domingo, 29 de diciembre de 2019

Pedro de Ribadeneyra: Vida y muerte de Thomas Becket

Vida y muerte de Thomas Becket
Santo Tomás Cantuariense, arzobispo y mártir

La vida del glorioso pontífice y fortísimo mártir Santo Tomás, arzobispo de Cantórberi y primado de Inglaterra, escribió Eduardo, que vivió en su mismo tiempo, y más copiosamente Heberto de Boscham, que fue su compañero, y después cardenal y arzobispo de Benevento, y Juan Salisburiense, obispo carnolense, y Guillermo, monje cantuariense, y Alano, abad teukesburiense, todos autores graves y de mucha autoridad: de los cuales sacaremos lo que aquí dijéremos. Fue Santo Tomás inglés, nació en la ciudad de Londres, cabeza de aquel reino: su padre se llamó Gilberto y su madre Matilde, personas nobles y ricas, y muy piadosas. Dicen que el mismo día que nació, se pegó fuego a la casa de sus padres y se quemó buena parte de la ciudad de Londres. En teniendo edad para aprender letras, le pusieron al estudio, y él las aprendió con cuidado y diligencia, y por su buena habilidad y grande ingenio hizo gran progreso en ellas. Era de loables costumbres, de gentil disposición, hermoso de rostro, en sus palabras modesto y grave, y tan amigo de la verdad, que ni burlando ni de veras no se apartaba de ella. Tuvo noticia de sus buenas partes Teobaldo, arzobispo cantuariense: recibiole en su servicio; y hallándole hombre cuerdo y prudente, comenzó a servirse de él en los negocios públicos y en los de su casa, con grande satisfacción suya y de todos los que le trataban. Hízole arcediano de su Iglesia, y diole otros beneficios y rentas, las cuales Tomás gastaba libremente, teniendo más cuenta con el buen nombre que con la hacienda. Fue creciendo tanto la buena opinión, que todos tenían a Tomás y el amor que le mostraban, que el rey, por consejo del arzobispo Teobaldo, le hizo su cancelario, que es como presidente del supremo consejo, y favoreciole tanto que todo lo que el cancelario mandada o vedaba, se tenía por ley: y aquellos se tenían por dichosos, que estaban en su gracia; porque por ella pensaban alcanzar la del rey, y lo que de él pretendían. No solamente sirvió al rey en lаs cosas de la paz, gobierno del reino y administración de la justicia , sino también en las de la guerra contra franceses: e hizo por su persona cosas hazañosas, mostrando en todas grande ánimo, valor y prudencia. Pasó tan adelante la privanza del cancelario con el rey, que habiendo de dar ayo al príncipe su hijo, que también se llamaba Enrique como el padre, no quiso que fuese otro sino él, y que por esto dejase el cargo de cancelario; mas que con las ocupaciones del gobierno del reino juntase las de la crianza e instrucción del príncipe , que no eran pocas ni poco pesadas: porque los otros grandes y señores del reino le trajeron también sus hijos para que los enseñase, así porque se criasen con el príncipe, como porque amoldados y doctrinados de tal mano, saliesen bien criados y corteses, y dignos de su linaje y nobleza: y el cancelario se encargaba también de este trabajo (aunque era grande), juzgando que el bien del reino consiste en que los caballeros y gente noble y principal desde la juventud sea bien criada en amor y temor santo de Dios. Demás de esto, el rey por favorecer mas al cancelario, algunas veces se iba a comer con él : otras, después de haber comido, entraba а verle comer, y gustaba de oír lo que en su mesa se trataba; porque aunque era clérigo mozo, y los demás que comían con él seglares y gente cortesana; todo lo que allí se hablaba olía mas a trato de religioso, que de cortesanos y seglares. Murió en esta sazón Teobaldo, arzobispo cantuariense, y luego el rey puso los ojos en Tomás para darle aquella suprema dignidad, pareciéndole que en ninguno estaría mejor empleada. Supo el intento del rey Tomás, y suplicole con grande instancia, que no le pasase por el pensamiento hacerle arzobispo, así porque él no tenía partes para ello, como porque estimaba más su gracia (la cual temía perder, siendo arzobispo), que todas las dignidades y honras del mundo: “Porque vuestra majestad (dijo) no dejará de hacer algunas cosas contra la libertad eclesiástica, las cuales, siendo primado, no podré con buena conciencia consentir”.  Ninguna cosa bastó con el rey para que desistiese de su intento: y así Tomás bajó la cabeza, entendiendo ser voluntad de Dios, con gran contento del rey y de todo el reino. Era en esta sazón de edad de cuarenta y cuatro años; ordenose de misa (porque sólo era diácono) el sábado de Pentecostés; y al otro día en su iglesia catedral fue consagrado arzobispo con las ceremonias ordinarias, hallándose presentes quince obispos y el príncipe Enrique, heredero del reino, con muchos grandes y señores principales de él. Enviole el pontífice romano (que era a la sazón Alejandro III) el palio; y el arzobispo le recibió postrado en el suelo, y con los pies descalzos y con extraordinaria devoción.
