ODISEA
CANTO II
Cuando la Aurora de rosados dedos,
Hija de la mañana, anunció el día,
El hijo caro del prudente Ulises
Levantose y se puso los vestidos;
Calzose las sandalias primorosas ,
Y del lecho y la estancia echose fuera.
Ordenó a los heraldos voceadores
Que a junta convocasen a los griegos
De luenga cabellera. Convocáronlos,
Y ellos o toda prisa reuniéronse.
Cuando estuvieron juntos, dirigiose
Al consejo Telémaco. Llevaba
Su gran lanza en la mano, y dos ligeros
Perros iban tras él. Palas-Minerva,
Gracia divina tal daba a su rostro,
Que todos los del pueblo le miraban
Pasar llenos de asombro. En el asiento
Se puso de su padre, y los ancianos
Apartáronse ante él. Habló primero
Egipcio, héroe anciano que sabía
Infinidad de cosas. Con Ulises,
Su hijo Antifo, en las naves a la guerra
De Ilión, fecunda en rápidos corceles,
Había ido valiente; pero el fiero
Cíclope le mató, e hizo en su gruta
Con él la última cena. Otros tres hijos
Le quedaban aún: el proco Eurínomo
Y otros dos que en sus campos trabajaban;
Mas con todo lloraba sin consuelo
Aquel hijo perdido, y sollozando
Habló de esta manera en la asamblea:
“Escuchad, itacenses, mis palabras.
Nunca sesión ni junta hemos tenido
Desde que se partió el divino Ulises
En las cóncavas naves. ¿Quién nos junta
Hoy aquí? ¿Por qué caso tan urgente
Un mozo o un anciano nos convoca?
¿Oyó alguna noticia de que llega
El ejército, y quiere aviso claro
Darnos de lo que oyó? ¿O hay otro asunto
Público que tratar? Útil y honrado
Es tal hombre, a mi ver. ¡Ojalá el cielo
Lleve a efecto el buen fin que se propone!”
Tal habló: y el amado hijo de Ulises,
Que por feliz agüero le oyó alegre,
Se levantó al momento, muy ganoso
De arengarles también. Púsose en medio
De la junta, y, tomando el grave cetro
Que le dio Pisanor, heraldo lleno
De discretos consejos, al anciano
Habló de esta manera: “No está lejos,
Noble anciano, el varón por quien preguntas.
Vaslo al punto a saber. Os he juntado
Porque el dolor más grande me atribula.
No he oído noticia de que venga
Nuestra hueste leal; no intento daros
Cuenta de lo que oí, ni de un asunto.
De estado decidir, sino un negocio
Privadísimo mío. Doble cuita
Sobre mi casa pesa. El bravo padre,
Que amoroso como a hijos os mandaba,
He perdido, y a más otra desdicha,
Que acabará mi casa y mis caudales,
Me colma de dolor. Procos soberbios,
Hijos de nuestros próceres, asedian
A mi madre importunos. No se atreven
A ir a casa del padre, a que la dote
Y la dé a quien le plazca, y a mi casa
Vienen a todas horas, y degüellan
Bueyes y gordas cabras y carneros,
Y celebran festines, y me agotan
Los toneles de vino, y lo hunden todo,
Porque no hay un Ulises que despida
Tal plaga del palacio; pues no puedo
Hacerlo yo (bien claro mis palabras
Me están llamando débil y en el uso
De fuerzas inexperto), de otra suerte
Ya me defendería. Intolerables
Son sus abusos ya. Con torpe mengua
Húndese mi palacio. De mi cólera
Participad vosotros, o a lo menos
Respetad el decir de los vecinos
Pueblos, y el grave enojo de los dioses,
Que, de mi afrenta airados, quizá impongan
El castigo a vosotros. Yo os lo pido
Por Júpiter olímpico y por Temis,
Que reúne y disuelve los consejos.
Cesad, amigos míos, y dejadme
Sólo con el dolor que me atormenta.
