VIDA DEL BIENAVENTURADO PADRE IGNACIO DE LOYOLA, FUNDADOR
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
A LOS HERMANOS EN CRISTO CARÍSIMOS DE LA COMPAÑÍA DE
JESÚS
Comienzo, hermanos en Cristo carísimos, con el favor
divino, a escribir la vida del bienaventurado Padre Ignacio de Loyola, nuestro
Padre, de gloriosa memoria, y fundador desta mínima Compañía de Jesús. Bien veo
cuán dificultosa empresa es la que tomo, y cuánto habrá que hacer para no
escurecer con mis palabras el resplandor de sus heroicas y esclarecidas
virtudes, y para igualar con mi bajo estilo la grandeza de las cosas que se han
de escribir. Mas para llevar con mis flacos hombros esta tan pesada carga tengo
grandes alivios y consuelos. Lo primero, el haberla yo tomado, no por mi
voluntad sino por voluntad de quien me puede mandar, y a quien tengo obligación
de obedecer y respetar en todas las cosas; este es el muy reverendo Padre
Francisco de Borja nuestro Prepósito general, que me ha mandado escribiese lo
que aquí pienso escribir; cuya voz es para mí voz de Dios, y sus mandamientos
mandamientos de Dios, en cuyo lugar le tengo; y como a tal le debo mirar, y con
religioso acatamiento reverenciar y obedecer.
Demás desto, porque confío en la misericordia de
aquel Señor que es maravilloso en sus Santos, y fuente y autor de toda
santidad, que le será acepto y agradable este mi pequeño servicio, y que dél se
le seguirá alguna alabanza y gloria. Porque verdaderamente Él es el fundador y
establecedor de todas las santas Religiones que se han fundado en su Iglesia.
Él es el que nos enseñó ser el camino de la bienaventuranza
estrecho , y la puerta angosta. Y para que no desmayásemos espantados del trabajo
del camino, y de las dificultades que en él se nos ofrecen, él mismo, que es la
puerta y el camino por do habemos nosotros de caminar y entrar, quiso ser
también nuestra guía, y allanarnos con su vida y ejemplo, y facilitarnos este
camino, que a los flacos ojos de nuestra carne parece tan áspero y tan
dificultoso. De suerte, que mirando a él, y siguiendo sus pisadas, ni pudiésemos
errar, ni tuviésemos en qué tropezar, ni qué temer, sino que todo el camino
fuese derecho, llano, y seguro, y lleno de infinitas recreaciones y
consolaciones divinas.
Este Señor es el que con maravillosa y paternal
providencia, casi en todos los siglos y edades, ha enviado al mundo varones
perfetísimos como unas lumbreras y hachas celestiales, para que abrasados de su
amor y deseosos de imitarle y de alcanzar la perfeción de la vida cristiana que
en el Evangelio se nos representa, atizasen y despertasen el fuego que el mismo
Señor vino a emprender en los corazones de los hombres; y con sus vivos
ejemplos y palabras encendidas le entretuviesen y no le dejasen extinguir y
acabar.
Así que todo lo que diremos de nuestro bienaventurado
Padre Ignacio, manó como río de la fuente caudalosa de Dios; y pues Él es el
principio deste bien tan soberano, también debe ser el fin dél, y se le debe
sacrificio de alabanza, por lo que Él obró en este su siervo y en los demás.
Porque es tan grande su bondad, y tan sobrada su misericordia para con los
hombres, que sus mismos dones y beneficios que Él les hace, los recibe por
servicios, y quiere que sean merecimientos de los mismos hombres. Lo cual los
Santos reconocen y confiesan, y en señal deste reconocimiento, quitan de sus
cabezas las coronas que son el galardón y premio de sus merecimientos, y con
profundísimo sentimiento de su bajeza, y con humilde y reverencial agradecimiento
postrados y derribados por el suelo, las echan delante del trono de su
acatamiento y soberana majestad.
Hay también otra razón que hace más ligero este mi
trabajo, y es, el deseo grande que entiendo tienen muchos de los de fuera, y
todos vosotros, hermanos míos muy amados, tenéis más crecido, de oír, leer y
saber estas cosas; el cual siendo como es tan justo y piadoso, querría yo por
mi parte, si fuese posible, cumplirle y apagar, o templar la sed de los que la
tienen tan encendida, pues para ello hay tanta razón.
