domingo, 1 de noviembre de 2020

Marguerite Yourcenar y Aurora Bernárdez: Sixtina

 

SIXTINA

GHERARDO PERINI

 

El Maestro me dijo:

—He aquí el mojón en el cruce de los caminos, a unas dos millas de la Puerta del Pueblo. Estamos tan lejos de la ciudad que los que parten, cargados de recuerdos, al llegar aquí casi han olvidado a Roma. Pues la memoria de los hombres es semejante a esos viajeros fatigados que en cada alto se desembarazan de algunos bultos inútiles. De suerte que llegarán con las manos vacías, desnudos, al lugar donde han de dormir, y el día del gran despertar serán como niños que nada saben de ayer. Gherardo, he aquí el mojón. El polvo de los caminos blanquea los escasos árboles que son en el campo como las columnas miliares de Dios; cerca de aquí hay un ciprés de raíces descubiertas, que vive a duras penas. Hay también una posada donde van a beber las gentes. Supongo que las mujeres ricas, vigiladas, vienen los días de semana para entregarse a sus amantes, y las familias pobres festejan el domingo comiendo. Lo supongo, Gherardo, porque en todas partes es lo mismo.

No seguiré adelante, Gherardo. No te acompañaré más lejos porque el trabajo urge y soy un viejo. Soy un viejo, Gherardo. A veces, cuando quieres mostrarte más tierno que de costumbre, me llamas padre. Pero yo no tengo hijos. Nunca encontré una mujer tan bella como mis figuras de piedra, una mujer que pudiera quedarse horas enteras inmóvil, sin hablar, como una cosa necesaria que no precisa obrar para ser, y te hace olvidar que el tiempo pasa, pues siempre está ahí. Una mujer que se deja mirar sin sonreír o sin ruborizarse, porque ha comprendido que la belleza es algo grave. Las mujeres de piedra son más castas que las otras, y sobre todo más fieles, pero son estériles. No hay fisura por donde pueda introducirse en ellas el placer, la muerte o el germen del niño, y por eso son menos frágiles. A veces se rompen, y su belleza entera queda en cada fragmento del mármol como Dios en todas las cosas, pero nada extraño penetra en ellas que les haga estallar el corazón. Los seres imperfectos se agitan y se acoplan para completarse, pero las cosas puramente bellas son solitarias como el dolor del hombre. Gherardo, no tengo hijos. Y bien sé que la mayoría de los hombres no tienen realmente un hijo: tienen a Tito, a Cayo o a Pietro, y no es la misma alegría. Si yo tuviera un hijo, no se parecería a la imagen que de él me hubiera forjado antes de que existiese. Así las estatuas que hago son diferentes de las que había soñado. Dios se ha reservado el ser conscientemente creador.

Si tú no fueras mi hijo, Gherardo, no te amaría más, pero no tendrías que preguntarme por qué. Toda mi vida he buscado respuesta a preguntas que quizá no tienen respuesta, y hurgaba el mármol como si la verdad se encontrara en el corazón de las piedras, y extendía colores para pintar muros, como si se tratara de producir acordes en un silencio demasiado grande. Pues todo calla, aun nuestra alma, o bien, somos nosotros los que no oímos.

