sábado, 22 de septiembre de 2012

Léon Bloy: Los cautivos de Longjumeau

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Cuando en 1988 la prestigiosa revista Les Cahiers de l'Herne preparaba un número especial dedicado a Léon Bloy, surgió una imprevista y, quizás, no tan impredecible dificultad: casi ninguno de los intelectuales franceses de aquel entonces quería ver asociado su nombre al de un escritor muerto en 1917, hasta el punto de que no fue sin dificultad que se logró la contribución de algún filósofo que gozaba del beneplácito oficial del agonizante catolicismo galo. Pierre Glaudes, el mayor especialista actual de la obra de Bloy, pudo preguntarse qué era lo que hacía de éste, setenta años después de su muerte, "l'irrécupérable par excellence": un infrecuentable, el último de los malditos. Veinte años más tarde, la situación no ha cambiado. Bloy fue en su época, y sigue siéndolo en la nuestra, el autor de una obra tan intemporal como incandescente, siempre capaz de despertar lo que Georges Bernanos llamó "el miedo inmenso de los bienpensantes".

En su patria, cuando ya no fue posible ignorarlo, se pretendió hacer de él casi todo y todo lo contrario: un reaccionario y un anarquista, un furibundo denostador del pueblo hebreo y un denunciador, no menos furibundo, del antisemitismo fin de siècle; un católico intransigente y un herético secretamente ocultista; un desesperado y un místico; prueba flagrante de la imposibilidad de clasificar (en un país que, como escribió Borges, se interesa quizá menos en la literatura que en la historia de la literatura) a un inclasificable por naturaleza, y no tanto del afán por ganarlo para la causa propia como de la incomodidad de sentir su presencia perturbadora en la orilla opuesta.

Curiosamente, la obra de Léon Bloy ha sido siempre más estimada fuera de su país. Josef Florian, traductor moldavo, se la hizo conocer a Kafka, quien vio en el escritor francés el igual de los Profetas del Antiguo Testamento; el joven Borges, estudiante en Ginebra, leyó sus libros con avidez, y se nutrió de algunos de los temas de quien, no obstante, tan poco se le parecía; el padre Leonardo Castellani lo consideró "un santo más impaciente que el Buen Ladrón"; un deslumbrado Ernst Jünger devoró, durante los años de la ocupación alemana de París, su monumental Journal.[...]


Del prólogo a La mujer pobre





LOS CAUTIVOS DE LONGJUMEAU


El "Correo de Longjumeau" anunciaba ayer el deplorable fin de los dos Fourmi. Esa publicación, recomendada, con justicia, por la abundancia y la calidad de sus informaciones, se perdía en conjeturas sobre las causas misteriosas de la desesperación que acaba de empujar al suicidio a esos cónyuges que todo el mundo suponía felices.

Habiéndose casado muy jóvenes y encontrándose siempre, después de veinte años, en el día siguiente de la boda, no habían dejado la ciudad ni siquiera por un día.

Aliviados, gracias a la previsión de sus progenitores, de todas las preocupaciones de dinero que pueden envenenar la vida conyugal; ampliamente provistos, por el contrario, de cuanto es necesario para volver agradable un tipo de unión, sin duda legítimo, pero muy poco acorde con esa necesidad de vicisitudes amorosas que corroe de ordinario a los inconstantes seres humanos; realizaban, ante los ojos del mundo, el milagro de la ternura perpetua.

Una hermosa tarde de mayo, al día siguiente de la caída del señor Thiers, el tren de cercanías los había traído junto con sus padres, quienes venían a instalarlos en la deliciosa propiedad que debía cobijar su dicha. Los habitantes de Longjumeau, de corazón puro, vieron pasar con enternecimiento a esa bonita pareja que el veterinario comparó, sin dudar, con Paul y Virginie. En efecto, ese día lucían realmente muy bien y parecían ser los hijos pálidos de algún gran señor.

El señor Piécu, el más importante notario del cantón, había comprado para ellos, en la entrada de la ciudad, un nido de verdura que les hubiesen envidiado los muertos. El jardín, hay que reconocerlo, hacía pensar en un cementerio abandonado. Ese aspecto, sin duda, no les desagradó, ya que nunca hicieron cambios, y dejaron que las plantas creciesen en libertad. Para usar una frase profundamente original del señor Piécu, diré que vivieron en las nubes, sin ver casi a nadie, no por mala voluntad o desdén, sino simplemente porque la idea de hacerlo no se les ocurrió jamás. Hubiese sido necesario, además, que se soltasen el uno al otro durante algunas horas o algunos minutos, que interrumpiesen los éxtasis y, ¡ay!, tomando en cuenta la brevedad de la vida, a esos esposos fuera de lo común les faltaba coraje para hacer algo así.