Desde el punto que recibió la sagrada unción, parece que se mudó en otro varón o, no para darse a vanidades, faustos y grandezas, y vivir con mas anchura y libertad (como algunos suelen) ; sino para entrar dentro de sí y atarse más estrechamente con las nuevas obligaciones: y así comenzaba a vivir una vida apostólica, y digna de tan grande prelado: porque el deleite en el comer vencía con la templanza, los apetitos deshonestos con el cilicio áspero y con dormir poco: los otros deseos y gustos desordenados refrenaba con la continua oración y lección de cosas sagradas, y cuanto era más alto el grado a que Dios le había levantado, tanto él más se humillaba: y para no desvanecerse con la nueva dignidad, tomó el hábito e instituto de los canónigos seglares, procurando cumplir con las obligaciones de monje y prelado. Sobre todo nació en el santo prelado un amor y devoción muy extraordinaria para con Dios, una compasión para con los pobres tan grande, que así como ninguna cosa le podía apartar de la rectitud y justicia, por el celo de ella que Dios había encendido en su pecho; así tampoco no había cosa que pudiese hacer en beneficio de los pobres, para remediar necesidades, que no la pusiese por obra: y con ser innumerables los pobres que a él acudían, nunca se cansaba ni le faltaba qué darles; y para poderles dar más, procuraba cobrar algunas posesiones y heredades de la Iglesia, que algunos habían usurpado, o por descuido de los arzobispos sus antecesores, o por no poder más contra ellos, que era gente poderosa. Y aunque los que fueron desposeídos de las haciendas de la Iglesia se quejaron al rey, y procuraron con varias calumnias y falsedades exasperarle contra el santo pontífice; no pudieron salir con su intento, por el concepto y estima grande que el rey tenía de su persona, hasta que se ofreció otra ocasión más pesada. Habían dos clérigos cometido algunos delitos, y el uno de ellos, que era canónigo, tratado mal a unos ministros de justicia real, y el otro, que era un clérigo particular, había muerto a un hombre a lo que se decía. Levantose un grande alboroto en el pueblo, diciendo que los clérigos se atrevían a hacer grandes insultos y maldades, porque sabían que no los habían de castigar con pena de muerte. Y aunque el santo prelado, para sosegar al pueblo y quitar el escándalo, los castigó severamente, no por eso cesó aquella turbación y queja, antes llegó a oídos del rey; el cual instigado de los enemigos del arzobispo, y con pretexto de que hubiese justicia en su reino y los malos fuesen castigados, hizo junta de grandes, así eclesiásticos como seglares, y en ella pidió que se le remitiesen a él todos los clérigos que cometiesen delitos, para que por sus justicias fuesen castigados. A esta demanda el santo prelado se opuso, y con buenas palabras suplicó al rey que no se dejase llevar tanto del celo y amor de la justicia, que hiciese contra la misma justicia y excediese los límites de su potestad; y que considerase que los sagrados cánones y constituciones antiguas de los sumos pontífices, concilios y emperadores, ordenaban que los clérigos fuesen castigados por sus prelados; y que en caso atroz y digno de muerte, el clérigo que le cometiese, fuese primero degradado, y después remitido al brazo seglar, para que sólo fuese ejecutor de la muerte que se le daba; y que esto se había usado en la Iglesia de Dios desde el tiempo de los apóstoles; y que pues esta Iglesia era la misma que la antigua, era justo que se guardase lo que siempre se había usado. El rey porfiaba que a él tocaba castigar los delitos y hacer leyes, y que todos le habían de obedecer; más el santo prelado con gran libertad le respondió, que en tanto obedecería a las leyes que hiciese, en cuanto no fuesen contrarias a la ley de Dios. Enojose de esto mucho el rey; y todo aquel amor y favor que antes él hacía a Santo Tomás, le convirtió en odio y aborrecimiento, teniéndole por ingrato y por hombre que no cumplía con sus obligaciones y con los beneficios que de él había recibido: porque los grandes príncipes comúnmente no quieren que a ninguna cosa se les