jueves, 14 de mayo de 2020

Leopoldo Marechal: Descenso y ascenso del alma por la belleza

DESCENSO Y ASCENSO DEL ALMA POR LA BELLEZA

Capítulo I
Argumento

Te hablaré de la Belleza, del Amor y de la Felicidad. Podría suceder, Elbiamante, que ganada ya por el anuncio de tan ambicioso intento, aguardases ahora de mí la invocación a las Musas con que los antiguos profesores de amor iniciaban sus discursos, en los tiempos dichosos en que se pedía el favor de lo Invisible para tratar de cosas inteligibles. Y aguardarás en vano; porque mi labor no sabría merecer el auxilio de las nueve señoras, ya que se reduce a la paráfrasis de un texto antiguo hecha con arte propio y ajena sabiduría. Es el descenso y el ascenso del alma por la hermosura lo que me propongo realizar ahora: ¿te atreverías a emprender el viaje conmigo? A los artistas hablo sobre todo, a los artistas que trabajan con la hermosura como con un fuego: tal vez logre yo hacerles conocer la pena de jugar con el fuego sin quemarse. Pero vayamos al asunto.
San Isidoro de Sevilla, en el libro primero de las Sentencias después de considerar la belleza finita de las criaturas y la belleza infinita del Creador en la cual todo lo hermoso tiene la razón y el principio de su hermosura, dice lo siguiente: “Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que lo apartaron de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiese privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina”.
Antes de iniciar la glosa del texto que acabo de transcribir, te diré que no es la novedad de su doctrina lo que me incitó a elegirlo. San Isidoro, al tratar esta materia, sigue la vívida lección de San Agustín, en cuyas Confesiones resuena tan a menudo la voz del hombre perdido y recobrado en el laberinto de las cosas que lo rodean, lo van enamorando y le hablan como en enigma. Te recordaré, además, que la misma lección está implicada en el ditirambo sublime que San Dionisio hace de la hermosura como “nombre divino”. Por otra parte, si nos remontáramos al origen de tal enseñanza, daríamos con el Banquete platónico y en el momento en que Sócrates dice cómo aprendió gracias a Diotima el modo de ascender a la Belleza Primera por los diversos peldaños de la hermosura participada y mortal. El texto de San Isidoro tiene para mí la virtud de una síntesis: en sus dos movimientos, comparables a los del corazón, nos enseña un descenso y un ascenso del alma por la hermosura. Es un “perderse” y un “encontrarse” luego, por obra de una misma esencia y de un amor igual. Y el Amor es aquí nombrado, porque lo bello nos convoca y a la belleza el alma se dirige según el movimiento amoroso; por lo cual toda ciencia de la hermosura quiere ser una ciencia de amor. Y como el alma, por vocación, tiende a la dicha, y la dicha se alcanza en la paz, y la paz en la posesión amorosa de la Hermosura, la ciencia de lo bello quiere llamarse ahora ciencia de la Felicidad.
“Al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador”, así comienza el texto de San Isidoro. El orden nos exige considerar: 1º qué cosa sea la hermosura creada; 2º cuál es la vocación del alma que la contempla; 3º cómo la belleza de las criaturas hace que se distraiga el alma de la forma del Creador; y 4º qué debemos entender aquí por la “forma del Creador”.

Capítulo II
La belleza creada

Al nombrar la hermosura de las cosas, la hemos calificado de relativa, creada y perecedera. Son adjetivaciones que naturalmente le asigna el entendimiento al compararla con una Belleza absoluta, creadora y eterna cuya noción parecería tener el alma en su intimidad (¡yo te saludo, Platón reminiscente!). ¿Cómo se relacionan y en qué se distinguen ambas hermosuras? Dice San Dionisio Areopagita, en el capítulo cuarto de Los Nombres Divinos: “Lo bello y la belleza se confunden (o se funden con) esa Causa cuya poderosa unidad lo resume todo; y se distinguen en las criaturas por alguien” que recibe y por “algo” recibido. He ahí por qué razón, en lo finito, nombramos bello a lo que participa de la belleza (con minúscula), y belleza nombramos a ese vestigio impreso en la criatura por el Principio que hace todas las cosas bellas. Pero el infinito (la Causa primordial) es nombrado Belleza (con mayúscula), porque todos los seres, cada uno a su modo, toman del infinito su hermosura”.
Pero estoy advirtiendo ahora que inicié una vía opuesta, en realidad, a la que me conviene, lo cual, Elbiamor, ya revela el carácter “laberíntico” de mi asunto: no debemos partir de lo alto hacia lo bajo, como lo hace Dionisio, sino de lo bajo hacia lo alto, como lo requiere mi texto. Consideraré, pues, la hermosura de las cosas tal cual se ofrece a mis ojos de hombre; y me preguntaré lo que se pregunta Plotino al iniciar su tratado De lo Bello:
“¿Qué cosa es la hermosura de los cuerpos? ¿Qué cosa es ella, que así atrae la mirada de los espectadores y les hace gustar el deleite de su contemplación?
Y en la misma pregunta descubro ya el comienzo de la respuesta: es “algo” cuya contemplación nos agrada. Santo Tomás ha de recoger en su hora ese comienzo aparentemente baladí, y dirá entonces que “es declarado hermoso aquello que place a la vista”. Pero, ¡cuidado, Elbiamor! En varias oportunidades te advertí el peligro de ciertas definiciones teológicas y metafísicas en cuya ingenuidad exterior es fácil meterse, como en una trampera, si no entendemos cada uno de sus vocablos en su acepción profunda. Porque, volviendo a la definición de Tomás, el término de vista o visión trae aparejada la idea de un conocimiento, y sugiere, por añadidura, una manera de conocer; lo cual vale decir que, al contemplar lo bello, conozco algo, y que lo conozco mediante una vía especial de la intelección. A su vez, el término place o gusta nos dice que se trata de un conocimiento deleitable, cuya sola idea nos induce ya en una razón de “beatitud” que se atribuye al ser hermoso, y que ha de concluir por hacernos ver el carácter “trascendental” de la dicha.
¿Qué conozco por la hermosura? ¿De qué manera lo conozco? Los maestros antiguos observaron que la hermosura se nos manifiesta como cierto esplendor. Mas, como todo esplendor supone un esplendente, cabe preguntar en seguida:
¿Esplendor de qué cosa es la belleza?
Esplendor de “lo verdadero” (splendor veri), dicen los platónicos; esplendor de “la forma” (splendor formae), enseñan los escolásticos; esplendor del “orden o de la armonía” (splendor ordinis), define San Agustín. Tomaré las dos primeras definiciones, porque convienen a la iniciación de mi viaje cuyo punto de partida es la “multiplicidad” de las criaturas hermosas. La definición de San Agustín, en cambio, corresponde al final del viaje, ya que sólo desde la Unidad nos es dado comprender la armonía de lo diverso, y sólo desde la Unidad se goza el alma en la hermosura que del orden trasciende.
Lo bello es “el esplendor de lo verdadero”, dicen los platónicos. Elbiamor, ¿es que la belleza resplandece delante de la verdad, como anunciándola? ¿Lo hermoso, acaso, por el amor de su hermosura, nos atrae a una verdad escondida en su seno “como una manzana de oro en un redecilla de plata”? Y si lo hermoso anuncia lo verdadero, ¿qué verdad me sugiere cuando contemplo la hermosura de un árbol? En una palabra, ¿cuál es la verdad del árbol sugerida por su belleza?
Los escolásticos responden que la verdad del árbol es la cifra ontológica o el número creador (a lo Pitágoras) por el cual el árbol es el árbol y no es otra cosa. Y ese número creador es la forma del árbol, es decir, su modo especialísimo y también inalienable de participar en la excelencia de ser, manifestando una de las infinitas posibilidades ontológicas que se dan en el Ser Absoluto y que conoce Él por su divino intelecto y manifiesta por su Verbo admirable. Luego, si la verdad del árbol proviene de la forma, podemos decir que la belleza del árbol es el esplendor de su verdad, como los platónicos, o el esplendor de su forma, como los escolásticos. De cualquier modo, al contemplar la belleza contemplo al Ser en toda la gracia deleitable de su “inteligibilidad”.
Pero, ¿en qué consiste al fin esa gracia o ese esplendor? Ni los antiguos ni los modernos lo han precisado, y no es fácil de hacerlo. Elbiamor, intentaré ahora formularte dos “aproximaciones” de mi cosecha, una de tenor ingenuo y otra inquietante de peligrosidad metafísica. He aquí la de tenor ingenuo: sucede a veces que, oyendo el testimonio de un hombre, y sin saber aún si dice verdad o miente, hallamos en él un tono irresistible de veracidad que nos induce de antemano a considerar a ese hombre como verdadero. Pues bien, en el testimonio que de su verdad ofrece toda criatura, yo diría que su belleza es comparable a ese tono de veracidad.
Y he aquí mi segunda y temible aproximación: Elbiamante, la gracia o el esplendor que se manifiesta en la hermosura se nos aparece como un desbordamiento, como “algo” que se sale de madre y rebasa. ¿Qué desbordaría, pues, en la belleza? Intentaré conjeturarlo.
Aunque la materia reciba una forma y trate de abarcarla totalmente, yo diría que siempre queda en la forma un remanente que “no liga” del todo con la materia, un exceso que la forma, como número creador, trae de su Principio intelectual, y que rebasa la materia y se desborda como la espuma de un vino precioso en el vaso que lo contiene. Pero, ¡atención! Esa hermosura o esplendor que rebasa tampoco sería imputable a la forma en sí, ya que, según mis experiencias, no hay ninguna distinción formal entre lo que me dice la belleza de un pájaro, de una flor, de una columna griega o de un movimiento sinfónico, pues todos esos homologados de lo bello no son para mí sino trampolines que me hacen saltar instantáneamente a la intelección y contemplación de una belleza más alta, sin forma ninguna, indecible, deleitable, que se me aparece de súbito en el secreto vértice del alma. La belleza no sería entonces el esplendor de la forma, sino del principio intelectual y universal en que se originan las formas individualizadas. ¿Me atreveré a sostenerlo? Si así lo hiciera yo, tendríamos que llegar a consecuencias muy graves y decir:
1º Que la hermosura es el esplendor de un principio informal que ilumina las formas, pero sin entrar en la individuación de las mismas. 2º Que, por ende, la belleza se ubica entre la individualidad de las formas creadas y la universalidad de su principio creador, a la manera de un puente inteligible que une a la criatura con su principio 3º Que sólo así se explicaría el valor anagógico asignado a la belleza en el poder que tiene de “conducir a lo alto”, es decir al Principio universal, partiendo, justamente, de la individuación de las formas. 4º Que sólo en ese valor anagógico podría fundarse la virtud iniciática reconocida en la belleza por los maestros antiguos desde Platón. 5º Que así entenderíamos por qué la belleza es un trascendental, ya que por ella nos es dado trascender al Principio Creador sobre la base de su criatura.
¡Prudencia, Elbiamor! Alguien está mirándonos con ira desde el estante de los escolásticos.


