Autobiografía de encargo
Pose n° 2
Soy argentino, desde hace mucho tiempo: padres, abuelos,
bisabuelos; antes España por todos lados. Creo que desciendo de uno de los
mayores o más grandes —qué feo y obligatorio modo de calificación— pintores
españoles, del cual heredé y he acrecentado una incapacidad completa para el
dibujo, vista poderosa, pupilas de un inútil color azul, pues veo el mundo bajo
los mismos colores que lo ven los de ojos negros y el agua es incolora para mí
como para ellos, de modo que el que se tomó el trabajo de pintarme las pupilas
—debe haber sido Dios— no previó, por esta vez, que yo sería torpe para utilizar
adornos; o quizá estoy mirando por debajo de las pupilas como quien se levanta los
anteojos a la frente; si esto me sucede sin saberlo no es extraño, pues recién
a los cuarenta años he sabido que duermo del lado derecho. ¿De qué lado duerme
usted, lector? Usted me contestará:
—Antes dormía de espaldas, pero ahora...
—¿Cómo "ahora"? ¿Ya se duerme usted en mi primer
página? Déjeme hablar...
—¡Cómo "déjeme hablar"; ya quiere usted ser autor!
Y bien, sinceramente, somos dos descontentos de lo que
estamos: yo escribiendo, usted leyendo, y de buena gana nos intercambiaríamos.
Soy un convencido de que jamás lograré escribir. Ahí está ese
gran pensador que se me hizo odioso desde que quiso encerrarme en el duodécimo
paréntesis de su primera página; salté el palito final cuando ya lo estaba
parando él y me juré no leer. Pero no leer es algo así como un mutismo pasivo,
escribir es el verdadero modo de no leer y de vengarse de haber leído tanto.
Tengo profesión liberal; soy bastante pobre. Si dijera
"estoy pobre", el lector creería que le iba a pedir algo; es la
verdadera frase pues mi mala situación no es accidental. Esto lo explicaré
después, recuérdenmelo.
Soy flaco y más bien feo. En cuanto a mi salud, ni un
boticario hijo de médico y casado con partera la tiene peor. Tengo un lote de
enfermedades, pero creo que con una me bastará al fin. No las combato porque no
sé cuál es la que necesitaré mi último día, día que espero será muy concurrido
y en el cual todo el mundo descubrirá, con un talento que siempre disimularon,
que yo era buena persona (como lo proclamaba en vano.)
Por el momento no tengo más que cincuenta años, lo que no es
mucho, si se tiene en cuenta mi primera fecha. Contando los que viviré todavía
algunos me dan sesenta; descontando lo dormido con los ojos abiertos (he leído
tanto, se hace tanta política en mi país, hay tantos vegetalistas, moralistas,
salvacionistas, tantas estatuas de hombres abnegados, tantas hondas y agudas
sentencias jurídicas con "acopio de doctrina" acerca de si los
pasadores de las ventanas debe reponerlos el propietario o el locatario, tantos
mártires de la obra pedagógica, tantos centenarios de hombres ilustres a causa
de que cada uno de ellos tuvo su respectivo nacimiento, fecha que se soporta
cada año por impulsión aniversaria, tantos conferencistas y concertistas,
tantos discursos de "piedra fundamental" de inauguración), me atengo,
por contradecirlos, a cuarenta.
Mi altura no es mala; depende del uso. Por debajo empieza al
mismo tiempo con la de Firpo; por arriba deja suficiente espacio hasta el
cielo, pero es muy mala para erguirme bajo un postigo de ventana aunque un
momento antes me ha servido bien para atarme los botines. Parece increíble que
todavía se usen los botines donde no alcanzan los brazos.
Supongan ustedes que yo nací, desde chiquito, en una casa de
modistas y supongan también que en aquel tiempo, como hoy, había cosas, no
todas, que se hacían aprueba, se daban aprobar; y que en tal casa había una
salita ahondada de espejos para probar las clientas los nuevos vestidos. (Creo
que un índice científico del grado de felicidad de una época y comunidad es el
mayor número de cosas que se acostumbra "dar a probar" y no sé si
hoy, me parece que sí, son más que las que disfrutábase en mi juventud.)
En aquel tiempo, puesto el vestido, la persona se veía un
poco menos que antes; ahora ese menos verse la persona ha aumentado, menos
menos; casi el vestido no tiene nada que ver con esto de cubrirse, con la
ventaja ¡increíble! de que se ve la persona y el vestido. (Alguna vez estudiaré
cómo el desnudo se reduce a ser modestamente un escote totalitario simultáneo o
la suma de todos los escotes sucesivos inocentes posibles a una sola persona.)
Hasta la edad de seis años, yo entraba y salía (hoy no
hubiera salido) de la salita de pruebas y ninguna de las clientas me veía, veía
que yo andaba viendo. Todo fue descubrirse en casa que yo había cumplido los
seis años (yo no creía que se le conociera a nadie en la cara; ¿cómo se sabe?)
para prohibírseme la entrada bajo pretexto de que yo antes veía y ahora miraba.
Pero saqué de ello el provecho de una gran inclinación por las matemáticas en
punto a curvas y ángulos.
A los siete años ya aprendí a venirme abajo de un balcón y
llorar en seguida; el golpe no me desconcertaba; no me acongojaba antes de
llegar al suelo cuando todavía no tenía utilidad el llorar ya.
Fue demasiado grave para un principiante: caí diez metros
seguidos, orientado en perfecta vertical y sin entretenerme nada en el trayecto como siempre se me ha recomendado
en los "mandados": todo lo hice sin ayuda. 10 metros para piernas de
7 años es mucho siendo uno solo el que se cae y además los matemáticos no lo
aprueban ni quieren creerlo por la desproporción de metro por año. Tan grave
fue que no es seguro que yo exista después de ella y de tiempo en tiempo los
diarios anuncian mi defunción porque algún cronista ha oído en conversación que
hace cuarenta años me tomé de la baranda de la vertical durante diez metros
continuos.
(El suelo, que está dondequiera que un porrazo se completa y
que, buen compañero, no falta a nadie en la caída, es la altura nunca
menospreciada de un aviador de piso, como yo. Esos navegantes del aire que se
lanzan afanosos a lo alto como si se propusieran volver a fumar el humo del
cigarrillo exhalado momentos antes, harían algo análogo a lo que recientemente
me aconteció a mí cuando caminando con un amigo tropecé, mientras le hablaba,
tan violentamente hacia adelante, que alcancé las palabras que acababa de
pronunciar: me oía mí mismo y tuve oportunidad de corregir un cierto gran
disparate comenzado en ellas.) Ejecuté tan bien el venirse abajo que se me
atribuyó vocación especial y en el barrio cuando algún chico por descuido pudo caerse,
viéndole todos al borde de un balcón vacilando, corrían a mi casa a buscarme para
que yo tomara por él el encargo de la caída. Mis chichones sobresalían no sólo
en el cuerpo sino en el barrio; aun entre tumefacciones, ya de por sí
relevantes, las mías sobresalían y en chichonería comparada era yo persona de
fama.
Mi norma, en fin, era: empezar con caídas la maestría de
equitación, pero, de caballos chicos. Como escribo bajo la depresiva
inseguridad de existir, basta por hoy de una literatura quizá póstuma; soy más
prudente que Mark Twain, el otro solo caso [Un mérito excelso en Twain es que
fuera tan jovial a pesar del terrible infortunio en que vivió todos sus años
después de la edad de ocho, cuando, bañándose con su hermano mellizo y en
extremo parecido, ahogose uno de los dos sin que nunca haya podido saberse cuál].