contradiga, y tienen por desacato y menoscabo de su soberana autoridad, que se les vaya a la mano, aunque sea en cosas forzosas, como era ésta, y que con buena conciencia no se pueden dejar. Salió el rey de la junta muy colérico, los obispos que estaban en ella comenzaron a blandear, y los otros señores a tomar y defender las partes del rey (tanto puede la ambición y la lisonja), de manera que solo Tomás quedó solo por defensor y amparo de la verdad, opuesto a la furia del rey y a todas las máquinas y ardides de sus enemigos; pero muy aparejado  a perder la vida, porque la Iglesia no perdiese su libertad. Tomáronse grandes medios de promesas y amenazas, de blanduras y espantos para atraer al santo prelado a la voluntad del rey: y aunque él al principio se mostró algo blando, porque no padeciese por su causa todo el clero de Inglaterra, y porque le habían asegurado que el rey no quería sino que de sola palabra diese su consentimiento; pero después que vio que le mandaba poner por escrito, y sellar con su sello los capítulos que el rey había escrito, y que ellos eran perniciosos y en perjuicio notable de la Iglesia, le pesó mucho que le hubiesen engañado, y de la facilidad que había tenido en querer dar contento al rey, por atajar los daños que se podían temer. Los artículos y capítulos que propuso el rey fueron seis. El primero, que no se pudiese apelar a la sede apostólica sin licencia del rey; el segundo, que ningún arzobispo ni obispo pudiese salir del reino, aunque fuese llamado del papa, sin licencia del rey; el tercero, que ningún obispo pudiese excomulgar a ningún criado ni ministro del rey, sin haberlo primero consultado con él; el cuarto, que no pudiese el obispo castigar a ningún perjuro y fementido; el quinto, que la justicia seglar del rey conociese las causas de los clérigos y los castigos, y los castigase si mereciesen castigo; el sexto, que el rey y los legos tratasen y juzgasen las causas decimales y eclesiásticas.
Que todas eran causas perjudiciales a la Iglesia, y contrarias a lo que en ella se ha usado siempre desde los apóstoles acá, y a lo que han hecho lodos los emperadores, reyes y príncipes piadosos, como lo probamos en el libro del Príncipe cristiano. Pero muchas veces se engañan algunos príncipes, pensando que es mengua de su autoridad sujetarse a la Iglesia, y falta de justicia el no castigar los delitos de los clérigos que no pertenecen a ellos; y no faltan ministros que atizan el fuego, ni prelados flojos y temerosos, que por no perder la gracia del príncipe, pierden la de Dios, y huyen como mercenarios y se dejan arrebatar de la corriente. No lo hizo así Santo Tomás, que no se dejó vencer de terror ni de halagos para consentir al rey en cosa tan dañosa a la Iglesia, y de tan mal ejemplo; antes fue tanto lo que lloró y se entristeció por haber dado muestras de quererle dar gusto en esto, engañado, como dijimos, de lo que de su parte le habían dicho, que enojándose consigo mismo y queriendo castigar aquella culpa, se suspendió de decir misa, y no quiso llegarse al altar, hasta que el sumo pontífice le envió la absolución, y él se consoló con ella y con saber que su intención había sido buena, y en ninguna cosa contraria a la voluntad de Dios. Finalmente, viendo el santo, prelado el ánimo del rey enojado contra sí, y tan obstinado en llevar adelante su intento, que no había esperanza de poderle ablandar ni trocar, y que los obispos se dejaban llevar de la voluntad del rey, y que los grandes y poderosos le ayudaban y servían, y que toda la Iglesia de Inglaterra estaba en peligro de acabarse y perderse, determinó ausentarse por un poco de tiempo del reino, para que echado Jonás en el mar, cesase aquella tan terrible tempestad. Para esto huyó de noche, acompañado de dos solos monjes y un criado disfrazado, caminando las noches, fuera de camino, con grandes trabajos e incomodidades; y embarcándose en un navío, llegó a Flandes. Cuando el rey supo que el santo arzobispo se le había escapado de las manos , salió de juicio y envió embajadores al papa Alejandro III, dándole grandes quejas contra él, como