domingo, 17 de septiembre de 2017

Léon Bloy: Parc-la-Vallière y los Poulot


Con motivo de la publicación en papel de nuestra edición en papel de La mujer pobre de Léon Bloy, los invitamos a disfrutar de la lectura de este capítulo de esa obra mayor del Mendigo ingrato.

https://delamirandola.wordpress.com/2017/03/20/leon-bloy-la-mujer-pobre/

PARC-LA-VALLIÈRE Y LOS POULOT
LA MUJER POBRE. SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO XV

Parc-la-Vallière es uno de los suburbios más banales de París. Banal y triste más allá de cuanto puede expresarse. En ese lugar, según se cuenta, la famosa amante de Luis XIV real­mente tuvo un parque, el que aún existía hace treinta o cua­renta años, pero del que ya no subsiste el menor vestigio. La finca, parcelada en lotes innumerables, se le vendió a una elegible descendencia de la servidumbre de las putas del rey, estirpe palurda y avarienta a la que sería pueril interrogar acerca de las Tres Personas divinas.

El pueblo obeso que reemplazó al suntuoso oquedal de otros tiempos es un amontonamiento de pequeños propieta­rios apretados y aplastados unos sobre otros como sardinas en lata, hasta el punto, según parece, de no poder hacer uso alguno de sus huevas ni de su lechaza.

Antiguos criados convertidos en capitalistas a fuerza de rapiñarles a sus amos, o comerciantes de escaso calibre reti­rados de los negocios después de vender durante medio siglo, engañando en el peso, mercaderías en mal estado, brindan, en general, el ejemplo de los cabellos blancos y de algunas apáticas virtudes preconizadas por la experiencia.

El resto de los vecinos notables está formado por emplea­dos de diversas oficinas parisinas, idólatras de la naturaleza a quienes exalta el olor a estiércol y que combaten las hemo­rroides yendo a hacer compras.
Con excepción de las acacias y los plátanos achicharrados de la avenida principal, en vano se buscaría un árbol como la gente en esa región que fue un bosque. Uno de los rasgos más característicos del pequeño burgués es su odio a los árboles. Odio furioso y vigilante, al que sólo puede superar su aborre­cimiento por las estrellas o el imperfecto del subjuntivo[1].

Apenas si tolera, estremeciéndose de rabia, los árboles fru­tales, los que rinden, pero con la condición de que esos vege­tales desdichados crezcan reptando humildemente contra los muros y no priven de luz a la huerta, ya que al pequeño bur­gués le gusta el sol. Es el único astro al que protege.

Léopold y Clotilde estaban allí, muy cerca del cementerio de Bagneux, y tenían algunos metros cuadrados de tierra cultivable delante de la casa. Estas dos circunstancias habían determinado su elección. Aunque privados de sombra y asa­dos la mitad del día, gozaban de un poco de aire fluido y de una apariencia de tranquilidad.

Una apariencia, nada más, y que no debía durar, porque se encontraban lejos del fin de sus penas y seguían sintiendo sobre ellos la Mano que aplasta.

El vecindario, al principio, no les fue hostil. Sin duda los nuevos inquilinos parecían ser personas muy modestas, lo que ninguna asamblea de lacayos o de tenderos tolera, pero era posible, después de todo, que no fuese sino una artimaña, una astucia de pícaros, y que, en el fondo, los nuevos inquili­nos tuviesen más mosca de lo que dejaban ver. Además, el porte elevado de uno y otro, que, en comparación, rebajaba en el acto a todo ese bonito vecindario al nivel de la bosta, desconcertaba y desorientaba a los jueces. Primero tenían que calarlos bien, ¿verdad? No les faltaría tiempo para liquidar­los. Cautelosamente se organizó una vigilancia puntillosa.

Fue en tales circunstancias cuando conocieron a los Pou­lot [2]. Eran los vecinos de enfrente, que alquilaban, como ellos, una casa cuyas ventanas daban a su jardín y desde las que la mirada podía penetrar hasta sus cuartos. Mamíferos ordinarios, según pudieron suponer, pero que desde el primer día mostraron una especie de amabilidad, declarando que entre vecinos había que ayudarse, que la unión hace la fuerza, que a menudo necesitamos a quienes son más humil­des que nosotros, etc.; tales eran sus principios, y, efectiva­mente, les hicieron pequeños favores, que los trastornos de la mudanza obligaban a aceptar.

Poco capaces de observación atenta, los dos sufrientes no se alarmaron en absoluto ante estas atenciones, que les pare­cieron muy sencillas, y, al principio, les pasó desapercibida la vulgaridad innoble de sus obsequiosos vecinos, a los que benévolamente imaginaron dotados de alguna apreciable superioridad sobre los animales. Los Poulot maniobraron de tal forma que lograron colarse, hacerse admitir, en el instante mismo en que comenzaba a hacerse sentir imperiosamente la necesidad de no verlos más.