Porque, ¿qué hombre cristiano y cuerdo hay, que
viendo en estos miserables tiempos una obra tan señalada como esta, de la mano
de Dios, y una Religión nueva plantada en su Iglesia en nuestros días, y
extendida en tan breve tiempo y derramada casi por todas las provincias y
tierras que calienta el sol, no desee siquiera saber cómo se hizo esto; quién
la fundó, qué principios tuvo; su discurso, acrecentamiento y extensión, y el
fruto que della se ha seguido? Mas esta razón, hermanos míos, no toca a nosotros
solos, pero también a los demás. Otra hay, que es más doméstica y propia
nuestra, que es de seguir e imitar a aquel que tenemos por capitán. Porque así
como los que vienen de ilustre linaje, y de generosa y esclarecida sangre,
procuran saber las hazañas y gloriosos ejemplos de sus antepasados, y de los
que fundaron y ennoblecieron sus familias y casas, para tenerlos por dechado y
hacer lo que ellos hicieron; así también nosotros, habiendo recebido de la mano
de Dios nuestro Señor a nuestro bienaventurado Padre Ignacio por guía y
maestro, y por caudillo y capitán desta milicia sagrada, debemos tomarle por espejo
de nuestra vida, y procurar con todas nuestras fuerzas de seguirle, de suerte,
que si por nuestra imperfeción no pudiéremos sacar tan al vivo y tan al propio
el retrato de sus muchas y excelentes virtudes, a lo menos imitemos la sombra y
rastro dellas. Y por ventura para esto os será mi trabajo provechoso, y también
gustoso y agradable; pues el deseo de imitar hace que dé contento el oír contar
lo que imitar se desea: y que sea tan gustoso el saberlo, como es el obrarlo
provechoso.
Pero ¿qué diré de otra razón, que aunque la pongo a la
postre, para mí no es la postrera? Esta es, un piadoso y debido agradecimiento,
y una sabrosa memoria y dulce recordación de aquel bienaventurado varón y padre
mío, que me engendró en Cristo, que me crió y sustentó; por cuyas piadosas
lágrimas y abrasadas oraciones, confieso yo ser eso poco que soy. Procuraré,
pues, renovar la memoria de su vida tan ejemplar, que ya parece que se va
olvidando, y de escribirla, si no como ella merece, a lo menos de tal manera,
que ni el olvido la sepulte, ni el descuido la escurezca, ni se pierda por
falta de escritor. Y con esto, aunque yo no pueda pagar lo mucho que a tan
esclarecido varón debo, a lo menos pagaré lo poco que puedo.
Así que será este mi trabajo acepto a Dios nuestro
Señor, como en su misericordia confío, a nuestro bienaventurado Padre Ignacio
debido, a vosotros, hermanos míos, provechoso, a los de fuera, si no me engaño,
no molesto, a lo menos a mí, aunque por mi poca salud me será grave, pero por
ser parte de agradecimiento espero en el Señor que me le hará ligero, y por ser
como es por todos estos títulos obra de virtud. Y porque la primera regla de la
buena historia es que se guarde verdad en ella; ante todas cosas protesto, que
no diré aquí cosas inciertas y dudosas, sino muy sabidas y averiguadas; contaré
lo que yo mismo oí, vi y toqué con las manos en nuestro B. P. Ignacio, a cuyos
pechos me crié desde mi niñez y tierna edad; pues el Padre de las misericordias
fue servido de traerme el año de 1540 (antes que yo tuviese catorce años
cumplidos, ni la Compañía fuese confirmada del Papa) al conocimiento y
conversación deste santo varón. La cual fue de manera que dentro y fuera de
casa, en la ciudad y fuera della, no me apartaba de su lado, acompañándole,
escribiéndole y sirviéndole en todo lo que se ofrecía, notando sus meneos, dichos
y hechos, con aprovechamiento de mi ánima y particular admiración. La cual crecía
cada día tanto más, cuanto él iba descubriendo más de lo mucho que en su pecho
tenía encerrado, y yo con la edad iba abriendo los ojos, para ver lo que antes
por falta della no veía. Por esta tan íntima conversación y familiaridad que yo
tuve con nuestro Padre, pude ver y notar, no solamente las cosas exteriores y
patentes que estaban expuestas a los ojos de muchos, pero también algunas de
las secretas que a pocos se descubrían.
También diré lo que el mismo Padre contó de sí, a ruegos
de toda la Compañía. Porque después que ella se plantó y fundó, y Dios nuestro
Señor fue descubriendo los resplandores de sus dones y virtudes con que había
enriquecido y hermoseado el ánima de su siervo Ignacio, tuvimos todos sus hijos
grandísimo deseo de entender muy particularmente los caminos por donde el Señor
le había guiado, y los medios que había tomado para labrarle y perficionarle, y
hacerle digno ministro de una obra tan señalada como es ésta; porque nos
parecía que teníamos obligación de procurar saber los cimientos que Dios había
echado a edificio tan alto y tan admirable, para alabarle por ello y por
habernos, hecho por su misericordia piedras espirituales del mismo edificio; y
también de imitar como buenos hijos al que el mismo Señor nos había dado por
padre, dechado y maestro; y que no se podía bien imitar lo que no se sabía bien
de su raíz y principio.