Si acaso alguna vez el buen Ulises
A los griegos de grebas primorosas
Enemigo dañó, tomad venganza
En mí con odio igual, y a éstos en cambio
Concitad contra mí. Mejor me fuera
Que vosotros mi hacienda destruyeseis
Y todos mis rebaños. Si lo hicierais,
Quizá satisfacción en algún tiempo
Podría yo obtener. Pues con injurias
Reclamando mi bien, os seguiría
Por toda la ciudad, hasta lograrlo.
Mas ahora con penas incurables
Llagáis mi corazón”. Dijo; y con ira
Arrojó el cetro al suelo, y en un llanto
Tan triste prorrumpió que todo el pueblo
Compadeciose de él. Todos callaban,
Sin querer responderle con acerbas
Durísimas palabras, pero Antínoo
Fue el único que al fin: “Alma sin freno,
Arrogante Telémaco, ¿qué ofensa
Te atreves a inferirnos?” le repuso.
“A los griegos que asedian a tu amada
Madre no has de culpar, sino a ella misma,
Versada en mil astucias. Van tres años,
Y pronto vendrá el cuarto, que se burla
De los pechos aqueos. Da esperanzas
A todos, y promesas a cada uno
Mandándonos mensajes; mas revuelve
En su ánimo otra cosa. El nuevo engaño
Mirad que ha discurrido. Un velo inmenso
Y sutil empezó, y así nos dijo,
Mostrándonos la tela comenzada:
“Jóvenes pretendientes, pues ha muerto
El divinal Ulises, una tregua
Permitid a mis bodas, hasta tanto
Que de tejer acabe esta mortaja
Para el héroe Laertes (pues me temo
Que se me pierda el hilo) para el día
En que la negra Parca le derribe.
Quizá murmuraría alguna griega
Si sepultar dejase sin sudario
A un anciano tan rico”. Así nos dijo,
Y la creyó nuestra alma generosa;
Y ella tejía astuta por el día
El velo inmenso, y en la negra noche
Deshacía a la luz de las antorchas
Su prolija labor. Así tres años
Nuestro afán eludió; mas cuando vino,
Con el giro constante de los meses
Y de no pocos días y estaciones,
El año cuarto, al fin por una sierva,
Que lo sabía todo, sorprendímosla
Destejiendo la tela, y mal su grado
La concluyó por fuerza. Escucha ahora
Lo que los pretendientes te decimos,
Para que bien lo entiendas y lo sepan
Todos los griegos. Fuera del palacio
Manda a tu madre: oblígala a casarse
Con quien su padre quiera y ella guste.
Pues si aún por mucho tiempo se propone
Burlarse de los hijos de los griegos,
Fiada en los recursos excelentes
Que Minerva le dio, en sus buenas manos,
En el sutil discurso, en las astucias
Nunca iguales oídas de las bellas
Aqueas de otros tiempos, de Micene
La de hermosa corona, Alcmena o Tiro,
Que nada conocieron semejante
A lo que ella discurre, tenga en cuenta
Que su intento es fatal. Pues destruiremos
Tus bienes y riquezas, mientras dure
En su ánimo esa idea que los dioses
Sin duda le inspiraron. Si ella gloria
Inmensa alcanza así, tú el triste anhelo
Del perdido caudal. Pues no hemos de irnos
Ni al campo a la labor, ni a parte alguna,
Mientras ella no elija por esposo
El que le plazca más”. De nuevo dijo
Telémaco prudente estas razones:
“No, no es lícito, Antínoo, de palacio,
Contra su voluntad, echar la madre
Que me parió y crió. Y a más, o vive
Mi padre en tierra extraña, o bien ha muerto.
Malo es, si por mi cuenta la despido,
Pagar gran suma a Icario. Me darían
Un castigo mi padre, otros los dioses:
Mi madre, al irse, sobre mí las Furias
Tremendas llamaría, y la venganza
También me alcanzaría de las gentes.
Si esto de indignación el alma os llena,
Salid de mi palacio; procuraos
Comida en otra parte, y vuestra hacienda
Dilapidad por turno en vuestras casas.
Si más justo os parece y conveniente
Seguir lo comenzado, destruyendo
Sin castigo los bienes de uno solo,
Destruidlos. Y yo a los justos dioses
Invocaré, y la pena merecida
Júpiter os dará, y en mi palacio
Inultos todos hallaréis la muerte”.
