viernes, 26 de abril de 2013

René Crevel: La muerte difícil

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MME Dumont-Dufour et Mme Blok parlent de leurs malheurs. C’est-à-dire de leurs maris. Mme Dumont-Dufour qui eût été juriste, comme feu son père le président Dufour, si elle avait eu la chance de naître homme, soudain renonce à l’énumération des méfaits individuels, pour accuser dans un réquisitoire à portée sociale et avec des mots qui — elle en a donné son billet — ne sont pas mâchés, les lois elles-mêmes.
…Oui les lois, car, telle est la stupidité du code et son parti pris que M. Dumont a eu beau mener sabbat, tant qu’il a pu, sa femme aujourd’hui n’a même pas la ressource du divorce.
Faute de ciel, les yeux prennent à témoin le plafond. Les mains font de leur mieux et Mme Blok pense que Mme Dumont-Dufour ne serait pas déplacée dans quelque grand salon orné de cinquante lustres, soixante-quinze pianos à queue et une infinité de girandoles.
Mais à la vérité, il ne s’agit pas d’un salon, si grand soit-il. Mme Dumont-Dufour évoque tout un pays, un continent et davantage encore: son domaine des souvenirs. Le domaine des souvenirs. Une mer où transparaît une ville engloutie, car, chère Mme Blok, elles sont au fond de l’eau, bien au fond les illusions de Mme Dumont-Dufour. Que lui reste-t-il ici-bas, à présent? Des regrets, la mémoire de gestes sans joie. Quant à l’avenir, on n’ose y songer. Si elle était de ces folles qui se paient d’imagination, sans doute pourrait-elle passer le jour à se fabriquer des revanches imaginaires. Hélas! Mme Dumont-Dufour qui aime la pompe et ne s’en laisse imposer que par les hautes montagnes, les cartes de visites noires de titres, les corbillards empanachés, les messes de mariage avec leurs candélabres étincelants, leurs lys sans pollen, et les familles sur leurs trente et un, Mme Dumont-Dufour qui préfère la majesté des plumes d’autruche à la couleur des oiseaux du paradis, non seulement n’est point comblée dans ses hautes aspirations, mais encore doit se refuser à l’espoir de satisfaire jamais ses nobles goûts. S’il y avait une justice terrestre, dès ici-bas, aujourd’hui à son automne, elle eût fait les honneurs d’un domaine de souvenirs aussi paisiblement noble que le Versailles de la Maintenon. Au lieu de quoi, assez forte dans son orgueil, pour ne mépriser point l’exaltante humilité, et affirmer sans se faire prier que les hommes sont poussière et rien que poussière, mais honteuse des chambres qui donnent sur la cour, elle connaît la torture de ne pouvoir rien désigner à l’envie de Mme Blok. Son passé, le domaine des souvenirs. Ni plus ni mieux qu’un vulgaire cabinet de débarras, où d’ailleurs, il ne lui est même pas permis de reléguer définitivement les piètres accessoires de sa vie conjugale, puisque, c’est un fait, le divorce lui demeure interdit.
Mme Blok sait-elle pourquoi?
Mme Blok ne sait pas pourquoi, ne demanderait qu’à le savoir mais a peur de se montrer indiscrète.
Indiscrète?
Une dextre souveraine apaise des scrupules.
Indiscrète?
Ont-elles donc des secrets l’une pour l’autre? Et puisqu’elles ont souffert l’une et l’autre, pourquoi épargner dans leurs confidences les hommes, ces bourreaux? Elles sont deux femmes dans un salon d’Auteuil, deux soeurs de misère.

Des soeurs de misère. Voilà le mot. Bien entendu c’est Mme Dumont-Dufour qui l’a trouvé. Elle en est aussi fière que de ses plats de cuivre marocain et de ses vases de Chine. Des soeurs de misère. L’épithète ne manquera pas de faire son petit bonhomme de chemin. Mme Dumont-Dufour l’a prise pour étendard et sent qu’elle va de ce drapeau tirer des effets aussi surprenants que Lamartine du tricolore. Mme Dumont-Dufour a une égide, un signe de ralliement; au reste, douée d’autres qualités et de plus rares que l’éloquence, si elle ressemble à Lamartine à sa fenêtre de l’Hôtel de Ville, Mme Blok qui connaît son histoire de France, volontiers la comparerait à Henri IV. On ne voit point de panache blanc, mais on sait qu’on n’aura qu’à suivre. Pensez donc, des soeurs de misère. [...]