El señor Poulot tenía una “oficina de negocios” y confe­saba, no sin orgullo, haber sido antes funcionario de justicia, en una ciudad situada no muy lejos de Marsella, sin explicar, sin embargo, la abdicación prematura que lo había sacado de ese ministerio, ya que no había envejecido en su función y no tenía más de cincuenta años.

El digno caballero, flemático y tieso, tenía aproximada­mente la jovialidad de una lombriz solitaria en un tarro de farmacia. Sin embargo, cuando había bebido en compañía de su mujer algunos vasos de ajenjo, según pronto se supo, le flameaban los pómulos en lo alto del rostro, como dos acan­tilados en una noche de mar embravecido. Entonces, del cen­tro de la cara, cuyo color hacía pensar extrañamente en el cuero de un camello de Tartaria en la época de la muda, so­bresalía una trompa judaica cuya punta, por lo común cu­bierta de una filigrana de estrías violáceas, se ponía de pronto rubicunda y semejaba una lámpara de altar.

Debajo de ésta se escurría una boca necia e impracticable, encapuchada con uno esos enmarañados bigotes que lucen algunos alguaciles para dar una apariencia de ferocidad mili­tar a la cobardía profesional de su congregación.

Nada hay que decir de los ojos, que a lo sumo hubieran podido compararse, en lo tocante a la expresión, con los de una foca repleta, cuando acaba de hartarse y comienza el éxtasis de la digestión.

Su aspecto, en conjunto, era el de un modesto gallina acostumbrado a temblar frente a su mujer, y tan aclimatado al claroscuro que siempre parecía estar proyectando sobre sí mismo su propia sombra.

Su presencia hubiera pasado totalmente desapercibida de no haber sido por una voz en que se aunaban todas las bocas del Ródano, que sonaba como el olifante en las primeras síla­bas de cada palabra y se prolongaba en las últimas, a la ma­nera de un mugido nasal capaz de hacer chirriar las guitarras. Cuando el ex representante de la fuerza pública vociferaba en su casa tal o cual axioma indiscutible sobre los caprichos de la atmósfera, los transeúntes hubieran podido creer que al­guien estaba hablando en una habitación vacía... o en el fondo de un sótano, ¡de tan contagiosa que era la vacuidad del personaje!

Ahora bien, el señor Poulot no era nada, absolutamente nada, comparado con la señora de Poulot.

En ésta parecía renacer la masilla de los más estimables paneles murales del siglo pasado. No porque fuese encanta­dora o ingeniosa, ni porque guardara, con gracia traviesa, corderos floridos a orillas de un río. Era más bien parecida a un sapo y de una estupidez melindrosa que dejaba suponer un rebaño menos bucólico. Pero en su apariencia o en sus posturas había algo que encrespaba increíblemente la imagi­nación.

La fama le atribuía, como en la metempsicosis, una exis­tencia anterior muy baqueteada, una carrera muy movida, y se decía, en el lavadero comunal o en la vinería, que al fin y al cabo, para ser una mujer que había calavereado tanto, pese a sus cuarenta años no se conservaba tan mal.

Había hecho falta nada menos que su encuentro con el funcionario para fomentar la peripecia que afligió a tantos cuartos amueblados y que hizo derramar lágrimas tan amar­gas en las ensaladeras de la Rue Cambronne.

Después de pasar algunas semanas soterrados, ella y su conquistador, en un antro de la Rue des Canettes, no lejos del catre del ilustre Nicolardot [3], acabaron por casarse en la iglesia de Saint-Sulpice para poner fin a un amancebamiento adorable, pero prohibido, cuya embriaguez condenaban los principios religiosos de uno y otro.

Así purificados de sus escorias y con una hipotética bolsa de escudos a la rastra, gozaban de una provisoria e imperso­nal consideración en Parc-la-Vallière, a donde poco tiempo después habían ido a libar la miel de su luna.

Esta consideración, sin embargo, no bastaba para permi­tirles poner el pie en alguna casa de familia estimable. Aun­que la señora de Poulot, que no lograba reponerse del hecho de haberse casado con alguien, gritaba en todo momento y por cualquier razón: ¡Mi marido!, como si esas cuatro sílabas fuesen un ábrete sésamo, todo el mundo seguía viendo sus antiguos callejeos, y recordaban muy bien la sucia labor de su compañero, sobre todo porque éste andaba actualmente ma­quinando, por acá y por allá, oscuros chanchullos.

Poco dotada de vocación eremítica, fue, por ende, forzoso que la dolorida cónyuge del funcionario se conformase fre­cuentando a las más o menos porcachonas sirvientas, cocine­ras o concubinas de sepultureros de los alrededores, a quienes generosamente invitaba a beber en su casa para hacerles ad­mirar su “alianza” y deslumbrarlas con los veinticinco mil francos que su marido le había “reconocido”.