Uno de los mayores hombres de la Edad Media, el maestro Johannes Tauler, cuenta la historia de un ermita al que un visitante inoportuno vino a pedirle un objeto que se encontraba en su celda. El ermita se sintió en la obligación de ir a buscarlo. Pero al entrar, olvidó de qué se trataba, ya que la imagen de las cosas exteriores no podía permanecer en su mente. Salió, pues, y rogó al visitante le dijese lo que quería. Este le reiteró su pedido. El ermita volvió a entrar pero antes de tomar el objeto, el mismo ya se había borrado de su memoria. Luego de unas cuantas experiencias, se encontró en la obligación de decirle al visitante inoportuno: Entre y busque usted mismo lo que necesita, puesto que yo no puedo acordarme de usted el tiempo necesario para hacer lo que me pide.

El señor y la señora Fourmi me han hecho pensar a menudo en ese ermita. Habrían dado con gusto todo lo que se les hubiese pedido si hubieran podido recordarlo tan sólo un instante.

Sus distracciones eran célebres; se hablaba de ellas hasta en Corbeil. No parecían, sin embargo, hacerlos sufrir; y la "funesta" resolución que terminó con su existencia que todos envidiaban tiene que parecer inexplicable.

***

Una carta, ya vieja, de ese desdichado Fourmi que yo conocía desde antes de su casamiento, me ha permitido reconstruir, por vía de inducción, toda su lamentable historia.

He aquí, pues, la carta. Se verá, quizás, que mi amigo no era ni un loco ni un imbécil.

"...Por décima o vigésima vez, querido amigo, faltamos a nuestra palabra, de manera imperdonable. Por grande que sea tu paciencia, supongo que debes estar cansado de invitarnos. La verdad es que esta última vez, tanto como las precedentes, no tenemos excusas ni mi mujer ni yo. Te habíamos escrito que podías contar con nosotros, y no teníamos absolutamente nada que hacer. Sin embargo, como siempre, perdimos el tren. Ya hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los coches públicos, hagamos lo que hagamos. Es infinitamente estúpido, es atrozmente ridículo, pero comienzo a pensar que el mal no tiene remedio. Es una especie de cómica fatalidad de la cual somos víctimas. Contra ella nada es posible. Hemos llegado a levantarnos a las tres de la mañana o, incluso, a pasar la noche en vela para no perder el tren de las ocho, por ejemplo. Y bien, querido amigo, la chimenea se incendiaba a último momento, yo me torcía el tobillo en mitad del camino, el vestido de Juliette se enganchaba en algún arbusto, nos quedábamos dormidos en el sillón de la sala de espera, sin que la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertasen a tiempo, etc., etc. La última vez me olvidé el portamonedas.

"En fin, repito, esto dura desde hace ya quince años, y siento que es el comienzo de nuestra muerte. Por esta causa, no lo ignoras, lo he perdido todo, me he peleado con todo el mundo, paso por un monstruo de egoísmo, y mi pobre Juliette queda envuelta en la misma reprobación. Desde que llegamos a este lugar maldito, he faltado a setenta y cuatro entierros, a doce casamientos, a treinta bautismos, a unas mil visitas de cortesía o citas para gestiones indispensables. He dejado reventar a mi suegra sin volver a verla ni una sóla vez, a pesar de que estuvo enferma casi un año, lo que nos valió la pérdida de las tres cuartas partes de la sucesión que ella, rabiosamente, nos sustrajo, en un codicilo, la víspera de su muerte.

"No terminaría nunca si me pusiese a enumerar las metidas de pata y los malos tragos ocasionados por esta increíble circunstancia de no haber podido alejarnos nunca de Longjumeau. Para decirlo todo en pocas palabras, estamos cautivos, privados de toda esperanza, y vemos llegar el momento en el que esta condición de forzados terminará volviéndosenos insoportable..."

