viernes, 23 de marzo de 2018

Robert de Montesquiou y Raymond Roussel: Un autor difícil

Ofrecemos a continuación el primer artículo escrito sobre Raymond Roussel por un contemporáneo suyo, el célebre dandy y escritor Robert de Montesquiou, en quien se inspiró Proust para crear el barón de Charlus de En busca del tiempo perdido. Montesquiou analiza en el mismo el extenso poema La vista, cuya primera traducción al español acaba de publicar Ediciones De La Mirándola y que ya se encuentra en venta en los distintos sitios de Amazon, tanto en versión digital como en papel.


RAYMOND ROUSSEL, UN AUTOR DIFÍCIL

De los personajes de Las Mil y Una Noches, no es el menos curioso ese genio encerrado en un frasco, en forma de un vapor condensado que, en cuanto se le abría la prisión, se difundía por el campo con una profusión tal que no era fácil dominarlo, y al que ya no era posible reintroducir en su domicilio cristalino sin hacer mucho esfuerzo.
Esta comparación me viene a la mente cada vez que vuelvo a abordar el poema de Raymond Roussel intitulado La vista, tantas veces (a menudo) como me agrada experimentar una vez más la irritante impresión de sentirme en presencia, no diré de la dificultad vencida, lo que no sería decir bastante, sino de la imposibilidad realizada.
Un poema de Raymond Roussel; ¿Raymond Roussel será, entonces, poeta? Confieso que no lo creo, si la definición elemental del poeta puede concordar con esta fórmula: personaje dotado de una emoción y que tiene el poder de comunicarla a un oyente sensible.
En efecto, con gran esfuerzo, buscando mucho, encontré en toda esa retahíla de palabras este pobre versito, débilmente emocionado, entre dos mil instrumentos de precisión con forma de alejandrinos:

Y su expresión es dulce y es triste al mismo tiempo.

Así pues, no será –bajo pena de caer en el error funesto de quienes se obstinan en exigir a los demás lo que éstos no están obligados a dar–, no será, digo, nada vibrante lo que habrá que pedirle a Raymond Roussel, sino todo lo más locamente exacto que puede proporcionar la obstinada y amplificadora observación de los ojos de un miope.
No, el autor de La vista, delante del banco de trabajo, yo diría del torno de sus visiones materializadas, casi no me parece que deba estar más emocionado que el chino que esculpe una bola de marfil, haciéndola mover en una jaula de materia similar artistamente calada, y que vuelve a empezar el mismo trabajo, en la misma bola, luego en las siguientes, indefinidamente, hasta que la última bola haya alcanzado las proporciones de una arveja, mientras que la primera tenía las dimensiones de una naranja. Ese chino temerá romper una puntilla, quebrar un tabique, pero no temerá traspasar un corazón. Vale decir que la alegoría vegetal de una emotividad semejante podría adoptar el aspecto erizado del cactus, y que la emotividad en filigrana de Edmond Rostand parecería, comparada con ella, equivaler a una sensitiva.
En lo que concierne a la prosodia y la métrica de nuestro tornero literario, es algo así como el buen Coppée: no el Coppée terrible de las supuestas obras dramáticas, no, más bien el que yo de buen grado llamaría el Coppée negociable, estampillado con el año de cosecha de “El tenderito” [“Le Petit épicier”, poema de François Coppée, incluido en Les Humbles (1872)], aunque carente de ese penacho de fantasía seductora que el viejo autor de “El paseante” [“Le Passant”, poema de François Coppée, incluido en Sonnets intimes et poèmes inédits (1911).)] sabía a veces sacarle al sombrero emplumado de ese efebo para adornar con él tocados más parecidos a un gorro de algodón.
Provisto de su plectro, que no está lejos de parecerse a un compás, Roussel preludia.
El preámbulo de su obra nos pinta al escritor aferrado a su portaplumas, del que va a hacer brotar más cosas de las que Robert Houdin saca de su sombrero mágico; pero si esas cosas pasan, para llegar hasta nosotros, por la punta que se desliza sobre el papel, antes comenzaron por bullir en la cabeza del utensilio y, por cierto, de manera bastante singular.
En efecto, ese portaplumas no es el que hizo irisarse en su punta esa perla que, según afirmaba Goncourt, Bourget “admiraría siempre”; no, ese portaplumas de marfil, como las bolas hechas por el chino y la bolita minúscula que lo corona, solamente tiene una perla de cristal en la que el narrador se dedica a examinar (ustedes juzgarán de qué modo), y hacernos visible, la reducción casi infinitesimal de una fotografía de playa, dejando muy atrás, en lo que respecta a la cantidad y al detalle, la famosa descripción del escudo de Aquiles.
Puesto que, no dudemos en revelarlo, esa bolita microscópica y no menos amenazadora, bajo su aspecto anodino, que el caballo de Homero, encierra más de dos mil hexámetros armados hasta los dientes, incluso hasta los pies, y decididos a vencer.