contra revolvedor y alborotador de su reino: y habiendo el sumo pontífice oídolos en público consistorio, les respondió que oiría al arzobispo, para poder juzgar rectamente en aquel caso. Airose sobremanera el rey con esta respuesta, y mandó confiscar los bienes de Santo Tomás, y las haciendas de todos sus deudos y parientes, que eran muchos, y que todos saliesen de su reino, sin perdonar a edad, ni sexo, ni condición , ni dignidad de persona: tomando juramento a los varones de mayor edad, que buscarían al arzobispo doquiera que estuviese, y se quejarían de él, que por su ocasión padecían tales calamidades. Llegó Santo Tomás al papa, y dio a su santidad y a los cardenales razón de sí, mostrándoles los capítulos originales que el rey Enrique quería establecer en su reino, y él no había querido firmar, y declarando los medios que había tomado para ablandar al rey y ponerlo en razón. Suplicó al sumo pontífice que le quitase aquella dignidad, y la proveyese en otro que fuese más grato al rey, para que él y su reino tuvieren paz: porque él entendía que Dios le castigaba a él, per haberla aceptado sin tener partes para ella, por complacer al rey. Pareciole al papa no condescender con los ruegos de Santo Tomás; antes le confirmó en la dignidad, y mandó que la tuviese, para que los otros prelados en semejantes casos no aflojasen y dejasen de resistir a los tiranos que perseguían la Iglesia católica, viendo que el que tan valerosamente había peleado por ella , era privado de la dignidad de arzobispo. Pero para aplacar al rey de Inglaterra, le ordenó que se recogiese a alguna casa de religión donde pudiese estar con quietud, mientras que él procuraba volverle en gracia de su rey. Escogió el santo arzobispo el monasterio de Pontiníaco del Císter, que estaba en Francia y florecía con fama de gran santidad.
A este monasterio vino el santo prelado con cartas y grandes recomendaciones del papa: y la mayor recomendación que traía era la singular gracia de Dios, de que venía armado, y muy alegre por ver que padecía por la justicia, y deseoso de padecer mucho más. En este monasterio con gran disimulación comenzó el santo arzobispo a afligir su cuerpo con extraordinaria aspereza y penitencia, comía unas yerbas y manjares viles y groseros, procurando que los que eran delicados y preciosos se repartiesen a los enfermos y necesitados: entraba algunas veces en el río que pasaba cerca del monasterio, estando muy frío y casi helado, y estábase en él un buen rato para mortificarse más; y en las otras cosas se dio tal vida, que más parecía muerte que vida; y le sobrevino una enfermedad tan grave, que faltó muy poco que del todo no se la quitase. Pero lo que más le afligía, fue la grande calamidad y miseria de tantos deudos suyos inocentes, que por su causa (aunque sin culpa suya) padecían, a los cuales él no podía remediar; pero remediolos Dios por medio del rey de Francia, y de otros señores y personas principales devotas de aquel reino, que sabiendo la santidad de Santo Tomás, y la tiranía del rey Enrique, y la inocencia de los que padecían, los ayudaron y socorrieron en aquel su destierro y trabajo, con tanta liberalidad, que muchos no echaban menos la comodidad y regalo de sus casas. Mas el rey Enrique, cuando supo que el santo prelado estaba en aquel monasterio, no se puede creer la saña que tomó contra el abad. Escribiole con gran furor que le echase luego de su casa y de cualquiera otra de su orden, amenazándole, si no lo hacía, de sacar de su reino a todos los monjes del Císter, y destruir sus monasterios. Entendió el santo prelado del abad lo que el rey le había escrito; y con sosiego y serenidad le dijo: No quiera Dios que tantos y tan santos religiosos padezcan por mí, ni que sus monasterios sean asolados. Y haciendo gracias al abad y a los monjes, por la caridad que con él habían usado, y habiendo venido el rey de Francia en persona al monasterio, y agradecido a los religiosos el buen acogimiento que habían hecho al santo prelado; le llevó consigo, llorando todos su partida, y acordándose del raro ejemplo con que había vivido entre ellos.