De modo que te marchas. Ya no soy bastante joven para conceder importancia a una separación, aunque sea definitiva. Sé demasiado bien que los seres a quienes amamos y que mejor nos aman, nos abandonan insensiblemente cada instante que pasa. Y de esta manera se separan de sí mismos. Estás sentado en ese mojón y todavía te crees aquí, pero tu ser, dirigido hacia el porvenir, no se apega a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Comprendo que todo esto es una ilusión como lo demás, y que el porvenir no existe. Los hombres, que inventaron el tiempo, inventaron después la eternidad como contraste, pero la negación del tiempo es tan vana como el tiempo mismo. No hay ni pasado ni futuro, sino una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado donde todos avanzamos. Estás sentado, Gherardo, pero tus pies se ponen delante de ti en el suelo con una especie de inquietud como si probaran un camino. Llevas esas ropas de nuestro siglo que parecerán feas o simplemente extrañas cuando nuestro siglo haya pasado, pues los vestidos son siempre la caricatura del cuerpo. Te veo desnudo. Tengo el don de ver, a través del indumento, la irradiación del cuerpo, y pienso que de la misma manera los santos ven las almas. Es un suplicio cuando son feos, otro suplicio cuando son hermosos. Tú eres hermoso, con esa belleza frágil que la vida y el tiempo asedian por todas partes, y terminarán por vencerte, pero en este momento es tuya y tuya seguirá siendo en la bóveda de la iglesia donde he pintado tu imagen. Aunque un día los espejos sólo te presenten un retrato deformado donde no te atrevas a reconocerte, siempre habrá, en alguna parte, un reflejo inmóvil que se te asemeje. Y de la misma manera inmovilizaré tu alma.

Ya no me amas. Si consientes en escucharme durante una hora, es porque somos indulgentes con los que abandonamos. Me has atado y me desatas. No te lo reprocho, Gherardo. El amor de alguien es un presente tan inesperado y tan poco merecido, que siempre debe asombrarnos que no nos lo quiten mucho antes. No me inquietan los seres que no conoces todavía, sino aquellos hacia los que vas y que quizá te esperan; conocerán a alguien diferente del que creí conocer e imagino amar. No se posee a nadie (ni siquiera los que pecan lo logran) y en el arte, única posesión verdadera, el objetivo no es tanto apoderarse de un ser como recrearlo. Gherardo, no interpretes mal mis lágrimas: es mejor que aquellos a quienes amamos se vayan cuando aún podemos llorarlos.

Si te quedaras quizá tu presencia, superponiéndose, a la imagen que quiero conservar de ella, la hubiera debilitado. Así como tus vestidos son tan sólo la envoltura de tu cuerpo, eres para mí la envoltura del otro que he desprendido de ti y que te sobrevivirá. Gherardo, ahora eres más bello que tú mismo.

Sólo poseemos eternamente a los amigos que hemos abandonado.

 

TOMMAI DEI CAVALIERI

 

Soy Tommai dei Cavalieri, un joven señor apasionado por el arte. Por hermoso que sea, mi alma es aun más hermosa, de suerte que mi cuerpo, pintado en la bóveda de una iglesia, no es más que el signo geométrico de la rectitud y la fidelidad. Estoy sentado con la mano en la rodilla, en la actitud de aquel para quien levantarse es fácil. El Maestro, que me ama, me ha pintado, dibujado o esculpido en todas las posturas que nos imprime la vida, pero yo me he esculpido antes de que él me esculpiera. ¿Qué hacer? ¿A qué dios, a qué héroe, a qué mujer dedicaré esta obra maestra: yo?

¿Qué hacer? La perfección es un camino que conduce a la soledad: veo en los hombres escalones superados. El Maestro, que me aventaja por su genio, es en mi presencia un pobre hombre incapaz de dominarse, y Miguel Ángel cambiaría su ardor por mi serenidad. ¿Qué hacer? ¿He aguzado mi alma para tener una espada que no blandiré...? El Emperador loco deseaba que el universo tuviera una sola cabeza para troncharla. Si hubiera un solo cuerpo para poder abrazarlo, un solo fruto para poder gustarlo, un solo enigma para resolverlo al fin. ¿Conquistaré un imperio? ¿Construiré un templo? ¿Escribiré un poema, que durará más? El parcelamiento de la acción es un espejo roto donde no me veo entero. Se necesitan demasiadas ilusiones para desear el poder, demasiada vanidad para desear la gloria. Poseyéndome, qué enriquecimiento me aportaría el universo, —y la felicidad no me basta.

Los hombres, al contemplar mi imagen, no se preguntarán qué fui, qué hice: me alabarán por haber sido. Estoy sentado en el capitel de una columna como en la cima de un mundo, y soy un coronamiento. Oh vida, vertiginosa eminencia: aquel para quien todo es posible, no necesita intentar nada.

