domingo, 6 de mayo de 2018

Alain Robbe-Grillet: Raymond Roussel, enigmas y transparencia

ENIGMAS Y TRANSPARENCIA EN LA OBRA DE RAYMOND ROUSSEL

Raymond Roussel describe; y, más allá de lo que describe, no hay nada, nada de lo que tradicionalmente puede llamarse un mensaje. Para emplear una de las expresiones favoritas de la crítica literaria académica, Roussel apenas si tiene “algo que decir”. Ninguna trascendencia, ninguna superación humanista pueden aplicarse a las series de objetos, de gestos y de acontecimientos que, ya en cuanto se lo ve, constituyen su universo.
A veces, por la necesidad de una línea descriptiva muy estricta, tiene que contarnos alguna anécdota psicológica, o bien alguna costumbre religiosa imaginaria, un relato de costumbres primitivas, una alegoría metafísica… Pero esos elementos nunca tienen ningún “contenido”, ninguna profundidad, no pueden constituir en ningún caso el más modesto aporte al estudio del carácter humano o de las pasiones, la menor contribución a la sociología, la mínima meditación filosófica. Siempre se trata, en efecto, de sentimientos abiertamente convencionales (amor filial, abnegación, grandeza de alma, traición, y siempre tratados a la manera de las imágenes de Épinal), o bien de ritos “gratuitos”, o de simbolismos reconocidos y filosofías gastadas. Entre el sin sentido absoluto y el sentido agotado sólo quedan, una vez más, las cosas mismas, objetos, gestos, etc.
En el plano del lenguaje, Roussel apenas si responde mejor a las exigencias de la crítica. Muchos ya lo han señalado, y, por supuesto, para quejarse: Raymond Roussel escribe mal. Su estilo es deslucido y neutro. Cuando sale del orden de la constatación —es decir, de lo pedestre asumido: el dominio del “hay” y del “se encuentra ubicado a cierta distancia”—, siempre es para caer en la imagen banal, en la metáfora más trillada, también ella salida de algún arsenal de convenciones literarias. Por último, la organización sonora de las frases el ritmo de las palabras, su música, no parecen plantearle al autor ningún problema de oído. El resultado carece casi continuamente de atractivo desde el punto de vista de las bellas letras: una prosa que pasa del ronroneo bobalicón a laboriosas marañas cacofónicas, versos que obligan a contar con los dedos para darse cuenta de que los alejandrinos tiene realmente las sílabas requeridas.
Estamos en presencia, pues, del perfecto reverso de lo que se conviene en llamar un buen escritor: Raymond Roussel no tiene nada que decir y lo dice mal… Y, sin embargo, su obra comienza a ser reconocida por todos como una de las más importantes de la literatura francesa de principios del presente siglo, una de las que ejercieron su fascinación sobre varias generaciones de escritores y artistas, una de las que, sin duda alguna, se debe incluir entre los antecesores directos de la novela moderna; de donde el interés incesantemente creciente que se otorga hoy en día a esta obra opaca y decepcionante.
Veamos, en primer lugar, la opacidad. Es, de igual modo, una excesiva transparencia. Como nunca hay nada más allá de la cosa descrita, es decir, que nada de naturaleza superior se oculta en ella, ningún simbolismo (o, si no, es un simbolismo ya de entrada proclamado, explicado, destruido), la mirada se ve obligada a detenerse en la superficie misma de las cosas: una máquina de funcionamiento ingenioso e inútil, una postal balnearia, una fiesta de desarrollo mecánico, una demostración de hechicería infantil, etc. Una transparencia total, que no deja subsistir ni sombra ni reflejo, equivale, en realidad, a una pintura en trompe-l’œil. Cuanto más se acumulan las precisiones, la minucia, los detalles de forma y de tamaño, más pierde su profundidad el objeto. Tenemos pues, una opacidad sin misterio: tal como detrás de un telón de fondo, no hay nada detrás de esas superficies, ningún interior, ningún secreto, ninguna intención oculta.
