miércoles, 20 de septiembre de 2017

Edith Sitwell y Silvina Ocampo: El coronel Fantock

COLONEL FANTOCK
To Osbert and Sacheverell.
Thus spoke the lady underneath the trees:
I was a member of a family
Whose legend was of hunting — (all the rare
And unattainable brightness of the air) —
A race whose fabled skill in falconry
Was used on the small song-birds and a winged
And blinded Destiny... I think that only
Winged ones know the highest eyrie is so lonely.

There in a land austere and elegant
The castle seemed an arabesque in music;
We moved in an hallucination born
Of silence, which like music gave us lotus
To eat, perfuming lips and our long eyelids
As we trailed over the sad summer grass
Or sat beneath a smooth and mournful tree.

And Time passed, suavely, imperceptibly.
But Dagobert and Peregrine and I
Were children then; we walked like shy gazelles
Among the music of the thin flower-bells.
And life still held some promise — never ask
Of what —, but life seemed less a stranger then
Than ever after in this cold existence.
I always was a little outside life —
And so the things we touch could comfort me;
I loved the shy dreams we could hear and see —,
For I was like one dead, like a small ghost,
A little cold air wandering and lost.

All day within the straw-roofed arabesque
Of the towered castle and the sleepy gardens wandered
We; those delicate paladins the waves
Told us fantastic legends that we pondered.
And the soft leaves were breasted like a dove,
Crooning old mournful tales of untrue love.

When night came sounding like the growth of trees,
My great-grandmother bent to say good night,
And the enchanted moonlight seemed transformed
Into the silvery tinkling of an old
And gentle music-box that played a tune
Of Circean enchantments and far seas,
Her voice was lulling like the splash of these.
When she had given me her good-night kiss
There, in her lengthened shadow, I saw this
Old military ghost with mayfly whiskers —
Poor harmless creature, blown by the cold wind,
Boasting of unseen unreal victories
To a harsh unbelieving world unkind —,
For all the battles that this warrior fought
Were with cold poverty and helpless age —
His spoils were shelters from the winter’s rage.
And so for ever through his braggart voice,
Through all that martial trumpet’s sound, his soul
Wept with a little sound so pitiful,
Knowing that he is outside life for ever
With no one that will warm or comfort him...
He is not even dead, but Death’s buffoon
On a bare stage, a shrunken pantaloon.
His military banner never fell,
Nor his account of victories, the stories
Of old apocryphal misfortunes, glories
Which comforted his heart in later life
When he was the Napoleon of the schoolroom
And all the victories he gained were over
Little boys who would not learn to spell.

All day within the sweet and ancient gardens
He had my childish self for audience —
Whose body flat and strange, whose pale straight hair
Made me appear as though I had been drowned —
(We all have the remote air of a legend) —
And Dagobert my brother whose large strength,
Great body and grave beauty still reflect
The Angevin dead kings from whom we spring;
And sweet as the young tender winds that stir
In thickest when the earliest flower-bells sing
Upon the boughs, was his just character;
And Peregrine the youngest with a naïve
Shy grace like a faun’s, whose slant eyes seemed
The warm green light beneath eternal boughs.
His hair was like the fronds of feathers, life
In him was changing ever, springing fresh
As the dark songs of birds... the furry warmth
And purring sound of fires was in his voice
Which never failed to warm and comfort me.

And there were haunted summers in Troy Park
When all the stillness budded into leaves;
We listened, like Ophelia drowned in blond
And fluid hair, beneath stag-antlered trees;
Then in the ancient park the country-pleasant
Shadows fell as brown as any pheasant,
And Colonel Fantock seemed like one of these.
Sometimes for comfort in the castle kitchen
He drowsed, where with a sweet and velvet lip
The snapdragons within the fire
Of their red summer never tire.
And Colonel Fantock liked our company.
For us he wandered over each old lie,
Changing the flowering hawthorn full of bees
Into the silver helm of Hercules.
For us defended Troy from the top stair
Outside the nursery, when the calm full moon
Was like the sound within the growth of trees.

But then came one cruel day in deepest June
When pink flowers seemed a sweet Mozartian tune
And Colonel Fantock pondered o’er a book.
A gay voice like a honeysuckle nook —
So sweet — said, “It is Colonel Fantock’s age
Which makes him babble.” ... Blown by winter’s rage
The poor old man then knew his creeping fate,
The darkening shadow that would take his sight
And hearing; and he thought of his saved pence
Which scarce would rent a grave... that youthful voice
Was a dark bell which ever clanged “Too late” —
A creeping shadow that would steal from him
Even the little boys who would not spell —
His only prisoners... On that June day
Cold Death had taken his first citadel.



EL CORONEL FANTOCK


A Osbert y Sacheverell.

Debajo de los árboles así habló la señora:
Yo pertenecía a una familia
cuyas leyendas eran de cacerías (de todas las extrañas
inalcanzables luminosidades del aire),
a una raza cuya encomiada destreza en cetrería
se ejercitaba en los pájaros cantores y en un alado
y ciego destino... yo creo que sólo
los seres alados conocen la soledad de los más altos nidos.

Allí, en una tierra austera y elegante,
el castillo parecía un arabesco musical;
nos movíamos en alucinaciones nacidas
del silencio, que nos alimentaban como la música de loto
perfumando nuestros labios y nuestras largas pestañas
mientras vagábamos por los tristes pastos del verano
o nos sentábamos debajo de un árbol liso y quejumbroso.