Así dijo, y entonces el tonante
Júpiter le envió desde la cumbre
De un gran monte dos águilas que, el vuelo
Emprendiendo apareadas, de los aires
Surcaron la región, y ya llegadas
Al centro de la junta clamorosa,
Giraron raudamente, sacudiendo
Las fortísimas alas y mirando
De frente a todos y augurando muertes;
Y al fin, después de desgarrarse cuellos
Y cabezas una a otra, a la derecha
Volaron y se fueron de la isla
Por la ciudad y casas. Con asombro
Quedáronse los griegos, revolviendo
Qué caso anunciarían; y Haliterses,
Anciano hijo de Mástor, más que todos
Sus coetáneos docto en los augurios
Y en explicar los hados, arengoles,
Queriendo serles útil, de esta suerte:
“Itacenses, oíd, y más que nadie,
Oídme, pretendientes. Grave riesgo
Os está amenazando, pues Ulises
No ha de estar mucho tiempo separado
De sus buenos amigos. Quizá cerca
Se encuentra ya, y prepara para éstos
Matanza y perdición; ¡ay! y otros muchos
Habitantes de la Ítaca serena
Mil males sufrirán. Veamos antes
El modo de evitarlos. Por sí mismos
Conténganse los procos, y con esto
Saldrán ellos ganando. Soy seguro
Arúspice entendido y bien probado.
Todas las profecías que yo hice
Al marchar para Troya con los griegos
El ingenioso Ulises, cumpliranse.
Sufrirá mil trabajos, dije; todos
Sus compañeros perderá, y al cabo
De veinte años, de nadie conocido,
Regresará a su casa. Y hoy se cumplen
Todas mis predicciones”. “Viejo loco”,
El hijo de Polibo replicole,
“Vete a hacer profecías a tus hijos,
No vaya a acontecerles algún grave
Daño en lo porvenir. En estos casos
Yo adivino mejor. Aves sin cuento
A los rayos del sol giran veloces,
Y no todas anuncian lo futuro.
Lejos de aquí, además, ha muerto Ulises,
¡Ojalá tú con él! Así con tono
Profético no hablaras, excitando
La furia de Telémaco, en la mira
De que algo te regale. Yo te digo
(Y esto habrá de cumplirse) que si usas
Para engañar al joven inexperto
Tu antigua y vasta ciencia, estimulando
Con palabras sus iras, pernicioso,
No pudiendo cumplirle tus augurios,
Eres primero a él mismo, y a ti, viejo,
Pues una pena habremos de imponerte
Que te duela en el alma. ¡Tan terrible
Ha de ser el dolor! Ahora a Telémaco
Aconsejo, ante todos, que a Penélope
Mande partirse a casa de su padre,
Y allí daranle esposo, y dote inmensa
Digna de hija tan cara. Yo no creo.
Que cesarán, si no, de perseguirla
Los hijos de los griegos. A ninguno
Tememos, ni a Telémaco, aunque sea
Tan grande arengador; ni de tus vanas
Profecías, que atizan nuestros odios,
Se nos importa, anciano. Los caudales
De Ulises malamente gastaremos
Sin devolverle nada, mientras ella
Burle con dilaciones de sus bodas
A todos los aqueos; pues nosotros,
Esperándolas siempre, competimos
Por su virtud egregia y no queremos
Dirigirnos a otra que pudiera
Ser a cada uno esposa conveniente”.
“¡Oh Eurímaco”, Telémaco repuso,
“E ilustres pretendientes de Penélope,
Ya de esto ni os ruego ni os hablo,
Pues los dioses y todos los aqueos
Lo conocen y saben. Sólo os pido
Para cruzar del mar las vastas vías
Una nave con veinte compañeros.
Partiré a Esparta y la arenosa Pilos
En busca de noticias, a ver si oigo
A algún hombre, o de boca de la Fama,
Que si viene de Júpiter es buena,
Algo de mi buen padre. Si obtuviese
Noticias de su vida y su regreso,
Esperarele, aunque afligido, un año;
Y si sé que ya ha muerto, a la querida
Patria me volveré. Suntuoso túmulo
Y las grandes exequias que merece
Dedicarele, y casaré a mi madre”.