Capítulo III
De qué manera conozco lo bello

Tengo ya una noción de lo que conozco por la hermosura. Veamos ahora de qué manera lo conozco. Ciertamente, como lo dijo Tomás, “lo bello atañe a la facultad cognoscitiva”. Pero este modo de conocer por la belleza no es el modo racional por el que conozco el teorema de Pitágoras. La razón conoce lentamente y por discurso trabajado, como si tuviera los pies de la tortuga; y este modo de conocer por la belleza es instantáneo y directo, como si tuviese los pies de Aquiles. Además, Elbiamor, yo podría comunicarte ahora el teorema de Pitágoras, en el caso de que lo ignorases: me bastaría con escribirte su demostración en esta página; y entenderías conmigo que en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Mas no podría comunicarte así lo que conozco de la rosa por la belleza de la flor, si nunca hubieses contemplado una rosa: Elbiamor, si tal esfuerzo me rogaras, tendría yo que ponerte delante de la rosa, para que conocieras experimentalmente su hermosura (porque la hermosura se “muestra” y no se “demuestra”). Y luego, ¿qué asentirías conmigo? Asentirías en decir que la rosa es hermosa.
Conocimiento intuitivo, experimental, directo, y por ende incomunicable, tal es el de lo bello. La razón trata de aproximarse a la hermosura: quiere dividirla y analizarla según su técnica natural. Pero la hermosura se le escapa del laboratorio: la razón, que buscaba poseer una “esencia” viva, logra poseer tan sólo un “concepto” helado. Y en tal empresa, la razón nos evoca la imagen de la tortuga corriendo inútilmente detrás de Aquiles. Lo que sucedería en rigor es que, siendo la belleza, como te sugerí, el esplendor de un principio universal e informal, sólo es dable asirla con una potencia del alma que también sea de orden informal y universal, vale decir, que se adapte al objeto de su intelección. Pero ya volveré más adelante sobre tan espinosa teoría.
Entre tanto, Elbiamor, ¿despreciaremos a la tortuga? Bien conozco tu piedad zoológica, y me duele haber dejado al pobre animal tan sin defensa en el cotejo. ¿Sin defensa? ¡Oye! Con el caparazón de la tortuga fabricó Hermes la lira que regaló al enojado Apolo después de robarle sus caballos. ¿Tiene algún sentido esa fábula? Lo tiene, para tu consuelo. Porque, así como la tortuga se hace caja sonora y recoge, analiza y devuelve al exterior las vibraciones del cordaje para que la música llegue a todos los oídos, así procede la razón-tortuga con esas intuiciones del alma que, por ser de suyo incomunicables, escaparían al discernimiento, al diálogo y por ende al idioma de los hombres, si la razón no las recogiese y elaborase con esfuerzo en su caja de resonancia. Verdad es que al tomar y devolver las intuiciones de que te hablo, la razón hace como el espejo, que sólo toma y devuelve una imagen del objeto enfrentado con él, y no el objeto mismo. Por eso decimos que la razón especula (o espejea), y que reflexiona (o refleja).
Elbiamor, ahora sé que al deleitarme con lo bello conozco “algo”: doy en algo, directamente y no en su imagen o concepto, ya que mi alma lo ve, lo aprehende y lo goza en un acto tan súbito, que no sabe si goza porque conoce o si conoce porque goza. Vislumbro, además, la naturaleza de ese “algo” conocido; y me atrevo a sostener que toda hermosura esplende sobre una verdad, o que todo lo hermoso es verdadero y amable. Pero al decir amable se me adelanta una duda: ¿qué amo en lo bello, su verdad o su hermosura? Porque advierto ahora, Elbiamor, que no todo lo verdadero es amable, ya que, según entiendo, nadie ha desfallecido de amor por el teorema de Pitágoras. En cambio, sé que toda verdad ilustrada por la hermosura nos atrae hacia ella según el movimiento de amor. ¿Qué debo pensar entonces? Que detrás de lo bello conozco lo verdadero y amo alguna cosa diferente de la verdad. Y me pregunto: ¿qué cosa es amable, fuera de la verdad? Y doy ahora en que lo verdadero no es amable sino cognoscible. Y que sólo es amable lo bueno, porque la voluntad se dirige amorosamente al bien y su apetito sólo se aquieta en la posesión de lo bueno. ¿Cómo resolver el conflicto de la Verdad y el Bien, en el acto de aprehender la hermosura? Dando a la inteligencia el esplendor de lo verdadero y a la voluntad el amor de lo bueno. ¿Y cómo relacionar en dicho acto las naturalezas de la Verdad y del Bien? Admitirás, Elbiamor, que nadie amaría lo bueno si no lo conociera previamente como tal; en consecuencia, es necesario que lo bueno se manifieste antes como verdadero. Y se nos manifiesta en la hermosura, la cual, según dijo Tomás, “añade al Bien algún carácter perteneciente a la facultad cognoscitiva”. Por eso enseña Dionisio que “el Bien es alabado como hermoso”. Y afirma Plotino que “la hermosura está colocada delante del bien” (como un heraldo suyo, añadiría yo de buena gana).
Deduzco así que Belleza, Verdad y Bien son tres aspectos diferentes del Ser único: diferentes, no en el Ser mismo, sino en nosotros que lo consideramos, y que responden a tres momentos distintos en nuestra captación del Ser. Desde luego, esa diferenciación, obra de un análisis que supone tres pasos y por ende una sucesión lógica, sólo existe para la tortuga razonante, ya que, según te dije, la aprehensión del Ser por la hermosura se da en un acto súbito y directo. ¡No te imaginas cómo, atentos a esa diferenciación, se pelaron las barbas los filósofos medievales! Yo hice lo mismo, hasta que di en la clave de aquel misterioso “intelecto de Amor” que tanto ponderaron Dante y los Fideli D’Amore, y que usaré para ti en su lugar debido.
Elbiamor, por ahora, y si es que todavía sobrevives a los esfuerzos del animal simbólico, deducirás fácilmente que las criaturas, mediante su belleza, nos proponen una verdad con la intención de un bien. Y me preguntarás ahora: ¿cómo es posible que una verdad y un bien, así sean relativos, induzcan al alma en una caída o descenso? Hemos estudiado ya el gesto natural de la criatura, y su inocencia resplandece a nuestros ojos como la hermosura de que la revistió Aquél por cuya gracia visten mejor los lirios del campo que Salomón en el apogeo de su gloria. Estudiemos ahora el gesto del alma frente a las criaturas: tal vez consigamos una respuesta.