Sin embargo, por un movimiento de contradicción frecuente en los textos modernos, el misterio es uno de los temas formales a los que con más frecuencia recurre Roussel: búsqueda de un tesoro escondido, origen problemático de tal o cual personaje, o de determinado objeto, enigmas de todo género que a cada instante se les plantean tanto al lector como a los protagonistas en forma de adivinanzas, acertijos, ensamblajes aparentemente absurdos, frases en clave, cajas con doble fondo, etc. Las salidas secretas, los túneles que ponen en comunicación dos lugares sin nexo visible, las revelaciones repentinas acerca de los entresijos de una filiación cuestionada, jalonan este mundo racionalista a imagen de las novelas negras de la mejor tradición, transformando por un instante el espacio geométrico de las situaciones y las dimensiones en un nuevo Castillo de los Pirineos… Pero no, aquí el misterio está sin cesar bajo control, y demasiado bien. Estos enigmas no sólo se exponen con demasiada claridad, se analizan de manera demasiado objetiva y se afirman demasiado como enigmas, sino que, además, al cabo de un discurso más o menos largo, se descubrirá y se explicitará su solución, y también esta vez con la mayor sencillez, habida cuenta de la extrema complicación de los hilos. Después de haber leído la descripción de la máquina desconcertante, tenemos derecho a la descripción rigurosa de su funcionamiento. Después del acertijo siempre viene la explicación, y todo vuelve a la normalidad.
Y hasta tal punto que la explicación se vuelve, a su vez, inútil. Responde tan bien a las preguntas formuladas, agota tan totalmente el tema que, a fin de cuentas, parece equivalente a la máquina misma. E, incluso cuando la vemos funcionar y sabemos cuál es su finalidad, ésta sigue siendo estrambótica: tal es el caso del famoso martinete que sirve para componer mosaicos decorativos con dientes humanos utilizando la energía del sol y del viento. La descomposición del conjunto en sus más diminutos engranajes, la identidad perfecta de estos últimos y de la función que cumplen, sólo conducen al puro espectáculo de un gesto desprovisto de sentido. Una vez más, el significado demasiado transparente coincide con la total opacidad.
En otra parte, se empieza por proponernos una combinación de palabras, lo más heteróclita posible —ubicada, por ejemplo, debajo de una estatua, cargada ella misma de múltiples particularidades desconcertantes (y que se dan como tales)—, y luego se nos da una larga explicación del significado (siempre inmediato, pegado a las palabras) de la frase-adivinanza, y de cómo ésta se refiere directamente a la estatua, cuyos detalles extraños revelan ser entonces totalmente necesarios, etc. Ahora bien, estas elucidaciones en cadena, extraordinariamente complejas, ingeniosas y “traídas por los pelos”, parecen tan irrisorias, tan decepcionantes, que es como si el misterio permaneciese intacto. Pero ahora es un misterio lavado, vaciado, que se ha vuelto despreciable. La opacidad ya no oculta nada. Tenemos la impresión de haber encontrado un cajón cerrado, luego una llave; y esa llave abre el cajón de un modo impecable… y el cajón está vacío.
Roussel mismo parece haberse equivocado un poco con este aspecto de su obra, él que pensaba que podía hacer que las multitudes fuesen corriendo al Châtelet para asistir a una cascada de esos —según creía— palpitantes enigmas y a la solución sucesiva que les daba un protagonista paciente y sutil. La experiencia, desgraciadamente, hizo que se desengañara pronto. Era fácil preverlo. Ya que se trata, en realidad, de adivinanzas planteadas en el vacío, de búsquedas concretas pero teóricas, desprovistas de peripecias, y que por tal razón no pueden hacer caer a nadie en la trampa. Hay trampas en cada página, sin embargo, pero sólo se las activa delante de nosotros, señalándonos todos sus resortes y mostrándonos, por el contrario, cómo no ser víctimas de ellas. Por lo demás, incluso si no está muy acostumbrado a los funcionamientos rousselianos y a la decepción necesaria que sigue a su realización, a cualquier lector le llamará la atención, de entrada, la completa ausencia de interés anecdótico —la completa blancura (falta de color)— de los misterios propuestos. Una vez más tenemos, o bien el vacío dramático total, o bien el drama de disfraces con todos sus accesorios convencionales. Y, en este caso, ya sea que las historias narradas pasen o no los límites de lo asombroso, el único modo en que se las presenta, la ingenuidad con que se plantean los interrogantes (del tipo: “Todos los asistentes estaban muy intrigados por…”, etc.), el estilo, en fin, tan alejado como es posible de las reglas elementales del buen suspenso, bastarían para suscitar en el aficionado mejor dispuesto el desapego por esos inventores para Concurso Lépine de la ciencia ficción y por esas páginas folclóricas ordenadas como un desfile de marionetas.

