sábado, 23 de mayo de 2020

Paul Groussac: La herencia

PAUL GROUSSAC

Aunque nacido en Francia, debe ser considerado, a los efectos literarios, como argentino. Sus libros tratan de nuestra historia, de nuestros hombres representativos, de nuestras costumbres y de nuestros paisajes. Groussac es principalmente un historiador, y en segundo lugar un formidable polemista y un crítico de historia. Su obra reviste carácter docente en cuanto ha enseñado a manejar los documentos; ha inculcado entre los escritores de las generaciones siguientes —aunque ¡ay! predicando a veces en el desierto— el culto de la seriedad literaria y el odio de la improvisación; y ha mostrado con su ejemplo que el modo de hacer obra civilizada y europea es supeditar la palabra al concepto, y no el concepto a la palabra, como es de uso entre los mulatos literarios de toda América. Ha evocado la época colonial en páginas vivientes y coloridas, y ha trazado retratos magistrales. Su prosa es elegante, clara, sobria y de una rara exactitud. Sus mejores libros son: Santiago de Liniers, Del Plata al Niágara, Los que pasaban y Mendoza y Garay. Tiene una interesante novela argentina: Fruto vedado, y ha publicado unos pocos cuentos. Groussac es, entre nosotros, el escritor de mayor prestigio.

Los mejores cuentos (Editorial Patria, Buenos Aires, 1919).

LA HERENCIA

Aquella mañana (mayo de 189...) el célebre doctor Broda, profesor ordinario de patología mental en la universidad de Praga, según reza el programa semestral — Psychiatriam bis p. h. h. IX docebit — alcanzó un verdadero triunfo académico ante los numerosos estudiantes que rodeaban su cátedra.
No por esto imaginen mis lectores latinos que se tratara de arranques oratorios a lo Castelar ni de variaciones retóricas, parecidas a la filosofía para damas de nuestro Caro, en la Sorbona: enseñanza espumante que en una hora llena la copa cerebral de cada oyente y se disipa en tres minutos sin dejar en el fondo una gota de líquido nutritivo. El Dr. Broda era muy amante y respetuoso de la ciencia para sacrificarla en aras de la fraseología elocuente y teatral. También es probable que, aunque quisiera, no habría podido ser gracioso. Realmente, su aspecto no revelaba al parroquiano de Corinto: era un viejecito seco y nervioso, cuyo cuerpo, retorcido como cepa de vid, flotaba en una inmensa levita negra; el rostro arrugado y lampiño, de larga nariz inquisidora, parecía que hubiera reconcentrado todo su capital piloso en las cejas enormes, donde se enredaban los anteojos inamovibles; sobre la frente baja se erizaba el corto cabello gris; y de esa cara acorchada, de esa mirada aguda que brillaba tras el cristal, de esas manos nudosas y ágiles, de ese magro conjunto, que recordaba a un lobo de los Cárpatos, se desprendía —acaso por el timbre armonioso de la voz— una impresión de nobleza intelectual y de profunda simpatía humana.
Habíale tocado esa mañana concluir su estudio de la locura hereditaria con un cuadro conmovedor de las impulsiones casi gemelas al suicidio y homicidio. Con su método habitual, el sabio maestro había dado lectura de cuantos documentos y extractos de publicaciones trajera de su casa, en la voluminosa cartera que toda la población de Praga conocía de años atrás; luego se puso a enumerar, mientras el auditorio taquigrafiaba sus palabras, las observaciones comentadas, propias y ajenas, fruto las unas de su clínica antigua o nueva, resumen las otras de su innumerable correspondencia con el universo científico.
No tengo que analizar aquí esa doctrina psicopatológica, que ha sido desarrollada por su autor en memorias compactas, presentadas a todas las academias europeas y escritas en tantas lenguas vivas o muertas, que el ilustre profesor bohemio desollaba con imparcial intrepidez. Básteme decir que su conclusión teórica, respecto de aquellas terribles diátesis hereditarias, había dejado entrever la perspectiva consolante de una posible curación. Sin negar la tremenda influencia nativa, sin desconocer que las anomalías cerebrales son en muchísimos casos la lúgubre herencia de los antepasados, él había levantado enfrente de esa fuerza ciega de la fatalidad, el arma defensiva de la inneidad: la resultante de la educación, de las costumbres y del tratamiento científico; en una palabra, había enseñado, al hombre, relativamente libre y capaz con la propia energía de reaccionar contra la pendiente atávica, labrándose con el tiempo su propio destino.
En estos o parecidos términos había el doctor Broda resumido su teoría, y esta conclusión, marcadamente espiritualista, fue saludada con grandes aplausos y salvas de pataleos, según el hábito tudesco y eslavo. El Herr Professor se inclinó con la verdadera modestia del talento; luego abrió y desplegó sobre la mesa un diario que esparció en el ambiente un violento olor de fumigación, y se puso a leer lo siguiente que, verbum pro verbo, traducimos del original.

