martes, 17 de octubre de 2017

Arthur Symons: El genio satánico de Baudelaire

2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras seguimos trabajando para publicar el segundo volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, vamos a ir ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles —muchas de ellas hasta ahora inéditas en castellano—, comenzando con este ensayo de Arthur Symons, cuya tercera parte tenemos el gusto de publicar hoy.


EL GENIO SATÁNICO DE BAUDELAIRE

III

¿Tiene Baudelaire l’amour du mal pour le mal ? En cierto sentido, sí ; en cierto sentido, no. Cree en el mal como cree en Satanás y en Dios —las fuerzas primitivas que gobiernan mundos: los eternos enemigos. Ve los gérmenes del mal por todas partes y pocas semillas de virtud. Ve pasar frente a él el drama del mundo: es uno de los actores, interpreta su parte cínica, irónicamente. Habla con cadencias rítmicas.

Pero, por sobre todas las cosas, contempla a los bailarines; estos también son elementales; y lo trágico es que los bailarines bailan para ganarse la vida. Para ganarse la vida, por su placer, por el placer de agradar a los demás. Así transcurre la parte fantástica de su existencia, del salvaje que baila danzas silenciosas —puesto que, por cierto, todos los bailarines son silenciosos— pero sin música, al bailarín que baila para nosotros en el escenario, que se mueve siempre al son de la música. Hay una magia igual en la danza y en la canción; ambas tienen sus diversos ritmos; ambas, para usar una imagen, el rítmico latir de nuestros corazones. La danza y la música son, según se imagina, las artes más antiguas. El ritmo ha sido llamado acertadamente el alma de la danza; ambos son instintivos.

El mayor poeta francés después de Villon, el poeta de peor fama y más creativo de la literatura francesa, el mayor artista del verso francés y, después de Verlaine, el poeta moderno más apasionado, perverso, lírico, visionario y embriagador es Baudelaire, infinitamente más perverso, mórbido, exótico que esos otros poetas. En su verso hay una ciencia deliberada de la perversidad sensual, que tiene algo casi monacal en su manera de acentuar el vicio con el horror, en su apasionada devoción a las pasiones. Baudelaire se vale de toda complicación del gusto, de la exasperación de los perfumes, del agente irritante de la crueldad, de los mismos olores y colores de la corrupción para crear y adornar una especie de religión en la que se oficia una misa eterna delante de un altar velado. No hay confesión, no hay absolución, no se permite ninguna plegaria que no esté establecida en el ritual. En Verlaine, no importa cuán a menudo el amor pueda derivar en sensualidad, hasta qué extremos pueda llevarse la sensualidad, ésta nunca es más que la enfermedad del amor.

La gran época de la literatura francesa que precedió a la actual fue la de la rama del romanticismo que produjo a Baudelaire, Flaubert, los Goncourt, Zola y Leconte de Lisle. Incluso Baudelaire, en quien el espíritu es siempre un incómodo invitado en la orgía de la vida, tenía cierta teoría del realismo que tortura muchos de sus poemas convirtiéndolos en formas extrañas y metálicas, y los llena con olores irritantes, y los trastorna con una retórica de la carne demasiado deliberada. Flaubert, el mayor novelista después de Balzac, el único novelista impecable que existió alguna vez, estaba resuelto a ser el creador de un mundo en el que el arte —el arte formal— era la única vía para escapar del fardo de la realidad. Él fue quien le escribió a Baudelaire, que le había enviado Les Fleurs du Mal: “Devoré su libro de punta a punta, lo leí una y otra vez, verso a verso, palabra por palabra, y todo lo que puedo decir es que me gusta y me maravilla. Usted me abruma con sus colores. Lo que más admiro de su libro es su arte perfecto. Usted elogia la carne sin amarla”.

Hay algo oriental en el genio de Baudelaire; una nostalgia que nunca lo abandonó después de haber visto el Oriente: allí donde uno encuentra medianoches tórridas, días febriles, extrañas sensaciones; porque sólo el Oriente, cuando uno ha vivido en él, puede excitar la propia visión hasta hacerla alcanzar un éxtasis ardiente. Es el primer poeta moderno que le dio a un plan calculado de versificación una especie de alegría secreta y sagrada. Es, ante todo, el artista, siempre seguro de su forma. Y su refinada imaginación lo ayudó enormemente, no sólo para perfeccionar su verso y su prosa, sino para hacerlo crear la crítica del arte moderno.

Inmediatamente después de Villon, Baudelaire es el poeta de París. Como un alma condenada (para emplear una de sus imágenes imaginarias), vagabundea por las noches, verdadero noctambule, solo o con Villiers, Gautier, por barrios remotos, se sienta en cafés, va a salas de espectáculos, al Rat Mort[1]. “El viento de la Prostitución” (cito sus palabras) lo atormenta; también el espectáculo de los hospitales, de los garitos, las míseras criaturas con las que uno se cruza en ciertos barrios, hasta el resplandor fantástico de los faroles. Todas éstas son cosas que necesita: se adueña de él una especie de intensa curiosidad, de excitación, al frecuentar esas calles, como le ocurre a quien ha tomado opio. Y ésta es sólo una parte de su vida, vida de alguien que vivió y murió en soledad, confesor de pecados que nunca dijo toda la verdad, le mauvais moine de su propio soneto, asceta de la pasión, ermitaño del burdel.

