miércoles, 18 de mayo de 2022

Remy de Gourmont: La vida de Barbey d'Aurevilly

LA VIDA DE BARBEY D'AUREVILLY
II

A partir de entonces, su vida tiene dos caras: la del polemista y la del escritor. Se hará todavía más compleja, ya que la vieja enfermedad tradicional de la religión se volverá a injertar en sus ideas adquiridas de paganismo e inmoralismo. El primer Memorándum termina con estas palabras: “¡Muéranse aquí, locuras postreras de un corazón destrozado!” En Barbey d'Aurevilly, de 1838 a 1846, se llevó a cabo una obra interior de la que sólo tenemos vagas informaciones. Mientras se dedicaba febrilmente al periodismo, en el mismo momento de sus más violentas disputas con La Quotidienne, tuvo un encuentro que parece haber influido en sus ideas. Eugénie de Guérin fue a ver a su hermano; Barbey la miró y la escuchó con una curiosidad profunda y preocupada, cuyo rastro se encuentra en su segundo Memorándum; pero, dice M. Grelé, en realidad estaba más conmovido de lo que admite. “Nunca olvidó a la hermana de su querido Guérin. Sentía por ella una especie de admiración silenciosa, intelectual al principio, luego muy probablemente sentimental y apasionada. Por su parte, Eugénie —la adorablemente fea Eugénie, cuya fealdad lo fascinaba— no permaneció indiferente...” Tal fue el comienzo de la crisis; se acentuó con la muerte de Maurice, que fue un golpe muy doloroso para él. Pero no estalló todavía. Barbey d'Aurevilly tuvo fuerzas para buscar una diversión y la encontró en su trabajo: terminó El Amor imposible y comenzó Una vieja amante. Su Brummell también lo mantiene ocupado; intenta colocarlo en la Revue des Deux Mondes. Buloz “lo rechaza prosternándose”, pero se niega; fue Trébutien quien lo publicó en Caen, en un pequeño y precioso volumen. El Amor imposible sólo había tenido un éxito bastante vago; el autor se consuela viendo abrirse ante él la pesada puerta del Journal des débats. Entre dos libros, fue a Dieppe, para hacer elegir al candidato de la oposición; se enorgullece de su victoria, proclamándose pomposamente “un Warwick electoral”.

La posición de Barbey d'Aurevilly en las letras en ese momento era bastante equívoca. Esa mezcla de literatura y política mediocre es confusa. Si insistiéramos, encontraríamos otros motivos de sorpresa: una colaboración demasiado acentuada, tomada demasiado en serio, con las revistas de moda. Hay en eso mucha flexibilidad, demasiada. Interesarse al mismo tiempo por Brummell e Inocencio III, no de pasada, como en una charla, sino largamente, profundamente, es singular. Barbey estaba más cerca de Brummell; pero creía estar más cerca de Inocencio III. Ese malentendido le hizo escribir muchas cosas inútiles, cuando no peligrosas para su reputación.

Pero si su talento era, en ese momento, demasiado felxible, su carácter no lo era. Si se deshonra lo hace con insolencia; maltrata al público, que se enfada, el periódico cierra y la mediocridad de su fortuna lo obliga a buscarse una nueva tarea. Un escritor no es una abstracción; debe tener en cuenta los obstáculos externos que la vida le depara y también los obstáculos internos, los nudos, las asperezas y las espinas que conforman la corteza de ciertos talentos. El tema del dandismo de Barbey d'Aurevilly se ha tratado como una forma de presentarlo como un hombre que se preocupaba principalmente por asombrar a sus contemporáneos. Creo que, como personaje muy complejo, muy sensible a la vez que muy orgulloso, quería agradar y desagradar al mismo tiempo. Hay una extraordinaria torpeza en su comportamiento. Ya sea escritor o dandi, muy a menudo yerra el efecto buscado, por demasiada fiebre, por demasiada sinceridad. Porque este individualista es sincero hasta la locura. Sus excentricidades son invencibles. Nunca se plegará a la moda, ya sea de ropa, de ideas o de estilo. Acaba de ser llamado, con un desprecio que no es más que torpeza, “un romántico rezagado”. Cuando uno muere a los ochenta años con un bolígrafo en la mano es, necesariamente, “un romántico rezagado”. Habría que preguntarse qué tipo de figura habría hecho Théophile Gautier en las letras, si hubiera vivido y escrito hasta 1892. Barbey había nacido seis años después de Victor Hugo, tres años antes que Gautier: tenía veintidós años en 1830 cuando Musset tenía veinte. Ese romántico rezagado es el contemporáneo exacto de los grandes románticos. La crítica literaria es muy inútil, y por tanto muy despreciable, si descuida los datos científicos elementales, que son los hechos y las fechas. ¿No es despreciable la diatriba contra Barbey en la que los sucesivos elementos de su vida se agrupan en un círculo alrededor de este punto central: “romántico rezagado”? En ese sistema, un poema publicado en 1830 es tan buen argumento como la novela escrita en 1880; así, si se prescinde del momento y del medio, los hechos dicen lo que uno quiere; su significado es real sólo si se los considera en su orden de causalidad. Pero el método “redondo” es más expeditivo y más favorable al desarrollo de la tontería y la parcialidad. El libro de M. Grelé es, sin embargo, una buena guía para no caer en ello; está científicamente construido, es sucesivo: cada acto se sitúa en su verdadero lugar en la serie. No se trata de una disertación crítica fácil, sino de una recopilación lógica y prudente de los hechos que conforman una vida.