RENÉ CREVEL - La mort difficile (début du chapitre I)


LA MUERTE DIFÍCIL


LA señora de Dumont-Dufour y la señora de Blok están hablando de sus desgracias. Es decir, de sus maridos. La señora de Dumont-Dufour, que, de haber tenido la suerte de nacer varón, hubiera sido jurista como su finado padre, el presidente Dufour, renuncia de golpe a la enumeración de las fechorías individuales para acusar —en un alegato de alcance social y con una lengua que, ya ha dado pruebas de ello, carece de pelos— a las mismas leyes.
…Sí, a las leyes, puesto que tan grande es la estupidez del código civil y de sus prejuicios que, por mucha bullanga que haya hecho el señor Dumont mientras pudo, su mujer ni siquiera tiene hoy en día el recurso del divorcio.
A falta de cielo, los ojos toman por testigo al cielo raso. Las manos hacen todo lo que pueden, y la señora de Blok piensa que la señora de Dumont-Dufour no estaría fuera de lugar en algún gran salón ornado con cincuenta arañas, setenta y cinco pianos de cola y una infinidad de candelabros.
Pero, a decir verdad, no se trata de un salón, por grande que sea. La señora de Dumont-Dufour hace pensar en un país entero, un continente y aún más: el territorio de sus recuerdos. El territorio de los recuerdos. Un mar en el que se transparenta una ciudad sumergida, ya que, querida señora de Blok, las ilusiones de la señora de Dumont-Dufour están en el fondo del agua, bien en el fondo. ¿Qué le queda, ahora, en este mundo? Pesares, la memoria de gestos sin alegría. En cuanto al porvenir, no se anima a pensar en él. Si fuese una de esas locas a las que les basta con la imaginación, quizás pudiese pasarse el día inventándose desquites imaginarios. Pero, ¡ay!, la señora de Dumont-Dufour, que adora la pompa y no se deja impresionar más que por las altas montañas, las tarjetas de visita atiborradas de títulos, las carrozas fúnebres empenachadas, las misas de boda con sus candelabros resplandecientes, sus azucenas sin polen y las familias vestidas de punta en blanco, la señora de Dumont-Dufour, que prefiere la majestad de las plumas de avestruz al color de las aves del paraíso, no sólo no se siente colmada en sus altas aspiraciones sino que, además, debe renunciar a la esperanza de satisfacer alguna vez sus nobles gustos. Si hubiera una justicia terrenal, ya en este mundo, hoy que se encuentra en su otoño le hubiera hecho a la señora de Blok los honores de un territorio de recuerdos tan apaciblemente noble como el Versalles de la Maintenon. En vez de lo cual, ella, que es lo bastante fuerte en su orgullo como para no despreciar la exaltante humildad y sostener sin hacerse rogar que los hombres son polvo y nada más que polvo, pero se avergüenza de los cuartos que dan al patio, conoce la tortura de no poder ofrecer nada a los deseos de la señora de Blok. Su pasado, el territorio de los recuerdos. Nada más ni mejor que un vulgar desván, al que, por lo demás, ni siquiera le está permitido relegar definitivamente las mediocres dependencias de su vida conyugal, ya que, es un hecho, el divorcio le está vedado.
¿Acaso la señora de Blok sabe por qué?
La señora de Blok no sabe por qué, le gustaría mucho saberlo pero teme mostrarse indiscreta.
¿Indiscreta?
Una diestra soberana calma escrúpulos.
¿Indiscreta?
¿Tienen acaso secretos la una para la otra? Y, dado que tanto la una como la otra han sufrido, ¿por qué ser indulgentes en sus confidencias con los hombres, esos verdugos? Son dos mujeres en un salón de Auteuil, dos hermanas de aflicción.
Hermanas de aflicción. Ésa es la palabra. Por supuesto, es la señora de Dumont-Dufour quien la ha hallado. Se siente tan orgullosa de ella como de sus bandejas de cobre marroquíes y de sus jarrones chinos. Hermanas de aflicción. El epíteto no dejará de ir abriéndose camino poco a poco. La señora de Dumont-Dufour lo ha adoptado como estandarte y siente que va a obtener de esa bandera efectos tan sorprendentes como Lamartine de la tricolor. La señora de Dumont-Dufour tiene una égida, una señal de reunión; por lo demás, dotada de otras cualidades, y menos comunes que la elocuencia, si bien se parece a Lamartine asomado a su ventana del Hôtel de Ville, la señora de Blok, que conoce al dedillo la historia de Francia, de buena gana la compararía con Enrique IV. No se le ve ningún penacho blanco, pero se sabe que no habrá más que seguirla. Qué tal: hermanas de aflicción. [...]