Capítulo IV
La vocación del alma

En el Banquete, después de considerar la fase negativa del amor y su paso de menesteroso que lo conduce a la belleza y al bien que no posee, Sócrates es interrogado por Diotima:
• El que ama lo bello, ¿qué busca en realidad?
Que lo bello le pertenezca —responde Sócrates.
 ¿Y qué será del hombre, una vez que posea lo bello?
En este punto Sócrates guarda un silencio dubitativo. Pero Diotima, que conoce bien la naturaleza moral de su alumno, trueca lo bello por lo bueno y repite su interrogatorio:
• El que ama lo bueno, ¿qué busca en realidad?
• Que lo bueno le pertenezca.
• ¿Y qué será del hombre, una vez que posea lo bueno?
• Ese hombre será feliz —declara Sócrates ya seguro.
Pero más adelante observará Diotima que no basta poseer lo bueno para ser feliz: es necesario, además, poseerlo para siempre, sin lo cual no sería el hombre cabalmente dichoso. De lo que inferirá luego que “el amor se dirige a la posesión perpetua de lo bueno”.
Elbiamor, ese concepto de la felicidad en que Diotima concluye será el que sirva de comienzo a San Agustín cuando busque un día la noción de su Dios en el Palacio de la Memoria. En el libro décimo de sus Confesiones pregunta:
“¿La dicha no es lo que todos quieren y a lo que todos aspiran? ¿Dónde la conocieron antes, para quererla tanto? Y no sólo se trata de mí —agrega— ni de un corto número de personas: todos, absolutamente todos quieren ser felices”.
• Y Agustín dirige a todos esta pregunta:
“¿Dónde prefieren encontrar la dicha, en la verdad o en el engaño?”
Y todos contestan que prefieren ser dichosos en la verdad. Porque —añade Agustín— “he visto a muchos que querían engañar, pero no he visto a nadie que quisiera ser engañado”.
Elbiamor, como no ignoras ya la relación de lo bello con lo verdadero y lo bueno, has de comprender fácilmente la duda inicial de Sócrates y la definición de Agustín. Y deducirás que los gestos del alma son los que le dicta su vocación natural. Y su vocación (palabra que significa “llamado”) no es otra que la de poseer a perpetuidad lo verdaderamente bueno. Ahora bien, esta conclusión trae consecuencias dignas de ser estudiadas por la tortuga razonante. Pues, quien dice posesión dice reposo de la voluntad, puesto que nadie se fatiga buscando lo que ya posee; y quien dice posesión perpetua dice reposo perpetuo. Y atención ahora. El reposo perpetuo es dable sólo en la posesión de un bien concebido como único, fuera del cual no existieran otros bienes; pues, en el caso de existir otros bienes, el alma se movería sin cesar del uno (el adquirido) al otro (el por adquirir), y su voluntad así agitada no tendría la quietud o reposo con que sueña. Y además ese bien único tendría que ser infinito, puesto que, si tuviera fin, acabaría con él la posesión, y con la posesión el reposo del alma. De lo cual has de inferir, Elbiamante, que la vocación del alma es la de una dicha perpetua lograda en el descanso que da la posesión infinita del bien, y de un bien que necesariamente debemos concebir como Uno y Eterno. He ahí como, por la simple noción de su anhelo, el alma logra tocar la noción de un bien cuyos adjetivos no sabrían convenir sino a Dios. Y he ahí cómo, al descubrir su vocación por la felicidad, Agustín no está lejos de dar con la esencia del Dios que busca en el palacio de su memoria, un Agustín “reminiscente” como Platón.
Ya te dije que captar la belleza es captar al “ser” mismo como verdadero ante la intelección, como bueno ante la voluntad y como deleitable al fin en su posesión. Luego, la beatitud es también un “trascendental”: nos lleva desde la beatitud relativa que nos ofrece la criatura participante del “ser” hasta la beatitud absoluta del Creador, el cual, por su naturaleza de Ser Absoluto, infinito y eterno, es también la Beatitud absoluta, infinita y eterna que va buscando el alma. Y esa vocación del alma es la vocación de su destino sobrenatural y su sed legítima. Y el alma, en todos los gestos que cumple, gira sobre su vocación como la esfera sobre su eje; de modo tal que se podrían definir los errores humanos como respuestas equivocadas que da el hombre a la vocación de su destino. ¿De qué naturaleza es el error del alma? He ahí lo que me propongo averiguar ahora.