Para esto, habiéndole pedido y rogado muchas veces,
en diversos tiempos y ocasiones, con grande y extraordinaria instancia, que
para nuestro ejemplo y aprovechamiento, nos diese parte de lo que había pasado
por él en sus principios, y de sus trabajos y persecuciones (que fueron muchas),
y de los regalos y favores que había recebido de la mano de Dios, nunca lo
podimos acabar con él, hasta el año antes que muriese. En el cual, después de
haber hecho mucha oración sobre ello, se determinó de hacerlo, y así lo hacía,
acabada su oración y consideración, contando al Padre Luis González de Cámara
con mucho peso y con un semblante del cielo lo que se le ofrecía; y el dicho
Padre en acabándolo de oír, lo escribía casi con las mismas palabras que lo
había oído. Porque las mercedes y regalos que Dios Nuestro Señor hace a sus
siervos, no se los hace para ellos solos, sino para bien de muchos; y así
aunque ellos los quieran encubrir, y con su secreto y silencio nos dan ejemplo
de humildad, pero el mismo Señor los mueve a que los publiquen, para que se
consiga el fruto en los otros que él pretende.
San Buenaventura dice, que cuando el glorioso
patriarca y seráfico Padre san Francisco recibió las estigmas sagradas, deseó
mucho encubrirlas, y después dudó si estaba obligado a manifestarlas: y
preguntando en general a algunos de sus santos compañeros si debría descubrir cierta
visitación de Dios, le respondió uno de los frailes: “Padre, sabed que Dios
algunas veces os descubre sus secretos, no solamente para vuestro bien, sino
también para bien de otros: y así tenéis razón de temer que no os castigue y
reprehenda como a siervo que escondió su talento, sino descubriéredes lo que
para provecho de muchos os comunicó”. Y por esta razón ha habido muchos santos,
que publicaron y aun escribieron los regalos secretísimos de su espíritu, y las
dulzuras de sus almas, y los favores admirables y divinos con que el Señor los
alentaba, sustentaba, y transformaba en sí: los cuales no pudiéramos saber si
ellos mismos no los hubieran publicado; y si el Señor que era liberal para con
ellos, comunicándoseles con tanto secreto y suavidad, no lo hubiera sido para
con nosotros, moviéndolos a publicar ellos mismos lo que de su poderosa mano
para bien suyo y nuestro habían recebido: y por esto movió también a nuestro
Ignacio a decir lo que dijo de sí. Y todo esto tengo yo como entonces se
escribió.
Escribiré asimismo lo que yo supe de palabra y por
escrito del Padre Maestro Lainez: el cual fue casi el primero de los compañeros
que nuestro bienaventurado Padre Ignacio tuvo, y el hijo más querido: y por
esto, y por haber sido en los principios el que más le acompañó, vino a tener
más comunicación y a saber más cosas dél; las cuales como padre mío tan
entrañable muchas veces me contó, antes que le sucediese en el cargo y después
que fue Prepósito general. Y ordenábalo así Nuestro Señor, como yo creo, para
que sabiéndolas yo, las pudiese aquí escribir. Destos originales se ordenó y
sacó casi toda esta historia. Porque no he querido poner otras cosas que se podrían
decir con poco fundamento, o sin autor grave y de peso, por parecerme, que
aunque cualquiera mentira es fea e indigna de hombre cristiano, pero mucho más
la que se compusiese y forjase relatando vidas de santos, como si Dios tuviese
necesidad della, o no fuese cosa ajena de la piedad cristiana, querer honrar y
glorificar al Señor, que es suma y eterna verdad, con cuentos y milagros
fingidos. Y aun esta verdad es la que me hace entrar en este piélago con mayor
esperanza de buen suceso y próspera navegación. Porque no habemos de tratar de
la vida y santidad de un hombre que ha muchos siglos que pasó; en cuya historia
por su antigüedad, podríamos añadir, quitar, y fingir lo que nos pareciese; mas
escribimos de un hombre que fue en nuestros días, y que conocieron y trataron
muy particularmente muchos de los que hoy viven; para que los que no le vieron
ni conocieron, entiendan, que lo que aquí se dijere, estará comprobado con el
testimonio de los que hoy son vivos y presentes, y familiarmente le comunicaron
y trataron.
Diré ahora lo que pretendo hacer en esta historia.