RENÉ CREVEL - La muerte difícil (comienzo del primer capítulo).
Traducción, prólogo, notas y cronología de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán. Ediciones De La Mirándola, mayo de 2012. Para adquirir esta novela, en formato epub o kindle, desde cualquier parte del mundo, véase la lista de puntos de venta de EDICIONES DE LA MIRÁNDOLA.



lunes, 15 de abril de 2013

Jean Lorrain: Un personaje de ópera bufa, el doctor Ytroff



La comicidad volvió a entrar en la villa con un personaje de ópera bufa, el doctor Ytroff, un médico húngaro, según unos, rumano, según otros, que el capricho de la princesa Alexianeff, una anciana rusa que adolecía de millones y de hidropesía, había impuesto la temporada anterior al esnobismo de los invernantes. La colonia rusa se había vuelto loca con el apuesto doctor Gregory; las mujeres, sobre todo, ensalzaban sus méritos. Unos triunfales bigotes rizados como los de un tenor italiano y unos insistentes ojos negros no eran ajenos a su encanto. Aquel tipo cabal de rufián había conquistado por completo las sesenta y cinco primaveras de la princesa Nadieshda Alexianeff. El doctor Ytroff era más que médico: era mago. Había visitado la India y el Lejano Oriente, había vivido en intimidad con los brahmanes y los faquires, se había internado en los misterios de las selvas y de los templos. Volvió trayendo secretos maravillosos; tenía el mundo invisible a sus órdenes. Consultaba las mesas para saber el estado de sus enfermos y se valía para sus curas de la colaboración de los espíritus; en diez sesiones le había sacado, sin hacerle punciones, una hinchazón a la princesa Alexianeff. Los otros médicos la habían desahuciado. Para operar aquel milagro habían bastado unos veinte pases. De aquellos pases las malas lenguas decían que eran algo más que magnéticos, y que era una suerte para la princesa tener sesenta y cinco años; con treinta menos, la hinchazón hubiese aumentado. Los tratamientos del apuesto doctor sólo tenían éxitos en organismos debilitados: era el médico de todas las ruinas. ¿Era por eso que Sasha lo llamaba para que lo atendiese?
El invierno anterior no le habían alcanzado las bromas para poner en ridículo el ocultismo del apuesto húngaro y su asociación como experto embalsamador con su vieja momia principesca. Antes de ir a recalar en Niza, donde todas sus taras florecieron naturalmente, Gregory Ytroff, ex médico de la Peninsular Company instalado en Marsella, había tenido algunas historias molestas en el barrio del puerto. Implicado en tres casos de aborto por haber curado a unas muchachas en apuros aplicándoles piedras preciosas, gemas sagradas traídas de la India, tuvo que dejar de manera bastante precipitada su consultorio de la Rue Colbert y fue a establecerse en Cannes.
Sus virtudes de taumaturgo le sirvieron de poco a pesar de la presencia a su lado de una hermana menor, la señorita Alexandra Ytroff, poetisa húngara de dicción pueril y ceceosa y bastante conocida en el ambiente de las jóvenes revistas literarias por unos ingeniosos pastiches de las Canciones de Bilitis.
Valiéndose de la ventaja de su exotismo, ambos hermanos habían puesto sitio a la colonia inglesa. El apuesto Gregory ofrecía a las viejas ladies gemas inhallables y fetiches sospechosos en forma de falo. Provenientes de los santuarios abolidos de Singapur y Benarés, los más singulares tenían incrustaciones de turquesas y curaban los espasmos, los dolores cardíacos y todos los trastornos nerviosos: eran talismanes sin precio. Ytroff no los vendía sino que los cedía por algún tiempo a personas siempre riquísimas; los espíritus le prohibían desprenderse de ellos, al volverse objetos de comercio habrían perdido todas sus virtudes; los enfermos, una vez curados, se los devolvían al doctor. La joven Alexandra, por su parte, enfundada en vestidos rectos de colores apagados, parecida a la Damoiselle Élue de Dante Gabriel Rossetti que hubiera bajado de su marco, hacía las delicias de los five o’clock de los grandes hoteles con el arte de su dicción y la euritmia de sus gestos. Con voz