo que sí podía hacer, con esa inmensa fuerza pasiva y esa sensibilidad que ningún dolor podía alterar, era estudiar su sufrimiento. Y en esta limitación es totalmente distinto a Dante, ni siquiera se parece a ningún personaje del Infierno de Dante. Pero, por otra parte, un sufrimiento como el de Baudelaire implica la posibilidad de un estado positivo de beatitud. Por cierto, en su manera de sufrir hay ya una especie de presencia de lo sobrenatural y de lo sobrehumano. Rechaza siempre lo puramente natural y lo puramente humano; es decir, no es ni “naturalista” ni “humanista”. Ya sea porque no puede ajustarse al mundo actual tiene que rechazarlo en favor del Cielo y del Infierno, o porque tiene la percepción del Cielo y del Infierno rechaza el mundo actual: ambas formas de decirlo son defendibles. Hay en sus declaraciones una buena cantidad de detritus románticos; ses ailes de géant l'empêchent de marcher [sus alas de gigante le impiden caminar], dice del Poeta y del Albatros, pero no de forma convincente; pero hay también verdad acerca de sí mismo y del mundo. Su ennui puede explicarse, por supuesto, como todo puede ser explicado, en términos psicológicos o patológicos; pero es también, desde el punto de vista opuesto, una verdadera forma de acedia, que surge de la lucha infructuosa para alcanzar la vida espiritual.
1930
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
BAUDELAIRE
ANYTHING like a
just appreciation of Baudelaire has been slow to arrive in England, and still
is defective or partial even in France. There are, I think, special reasons for
the difficulty in estimating his worth and finding his place. For one thing,
Baudelaire was in some ways far in advance of the point of view of his own
time, and yet was very much of it, very largely partook of its limited merits,
faults, and fashions. For one thing, he had a great part in forming a
generation of poets after him; and in England he had what is in a way the
misfortune to be first and extravagantly advertised by Swinburne, and taken up
by the followers of Swinburne. He was universal, and at the same time confined
by a fashion which he himself did most to create. To dissociate the permanent
from the temporary, to distinguish the man from his influence, and finally to
detach him from the associations of those English poets who first admired him,
is no small task. His comprehensiveness itself makes difficulty, for it tempts
the partisan critic, even now, to adopt Baudelaire as the patron of his own
beliefs.
It is the
purpose of this essay to affirm the importance of Baudelaire’s prose works, a
purpose justified by the translation of one of those works which is
indispensable for any student of his poetry. This is to see Baudelaire as
something more than the author of the Fleurs
du Mal, and consequently to revise somewhat our estimate of that book.
Baudelaire came into vogue at a time when “Art for Art’s sake” was a dogma. The
care which he took over his poems, and the fact that contrary to the fluency of
his time, both in France and England he restricted himself to this one volume,
encouraged the opinion that Baudelaire was an artist exclusively for art’s
sake. The doctrine does not, of course, really apply to anybody; no one applied
it less than Pater, who spent many years, not so much in illustrating it, as in
expounding it as a theory of life, which is not the same thing at all. But it was
a doctrine which did affect criticism and appreciation, and which did obstruct
a proper judgment of Baudelaire. He is in fact a greater man than was imagined,
though perhaps not such a perfect poet.
Baudelaire has, I believe, been called a
fragmentary Dante, for what that description is worth. It is true that many
people who enjoy Dante enjoy Baudelaire; but the differences are as important
as the similarities. Baudelaire’s inferno is very different in quality and
significance from that of Dante. Truer, I think, would be the description of
Baudelaire as a later and more limited Goethe. As we begin to see him now, he
represents his own age in somewhat the same way as that in which Goethe
represents an earlier age. As a critic of the present generation, Mr. Peter
Quennell has recently said in his book, Baudelaire and the Symbolists:
“He had enjoyed
a sense of his own age, had recognized its pattern while the pattern was yet
incomplete, and—because it is only our misapprehension of the present which
prevents our looking into the immediate future, our ignorance of today and of
its real as apart from its spurious tendencies and requirements—had anticipated
many problems, both on the aesthetic and on the moral plane, in which the fate
of modern poetry is still concerned.”