¿Cuáles son, entonces, esas formas que nos apasionan? ¿Y cómo actúan sobre nosotros? ¿Qué significan? Todavía es demasiado temprano, quizás, para responder a las dos últimas preguntas. Las formas rousselianas aún no han llegado a ser académicas; aún no han sido digeridas por la cultura; aún no han pasado al estado de valores. Ya podemos, sin embargo, tratar de nombrar, al menos, algunos de éstos. Y, para empezar, precisamente esta búsqueda que, mediante la escritura, destruye ella misma su propio objeto.
Esta búsqueda, ya lo hemos dicho, es puramente formal. Es, ante todo, un itinerario, un camino lógico que conduce de un estado dado a otro estado —que se parece mucho al primero, aunque se llegue a él mediante un largo desvío. Encontramos un nuevo ejemplo de esto —y que tiene la ventaja adicional de situarse enteramente en el terreno del lenguaje— con los breves relatos póstumos de Roussel, cuya arquitectura explicó él mismo: dos frases que se pronuncian de manera idéntica, salvo por una letra, pero cuyo sentido carece totalmente de relación, a causa de las distintas acepciones en que se toman las palabras semejantes. El trayecto es, en este caso, la historia, la anécdota, que permite reunir las dos frases, las que constituirán, una, las primeras palabras del texto, la otra, las últimas. Los episodios más absurdos quedarán así justificados por su función de utensilios, de vehículos, de intermediarios; la anécdota, abiertamente, ya no tiene contenido sino un movimiento, un orden, una composición; ella misma ya no es sino una mecánica: a la vez máquina de reproducir y máquina de modificar.
Ya que hay que insistir con la importancia que Roussel le da a esta ligerísima modificación de sonido que separa las dos palabras-clave, por no hablar de la modificación general del sentido. El relato ha obrado bajo nuestra mirada, por una parte, un cambio profundo de lo que significa el mundo —y el lenguaje—, por otra parte, un ínfimo desajuste superficial (la letra alterada); el texto “se muerde la cola”, pero con una pequeña irregularidad, una pequeña infracción… que lo cambia todo.
También encontramos, con frecuencia, la simple reproducción plástica, como ese mosaico que dibuja el martinete ya citado. Abundan los ejemplos, ya sea en las novelas, las obras de teatro o los poemas, de esas imágenes de todo tipo: estatuas, grabados, cuadros, o incluso dibujos groseros sin ningún carácter artístico. El más conocido de esos objetos es la vista en miniatura que se percibe en el mango de un portaplumas. Naturalmente, la precisión de los detalles en ésta es tan grande como si el autor nos mostrara una escena auténtica, de tamaño natural, o incluso aumentada mediante un aparato óptico, binoculares o microscopio. Una imagen de unos pocos milímetros de lado nos hace ver, así, una playa que incluye diversos personajes en la arena o en el agua, en embarcaciones; nunca hay nada de vago en sus gestos, o en las líneas del paisaje. Del otro lado de la bahía pasa una carretera; y por esa carretera avanza un coche, y un hombre está sentado dentro de ese coche; ese hombre tiene un bastón, cuya empuñadura representa…, etc.