 

CECCHINO DEI BRACCHI

 

Yo, Miguel Ángel, entallador, he dibujado en esta bóveda la imagen de un joven de Florencia a quien quise, y que ya no existe. Está sentado en una actitud hosca, y sus brazos replegados parecen esconder su corazón. Pero los muertos tienen quizá un secreto y no quieren que se sepa.

Amé primeramente mis sueños, pues no conocía otra cosa. Luego amé a mi familia (y era, cuando lo pienso, como si me amara a mí mismo), y a los amigos que venían a mí cargados de tanta belleza que me sentía a la vez humillado y feliz. Por fin amé a una mujer. Mis padres han muerto; mis amigos, mis mayores, han partido, y unos me abandonaron para vivir y los otros quizá para la traición de la tumba. De los que quedan, dudo; aunque mis sospechas no sean justificadas, padezco tanto como si lo fueran, pues en nuestra alma es donde todo ocurre siempre. La mujer a quien amaba también se fue de este mundo, como una viajera que advierte haberse equivocado de puerta y que su casa está en otra parte. Entonces me dediqué a amar mis sueños, porque no me quedaba otra cosa. Pero los sueños también pueden traicionar, y ahora estoy solo.

Amamos porque no somos capaces de soportar la soledad. Y por la misma razón tenemos miedo de la muerte. Toda vez que he dicho en voz alta el amor que me inspiraba alguien, he visto a mi alrededor sonrisas y cabeceos, como si quienes me escucharan se creyesen mis cómplices, o se permitieran ser mis jueces. Los que no acusan nos buscan disculpas y es más triste todavía. Por ejemplo, amé a una mujer. Cuando digo que amé a una sola mujer, no hablo de las otras, las pasajeras que no son mujeres, sino tan sólo la mujer y la carne. He amado a una sola mujer y no la deseaba, e ignoro, cuando lo pienso, si es porque no era bastante hermosa o porque lo era demasiado. Pero las gentes no comprenden que la belleza sea un obstáculo y colme de antemano el deseo. Los mismos a quienes amamos no lo comprenden o no quieren comprenderlo. Se sorprenden, sufren, se resignan. Luego mueren. Entonces comenzamos a temer que nuestro renunciamiento haya pecado contra nosotros mismos, y nuestro deseo, ahora sin salida, ya irreal y obsesivo como un fantasma, cobra el aspecto monstruoso de lo que no ha sido. De todos los remordimientos del hombre el más cruel quizá es el de lo no realizado.

Amar a alguien es no sólo empeñarse en que viva, sino asombrarse de que ya no viva, como si no fuera natural morir. Y sin embargo el ser es un milagro más sorprendente que el no ser; si se reflexiona habría que descubrirse y arrodillarse delante de los que viven como ante un altar. La naturaleza, supongo, se fatiga de resistir a la nada, como el hombre de resistir a las solicitaciones del caos. En mi existencia sumida, al paso que avanzo en edad, en períodos cada vez más crepusculares, continuamente he visto que las formas de la vida perfecta tienden a borrarse ante otras más simples, más próximas a la humildad primitiva, de la misma manera que el barro es más antiguo que el granito, y el que talla estatuas apresura, después de todo, el desmenuzamiento de las montañas. El bronce de la tumba de mi padre se cubre de cardenillo en el patio de una iglesia lugareña, la imagen del joven de Florencia irá descascarándose en las bóvedas que he pintado, mis poemas a la mujer que amaba no serán comprendidos dentro de pocos años, y para los poemas es una manera de morir. Querer inmovilizar la vida es la condenación de un escultor. En eso, quizá, toda mi obra es contra natura. El mármol, donde queremos fijar una forma de la vida perecedera, va recobrando sin cesar su puesto en la naturaleza por la erosión, la pátina y los juegos de luz y sombra en planos que se creyeron abstractos y no son sin embargo más que la superficie de una piedra. Así, la eterna movilidad del universo constituye sin duda el asombro del Creador.