Dos años estuvo en el convento de Pontiníaco, y de allí se fue al monasterio de Santa Columba, donde estuvo otros cuatro años con no menor rigor y ejemplo de su grande santidad, y admiración de todos los que le trataban. Por maravilla se acostaba en cama, sino con alguna grave enfermedad; levantábase antes que amaneciese; ocupábase en los divinos oficios, y en celebrar cada día con suma devoción y reverencia el sacrosanto misterio de la misa. Después entrando en su aposento, con un corazón sencillo y humilde, soltaba la rienda a la oración, lágrimas y gemidos, ofreciéndose en sacrificio al Señor, y aparejándose para el martirio. Comía después con los pobres y con los pocos criados que tenía con gran templanza; y acabada su comida, se entretenía con alguna lección sagrada, o con hablar de cosas necesarias y provechosas con sus familiares. La noche casi velaba perpetuamente; y llamando a su capellán, que solo dormía en su aposento, quitándose el cilicio que traía a raíz de las carnes, le mandaba que le azotase hasta derramar mucha sangre; y después que el capellán se volvía a su cama, él se daba otras penas; y arrodillándose y postrándose delante del Señor, gastaba la otra parte de la noche en oración, hasta que cansado ya el cuerpo, se echaba en el suelo para reposar un poco, teniendo una piedra por cabecera. Mas el Señor, que con estos ensayos aparejaba a este esforzado soldado, y le quería hacer glorioso mártir suyo, un día estando delante del altar postrado, y acabada la misa, haciéndole con gran fervor gracias, se le apareció, y llamándole por su nombre, le dijo: Tomás, Tomás, tu lustrarás mí Iglesia con tu sangre; y él espantado dijo: ¿Quien sois vos, Señor? Yo (dijo) soy Cristo tu hermano y Salvador, que ilustraré mi Iglesia con tu sangre. Entonces el santo con grande júbilo de su alma respondió : Ojalá sea así, y se cumpla en mí lo que vos, Señor, decís; porque yo no lo merezco.
Procuró el rey de Inglaterra echarle de Francia, y envió embajadores al rey Luis de Francia, quejándose. Mucho que tuviese en su reino y favoreciese a un hombre que era su enemigo, y a quien él por sus deméritos había quitado de la dignidad de prelado. Respondioles el rey Cristianísimo : Decid a vuestro señor, que también soy yo rey como él, y que no me atreviera a privar de su dignidad al más pobre clérigo de mi reino, que no sé yo cómo él se ha atrevido a ofender a toda la Iglesia católica, y deponer de la suprema dignidad de su reino a un varón tan santo y tan venerable como Tomás. Finalmente, después de muchas altercaciones y dificultades, el rey de Francia con ruegos, y el papa con amenazas, apretaron tanto al rey de Inglaterra, que se aplacó y se reconcilió con el santo prelado, y le dio licencia para volver él y todos los suyos a su reino, prometiendo hacerles restituir sus haciendas; y Santo Tomás hablando con el rey, que a la sazón estaba en Normandía, se concertó con él, y a los siete años de su  destierro tornó a Inglaterra, con grande alegría y fiesta de todos los buenos, y pesar de los malos, que le temían como a fiscal severo de sus excesos. Volvió el santo con el mismo celo que antes, y con los mismos aceros y filos de la justicia y de la disciplina eclesiástica (porque con tantos trabajos y fatigas no se habían podido embotar), y comenzó luego a hacer su oficio pastoral, con tan grande entereza, que los que tenían por testigos y acusadores de su mala vida sus propias conciencias, no quisieron aguardar la sentencia de tan recto juez. Mandó a algunos obispos que hiciesen alguna satisfacción de algunos delitos por ellos cometidos. Estos convocaron contra él a muchos eclesiásticos y seglares de los más principales del reino, y todos a una acudieron al rey, diciendo que el arzobispo se quería levantar con el reino, y que no venía más humilde del destierro, sino más soberbio; que cuando salía de casa, todos le acompañaban como si fuera la misma persona del rey; y que para serlo no le faltaba sino ponerse la corona, y decir que lo quería ser. Supieron decirle tales cosas, que el rey, creyéndolas ligeramente como amigo reconciliado, y sin averiguar más la verdad, dijo con grande enojo: ¡Cómo, que no pueda yo valerme con un clérigo de mi reino! Malditos sean todos los que comen mi pan; pues ninguno de ellos me venga de tal hombre. Oyeron estas palabras algunos criados del rey; y como la lisonja es tan poderosa, y el deseo de dar gusto a los príncipes tan ciego y arrebatado, creyeron que le harían una cosa muy grata, si matasen al arzobispo; y así cuatro de sus criados principales se determinaron a hacerlo. Pero antes que lo ejecutasen, como se publicó en el reino el sentimiento y enojo que contra el santo prelado había concebido el rey (aunque comúnmente le tenían y veneraban por santo), no se puede creer fácilmente cómo los ánimos del vulgo se mudaron y le comenzaron a escarnecer y hacer burla de él; en tanto grado, que Polidoro Virgilio, diligente historiador de las cosas de Inglaterra, escribe que pasando a esta sazón por una aldea, los moradores de ella, por afrentarle, cortaron la cola del caballo en que iba el santo prelado; pero por castigo de Dios, todos los hijos de los que tuvieron este atrevimiento nacieron después con cola, como si fueran bestias; y duró esto hasta que se acabó su generación.