El Barbey d'Aurevilly de después de 1846 es muy diferente al de los primeros años. Es en ese momento cuando se añade una nueva contradicción a todas las que están luchando en ese organismo violento. Se hace católico. A la oscura influencia de Eugénie de Guérin se sumó la más segura de Raymond Brucker, ese prototipo, sin genio, de Louis Veuillot. La fe había sido redescubierta (Brucker también era un converso), y la gente quería demostrarlo, fundando una Sociedad Católica para la regeneración del arte religioso y una Revista del mundo católico para la regeneración del pensamiento religioso. La revolución de 1848, que sin embargo se desarrolló bajo los auspicios del clero, hizo zozobrar esas dos naves. Barbey siguió el movimiento. Los veinte mil miembros del Club de Obreros de la Fraternidad lo eligieron como presidente; pronunció discursos, vituperó al pueblo, huyó de esa mascarada y se fue a buscar a su “vieja amante”. Porque, como señala acertadamente M. Grelé, “si piensa como un católico, sigue teniendo una imaginación pagana”. Ese libro, iniciado tres o cuatro años antes, se completará en el mismo tono, pero con un escenario diferente: es en Normandía donde se desarrollará esa historia romántica. En esa época, su correspondencia con Trébutien contiene el programa, tal y como lo cumpliría, de sus cuentos y novelas sobre la Baja Normandía. Fue d'Aurevilly quien creó la “novela del terruño” en Francia; no existía nada de ese tipo con valor literario antes de El caballero Des Touches, La hechizada y El cura casado. La provincia que pinta Balzac no es una provincia concreta, sino un rincón limitado de un país conocido, sentido, amado desde la infancia; Balzac quiere contar la historia de la provincia como cuenta la historia de París, y coloca estos dos términos en un estado de oposición que se ha convertido en tradicional y habitual. Barbey d'Aurevilly sólo se fija en un cantón, pero lo abarca todo en él, tierra, mar y cielo, pueblos y ciudades, nobleza, burguesía, campesinos, pescadores. Sin duda, no se contenta con sus recuerdos, se documenta —una carta a Trébutien lo atestigua—, pero lo nuevo que encuentra es algo que es capaz de juzgar y controlar. Dice las palabras con claridad allí donde Balzac se confunde en una perífrasis; es un nativo; no aprendió la lengua de sus “pescaderos” a los cuarenta años, la conoce desde la infancia.

Esas novelas, inicialmente esbozadas, sólo adquieren lentamente su forma definitiva. Barbey, que trabajó mucho, siguió dos series divergentes, sus novelas normandas, a las que les dio el título general de El oeste, y Las obras y los hombres, donde pretendía juzgar el pensamiento, las acciones y la literatura de su tiempo. Sólo mucho más tarde leeremos en volúmenes estas palabras demasiado orgullosas, pero la primera piedra de ese frágil monumento se colocó en mayo de 1851; se llama Los profetas del pasado. Una vieja amante había aparecido el mes anterior. Trébutien, un hombre sencillo, imagen del público cándido, queda sorprendido. D'Aurevilly responde: “El catolicismo es la ciencia del bien y del mal... Seamos masculinos, amplios, opulentos como la verdad eterna”. Se jacta de que la novela no sea una obra menos católica que el libro de los Profetas; quiere dejar claro que la pintura de la pasión no es la apología de la pasión. Esta será la teoría de Baudelaire y su inútil defensa ante una magistratura estúpida. Hipócrita en Baudelaire, esta opinión tenía cierta sinceridad en Barbey, que mantenía intacto su individualismo incluso en el misticismo religioso. Definitivamente hay una diferencia entre su religión y la de Chateaubriand: Barbey d'Aurevilly sólo cree lo que quiere creer.