Besé, antes de que la pusieran en el ataúd, la mano de la única mujer que para mí daba un sentido a toda la vida, pero no besé sus labios y ahora lo lamento, como si sus labios hubieran podido enseñarme algo. Y tampoco besé al joven de Florencia, ni sus manos, ni su rostro blanco. Mas no lo lamento. Era demasiado hermoso. Era perfecto como aquellos a los que nada puede tocar, pues los muertos son todos impasibles. He visto muchos muertos. Mi padre, reintegrado a su raza, no era más que un Buonarotti anónimo; había dejado el fardo de ser él mismo; se desvanecía, en la humildad de la muerte hasta ser un simple hombre en una larga serie de hombres; su linaje no concluía en él sino en mí, su sucesor, pues los muertos son los términos de un problema que plantea, a su vez, cada uno de sus continuadores vivientes. La mujer a quien amé, después de la agonía que la sacudió como para arrancarle el alma, conservaba en los labios una sonrisa dura y triunfante, como si, victoriosa de la vida, despreciara en silencio a su adversaria vencida, y la vi enorgullecerse de haber franqueado la muerte. Cecchino dei Bracchi, mi amigo, era simplemente hermoso. Su belleza que tantos gestos, tantos pensamientos, habían fragmentado viva en expresión o en movimientos, volvía a ser intacta, absoluta, eterna; se hubiera dicho que antes de abandonarlo había compuesto su cuerpo. He visto aparecer sonrisas en la comisura de los labios exangües, filtrarse bajo los párpados cerrados, poner en un rostro el equivalente de la luz. Los muertos descansan, satisfechos, en una certidumbre que nada puede destruir, porque se anula a medida que se realiza. Y como habían superado la ciencia, supuse que sabían.

Pero quizá los muertos no saben que saben.

 

FEBO DEL POGGIO

 

Despierto. ¿Qué han dicho los otros? Aurora que todas las mañanas reconstruyes el mundo, integral de los brazos desnudos que contiene el universo, juventud, aurora del hombre. Qué me importa lo que los otros han dicho, lo que pensaban, lo que creyeron... Soy Febo del Poggio, un pillo. Los que hablan de mí dicen que mi alma es vil; quizá ni siquiera tengo alma. Existo a la manera de un fruto, de una copa de vino, o de un hermoso arco. Cuando llega el invierno, todos se alejan del árbol que no brinda sombra; una vez saciados, tiramos el carozo; ya vacía la copa, tomamos otra. Acepto. Estío, agua lustral de la mañana en los miembros ágiles, oh alegría, rocío del corazón.

Despierto. Delante de mí, detrás de mí, la noche eterna. He dormido millones de edades; dormiré millones de edades... Tengo una sola hora. ¿Vais a echarla a perder con explicaciones y máximas? Me estiro al sol sobre la almohada del placer, en una mañana que no volverá.

 

MARGUERITE YOURCENAR

Traducción de AURORA BERNÁRDEZ

Revista Sur nº 215, Buenos Aires, septiembre-octubre de 1952

 

SIXTINE

GHERARDO PERINI

     

      Le Maître m’a dit :

      – Voici la borne au croisement des routes, à deux milles environ de la Porte du Peuple. Nous sommes déjà si loin de la Ville que ceux qui partent, chargés de souvenirs, en arrivant ici ont presque oublié Rome. Car la mémoire des hommes est pareille à ces voyageurs fatigués qui se débarrassent à chaque halte de quelques bagages inutiles. De sorte qu’ils arriveront les mains vides, nus, au lieu où ils doivent dormir, et qu’ils seront, au jour du grand réveil, comme des enfants qui ne savent rien d’hier. Gherardo, voici la borne. La poussière des routes blanchit les rares arbres qui sont dans la campagne comme les milliaires de Dieu ; il y a, près d’ici, un cyprès dont les racines sont découvertes, et qui a de la peine à vivre. Il y a aussi une auberge, où les gens vont boire. Je suppose que les femmes riches, surveillées, viennent ici les jours de semaine, pour se donner à leurs amants, et que, le dimanche, les familles d’ouvriers pauvres se font une fête d’y manger. Je suppose cela, Gherardo, parce que c’est partout la même chose.