Now the man who
has this sense of his age is hard to analyse. He is exposed to its follies as
well as sensitive to its inventions; and in Baudelaire, as well as in Goethe,
is some of the outmoded nonsense of his time. The parallel between the German
poet who has always been the symbol of perfect “health” in every sense, as well
as of universal curiosity, and the French poet who has been the symbol of
morbidity in mind and concentrated interests in work, may seem paradoxical. But
after this lapse of time the difference between “health” and “morbidity” in the
two men becomes more negligible; there is something artificial and even
priggish about Goethe’s healthiness, as there is about Baudelaire’s
unhealthiness; we have passed beyond both fashions, of health or malady, and
they are both merely men with restless, critical, curious minds and the “sense
of the age”; both men who understood and foresaw a great deal. Goethe, it is
true, was interested in many subjects which Baudelaire left alone; but by
Baudelaire’s time it was no longer necessary for a man to embrace such varied
interests in order to have the sense of the age; and in retrospect some of
Gothe’s studies seem to us (not altogether justly) to have been merely
dilettante hobbies. The most of Baudelaire’s prose writings (with the exception
of the translations from Poe, which are of less interest to an English reader)
are as important as the most of Goethe. They throw light on the Fleurs du Mal certainly, but they also
expand immensely our appreciation of their author.
It was once the mode to take Baudelaire’s
Satanism seriously, as it is now the tendency to present Baudelaire as a
serious and Catholic Christian. Especially as a prelude to the Journaux Intimes this diversity of
opinion needs some discussion. I think that the latter view—that Baudelaire is
essentially Christian—is nearer the truth than the former, but it needs
considerable reservation. When Baudelaire’s Satanism is dissociated from its
less creditable paraphernalia, it amounts to a dim intuition of a part, but a
very important part, of Christianity. Satanism itself, so far as not merely an
affectation, was an attempt to get into Christianity by the back door. Genuine
blasphemy, genuine in spirit and not purely verbal, is the product of partial
belief, and is as impossible to the complete atheist as to the perfect
Christian. It is a way of affirming belief. This state of partial belief is
manifest throughout the Journaux Intimes.
What is significant about Baudelaire is his theological innocence. He is
discovering Christianity for himself; he is not assuming it as a fashion or weighing
social or political reasons, or any other accidents. He is beginning, in a way,
at the beginning; and being a discoverer, is not altogether certain what he is
exploring and to what it leads; he might almost be said to be making again, as
one man, the effort of scores of generations. His Christianity is rudimentary
or embryonic; at best, he has the excesses of a Tertullian (and even Tertullian
is not considered wholly orthodox and well balanced). His business was not to
practise Christianity, but—what was much more important for his time—to assert
its necessity.
Baudelaire’s morbidity of temperament cannot, of course, be ignored: and no one who has looked at the work of Crépet or the recent small biographical study of François Porché can forget it. We should be misguided if we treated it as an unfortunate ailment which can be discounted or to attempt to detach the sound from the unsound in his work. Without the morbidity none of his work would be possible or significant; his weaknesses can be composed into a larger whole of strength, and this is implied in my assertion that neither the health of Goethe nor the malady of Baudelaire matter in itself: it is what both men made of their endowments that matters. To the eye of the world, and quite properly for all questions of private life, Baudelaire was thoroughly perverse and insufferable: a man with a talent for ingratitude and unsociability, intolerably irritable, and with a mulish determination to make the worst of everything; if he had money, to squander it; if he had friends, to alienate them; if he had any good fortune, to disdain it. He had the pride of the man who feels in himself great weakness and great strength. Having great genius, he had neither the patience nor the inclination, had he had the power, to overcome his weakness; on the contrary, he exploited it for theoretical purposes. The morality of such a course may be a matter for endless dispute; for Baudelaire, it was the way to liberate his mind and give us the legacy and lesson that he has left.
He was one of those who have great strength, but strength merely to suffer. He could not escape suffering and could not transcend it, so he attracted pain to himself. But what he could do, with that immense passive strength and sensibilities which no pain could impair, was to study his suffering. And in this limitation he is wholly unlike Dante, not even like any character in Dante’s Hell. But, on the other hand, such suffering as Baudelaire’s implies the possibility of a positive state of beatitude. Indeed, in his way of suffering is already a kind of presence of the supernatural and of the superhuman. He rejects always the purely natural and the purely human; in other words, he is neither “naturalist” nor “humanist.” Either because he cannot adjust himself to the actual world he has to reject it in favour of Heaven and Hell, or because he has the perception of Heaven and Hell he rejects the present world: both ways of putting it are tenable. There is in his statements a good deal of romantic detritus; ses ailes de géant l'empêchent de marcher, he says of the Poet and of the Albatross, but not convincingly; but there is also truth about himself and about the world. His ennui may of course be explained, as everything can be explained in psychological or pathological terms; but it is also, from the opposite point of view, a true form of acedia, arising from the unsuccessful struggle towards the spiritual life.