La vista, sentido privilegiado en Roussel, alcanza muy pronto una agudeza demencial, que tiende al infinito. Lo que hace quizás más provocativo aún este rasgo es el hecho de que se trata de una reproducción. Roussel describe de buena gana, ya lo hemos señalado, un universo que no se da como real sino como ya representado.  Le gusta colocar a un artista intermediario entre él mismo y el mundo de los hombres. El texto que se nos propone es una relación en la que interviene un doble. El aumento desmesurado de ciertos elementos lejanos o minúsculos toma en él, por lo tanto, un valor particular; ya que el observador no ha podido acercarse para mirar bien de cerca el detalle que retiene su atención. Con toda evidencia, también él inventa, a la manera de esos numerosos creadores —de máquinas o de procedimientos— que pueblan toda la obra. La vista es, aquí, una vista imaginaria.
Otro rasgo notable de estas imágenes es lo que se podría llamar su instantaneidad. La ola que está a punto de romper, el niño que juega con su aro en la playa, más allá la estatua de un personaje que está haciendo un ademán elocuente (incluso si el sentido del mismo está, al principio, ausente, a la manera de un acertijo), o el objeto representado a mitad de camino entre el suelo y la mano que acaba de soltarlo, todo está dado como en pleno movimiento, pero fijo en medio de ese movimiento, inmovilizado por la representación que deja en suspenso todos los gestos, caídas, oleajes, etc., eternizándolos en la inminencia de su fin y amputándolos de su sentido.
Enigmas vacíos, tiempo detenido, signos que se niegan a significar, aumento gigantesco del detalle minúsculo, relatos que se cierran sobre sí mismos, estamos en universo chato y discontinuo en el que cada cosa sólo remite a sí misma. Universo de lo fijo, de la repetición, de la evidencia absoluta, que encanta y desalienta al explorador…
Y entonces la trampa vuelve a aparecer, pero es de otra naturaleza. La evidencia, la transparencia, excluyen la existencia de mundos subyacentes; descubrimos, sin embargo, que, de este mundo, ya no podemos salir. Todo está detenido, todo está reproduciéndose, y el niño tiene para siempre su palo alzado por encima del aro que se inclina, y la espuma de la ola inmóvil va a caer…

ALAIN ROBBE-GRILLET.
Traducción, 
 para Literatura y Traducciones,  de Carlos Cámara.

Ediciones De La Mirándola ha publicado, en edición bilingüe, La vista de Raymond Rousseldisponible en Amazon en formato digital y en papel.

ÉNIGMES ET TRANSPARENCE CHEZ RAYMOND ROUSSEL

Raymond Roussel décrit ; et, au-delà de ce qu’il décrit, il n’y a rien, rien de ce qui peut traditionnellement s’appeler un message. Pour reprendre une des expressions favorites de la critique littéraire académique, Roussel ne semble guère avoir « quelque chose à dire ». Aucune transcendance, aucun dépassement humaniste, ne peuvent s’appliquer aux séries d’objets, de gestes et d’événements qui constituent, dès la première vue, son univers.
Il arrive que, pour les besoins d’une ligne descriptive très stricte, il ait à nous conter quelque anecdote psychologique, ou bien quelque coutume religieuse imaginaire, un récit de mœurs primitives, une allégorie métaphysique... Mais ces éléments n’ont jamais aucun « contenu », aucune profondeur, ils ne peuvent constituer en aucun cas le plus modeste apport à l’étude des caractères humains ou des passions, la plus petite contribution à la sociologie, la moindre méditation philosophique. Il s’agit toujours en effet de sentiments ouvertement conventionnels (amour filial, dévouement, grandeur d’âme, traîtrise, et toujours traités à la manière des images d’Épinal), ou bien de rites « gratuits », ou de symbolismes reconnus et de philosophies usées. Entre le non-sens absolu et le sens épuisé il ne reste encore une fois que les choses elles-mêmes, objets, gestes, etc.