      Je n’irai pas plus loin, Gherardo. Je ne t’accompagnerai pas plus loin parce que le travail presse et que je suis un vieil homme. Je suis un vieil homme, Gherardo. Quelquefois, lorsque tu veux te montrer plus tendre que d’habitude, il t’arrive de m’appeler ton père. Mais je n’ai pas d’enfants. Je n’ai jamais rencontré une femme aussi belle que mes figures de pierre, une femme qui pût rester des heures immobile, sans parler, comme une chose nécessaire qui n’a pas besoin d’agir pour être, et vous fît oublier que le temps passe, puisqu’elle est toujours là. Une femme qui se laisse regarder sans sourire, ou sans rougir, parce qu’elle a compris que la beauté est quelque chose de grave. Les femmes de pierre sont plus chastes que les autres, et surtout plus fidèles, seulement, elles sont stériles. Il n’y a pas de fissure par où puisse s’introduire en elles le plaisir, la mort, ou le germe de l’enfant, et c’est pourquoi elles sont moins fragiles. Parfois, elles se brisent, et leur beauté tout entière reste contenue dans chaque fragment du marbre comme Dieu dans toutes les choses, mais rien d’étranger n’entre en elles pour faire éclater leur cœur. Les êtres imparfaits s’agitent, et s’accouplent pour se compléter, mais les choses purement belles sont solitaires comme la douleur de l’homme. Gherardo, je n’ai pas d’enfants. Et je sais bien que la plupart des hommes n’ont pas vraiment un fils : ils ont Tito, ou Caïo, ou Pietro, et ce n’est pas la même joie. Si j’avais un fils, il ne ressemblerait pas à l’image que je m’en serais formée, avant qu’il existât. Ainsi, les statues que je fais sont différentes de celles que j’avais d’abord rêvées. Mais Dieu s’est réservé d’être consciemment créateur.

Si tu étais mon fils, Gherardo, je ne t’aimerais pas davantage, seulement, je n’aurais pas à me demander pourquoi. Toute ma vie, j’ai cherché les réponses à des questions, qui peut-être n’ont pas de réponses, et je fouillais le marbre, comme si la vérité se fût trouvée au cœur des pierres, et j’étalais des couleurs pour peindre des murailles, comme s’il s’agissait de plaquer des accords sur un trop grand silence. Car tout se tait, même notre âme, – ou bien, c’est nous qui n’entendons pas.

      Ainsi, tu pars. Je ne suis plus assez jeune pour attacher d’importance à une séparation, fût-elle définitive. Je sais trop bien que les êtres que nous aimons, et qui nous aiment le mieux, nous quittent insensiblement à chaque instant qui passe. Et c’est de cette façon qu’ils se séparent d’eux-mêmes. Tu es assis sur cette borne, et tu te crois encore là, mais ton être, tourné vers l’avenir, n’adhère déjà plus à ce que fut ta vie, et ton absence a déjà commencé. Certes, je comprends que tout cela n’est qu’une illusion comme le reste, et que l’avenir n’est pas. Les hommes, qui inventèrent le temps, ont inventé ensuite l’éternité comme un contraste, mais la négation du temps est aussi vaine que lui. Il n’y a ni passé, ni futur, mais seulement une série de présents successifs, un chemin, perpétuellement détruit et continué, où nous avançons tous. Tu es assis, Gherardo, mais tes pieds se posent devant toi sur le sol avec une sorte d’inquiétude comme s’ils essayaient une route. Tu es vêtu de ces habits de notre siècle qui paraîtront hideux, ou simplement étranges, quand notre siècle sera passé, car les vêtements ne sont jamais que la caricature du corps. Je te vois nu. J’ai le don de voir, à travers le vêtement, le rayonnement du corps, et c’est de cette façon, je pense, que les saints voient les âmes. C’est un supplice, quand ils sont laids ; quand ils sont beaux, c’est un autre supplice. Tu es beau, de cette beauté fragile que la vie et le temps assiègent de toutes parts, et finiront par te prendre, mais en ce moment, elle est tienne, et tienne elle restera sur la voûte de l’église où j’ai peint ton image. Même si, un jour, ton miroir ne te présentait plus qu’un portrait déformé où tu n’osais te reconnaître, il y aura toujours, quelque part, un reflet immobile qui te ressemblera. Et c’est de la même façon que j’immobiliserai ton âme.

