lunes, 13 de julio de 2015

Guillaume Apollinaire: El difunto Alfred Jarry



En mayo de 2013, Ediciones De La Mirándola publicó "El amor en visitas" de Alfred Jarry, en una cuidada edición con prólogo de Lucio Arrillaga. Este retrato de Alfred Jarry por Guillaume Apollinaire, publicado en tres entregas, proviene de los Contemporains pittoresques.



EL DIFUNTO ALFRED JARRY
(Tercera y última parte)


Alfred Jarry fue hombre de letras como raramente se lo es. Sus menores actos, sus niñerías, todo eso era literatura. Era porque su único capital eran las letras y sólo ellas. ¡Pero de qué modo admirable! Alguien dijo un día en mi presencia que Jarry había sido el último autor burlesco. ¡Es un error! Si así fuera, la mayoría de los autores del siglo XV, y una gran parte de los del siglo XVI, no serían otra cosa que escritores burlescos. Esta palabra no puede designar los productos más inusuales de la cultura humanista. No disponemos de término alguno que pueda aplicarse a ese júbilo particular en el que el lirismo se vuelve satírico, en el que la sátira, actuando sobre la realidad, sobrepasa de tal modo su objeto que lo destruye, y sube tan alto que la poesía no lo alcanza sin esfuerzo, mientras que la trivialidad es muestra aquí del gusto mismo, y, por un fenómeno inconcebible, se vuelve necesaria. Sólo el Renacimiento permitió entregarse a esas orgías de la inteligencia en las que los sentimientos no tienen parte, y Jarry, por un milagro, fue el último de esos orgiásticos sublimes.



Tenía admiradores y, entre sus lectores, figuraban filólogos y, sobre todo, matemáticos. Era popular, incluso, en la Escuela Politécnica. Pero, entre el público y los hombres de letras, eran muchos los que no sabían apreciarlo. Este desdén lo hacía sufrir enormemente. Una vez me habló largo y tendido de una carta en la que Francis Jammes lo sermoneaba con motivo del Supermacho, que acababa de aparecer. El poeta de Orthez decía que los libros de Jarry delataban al habitante de la ciudad al que la vida fuera de París le devolvería la salud moral, etc. Era eso o algo parecido. “¿Qué diría —observaba Jarry— si supiera que paso la mayor parte del año en el campo, a orillas de un río en el que pesco a diario?”.



Después de mucho tiempo sin encontrarme con él, volví a ver a Jarry en el momento en el que su existencia parecía volverse menos precaria. Publicaba libros, anunciaba La Dragona, hablaba de una pequeña herencia que incluía una torre en Laval. Esa torre, que tenía que hacer restaurar para vivir en ella, tenía la virtud singular de girar incesantemente sobre su base. El movimiento era, sin embargo, muy lento, ya que la torre tardaba cien años en dar la vuelta completa. Creo que esta historia fabulosa provenía de una logomaquia en la que se mezclaban los dos sentidos de la palabra tour y sus dos géneros [la tour: la torre; le tour: la vuelta]. Sea como sea, Jarry se enfermó, y de miseria. Lo salvaron unos amigos. Volvió a París con dinero y facturas de farmacia. ¡Eran cuentas de comerciantes de vinos!

Luego de esto ya no estuve al tanto de su existencia. Pero sé que en pocos días gastó mucho dinero en beber y apenas comió. No supe que lo habían llevado al Hôpital de la Charité. Parece que se mantuvo lúcido y travieso hasta el final. Georges Polti, que fue a visitarlo, se acercó a la cama y, como estaba muy conmovido y es muy corto de vista, no veía a Jarry, quien, moribundo y todo, gritó con voz fuerte, por el gusto de sorprender a su amigo y hacer que se estremeciese: “Y bien, Polti, ¿cómo anda todo?”.



Jarry murió el 1 de noviembre de 1906, y el 3 fuimos unos cincuenta los que seguimos el cortejo. Los rostros no estaban muy tristes, y solamente Fagus, Thadée Natanson y Octave Mirbeau tenían un aspecto un poquito fúnebre. Sin embargo, todo sentían profundamente la desaparición del gran escritor y el encantador muchacho que fue Jarry. Pero hay muertos a los que deploramos, no con lágrimas, sino de otro modo. No imaginamos plañideras en el entierro de Folengo, ni en el de Rabelais, ni en el de Swift. Tampoco hacían falta en el de Jarry. Muertos como estos nunca tuvieron nada en común con el dolor. Con sus sufrimientos nunca se mezcló la tristeza. En semejantes funerales, todos tenemos que mostrar un feliz orgullo de haber conocido a un hombre que nunca tuvo la necesidad de preocuparse por las miserias que lo agobiaban, a él y a los demás.

No, nadie lloraba detrás de la carroza fúnebre del Père Ubu. Y como era domingo, después del Día de los Muertos, la multitud de los que habían estado en el cementerio de Bagneux se repartió, al caer la tarde, por las tabernas de los alrededores. Éstas desbordaban de gente. Todos cantaban, bebían, comían embutidos: cuadro truculento como una descripción imaginada por aquél al que acabábamos de inhumar.

(Fin)



Traducción para Literatura y Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.