I

“Ha llegado la hora, memorable para nuestra ciencia, si bien aciaga para el actor principal, de comunicaros uno de los casos más curiosos y decisivos que registran los anales neuropáticos. Acaba de morir lejos de la patria austríaca el último representante de una gran familia magiar, no menos célebre por su gloria pasada que por la índole singular y el trágico fin de sus individuos principales.
Entre mis oyentes no habrá quien no conozca algún hecho dramático, referente a la familia patricia de Lisznyai. Gracias a mis relaciones científicas, he podido apuntar en mis registros de Testimonia las observaciones relativas a cinco miembros de dicha familia, todos descendientes directos de aquel famoso conde Miklos Eisznyai, que hizo heroicamente la campaña de Francia contra Napoleón, y se suicidó más tarde, en Budapest, haciendo brincar su caballo por sobre el parapeto del Danubio. De los dos hijos que dejó, el menor concluyó también por el suicidio; en cuanto al mayor, después de una existencia harto agitada, se casó con una mujer adorable v adorada, a quien mató involuntariamente, según se dijo, en una partida de caza. Desesperado, no quiso sobrevivir a su desgracia, y se ahorcó en un roble de su parque. No tengo que recordaros el drama íntimo que tuvo a la vez por actor y víctima al conde Mor, padre del magnate actual, y por teatro el castillo señorial de la familia. Todos los diarios reprodujeron, hace veinte años, los pormenores más o menos auténticos del lúgubre suceso. La condesa Dora estaba durmiendo en su cuarto matrimonial; se dice que despertó sobresaltada al ruido de una detonación y halló el cadáver de su marido al pie de la propia cama. Cuando acudieron los criados, encontraron a la condesa presa de una risa incoercible: había perdido la razón, y nadie supo de cierto qué preámbulo había tenido tan espantoso desenlace.
El único heredero del nombre y de la fortuna era un niño de diez años, el conde Károli, que fue mandado a Inglaterra para educarse allá, fuera de su país, lejos de toda influencia y memoria que pudiera recordarle la tradición funesta de su raza. Yo ejercía entonces la medicina en Budapest; fui consultado por los tutores y aconsejé que se realizaran al punto todos los bienes territoriales de la familia y se solicitase al emperador la transferencia de un apellido noble extinguido, para el heredero inocente de tantos “Atridas”.
Supe que todo ello se había cumplido: el titulo bohemio de conde Tsanadi fue atribuido con carácter perpetuo al joven Károli, quien continuó sus estudios en el colegio de Harrow con el rango y los gustos de un noble huérfano inglés. Algunos años más tarde, volví a ser consultado respecto de la carrera más sana para Károli; dijéronme que era entonces un muchacho robusto y alegre, apasionado de juegos y sports atléticos, como toda la juventud aristocrática de aquel país: me decidí por la marina —la marina inglesa naturalmente: todo lo que pudiera alejarle de la atmósfera originaria y contribuyera a transformar su idiosincrasia, parecíame excelente, indispensable.
Ya me había dedicado casi por completo a nuestros caros estudios psiquiátricos, que encierran, a mi ver la filosofía y la sociología del porvenir. Era para mí indudable que ese pobre muchacho estaba colocado bajo la influencia poderosa, aunque no invencible, de una herencia mórbida acumulada en tres o cuatro generaciones. Tenía yo la convicción íntima de que las supuestas extravagancias o desgracias de sus padres no eran sino accesos fulminantes de locura impulsiva, suicida u homicida. Era, pues, necesario, a todo trance, defender a este predestinado, fortificar y completar la comenzada obra, dándole una patria nueva, otro nombre, otros hábitos, otra alma, en fin, para que doblara ese cabo funesto de los treinta años en que casi todos sus ascendientes habían sucumbido.