Suprimo el resto, en el que mi pobre amigo me confiaba cosas demasiado íntimas como para que pueda publicarlas; pero doy mi palabra de honor de que no era un hombre vulgar, que era digno de la adoración que su mujer profesaba por él, y que esos dos seres merecían mucho más que terminar tonta e indecentemente como terminaron.

Ciertas particularidades, para reservarme las cuales pido permiso, me hacen pensar que la infortunada pareja era realmente víctima de una maquinación tenebrosa del Enemigo de los hombres quien los condujo de la mano de un notario evidentemente infernal a ese rincón maléfico de Longjumeau de donde nada pudo arrancarlos.

Creo, realmente, que no podían huir, que había alrededor de su morada, un cordón de invisibles ejércitos seleccionados con cuidado para arremeter contra ellos, y contra los cuales ninguna energía hubiese capaz de prevalecer.

***

La señal para mí de una influencia diabólica es que a los Fourmi los devoraba la pasión de los viajes. Esos cautivos eran, por naturaleza, esencialmente migradores. Antes de unirse habían tenido sed de recorrer el mundo. Cuando todavían eran sólo novios, se los había visto en Enghien, en Choisy-le-Roi, en Meudon, en Clamart, en Montretout. Un día, incluso, llegaron hasta Saint-Germain.

En Longjumeau, que les parecía una isla de Oceanía, ese furor de exploraciones audaces, de aventuras por tierra y por mar, no había hecho sino exasperarse.

Su casa estaba abarrotada de globos terráqueos y de planisferios ; poseían atlas ingleses y atlas germánicos. Poseían, incluso, un mapa de la luna publicado en Gotha bajo la dirección de un ignorante pretencioso llamado Justus Perthes.

Cuando no hacían el amor, leían juntos las historias de navegantes famosos de las que su biblioteca estaba exclusivamente llena; y no existía un diario de viajes, un Tour du Monde o un Boletín de sociedad geográfica al que no estuviesen suscriptos. Guías de trenes y folletos de agencias marítimas les llegaban sin cesar.

Algo que costará creer: sus maletas estaban siempre listas. Siempre estuvieron a punto de partir, de emprender un interminable viaje a los países más lejanos, más peligrosos e inexplorados.

Recibí no menos de cuarenta telegramas anunciándome su inminente partida: hacia Borneo, Tierra del Fuego, Nueva Zelandia o Groenlandia.

Incluso, muchas veces, estuvieron a punto de hacerlo. Pero al fin no se marchaban; no se marcharon nunca, porque no podían y no debían marcharse. Los átomos y las moléculas se coaligaban para empujarlos hacia atrás.

Un día, sin embargo, hace unos diez años, creyeron realmente que se evadían. Contra toda esperanza, habían logrado subirse a un vagón de primera clase que debía llevarlos a Versalles. ¡Liberación! Allí, sin duda, se rompería, al fin, el círculo mágico.

El tren se puso en marcha, pero ellos no se movieron. Se habían metido, naturalmente, en un vagón destinado a permanecer en la estación. Había que recomenzarlo todo.

El único viaje que no debía fallarles era, evidentemente, el que acaban, desgraciadamente, de emprender; y su carácter bien conocido me induce a pensar que no se prepararon a llevarlo a cabo sino temblando.


Traducción de Miguel Ángel Frontán




LES CAPTIFS DE LONGJUMEAU


Le Postillon de Longjumeau annonçait hier la fin déplorable des deux Fourmi. Cette feuille, recommandée à juste titre pour l'abondance et la qualité de ses informations, se perdait en conjectures sur les causes mystérieuses du désespoir qui vient de précipiter au suicide ces époux qu'on croyait heureux.

Mariés très jeunes et toujours au lendemain de leurs noces depuis vingt ans, ils n'avaient pas quitté la ville un seul jour.

Allégés par la prévoyance de leurs auteurs de tous les soucis d'argent qui peuvent empoisonner la vie conjugale, amplement pourvus, au contraire, de ce qui est nécessaire pour agrémenter un genre d'union légitime sans doute, mais si peu conforme à ce besoin de vicissitudes amoureuses qui travaille ordinairement les versatiles humains, ils réalisaient, aux yeux du monde, le miracle de la tendresse à perpétuité.

Un beau soir de mai, le lendemain de la chute de M. Thiers, le train de grande ceinture les avait amenés avec leurs parents venus pour les installer dans la délicieuse propriété qui devait abriter leur joie.