      Tu ne m’aimes plus. Si tu consens à m’écouter durant une heure, c’est qu’on est indulgent envers ceux qu’on abandonne. Tu m’as lié, et tu me délies. Je ne te blâme pas, Gherardo. L’amour d’un être est un présent si inattendu, et si peu mérité, que nous devons toujours nous étonner qu’on ne nous le reprenne pas plus tôt. Je ne suis pas inquiet de ceux que tu ne connais pas encore, mais vers lesquels tu vas et qui t’attendent peut-être : celui qu’ils connaîtront sera différent de celui que je crus connaître, et que je m’imagine aimer. On ne possède personne (ceux qui pèchent même n’y parviennent pas) et l’art étant la seule possession véritable, il s’agit moins de s’emparer d’un être que de le recréer. Gherado, ne te méprends pas sur mes larmes : il vaut mieux que ceux que nous aimons s’en aillent, lorsqu’il nous est encore loisible de les pleurer. Si tu restais, peut-être ta présence, en s’y superposant, eût affaibli l’image que je tiens à conserver d’elle. De même que tes vêtements ne sont que l’enveloppe de ton corps, tu n’es plus pour moi que l’enveloppe de l’autre, que j’ai dégagé de toi, et qui te survivra. Gherardo, tu es maintenant plus beau que toi-même.

      On ne possède éternellement que les amis qu’on a quittés.

 

TOMMAI DEI CAVALIERI

 

Je suis Tommai dei Cavalieri, un jeune seigneur, passionné d’art. Si beau que je sois, mon âme est cependant plus belle, de sorte que mon corps, peint sur la voûte d’une église, n’est plus que le signe géométrique de la droiture et de la fidélité. Je suis assis, la main sur le genou, dans la pose de celui pour qui se lever est facile. Le Maître, qui m’aime, m’a peint, dessiné, ou sculpté dans toutes les attitudes que nous imprime la vie, mais je me suis sculpté avant qu’il me sculptât. Que faire ? À quel dieu, à quel héros, à quelle femme dédierai-je ce chef-d’œuvre : moi ?

      Que faire ? La perfection est un chemin qui ne mène qu’à la solitude : je ne vois plus dans les hommes que des échelons dépassés. Le maître, qui a de plus que moi son génie, n’est en ma présence qu’un pauvre homme qui ne se possède plus, et Michel-Ange échangerait son ardeur contre ma sérénité. Que faire ? Ai-je aiguisé mon âme pour n’avoir qu’une épée, que je ne brandirai pas ?... L’Empereur dément souhaitait que l’univers n’eût qu’une seule tête, afin de la trancher. Que n’est-il un seul corps, pour que je puisse l’étreindre, un seul fruit, que je puisse cueillir, une seule énigme, que je résolve enfin. M’emparerai-je d’un empire ? Construirai-je un temple ? Écrirai-je un poème, qui durera davantage ? Le morcellement de l’action me désabuse d’agir, et chaque victoire n’est qu’un miroir brisé, où je ne me vois pas tout entier. Il faut trop d’illusions pour désirer la puissance, trop de vanité pour désirer la gloire. Me possédant, quel enrichissement m’apporterait l’univers, – et le bonheur ne me vaut pas.

      Les hommes, en contemplant mon image, ne se demanderont pas ce que je fus, ce que je fis : ils me loueront d’avoir été. Je suis assis sur le chapiteau d’une colonne, comme au sommet d’un monde, et suis moi-même un couronnement. Ô vie, vertigineuse imminence : celui à qui tout est possible n’a plus besoin de rien tenter.