Sur le plan du langage, Roussel ne répond guère mieux aux exigences de la critique. Beaucoup l’ont déjà signalé, et bien entendu pour s’en plaindre : Raymond Roussel écrit mal. Son style est terne et neutre. Lorsqu’il sort de l’ordre du constat – c’est-à-dire de la platitude avouée : le domaine du « il y a » et du « se trouve placé à une certaine distance » –, c’est toujours pour tomber dans l’image banale, dans la métaphore la plus rebattue, sortie elle aussi de quelque arsenal des conventions littéraires. Enfin l’organisation sonore des phrases, le rythme des mots, leur musique ne semblent poser pour l’auteur aucun problème d’oreille. Le résultat est presque continuellement sans attrait du point de vue des belles-lettres : une prose qui passe du ronronnement bêta à de laborieux enchevêtrements cacophoniques, des vers où il faut compter sur ses doigts pour s’apercevoir que les alexandrins ont vraiment douze pieds.
Nous voici donc en présence de l’envers parfait de ce qu’il est convenu d’appeler un bon écrivain : Raymond Roussel n’a rien à dire et il le dit mal... Et pourtant son œuvre commence à être reconnue par tous comme l’une des plus importantes de la littérature française au début de ce siècle, une de celles qui ont exercé leur fascination sur plusieurs générations d’écrivains et d’artistes, une de celles, sans aucun doute, que l’on doit compter parmi les ancêtres directs du roman moderne ; d’où l’intérêt sans cesse croissant qui se porte aujourd’hui sur cette œuvre opaque et décevante.
Voyons d’abord l’opacité. C’est, aussi bien, une excessive transparence. Comme il n’y a jamais rien au-delà de la chose décrite, c’est-à-dire qu’aucune surnature ne s’y cache, aucun symbolisme (ou alors c’est un symbolisme aussitôt proclamé, expliqué, détruit), le regard est bien obligé de s’arrêter à la surface même des choses : une machine au fonctionnement ingénieux et inutile, une carte postale balnéaire, une fête au déroulement mécanique, une démonstration de sorcellerie enfantine, etc. Une transparence totale, qui ne laisse subsister ni ombre ni reflet, cela revient en fait à une peinture en trompe-l’œil. Plus s’accumulent les précisions, la minutie, les détails de forme et de dimension, plus l’objet perd de sa profondeur. C’est donc ici une opacité sans mystère : ainsi que derrière une toile de fond, il n’y a rien derrière ces surfaces, pas d’intérieur, pas de secret, pas d’arrière-pensée.
Cependant, par un mouvement de contradiction fréquent dans les écritures modernes, le mystère est un des thèmes formels les plus volontiers utilisés par Roussel : recherche d’un trésor caché, origine problématique de tel ou tel personnage, ou de tel objet, énigmes de toutes sortes posées à chaque instant au lecteur comme aux héros sous la forme de devinettes, de rébus, d’assemblages en apparence absurdes, de phrases à clef, de boîtes à double fond, etc. Les issues dérobées, les souterrains faisant communiquer deux lieux sans rapports visibles, les révélations soudaines sur les dessous d’une filiation contestée, jalonnent ce monde rationaliste à l’image des romans noirs de la meilleure tradition, transformant un instant l’espace géométrique des situations et des dimensions en un nouveau Château des Pyrénées... Mais non, le mystère ici se contrôle sans cesse trop bien. Non seulement ces énigmes sont exposées avec trop de clarté, analysées trop objectivement, et s’affirment trop comme énigmes, mais encore, au terme d’un discours plus ou moins long, leur solution sera découverte et démontée, et cette fois aussi avec la simplicité la plus grande, compte tenu de l’extrême complication des fils. Après avoir lu la description de la machine déroutante, nous avons droit à la description rigoureuse de son fonctionnement. Après le rébus vient toujours l’explication, et tout rentre dans l’ordre.
C’est à tel point que l’explication devient à son tour inutile. Elle répond si bien aux questions posées, elle épuise si totalement le sujet qu’elle semble en fin de compte faire double emploi avec la machine elle-même. Et, même lorsqu’on la voit fonctionner et que l’on sait dans quel but, celle-ci reste abracadabrante : telle la fameuse hie qui sert à composer des mosaïques décoratives avec des dents humaines en utilisant l’énergie du soleil et des vents ! La décomposition de l’ensemble en ses plus minuscules rouages, l’identité parfaite de ceux-ci et de la fonction qu’ils remplissent, ne font que ramener au pur spectacle d’un geste privé de sens. Une fois de plus, la signification trop transparente rejoint la totale opacité.