Les Longjumelliens au coeur pur avaient vu passer avec attendrissement ce joli couple que le vétérinaire compara sans hésiter à Paul et à Virginie.

Ils étaient, en effet, ce jour-là, véritablement très bien et ressemblaient à des enfants pâles de grand seigneur.

Maître Piécu, le notaire le plus important du canton, leur avait acquis, à l'entrée de la ville, un nid de verdure que leur eussent envié les morts. Car il faut en convenir, le jardin faisait penser à un cimetière abandonné. Cet aspect ne leur déplut pas, sans doute, puisqu'ils ne firent, par la suite, aucun changement et laissèrent croître les végétaux en liberté.

Pour me servir d'une expression profondément originale de maître Piécu, ils vécurent dans les nuages, ne voyant à peu près personne, non par malice ou dédain, mais tout simplement parce qu'ils n'y pensèrent jamais.

Puis, il aurait fallu se désenlacer quelques heures ou quelques minutes, interrompre les extases, et, ma foi ! considérant la brièveté de la vie, ces époux extraordinaires n'en avaient pas le courage.

Un des plus grands hommes du Moyen Age, maître Jean Tauler, raconte l'histoire d'un solitaire à qui un visiteur importun vint demander un objet qui se trouvait dans sa cellule. Le solitaire se mit en devoir d'entrer chez lui pour y prendre l'objet. Mais, en entrant, il oublia de quoi il s'agissait, car l'image des choses extérieures ne pouvait demeurer dans son esprit. Il sortit donc et pria le visiteur de lui dire ce qu'il voulait. Celui-ci renouvela sa demande. Le solitaire rentra, mais avant de saisir ledit objet, il en avait perdu la mémoire. Après plusieurs expériences, il fut obligé de dire à l'importun : - Entrez et cherchez vous-même ce qu'il vous faut, car je ne puis garder votre image en moi assez longtemps pour faire ce que vous me demandez.

M. et Mme Fourmi m'ont souvent rappelé ce solitaire. Ils eussent donné volontiers tout ce qu'on leur aurait demandé, s'ils avaient pu s'en souvenir un seul instant.

Leurs distractions étaient fameuses, on en parlait jusqu'à Corbeil. Cependant, ils n'avaient pas l'air d'en souffrir et la "funeste" résolution qui a terminé leur existence généralement enviée doit paraître inexplicable.

***

Une lettre ancienne déjà de ce malheureux Fourmi, que je connus avant son mariage, m'a permis de reconstituer, par voie d'induction, toute sa lamentable histoire.

Voici donc cette lettre. On verra, peut-être, que mon ami n'était ni un fou, ni un imbécile.

"... Pour la dixième ou vingtième fois, cher ami, nous te manquons de parole, outrageusement. Quelle que soit ta patience, je suppose que tu dois être las de nous inviter. La vérité, c'est que cette dernière fois, aussi bien que les précédentes, nous avons été sans excuses, ma femme et moi. Nous t'avions écrit de compter sur nous et nous n'avions absolument rien à faire. Cependant nous avons manqué le train, comme toujours. "Voilà quinze ans que nous manquons tous les trains et toutes les voitures publiques, quoi que nous fassions. C'est infiniment idiot, c'est d'un ridicule atroce, mais je commence à croire que le mal est sans remède. C'est une espèce de fatalité cocasse dont nous sommes les victimes. Rien n'y fait. Il nous est arrivé de nous lever à trois heures du matin ou même de passer la nuit sans sommeil pour ne pas manquer le train de huit heures, par exemple. Eh ! bien, mon cher, le feu prenait dans la cheminée au dernier moment, j'attrapais une entorse à moitié chemin, la robe de Juliette était accrochée par quelque broussaille, nous nous endormions sur le canapé de la salle d'attente, sans que ni l'arrivée du train ni les clameurs de l'employé nous réveillassent à temps, etc., etc. La dernière fois, j'avais oublié mon porte-monnaie.