Yo al principio propuse escribir precisamente la vida del bienaventurado Padre
nuestro Ignacio, y desenvolver y descubrir al mundo las excelentes virtudes que
él tuvo encogidas y encubiertas con el velo de su humildad. Después me pareció
ensanchar este mi propósito, y abrazar algunas cosas más. Porque entendí que había
muchas personas virtuosas y devotas de nuestra Compañía, que tenían gran deseo
de saber su origen, progreso y discurso: y por darles contento quise yo tocarlo
aquí, y declarar con brevedad, cómo sembró esta semilla este labrador y obrero
fiel del Señor por todo el mundo: y cómo de un granillo de mostaza creció un
árbol tan grande, que sus ramas se extienden de Oriente a Poniente, y de Septentrión
al Mediodía, y otros acaecimientos que sucedieron mientras que él vivió, dignos
de memoria. Entre los cuales habrá muchas de las empresas señaladas, que siendo
él capitán se han acometido y acabado: y algunos de los encuentros y persecuciones
que con su prudencia y valor se han evitado o resistido; y otras cosas que
siendo Prepósito general se ordenaron y establecieron: y por estos respetos
parece que están tan trabadas y encadenadas con su vida, que apenas se pueden
apartar della. Pero no por esto me tengo por obligado de contarlo todo, sin
dejar nada que de contar sea, que no es esta mi intención, sino de coger
algunas cosas, y entresacar las que me parecerán más notables, o más a mi
propósito, que es dar a entender el discurso de la Compañía; las cuales si
ahora que está fresca su memoria, no se escribiesen, por ventura se olvidarían
con el tiempo.
Hablaré en particular de algunos de los Padres que
fueron hijos del bienaventurado Padre Ignacio, y sus primeros compañeros, y
murieron viviendo él; y también de algunos otros, que merecieron del Señor
derramar la sangre por su santa fe; de los primeros, porque fueron nuestros padres
y nos engendraron en Cristo; de los segundos, porque fueron tan dichosos, que
la muerte que debían a la naturaleza, la ofrecieron a su Señor, y la dieron por
confirmación de su verdad. De los vivos diremos poco; de los muertos algo más,
conforme a lo que el Sabio nos amonesta, que no alabemos a nadie antes de su
muerte: dando a entender, como dice san Ambrosio, que le alabemos después de
sus días, y le ensalcemos después de su acabamiento.
Resta, hermanos míos, que supliquemos humil e
intensamente a Nuestro Señor que favorezca este buen deseo, pues es suyo; y que
acepte estos cinco libros, que como cinco cornadillos yo ofrezco a su Majestad,
y con su acostumbrada clemencia los reciba, y saque dellos alabanza y gloria
para sí, y provecho y edificación para su santa Iglesia.
Demás desto afectuosamente os ruego, hermanos
carísimos, por aquel amor tan entrañable que Dios ha plantado en nuestros
corazones, con que nos amamos unos a otros, que con vuestras fervorosas
oraciones me alcancéis espíritu del Señor, para imitar de veras la vida y
santidad deste bienaventurado Padre; cuya constancia en abatirse, la aspereza
en castigarse, la fortaleza en los peligros, la quietud y seguridad en medio de
todas las olas y torbellinos del mundo, la templanza y modestia en las
prosperidades, en todas las cosas alegres y tristes la paz y gozo que tenia su
ánima en el Espíritu Santo, debemos tener nosotros siempre delante, y poner los
ojos en aquel lucido escuadrón de heroicas y singulares virtudes que le
acompañaban y hermoseaban; para que su vida nos sea dechado, y como un verdadero
y perfetísimo dibujo de nuestro instituto y vocación; a la cual nos llamó el
Señor por su infinita bondad, por medio deste glorioso Capitán y Padre nuestro.
Que siguiéndole nosotros por estos pasos, como verdaderos hijos suyos, no podremos
ir descaminados, ni dejar de alcanzar, lo que él para sí y para sus verdaderos
hijos alcanzó.
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO I
DEL NACIMIENTO Y VIDA
DEL BIENAVENTURADO PADRE IGNACIO, ANTES QUE DIOS LE LLAMASE A SU CONOCIMIENTO
Íñigo de Loyola, fundador y padre de la Compañía de
Jesús, nació de noble linaje en aquella parte de España que se llama, la
provincia de Guipúzcoa, el año del Señor de 1491, presidiendo en la silla de
san Pedro, Inocencio Papa VIII deste nombre, y siendo Emperador Federico III, y
reinando en España los católicos Reyes don Fernando y doña Isabel, de gloriosa
y esclarecida memoria. Fue su padre Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, señor de la
casa y solar de Loyola y del solar de Oñaz, que están ambos en el término de la
villa de Azpetia, y cabeza de su ilustre y antigua familia. Su madre se llamó
doña María Saez de Balda, hija de los señores de la casa y solar de Balda, que
está en término de la villa de Azcoytia, matrona igual en sangre y virtud a su
marido. Son estas dos casas, de Loyola y Balda, de parientes que llaman
mayores, y de las más principales en la provincia de Guipúzcoa. Tuvieron estos
caballeros cinco hijas y ocho hijos, de los cuales el postrero de todos, como
otro David, fue nuestro Íñigo, que con dichoso y bienaventurado parto, salió al
mundo para bien de muchos; a quien llamaremos de aquí adelante Ignacio, por ser
este nombre más común a las otras naciones, y en él más conocido y usado.