Tal dijo, y se sentó. Mentor, amigo
Del intachable Ulises, que al partirse
En las naves dejó su casa toda
Confiada a su guarda, encomendando
Que todos, al anciano obedeciesen,
Se levantó a seguida, deseoso
De mirar por su bien, y así les dijo:
“Escuchad, itacenses, mis palabras.
No quiera el cielo daros un monarca
Ni benigno, ni afable, ni amoroso,
Ni justo en adelante, sino díscolo,
Desabrido y colérico; pues ni uno
De tantos como Ulises como padre
Solícito mandó, de él se recuerda.
Y no me enojan tanto esos altivos
Pretendientes, que al fin, aunque cometen
Maldades infinitas, también ponen,
Al devorar sin freno los caudales
Del héroe, dudando de su vuelta,
En peligro su vida, como todos
Los demás que sentados en silencio
No reprimen con voces elocuentes
La audacia de esos vanos amadores,
Siendo muchos vosotros, y ellos pocos”.
Leócrito, que era hijo de Evenoris,
Así le respondió: “Mentor soberbio,
Anciano sin sentido, ¿qué te atreves
A hablar de reprimirnos? Muy difícil
Será aun con muchos hombres atacarnos
Después de un buen convite. Ulises mismo,
Si viniese a su casa y nos hallase
En ella de banquete a los ilustres
Amantes de su esposa y pretendiera
Echarnos del palacio, no daría,
Aunque tanto la anhela, mucho gusto
Con su vuelta a Penélope, pues cruda
Muerte hallaría al combatir él solo
Contra tantos rivales. Poco cuerdo
Hablaste, pues, Mentor. ¡Ea! a su hacienda
Váyase cada cual, conciudadanos.
Mentor con Haliterses, tan antiguos
Compañeros de Ulises, de Telémaco
Activarán el viaje. Aunque yo juzgo
Que aun ha de estar en Ítaca gran rato
Preguntando noticias, y que nunca
Conseguirá su intento”. Así les dijo,
Y disolvió al instante la asamblea.
Marchose cada cual a sus hogares,
Y al palacio los procos importunos.
Telémaco, apartándose, a la orilla
Del espumoso mar encaminose,
Y lavando sus manos en el agua,
Suplicaba a Minerva de esta suerte:
“Óyeme, Dios, que ayer a mi palacio
Viniste y me mandaste que marchase
Por el profundo mar a saber nuevas
De mi alejado padre. Los aqueos
Se oponen a tu intento, y más que todos
Los vanos pretendientes de mi madre”.
Esta fue su oración, y de allí cerca
Se le apareció Palas, con el habla
Y el cuerpo de Mentor, y dirigiolo
Sus palabras aladas de esta suerte:
“Tú no serás, Telémaco, cobarde,
Ni insensato, ni vil en lo futuro.
Si te infundió tu padre la energía
Con que cumplir solía dichos y hechos,
No ha de ser infructuoso tu camino.
Mas si no eres de él hijo y de Penélope,
No lograrás el bien que te propones,
Pues pocos hijos salen semejantes
A sus padres, y muchos empeoran,
Y son pocos o raros los mejores,
Mas como no serás en lo futuro
Insensato ni vil, pues la prudencia
De Ulises no parece te ha dejado,
Yo en el logro confío de tu intento.
Desprecia, pues, las obras y designios
De esos necios e inicuos pretendientes
Sin seso ni virtud, que no conocen
La muerte y hado cruel que tienen cerca
Y habrá de destruirlos en un día.
Tu viaje no está lejos de cumplirse;
Porque yo, antiguo amigo de tu padre,
Te voy a aparejar una galera
Y a acompañarte en ella, si tú quieres.
Ve a palacio; preséntate a los procos;
Prepara bastimentos para el viaje;
Colócalos, por clases, en sus vasos:
En ánforas el vino; en cueros densos
La blanca harina, vida de los hombres.
Yo, al punto, compañeros voluntarios
Reuniré en el pueblo. Hay en la isla,
Entre nuevas y viejas, muchas naves.
Yo la mejor elegiré, y en breve
Al dilatado mar la botaremos”.