A menudo, la ex emperatriz del colchón condescendía, a la manera de una castellana propicia, a charlas de esquina con los pescaderos o los verduleros, cuyo mercantilismo se exaltaba hasta llevarlos a pasarle la mano por la grupa. Era su manera de notificarles a todos los soberbios su indepen­dencia y su grandeza de espíritu.

Con el pelo suelto y las medias amontonadas en espiral sobre unas pantuflas de tacos gastados, despechugada, empa­quetada en una falda roja cortada por detrás en abanico, indolentemente apoyada contra el carro, a veces hasta mon­tada a horcajadas en las varas, se brindaba entonces, mu­grienta y orgullosa, a las miradas exploradoras del populacho.

Su conversación, por lo demás, carecía de misterio, por­que gritaba, si es posible decirlo, tanto como una vaca olvi­dada en un tren de carga.

Mucho menos altivo, el marido lavaba los platos, coci­naba, hacía las camas, lustraba los zapatos, planchaba, hasta zurcía si hacía falta, sin perjuicio de sus asuntos contenciosos, que por suerte le dejaban bastante tiempo libre.

Los nuevos vecinos, que estaban sobre todo ocupados en curar las espantosas llagas de sus corazones, ignoraron este poema durante bastante tiempo. No se daban con nadie y por el momento sólo habían conocido a los Poulot, a los que hubiera sido necesario llevarse por delante para poder fingir no haberlos visto. Además, como todos los evadidos, creían haber dejado atrás al demonio de su infortunio y no se les ocurrió prever que éste galoparía delante de ellos como una avanzada.

Lo primero que uno notaba en la señora de Poulot eran los bigotes. No el cepillo viril, tupido y victorioso de su marido, sino un diminuto pincelito sobre la comisura, un asomo de pelusa de osezna que acaba de nacer. Parece que hubo quie­nes se pelearon por eso. ¡El enérgico pigmento de esos pelos armonizaba tan bien con la salsa de alcaparras de su cara, lavada tan sólo por la lluvia de los cielos y que coronaba, como un nido de chorlito, una oscura pelambre enemiga del peine!

Los ojos, de un matiz impreciso y una movilidad inconce­bible, y cuya mirada desafiaba el pudor de los hombres, siempre parecían estar vendiendo mejillones en un puesto del mercado de abastos.

También la forma exacta de la boca eludía la observación, de tanto que esa tronera del improperio y la obscenidad se esforzaba, se contorsionaba y se agitaba para conseguir esos mohínes preciosos que caracterizan a la más suculenta mitad de un funcionario ministerial.

Desproporcionada, por otra parte, cuadrada de espaldas, desprovista de cuello y de cintura, su busto, amasado en otros tiempos por manos inartísticas, debía de tener, debajo de una blusa muy pocas veces enjabonada, las cualidades plásticas de un cuarto de ternera que unos perros, después de arras­trarlo por el suelo y en su urgencia por huir, hubieran ori­nado antes de abandonarlo. Eso explicaba, sin duda, el uso frecuente de batones, reliquias de antiguos ajuares, cuya transparencia había sido mitigada por la austeridad conyugal. La misma causa, muy probablemente, justificaba la rapidez habitual con que se trasladaba de un lugar a otro cuando andaba por la calle, con la cara resueltamente alzada hacia los astros, como si esperara de esa postura una feliz modifica­ción de su columna vertebral, encorvada, acaso un poco más de lo necesario, por el pesado yugo de los nuevos deberes.

Salvo por todo esto, era, al menos en su propia opinión, la princesa más excitante del mundo, y había que renunciar de buen grado a encontrar una mujer que se considerase más exquisita. Cuando se acodaba a la ventana y dejaba vagar la mirada por el espacio, sobándose suavemente los gordos bra­zos, mientras el marido lavaba los platos, parecía decirle al mundo entero:

—Bueno, ¿qué les parece, eh? ¿Dónde está la florcita pre­ciosa, la manzanita de amor, la caquita de Venus? ¡Ja, ja! ¡Qué van a saber ustedes, pedazos de guarangos, manga de burros, alcornoques! ¡Mírenme a mí y van a ver! ¡Soy yo, yo misma, una servidora, la cachorrita de su cachorro, la pi­choncita de su pichón! Sí, ya los oigo, mis puerquitos. Lo bien que les vendría esta golosina, ¿eh? No se aburrirían, no. Pero nada que hacerle. ¡Una es una mujer decente, una santa vir­gencita del Señor! Eso los deja con la boca abierta, ¿no? Me importa tres cominos. Se mira y no se toca, así es la cosa.