balbuceante y que parecía prodigar, con sus inflexiones, extrañas caricias, recitaba, abriendo unos grandes ojos cándidos, versos lésbicos e idilios sáficos que escuchaban sin chistar las ladies atentas; y nada igualaba el don de inocencia de su sonrisa. Eran poemas hindúes traídos por Gregory junto con sus piedras mágicas y sus amuletos preciosos. Había norteamericanas y, entre éstas, Musas fanáticas de fútbol, law-tennis y carreras de automóviles, que se volvían locas con la señorita Ytroff; la joven poetisa iba siempre escoltada por una corte de sportswomen enfundadas en trajes de lona y calzadas con sólidas botitas; su gracilidad se estilizaba aún más en medio de las altas gorras de lona y de las chaquetas sastre de aquellas bellas amazonas. Los señores mayores también estimaban la dicción pueril y la gracia flexible de la rubia Alexandra.
La pareja reinó durante todo un invierno sobre Piccadilly y la Quinta Avenida, que se habían trasladado a Cannes. Pero la llegada de un trotamundos, ex oficial del ejército inglés de regreso del Cairo, comprometió el buen nombre de la asociación. Aquel maldito Lord Berett tuvo la ocurrencia de reconocer, en los talismanes del doctor húngaro, vulgares exvotos de los altares de Príapo, groseras reproducciones de terracota que se venden a montones en los muelles de Adén y de Alejandría; los inhallables fetiches del doctor Ytroff valían cuatro chelines; a ese precio se los dejan los campesinos y los obreros navales de Egipto a los pasajeros de los transatlánticos que hacen escala en los puertos. En cuanto a las piedras sanadoras, eran simples zafiros de Ceilán, los más raros de los cuales, los blancos y los amarillos, podían valer cuatro o cinco libras en la región.
Por muy sabrosa que fuera, la revelación no dejó de desacreditar a la pareja. El orgullo británico se sintió humillado; los norteamericanos, más prácticos, habrían perdonado el camelo si hubiera sido menos burdo. De la noche a la mañana, las recetas del apuesto doctor fueron recibidas con sonrisas; el clan de las misses y de las ladies sportswomen que eran fanáticas admiradoras de Alexandra aún se mantenía, los hermanos quizás podrían haber resistido; pero una calumnia los arruinó del todo. Los malintencionados hicieron notar que la rubia señorita Ytroff no se parecía en nada a su hermano y que tal vez su parentesco fuese tan real como las piedras mágicas y los talismanes tan cacareados. ¿Qué eran, entonces, uno del otro? Hubo silencios elocuentes. El doctor Ytroff magnetizaba a su hermana; ésta era entre sus manos una maravillosa sonámbula, durmiendo adoptaba poses inspiradas; alguien pronunció los nombres de Donato y Lucila, hubo quien recordó a Cagliostro, algún otro se atrevió a usar el calificativo de vil aventurero. La pareja bajo sospecha se refugió en Niza; la reputación que ya tenían allí no era capaz de perjudicarlos. Niza tiene curiosidad por los escándalos y codicia las novedades; allí la mitad de la población vive a expensas de la otra y la audacia reemplaza a los títulos.

Fragmento del capítulo XXVII de  La maldición de los Noronsoff (Ediciones De la Mirándola, diciembre de 2012).
Para adquirir el libro en formato epub o kindle, o descargar un fragmento gratuito véase aquí


miércoles, 3 de abril de 2013

Gabrielle de Villeneuve: La Bella y la Bestia


En diciembre de 2012, Ediciones De La Mirándola publicó, en su colección Cherchez la femme, la primera traducción al castellano de la novela original de Gabrielle de Villeneuve LA BELLA Y LA BESTIA, con un apéndice exhaustivo que incluye los dos relatos que inspiraron a Gabrielle de Villeneuve (la Historia de Psiquis de Apuleyo y El Rey Cerdo de Straparola da Caravaggio), así como la reducción de su estupenda novela a las dimensiones de un simple cuento para niños hecha por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont —versión ésta que, desdichadamente, es la única universalmente conocida.
En noviembre de 2016 la traducción ha sido completamente revisada en vistas a la edición del libro tanto en formato digital como en versión papel.

