EL AGUA EN LA PIEDRA
A veces un nódulo de ágata de dimensiones modestas,
sopesado, parece anormalmente liviano. Se sabe entonces que es hueco y tapizado
de cristales. Si lo sacudimos cerca de la oreja, sucede, pero rara vez, que
deja oír un ruido de líquido batiendo las paredes. Sin duda una agua lo habita;
quedó prisionera de esa cárcel de piedra desde el principio del planeta. Nace
el deseo de divisar esa agua anterior.
Es preciso bruñir lentamente la superficie rugosa,
la corteza de la geoda y luego, aún con mayor precaución, la calcedonia interna
hasta el momento en que, detrás del tabique traslúcido, una mancha oscura se
mueve. Tiembla con la mano que sostiene la piedra y su nivel permanece
obstinadamente horizontal, sea cual fuere la inclinación que se le dé. Es agua,
o por lo menos, un fluido de antes del agua, conservado desde épocas tan
remotas que no conocían sin duda manantiales, ni lluvias, ni ríos, ni océanos.
Nada líquido entonces excepto los metales en fusión, pronto solidificados;
quizá, en algunas cavidades perdidas, el veloz y paradojal mercurio, espejo
fugitivo, líquido y frío, el único metal que necesita para helarse una severa
temperatura que el planeta entibiado no está aún cerca de alcanzar, en fin, esa
agua secreta que seguramente del agua jamás tuvo sino la apariencia.
A la más leve fisura, al primer agujerito, así fuese
más fino que un pelo, se volatiliza en menos tiempo del que toma decirlo. Sólo
una presión extraordinaria la mantiene líquida. La más mínima salida le basta
para desaparecer inmediatamente, evaporada en un santiamén después de la larga
reclusión.
Por lo tanto, no se encuentra esa agua cautiva sino
en las substancias menos porosas, como el cuarzo o la calcedonia que vedan, o
poco falta, toda ósmosis, toda transpiración. Aunque la calcedonia no es una
prisión del todo segura, puesto que hábiles artesanos, entre Eiffel y el
Hunsrück, consiguen infiltrarle colores. El cristal de roca, solo, es
refractario a toda fuga. El líquido queda en los vacíos paralelos que separan
las capas superpuestas de ciertas agujas. Éstas parecen haberse desarrollado en
brincos sucesivos. Entre cada nuevo estirón, como entre las ventanas dobles, un
líquido no menos transparente que los tabiques que lo retienen se ha instalado
desde el comienzo de las edades, a la vez entrampado y evadido de terribles
emociones. Desde entonces las burbujas esféricas o alargadas vagan sin fin en
un laberinto de enredos invisibles. Según se coloque el cristal, en un sentido
o en otro, esas burbujas suben, bajan, se mueven oblicuamente, se internan en
un surco imprevisto sin encontrarse jamás. Cada una en su dédalo, de tamaño, de
talla diversa y sin tregua deformadas por los obstáculos que sortean, perpetúan
absurdamente las figuras invariables y cambiantes de una contradanza, de un carrusel
sin desenlace.
En el cuarzo, el agua está generalmente repartida en
varias células que casi enteramente ocupa. En la calcedonia, está recogida en
un solo bolso; el espacio que la cubre es tan alto y tan vasto que se diría el
cielo sobre algún estanque embrujado. Los remansos del líquido agregan en
filigrana ese lago sonoro e indistinto, achicado hasta caber en el interior de
una piedra, como el misterio de un paisaje espectral, brumoso, y sin embargo
más real y pesado que los paisajes evasivos que la imaginación, al primer
llamado, se apresura a proyectar en los dibujos del ágata.
Sobre ésta, circular y combada, gruesos copos
amarillos de un cielo de nieve presionan hacia el centro una ventana irregular
de amatista cuyos prismas soldados dibujan una vidriera de minúsculos elementos
hexagonales. Los del centro son casi incoloros y parecen existir únicamente
como apertura más íntima practicada en pleno vitral.
Cuando uno inclina la geoda la línea oscura del agua
sube y baja detrás del hueco y es como un parpadeo lento; o la noche que cae y
se levanta como respiración de lava en el cráter de los volcanes; o,
perceptible por ese ojo de buey únicamente, el flujo y reflujo inexplicable de
un mar inmenso y solitario, sin luna ni riberas.