***

Esos versos se dedican con esmero, como podría hacerlo un entomólogo, a estudiar las costumbres de los insectos, a describirnos lo que descubren en la inmensa playa cautiva de la bola minúscula; y es allí donde el arte de Roussel de cortar, no como se dice, un pelo en cuatro partes[expresión usual en francés, equivalente a “hilar fino”], sino en cuatrocientas cuarenta y cuatro mil, me parece, para empezar, un fenómeno digno de ser señalado a los que encuentran un gran placer en el análisis, en la enumeración y en la nomenclatura.
Trataré de dar algunas muestras de semejante arte de infusorio; pero, me apresuro a agregar, de infusorio de genio. Si, no obstante, la palabra infusorio pareciera ofrecerle a mi modelo un término de comparación un poco exiguo, no me molestaría en absoluto reemplazarla por Aracne, de modo tal que resultara mitológicamente solemnizado, pero no por eso dejaría de ser una araña capaz de atrapar en su tela olas, flotas, grupos, muchedumbres, sin omitir, además, unas cuantas almas cambiantes y diversas.
Hay, para empezar, en el vasto mar, encerrado en la cabeza de alfiler, una barca de pescador, con el siguiente detalle sobre éste:

La ceja izquierda no es igual a la derecha;
Se ve más negra, más importante, más densa
Y más enmarañada en su gran abundancia.

Luego:

Demasiado ajustado, casi estrecho, su traje
Le tira en las axilas y le aprieta en los puños…

Veamos, ahora, el yate elegante, en el que hay grupos de pasajeros. Uno de ellos se destaca:

Las manos, y los codos, iguales, aunque están
Cerca del cuerpo, dejan pasar bastante luz
Para atisbar, por el resquicio luminoso,
Las olas a lo lejos, que sin pausa describen
Sus curvas.

De otro se dice que:

…de un lado su bigote
Se ve derecho y alto, se recorta sobre el
Horizonte marino, y el azar lo coloca
De lleno, exactamente, encima de la cresta
Regular, extendida, de una pequeña ola.

Ya que Roussel es caricaturista en el detalle, como Grandville, y humorista capaz de mantenerse serio como el que más, vale decir como Villiers de l’Isle-Adam.
Una dama medita:

Y sus labios modelan un mohín que, del lado
Derecho, especialmente, le pliega la mejilla.

El capitán tiene una barba de chivo negra:

…pero ya anida, aquí y allá,
Un pelo un tanto gris en esa masa oscura.

Sin embargo, no vayamos a creer que esta investigación se limita a los defectos físicos de los individuos, su mirada va más allá de la corteza y lo demuestra de manera sutil:

Es un ejemplar de hombre convaleciente en quien
Se desarrolla el germen de un recrudecimento
De fuerza y de salud…

***

Toda la superficie del mar está cubierta
De barcos…

Allí abundan los pasajeros y el autor nos cuenta con minucia, que incluye hasta lo imponderable, no solamente los detalles de sus rasgos sino los defectos o la gracia de sus actitudes, y hasta los más secretos impulsos de sus corazones, las vibraciones de sus almas, los escrúpulos de sus conciencias, el resurgimiento de su melancolía.
A su vez, vemos la playa extenderse ante nosotros, con su población de paseantes y bañistas, todos igualmente examinados en su aspecto exterior y con sus secretos más íntimos revelados:

…sopla el viento, a juzgar
Por algunas cabezas inclinadas…

Los niños juegan con sus perros, uno de los cuales es un caniche terriblemente coqueto:

Lleva una pulsera, bien ajustada, en
La humedad de la cual centellea un reflejo,
Y que está fija, inmóvil en su lugar, a causa
De una mata de pelo sobre la que descansa;
La perfecta destreza del peluquero queda
Probada por la bella redondez de la mata.