Pasaron algunos años; supe que él navegaba en mares lejanos; me le pintaban como un valiente alférez de la marina inglesa. Se había distinguido en la India y en Egipto; estaba hecho ya todo un súbdito de Her Gracious Majesty. Aunque estaba en posesión de su enorme fortuna patrimonial, nunca había manifestado el deseo de volver a su patria nativa, cuyo recuerdo parecía completamente borrado de su memoria. Yo tenía su nombre apuntado en mi registro de observaciones, a continuación del de sus ascendientes: cada año que pasaba era un argumento más en favor de mi doctrina científica; pero confieso que no veía llegar sin aprensión la fecha climatérica en que habría de librarse la gran batalla orgánica.
Hace dos años casi exactamente, en este mismo mes de mayo, hallábame en mi cuarto de estudio cuando mi fiel y excelente Gertrudis —disimulad esta alusión doméstica— me entregó la tarjeta de un desconocido que “quería hablarme a solas”: tuve un estremecimiento al leer este nombre: conde Károli Tsanadi.
Ya repuesto, me levanté, coloqué un sillón enfrente de la ventana, muy cerca del mío, y mandé que hicieran entrar al “desconocido”. Con cierta desenvoltura cordial presentose un joven alto y robusto, muy rubio, de semblante alegre y simpático; me disgustó, desde luego, encontrar en su rostro la belleza proverbial y característica de su familia paterna. Con extrañeza escuché sus primeras palabras: hablaba el magiar con cierta lentitud, pero con el más genuino acento danubiano. Me sentí algo contrariado y le contesté en francés, pretextando mi poca práctica de la lengua húngara. En tanto que se cruzaban los primeros cumplimientos le seguía observando sin afectación: no notaba ningún movimiento brusco en su persona, ninguna contracción nerviosa en su cara risueña; parecía perfectamente equilibrado y dueño de sí.
El único rasgo particular que detuvo mi atención fue la desigualdad de las orejas; la derecha era pequeña y perfecta de forma pero casi sin lóbulo y muy adherida; la izquierda, más ancha y apartada del cráneo, presentaba la punta simiesca muy visible. También noté con cierta sorpresa que mi “oficial inglés” llevaba en el ojal de su levita negra la cinta roja y verde de la cruz austríaca de San Esteban.
Refiriome algo de su vida pasada, de sus viajes y expediciones por el Asia y el África. Acababa de dejar el servicio para establecerse en su patria, en sus dominios señoriales, que quería recuperar... “¡Oh! no todos, rectificó prestamente, al notar mi expresión asombrada; tan sólo la tierra y el castillo de Tsanadi”. Di un suspiro de alivio al ver que ignoraba su verdadero nombre. Por lo demás, no era su intención sepultarse para siempre en la existencia apacible del gentleman farmer, pensaba solicitar un puesto en la diplomacia; pero, antes de tomar una resolución definitiva, me había venido a visitar por consejo de su antiguo tutor. —“Seguramente, soy mayor de edad y dueño absoluto de mis acciones; pero, no teniendo pariente alguno a quien arrimarme, confieso, señor doctor, que he consagrado a este honrado tutor mío todos los acatamientos de un hijo adoptivo... El me ha dirigido a usted... ¡A fe que no estoy enfermo! Sin embargo, me dicen que usted me ha salvado de una enfermedad nerviosa en mis primeros años y que debo seguir sus consejos... Yo he venido sobre todo (agregó con un saludo amable) para expresarle mi agradecimiento”.