Para adquirir el libro en papel https://edicionesdelamirandola.blogspot.com/
Para adquirir el libro en formato epub o kindle, véase aquí


HISTOIRE DE LA BELLE ET LA BÊTE


DANS un pays fort éloigné de celui-ci l'on voit une grande ville, où le commerce florissant entretient l'abondance. Elle a compté parmi ses citoyens un marchand heureux dans ses entreprises, et sur qui la fortune au gré de ses désirs, avait toujours répandu ses plus belles faveurs. Mais s'il avait des richesses immenses, il avait aussi beaucoup d'enfants. Sa famille était composé et de six garçons et de six filles. Aucun n'était établi. Les garçons étaient assez jeunes pour ne se point presser. Les filles, trop fières des grands biens sur lesquels elles avaient lieu de compter, ne pouvaient aisément se déterminer pour le choix qu'elles avaient à faire.
Leur vanité se trouvait flattée des assiduités de la plus brillante jeunesse. Mais un revers de fortune, auquel elles ne s'attendaient pas, vint troubler la douceur de leur vie. Le feu prit dans leur maison. Les meubles magnifiques qui la remplissaient, les livres de comptes, les billets, l'or, l'argent, et toutes les marchandises précieuses, qui composaient tout le bien du marchand, furent enveloppés dans ce funeste embasement, qui fut si violent qu'on ne sauva que très peu de chose.
Ce premier malheur ne fût que l'avant coureur des autres. Le père à qui jusqu'alors tout avait prospéré, perdit en même-temps, soit par des naufrages, soit par des corsaires, tous les vaisseaux qu'il avait sur mer. Ses correspondants lui firent banqueroute; ses commis dans les pays étrangers furent infidèles; enfin de la plus haute opulence, il tomba, tout à coup dans une affreuse pauvreté.
Il ne lui resta qu'une petite habitation champêtre, située dans un lieu désert, éloigné de plus de cent lieues de la ville, dans laquelle il faisait son séjour ordinaire. Contraint de trouver un asile loin du tumulte et du bruit, ce fut là qu'il confiât sa famille désespérée d'une telle révolution. Surtout les filles de ce malheureux père n'envisageaient qu'avec horreur la vie qu'elles allaient passer dans cette triste solitude. Pendant quelque temps elles s'étaient flattées que quand le dessein de leur père éclaterait les amants qui les avaient recherchées se croiraient trop heureux de ce qu'elles voudraient bien se radoucir.
Elles s'imaginaient qu'ils allaient tous à l’envi briguer l'honneur d'obtenir la préférence. Elles pensaient même qu'elles n'avaient qu'à vouloir pour trouver des époux. Elles ne restèrent pas longtemps dans une erreur si douce. Elles avaient perdu le plus beau de leurs attraits, en voyant comme un éclair disparaître la fortune brillante de leur père, et la saison du choix était passée pour elles. Cette, foule, empressée d'adorateurs disparut au moment de leur disgrâce. La force de leurs charmes n'en put retenir aucun.
Les amis ne furent pas plus généreux que les amants. Dès qu'elles furent dans la misère, tous sans exception cessèrent de les connaître. On poussa même la cruauté jusqu'à leur imputer le désastre qui venait de leur arriver. Ceux que le père avait le plus obligés, furent les plus empressés à les calomnier. Ils débitèrent qu'il s’était attiré ces infortunes par sa mauvaise conduite, ses profusions, et les folles dépenses qu’il avait faites et laissé faire à ses enfants.
Ainsi cette famille désolée ne put donc prendre d'autre parti que celui d'abandonner une ville où tous se faisaient un plaisir d'insulter à sa disgrâce. N'ayant aucune ressource, ils se confinèrent dans leur maison de campagne, située au milieu d'une forêt presqu'impraticable, et qui pouvait bien être le plus triste séjour de la terre. Que de chagrins ils eurent à essuyer dans cette affreuse solitude ! Il fallut se résoudre à travailler aux ouvrages les plus pénibles. Hors d'état d'avoir quelqu'un pour les servir, les fils de ce malheureux marchand partagèrent entre eux  les soins et les travaux domestiques. Tous à l'envi s'occupèrent à ce que la campagne exige de ceux qui veulent en tirer leur subsistance.
Les filles de leur côté ne manquèrent pas d'emploi. Comme des paysannes elles se virent obligées de faire servir leurs mains délicates à toutes les fonctions de la vie champêtre. Ne portant que des habits de laine, n'ayant plus de quoi satisfaire leur vanité, ne pouvant vivre que de ce que la campagne peut fournir, bornées au simple nécessaire mais ayant toujours du goût pour le raffinement et la délicatesse, ces filles regrettaient sans cette et la ville et ses charmes. Le souvenir même de leurs premières années, passées rapidement au milieu des ris et des jeux, faisait leur plus grand supplice.
Cependant la plus jeune d'entre elles montra, dans leur commun malheur, plus de confiance et de résolution. On la vit par une fermeté bien au-dessus de son âge prendre généreusement son parti. Ce n'est pas qu'elle n'eût donné d'abord des marques d'une véritable tristesse. Eh ! qui ne serait pas sensible à de pareils malheurs ! Mais après avoir déploré les infortunes de son père pouvait-elle mieux faire que de reprendre sa première gaîté, d'embrasser par choix l'état seul dans lequel elle se trouvait, et d'oublier un monde dont elle avait avec sa famille éprouvé l'ingratitude et sur l’amitié  duquel elle était si bien persuadée qu'il ne fallait pas compter dans l'adversité?