Y más lejos, haciendo un paralelo con él, un joven enamorado vestido a la moda y con el pelo tan bien cortado como el suyo, supongo, lleva asimismo una pulsera:

La adornan perlas de un tamaño suficiente,
Mediano, que, parejas, de un bello oriente, halagan
La mirada; un idéntico punto resplandeciente,
Por acá y por allá, reluce en cada perla.

Un chiquilín:

…la epidermis de sus
Pantorrillas se ve morena, muy tostada,
Pero el tono de la de la derecha no es
Igual al de la parte inferior de la pierna,
Normalmente tapada por el calcetín, que,
Caído por azar, con la parte de arriba
Cubre el zapato; muestra menos brillo la carne
A partir de la línea precisa hasta la que
Tendría que llegar el calcetín; la piel
No tiene allí la misma irradiación; los dos
Colores son contiguos sin ningún degradé
Y el límite que los separa se destaca,
Rígido.

Otro niño más: este hace castillos de arena:

La pintura del balde representa una amplia
Llanura en que se alza, lejano, un delicado
Campanario, que el balde, cuando se mueve, inclina,
Aunque, al verlo, parece que se inclinara solo;
Un hombre alegre y fuerte, en la llanura, siembra
En un surco contando cada paso que da;
La escena, en su conjunto, da una muestra de calma;
No hay otro personaje, fuera del sembrador,
Visible en ese punto desierto del paisaje;
En torno al campanario se apiñan muchos techos,
Bajos, amontonados, pegados uno a otro,
Sin que sea posible distinguir una calle;
La pintura, sin duda, continúa detrás
Del balde coloreado por todas partes, aunque
Delante de los ojos sólo esté la mitad.

Un muchachito:

Que está derecho y tieso, incómodo, molesto
Por la suntuosidad y novedad de un traje
De hombre al que no acaba aún de acostumbrarse…

No lejos de él, una adolescente

…se halla en vísperas del día
En que los sentimientos revelan sus secretos…

Una niña tiene el pelo trenzado:

La trenza es bella y muestra dureza en su grosor,
Vigor y brillo en su negrura, que resalta
Nítida contra el vestido menos negro…

Esa trenza está atada por una cinta con dos lazos desiguales que se abre en forma de cola golondrina, una mancha pone su nota discordante, y nosotros seguimos todo eso apasionadamente, en la bola de cristal, así como miraríamos hundirse en ella el vientre barnizado del yate de recreo, en el que medita la dama que tiene la mejilla derecha arrugada por un mohín.
Una mujer teje una media, cuyos puntos contamos gracias al inagotable puntillista; otra cose:

…un dedal
Brilla en su dedo; con la punta del pulgar
Lo aparta, sometiéndolo a una suave presión,
Y lo levanta un poco, con el fin de dejar
Penetrar algo de aire nuevo, más vivo y fresco;
Sostiene, al mismo tiempo, la aguja, que proyecta
En la labor su sombra delgada y apreciable
De contorno borroso y desbordante…

Un hombre apuesto, de aire taciturno, traza con la punta de su bastón, en la arena de la costa, “un nombre inenarrablemente amado” y

…es en un diptongo donde el hombre
Se detiene…

Pasan por allí grupos de familias:

Un joven, por azar, por error,
Se ha colado entre esos personajes tan dignos;
Usa lentes redondos sin patillas; lo atraen
Las charlas eruditas, meditadas, y elige
El coloquio instructivo, medular, casi adusto,
Del grupo respetable, en vez de los eternos
Retozos de los jóvenes o sus voces y risas
Ruidosas, estridentes; perorando, demuestra
Lo justa que es alguna opinión. Como para
Compensar esa falta, un viejo, por su parte,
Se mantiene alejado de sus coetáneos, más
Proclive a divertirse con los cabezas huecas…

Caminando para atrás, como lo requiere el enfrentamiento de esos conversadores, una joven escucha a un viejo pesado:

…una sombra
Leve le mancha el labio, una especie de vello
Tenue y caído, un algo de bigote; la tez
De la mujer, por cierto, es bastante morena.