 

CECCHINO DEI BRACCHI

     

      Moi, Michel-Ange, tailleur de pierre, j’ai dessiné sur cette voûte l’image d’un jeune homme de Florence, qui m’était cher, et qui n’est plus. Il est assis dans une attitude farouche, et ses bras repliés semblent cacher son cœur. Mais les morts ont peut-être un secret, qu’ils ne veulent pas qu’on sache.

      J’ai aimé, premièrement, mes rêves, car je ne connaissais rien d’autre. Puis, j’ai aimé ma famille (et c’était, quand j’y pense, comme si je m’aimais moi-même), et les amis qui venaient à moi, chargés de tant de beauté que j’en étais à la fois humilié et heureux. Enfin, j’ai aimé une femme. Mes parents sont morts ; mes amis, mes aimés sont partis : et les uns m’ont quitté pour vivre, et les autres peut-être pour la trahison du tombeau. De ceux qui restent, je doute ; même si mes soupçons ne sont pas justifiés, je souffre autant que s’ils l’étaient, car c’est dans notre esprit que tout a toujours lieu. La femme que j’aimais, elle aussi, s’en est allée de ce monde, comme une étrangère qui s’aperçoit qu’elle s’est trompée de porte et que sa maison est ailleurs. Alors, je me suis remis à n’aimer que mes rêves, parce qu’il ne me restait plus rien d’autre. Mais les rêves aussi peuvent trahir, et maintenant, je suis seul.

      Nous aimons, parce que nous ne sommes pas capables de supporter d’être seuls. Et c’est pour la même raison que nous avons peur de la mort. Quand il m’est arrivé de dire tout haut l’amour que m’inspirait un être, j’ai vu autour de moi des clins d’yeux et des hochements de tête, comme si ceux qui m’écoutaient se croyaient mes complices, ou se permettaient d’être mes juges. Ceux qui ne vous accusent pas vous cherchent des excuses, et c’est encore plus triste. Par exemple, j’ai aimé une femme. Quand je dis n’avoir aimé qu’une seule femme, je ne parle pas des autres, les passantes, qui ne sont pas des femmes, mais seulement la femme et la chair. Je n’ai aimé qu’une seule femme, que je ne désirais pas, – et j’ignore, quand j’y pense, si c’était parce qu’elle n’était pas assez belle, ou parce qu’elle l’était trop. Mais les gens ne comprennent pas que la beauté soit un obstacle, et comble d’avance le désir. Ceux mêmes que nous aimons ne le comprennent pas, ou ne veulent pas le comprendre. Ils s’étonnent, ils souffrent, ils se résignent. Puis, ils meurent. Alors, nous commençons à craindre que notre renoncement ait péché contre nous-mêmes, et notre désir, maintenant sans issue, devenu irréel et obsédant comme un fantôme, prend l’aspect monstrueux de tout ce qui n’a pas été. De tous les remords de l’homme, le plus cruel peut-être est celui de l’inaccompli.

      Aimer quelqu’un, ce n’est pas seulement tenir à ce qu’il vive, c’est aussi s’étonner qu’il ne vive plus, comme s’il n’était pas naturel de mourir. Et cependant, l’être est un miracle plus surprenant que le non-être ; c’est devant ceux qui vivent, si l’on réfléchit, qu’il faudrait se découvrir et s’agenouiller comme devant un autel. La nature, je suppose, se fatigue de résister au néant, comme l’homme de résister aux sollicitations du chaos. Dans mon existence, plongée à mesure que j’avance en âge dans des périodes de plus en plus crépusculaires, j’ai vu continuellement les formes de la vie parfaite tendre à s’effacer devant d’autres, plus simples, plus près de l’humilité primitive, à la façon dont la boue est plus ancienne que le granit ; et celui qui taille des statues ne fait, après tout, que hâter l’émiettement des montagnes. Le bronze de la tombe de mon père se vert-de-grise dans la cour d’une église villageoise, l’image du jeune homme de Florence ira s’écaillant sur les voûtes que j’ai peintes, mes poèmes pour la femme que j’aimais, dans peu d’années, ne seront plus compris, et c’est pour les poèmes une manière de mourir. Vouloir immobiliser la vie, c’est la damnation du sculpteur. C’est en quoi, peut-être, toute mon œuvre est contre nature. Le marbre, où nous croyons fixer une forme de la vie périssable, reprend à tout instant sa place dans la nature, par l’érosion, la patine, et les jeux de la lumière et de l’ombre sur des plans qui se crurent abstraits, mais ne sont cependant que la surface d’une pierre. Ainsi, l’éternelle mobilité de l’univers fait sans doute l’étonnement du Créateur.