Capítulo V
El descenso

Con su tremenda vocación, el alma que nos ha propuesto Isidoro de Sevilla desciende a las criaturas. ¿Por qué desciende? me dirás. Desciende porque las cosas creadas la están llamando con esa fuerte voz de su hermosura. ¿Y a qué la llaman? Dijimos que la llaman a cierta verdad con la intención de cierto bien. Y el alma, respondiendo a ese llamado sabroso, desciende a las criaturas en descenso de amor, porque necesita ser feliz en la posesión de lo bueno. Y aunque su sed es legítima, comete un error. ¡Es un error de proporciones el suyo! Pues entre el bien relativo que le ofrece la criatura y el bien absoluto con que sueña el alma existe una desproporción infinita.
Es un error de proporciones el suyo, y anda ciego su amor. Y su amor anda ciego porque no abre los ojos de la inteligencia amorosa, los únicos que podrían hacerle medir las proporciones del bien al Bien y del amor al Amor. Elbiamante, por vez primera te nombro aquí la Inteligencia Amorosa (o Intelleto D’Amore) que tanto me intrigó una vez en Dante Alighieri y sus amigos. Encontraba yo entonces una contradicción entre los dos vocablos Intelecto y Amor, ya que, si el primero entraba en la facultad cognoscitiva, el segundo cuadraba sólo la facultad apetitiva y posesiva de la voluntad. El Intelecto de Amor llegó a parecerme al fin un modo híbrido en que dos potencias del alma contraían un raro maridaje. A fuerza de escrutar el asunto me pregunté si no existiría una “forma del conocimiento” que participase a la vez de la Inteligencia y de la Voluntad, es decir, que al conocer el objeto lo poseyera simultáneamente; o mejor aún, una “forma de conocer” por la cual el conocimiento y la posesión del ser mismo (y no de su imagen conceptual) se daban en un acto único. Elbiamor, no tardé mucho en advertir que a esa forma sui generis de conocimiento pertenecía, justamente, la intelección por la belleza; y desde aquel entonces los Fedeli d’Amore me saludaron desde lejos.
Ahora bien, el Intelecto de Amor es, en el hombre, la imagen y la semejanza del Dios inteligente y amante que lo ha creado. Y esa imagen y semejanza es la “forma del Creador” impresa en el hombre. Luego, al apartarse de dicha forma, el hombre pierde a la vez el sello de su nobleza original, su camino de retorno al Bien absoluto y, por tanto, la sola garantía de su bienaventuranza. De suerte que, “por amar la belleza de la criatura, se distrae (o aparta o aleja) el hombre de la forma del Creador”. ¿Qué debemos entender por ese alejamiento? Si su forma es la imagen y semejanza del Creador, al apartarse de su forma el hombre se aparta, no sólo del Creador (que es el original), sino también de sí mismo (que es la imagen). Y al apartarse de sí mismo, el hombre deja de ser él mismo para convertirse en algo que no es él mismo. ¿En que se convierte nuestro personaje? La naturaleza del amor nos lo dirá.
Elbiamante, retomemos el paso de la tortuga. ¿Por qué? me dirás. El alma descendente que nos propone Isidoro no estaría en descenso si ejerciera su intelección amorosa: del amor ella practica sólo el movimiento, y no la inteligencia del fin que la mueve; por eso está vagando ahora en el laberinto de los amores engañosos. Pero, ¿en qué se convierte nuestro héroe al desertar, con su forma, la forma de su Creador? Los antiguos enseñaban que amar no es tan sólo poseer lo amado, sino también ser poseído: no tendría el amor la virtud unificante que se le atribuye, si no exigiera una reciprocidad unitiva. El amante verdadero trata de asemejarse al amado; y tiende a substituir su forma por la forma de lo que ama, en un abandono de sí mismo por el cual el amante se convierte al amado. Ahora bien, el alma posee mediante la inteligencia, y es poseída merced al amor. De ahí que le sea dable descender a lo inferior, por la inteligencia, sin comprometer su forma en el descenso; pero la comprometerá si, por amor, desciende a las cosas inferiores, porque amar es convertirse a lo amado.
Y se me ocurre ahora una duda: si esta ley del amor es universal, y si existe un necesario encadenamiento amoroso que va desde el Principio Creador (en su gloriosa excelsitud) hasta la más ínfima de sus criaturas, ¿cómo los superiores amarán a los inferiores sin desertar su forma por la forma de lo que aman? Porque la ley de caridad exige, por una parte, que lo superior ame a lo inferior, lo ilumine y conduzca; y no admite, por la otra, que lo superior incurra en mengua o rebajamiento de sí mismo. Reflexionando en ello, Elbiamor, se me adelanta una respuesta: el “estilo amoroso” del superior consistiría en hacerse amar por el inferior; de tal modo que lo superior no baje amorosamente a lo inferior, en tren de pérdida, si no que lo inferior se levante amorosamente a lo superior, en tren de ganancia. ¿Y cómo lo superior se hace amar por lo inferior? Dándose a conocer; para que los inferiores, conociendo la excelencia de los superiores, los amen tras el conocimiento y los posean en el amor. Así ama el Creador a sus criaturas: dándose a conocer. Y me atrevería yo a decir que su arte de amor no es otro. Salvo una excepción, Elbiamante. ¿Cuál? Un día el Creador, en la persona de su Verbo, y por amar al hombre, asumió enteramente la forma de lo que amaba y se hizo Hombre. Pero aquel, Elbiamada, fue un escándalo del amor divino.
Dejemos por ahora el estilo de amor que los superiores usan con los inferiores. Más adelante lo retomaremos, pues el hombre, instituido “rey de la creación”, ejerce ante las criaturas inferiores una superioridad que le trae aparejado, según veremos, un deber de amor hacia ellas que yo calificaría de trascendental. Y volvamos a la pregunta: ¿en qué se convierte nuestro personaje al abandonar su forma y enajenarse de sí mismo? Ese hombre asume la forma de lo que ama. Por eso dice Agustín: “Si amas tierra, tierra eres; si cielo, cielo eres; si a Dios, Dios eres”. Al jugar con su forma, nuestro personaje mucho se juega en verdad: la criatura le ofrece un bien relativo, y el alma reposa en él sólo un instante; porque no hay proporción entre su sed y el agua que se le brinda, y porque bien conoce la sed cuándo el agua no alcanza. Y lo que no le da un amor lo busca en otro; y el alma está como dividida en la multiplicidad de sus amores, con lo cual malogra su vocación de la Unidad; y corre de un amor al otro, y se desasosiega tras ellos, con lo cual malogra su vocación de la paz o el reposo.

Capítulo VI
La esfinge

Dice Plotino, comentando esa odisea del alma: “Si es dado mirar las bellezas terrenales, no es útil correr tras ellas, sino aprender que son imágenes, vestigios y sombras (de la Hermosura Primera). Si corriéramos tras las imágenes por tomarlas como realidad, seríamos como aquel hombre (Narciso) que, deseando alcanzar su imagen retratada en el agua, se hundió en ella y pereció”. El alma busca su destino, y en la imagen se pierde. Y el alma debe perderse: tal es, Elbiamante, su vocación gloriosa. Pero no se debe perder en una imagen de su destino, sino en su destino verdadero y final. Por eso la leyenda de Narciso tiene una segunda versión que te daré más adelante y a su hora.
¿Será que las imágenes del mundo nos tienden un lazo maligno? De ningún modo, puesto que ya consideramos la belleza de la criatura como el esplendor de una verdad cuyo dominio implica un bien. Y volverás a preguntarme: ¿qué verdad y qué bien nos propone la criatura? Elbiamor, los maestros antiguos enseñaban que no es dado al hombre conocer en este mundo a la Divinidad, como no sea en enigmas y a través de un velo. Y tal es el saber que nos propone la natura creada, la cual, según dice Jámblico, expresa lo invisible con formas visibles y en modo simbólico. Dionisio enseña que el alma, por su moción directa, se vuelve a las cosas exteriores “y las utiliza como símbolos compuestos y numerosos, a fin de remontarse por ellas a la contemplación de la Unidad”. Y San Pablo afirma de algunos hombres que su incredulidad es inexcusable, puesto que “las cosas de Él invisibles se ven desde la creación del mundo, considerándolas por las obras creadas: aún Su virtud eterna y Su divinidad”.
De todo lo cual se infiere que las criaturas nos proponen una meditación amorosa y no un amor. ¿Una meditación amorosa de qué? De las imágenes y símbolos a que fielmente se reducen todas las criaturas, si las miramos en sus caras inteligibles. ¿Y cuál es el objeto de tal meditación? El de ir conociendo lo invisible por lo visible; el de ir atisbando el rostro de la Divinidad a través de las imágenes y símbolos que la revelan y esconden a la vez; el de remontarse a la contemplación de la Unidad creadora y eterna, por la escala de lo múltiple, creado y perecedero. Entenderás ahora, Elbiamor, que las criaturas nos incitan a un comienzo de viaje y no a un final de viaje; y que la Creación nos propone la verdad en enigmas, como la Esfinge que mató Edipo cerca de Tebas. ¿Otro mito? me dirás. Y aleccionador en su fábula, como todos los mitos, porque la Creación es también una esfinge. Ahora bien, la Esfinge, monstruo poliforme, detiene a los viajeros y les plantea un enigma: si los viajeros no lo resuelven, la Esfinge, según el mito, los despedaza y los devora.
Tal hace la Creación: despedaza y devora luego a los andantes que no resuelven su enigma: los despedaza en la multiplicidad de sus amores; y los devora, porque amar es incorporarse a la forma de lo que se ama. Pero el héroe tebano mató a la Esfinge. ¿Cómo? Resolviendo su enigma. ¿Será necesario imitar a Edipo? “A fuerza de amar las cosas creadas —dijo Agustín—, el hombre se hace esclavo de las cosas, y esa esclavitud le impide juzgarlas”. Y con esta cita doy fin a mi descenso. Porque no bien el hombre requiera la vara de los jueces, empezará el ascenso del alma por la belleza.