Pero los criados del rey, para ejecutar mejor la maldad, tomando consigo gente armada y facinerosa, fueron un día después de comer a casa del arzobispo, como unos perros rabiosos, para darle la muerte; y después de haber pasado con él algunas razones descorteses, y respondido el santo prelado a ellas, por una parte con gran humildad y modestia, y por otra con gran valor y constancia; ellos se salieron de su casa para llamar a los soldados que traían consigo; y el santo se entró en la iglesia, porque era hora de vísperas. Queriendo los clérigos cerrar las puertas, les mandó qua no lo hiciesen, diciendo que la iglesia no se había de defender al modo de las fortalezas cercadas de enemigos, y que él padeciendo, y no peleando, había de vencer. Entraron aquellos crueles verdugos en la iglesia con gran furor, diciendo a grandes voces: ¿Dónde está Tomás Becket, traidor al rey y al reino? ¿Dónde está el arzobispo? Y el santo sin turbarse, pronto: Aquí estoy (dice); no traidor al rey, sino sacerdote de Jesucristo, aparejado a morir por aquel que me redimió con su sangre. Nunca Dios quiera que yo huya vuestras espadas, o por temor de ellas me aparte de la justicia. Aquí (dijeron ellos) morirás y recibirás el pago de tu atrevimiento. Y el santo mártir: Yo cierto aparejado estoy a morir por mi Señor, para que la Iglesia con mi sangre alcance paz y libertad. Pero mirad que os mando de parte de Dios todopoderoso, que no maltratéis ni toquéis a alguno de los míos. Si hay culpa yo la tengo y ellos no. Púsose luego de rodillas, y como un ciervo acosado y sediento, que se ve cerca de una copiosa fuente de aguas vivas, y con ímpetu se echa en ella, así él, viendo que se llegaba la corona del martirio, que con tanta ansia deseaba, se arrojó en las manos del Señor, juntando y levantando las suyas al cielo, y suplicando a Dios que mirase por su Iglesia, por la intercesión de la gloriosísima Virgen María nuestra Señora y de San Dionisio, obispo y mártir, y de otros santos sus patrones. Arremetieron los verdugos al santo sacerdote para ofrecerle en sacrificio, y uno de ellos le descargó con la espada un fiero golpe en la cabeza, de la cual comenzó luego a correr mucha sangre; y queriendo un clérigo llamado Eduardo (que es el que escribe su vida), amparar a su prelado (porque los demás monjes y clérigos, despavoridos, le habían desamparado), y abrazándose con él, le cortaron un brazo y le hirieron malamente. Mas Santo Tomás, aunque estaba herido en la cabeza, no la movió ni torció el cuerpo, antes estando inmoble y muy constante en su oración, esperaba tras aquel golpe otros que le dieron, hasta que cayó junto al altar, donde estaba de rodillas, y el celebro y sesos de su santa cabeza fueron esparcidos por aquel suelo. Salieron de la iglesia aquellos sayones y ministros de Satanás, y entraron en las casas del sumo pontífice, y saqueáronlas sin dejar en ellas otra cosa que dos cilicios, porque no eran a su propósito; y después desaparecieron, y cada uno se fue por su parte, aunque por justo juicio de Dios todos murieron dentro de tres años. El primer que le hirió murió en Sicilia, despedazando sus carnes, y echándolas de sí a pedazos; y así él como todos los demás que se habían hallado en aquel sacrilegio, mientras que les duró la vida, siempre anduvieron temblando, y como pasmados y sin juicio; y ellos mismos confesaban que era justo castigo de Dios.