      J’ai baisé, avant qu’on la mît au cercueil, la main de la seule femme qui, pour moi, donnait un sens à toute la vie, mais je n’ai pas baisé ses lèvres, et maintenant, je le regrette, comme si ses lèvres eussent pu m’apprendre quelque chose. Et je n’ai pas non plus baisé le jeune homme de Florence, ni ses mains, ni son visage blanc. Seulement, je ne le regrette pas. Il était trop beau. Il était parfait comme ceux que rien ne peut atteindre, car les morts sont tous impassibles. J’ai vu bien des morts. Mon père, rentré dans sa race, n’était plus qu’un Buonarroti anonyme : il avait déposé le fardeau d’être soi ; il s’effaçait, dans l’humilité du trépas, jusqu’à n’être qu’un nom dans une longue série d’hommes ; sa lignée n’aboutissait plus à lui, mais à moi, son successeur, car les morts ne sont que les termes d’un problème que pose, tour à tour, chacun de leurs continuateurs vivants. La femme que j’aimais, après l’agonie qui l’avait secouée comme pour lui arracher son âme, gardait sur les lèvres un dur et triomphant sourire, comme si, victorieuse de la vie, elle méprisait en silence son adversaire vaincue, et je l’ai vu s’enorgueillir d’avoir franchi la mort. Cecchino dei Bracchi, mon ami, était simplement beau. Sa beauté, que tant de gestes, de pensées, avaient morcelée vivante en expressions ou en mouvements, redevenait intacte, absolue, éternelle : on eût dit qu’avant de le quitter il avait composé son corps. J’ai vu des sourires remonter le coin des lèvres exsangues, filtrer sous les paupières closes, mettre sur un visage l’équivalent de la lumière. Les morts se reposent, satisfaits, dans une certitude que rien ne peut détruire, parce qu’elle-même s’annule à mesure qu’elle s’accomplit. Et, parce qu’ils avaient dépassé la science, j’ai supposé qu’ils savaient.

      Mais peut-être les morts ne savent-ils pas qu’ils savent.

     

FEBO DEL POGGIO

     

Je m’éveille. Qu’ont dit les autres ? Aurore, qui, chaque matin, reconstruis le monde ; intégrale des bras nus qui contiens l’univers ; jeunesse, aurore de l’homme. Que m’importe ce que d’autres ont dit, ce qu’ils pensaient, ce qu’ils crurent... Je suis Febo del Poggio, un drôle. Ceux qui parlent de moi disent que j’ai l’âme basse ; peut-être, je n’ai même pas d’âme. J’existe à la façon d’un fruit, d’une coupe de vin, ou d’un bel arbre. Quand vient l’hiver, on s’éloigne de l’arbre qui n’offre plus d’ombrage ; rassasié, on jette le noyau ; la coupe vidée, on s’empare d’une autre. J’accepte. Été, eau lustrale du matin sur les membres agiles ; ô joie, rosée du cœur...

Je m’éveille. J’ai devant moi, derrière moi, la nuit éternelle. Des millions d’âges, j’ai dormi ; des millions d’âges, je vais dormir... Je n’ai qu’une heure. Qu’alliez-vous la gâter d’explications et de maximes ? Je m’étire au soleil, sur l’oreiller du plaisir, par un matin qui ne reviendra plus.

1931.