Recuerdo que no hace mucho tiempo leí uno de esos relatos de gusto estrambótico, en el curso del cual el autor lanza un rayo eléctrico contra las anfractuosidades de las rocas para hacer salir de allí a los amantes culpables. El rayo que sale de los ojos de Roussel me parece mucho más temible. No sólo de los barcos hace brotar turistas, a los que escudriña (y hasta maltrata), también los hace brotar de los coches que suben por la pendiente de un acantilado. Una de esas viajeras, que prefiere las vueltas de rueda a las vueltas de hélice, perora mientras estira las piernas:

…alza la mano pulcramente enguantada,
La tienta, para dar precisión a su frase,
Tender, aislado, el índice, pero su mano ya
No es flexible y el dedo se queda en el camino;
A sus años, sería necesario un prodigio
Para la agilidad que tal acción exige;
La vejez ya ha dejado dura, paralizada
La coyuntura; el gesto no es tan osado como
Querría.

Uno de sus compañeros de paseo se apoya en un bastón cuya empuñadura representa un chino:

…muy saliente,
Una vena parece un cordón largo y grueso
Dibujado con toda precisión en el dorso
De la mano…

En lo que concierne al chino:

…no es hermoso;
El brillo mate y las gradaciones sugieren
Que es cabeza, sin cuello ni busto, de marfil…
........
Los párpados, a uno y otro lado, se estiran;
La boca…
Muy hendida y delgada, deja ver en el medio
La punta de una lengua que se quiere asomar;
........
La nariz, lastimosa, respingada, achatada,
Se alza en el aire como si siempre la empujase
Y sostuviese allí algún dedo invisible…

Por el lado del faro, un pequeño batallón juega a hacer un desfile militar:

…un hombre
Comunica a sus dos manos el movimiento
Seco y rítmico de un estupendo redoble
Que con una aparente convicción quiere hacer
Sobre un tambor ausente, del todo imaginario…

Pero como el sol, que le prestaba una vida ajena y momentánea a toda esta fantasmagoría burguesa, se ha puesto en el marco de la ventana, detrás de esa linterna mágica de lo infinitamente pequeño, el portaplumas que la contenía cae al mismo tiempo de las manos del espectador y del presentador, que nos confiesa que:

…es la exhalación
De sentimientos que viví todo un verano
Lo que para mí brota, potente, de la vista,
Por obra del vigor de pronto amplificado
Del recuerdo vivaz y latente de un tiempo
Ya muerto, ya borrado, ya tan lejos de mí.