Pasados, pues, los primeros años de su niñez, fue
enviado de sus padres Ignacio a la corte de los Reyes católicos. Y comenzando
ya a ser mozo, y a hervirle la sangre, movido del ejemplo de sus hermanos, que
eran varones esforzados, y él, que de suyo era brioso y de grande ánimo, diose
mucho a todos los ejercicios de armas, procurando de aventajarse sobre todos
sus iguales, y de alcanzar nombre de hombre valeroso, y honra y gloria militar.
El año, pues, de 1521, estando los franceses sobre el castillo de Pamplona, que
es cabeza del reino de Navarra, y apretando el cerco cada día más, los
capitanes que estaban dentro, estando ya sin ninguna esperanza de socorro,
trataron de rendirse, y pusiéranlo luego por obra, si Ignacio no se lo
estorbara; el cual pudo tanto con sus palabras, que los animó y puso coraje
para resistir hasta la muerte al francés.
Mas como los enemigos no aflojasen punto de su
cerco, y continuamente con cañones reforzados batiesen el castillo, sucedió,
que una bala de una pieza dio en aquella parte del muro, donde Ignacio
valerosamente peleaba; la cual le hirió en la pierna derecha, de manera que se
la dejarretó, y casi desmenuzó los huesos de la canilla. Y una piedra del mismo
muro, que con la fuerza de la pelota resurtió, también le hirió malamente la
pierna izquierda. Derribado por esta manera Ignacio, los demás que con su valor
se esforzaban, luego desmayaron: y desconfiados de poderse defender, se dieron
a los franceses; los cuales llevaron a Ignacio a sus reales, y sabiendo quién
era, y viéndole tan mal parado, movidos de compasión le hicieron curar con
mucho cuidado.
Y estando ya algo mejor, le enviaron con mucha
cortesía y liberalidad a su casa, donde fue llevado en hombros de hombres, en
una litera. Estando ya en su casa, comenzaron las heridas, especialmente la de
la pierna derecha, a empeorar. Llamáronse nuevos médicos y cirujanos, los
cuales fueron de parecer, que la pierna se había otra vez de desencasar, porque
los huesos, o por descuido de los primeros cirujanos, o por el movimiento y
agitación del camino áspero, estaban fuera de su juntura y lugar, y era necesario
volverlos a él y concertarlos para que se soldasen. Hízose así, con grandísimos
tormentos y dolores del enfermo. El cual pasó esta carnicería que en él se
hizo, y todos los demás trabajos que después le sucedieron, con un semblante y
con un esfuerzo que ponía admiración. Porque ni mudó color, ni gimió, ni
sospiró, ni hubo siquiera un ay; ni dijo palabra que mostrase flaqueza.
Crecía el mal más cada día, y pasaba tan adelante,
que ya poca esperanza se tenía de su vida; y avisáronle de su peligro. Confesose
enteramente de sus pecados la víspera de los gloriosos apóstoles san Pedro y
san Pablo, y como caballero cristiano se armó de las verdaderas armas de los
otros Santos Sacramentos, que Jesucristo nuestro Redentor nos dejó para nuestro
remedio y defensa. Ya parecía que se iba llegando la hora y el punto de su fin,
y como los médicos le diesen por muerto si hasta la media noche de aquel día no
hubiese alguna mejoría, fue Dios Nuestro Señor servido que en aquel mismo punto
la hubiese. La cual creemos que el bienaventurado Apóstol san Pedro le alcanzó
de Nuestro Señor. Porque en los tiempos atrás siempre Ignacio le había tenido por
particular patrón y abogado, y como tal le había reverenciado y servido, y así
se entiende que le apareció este glorioso Apóstol la noche misma de su mayor
necesidad, como quien le venía a favorecer y le traía la salud. Librado ya
deste peligroso trance, comenzáronse a soldar los huesos y a fortificarse: mas
quedábanle todavía dos deformidades en la pierna. La una era de un hueso que le
salía debajo de la rodilla feamente. La otra nacía de la misma pierna, que por
haberle sacado de ella veinte pedazos de huesos quedaba corta y contrecha, de
suerte que no podía andar ni tenerse sobre sus pies.