El período del Segundo Imperio fue bastante favorable para el autor de Los profetas del pasado, que, aunque seguía siendo legitimista, apoyaba al régimen. Colaboró en Le Pays, publicó el Diario de Eugénie de Guérin y defendió noblemente Las Flores del Mal, que Sainte-Beuve abandonó a su suerte.

Muy inferior a Sainte-Beuve en la crítica, es algo que resulta evidente, Barbey no carece de lucidez. El hombre que, en 1856, puso a Baudelaire y a Augier en su verdadero lugar, hizo un gran servicio al pensamiento francés aquel año. Al mismo tiempo, vengó a Balzac, a quien la Revue des Deux Mondes había tratado más o menos con la misma equidad con la que trataría al propio Barbey d'Aurevilly cuarenta y cinco años después. El rencor es tenaz en las viejas ciudades muertas. Uno de esos tímidos bravucones se llamaba Poitou; el del día anterior se llamaba Doumic. Por desgracia, nada cambia: un tonto siempre encuentra un tonto que lo sustituya. La historia literaria, al igual que la otra, podría quizás escribirse de una vez por todas. Sólo habría que cambiar los nombres propios: “He recibido esta semana”, escribió d'Aurevilly, el 1 de febrero de 1857, “como regalo y homenaje, un hermoso medallón de bronce de Balzac, enmarcado en roble, de gran estilo. Es el medallón de David d'Angers; Madame de Balzac me lo envió con una carta muy hermosa, agradeciéndome mi defensa de su marido contra las patadas sin herradura del tal Poitou”.

(continuará)

REMY DE GOURMONT

Promenades littéraires, vol. 1

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 


LA VIDA DE BARBEY D'AREVILLY
II

 

Dès lors sa vie a deux faces ; celle du polémiste, celle de l’écrivain. Elle va même se compliquer davantage, puisque sur ses idées acquises de paganisme et d’immoralisme va se regreffer la vieille maladie traditionnelle, la religion. Le premier Mémorandum s’achève sur ces mots : « Mourez ici, dernières folies d’un cœur brisé ! » Un travail intérieur et sur lequel on n’a que des renseignements assez vagues se fit en Barbey d’Aurevilly de 1838 à 1846. Pendant qu’il se donne avec fièvre au journalisme, au moment même de ses plus violentes querelles avec La Quotidienne, il fait une rencontre qui semble avoir influé sur ses idées. Eugénie de Guérin est venue voir son frère ; Barbey la regarde et l’écoute avec une curiosité profonde et troublée dont on trouve la trace dans son second Mémorandum ; mais, dit M. Grelé, il fut en réalité plus ému qu’il ne l’avoue. « Il n’oublia jamais la sœur de son cher Guérin. Il eût pour elle une sorte d’admiration muette, toute intellectuelle d’abord, puis très probablement sentimentale et passionnée. De son côté Eugénie — l’adorablement laide Eugénie, dont la laideur fascinait — ne resta point indifférente…» C’est là le commencement de la crise ; elle s’accentua à la mort de Maurice, qui fut pour lui un coup très douloureux. Mais elle n’éclata pas encore. Barbey d’Aurevilly a la force de chercher une diversion et il la trouve dans le travail : il achève L’Amour impossible et commence Une vieille maîtresse. Son Brummell l’occupe aussi ; il essaie de le placer à la Revue des Deux Mondes. Buloz « se prosterne pour refuser », mais il refuse ; c’est Trébutien qui l’éditera à Caen, en un précieux petit volume. L’Amour impossible n’avait eu qu’un succès assez vague ; l’auteur s’en console en voyant s’entrouvrir devant lui la lourde porte du Journal des débats. Entre deux livres, il est allé à Dieppe, faire élire le candidat de l’opposition ; il est fier de sa victoire, se proclame pompeusement « un Warwick électoral ».