Ailleurs, on commence par nous proposer un assemblage de mots, aussi hétéroclite que possible – placé par exemple sous une statue, elle-même chargée de multiples particularités déconcertantes (et données comme telles) – et l’on nous explique ensuite longuement la signification (toujours immédiate, au ras des mots) de la phrase-devinette, et comment elle se rapporte directement à la statue, dont les détails étranges se révèlent alors comme tout à fait nécessaires, etc. Or ces élucidations en chaîne, extraordinairement complexes, ingénieuses, et « tirées par les cheveux », paraissent si dérisoires, si décevantes, que c’est comme si le mystère demeurait intact. Mais c’est désormais un mystère lavé, vidé, qui est devenu innommable. L’opacité ne cache plus rien. On a l’impression d’avoir trouvé un tiroir fermé, puis une clef ; et cette clef ouvre le tiroir de façon impeccable... et le tiroir est vide.
Roussel lui-même semble s’être un peu mépris sur cet aspect de son œuvre, lui qui pensait pouvoir faire courir les foules au Châtelet pour assister à une cascade de ces – croyait-il – palpitantes énigmes et à leur résolution successive par un héros patient et subtil. L’expérience, hélas, l’a vite détrompé. Il était facile de le prévoir. Car il s’agit en réalité de devinettes posées dans le vide, de recherches concrètes mais théoriques, privées d’accident, et ne pouvant pour cette raison prendre au piège qui que ce soit. Il y a pourtant des pièges, à chaque page, mais on les fait seulement marcher devant nous, nous en indiquant tous les ressorts et nous montrant au contraire comment ne pas en être victime. D’ailleurs, même s’il n’a pas une longue habitude des fonctionnements rousseliens et de la déception nécessaire qui suit leur accomplissement, le premier lecteur venu sera frappé, dès l’abord, par la totale absence d’intérêt anecdotique – la totale blancheur – des mystères proposés. Là encore, c’est, ou bien le vide dramatique complet, ou bien le drame de panoplie avec tous ses accessoires conventionnels. Et, dans ce cas, que les histoires racontées passent ou non les bornes de l’ahurissant, la seule façon dont elles sont présentées, la naïveté avec laquelle sont posées les interrogations (dans le genre : « Tous les assistants étaient fort intrigués par... », etc.), le style enfin, aussi éloigné que possible des règles élémentaires du bon suspense, suffiraient à détacher l’amateur le mieux disposé de ces inventeurs pour Concours Lépine de la science-fiction et de ces pages folkloriques réglées comme un défilé de marionnettes.

Quelles sont donc alors ces formes qui nous passionnent ? Et comment agissent-elles sur nous ? Quelle est leur signification ? Aux deux dernières questions, il est sans doute encore trop tôt pour répondre. Les formes rousseliennes ne sont pas encore devenues académiques ; elles n’ont pas encore été digérées par la culture ; elles ne sont pas encore passées à l’état de valeurs. Nous pouvons déjà, cependant, essayer au moins d’en nommer quelques-unes. Et, pour commencer, précisément cette recherche qui détruit elle-même, par l’écriture, son propre objet.
Cette recherche, nous l’avons dit, est purement formelle. C’est avant tout un itinéraire, un chemin logique qui conduit d’un état donné à un autre état – ressemblant beaucoup au premier, bien qu’il soit atteint par un long détour. On en trouve un nouvel exemple – et qui a l’avantage supplémentaire de se situer entièrement dans le domaine du langage – avec les courts récits posthumes dont Roussel a lui-même expliqué l’architecture : deux phrases qui se prononcent de façon identique, à une lettre près, mais dont les sens sont totalement sans rapport, à cause des acceptions différentes dans lesquelles sont pris les mots semblables. Le trajet, c’est ici l’histoire, l’anecdote, permettant de réunir les deux phrases, qui constitueront, l’une les premiers mots du texte, l’autre les derniers. Les épisodes les plus absurdes seront ainsi justifiés par leur fonction d’ustensiles, de véhicules, d’intermédiaires ; l’anecdote n’a ouvertement plus de contenu, mais un mouvement, un ordre, une composition ; elle n’est plus, elle aussi, qu’une mécanique : à la fois machine à reproduire et machine à modifier.