Era entonces Ignacio mozo lozano y polido, y muy
amigo de galas y de traerse bien; y tenía propósito de llevar adelante los
ejercicios de la guerra que había comenzado. Y como para lo uno y para lo otro
le pareciese grande estorbo la fealdad y encogimiento de la pierna, queriendo
remediar estos inconvenientes, preguntó primero a los cirujanos, si se podía
cortar sin peligro de la vida aquel hueso que salía con tanta deformidad. Y
como le dijesen que sí, pero que seria muy a su costa, porque habiéndose de
cortar por lo vivo, pasaría el mayor y más agudo dolor que había pasado en toda
la cura, no haciendo caso de todo lo que para divertirle se le decía, quiso que
le cortasen el hueso, por cumplir con su gusto y apetito; y (como yo le oí
decir) por poder traer una bota muy justa y muy polida, como en aquel tiempo se
usaba: ni fue posible sacarle dello, ni persuadirle otra cosa. Quisiéronle atar
para hacer este sacrificio, y no lo consintió, pareciéndole cosa indigna de su
ánimo generoso. Y estúvose con el mismo semblante y constancia que arriba
dijimos, así suelto y desatado, sin menearse, ni boquear, ni dar alguna muestra
de flaqueza de corazón.
Cortado el hueso se quitó la fealdad. El encogimiento
de la pierna se curó por espacio de muchos días, con muchos remedios de
unciones y emplastos, y ciertas ruedas e instrumentos con que cada día le
atormentaban, estirando y extendiendo poco a poco la pierna, y volviéndola a su
lugar. Pero por mucho que la desencogieron y estiraron, nunca pudo ser tanto,
que llegase a ser igual al justo con la otra.
CAPÍTULO II
CÓMO LE LLAMÓ DIOS, DE
LA VANIDAD DEL SIGLO AL CONOCIMIENTO DE SÍ
Estábase todavía nuestro Ignacio tendido en una cama
herido de Dios, que por esta vía le quería sanar, y cojo como otro Jacob, que
quiere decir batallador para que le mudase el nombre y le llamase Israel, y
viniese a decir, vi a Dios cara a cara y
mi ánima ha sido salva. Pero veamos por qué camino le llevó el Señor, y
cómo, antes que viese a Dios, fue menester que luchase y batallase. Era en este
tiempo muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías, y para pasar
el tiempo, que con la cama y enfermedad, se le hacía largo y enfadoso, pidió
que le trujesen algún libro desta vanidad. Quiso Dios que no hubiese ninguno en
casa, sino otros de cosas espirituales que le ofrecieron; los cuales él acetó,
más por entrenerse en ellos, que no por gusto y devoción. Trujéronle dos
libros, uno de la vida de Cristo Nuestro Señor, y otro de vidas de santos, que comúnmente
llaman Flos Sanctorum. Comenzó a leer
en ellos al principio (como dije) por su pasatiempo, después poco a poco por
afición y gusto; porque esto tienen las cosas buenas, que cuanto más se tratan,
más sabrosas son. Y no solamente comenzó a gustar, mas también a trocársele el
corazón, y a querer imitar y obrar lo que leía. Pero aunque iba Nuestro Señor
sembrando estos buenos deseos en su ánima, era tanta la fuerza de la envejecida
costumbre de su vida pasada, tantas las zarzas y espinas de que estaba llena
esta tierra yerma y por labrar, que se ahogaba luego la semilla de las
inspiraciones divinas, con otros contrarios pensamientos y cuidados.
Mas la divina misericordia, que ya había escogido a Ignacio
por su soldado, no le desamparaba, antes le despertaba de cuando en cuando, y
avivaba aquella centella de su luz, y con la fresca lición, refrescaba y
esforzaba sus buenos propósitos; y contra los pensamientos vanos y engañosos
del mundo le proveía y armaba con otros pensamientos cuerdos, verdaderos y macizos.
Y esto de manera que poco a poco iba prevaleciendo en su ánima la verdad contra
la mentira, y el espíritu contra la sensualidad, y el nuevo rayo y luz del
cielo contra las tinieblas palpables de Egipto. Y juntamente iba cobrando
fuerzas y aliento para pelear y luchar de veras, y para imitar al buen Jesús
nuestro Capitán y Señor, y a los otros santos, que por haberle imitado merecen
ser imitados de nosotros.
Hasta este punto había ya llegado Ignacio, sin que
ninguna dificultad de las muchas que se le ponían delante fuese parte para
espantarle y apartarle de su buen propósito; pero sí para hacerle estar perplejo
y confuso, por la muchedumbre y variedad de pensamientos con que por una parte
el demonio le combatía, queriendo continuar la posesión que tenía de su antiguo
soldado, y conque por otra el Señor de la vida le llamaba y convidaba a ella
para hacelle caudillo de su sagrada milicia. Mas entre los unos pensamientos y
los otros, había gran diferencia; porque los pensamientos del mundo tenían
dulces entradas y amargas salidas; de suerte que a los principios parecían
blandos y halagüeños y regaladores del apetito sensual; mas sus fines y dejos
eran dejar atravesadas y heridas las entrañas, y el ánima triste, desabrida y
descontenta de sí mesma. Lo cual sucedía muy al revés en los pensamientos de
Dios. Porque cuando pensaba Ignacio lo que había de hacer en su servicio, cómo había
de ir a Jerusalem y visitar aquellos santos lugares, las penitencias con que había
de vengarse de sí y seguir la hermosura y excelencia de la virtud y perfeción
cristiana, y otras cosas semejantes, estaba su ánima llena de deleites, y no cabía
de placer mientras que duraban estos pensamientos y tratos en ella; y cuando se
iban, no la dejaban del todo vacía y seca, sino con rastros de su luz y
suavidad.