Capítulo VII
El juez

En el capitulo anterior dejamos al hombre como dividido y devorado por las criaturas: lo dejamos en el vientre de la Esfinge. Y esa posición lo coloca en una doble “anomalía”: está dividido, él, que siendo imagen y semejanza del Creador, debiera ser una imagen y una semejanza de la misma Unidad creadora; y se halla devorado por las criaturas, él, que siendo la “entidad central” de su mundo, debería ser para las criaturas una devoradora imagen y semejanza del Ser Absoluto que todo lo convierte a su poderosa Unidad. Y tú, Elbiamor, a quien he prometido un ascenso del alma por la belleza, estarás meditando ahora en los escollos de la segunda jornada. Pues ya entiendes que necesitaré, 1º hacer que la Esfinge vomite a nuestro dividido personaje; 2º reunir y soldar sus maltrechos jirones; 3º levantarlo a la noción de la Hermosura Divina, como lo quiere Isidoro en el segundo movimiento de la sentencia que voy parafraseando.
Te dije ya que por la inteligencia el alma posee y que por el amor es poseída. Luego te dije que la criatura nos propone una meditación amorosa y no un amor, un comienzo y no un final de viaje. Por lo que has visto en el descenso, ya conoces la suerte del alma que intenta reposar en el amor de las criaturas al tomarlas como fin. Añadiré ahora que, al hacerlo, el alma entra en tres desequilibrios o injusticias: una injusticia con las criaturas, al exigirles, por violencia, lo que las criaturas no le pueden brindar; una injusticia consigo misma, pues, al descender amorosamente a las criaturas inferiores, el alma concluye por someterse a ellas, con lo que invierte una jerarquía natural y trastorna un orden ontológico establecido; y una injusticia con la Divinidad institutora de la violada jerarquía y del orden roto.
Consideremos ahora, Elbiamor, la excelencia ontológica del hombre, y digamos qué debe ser él para las criaturas inferiores que comparten su mundo.
Te lo sugerí ya en dos momentos de mi glosa: 1º cuando, al enunciar el deber amoroso de lo superior para con lo inferior, dije que el hombre tenía superioridad sobre las criaturas inferiores, y por tanto un deber amoroso para con ellas; y 2º cuando afirmé que el hombre, como “entidad central” de su mundo, tenía que ser para las criaturas inferiores una imagen y una semejanza del Ser Absoluto que todo lo centraliza en su admirable Unidad. El hombre, por tanto, es (o debe ser) un ente centralizador de su mundo: su misión ante las criaturas inferiores es la de restituirlas, en cierto modo, a la Unidad. Porque también las criaturas inferiores que lo rodean, como a su rey, aspiran en este mundo a la Unidad originaria. Y como esa restitución a la Unidad se logra sólo por el intelecto, las criaturas no intelectuales necesitan que un intelecto las asuma, en cierto modo, y les haga la función de puente; y ese intelecto, Elbiamor, es el del hombre. Podríamos afirmar ahora que el hombre es (o debe ser) el pontífice de las criaturas terrenas, vale decir el que les hace un puente hacia la Unidad. Y como las criaturas, así referidas a la Unidad por el hombre, se justifican y descansan en él, podemos afirmar que el hombre es (o debe ser) el “séptimo día” de las criaturas, o su “domingo”.
A este aspecto del hombre se refiere sin duda el Génesis en uno de sus pasajes más enigmáticos: Jehová reúne a todas las criaturas y las enfrenta con Adán, para que Adán las nombre; y Adán les da sus nombres verdaderos. Ahora bien, si Adán las nombra con verdad, es porque las conoce verdaderamente; y si las conoce verdaderamente, es porque las mira en su Principio creador, vale decir en la Unidad. Y es lógico, Elbiamante, que así sea; pues el Adán que las está mirando y las nombra es el Adán que no ha caído todavía: es el Adán en “plenitud edénica”. Tres notas muy sugestivas hay en el episodio: a) es Jehová mismo quien, al conducirlas hasta el hombre, hace que las criaturas vayan a su pontífice natural y lo conozcan; b) por primera vez Adán obra como pontífice de las criaturas, al nombrarlas en su relación con la Unidad creadora; y c) las criaturas, referidas a la Unidad en y por el entendimiento adámico, están justificadas. Ese acto de justicia es el que las criaturas esperan del hombre. Y eso es lo que debe ser el hombre para las criaturas: un juez.
Para serlo, el hombre necesita conocerlas verdaderamente, como el Primer Adán. Y has de preguntarme ahora: si el hombre es (o debe ser) para las criaturas un pontífice y un juez, ¿qué son (o deben ser) las criaturas para el hombre? Dentro de la ontología con que se manifiesta el Ser Absoluto, el hombre fue creado “poco menos que un ángel”. Ahora bien, se dice que los ángeles ven a Dios facie ad faciem, es decir cara a cara: lo ven directamente, sin espejos intermediarios. ¿Y cómo lo ve Adán, “poco menos que un ángel”, ubicado en el centro de su Paraíso? Adán, instituido en un solo grado inferior con respecto a los ángeles, ve a Dios, es decir a su Principio, mediante un solo espejo intermediario; y tal espejo es el que le ofrecen las criaturas edénicas. Al primer Adán le basta con mirarse en el espejo de las criaturas para verse, de una sola ojeada, en su Principio creador: es el único trabajo que Dios le impone, una mera transposición de la “imagen” al “original” que es Dios mismo. Y al realizar esa fácil tarea, cumple Adán con el solo trabajo que le fuera impuesto: “cultivar su Paraíso”. La criatura es para él un clarísimo espejo de la Divinidad; y en aquel estado paradisíaco, ni la criatura distrae al hombre de la forma del Creador (ya que se la está mostrando incesantemente) ni el hombre se distrae de su visión (puesto que ve la imagen de la Divinidad en aquel espejo único, y a la misma Divinidad a través de su imagen).
Elbiamor, la caída del Primer Adán significó su “alejamiento” del Paraíso, vale decir la pérdida de la ubicación central que ocupaba él. Ese alejamiento puso una distancia cada vez mayor entre los hombres y aquel espejo central de lo Divino. Y el intelecto adámico se nubló gradualmente; pues, entre sus ojos y lo Divino fueron interponiéndose otros espejos que ya no le ofrecían una clara imagen de la Divinidad, sino imágenes de imágenes. ¿Dices que no lo entiendes? Elbiamor, suponte que Adán, en su estado paradisíaco, ve a la Divinidad reflejada en un espejo de oro: ésa es la imagen pura y simple de la Divinidad. Y suponte que, alejado ya del Paraíso, ve ahora esa imagen, pero en un espejo de plata que recoge la imagen del espejo de oro: ésa es la imagen de la imagen. Y suponte luego que, más alejado aún, ve la imagen en un espejo de cobre que la recogió del espejo de plata, el cual, a su vez, la recogió del espejo de oro: ésa es la imagen de la imagen de la imagen. Y suponte al fin que Adán, en creciente lejanía, ve la imagen en un espejo de hierro que la recogió del espejo de cobre, y éste del espejo de plata, y éste último del espejo de oro: ésa es la imagen de la imagen de la imagen de la imagen.
Podrás entender ahora cuánto se desdibujó y oscureció la primera imagen a través de tantos espejos. Y entenderás las penurias del último Adán (tú, yo, nosotros), obligado a cumplir, no una sola transposición de la imagen al original divino, como en su era paradisíaca, sino muchas y laboriosas transposiciones y espejeos. La Creación fue haciéndose para él un intrincado enigma que sólo se aclara mediante un trabajo penitencial del intelecto. Y debe cultivar ahora, no un fácil paraíso de delicias, sino una tierra dura que le reclama el sudor de su frente, vale decir la fatiga de su entendimiento en trabajosas especulaciones. A pesar de todo, Elbiamor, el hombre sigue ocupando la posición central de su mundo, como pontífice y juez. Y la criatura sigue mostrándole al hombre la imagen de la Divinidad, aunque a través de neblinas que sin duda no están en ella, sino en el hombre descendente.