El dichoso Poulot, ¿era o no era cornudo? Nunca se dilu­cidó esta cuestión. Por inverosímil que pueda parecer, la cre­encia general era que ella reservaba para él todos sus tesoros. Tal era, al menos, la opinión de la tripera y del pocero, com­petentes autoridades a las que hubiera sido bastante temera­rio desmentir.

Lo incuestionable era que las ausencias del funcionario, obligado algunas veces a poner en movimiento su don de gentes, sólo producían en su mujer una benigna y remediable desolación. Segura de sí misma, cantaba entonces una de esas sentimentales romanzas que, en las casas de lenocinio, les gustan con locura a los corazones deshojados, y que, en las horas pesadas y ociosas de la tarde, las Ariadnas de párpados maquillados canturrean para solaz del paseante valetudina­rio.

Virtuosa llena de bondad, abría de par en par la ventana para brindar a todo el vecindario la limosna de su nostálgico gorjeo. El amor no correspondido era sin duda un poco garga­jeante, y El pálido viajero olía vagamente a trapo de cocina. Por momentos, fuerza es confesarlo, algunos vecinos refracta­rios a la poesía se encerraban a cal y canto. Pero ¿era ésa una razón, acaso, para negársela a los demás? No se amordaza a los nobles corazones, el aguardiente sabe lo que vale y el pájaro azul no se deja cortar las alas.

Pero, se encontrase sola o no, uno siempre estaba seguro de oír su risa. Todos la habían oído, todos la conocían, y con razón se la consideraba una de las curiosidades del lugar.

Los accesos eran tan frecuentes, tan continuos, que no se necesitaba casi nada para provocarlos, y resultaba imposible concebir que semejante cascada sonora pudiese brotar de una garganta meramente humana.

Un día entre tantos, el veterinario comprobó, cronómetro en mano, que el girar de la polea duraba, en promedio, ciento treinta segundos, fenómeno que a un fisiólogo le costará creer.

En lo relativo al efecto sobre los tímpanos, ¿quién lo podría describir? Las imágenes resultan insuficientes. Con todo, ese ruido extraordinario se hubiese podido comparar a los saltos de un trompo alemán en un caldero, pero con una potencia de vibración infinitamente superior y que hubiera sido difícil evaluar. Se lo oía por encima de los techos, desde cientos de metros de distancia, y, para algunos pensadores suburbanos, era la ocasión incesantemente renovada de pre­guntarse si ese caso excepcional de histeria requería garrota­zos o exorcismo.
Ya lo hemos dicho: Léopold y Clotilde, que acababan de instalarse, ignoraban todas estas lindas cosas. Como por en­cantamiento, desde su llegada el grito de la marrana apenas si se había dejado oír. Los Poulot, sin embargo, a quienes más de una vez se habían tenido que tragar, les resultaban singu­larmente apestosos. Léopold, sobre todo, manifestaba una impaciencia bastante cercana a la indignación más excitada.

—¡Ya estoy más que harto de esa bendita pareja! —dijo una noche—. Es insoportable verse asediado de tal modo en la propia casa por gente a la que uno no le debe ni un cen­tavo. Realmente, me parece que nuestro último casero, con su abierta ruindad, era menos inmundo que estos vecinos de mal agüero con su grosería encubierta. ¿No te hablaba acaso ese adefesio, hace un rato, de su rosario, que se las da de recitar todo el tiempo, porque vio aquí dos o tres imágenes religio­sas? Bien que me gustaría verlo, ese objeto de su piedad. Confieso que me cuesta imaginarlo en ese pecho de mujer­zuela. ¿No será mejor que simplemente los eche a la calle cuando vuelvan? ¿Qué te parece, querida?

—Me parece que esa mujer tal vez no mintió y que tú no has dejado de ser un violento, Léopold. Esa gente, lo reco­nozco, me gusta muy poco. Pero ¿quién sabe? ¿Los conoce­mos, acaso?
Léopold no contestó, pero era por lo menos evidente que en él no hacía mella la duda caritativa insinuada por su mu­jer. Ésta no insistió más y se sumió también en un triste silen­cio, como si hubiera visto pasar sombrías imágenes.



Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
Léon Bloy - La mujer pobre.
EDLM, primera edición en epub, abril de 2014.


[1] La casi total desaparición del imperfecto del subjuntivo del francés ac­tual, aun en su forma escrita, sería un signo evidente, para Bloy, del triunfo supremo del “pequeño burgués”.
[2] Bloy juega en lo que sigue con las connotaciones de poulot, término afec­tuoso derivado de poule, ‘gallina’, poulet, ‘pollo’.
[3] Louis Nicolardot (1822-1888), periodista, ensayista y crítico francés, de puntos de vista radicalmente conservadores en literatura, política y religión, autor de violentos panfletos contra Voltaire, Sainte-Beuve y Théophile Gautier. Vivió y murió en la mayor de las miserias.