Así dijo, y Telémaco no estuvo
Ocioso, sino lleno de amargura
Volvió a palacio, y desollando cabras,
Y chamuscando cerdos en el patio
Encontró a los soberbios pretendientes.
Antínoo, sarcástico riéndose,
Se dirigió al encuentro de Telémaco,
Y asiéndole una mano, habló y le dijo
De esta suerte: “Telémaco soberbio,
Alma falta de freno, no te cuides
De revolver ahora en tus entrañas
Hechos ni dichos malos, sino come
Y bebe con nosotros, como enantes.
Ya todas esas cosas que apeteces
Te pondrán en la mano los aqueos;
La nave y compañeros escogidos,
Para que llegues pronto a la divina
Pilos, buscando nuevas de tu padre”.
Respondiole Telémaco discreto:
“Antínoo, no puedo con vosotros,
Insolentes, comer contra mi gusto
Y alegrarme tranquilo. ¡Qué! ¿no os basta
El haber destruido mis hermosas
Y mejores haciendas, cuando niño
Era yo tierno aún? Mas ya soy hombre;
Ya me instruyo oyendo a otros; ya conozco
Que me crece el valor dentro del pecho,
Y bien a Pilos vaya, bien me quede
En la tierra natal, suerte funesta
Probaré de lanzar sobre vosotros.
Partiré, pues (no en balde, a lo que auguro),
Ya que no tengo nave ni remeros,
Cual pasajero simple; pues tal modo
Habéis creído todos excelente”.
Dijo así; y desasió de la de Antínoo
La mano, sin esfuerzo. En tanto andaban
Su festín preparándose los procos,
Burlándose del joven y riendo.
Uno de aquellos mozos engreídos,
Dijo: “Es cierto que piensa en nuestra muerte
Telémaco, y traerá sus auxiliares
De la arenosa Pilos o de Esparta,
Pues en verdad con furia lo desea.
O bien quiere ir a la fecunda Efira
A procurarse tósigos mortales
Que mezclar en las copas, y acabarnos
De un solo golpe a todos”. Otro mozo
De aquellos engreídos, dijo entonces:
“¿Quién sabe si después que de aquí parta
En la cóncava nave, andará errando,
Y morirá también, como su padre,
Lejos de sus amigos? Pero de esto
Una nueva fatiga nos vendría.
Partiríamos todos sus haciendas;
Y el palacio a Penélope y al hombre
Que casase con ella le daríamos”.
Así hablaban. Telémaco a una sala
Grande y alta de techos, donde Ulises
Guardaba sus riquezas, bajó luego.
Allí había montones de oro y bronce,
Cofres llenos de ropas, y abundancia
De perfumado aceite; y a lo largo
Del muro, en orden puestos, tinajones
Con dulce vino añejo, licor puro
Y divino, guardado para el día
En que acaso, después de mil trabajos
Ulises retornase a sus hogares.
Puerta muy bien labrada, de dos hojas,
Con ajustes perfectos, esta pieza
Cerraba, y dentro de ella noche y día,
Con insigne cautela, los tesoros
Vigilaba Euriclea, anciana hija
De Opos, y nieta de Pisénor. A ésta,
Llamándola a aquel sitio, dijo el joven:
“Ama, ven a sacarme en los toneles
Del vino más suave y oloroso,
Después del que tú guardas para el día
En que mi heroico padre a su palacio
Vuelva libre del Hado y de la muerte.
Llena doce, y los cubres con sus tapas.
Ponme también de harina muy molida,
En unos cueros recios, bien cosidos,
Veinte medidas. Mira que tú sola
Lo sepas; tenlo todo preparado,
Y yo vendré a tomarlo por la noche,
Cuando mi madre suba a su aposento
Y trate de dormirse. Marcho a Esparta
Y a la arenosa Pilos, por si logro
Del regreso del padre alguna nueva”.