"Enfin, je le répète, voilà quinze années que cela dure et je sens que c'est là notre principe de mort. À cause de cela, tu ne l'ignores pas, j'ai tout raté, je me suis brouillé avec tout le monde, je passe pour un monstre d'égoïsme, et ma pauvre Juliette est naturellement enveloppée dans la même réprobation. Depuis notre arrivée dans ce lieu maudit, j'ai manqué soixante-quatorze enterrements, douze mariages, trente baptêmes, un millier de visites ou démarches indispensables. J'ai laissé crever ma belle-mère sans la revoir une seule fois, bien qu'elle ait été malade près d'un an, ce qui nous a valu d'être privés des trois quarts de sa succession qu'elle nous a rageusement dérobés la veille de sa mort, par un codicille. "Je ne finirais pas si j'entreprenais l'énumération des gaffes et mésaventures occasionnées par cette incroyable circonstance que nous n'avons jamais pu nous éloigner de Longjumeau. Pour tout dire en un mot, nous sommes des captifs, désormais privés d'espérance et nous voyons venir le moment où cette condition de galériens cessera pour nous d'être supportable..."

Je supprime le reste où mon triste ami me confiait des choses trop intimes pour je puisse les publier. Mais je donne ma parole d'honneur que ce n'était pas un homme vulgaire, qu'il fut digne de l'adoration de sa femme et que ces deux êtres méritaient mieux que de finir bêtement et malproprement comme ils ont fini.

Certaines particularités que je demande la permission de garder pour moi, me donnent à penser que l'infortuné couple était réellement victime d'une machination ténébreuse de l'Ennemi des hommes qui les conduisit, par la main d'un notaire évidemment infernal, dans ce coin maléfique de Longjumeau d'où rien n'eût la puissance de les arracher.

Je crois vraiment qu'ils ne pouvaient pas s'enfuir, qu'il y avait, autour de leur demeure, un cordon de troupes invisibles triées avec soin pour les investir et contre lesquelles aucune énergie n'eût été capable de prévaloir.

***

Le signe pour moi d'une influence diabolique, c'est que les Fourmi étaient dévorés de la passion des voyages. Ces captifs étaient, par nature, essentiellement migrateurs.

Avant de s'unir, ils avaient eu soif de courir le monde. Lorsqu'ils n'étaient encore que fiancés, on les avait vus à Enghien, à Choisy-le-Roi, à Meudon, à Clamart, à Montretout. Un jour même ils avaient poussé jusqu'à Saint-Germain.

À Longjumeau qui leur paraissait une île de l'Océanie, cette rage d'explorations audacieuses, d'aventures sur terre et sur mer n'avait fait que s'exaspérer.

Leur maison était encombrée de globes et de planisphères, ils avaient des atlas anglais et des atlas germaniques. Ils possédaient même une carte de la lune publiée à Gotha sous la direction d'un cuistre nommé Justus Perthes.

Quand ils ne faisaient pas l'amour, ils lisaient ensemble les histoires des navigateurs fameux dont leur bibliothèque était exclusivement remplie et il n'y avait pas un journal de voyages, un Tour du Monde ou un Bulletin de société géographique auquel ils ne fussent abonnés. Indicateurs de chemins de fer et prospectus d'agences maritimes pleuvaient chez eux sans intermittence.

Chose qu'on ne croira pas, leurs malles étaient toujours prêtes. Ils furent toujours sur le point de partir, d'entreprendre un interminable voyage au pays les plus lointains, les plus dangereux ou les plus inexplorés.

J'ai bien reçu quarante dépêches m'annonçant leur départ imminent pour Bornéo, la Terre de Feu, la Nouvelle-Zélande ou le Groënland.

Plusieurs fois même il s'en est à peine fallu d'un cheveu qu'ils ne partissent, en effet. Mais enfin ils ne partaient pas, ils ne partirent jamais, parce qu'ils ne pouvaient pas et ne devaient pas partir. Les atomes et les molécules se coalisaient pour les tirer en arrière.

Un jour, cependant, il y a une dizaine d'années, ils crurent décidément s'évader. Ils avaient réussi, contre toute espérance, à s'élancer dans un wagon de première classe qui devait les emporter à Versailles. Délivrance ! Là, sans doute, le cercle magique serait rompu.

Le train se mit en marche, mais ils ne bougèrent pas. Ils s'étaient fourrés naturellement dans une voiture désignée pour rester en gare. Tout était à recommencer.

L'unique voyage qu'ils ne dussent pas manquer était évidemment celui qu'ils viennent d'entreprendre, hélas ! et leur caractère bien connu me porte à croire qu'ils ne s'y préparèrent qu'en tremblant.




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