Pasaron muchos días sin que echase de ver esta
diferencia y contrariedad de pensamientos, hasta que un día alumbrado con la
lumbre del cielo, comenzó a parar mientes y mirar en ello, y vino a entender
cuán diferentes eran los unos pensamientos de los otros en sus efetos y en sus
causas. Y de aquí nació el cotejarlos entre sí, y los espíritus buenos y malos,
y el recebir lumbre para distinguirlos y diferenciarlos. Y este fue el primer
conocimiento que Nuestro Señor le comunicó de sí y de sus cosas; del cual
acrecentado con el continuo uso, y con nuevos resplandores y visitaciones del
cielo, salieron después como de su fuente y de su luz, todos los rayos de
avisos y reglas que el B. Padre en sus Ejercicios nos enseñó, para conocer y
entender la diversidad que hay entre el espíritu verdadero de Dios y el
engañoso del mundo.
Porque primeramente entendió que había dos
espíritus, no solamente diversos, sino en todo y por todo tan contrarios entre
sí, como son las causas de donde ellos proceden; que son luz, y tinieblas;
verdad, y falsedad; Cristo, y Belial. Después desto comenzó a notar las
propiedades de los dos espíritus, y de aquí se siguió una lumbre y sabiduría
soberana que Nuestro Señor infundió en su entendimiento, para discernir y
conocer la diferencia destos espíritus, y una fuerza y vigor sobrenatural en su
voluntad, para aborrecer todo lo que el mundo le representaba; y para apetecer,
y desear, y proseguir todo lo que el espíritu de Dios le ofrecía y proponía. De
los cuales principios y avisos se sirvió después por toda la vida.
Desta manera, pues, se deshicieron aquellas
tinieblas que el príncipe dellas le ponía delante. Y alumbrados ya sus ojos, y
esclarecidos con nuevo conocimiento, y esforzada su voluntad con este favor de
Dios, diose priesa y pasó adelante, ayudándose por una parte de la lición, y
por otra de la consideración de las cosas divinas, y apercibiéndose para las
asechanzas y celadas del enemigo. Y trató muy de veras consigo mismo de mudar
la vida, y enderezar la proa de sus pensamientos a otro puerto más cierto y más
seguro que hasta allí, y destejer la tela que había tejido, y desmarañar los
embustes y enredos de su vanidad, con particular aborrecimiento de sus pecados,
y deseo de satisfacer por ellos, y tomar venganza de sí: que es comúnmente el
primer escalón que han de subir los que por temor de Dios se vuelven a Él.
Y aunque entre estos propósitos y deseos se le
ofrecían trabajos y dificultades, no por eso desmayaba ni se entibiaba punto su
fervor: antes armado de la confianza en Dios, como con un arnés tranzado de pies
a cabeza, decía: “En Dios todo lo podré.
Pues me da el deseo, también me dará la obra. El comenzar y acabar, todo es
suyo”. Y con esta resolución y determinada voluntad se levantó una noche de
la cama, como muchas veces solía, a hacer oración, y ofrecerse al Señor en
suave y perpetuo sacrificio, acabadas ya las luchas y dudas congojosas de su
corazón. Y estando puesto de rodillas delante de una imagen de Nuestra Señora,
y ofreciéndose con humilde y fervorosa confianza, por medio de la gloriosa
Madre al piadoso y amoroso Hijo, por soldado y siervo fiel; y prometiéndole de
seguir su estandarte real, y dar de coces al mundo, se sintió en toda la casa
un estallido muy grande, y el aposento en que estaba tembló. Y parece que así
como el Señor con el terremoto del lugar donde estaban juntos los sagrados
Apóstoles cuando hicieron oración, y con el temblor de la cárcel en que estaban
aherrojados san Pablo y Silas, quiso dar a entender la fuerza y poder de sus
siervos, y que había oído la oración dellos, así con otro semejante estallido
del aposento en que estaba su siervo Ignacio , manifestó cuán agradable y
acepta le era aquella oración y ofrenda que hacía de sí; o por ventura el
demonio ya vencido huyó, y dio señales de su enojo y crueldad, como leemos de
otros santos.