La nodriza Euriclea, al oír esto,
Gimió, y a su Telémaco querido
Dirigió estas palabras voladoras:
“Hijo mío querido, ¿por qué piensas
En semejante cosa? ¿Por qué quieres
Tú, hijo solo y amado, tierras tantas
Recorrer? Lejos ¡ay! de sus hogares,
Y en tierra extraña, nuestro noble Ulises
No hay duda que murió. Luego que ausente
Sepan ésos que estás, para matarte
A traición y partirse tus haciendas,
Mil asechanzas pensarán. En casa
Quédate entre los tuyos; mejor esto
Es que andar por el mar pasando males”.
Telémaco prudente respondiole:
“Tranquilízate, anciana; no he tomado
Sin voluntad de Dios este consejo;
Pero jura que nada de mi viaje
A mi querida madre has de decirle
Hasta pasados once o doce días,
A no ser que el no verme le doliese,
O supiese mi marcha, porque temo
Que a su cuerpo gentil el llanto dañe”.
Esto dicho, prestó la buena anciana
El grande juramento de los dioses,
Y después de jurar solemnemente
Fue a cumplir al instante sus mandados.
Envasó el dulce vino en los toneles,
E hinchió de harina cueros bien cosidos;
En tanto que Telémaco en su casa
Hablaba con los vanos amadores.
Minerva, la deidad de verdes ojos,
Ordenó por entonces otra cosa.
Tomando la figura de Telémaco,
Recorrió la ciudad paso por paso,
Rogando a los que hallaba que acudiesen
Por la noche a juntarse en su navío.
A Noemón, ilustre hijo de Fronio,
Pidió también un barco muy ligero,
Y él se lo prometió de muy buen grado.
Púsose el sol, y todos los caminos
Oscureció la noche. Al agua entonces
Botó el barco la diosa, y en él puso
Todos los aparejos con que suelen
Darse a la mar las naves bien armadas;
Lo colocó del puerto en una punta,
Y en rededor los bravos compañeros
Se fueron reuniendo, y a cada uno
Animaba la diosa con palabras.
Minerva, la deidad de verdes ojos,
Ordenó por entonces otra cosa.
Fue al palacio de Ulises el divino,
Y allí infundió a los procos dulce sueño,
Tal que, sin tino ya, cuando bebían
Se escapaban las copas de sus manos.
Y entonces a dormir se fueron todos,
Y no más se sentaron, porque el sueño
Les cargaba los ojos. De allí vuelta
La ojos verdes Minerva, con el habla
Y el cuerpo de Mentor, de su palacio
Salir hizo a Telémaco, diciéndole
De esta suerte: “Sentados junto al remo,
Esperan tu llegada los valientes
Compañeros de grebas primorosas:
Ea, no dilatemos más el viaje”.
Dijo, y marchó delante con presteza:
El príncipe siguiola, y en llegando.
A la orilla del mar, sus compañeros
Esperándole halló junto a la nave.
El divino Telémaco les dijo:
“Venid, amigos míos, a mi casa
A traer las provisiones para el viaje:
Nada saben mi madre ni las siervas,
Pues sólo hay una al cabo del asunto”.
Dijo, y marchó delante y le siguieron
Todos los compañeros a la nave
Sólidamente armada, de palacio
Trajeron cuantas cosas el querido
Hijo de Ulises les mandó, que luego
Se embarcó, precedido de Minerva,
Que se sentó en la popa y a su lado
Telémaco el prudente; las amarras
Picaron los remeros, y embarcándose,
Cada cual en su banco colocose.
Envioles entonces la ojos verdes
Un viento favorable, el fuerte Céfiro
Que por la mar profunda resonaba;
Telémaco aprestarse a las maniobras
Mandó a sus compañeros. Obedientes
El gran mástil de abeto levantaron;
En el hueco central de la traviesa
Lo metieron y atáronlo con cables;
Y al fin con corregüelas retorcidas
La blanca vela izaron. Hinchó el viento
El centro de la vela; y mientras iba
La nave por el mar, la onda purpúrea
Resonaba en la quilla, que las aguas
Cortaba velozmente. Luego, atados
Los náuticos avíos en la nave,
Los toneles de vino hasta la boca
Llenos, enderezaron, y a los númenes
Eternos ofrecieron libaciones;
Y más que a todos, a la de ojos verdes
Hija del sumo Jove, que el camino
Durante aquella noche, y a la vuelta
Del alba, recorrió siempre a su lado.