Estas últimas palabras de Károli fueron un rayo de luz. Desde su entrada estaba yo buscando el medio de arrojarle de esta tierra, para él funesta, donde las misteriosas influencias hereditarias tenían que envolverle de nuevo en su red malsana. Era tiempo aún; podíamos arrancarle del círculo de atracción inconsciente que le había llamado con su mórbido magnetismo... Me acerqué a él, y afecté examinarle minuciosamente, auscultando su corazón y pulmones como si no conociera ya de memoria ese organismo de degenerado superior. Concluido el examen volví a sentarme delante de él, diciéndole:
“No hay nada que merezca cuidado. Pero le aconsejo a usted que vuelva a navegar un par de años. Estoy seguro de que su robustez actual es debida a su vida de marino, al aire tónico del mar...”
Así continué largo rato, procurando llevar la convicción a su espíritu. Pareciome que se iba persuadiendo poco a poco, como que mis consejos se ajustaban del todo a los de su anciano tutor. Se había levantado ya en actitud de despedirse, cuando volvió a sentarse, como después de tomar una solemne resolución.
—“Señor doctor (y al hablar mirábame con acento suplicante), le ruego a usted que me diga la verdad, como a un hombre dispuesto a oírla, por dolorosa que ella sea. Hace un año quise casarme con una joven de mi rango: todo estaba arreglado con ella y con los padres, cuando sentí instintivamente que se alzaba contra mi matrimonio un obstáculo oculto pero invencible...
Una noche, por fin, quise arrancar la verdad a mi prometida: estábamos solos en su salón. Ella callaba, en tanto que corrían las lágrimas por sus mejillas; entonces, en un rapto de pasión frenética, la tomé de la mano con súplica... ¡Oh, bien sabe Dios que mi violencia aparente era de ternura! —Ella dio un grito tan desgarrador, desasiéndose de mí con terror tan inexplicable, que quedé petrificado, como si la tierra hubiera abierto un abismo a mis pies... No volví a verla... Pues bien, señor, si es cierto que usted conoce la historia de mi pasado y de mis ascendientes: dígame ¿por qué esa familia despreció mi nombre ilustre; por qué esa mujer que me amaba rechazó mi amor? ¿Qué misterio hay en mi destino?”
Entonces comprendí que era necesario cauterizar sin piedad esa llaga profunda. Ante aquel dolor varonil hablé varonilmente. No revelé toda la verdad en su horrible desnudez, no pronuncié la palabra que arranca al hombre su alma misma y le quita el derecho de vivir entre sus semejantes... Pero sí le confesé sin efugios que una coincidencia misteriosa, un brusco ataque de epilepsia larvada había fulminado a varios de sus antecesores; que, sin duda, ésta era la causa del terror que había inspirado a su futura familia... Y concluí así, alargando hacia él mi mano derecha:
“Le juro a usted que si escucha mis consejos, si se aleja por dos años más, acometiendo nuevamente la vida azarosa y variada del viajero, habrá usted salvado la época crítica de su vida. Le doy a usted mi palabra de honor que de allá volverá sano y salvo: deme usted la suya de que no pasará otra semana en esta ciudad”.
Me dio la mano derecha y leí en su mirada la promesa de cumplir su juramento.