Pasaba el tiempo, suavemente, imperceptiblemente.
Pero Dagoberto, Peregrino y yo
éramos entonces niños; nos perdíamos como tímidas gacelas
entre la música de las finas campánulas.
Y la vida aún conservaba alguna promesa —no me pregunten
qué promesa—, pues la vida parecía menos extraña entonces
que después, a lo largo de la fría existencia.
Yo siempre estaba un poco fuera de la vida,
las cosas que tocábamos me reconfortaban;
yo amaba los tímidos sueños que podíamos oír y ver,
estaba como alguien que está muerto, como un pequeño fantasma,
apenas como una ráfaga de aire frío, errante y perdida.

Todo el día dentro de las habitaciones techadas de arabescos
de las torres del castillo y en el jardín dormido vagábamos;
y esos delicados paladines, las olas,
nos contaban fantásticas leyendas que nos seducían.
Las suaves hojas con pechos de palomas
arrullaban antiguos y tristes cuentos de un falaz amor.

Cuando caía la noche, sonora como el crecimiento de los árboles,
mi bisabuela se inclinaba para darme las buenas noches,
y la mágica luz de la luna parecía transformarse
en el plateado tintineo de una antigua
y suave caja de música con melodías
de encantos circeanos y lejanos mares;
su voz era arrulladora como estos rumores.
Cuando me daba con un beso las buenas noches,
allí, en su alargada sombra, yo veía
un viejo fantasma militar con bigotes de insecto —
pobre e inofensiva criatura, llevada por el frío viento,
jactándose de invisibles, irreales victorias
en un áspero y descreído mundo despiadado —,
pues todas las batallas, este guerrero
las libraba contra la pobreza helada y la desvalida vejez,
los refugios contra las furias del invierno eran su único botín.
Y de ese modo para siempre a través de su voz jactanciosa,
a través de todo ese sonido de marciales clarines, su alma
lloraba con un sonido lastimero,
sabiendo que estaba fuera de la vida para siempre
y que nadie acudiría a consolarla...
No estaba ni siquiera muerto, era un bufón de la muerte
en un escenario desierto, un encogido arlequín.
Su estandarte militar jamás cayó,
ni los relatos de sus triunfos, ni las historias
de antiguas y apócrifas desventuras, ni las glorias
que reanimaron su corazón más tarde en la vida
cuando fue el Napoleón de las clases
y obtenía todas sus victorias sobre los niños que no sabían leer.

Todo el día en los dulces y antiguos jardines
su auditorio era mi infantil persona
cuyo extraño y liso cuerpo, cuyos lacios cabellos pálidos
me asemejaban a los ahogados —
(todos teníamos el aspecto remoto de una leyenda) —
y Dagoberto mi hermano cuya gran fuerza
y ancho cuerpo y belleza grave, que aún refleja
los Angevinos reyes muertos de quienes descendemos,
cuyo carácter justo era dulce como los jóvenes
tiernos vientos que estremecen la maleza
cuando las nacientes campánulas cantan en las ramas;
y Peregrino el más joven con su ingenua
tímida gracia de Fauno, cuyos oblicuos ojos parecían
la cálida luz verde debajo de eternos follajes.
Sus cabellos eran como frondas de plumas, la vida
en él era siempre cambiante, surgía fresca
como el canto de los pájaros... El calor de pieles
y el murmullo de llamas en su voz
jamás dejó de abrigarme y de alentarme.

Fantasmas frecuentaban los veranos del Parque Troya
cuando toda la quietud florecía en hojas;
escuchábamos como Ofelia anegados en blondas
y fluidas cabelleras, debajo de árboles con astas de ciervos;
y en el antiguo parque las amables campesinas
sombras pardas caían como los faisanes,
y el Coronel Fantock se asemejaba a ellos.
Algunas veces para su comodidad en la cocina del castillo
dormitaba, junto al fuego donde el antirrino
con un dulce y aterciopelado labio
nunca se cansa de su rojo verano.
El Coronel Fantock amaba nuestra compañía;
para nosotros se demoraba en cada antigua mentira,
transformando el florecido espino cubierto de abejas,
en el plateado yelmo de Hércules,
para nosotros defendía Troya subido en la escalera
lejos del cuarto de juguetes, cuando la luna en calma
era como el sonido del crecimiento de los árboles.

Mas sobrevino un día cruel en pleno junio,
cuando juntar flores rosadas parecía una armonía mozartiana,
y el Coronel Fantock meditaba sobre un libro.
Una voz alegre como una gruta de madreselvas —
muy dulce — dijo: “Es la vejez del Coronel Fantock,
que lo hace balbucear”. ... Llevado por las furias del invierno
el pobre anciano conoció entonces su furtivo destino,
la oscurecida sombra que le robaría la vista
y el oído; y pensó en las monedas ahorradas
que apenas le pagarían una tumba... Esa voz juvenil
era una oscura campana invariable “demasiado tarde” —
una sombra que arrastrándose le robaría
hasta los niños que no sabían escribir,
sus únicos prisioneros... En ese día de junio
la fría muerte tomó su primera ciudadela.


Traducción de SILVINA OCAMPO.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.