LA BELLA Y LA BESTIA
EN un país situado a gran distancia de éste, hay una gran ciudad que goza de una abundancia basada en un comercio floreciente. Uno de sus ciudadanos fue un comerciante afortunado en sus empresas, y al cual el destino, complaciente con sus deseos, concedió siempre sus mejores favores. Pero si bien tenía riquezas inmensas, también tenía muchos hijos. Su familia estaba compuesta por seis varones y seis mujeres. Todos seguían viviendo con él. Los varones eran demasiado jóvenes para pensar en independizarse. Las mujeres, demasiado orgullosas de los grandes bienes con los que podían contar, no lograban decidirse fácilmente en cuanto a la elección que debían hacer.

Su vanidad se sentía halagada por las galanterías de los jóvenes más brillantes. Pero un revés de la fortuna, que ellas no se esperaban, trastornó un día la serenidad de sus vidas. La casa fue presa de las llamas. Los muebles magníficos que la colmaban, los libros de cuentas, los billetes, el oro, la plata y todas las mercaderías valiosas que constituían el conjunto de los bienes del comerciante se perdieron en aquel funesto incendio, que fue tan violento que sólo se salvaron muy pocas cosas.

Esa primera desgracia fue sólo el preanuncio de las demás. El padre, que hasta entonces había prosperado en todo, perdió a un tiempo, ya fuese por causa de naufragios o debido a los corsarios, todos los navíos que tenía en el mar. Sus socios se declararon insolventes; sus representantes en países extranjeros le fueron infieles; por último, cayó de pronto de la más alta opulencia en una horrenda pobreza.

Lo único que le quedó fue una casita de campo situada en un lugar desierto, a más de cien leguas de la ciudad, en la que solía pasar largos períodos. Obligado a hallar refugio lejos del tumulto y del ruido, fue allí adonde condujo a su familia desesperada por semejante conmoción. Las hijas de ese desdichado padre, sobre todo, no podían encarar sino con horror la vida que llevarían en aquella triste soledad. Durante algún tiempo se ilusionaron con la idea de que, una vez conocido el proyecto del padre, los enamorados que las habían cortejado se sentirían más que felices de ver que se volvían menos esquivas.

Se imaginaban que todos rivalizarían en reclamar el honor de obtener la preferencia. Incluso pensaban que, para encontrar marido, sólo tenían que desearlo. No se mantuvieron por mucho tiempo en tan dulce error. Al desaparecer como un relámpago la brillante fortuna del padre habían perdido el más bello de sus atractivos, y la época en que podían elegir y ser elegidas había terminado para ellas. La solícita multitud de cortejantes desapareció en cuanto cayeron en desgracia. La fuerza de sus encantos no pudo retener a ninguno de ellos.