Pero con todo esto no se determinó de seguir
particular manera de vida, sino de ir a Jerusalem después de bien convalecido,
y antes de ir, de mortificarse y perseguirse con ayunos y disciplinas, y todo
género de penitencias y asperezas corporales. Y con un enojo santo y generoso,
crucificarse y mortificarse, y hacer anatomía de sí. Y así con estos deseos tan
fervorosos que Nuestro Señor le daba, se resfriaban todos aquellos feos y vanos
pensamientos del mundo, y con la luz del Sol de justicia que ya resplandecía en
su ánima, se deshacían las tinieblas de la vanidad, y desaparecían, como suele
desaparecer y despedirse la escuridad de la noche con la presencia del sol.
Estando en este estado, quiso el Rey del cielo y
Señor que le llamaba abrir los senos de su misericordia para con él, y
confortarle y animarle más con una nueva luz y visitación celestial. Y fue así,
que estando él velando una noche, le apareció la esclarecida y soberana Reina
de los ángeles, que traía en brazos a su preciosísimo Hijo, y con el resplandor
de su claridad le alumbraba, y con la suavidad de su presencia le recreaba y
esforzaba. Y duró buen espacio de tiempo esta visión; la cual causó en él tan
grande aborrecimiento de su vida pasada, y especialmente de todo torpe y
deshonesto deleite, que parecía que quitaban y raían de su ánima, como con la
mano, todas las imágenes y representaciones feas. Y bien se vio que no fue
sueño, sino verdadera y provechosa esta visitación divina, pues con ella le
infundió el Señor tanta gracia, y le trocó de manera, que desde aquel punto
hasta el último de su vida, guardó la limpieza y castidad sin mancilla, con
grande entereza y puridad de su ánima.
Pues estando ya con estos propósitos y deseos, y
andando como con dolores de su gozoso parto, su hermano mayor y la gente de su
casa, fácilmente vinieron a entender que estaba tocado de Dios, y que no era el
que solía ser; porque aunque él no descubría a nadie el secreto de su corazón,
ni hablaba con la lengua; pero hablaba con su rostro, y con el semblante
demudado y muy ajeno del que solía. Especialmente viéndole en continua oración
y lección, y en diferentes ejercicios que los pasados, porque no gustaba ya de
gracias ni donaires, sino que sus palabras eran graves y medidas, y de cosas
espirituales y de mucho peso, y se ocupaba buenos ratos en escribir. Y para
esto había hecho encuadernar muy pulidamente un libro, que tuvo casi
trescientas hojas, todas escritas en cuarto, en el cual para su memoria de muy
escogida letra (que era muy buen escribano), escribía los dichos y hechos que
le parecían más notables de Jesucristo Nuestro Salvador, y los de su gloriosa
Madre nuestra Señora la Virgen María, y de los otros Santos. Y tenía ya tanta
devoción, que escribía con letras de oro los de Cristo Nuestro Señor, y los de
su Santísima Madre con letras azules, y los de los demás Santos con otros
colores, según los varios afectos de su devoción.
Sacaba nuevo contento y nuevos gozos de todas estas
ocupaciones; pero de ninguna más que de estar mirando atentamente la hermosura
del cielo y de las estrellas; lo cual hacía muy a menudo y muy de espacio;
porque este aspecto de fuera, y la consideración de lo que hay dentro de los
cielos y sobre ellos, le era grande estímulo y incentivo al menosprecio de
todas las cosas transitorias y mudables que están debajo dellos, y le inflamaba
más en el amor de Dios. Y fue tanta la costumbre que hizo en esto, que aun le
duró después por toda la vida; porque muchos años después, siendo ya viejo, le
vi yo estando en alguna azutea, o en algún lugar eminente y alto, de donde se descubría
nuestro hemisferio y buena parte del cielo, enclavar los ojos en él; y a cabo de
rato que había estado como hombre arrobado y suspenso, y que volvía en sí, se
enternecía; y saltándosele las lágrimas de los ojos por el deleite grande que
sentía su corazón, le oía decir: “¡Ay cuán vil y baja me parece la tierra,
cuando miro al cielo! Estiércol y basura es”.
Trató también lo que había de hacer a la vuelta de
Jerusalem; pero no se determinó en cosa ninguna, sino que como venado sediento
y tocado ya de la yerba, buscaba con ansia las fuentes de aguas vivas, y corría
en pos del cazador que le había herido con las saetas de su amor. Y así de día
y de noche se desvelaba en buscar un estado y manera de vida en el cual puestas
debajo de sus pies todas las cosas mundanas y la rueda de la vanidad, pudiese
él castigarse y macerarse con extremado rigor y aspereza, y agradar más a su
Señor.
PEDRO DE RIBADENEYRA