II

En efecto, el conde Károli cumplió valientemente la palabra empeñada.
Cada tres o cuatro meses, recibía yo una carta suya, datada de algún paraje remoto: unas veces del Tonkin, donde peleó contra los pabellones negros, otras de Australia, de la costa del Pacífico, de Venezuela. La última recibida, hace cinco o seis meses, venía de los Estados Unidos: me anunciaba su proyecto de ir al Brasil, como segundo secretario, de la legación austríaca, agregando estas palabras singulares: “No piense usted que desisto de lo que le prometí; pero he notado que circulan en esta América muchos caballeros de industria, exhibiendo algunos títulos de nobleza desconocidos en el libro heráldico, y para evitar confusiones y desagrados, he pedido un puesto ad honorem que me ponga así bajo la garantía oficial del representante austro-húngaro...”
Gracias a los datos suplementarios que me suministrara el tutor, no me costó vislumbrar la razón de la repentina susceptibilidad nobiliaria de mi joven amigo: esta causa no era otra que la hija del ministro brasileño en Washington, quien estaba en vísperas de volver a su país para tomar un asiento en el Senado de la nación. La noticia me llenó de júbilo, pues, además de ver así realizado mi deseo de una larga ausencia del conde, yo consideraba como un factor de primordial importancia, en mi lucha empeñada contra el mal hereditario, el hecho de un casamiento con una mujer de raza diferente.
Por otra parte, parecíame que había pasado ya la hora más crítica. No sólo Károli me describía alegremente su estado satisfactorio, sino que de cada renglón suyo se desprendía la salud moral, la esperanza constante y gozosa; la embriaguez de la vida. Supe, hace quince días, por la vía diplomática, su embarco a bordo del Potomac, paquete de la carrera entre Nueva York y Río de Janeiro. Esperaba recibir por momentos el anuncio de su feliz llegada a aquella ciudad, extrañando que hubiese tardado más que de costumbre en darme cuenta de su situación; pues nuestra relación, a pesar del rango y la edad, se había estrechado hasta ser una amistad confiada y cordial. Creía que muy en breve me hablaría de esa encantadora hija de los trópicos, esa niña brasileña a quien amaba, Lili, como la decía en recuerdo de la heroína de nuestro poeta nacional Petoefy...
Pie aquí la noticia que acabo de encontrar en este diario de Río, el Jornal do Comercio, bajo la fecha del 25 de abril:

¡¡Um Héroe!!

“Después de la siniestra noticia que publicamos ayer, lamentando la desgracia que ha enlutado el hogar del señor conselheiro Barão de Maranhão, tenemos el consuelo de consignar un rasgo de sublime abnegación que honra a la humanidad entera, y rodea al nombre de su autor con una aureola de gloria inmarcesible.
“Saben nuestros lectores que Adela, la hija única del noble consejero, hallábase sobre la toldilla del vapor, en la noche del 23, contemplando las primeras luces de la tierra natal en compañía de su madre y del señor conde Károli S., recientemente designado para el puesto importante de segundo secretario de la legación austríaca en este país. Parece que, durante una corta ausencia de la señora, un pasajero vio a la desgraciada Adela de pie en el banquillo de estribor y saludando los faros de la bahía; a su lado estaba el joven conde, quien, al parecer, la sostenía de la mano y demostraba su deseo de que no se inclinase fuera de la barandilla. Eran las once de la noche; no quedaba ya pasajero alguno en la toldilla, la luna llena alumbraba el mar tranquilo... ¿Qué sucedió entonces? ¿Perdió el equilibrio la pobre Adela en sus ademanes de entusiasmo, al divisar la patria querida? ¿Sufrió en ese instante un vértigo repentino, que la impelió hacia el abismo? ¡Deus o sabe! Ningún testigo ha quedado para esclarecer el horrible misterio. De repente se oyó un grito desgarrador en el silencio de la noche: ¡hombre al agua! Un oficial vio una sombra que arrojaba al mar una boya de salvamento y se precipitaba tras ella... A pesar de no caminar el vapor sino a media velocidad, no pudo detenerse y largar embarcaciones sino después de una media hora. ¡Cuando se volvió al punto mismo de la catástrofe, el líquido sepulcro cubría, sin una arruga reveladora, los cadáveres de los desposados en la vida y unidos en la muerte!
“Al día siguiente, los buzos de la bahía encontraron los dos cadáveres enlazados en un supremo abrazo. ¿El joven había sido víctima de su abnegación, o será que no quiso sobrevivir a la que amaba?
“¡Sublime y heroico sacrificio! La desconsolada familia del barón de Maranhão tiene en su profunda amargura el consuelo de saber que la bella niña ha sido amada cual merecía; ha comprendido toda la grandeza del sentimiento que lanzó a la muerte al noble extranjero que no ha conocido nuestras playas sino en su última mirada; ha ordenado que los fúnebres novios sean sepultados juntos en el sepulcro de la familia. ¡Consuelo al hogar enlutado! ¡Honor eterno al héroe!...”

