LA GLORIA
¡La Gloria! Sólo ayer la conocí, irrefragable, y nada me interesará de lo que alguien pueda llamar así.
Cien carteles que absorbían el oro incomprendido de los días, traición de la letra, huyeron, como a todos los confines de la ciudad, mis ojos arrastrados a ras del horizonte por una partida sobre el riel antes de recogerse en el abstruso orgullo que en su tiempo de apoteosis da un bosque que se acerca.
Un grito, en medio de la exaltación de la hora, falseó ese nombre, Fontainebleau, conocido por desplegar la continuidad de cimas tarde desvanecidas, tan discordante que tuve el impulso, violentado el cristal del compartimiento, de también con el puño estrangular el interruptor: ¡Cállate! No les reveles, por medio de un ladrido indiferente, la sombra que aquí se coló en mi espíritu a las portezuelas de vagón sacudidas por un viento inspirado e igualitario, ya vomitados los turistas omnipresentes. Una quietud mendaz de frondosos bosques suspende en derredor cierto extraordinario estado de ilusión, ¿qué me respondes?, que por tu estación han dejado hoy estos pasajeros la capital, buen empleado vociferador por deber y del que yo sólo espero, lejos de acaparar una embriaguez a todos otorgada por las liberalidades conjuntas de la naturaleza y del Estado, un silencio que dura lo que me lleva aislarme de la delegación urbana e ir hacia el extático letargo de aquellos follajes demasiado inmovilizados para que una crisis no los disperse pronto en el aire; aquí tienes, sin atentar a tu integridad, toma, una moneda.
Un uniforme inatento me invita hacia cierta barrera, y sin pronunciar palabra entrego, en lugar del sobornador metal, mi billete.
Obediente no obstante, sí, sin ver más que el asfalto que se extiende virgen de pasos, ya que no puedo aún imaginar que en este pomposo octubre excepcional del millón de existencias escalonando su vacuidad en tanto que monotonía enorme de capital cuya obsesión va a borrarse aquí al oírse el silbato bajo la bruma, ningún otro furtivamente evadido que no sea yo haya sentido que hay, este año, amargos y luminosos sollozos, mucha indecisa flotación de idea que deserta los azares como ramas, cierto estremecimiento y lo que hace pensar en un otoño bajo el cielo.
Nadie y, con los brazos de duda proyectados como quien lleva también una carga de un esplendor secreto, ¡demasiado inapreciable trofeo para mostrarse!, pero sin por eso precipitarme en esa diurna vigilia de inmortales troncos que vuelcan sobre uno orgullos sobrehumanos (ahora bien, ¿no tenemos que constatar su autenticidad?) ni trasponer el umbral en que hay antorchas que consumen, en alta guardia, sueños todos anteriores a su resplandor que repercute en púrpura en la nube la universal coronación del intruso real que no habrá tenido más que venir: esperé, para serlo, que, lento y nuevamente animado por su movimiento habitual, se redujese a sus proporciones de quimera pueril llevando gente a alguna parte el tren que me había dejado solo allí.
STÉPHANE MALLARMÉ
Poemas en prosa
Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
Ediciones De La Mirándola, Buenos Aires, marzo de 2016
LA GLOIRE
La Gloire ! je ne la sus qu’hier, irréfragable, et rien ne m’intéressera d’appelé par quelqu’un ainsi.
Cent affiches s’assimilant l’or incompris des jours, trahison de la lettre, ont fui, comme à tous confins de la ville, mes yeux au ras de l’horizon par un départ sur le rail traînés avant de se recueillir dans l’abstruse fierté que donne une approche de forêt en son temps d’apothéose.
Si discord parmi l’exaltation de l’heure, un cri faussa ce nom connu pour déployer la continuité de cimes tard évanouies, Fontainebleau, que je pensai, la glace du compartiment violentée, du poing aussi étreindre à la gorge l’interrupteur : Tais-toi ! Ne divulgue pas du fait d’un aboi indifférent l’ombre ici insinuée dans mon esprit, aux portières de wagons battant sous un vent inspiré et égalitaire, les touristes omniprésents vomis. Une quiétude menteuse de riches bois suspend alentour quelque extraordinaire état d’illusion, que me réponds-tu ? qu’ils ont, ces voyageurs, pour ta gare aujourd’hui quitté la capitale, bon employé vociférateur par devoir et dont je n’attends, loin d’accaparer une ivresse à tous départie par les libéralités conjointes de la nature et de l’État, rien qu’un silence prolongé le temps de m’isoler de la délégation urbaine vers l’extatique torpeur de ces feuillages là-bas trop immobilisés pour qu’une crise ne les éparpille bientôt dans l’air ; voici, sans attenter à ton intégrité, tiens, une monnaie.
Un uniforme inattentif m’invitant vers quelque barrière, je remets sans dire mot, au lieu du suborneur métal, mon billet.
Obéi pourtant, oui, à ne voir que l’asphalte s’étaler net de pas, car je ne peux encore imaginer qu’en ce pompeux octobre exceptionnel du million d’existences étageant leur vacuité en tant qu’une, monotonie énorme de capitale dont va s’effacer ici la hantise avec le coup de sifflet sous la brume, aucun furtivement évadé que moi n’ait senti qu’il est, cet an, d’amers et lumineux sanglots, mainte indécise flottaison d’idée désertant les hasards comme des branches, tel frisson et ce qui fait penser à un automne sous les cieux.
Personne et, les bras de doute envolés comme qui porte aussi un lot d’une splendeur secrète, trop inappréciable trophée pour paraître mais sans du coup m’élancer dans cette diurne veillée d’immortels troncs au déversement sur un d’orgueils surhumains (or ne faut-il pas qu’on en constate l’authenticité ?) ni passer le seuil où des torches consument, dans une haute garde, tous rêves antérieurs à leur éclat répercutant en pourpre dans la nue l’universel sacre de l’intrus royal qui n’aura eu qu’à venir : j’attendis, pour l’être, que lent et repris du mouvement ordinaire, se réduisît à ses proportions d’une chimère puérile emportant du monde quelque part, le train qui m’avait là déposé seul.