El azul tormenta de una calcedonia nocturna llena
otra vez la superficie de la piedra. Sobre el borde, manchas de púrpura o de
bermellón se ensanchan en torno a los velos lívidos cortados netamente por el
pulido. Su cola oblicua desaparece pronto en el espesor del mineral, andrajos aprisionados
en el hielo. Abajo, estratos lechosos, más claros y más oscuros, dibujan otros
tantos horizontes escalonados, o los reflejos de un astro invisible sobre el
avance de olas paralelas. Encima, enormes nubarrones se estremecen con mil
amenazas oscuras y alguna más explícita; a guisa de postrera intimación, un
meteoro consumado en pleno cielo desgarra por su propia caída, trágico, las
tinieblas.
Las dos fases del ágata están igualmente bruñidas y
son del mismo azul nocturno. Ofrecen un idéntico espejo, cargado de presagios e
invectivas. Entre ellas, como garantía de la terrible promesa, se desplaza la
sombra del agua oculta de los orígenes, cuyo chapoteo se oye. Creo que nadie
puede ser insensible a la emoción que engendra semejante presencia. Ese vaso,
el más cerrado, jamás fue abierto. Ni siquiera fue soldado al nacer, como
ampolla de vidrio. Un vacío se ahuecó allí, por sí mismo, en el corazón de la
masa. Nadie, ninguna fuerza hizo penetrar el fluido incorruptible que contiene
y que, desde entonces, permanece impotente para escapar como para secarse.
El viviente que lo mira comprende que no es, por su
parte, ni tan durable ni tan firme. Ni tan ágil ni tan puro. Se siente sin
alegría en el extremo de otro imperio y súbitamente ajeno al universo: un intruso
atontado. Yo adivino demasiado, por obsesión personal, qué meditaciones, por lo
menos qué vagos ensueños un pasajero de la tierra puede empezar a devanar a
partir de estos guijarros habitados por un líquido: un poco de agua geológica
que quedó presa en la cárcel transparente de una piedra hermética.
ROGER CAILLOIS
Traducción de VICTORIA OCAMPO
Revista Sur nº 338. Buenos Aires, enero-diciembre de 1976
L’EAU DANS LA PIERRE
Parfois un nodule d’agate,
de dimensions modestes, soupesé, paraît anormalement léger. On sait alors qu’il
est creux et tapissé de cristaux. Si on le secoue près de l’oreille, il arrive,
mais très rarement, qu’il fasse entendre un bruit de liquide battant les
parois. À coup sur, une eau l’habite, demeurée prisonnière dans une geôle de pierre
depuis le début de la planète. Le désir nait d’apercevoir cette eau antérieure.
Il faut polir lentement la
surface rugueuse, l’écorce de la géode, puis, avec plus de précautions encore,
la calcédoine interne jusqu’au moment où, derrière la cloison translucide, une
tache sombre se meut. Elle tremble avec la main qui tient la pierre, et son
niveau reste obstinément horizontal, quelque inclinaison qu’on donne à
celle-ci. C’est l’eau ou, du moins, un fluide d’avant l’eau, conservé d’époques
si lointaines qu’elles ne connaissaient sans doute ni sources ni pluies, ni
fleuves ni océans. De liquide, rien alors que des métaux en fusion bientôt
solidifiés, peut-être, en quelques cavités perdues, le véloce et paradoxal
mercure, miroir fugitif, liquide et froid, seul métal qu’il faille pour geler
une sévère température que la planète attiédie n’est pas encore près
d’atteindre: enfin cette eau secrète qui assurément de l’eau n’eut jamais que
l’apparence.
À la plus légère fissure, à
la première percée, fût-elle plus mince que cheveu, elle fuse et se volatilise
en moins temps qu’il ne faut pour le dire. Seule une pression extraordinaire la
maintenait liquide. La moindre issue luit pour disparaitre sur-le-champ,
évaporée en un éclair après la plus longue réclusion.
Aussi ne trouve-t-on cette
eau captive que dans les substances les moins poreuses, comme le quartz ou la
calcédoine, qui interdisent ou peu s’en faut toute osmose, toute transpiration.