Los clérigos y frailes de su Iglesia, después que aquellos crueles carniceros huyeron, cobrando ánimo, volvieron a ella y, derramando muchas lágrimas, tomaron el cuerpo del santo arzobispo, y le pusieron en unas andas y con lienzos cogían la sangre que había salido de él; ungíanse con ella los ojos, y guardábanla y reverenciábanlacomo una preciosa reliquia. Desnudáronle y hallaron a raíz de las carnes del santo mártir un áspero cilicio que llegaba desde el cuello hasta las rodillas, y muy apretado y tan lleno de piojos, que parecía otro genero de martirio el haberlos podido sufrir. Aquí se doblaron las lágrimas de todos los que estaban presentes, y conocieron más la santidad de su prelado. Sepultáronle vestido de pontifical en una bóveda junto al altar de San Juan Bautista y de San Agustín, el que envió San Gregorio, papa, a Inglaterra. Luego comenzó aquel reino a alborotarse, y a ser castigado de la mano del muy Alto, con tan grandes y civiles sediciones y discordias, entre el rey y su hijo, que no había hombre con hombre, ni quien se escapase de aquel incendio, que parecía lo había todo de abrasar. Y para mayor gloria del santo y testificación de cuán grata le había sido aquella constancia con que había muerto por la libertad de su Iglesia, comenzó el Señor a hacer grandes milagros por su intercesión; y de todas las partes del reino concurrían a su sepulcro, pidiendo mercedes a Dios por sus merecimientos, y volvían a sus casas contentos por haberlas alcanzado para sus almas y para sus cuerpos.
Mas el rey Enrique, cuando supo la muerte del santo, tuvo gran pesar, entendiendo (coma era la verdad) que todos le habían de echar la culpa y darle por autor de ella, porque, aunque su intención no fue hacer matar a Santo Tomás, pero sus palabras fueron ocasión para que le matasen. Envió sus embajadores al papa Alejandro III, excusándose y suplicándole quo mandase hacer información de todo lo que había pasado en aquel caso. El papa envió dos legados que recibieron la informacion y declaración, que aunque su voluntad no había sido la que sus criados habían ejecutado, pero que había tenido gran culpa en la muerte del santo, por el mal tratamiento que le había hecho, y por las palabras que había dicho contra él; y le absolvieron y pusieron su penitencia, la cual el cumplió con grande devoción y humildad, porque le fue significado del cielo, que no tendría paz ni quietud en su reino, hasta que se humillase al santo y le pidiese perdón y alcanzase misericordia del Señor por su intercesión, y así vino a Cantórberi, y desde la iglesia de San Dunstano fue descalzo hasta la iglesia mayor, donde estaba el cuerpo de Santo Tomás. Llegó a la puerta, se postró e hizo oración; y entrando en la iglesia, regó con muchas lágrimas el lugar donde fue muerto el santo pontífice; y habiendo dicho la confesión a los pies del obispo, con gran temblor y reverencia se acercó a su sepulcro, deshaciéndose en lágrimas y haciendo derramar muchas a los circunstantes. Allí desnudó sus espaldas, y fue azotado cinco veces de los obispos, y después de los monjes, que eran más de ochenta, dándole cada uno tres golpes con la disciplina sobre las espaldas. De este manera fue absuelto solemnemente, estando en el suelo descalzo, y oró toda aquella noche con gran sentimiento, ternura y devoción, que es raro ejemplo, y mucho para notar y para imitar de los reyes católicos y verdaderos hijos de la santa Iglesia, cuando por haber ellos caído en algún delito grave, ella como madre los castiga; y Nuestro Señor por esta humildad y penitencia favoreció al rey Enrique maravillosamente; porque el mismo día que hizo esto, alcanzó una victoria muy señalada de sus enemigos, y prendió al rey de Escocia, y tuvo otros muy prósperos sucesos, y siempre quedó tan devoto al santo, que enriqueció con dones su sepulcro y la iglesia donde estaba su sagrado cuerpo.

La muerte de Santo Tomás fue a los 29 de diciembre del año 1170, como lo dice el cardenal Baronio, o el de 1171, como lo afirma el Breviario reformado de la santidad de Clemente VIII, y fue a los cincuenta y tres años de su edad.

PEDRO DE RIBADENEYRA
Flos Sanctorum. La Leyenda de Oro (1601).