Después de concluir esta lectura con alteraba voz, el profesor bajó la cabeza y guardó silencio por algunos segundos. Al fin, dirigiéndose al auditorio, agregó estas palabras sencillas sin levantar los ojos:
“Sí, para mí todo esto es muy triste; quería yo a ese noble joven, y a pesar de estar acostumbrado a la muerte, siento conmovido mi viejo corazón... Pero alcemos nuestro pensamiento muy arriba del accidente personal: contemplemos la ciencia eterna y fecunda. Y bien, señores: la ciencia ha ganado una victoria decisiva. El conde Károli había destruido el funesto legado de sus ascendientes. Había salvado hace más de un año el término fatal de la ley hereditaria. La prueba más evidente de su rehabilitación orgánica, la encuentro en el rasgo sublime de su última hora. El monstruoso egoísmo, que es el síntoma infalible de toda demencia emotiva, ha sido reemplazado por la abnegación en grado heroico. El alma había vencido al cuerpo: ¡la herencia mórbida no es la ley ineluctable!”
El profesor Broda levantó la cabeza y, sin escuchar los aplausos que saludaban su peroración, salió inmediatamente de la vieja universidad Carolina, con sus cuadernos y diarios debajo de su brazo izquierdo; por primera vez se olvidó de devolver su saludo al bedel parado en el vestíbulo. Al atravesar el Karlsbrücke, el gran puente del Ultawa que separa a la moderna Praga de la antigua, se detuvo un momento y, apoyado en el parapeto, contempló las blancas colinas de la Bila-Hora, el pintoresco panorama de la ciudad de “las mil torres” con su dominante palacio de Hradschin: el Moldau, ensanchado como un lago, rodeaba blandamente las islas de esmeralda; la primavera cantaba en la tierra verdeciente y en el cielo azul… Entonces murmuró: ¡Pobre Károli! y siguió caminando hasta su casa de la ribera izquierda.
Al entrar en su cuarto-biblioteca del segundo piso, cuyo ambiente se mantenía exactamente a 15 grados Celsius, merced a la encendida estufa, recorrió con una mirada rápida todo el interior, científicamente arreglado por su cocinera Gertrudis. El ancho escritorio de nogal, con su escritorio hacia el ángulo derecho de la carpeta, los muebles severos, las mesas y sillas, todo relumbraba al sol que penetraba por las dos ventanas abiertas sobre el plácido río.
Estaban puestos en metódico montón los periódicos y revistas de las cinco partes del mundo; sobre la carpeta obscura, cuatro o cinco cartas cerradas atraían la vista. El sabio dejó su sobretodo y su sombrero sobre la única silla libre de libros o papeles, se introdujo en la bata que halló doblada sobre el respaldo, y después de encasquetarse el gorro doctoral, que halló en la mesita de la izquierda debajo de un retrato de Juan Huss, se sepultó con fruición en un sillón de cuero.
Abrió y recorrió rápidamente las cartas que estaban en su escritorio, reservando para lo último una de sobre mayor y bastante voluminosa. Tomola en seguida y tuvo un gran estremecimiento al reconocer la letra del sobrescrito; sin embargo, rompió la nema sin apuro y leyó lo siguiente:

Bahía, 20 de Abril de 189...
Mi querido doctor:
Desde que me embarqué, esperaba con ansiedad nuestra llegada a Bahía para escribirle. No preveía por cierto que habría de decirle lo que usted va a leer. Sólo a usted puedo abrir mi alma, sin temor de que retroceda horrorizado. La ciencia es misericordiosa, porque es clarividente.
Por nuestro viejo amigo de Budapest, sabrá usted qué esperanzas de felicidad me guiaban en este último viaje. Cerca de mí, durante todas las horas de cada día, contemplaba embelesado a la que me conducía a su patria, como al puerto seguro de mi salvación. Nos amábamos —¿por qué surge irresistiblemente esta forma, que aleja ya nuestro amor a un pasado irrevocable?— edificábamos en paz divina el aéreo castillo del porvenir, sin divisar una nube en el cielo ni una sombra a nuestro alrededor. Ninguno de los dos pensaba siquiera en cuál de nuestras tierras natales levantaríamos nuestro hogar; cada uno decía al otro: mi patria eres tú...; cuántas veces, sobre cubierta, le pedí que soltara al viento tibio del trópico una melancólica endecha de su país, que yo repetía con emoción, como si de mis valles magyares se tratara:

Minha terra tem palmeiras
Onde canta o sabiá...