Es el primero que relató cosas con el tono modulado del confesionario y que nunca adoptó un aire inspirado. El primero, también, en introducir en la literatura moderna la desazón que clava sus colmillos en nuestra existencia como lo harían las serpientes. Admite su gusto diabólico, no del todo excepcional en él; uno lo encuentra en Petronio, Rabelais, Balzac. A pesar de sus magníficas Litanies de Satan, pertenece tan poco a la escuela satánica como Byron. Ambos, sin embargo, tienen la misma ironía sardónica, ambos disfrutan desconcertando, provocando deliberadamente las convicciones de la gente solemne. Ambos, que murieron trágicamente jóvenes, tuvieron sus horas de tristeza, cuando uno duda de todo y lo niega todo; añorando apasionadamente la juventud, refugiándose con sombrío humor en la soledad, para alejarse de ese autoconocimiento demasiado intenso que, como un espejo, muestra las arrugas de nuestras mejillas.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara.

NOTA. El Café du Rat Mort, en realidad, abrió sus puertas en 1870, cuando Baudelaire ya estaba muerto. El célebre fotógrafo Nadar, gran amigo de Baudelaire, lo frecuentó, así como otros miembros de la bohemia parisina. Fue allí donde Verlaine hirió a Rimbaud de una cuchillada.

III

Has Baudelaire l'amour du mal pour le mal? In a certain sense, yes; in a certain sense, no. He believes in evil as in Satan and God—the primitive forces that govern worlds: the eternal enemies. He sees the germs of evil everywhere, few of the seeds of virtue. He sees pass before him the world's drama: he is one of the actors, he plays his parts cynically, ironically. He speaks in rhythmic cadences.

But, above all, he watches the dancers; these also are elemental; and the tragic fact is that the dancers dance for their living. For their living, for their pleasure, for the pleasure of pleasing others. So passes the fantastic part of their existence, from the savage who dances silent dances—for, indeed, all dancers are silent—but without music, to the dancer who dances for us on the stage, who turns always to the sound of music. There is an equal magic in the dance and in song; both have their varied rhythms; both, to use an image, the rhythmic beating of our hearts. It is imagined that dancing and music were the oldest of the arts. Rhythm has rightly been called the soul of dancing; both are instinctive.

The greatest French poet after Villon, the most disreputable and the most creative poet in French literature, the greatest artist in French verse, and, after Verlaine, the most passionate, perverse, lyrical, visionary, and intoxicating of modern poets, comes Baudelaire, infinitely more perverse, morbid, exotic than these other poets. In his verse there is a deliberate science of sensual perversity, which has something almost monachal in its accentuation of vice with horror, in its passionate devotion to passions. Baudelaire brings every complication of taste, the exasperation of perfumes, the irritant of cruelty, the very odours and colours of corruption to the creation and adornment of a sort of religion, in which an eternal mass is served before a veiled altar. There is no confession, no absolution, not a prayer is permitted which is not set down in the ritual. With Verlaine, however often love may pass into sensuality, to whatever length sensuality may be hurried, sensuality is never more than the malady of love.

The great epoch in French literature which preceded this epoch was that of the offshoot of Romanticism which produced Baudelaire, Flaubert, the Goncourts, Zola, and Leconte de Lisle. Even Baudelaire, in whom the spirit is always an uneasy guest at the orgy of life, had a certain theory of Realism which tortures many of his poems into strange, metallic shapes and fills them with irritative odours, and disturbs them with a too deliberate rhetoric of the flesh. Flaubert, the greatest novelist after Balzac, the only impeccable novelist who ever lived, was resolute to be the creator of a world in which art—formal art—was the only escape from the burden of reality. It was he who wrote to Baudelaire, who had sent him Les fleurs du mal: "I devoured your volume from one end to another, read it over and over again, verse by verse, word by word, and all I can say is it pleases and enchants me. You overwhelm me with your colours. What I admire most in your book is its perfect art. You praise flesh without loving it."

There is something Oriental in Baudelaire's genius; a nostalgia that never left him after he had seen the East: there where one finds hot-midnights, feverish days, strange sensations; for only the East, when one has lived in it, can excite one's vision to a point of ardent ecstasy. He is the first modern poet who gave to a calculated scheme of versification a kind of secret and sacred joy. He is before all things the artist, always sure of his form. And his rarefied imagination aided him enormously not only in the perfecting of his verse and prose, but in making him create the criticism of modern art.

Next after Villon, Baudelaire is the poet of Paris. Like a damned soul (to use one of his imaginary images) he wanders at nights, an actual noctambule, alone or with Villiers, Gautier, in remote quarters, sits in cafés, goes to casinos, the Rat Mort. "The Wind of Prostitution" (I quote his words) torments him, the sight of hospitals, of gambling houses, the miserable creatures one comes on in certain quarters, even the fantastic glitter of lamplights. All this he needs: a kind of intense curiosity, of excitement, in his fréquentation of these streets, comes over him, like one who has taken opium. And this is only one part of his life, he who lived and died solitary, a confessor of sins who has never told the whole truth, le mauvais moins of his own sonnet, an ascetic of passion, a hermit of the brothel.

He is the first who ever related things in the modulated tone of the confessional and never assumed an inspired air. The first also who brings into modern literature the chagrin that bites at our existence like serpents. He admits to his diabolical taste, not quite exceptional in him; one finds it in Petronius, Rabelais, Balzac. In spite of his magnificent Litanies de Satan, he is no more of the satanical school than Byron. Yet both have the same sardonic irony, the delight of mystification, of deliberately irritating solemn people's convictions. Both, who died tragically young, had their hours of sadness, when one doubts and denies everything; passionately regretting youth, turning away, in sinister moods, in solitude, from that too intense self-knowledge that, like a mirror, shows the wrinkles on our cheeks.