Los amigos fueron tan poco generosos como los pretendientes. Una vez sumidas en la miseria, todos, sin excepción, dejaron de conocerlas. Incluso llevaron la crueldad hasta el punto de achacarles el desastre que acababa de ocurrirles. Aquéllos que habían recibido más atenciones del padre fueron los primeros en calumniarlos. Dijeron que él mismo había provocado sus infortunios con su mala conducta, sus prodigalidades y los gastos alocados que había hecho y dejado hacer a sus hijos.

Así fue como aquella familia desolada no pudo tomar otra decisión que no fuera la de abandonar una ciudad en la que todos se complacían en insultar su desgracia. Carentes de todo recurso, se encerraron en su casa de campo, situada en medio de un bosque casi impenetrable y que bien hubiera podido ser considerado el lugar más triste de la tierra. ¡Cuántas aflicciones se vieron obligadas a soportar en aquella horrorosa soledad! Tuvieron que decidirse a trabajar en las tareas más penosas. Como su condición no les permitía tener a alguien que los sirviese, los hijos de aquel desdichado comerciante se repartieron entre ellos las ocupaciones y los trabajos domésticos. Todos, rivalizando uno con otro, se ocuparon de las tareas que el campo impone a quienes quieren obtener de él su subsistencia.

A las muchachas, por su lado, no les faltó trabajo. Como campesinas, se vieron en la obligación de emplear sus manos delicadas para todas las tareas de la vida campestre. Vestidas con ropa de lana, carentes ahora de todo lo que hubiera podido satisfacer su vanidad, sin otra cosa para vivir que lo que el campo puede brindar, reducidas a lo estrictamente necesario, pero sin perder el gusto por el refinamiento y la delicadeza, aquellas muchachas echaban de menos sin cesar la ciudad y sus encantos. El recuerdo mismo de sus primeros años, que habían pasado rápidamente en medio de risas y de juegos, constituía su mayor suplicio.
La menor de ellas, sin embargo, mostró en la común desdicha más constancia y resolución. Se la vio, con una firmeza muy superior a la propia de su edad, resignarse generosamente a su situación. No porque no hubiese dado, al principio, muestras de una verdadera tristeza. ¿Quién no sería sensible a semejantes desgracias? Pero después de llorar los infortunios de su padre, ¿qué cosa mejor podía hacer sino recobrar su carácter alegre, abrazar voluntariamente el estado de soledad en que se encontraba, y olvidarse de un mundo cuya ingratitud había padecido junto con su familia y con cuya amistad estaba tan convencida de no poder contar en la adversidad?





