En mayo de 2013, Ediciones De La Mirándola publicó "El amor en visitas"
de Alfred Jarry, en una cuidada edición con prólogo de Lucio Arrillaga.
Este retrato de Alfred Jarry por Guillaume Apollinaire, publicado
en tres entregas, proviene de los Contemporains pittoresques.
EL DIFUNTO ALFRED JARRY
(Tercera y última parte)
Alfred
Jarry fue hombre de letras como raramente se lo es. Sus menores actos, sus niñerías,
todo eso era literatura. Era porque su único capital eran las letras y sólo
ellas. ¡Pero de qué modo admirable! Alguien dijo un día en mi presencia que
Jarry había sido el último autor burlesco. ¡Es un error! Si así fuera, la
mayoría de los autores del siglo XV, y una gran parte de los del siglo XVI, no
serían otra cosa que escritores burlescos. Esta palabra no puede designar los
productos más inusuales de la cultura humanista. No disponemos de término
alguno que pueda aplicarse a ese júbilo particular en el que el lirismo se
vuelve satírico, en el que la sátira, actuando sobre la realidad, sobrepasa de
tal modo su objeto que lo destruye, y sube tan alto que la poesía no lo alcanza
sin esfuerzo, mientras que la trivialidad es muestra aquí del gusto mismo, y,
por un fenómeno inconcebible, se vuelve necesaria. Sólo el Renacimiento
permitió entregarse a esas orgías de la inteligencia en las que los
sentimientos no tienen parte, y Jarry, por un milagro, fue el último de esos
orgiásticos sublimes.
Tenía
admiradores y, entre sus lectores, figuraban filólogos y, sobre todo,
matemáticos. Era popular, incluso, en la Escuela Politécnica. Pero, entre el
público y los hombres de letras, eran muchos los que no sabían apreciarlo. Este
desdén lo hacía sufrir enormemente. Una vez me habló largo y tendido de una
carta en la que Francis Jammes lo sermoneaba con motivo del Supermacho, que
acababa de aparecer. El poeta de Orthez decía que los libros de Jarry delataban
al habitante de la ciudad al que la vida fuera de París le devolvería la salud
moral, etc. Era eso o algo parecido. “¿Qué diría —observaba Jarry— si supiera
que paso la mayor parte del año en el campo, a orillas de un río en el que pesco
a diario?”.
Después de mucho
tiempo sin encontrarme con él, volví a ver a Jarry en el momento en el que su
existencia parecía volverse menos precaria. Publicaba libros, anunciaba La Dragona, hablaba de una pequeña
herencia que incluía una torre en Laval. Esa torre, que tenía que hacer
restaurar para vivir en ella, tenía la virtud singular de girar incesantemente
sobre su base. El movimiento era, sin embargo, muy lento, ya que la torre
tardaba cien años en dar la vuelta completa. Creo que esta historia fabulosa
provenía de una logomaquia en la que se mezclaban los dos sentidos de la
palabra tour y sus dos géneros [la tour: la torre; le tour: la vuelta]. Sea como sea, Jarry se enfermó, y de miseria. Lo
salvaron unos amigos. Volvió a París con dinero y facturas de farmacia. ¡Eran
cuentas de comerciantes de vinos!
Luego de esto
ya no estuve al tanto de su existencia. Pero sé que en pocos días gastó mucho
dinero en beber y apenas comió. No supe que lo habían llevado al Hôpital de la
Charité. Parece que se mantuvo lúcido y travieso hasta el final. Georges Polti,
que fue a visitarlo, se acercó a la cama y, como estaba muy conmovido y es muy
corto de vista, no veía a Jarry, quien, moribundo y todo, gritó con voz fuerte,
por el gusto de sorprender a su amigo y hacer que se estremeciese: “Y bien,
Polti, ¿cómo anda todo?”.
Jarry murió
el 1 de noviembre de 1906, y el 3 fuimos unos cincuenta los que seguimos el
cortejo. Los rostros no estaban muy tristes, y solamente Fagus, Thadée Natanson
y Octave Mirbeau tenían un aspecto un poquito fúnebre. Sin embargo, todo sentían
profundamente la desaparición del gran escritor y el encantador muchacho que
fue Jarry. Pero hay muertos a los que deploramos, no con lágrimas, sino de otro
modo. No imaginamos plañideras en el entierro de Folengo, ni en el de Rabelais,
ni en el de Swift. Tampoco hacían falta en el de Jarry. Muertos como estos
nunca tuvieron nada en común con el dolor. Con sus sufrimientos nunca se mezcló
la tristeza. En semejantes funerales, todos tenemos que mostrar un feliz
orgullo de haber conocido a un hombre que nunca tuvo la necesidad de
preocuparse por las miserias que lo agobiaban, a él y a los demás.
No, nadie
lloraba detrás de la carroza fúnebre del Père Ubu. Y como era domingo, después
del Día de los Muertos, la multitud de los que habían estado en el cementerio
de Bagneux se repartió, al caer la tarde, por las tabernas de los alrededores.
Éstas desbordaban de gente. Todos cantaban, bebían, comían embutidos: cuadro
truculento como una descripción imaginada por aquél al que acabábamos de inhumar.
(Fin)