Así pasaron los días más bellos de mí vida. El sueño ha sido tan delicioso cuanto fugaz. Escuche usted ahora qué despertar tuve anteanoche. Habíamos subido a la toldilla, lejos del tumulto, Adela, su madre y yo. El medio disco de la luna pasaba por lo alto del cielo derramando su líquida plata en las olas tranquilas; mientras la madre dormitaba, reclinada en un sillón, nosotros, inclinados en la baranda de popa, seguíamos con placer indecible, como maravillados niños, los mil festones fosforescentes que dejaba la estela del buque. Nos hallábamos tan felices con solo mirar este fantástico espectáculo, sintiendo nuestras manos unidas en la sombra, que no pensábamos en hablar... ¿Para qué hablar de la dicha, cuando la bebíamos en nuestras miradas y la aspirábamos en el fresco ambiente nocturno? Poco a poco, sin saber cómo, inconscientemente, nuestras cabezas se acercaron y mis labios por primera vez encontraron los suyos...
Experimenté una conmoción eléctrica que me llenó de angustia y terror. No era la brusca invasión de la felicidad suprema, sino algo repentino y tremebundo, como el vértigo de un abismo súbitamente abierto a mis pies. Un largo estremecimiento sacudió mi cuerpo todo, sentí una oleada de fuego que me subía al cerebro, con una horrible contracción de la garganta, y se apoderó de mí instantáneamente el deseo monstruoso, infernal, indomable, de tomar en mis brazos a esta virgen adorada y arrojarla al mar!... No sé qué ademán esbocé, qué mirada siniestra se escapó de mi órbita, qué sacrílega palabra murmuré en mi delirio: pero ella tuvo miedo y no pudo reprimir un grito de horror... La madre estaba ya cerca de nosotros; no recuerdo qué pretexto discurrió Adela y nos separamos, después de acompañarlas yo hasta la escalera del salón.
Quedé solo en la toldilla, y entonces me apareció en todo su espanto la desesperante realidad. A la luz de ese relámpago, todo lo vi, todo lo comprendí. Era este el estigma hereditario de mi desconocida familia. ¡Oh esa noche de agonía, pasada toda entera en mi paseo de sonámbulo sobre la desierta toldilla!... ¡Cómo envidiaba a los miserables marineros, a los pobres inmigrantes que podían dormir!... Porque no me hago ilusión respecto de mi estado. No ha sido una alucinación, un delirio pasajero, que acaso no se repetirá...
Tengo mi plena conciencia. Mido la profundidad de mi desgracia: siento que en otra noche de luna, en que tenga cerca de mí a la mujer amada, irresistiblemente sucumbiré... Estoy condenado a matarla. Fulgura a mi vista la visión de ese momento de dicha infernal, en que tomaré en mis brazos aquel cuerpo fresco y flexible y lo miraré caer como una flor arrojada al abismo. No puedo continuar... ¡Estoy perdido!... Mañana llegamos a Bahía... Buscaré en mi alma la fuerza necesaria para quedarme en tierra o pedir al capitán que me amarre y me enjaule como una fiera. Si no recibe usted carta de Río, ni oye referir una espantosa catástrofe, es que habré sabido morir. ¡Adiós!
Károli.


El doctor Broda volvió a doblar la carta y permaneció inmóvil algunos minutos, como abismado en sus reflexiones: estaba, muy pálido, y un movimiento febril sacudía sus crispadas manos. De pronto, se levantó, fue a su ancho armario, sacó de él un gran registro de cantoneras metálicas, y lo abrió en una página encabezada con el apellido de Lisznyai. Leyó una docena de renglones recientemente escritos debajo de este nombre —y entonces, tomando la pluma sableó la página con dos enormes rayas cruzadas; luego, con la trémula mano y la ira terrible del soldado que firma una capitulación, escribió con letras gordas: ¡LA HERENCIA ES LA LEY!