Capítulo VIII
El microcosmos

Elbiamor, te he presentado al hombre como pontífice de las criaturas, el que las refiere a la Unidad y las reintegra, en cierto modo, a su Principio creador; y te he presentado a las criaturas como espejos de la Divinidad ofrecidos a la especulación del hombre. Luego, yo diría que la criatura, en sí, es una realidad “a medias” y como en evolución hacia el hombre: una evolución que termina cuando la criatura logra su plenitud al existir en una inteligencia humana que la está refiriendo a su Principio creador. Y el hombre, en sí, es una realidad “a medias” y como en evolución hacia las criaturas: una evolución que termina cuando el hombre las ha “devorado” y “asimilado” a su entidad centralizadora, especula con ellas y obtiene los frutos de su especulación. De tal modo, el hombre y la criatura son complementarios. Y me atrevo a decir ahora que, sólo cumplida esa interpenetración, este mundo es una realidad inteligible completa, integrada por y en el hombre que se constituye así en un verdadero microcosmos.
Elbiamor, en ese feliz estado, ni el mundo que lo rodea es ya una cosa exterior al hombre, ni es ya el hombre una entidad exterior al mundo que lo rodea. Pero, ¡cuidado! No por eso las criaturas asimiladas al hombre pierden su exterioridad: las criaturas, así referidas y devueltas a su Principio en un entendimiento humano, siempre conservan su inalienable y sólida realidad exterior, pese a todos los idealismos, dudas y agnosticismos de hoy y de ayer. Y me dirás ahora: ¿cómo se podría entender que las criaturas, devoradas y asimiladas por el hombre, conserven aún su realidad externa? Responderé con un ejemplo. Elbiamor, suponte que te regalan un libro, que lo lees a fondo y que asimilas plenamente sus enseñanzas. Ese libro ya forma parte de tu ser, puesto que lo has devorado y asimilado a tu esencia intelectual; y con todo, ese libro guarda enteramente su realidad exterior en un anaquel de tu biblioteca, esperando a otros lectores que a su vez lo lean y lo asimilen. Algo más aún, y es la médula de mi ejemplo: la finalidad única de un libro, si bien lo miras, es la de ser incorporado al entendimiento de un lector: hasta que un lector no lo incorpore a su entendimiento, el libro es, con respecto a su lector posible, una realidad en potencia y como en suspensión; y su lector posible, con respecto al libro que no leyó todavía, es también, y hasta que lo lea, una realidad en suspenso y en posibilidad. Ahora bien, la Creación entera es un libro pensado y escrito por el Verbo admirable, con vías a una lectura del hombre.
Volviendo al personaje de mi glosa, te diré que la Esfinge lo vomitará en cuanto asuma él su función de juez y juzgue que no es el hombre quien debe ser devorado por la criatura-esfinge, sino la criatura-esfinge devorada por el hombre. No bien lo haga, Elbiamor, la esfinge devolverá su presa, y le revelará su secreto por añadidura. “Porque las cosas —dice Agustín— no responden sino al que las interroga como juez”. ¿Qué responden las criaturas, cuando así se las interroga? ¿Cuál es el secreto que revelan a su juez y ocultan a su esclavo? El juicio por la hermosura es un juicio de amor, y este amoroso juicio requiere dos nociones que se comparen y litiguen: la noción amorosa del juez, en tanto que Amante, y la noción amorosa de las criaturas, en tanto que Amadas. Y me pregunto: si el alma requiere ahora la varilla del juez, ¿con qué noción de amor ha de juzgar a las criaturas? Y recuerdo que la vocación del alma no es otra que la de una dicha perpetua lograda en el descanso que da la posesión del Bien absoluto, infinito y eterno. El alma juzgante, fiel a su tremenda vocación, desciende a las criaturas y las interroga; y es el norte de su destino lo que interroga el alma. Pero las criaturas le responden con la noción de un bien relativo y mortal. La desproporción entre ambos términos del juicio es, pues, inconmensurable; y esa desproporción es lo que nos revelan incesantemente las criaturas, no bien cotejamos nuestra vocación amorosa de lo Infinito con el amor finito que nos proponen ellas.
Al revelarnos esa desproporción, las criaturas no hacen sino confirmar en cada prueba nuestra infinita sed; y como dicha sed es el secreto del hombre, me animo a decir ahora que la Creación (sea Esfinge o Libro), amorosamente interrogada o leída, nos revela, no su secreto, sino nuestro secreto. Ahora bien, o el alma conoce ya la magnitud de su vocación o no la conoce todavía. Si por ventura la conociera, entenderá de proporciones y será juez: en cada experiencia verá confirmada y esclarecida su vocación gloriosa, y ascenderá entonces por la escala de la hermosura terrena. Pero la situación de nuestro héroe no es la misma: sigue su vocación, en verdad; pero la sigue a oscuras, presa fácil de la ilusión y del engaño, porque ignora la magnitud de su anhelo y porque su ignorancia de las magnitudes le impide juzgar de proporciones. Es un problema de “aritmética amorosa” el de nuestro personaje; y no sabrá juzgar de amores hasta que descubra su número de juez. ¿Quién le revelará ese número? El amor de las criaturas, “para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que lo apartaron de ÉL”.

