lunes, 15 de abril de 2013

Jean Lorrain: Un personaje de ópera bufa, el doctor Ytroff



La comicidad volvió a entrar en la villa con un personaje de ópera bufa, el doctor Ytroff, un médico húngaro, según unos, rumano, según otros, que el capricho de la princesa Alexianeff, una anciana rusa que adolecía de millones y de hidropesía, había impuesto la temporada anterior al esnobismo de los invernantes. La colonia rusa se había vuelto loca con el apuesto doctor Gregory; las mujeres, sobre todo, ensalzaban sus méritos. Unos triunfales bigotes rizados como los de un tenor italiano y unos insistentes ojos negros no eran ajenos a su encanto. Aquel tipo cabal de rufián había conquistado por completo las sesenta y cinco primaveras de la princesa Nadieshda Alexianeff. El doctor Ytroff era más que médico: era mago. Había visitado la India y el Lejano Oriente, había vivido en intimidad con los brahmanes y los faquires, se había internado en los misterios de las selvas y de los templos. Volvió trayendo secretos maravillosos; tenía el mundo invisible a sus órdenes. Consultaba las mesas para saber el estado de sus enfermos y se valía para sus curas de la colaboración de los espíritus; en diez sesiones le había sacado, sin hacerle punciones, una hinchazón a la princesa Alexianeff. Los otros médicos la habían desahuciado. Para operar aquel milagro habían bastado unos veinte pases. De aquellos pases las malas lenguas decían que eran algo más que magnéticos, y que era una suerte para la princesa tener sesenta y cinco años; con treinta menos, la hinchazón hubiese aumentado. Los tratamientos del apuesto doctor sólo tenían éxitos en organismos debilitados: era el médico de todas las ruinas. ¿Era por eso que Sasha lo llamaba para que lo atendiese?
El invierno anterior no le habían alcanzado las bromas para poner en ridículo el ocultismo del apuesto húngaro y su asociación como experto embalsamador con su vieja momia principesca. Antes de ir a recalar en Niza, donde todas sus taras florecieron naturalmente, Gregory Ytroff, ex médico de la Peninsular Company instalado en Marsella, había tenido algunas historias molestas en el barrio del puerto. Implicado en tres casos de aborto por haber curado a unas muchachas en apuros aplicándoles piedras preciosas, gemas sagradas traídas de la India, tuvo que dejar de manera bastante precipitada su consultorio de la Rue Colbert y fue a establecerse en Cannes.
Sus virtudes de taumaturgo le sirvieron de poco a pesar de la presencia a su lado de una hermana menor, la señorita Alexandra Ytroff, poetisa húngara de dicción pueril y ceceosa y bastante conocida en el ambiente de las jóvenes revistas literarias por unos ingeniosos pastiches de las Canciones de Bilitis.
Valiéndose de la ventaja de su exotismo, ambos hermanos habían puesto sitio a la colonia inglesa. El apuesto Gregory ofrecía a las viejas ladies gemas inhallables y fetiches sospechosos en forma de falo. Provenientes de los santuarios abolidos de Singapur y Benarés, los más singulares tenían incrustaciones de turquesas y curaban los espasmos, los dolores cardíacos y todos los trastornos nerviosos: eran talismanes sin precio. Ytroff no los vendía sino que los cedía por algún tiempo a personas siempre riquísimas; los espíritus le prohibían desprenderse de ellos, al volverse objetos de comercio habrían perdido todas sus virtudes; los enfermos, una vez curados, se los devolvían al doctor. La joven Alexandra, por su parte, enfundada en vestidos rectos de colores apagados, parecida a la Damoiselle Élue de Dante Gabriel Rossetti que hubiera bajado de su marco, hacía las delicias de los five o’clock de los grandes hoteles con el arte de su dicción y la euritmia de sus gestos. Con voz balbuceante y que parecía prodigar, con sus inflexiones, extrañas caricias, recitaba, abriendo unos grandes ojos cándidos, versos lésbicos e idilios sáficos que escuchaban sin chistar las ladies atentas; y nada igualaba el don de inocencia de su sonrisa. Eran poemas hindúes traídos por Gregory junto con sus piedras mágicas y sus amuletos preciosos. Había norteamericanas y, entre éstas, Musas fanáticas de fútbol, law-tennis y carreras de automóviles, que se volvían locas con la señorita Ytroff; la joven poetisa iba siempre escoltada por una corte de sportswomen enfundadas en trajes de lona y calzadas con sólidas botitas; su gracilidad se estilizaba aún más en medio de las altas gorras de lona y de las chaquetas sastre de aquellas bellas amazonas. Los señores mayores también estimaban la dicción pueril y la gracia flexible de la rubia Alexandra.
La pareja reinó durante todo un invierno sobre Piccadilly y la Quinta Avenida, que se habían trasladado a Cannes. Pero la llegada de un trotamundos, ex oficial del ejército inglés de regreso del Cairo, comprometió el buen nombre de la asociación. Aquel maldito Lord Berett tuvo la ocurrencia de reconocer, en los talismanes del doctor húngaro, vulgares exvotos de los altares de Príapo, groseras reproducciones de terracota que se venden a montones en los muelles de Adén y de Alejandría; los inhallables fetiches del doctor Ytroff valían cuatro chelines; a ese precio se los dejan los campesinos y los obreros navales de Egipto a los pasajeros de los transatlánticos que hacen escala en los puertos. En cuanto a las piedras sanadoras, eran simples zafiros de Ceilán, los más raros de los cuales, los blancos y los amarillos, podían valer cuatro o cinco libras en la región.
Por muy sabrosa que fuera, la revelación no dejó de desacreditar a la pareja. El orgullo británico se sintió humillado; los norteamericanos, más prácticos, habrían perdonado el camelo si hubiera sido menos burdo. De la noche a la mañana, las recetas del apuesto doctor fueron recibidas con sonrisas; el clan de las misses y de las ladies sportswomen que eran fanáticas admiradoras de Alexandra aún se mantenía, los hermanos quizás podrían haber resistido; pero una calumnia los arruinó del todo. Los malintencionados hicieron notar que la rubia señorita Ytroff no se parecía en nada a su hermano y que tal vez su parentesco fuese tan real como las piedras mágicas y los talismanes tan cacareados. ¿Qué eran, entonces, uno del otro? Hubo silencios elocuentes. El doctor Ytroff magnetizaba a su hermana; ésta era entre sus manos una maravillosa sonámbula, durmiendo adoptaba poses inspiradas; alguien pronunció los nombres de Donato y Lucila, hubo quien recordó a Cagliostro, algún otro se atrevió a usar el calificativo de vil aventurero. La pareja bajo sospecha se refugió en Niza; la reputación que ya tenían allí no era capaz de perjudicarlos. Niza tiene curiosidad por los escándalos y codicia las novedades; allí la mitad de la población vive a expensas de la otra y la audacia reemplaza a los títulos.

Fragmento del capítulo XXVII de  La maldición de los Noronsoff (Ediciones De la Mirándola, diciembre de 2012).
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