Car il faut insister sur l’importance que Roussel attache à cette très légère modification de son séparant les deux phrases-clefs, sans parler de la modification générale du sens. Le récit a opéré sous nos yeux, d’une part un changement profond de ce que signifie le monde – et le langage –, d’autre part un infime décalage superficiel (la lettre altérée) ; le texte « se mord la queue », mais avec une petite irrégularité, une petite entorse... et qui change tout.
Fréquemment aussi, nous trouvons la simple reproduction plastique, comme cette mosaïque que dessine la hie déjà citée. Les exemples abondent, que ce soit dans les romans, les pièces ou les poèmes, de ces images de toutes sortes : statues, gravures, tableaux, ou même dessins grossiers sans aucun caractère artistique. Le plus connu de ces objets est la vue en miniature que l’on aperçoit dans le manche d’un porteplume. Bien entendu, la précision des détails y est aussi poussée que si l’auteur nous montrait une scène véritable, grandeur nature, ou même agrandie à l’aide d’un appareil d’optique, jumelles ou microscope. Une image de quelques millimètres de côté nous fait ainsi voir une plage comportant divers personnages sur le sable, ou sur l’eau dans des embarcations ; il n’y a jamais rien de flou dans leurs gestes, ou dans les lignes du décor. De l’autre côté de la baie passe une route ; et sur cette route roule une voiture, et un homme est assis à l’intérieur de la voiture ; cet homme tient une canne, dont le pommeau représente..., etc.
La vue, sens privilégié chez Roussel, atteint très vite une acuité démentielle, tendant vers l’infini. Ce caractère est rendu sans doute encore plus provocant du fait qu’il s’agit d’une reproduction. Roussel décrit volontiers, nous l’avons signalé, un univers qui n’est pas donné comme réel, mais comme déjà représenté. Il aime placer un artiste intermédiaire entre lui-même et le monde des hommes. Le texte que l’on nous propose est une relation concernant un double. Le grossissement démesuré de certains éléments lointains ou minuscules y prend donc une valeur particulière ; car l’observateur n’a pas pu s’approcher pour regarder de tout près le détail qui retient son attention. De toute évidence, lui aussi invente, à l’instar de ces nombreux créateurs – de machines ou de procédés – qui peuplent toute l’œuvre. La vue est ici une vue imaginaire.
Un autre caractère frappant de ces images est ce que l’on pourrait appeler leur instantanéité. La vague qui s’apprête à déferler, l’enfant qui joue au cerceau sur la plage, ailleurs la statue d’un personnage en train d’accomplir un geste éloquent (même si le sens en est d’abord absent, à l’état de rébus), ou l’objet figuré à mi-chemin du sol et de la main qui vient de le lâcher, tout est donné comme en plein mouvement, mais figé au beau milieu de ce mouvement, immobilisé par la représentation qui laisse en suspens tous les gestes, chutes, déferlements, etc., les éternisant dans l’imminence de leur fin et les coupant de leur sens.
Énigmes vides, temps arrêté, signes qui refusent de signifier, grossissement géant du détail minuscule, récits qui se referment sur eux-mêmes, nous sommes dans un univers plat et discontinu où chaque chose ne renvoie qu’à soi. Univers de la fixité, de la répétition, de l’évidence absolue, qui enchante et décourage l’explorateur...
Et voilà que le piège de nouveau reparaît, mais il est d’une autre nature. L’évidence, la transparence, excluent l’existence d’arrière-mondes ; cependant, de ce monde-ci, nous découvrons que nous ne pouvons plus sortir. Tout est à l’arrêt, tout est en train de se reproduire, et l’enfant pour toujours tient son bâton levé au-dessus du cerceau qui s’incline, et l’écume de la vague immobile va retomber...

Pour un nouveau roman.
Les Éditions de Minuit, 1963.