La position de Barbey d’Aurevilly dans les lettres est à ce moment assez équivoque. Ce mélange de littérature et de médiocre politique déroute. Si on insistait on trouverait d’autres motifs de surprise : une collaboration trop accentuée, trop prise au sérieux à des journaux de mode. Il y a là beaucoup de souplesse, il y en a trop. S’intéresser au même moment à Brummell et à Innocent III, non pas en passant, comme dans une causerie, mais longuement, profondément, c’est singulier. Barbey était plus près de Brummell ; mais il se croyait plus près d’Innocent III. Cette méprise lui fera écrire bien des choses inutiles, sinon dangereuses pour sa réputation.

Mais si son talent était, à cette époque, trop maniable, son caractère l’était fort peu. S’il se galvaude, c’est avec insolence ; il malmène le public, qui se fâche, le journal se ferme et la médiocrité de sa fortune l’oblige à s’enquérir d’une nouvelle tâche. Un écrivain n’est pas une abstraction ; il faut lui tenir compte des obstacles extérieurs que la vie lui suscite et aussi des obstacles intérieurs, des nœuds, des rugosités et des épines qui font l’écorce de certains talents. On a pris thème du dandysme qu’affectait Barbey d’Aurevilly pour le présenter tel qu’un homme surtout occupé à étonner ses contemporains. Je crois que, caractère très complexe, très sensible en même temps que très orgueilleux, il voulut à la fois plaire et déplaire. Il y a dans sa tenue une extraordinaire maladresse. Écrivain ou dandy, il manque très souvent ses effets, par trop de fièvre, trop de sincérité. Car cet individualiste est sincère jusqu’à la folie. Ses excentricités sont invincibles. Se plier à la mode, qu’il s’agisse du vêtement, des idées ou du style, il ne le fera jamais. On vient de l’appeler, avec un dédain qui n’est que de l’étourderie, « un romantique attardé ». Quand on meurt à quatre-vingts ans la plume à la main, on est nécessairement « un attardé ». Il faudrait se demander la figure qu’aurait faite dans les lettres Théophile Gautier, s’il eût vécu et écrit jusqu’en 1892. Barbey est né six ans après Victor Hugo, trois ans avant Gautier : il a vingt-deux ans en 1830 quand Musset en a vingt. Cet attardé du romantisme est le contemporain exact des grands romantiques. La critique littéraire est fort inutile, donc fort méprisable, si elle néglige les données scientifiques élémentaires, qui sont les faits et les dates. N’est-elle pas méprisable, la diatribe contre Barbey où ce qu’il y a de successif dans sa vie est groupé en rond autour de ce point central, « romantique attardé » ? Dans ce système, un poème publié en 1830 est un argument aussi bon que le roman écrit en 1880 ; ainsi abstraits du moment et du milieu les faits disent ce que l’on veut ; leur signification n’est réelle que si on les considère dans leur ordre de causalité. Mais la méthode du « rond » est plus expéditive et plus favorable au développement de la sottise et du parti pris. Le livre de M. Grelé est cependant un bon guide pour n’y pas tomber ; il est scientifiquement construit, il est successif : chaque acte y est mis à sa place vraie dans la série. Ce n’est pas la facile dissertation critique, c’est le recueil logique et prudent des faits dont la suite compose une vie.