***

Con esta pirueta final y esta revelación un poco decepcionante cree que tiene que despedirse de nosotros el hombre que descubre, en la cabeza de un alfiler, las brumas del océano, los granos de arena, los puntos de un tejido, los adornos de los perros, los bigotes de las señoras, la turbación de las vírgenes, las pretensiones de los colegiales y, en lo relativo a las ropas, si son “usadas” o “nuevas”.
Ténganse en cuenta que no he elegido, para mis citas, nada que sea particularmente excepcional en su género, ya que la abundancia y lo natural del fenómeno permiten tomar al azar.
Sólo que no hay que exagerar la importancia de los mitos. Más arriba hablé del escudo de Aquiles. Yo he visto el escudo de Aquiles, al menos en una acepción inesperada: era la mitad de un coco esculpido por un condenado a trabajos forzados de Tulón o de Brest. Ya no sé muy bien qué podía verse en esa especie de huevo partido por la mitad, pero eso no tiene mayor importancia, ya que allí estaba todo, porque el desdichado que lo había surcado con un alfiler del que obtenía distracción y consuelo, así como en tiempos pasados las señoritas rayaban con sus diamantes los espejos de los reservados, había puesto en él todo lo que no volvería a ver de la tierra y del mundo, y lo había firmado con su aburrimiento.
Ahora, yo me hago esta pregunta: ¿de qué pirámides egipcias o de qué montañas de la India ha debido ser vecino mi autor, encuáles de ellas ha debido estar cautivo, en una existencia anterior, para haber acumulado en él semejante frenesí por lo accesorio-enano, semejante nostalgia de Lilliput? Evidentemente, esta forma de reacción lo obsesiona, si le creo a la que observé en relación con el Escorial.
Un príncipe de la casa real de España, al que las circunstancias de la vida obligaban a vivir bajo la sombra inmutable de aquel edificio sin piedad, grande como el Mal, feo como la desgracia, pesado como el marasmo, cruel como la parrilla que le sirve de plano y mórbido como el PUDRIDERO sobre el que se alza, hizo construir, un poco más abajo de ese palacio inexorable, una casita de muñecas, el palacio de Dame Tartine o el alhajero de la Reina Mab. Los tabiques delgados están cargados de mil adornitos, que parecen puntillas y rivalizan entre sí en el rebuscamiento extremo de las figuras y los ornamentos, algunos hechos incluso con miga de pan, y que representan muchedumbres de tribus en marcha o de ejércitos en campaña.
Y cuando aquel rebelde sentía que le pesaba demasiado la presencia del gigante de los dieciséis patios, de las cien escaleras y de las mil doscientas puertas, consideraba el trabajo de Calícrates, el escultor de la antigüedad que hizo un carro de marfil que se podía guardar bajo el ala de una mosca.
Lo acepto, por cierto, hasta lo acepto demasiado, y de buena gana le reprocharía al autor que sea el primero en desacreditar su producto, haciéndome comprender que sólo dio con una manera ingeniosa de utilizar unas notas de playa (¡a pesar de todo, como auténtico habitante de Blefuscu!) cuando las hace pasar, no por el cuello que voy a decir, sino por un calamus que se parece un poco a ese “ojo de la aguja” por el que se introducía el camello de la Escritura. Muy bien podría haberme dado cuenta de eso yo solo. Sin embargo, los autores son a veces injustos consigo mismos, y yo descubro algo mejor que eso en este insensible y tan maravillosamente articulado Poema de “La vista”.
A menudo he admirado, realmente, fragatas de vidrio, con todos sus aparejos, encerradas en botellas. Sé muy bien que la fragata existía antes que la botella y que esta última fue soplada alrededor de la primera; pero me gusta olvidarlo, para admirar intactos, bajo su frágil prisión, tantos obenques y tantas velas, tantos mástiles y tantos velámenes.
Cierto día le regalé una de mis obras a Raymond Roussel, a quien tengo el gusto de conocer. Me dio las gracias con una efusión tanto más conmovedora cuanto que está contenida, no en una botella, sino en espíritu poco común.
Era un estudio sobre Bresdin; pero me di cuenta de que no tenía que insistir con mis regalos de autor, y que ninguna de mis producciones podía llegar a cautivar del mismo modo al escritor de “La Vista”. En efecto, ¿cómo podría un “divisionista” de ese calibre y esa calidad no caer absolutamente bajo la seducción de los dibujos del hombre que cuenta las ramificaciones de las ramas, los filamentos de las hojas y las mallas de la libélula, así como el Creador cuenta las plumas del gorrión y los granos del polen[Rodolphe Bresdin (1822-1885) fue un dibujante y grabador francés, cuyas obras se caracterizaban por un extremo detalle.]?
Así pues, ya no le regalaré ningún otro de mis libros a Raymond Roussel, pero le haré otros regalos, en particular una de esas “miniaturas” mexicanas que representan canastas de paja y ánforas de arcilla, útiles para adornar el hombro de una canéfora que tuviera el tamaño de una hormiga. También le daré pedacitos de papel negro, del mismo origen, que representan, sin omitir un pelo, una gota de sangre o de sudor, un gran combate de toros, en un espacio grande como el ala de un mosquito.
Y además, le contaré historias: la de Salomón, que después de presenciar, durante setenta días, un desfile de insectos, cuando oyó que la reina de éstos le dijo que la cosa recién empezaba, decidió levantar la sesión. No olvidemos que el autor de “La Vista” ha compuesto y publicado, en el mismo volumen, otros dos poemas similares sobre temas equivalentes: uno, “El Concierto”, sobre la ilustración que encabeza papel de cartas; el otro, “El Manantial”, sobre la etiqueta de una botella de agua mineral. A éstos no los voy a describir; pero le contaré también a mi querido cuentista la historia de Percynet, que ayudó a la princesa Graciosa a separar, según sus colores, las plumas de colibrí que llenaban, del piso hasta el techo, una gran habitación; y terminaré con la Historia de los Tres Príncipes, que se disputaban los favores de su Bella, reservados para aquél de los tres que le llevase el regalo más asombroso; el que presentó un grano de mijo en el que había un perrito que ladraba no fue considerado digno de obtener la recompensa.

Y le haré don a Raymond Roussel de todos esos hermosos presentes de objetos y palabras, para agradecerle que haya acentuado, escribiendo dos mil versos sobre visiones mudas, el precio del silencio.

Traducción, para Literatura y Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.