Capítulo IX
El ascenso

La razón se dirige a la verdad reduciendo sus contradicciones por el absurdo; y la intelección amorosa busca la verdad eliminando sus contradicciones por el desengaño. Elbiamante: según te dije ya, el intelecto de Amor conoce, por ser un intelecto, y posee lo conocido, tal como lo exige la naturaleza del amor. Es un saber que implica recibir el sabor de la cosa en la lengua del alma, pues el vocablo “saber” tiene aquí su antigua y verdadera significación de “saborear”: y poseer el sabor de la cosa es poseer la cosa misma, y no su fantasma conceptual. Así es, ya lo sabes, el conocimiento por la hermosura. Es experimental, directo, sabroso y deleitable: conocer, amar y poseer lo conocido se resuelven en un solo acto. Y tal vía de amor es la de nuestro héroe: no en vano le doy este título, ya que la palabra “héroe” se deriva de Eros, nombre antiguo del amor.
Ahora bien, si no conoce aún la desproporción amorosa que las criaturas revelan al que sabe juzgarlas, nuestro héroe sale de cada experiencia con una insatisfacción de sí mismo y con un desengaño de la criatura: en cada insatisfacción de su anhelo vive un íntimo fracaso de amor; y cada fracaso amoroso no deja de traerle un despunte de meditación desconsolada, y es la meditación de su destino la que despunta y crece. Por otra parte, cada nuevo desengaño de las cosas no sólo magnifica la distancia que media entre su anhelo del Bien absoluto y el bien relativo que le propone la criatura, sino que disminuye, por eliminación, el número de bienes terrestres que solicitan su apetito. Con lo cual el alma ve agrandarse, por un lado, la magnitud de su vocación amorosa, y ve acortarse, por el otro, su posibilidad terrena en el orden práctico del amor. Y el alma quiere ya entender algo de proporciones, en un retoñar de la amorosa aritmética; y la vara del juez está reverdeciendo entre sus manos, en un retoñar de la amorosa justicia. Es así como el alma, en reducción de amores por el desengaño, va librándose de la esclavitud en que la tienen las cosas: así se libra ella de la Esfinge devorante; así recoge sus pedazos y reconstruye su maltratada unidad, retornando a sí misma, vale decir a la forma que había ella enajenado por el amor de la criatura, y reasumiendo esa forma que, según dijimos, es la imagen y la semejanza que tiene de su Creador.
Elbiamante, a la solicitud amorosa de cada bien ha respondido el alma con dos movimientos: uno de ida y otro de vuelta. Pero he ahí que se detiene ya, dubitativa y cavilosa; y esta primera inmovilidad del alma nos exige una gran atención. Su paso la condujo por ilusorios caminos, y no anda ya: tiene su pie clavado, como los jueces. Alargó su mano a bienes ilusorios, y la recoge ahora: tiene la mano clavada de los jueces. Está inmóvil y de pie: juzga y se juzga. Elbiamor, ¿a quién juzga? Su juicio recae sobre las cosas que la poseyeron; y como el juez está inmóvil y no desciende a ellas, las cosas ascienden al juez para ser juzgadas. ¿Qué juzga de sí mismo el juez? Juzga su vocación de amor, la frustrada y la nunca silenciosa. Y este íntimo llamamiento, que se ahogaba recién en el tumulto de los llamados exteriores, resuena como nunca, se magnifica y esclarece ahora en el oído del alma. Y el alma gira sobre sí misma para escucharlo mejor; y al girar sobre sí misma recobra su movimiento propio, el “circular”, que había desertado ella para darse a los movimientos “rectilíneos” que la conducían hasta las criaturas. El alma circunscribe así su meditación amorosa, y la continúa, no ya en latitud, sino en profundidad. Y el tenor de su juicio podrá ser el siguiente:
“Oigo que se me llama, y pienso que todo llamado viene de un llamador. Me digo entonces que por la naturaleza del llamado es dable conocer la naturaleza del que llama.
“Si la que yo escucho es una vocación o llamado de amor, Amado es el nombre del que me llama; si es de amor infinito, Infinito es el nombre del Amado.
“Si mi vocación amorosa tiende a la posesión del bien único, infinito y eterno, Bondad es el nombre del que me llama.
“Si el Bien es alabado como hermoso, Hermosura es el nombre del que me llama.
“Si la Hermosura es el esplendor de lo verdadero, Verdad es el nombre del que me llama.
“Si esa Verdad es el principio de todo lo creado, Principio es el nombre del que me llama.
“Si reconozco ahora mi destino ‘final’ en la posesión perpetua del Bien así alabado y así conocido, Fin es el nombre del que me llama.
“Y como todos esos nombres asignados a mi llamador sólo convienen a la divinidad, Dios es el nombre del que me llama”.
He ahí como nuestro héroe se ha encontrado a sí mismo por la vía de la hermosura creada: se ha encontrado a sí mismo como amante. Y he ahí como ha encontrado en sí mismo, con la noción de la Hermosura Divina, el norte verdadero de su vocación amorosa y la verdadera figura del Amado. Elbiamor, nuestro personaje, desconectado de su Principio, fue hasta recién un mero fantasma; las criaturas, estimadas por él en él mismas y no en el Principio que las creó, también se le presentaron como fantasmagorías; nuestro personaje ha sido, en verdad, un fantasma debatiéndose con fantasmas. Y en rigor de verdad, el que se sustrae a su Principio es un ente fantasmagórico. ¿Qué me dirás de tu imagen reflejada en un espejo, si esa imagen se creyera que tú eres su original o principio necesario? Estúdialo y respóndeme luego.

Capítulo X
El “sí” de las criaturas

Ahora que nuestro personaje goza de mejor clima, las criaturas vuelven a reclamar mi atención; pues temo haber incurrido en cierta injusticia con ellas al considerarlas en el solo gesto negativo con que responden a la solicitud amorosa del alma. ¿El “sí” de las criaturas es tan sólo ese “no” que dan como respuesta cuando se desciende a ellas en descenso de amor? Al preguntármelo, recuerdo toda la belleza creada: el sol, la luna, el agua y las avecillas de Francisco de Asís; o la ontología de Raimundo Lulio que va desde la piedra sin voz hasta los nueve coros de ángeles. Y a la sola evocación de tanta hermosura, tentado estoy de acabar en poema esto que se inició en trabajada paráfrasis.
Te dije ya, Elbiamor, que las criaturas responden con un “no” al amante móvil que desciende a ellas. Pero al juez inmóvil que las interroga le dan un “sí” cuya naturaleza trataré de aclarar. También Agustín buscó a su Dios en las criaturas. “Interrogué a la tierra —dice—, y me ha respondido: no soy tu Dios. Interrogué al mar, a sus abismos y a los seres animados que allí se mueven, y todos me respondieron: no somos tu Dios, búscalo más arriba”. Tal cosa niegan las criaturas: niegan ser el destino final del hombre, cuando el hombre las interroga por su destino. Y no se limitan a negarlo, sino que le dicen: búscalo más arriba, lo cual es ya una afirmación; y no sólo nos convidan a un ascenso, sino que se ofrecen, además, como peldaños. Porque, según dijimos, las cosas nos llaman con la voz de su hermosura, y ese llamado trae la intención de un bien.
•  Todo llamado viene de alguien que llama —se dijo nuestro héroe.
Y las criaturas dicen al que sabe oírlas:
• Somos el llamado, pero no somos el que llama.
Y negándose las criaturas, afirman al Llamador; lo afirman en sus Nombres Divinos. Pues ellas dicen al que contempla su hermosura:
• Somos bellas, pero no somos la Hermosura que nos creó Hermosas.
Y al que medita su verdad enseñan:
• Somos verdaderas, pero no somos la Verdad que nos creó veraces.
Y dicen al que gusta de sus bienes:
• Somos buenas, pero no somos el Bien que así nos creó.
He ahí cómo ellas afirman “al que llama”: lo afirman en sus gloriosos nombres de Belleza, Verdad y Bien. Y lo afirman como Principio, llamándolo “el que nos creó”; y lo alaban como Fin, diciendo “somos el llamado hermoso, pero no la Hermosura que llama”.
Elbiamor, como en el Paraíso, la criatura sigue mostrando al hombre la imagen del Hermoso Primero. El que las interrogue, si es un juez equitativo, alcanzará el “sí” gozoso que dan las criaturas cuando se niegan. Las criaturas unirán sus voces múltiples y diferentes, para construir esa imagen de la unidad en la multiplicidad que llamamos un acorde: quiero decir que nuestro personaje, frente a las criaturas múltiples, verá la Unidad en lo multiplicidad. Y la multiplicidad de las criaturas, lejos de perder valor ante sus ojos, ha de adquirir entonces la plenitud de su valor. Pues, a los ojos de nuestro héroe, las criaturas aparecerán referidas a su Principio creador y unificadas en ÉL. Quiero decir que nuestro héroe, después de haber visto la Unidad en la multiplicidad, ha de ver ahora lo multiplicidad en la Unidad. Sólo entonces le será dado entender con Agustín que la belleza es el esplendor del orden o de la armonía o de la justicia (splendor ordinis).