Le Barbey d’Aurevilly d’après 1846 est très différent de celui des premières années. C’est à ce moment qu’une nouvelle contradiction s’ajoute à toutes celles qui se battent dans cet organisme violent. Il devient catholique. À l’influence obscure d’Eugénie de Guérin est venue se surajouter celle, plus certaine, de Raymond Brucker, ce prototype, sans génie, de Louis Veuillot. On a retrouvé la foi (Brucker aussi était un converti), on veut le prouver, on fonde une Société catholique pour la régénération de l’art religieux et une Revue du monde catholique pour la régénération de la pensée religieuse. La révolution de 1848, qui évoluait cependant sous les auspices du clergé, fit chavirer ces deux barques. Barbey suit le mouvement. Les vingt milles affiliés au Club des ouvriers de la Fraternité le choisissent pour président ; il prononce des discours, invective le peuple, se sauve loin de cette mascarade, va retrouver sa « vieille maîtresse». Car, comme le note justement M. Grelé, « s’il pense en catholique, il a toujours l’imagination païenne. » Ce livre, commencé il y a trois ou quatre ans, il va l’achever selon le ton initial, mais en lui ajustant un autre cadre : c’est en Normandie que cette histoire romantique va s’enraciner. À cette époque, on trouve dans sa correspondance avec Trébutien le programme, tel qu’il le remplira, de ses contes et de ses romans sur la Basse-Normandie. C’est d’Aurevilly qui a créé en France le « roman de terroir » ; rien de pareil, ayant une valeur littéraire, n’existe avant Le Chevalier des Touches, L’Ensorcelée, Le Prêtre marié. La province que peint Balzac n’est pas une province particulière, et plus, un coin limité de pays connu, senti, aimé depuis l’enfance ; Balzac veut conter la Province comme il conte Paris et il place ces deux termes en un état d’opposition qui est devenu traditionnel et banal. Barbey d’Aurevilly ne regarde qu’un canton, mais il y embrasse tout, terre, mer et ciel, villages et cités, noblesse, bourgeoisie, paysans, pêcheurs. Sans doute, il ne se contente pas de ses souvenirs, il se documente, une lettre à Trébutien en fait foi, mais ce qu’on lui apportera de nouveau, il est en mesure de le juger, de le contrôler. Il dit les mots nets là ou Balzac s’embrouille dans une périphrase ; il est du cru ; il n’a pas appris à quarante ans le langage de ses « poissonniers », il le sait d’enfance.

Ces romans, d’abord ébauchés, n’acquièrent que lentement leur forme définitive. Barbey, qui travaille beaucoup, poursuit deux séries divergentes, ses romans normands auxquels il destine ce titre général, L’Ouest, et Les Œuvres et les hommes, où il entend juger la pensée, les actes et la littérature de son temps. Ce n’est que bien plus tard qu’on lira sur des volumes ces mots trop orgueilleux, mais la première pierre de ce monument fragile est posée dès le mois de mai 1851 ; cela s’appelle Les Prophètes du passé. La Vieille Maîtresse avait paru le mois précédent. Trébutien, homme simple, image du public candide, est surpris. D’Aurevilly réplique: « Le catholicisme est la science du bien et du mal… Soyons mâles, larges, opulents comme la vérité éternelle. » Il se flatte que le roman n’est pas une œuvre moins catholique que le livre des Prophètes ; il voudrait faire comprendre que la peinture de la passion n’est pas l’apologie de la passion. Ce sera la théorie de Baudelaire et sa défense inutile devant une magistrature stupide. Hypocrite chez Baudelaire, cette opinion avait chez Barbey une certaine sincérité, qui garda intact son individualisme jusque dans le mysticisme religieux. Il y a décidément une différence entre sa religion et celle de Chateaubriand : Barbey d’Aurevilly ne croit que ce qu’il veut croire.

La période du Second Empire est assez favorable à l’auteur, toujours légitimiste, mais rallié, des Prophètes du passé. Il collabore au Pays, publie le Journal d’Eugénie de Guérin, défend noblement Les Fleurs du Mal, que Sainte-Beuve abandonna à leur sort.

Très inférieur à Sainte-Beuve dans la critique, cela est l’évidence même, Barbey n’est pas sans clairvoyance. L’homme qui, en 1856, met à leur vraie place et Baudelaire et Augier, rend cette année-là un grand service à la pensée française. Dans le même temps, il venge Balzac que la Revue des Deux Mondes a traité à peu près avec la même équité qu’elle traitera quarante-cinq ans plus tard Barbey d’Aurevilly lui-même. On a la rancune longue dans les vieilles villes mortes. L’un de ces timides bravaches s’appelait Poitou ; celui d’hier a nom Doumic. Hélas! rien ne change : un sot trouve toujours un sot qui le remplace. L’histoire littéraire, comme l’autre, pourrait peut-être s’écrire une fois pour toutes. Il n’y aurait que les noms propres à changer : « J’ai reçu cette semaine, écrit d’Aurevilly, le 1er février 1857, en cadeau et hommage, un beau médaillon, en bronze, de Balzac, encadré en chêne, d’un grand style. C’est le médaillon de David d’Angers ; Mme de Balzac me l’a envoyé avec une fort belle lettre, en me remerciant de ma défense de son mari contre les ruades sans fers du Poitou. »