Encore la calcédoine n’est-elle pas une prison tout à fait sûre, puisque des
artisans habiles, entre l’Eifel et le Hunsrück, parviennent à y infiltrer une
couleur. Le cristal de roche, seul, est assez étanche pour qu’aucune fuite ne
soit à redouter. Le liquide se tient dans les vides parallèles qui séparent les
couches superposées de certaines aiguilles. Celles-ci semblent s’être
développées par bonds intermittents. Entre chaque nouvelle poussée, comme entre
des doubles fenêtres, un liquide non moins transparent que les cloisons qui le
retiennent s’est trouvé, au commencement des âges, à la fois pris au piège et
rescapé de terribles émois. Depuis, des libelles sphériques ou allongés errent
sans fin dans un labyrinthe de chicanes invisibles. Selon qu’on tourne le
cristal dans un sens ou dans l’autre, ces bulles montent, descendent,
obliquent, s’engagent dans une rigole imprévue, sans se rencontrer jamais.
Chacune dans son dédale, de tailles diverses et sans cesse déformées par les
obstacles qu’elles contournent, elles perpétuent absurdement les figures
invariables et changeantes d’un chassé-croisé, d’un carrousel sans dénouement.
Dans le quartz, l’eau est à
l’ordinaire répartie en plusieurs cellules quelle occupe presque entièrement.
Dans la calcédoine, elle est ramassée en une seule poche; l’espace au-dessus
d’elle est si haut et si vaste qu’on dirait le ciel recouvrant quelque étang
ensorcelé. Les remous du liquide ajoutent en filigrane ce lac sonore et
indistinct, rapetissé jusqu’a tenir à l’intérieur d’une pierre, comme le
mystère d’un paysage spectral, brumeux, pourtant plus réel et plus lourd que
les paysages évasifs que l’imagination, au premier appel, se hâte de projeter
dans les dessins des agates.
Sur celle-ci, circulaire et
bombée, les gros flocons jaunes d’un ciel de neige pressent vers le centre une fenêtre
irrégulière d’améthyste, dont les prismes soudés dessinent une verrière aux
minuscules éléments hexagonaux. Ceux du centre sont presque incolores et
paraissent n’exister que comme une ouverture seconde pratiquée dans le vitrail
plein. Quand on incline la géode, la ligne sombre de l’eau monte et descend
derrière la baie et c’est comme une lente paupière ; ou la nuit qui tombe ou
qui s’élève telle une respiration de lave aux cratères des volcans ; ou,
perceptible par ce hublot seul, le flux et le jusant inexplicables d’une mer
immense et seule, sans lime ni rivages.
Le bleu d’orage d’une
calcédoine nocturne emplit une autre fois la surface de la pierre. Sur le bord,
des taches de pourpre ou de vermillon s’élargissent autour des voiles livides
tranchés net par le polissage. Leur traine oblique disparaît vite dans
l’épaisseur du minéral, comme guenilles prises par la glace. Tout en bas, des
traces laiteuses, plus claires ou plus foncées, dessinent autant d’horizons
étagés ou les reflets d’un astre invisible sur l’avancée des vagues parallèles.
Au-dessus, d’énormes nuées frémissent de mille menaces obscures et d’une plus
explicite : en guise d’ultime semonce, un météore consumé en plein ciel par sa
propre chute fait un accroc tragique aux ténèbres.
Les deux faces de l’agate
sont également polies et du même bleu nocturne. Elles offrent un miroir
identique, chargé de présages et d’invectives. Entre elles, qui semble en
garantir la terrible promesse, l’eau cachée des origines dont on voit l’ombre
se déplacer et dont l’oreille entend le clapotis. Je crois que nul ne reste
insensible à l’émotion qu’engendre pareille présence. Ce vase le plus clos
jamais ne fut ouvert. Il ne fut même pas soudé à sa naissance, comme ampoule de
verre. Un vide s’y creusa de lui-même au cœur de la masse. Nul ni nulle force
n’y fit pénétrer le fluide incorruptible qu’il contient et qui, depuis lors,
demeure impuissant à s’en échapper comme à s’y dessécher.
Le vivant qui le regarde
comprend qu’il n’est, pour sa part, ni si durable ni si ferme. Ni si agile ni
si pur. Il se connait sans joie a l’extrémité d’un autre empire, et soudain si
étranger à l’univers : un intrus hébété.
Je ne devine que trop, par obsession personnelle, quelles méditations,
du moins quelles rêveries vagues, un passager du monde peut commencer de
dévider à partir de ces cailloux hantés d’une liqueur, un peu d’eau géologique
restée prisonnière dans la poche transparente d’une pierre hermétique.