Capítulo XI
Los tres movimientos del alma

En el transcurso de mi glosa, el alma en viaje que te propuse ha cumplido ciertas evoluciones y movimientos cuya descripción ordenada nos conviene ahora. Dionisio, después de referirse a los tres movimientos del ángel, dice que también el alma se mueve con un triple movimiento: el circular, el oblicuo y el directo.
“Por el movimiento circular —enseña Dionisio— el alma deja las cosas exteriores, vuelve sobre sí misma y concentra sus facultades en las ideas de unidad: encerrada entonces como en un círculo, no es fácil que se extravíe. El oblicuo es movimiento del raciocinio y la deducción, y por él se ilustra el alma en la ciencia divina, no intuitivamente y en la unidad, sino en virtud de operaciones complejas y necesariamente múltiples. El movimiento es directo cuando el alma se vuelve a las cosas exteriores y las utiliza como símbolos compuestos y numerosos, a fin de remontarse por ellos a las ideas de unidad”.
Elbiamante, si quisieras buscar una aplicación de los tres movimientos al asunto que voy tratando, podrías meditar lo que sigue. Cuando el alma de nuestro héroe gira sobre su vocación amorosa, es decir en torno de su anhelo por el Bien absoluto, podrías decir que sigue un movimiento circular: consciente o no de su vocación tremenda, el alma no deja nunca de cumplir ese movimiento, ansiosa de circunscribir en sí misma esa noción de la Unidad que, sépalo ella o no, es el Principio y el Fin de su viaje. Pero como se mueve a ciegas, porque no ve aclarársele la noción de la Unidad que busca, el alma de nuestro héroe se dirige a las cosas exteriores para interrogarlas, y cumple así un movimiento directo: ya dijimos que las cosas, bien interrogadas, le responden con una imagen de la Unidad en la multiplicidad. Cuando “medita” el alma esa respuesta de las criaturas y la refiere a su vocación, cumple un movimiento oblicuo, soslayado, indirecto: el de la tortuga que raciocina y deduce. Luego, llevándose con ella los frutos de su especulación, el alma vuelve al movimiento circular, deseosa de ver “en su propio centro”, no ya esa imagen de la Unidad que vio en la criatura, sino el original de la imagen, vale decir la Unidad misma, en cuya intuición y posesión verdaderamente sabrosa entiende ya el alma que se cifraría el término de su viaje y el comienzo de su reposo en la eterna bienaventuranza.
Pero, Elbiamor, no creas que, aun utilizando los mejores trampolines, el salto de la imagen al original sea dado a muchos y fácilmente. Por lo general el alma, sin conseguirlo, vuelve a la moción directa y a la oblicua y a la circular: no abandona ese triple movimiento que constituye, diría yo, su “paso normal” en este mundo.
Y me preguntarás ahora: ¿cómo es dable concebir tres movimientos que sean distintos y que se resuelvan al fin en un solo, el circular, ya que, según decías, tal es el movimiento propio del alma?
Te respondo que no debes considerar los tres movimientos como separados y en independencia, sino como integrándose los tres en uno solo que sea circular, directo y oblicuo a la vez, y que se cumpla “sin abandonar el circulo”, y ese triple y único movimiento es el de la línea espiral. El alma se aleja de su centro y desciende a la criatura siguiendo la “expansión” o el desarrollo de una espiral centrífuga. Se ha detenido en la criatura, y a ella se asimiló un instante. Luego, al esclarecer por la criatura (y en oblicuo soslayamiento) el tamaño y la índole de su vocación, el alma recobra su movimiento circular y lo prosigue, bien que replegándose ahora sobre sí misma y acercándose otra vez a su centro, según la “concentración” de una espiral centrípeta que arranca de donde terminó la primera y concluye donde la otra se inició. Y si bien lo miras en el dibujo, las dos espirales constituyen un solo movimiento por el cual el alma se desconcentra para ir a las cosas exteriores, estudiarlas en oblicuidad, y volver a concentrarse, una vez y otra, sin abandonar empero los ámbitos del círculo Esta “mecánica del alma” deberá ser entendida simbólicamente (no necesito recordártelo) y en simple analogía con los mecanismos corporales.
Elbiamante, si observas mi dibujo, comprobarás que, ya en la “expansión” o ya en la “concentración”, el alma no deja de girar en torno de su centro marcado en la figura con una cruz. Y advertirás que su movimiento es incesante o sin solución de continuidad, tanto en la dirección centrífuga cuanto en la centrípeta, según corresponde a toda criatura, vale decir a todo lo que se halla fuera de su Principio creador; el cual es el único y necesario “motor inmóvil” y sólo al cual atañe, por ende, la inmovilidad absoluta. Observarás también que ni en una ni en otra de sus espirales el alma consigue tocar su centro. Y es natural que no lo toque; porque, si alcanzara su centro, terminaría para ella toda moción, y el fin de su movimiento le valdría el reposo y la muerte. ¿Qué muerte, qué reposo? me dirás.
Elbiamor, el centro de mi figura geométrica, desde el cual tracé yo las dos espirales del alma, es un simulacro del Motor inmóvil o Principio Creador, que todo lo traza o crea sin crearse a sí mismo, que todo lo mueve sin salir de su eterna inmovilidad. Luego, ese punto céntrico es también una imagen de la inmovilidad o reposo absoluto a que aspira el alma. Ya hemos visto una vez el alma de nuestro héroe como demorada en la criatura, y padeciendo, con el abandono de su forma, una muerte verdadera. Podría suceder que ahora, demorándose frente a su centro y con los ojos clavados en él, viera el alma de pronto a la Hermosura Divina, no ya en la imagen sino en el original, y que al mirarla concibiese tal amor por ella que, saliendo nuevamente de sí misma, se convirtiera en lo que ama. Entraría en el centro (que es el lugar de lo posible) y no se movería ya: he ahí el reposo de los reposos. Abandonaría su forma por la del Amado que la llama en el centro: he ahí el amor de los amores. Moriría en ella para vivir en el Otro: he ahí la muerte gananciosa.
Pero, Elbiamor, esa dicha de ver a la Hermosura Primera en el centro del alma no es fácil de alcanzar, ni tampoco difícil. A decir verdad, no sé yo si es fácil o difícil, pues en este punto se acaba mi ciencia, tal como se acabó en el alma de nuestro héroe la posibilidad del “arte humano”. En adelante, la ciencia deberá ceder su lugar a la paciencia, y el “arte humano” cesar en sus operaciones para ofrecerse a las operaciones del “arte divino”. Te diré, con todo, que para llegar al centro y convertirse al Amado Infinito, el alma deberá sentir necesariamente la “fuerza de atracción” del Amado; y que si el alma es atraída, es porque de alguna manera se hizo atrayente a los ojos del Hermoso Primero.
Y vuelvo a tomar aquí la fábula de Narciso. Elbiamor, hay dos Narcisos. Uno, asomado a las aguas exteriores, no ve sino su propia imagen reflejada en ellas, enamórase de su propia imagen, y al intentar alcanzarla muere por el amor de sí mismo: es un Narciso que “no trasciende”. Pero hay otro Narciso que “se transforma en flor”: asomado a las aguas, este Narciso feliz no ve ya su propia imagen, sino la imagen del Otro; quiero decir que depone su forma de un día por la forma eterna de lo que ama: es un Narciso que “trasciende”. En definitiva, según lo has visto ya, todo amor equivale a una muerte; y no hay arte de amar que no sea un arte de morir. Lo que importa, Elbiamor, es lo que se pierde o se gana muriendo.

Capítulo XII
El mástil

Al finalizar su tratado De lo Bello, Plotino aconseja el retorno a la dulce patria donde la Hermosura Primera resplandece sin comienzo ni fin. Y señala, como paradigma del viajero, al prudente Ulises “que se libró de Circe la maga y de Calipso, no consintiendo en permanecer junto a las mismas, a pesar del goce y la hermosura que junto a ellas encontraba”.
Elbiamor, has de recordar sin duda que Circe, revelándole al héroe los peligros que aún le aguardaban, le advierte primero el de las Sirenas que atraen con sus cantos y despedazan al viajero que las escucha y desciende a ellas. “En cuanto a ti —le dice la maga—, te es dado escucharlas, siempre que te encadenes de pies y manos al mástil de tu navío: así podrás gozar sin riesgos de sus voces armoniosas”. Pero Ulises debe tapar con cera el oído de sus camaradas, a fin de que no escuchen ni sucumban.
El peligro, como ves, no está en oír a las Sirenas (o en “conocer” por lo que dicen), sino en dirigirse a ellas en descenso de amor. Y Ulises, el único navegador atado al mástil, deberá escucharlas. ¿Por qué? Porque las Sirenas dicen en su canto, según Homero: “Nada se nos oculta; sabemos todo lo que acontece en el vasto universo; el viajero que nos oye vuelve más instruido a su patria”. Y el héroe, atado al mástil, oye la voz de las Sirenas y en su canción temible se alecciona. Mas no desciende a ellas ni es dividido ni devorado, pues está sujeto de pies y manos, como los jueces; ni tampoco abandona el rumbo de la Dulce Patria, porque la virtud del mástil se lo impide.
Pero la verdad fue revelada más tarde “a los pequeñitos”. Y el Verbo Humanado que nos la reveló no lo hizo sin dejarnos un mástil: el mástil de los brazos en cruz a que se ató Él mismo para enseñarnos la verdadera posición del que navega, el mástil que abarca toda vía y ascenso en la horizontal de la “amplitud” y en la vertical de la “ex altación”.