lunes, 1 de abril de 2013

René Guénon: Las flores simbólicas



LES FLEURS SYMBOLIQUES



L’usage des fleurs dans le symbolisme est, comme on le sait, très répandu et se retrouve dans la plupart des traditions ; il est aussi très complexe, et notre intention ne peut être ici que d’en indiquer quelques-unes des significations les plus générales. Il est évident en effet que, suivant que telle ou telle fleur est prise comme symbole, le sens doit varier, tout au moins dans ses modalités secondaires, et aussi que, comme il arrive généralement dans le symbolisme, chaque fleur peut avoir elle-même une pluralité de significations, d’ailleurs reliées entre elles par certaines correspondances.
Un des sens principaux est celui qui se rapporte au principe féminin ou passif de la manifestation, c’est-à-dire à Prakriti, la substance universelle ; et, à cet égard, la fleur équivaut à un certain nombre d’autres symboles, parmi lesquels un des plus importants est la coupe. Comme celle-ci, en effet, la fleur évoque par sa forme même l’idée d’un « réceptacle », ce qu’est Prakriti pour les influences émanées de Purusha, et l’on parle aussi couramment du « calice » d’une fleur. D’autre part, l’épanouissement de cette même fleur représente en même temps le développement de la manifestation elle-même, considérée comme production de Prakriti ; et ce double sens est particulièrement net dans un cas comme celui du lotus, qui est en Orient la fleur symbolique par excellence, et qui a pour caractère spécial de s’épanouir à la surface des eaux, laquelle, ainsi que nous l’avons expliqué ailleurs, représente toujours le domaine d’un certain état de manifestation, ou le plan de réflexion du « Rayon céleste » qui exprime l’influence de Purusha s’exerçant sur ce domaine pour réaliser les possibilités qui y sont contenues potentiellement, enveloppées dans l’indifférenciation primordiale de Prakriti.
Le rapprochement que nous venons d’indiquer avec la coupe doit naturellement faire penser au symbolisme du Graal dans les traditions occidentales ; et il y a lieu de faire précisément, à ce sujet, une remarque qui est très digne d’intérêt. On sait que, parmi les divers autres objets que la légende associe au Graal, figure notamment une lance qui, dans l’adaptation chrétienne, n’est autre que la lance du centurion Longin, par laquelle fut ouverte au flanc du Christ la blessure d’où s’échappèrent le sang et l’eau que Joseph d’Arimathie recueillit dans la coupe de la Cène ; mais il n’en est pas moins vrai que cette lance ou quelqu’un de ses équivalents existait déjà, comme symbole en quelque sorte complémentaire de la coupe, dans les traditions antérieures au christianisme. La lance, lorsqu’elle est placée verticalement, est une des figures de l’« Axe du Monde », qui s’identifie au « Rayon céleste » dont nous parlions tout à l’heure ; et l’on peut rappeler aussi, à ce propos, les fréquentes assimilations du rayon solaire à des armes telles que la lance ou la flèche, sur lesquelles ce n’est pas le lieu d’insister davantage ici. D’un autre côté, dans certaines représentations, des gouttes de sang tombent de la lance elle-même dans la coupe ; or ces gouttes de sang ne sont ici autre chose, dans la signification principielle, que l’image des influences émanées de Purusha, ce qui évoque d’ailleurs le symbolisme védique du sacrifice de Purusha à l’origine de la manifestation ; et ceci va nous ramener directement à la question du symbolisme floral, dont nous ne nous sommes éloigné qu’en apparence par ces considérations.
Dans le mythe d’Adonis (dont le nom, du reste, signifie « le Seigneur »), lorsque le héros est frappé mortellement par le boutoir d’un sanglier, qui joue ici le même rôle que la lance, son sang, en se répandant à terre, donne naissance à une fleur ; et l’on trouverait sans doute assez facilement d’autres exemples similaires. Or ceci se retrouve également dans le symbolisme chrétien : c’est ainsi que M. Charbonneau-Lassay a signalé « un fer à hosties, du XIIe siècle, où l’on voit le sang des plaies du Crucifié tomber en gouttelettes qui se transforment en roses, et le vitrail du XIIIe siècle de la cathédrale d’Angers où le sang divin, coulant en ruisseaux, s’épanouit aussi sous forme de roses ». La rose est en Occident, avec le lis, un des équivalents les plus habituels de ce qu’est le lotus en Orient ; ici, il semble d’ailleurs que le symbolisme de la fleur soit rapporté uniquement à la production de la manifestation, et que Prakriti soit plutôt représentée par le sol même que le sang vivifie ; mais il est aussi des cas où il semble en être autrement. Dans le même article que nous venons de citer, M. Charbonneau-Lassay reproduit un dessin brodé sur un canon d’autel de l’abbaye de Fontevrault, datant de la première moitié du XVIe siècle et conservé aujourd’hui au musée de Naples, où l’on voit la rose placée au pied d’une lance dressée verticalement et le long de laquelle pleuvent des gouttes de sang. Cette rose apparaît là associée à la lance exactement comme la coupe l’est ailleurs, et elle semble bien recueillir des gouttes de sang plutôt que provenir de la transformation de l’une d’elles ; du reste, il est évident que les deux significations ne s’opposent nullement, mais qu’elles se complètent bien plutôt, car ces gouttes, en tombant sur la rose, la vivifient aussi et la font s’épanouir ; et il va sans dire que ce rôle symbolique du sang a, dans tous les cas, sa raison dans le rapport direct de celui-ci avec le principe vital, transposé ici dans l’ordre cosmique. Cette pluie de sang équivaut aussi à la « rosée céleste » qui, suivant la doctrine kabbalistique, émane de l’« Arbre de Vie », autre figure de l’« Axe du Monde », et dont l’influence vivifiante est principalement rattachée aux idées de régénération et de résurrection, manifestement connexes de l’idée chrétienne de la Rédemption ; et cette même rosée joue également un rôle important dans le symbolisme alchimique et rosicrucien.
Lorsque la fleur est considérée comme représentant le développement de la manifestation, il y a aussi équivalence entre elle et d’autres symboles, parmi lesquels il faut noter tout spécialement celui de la roue, qui se rencontre à peu près partout, avec des nombres de rayons variables suivant les figurations, mais qui ont toujours par eux-mêmes une valeur symbolique particulière. Les types les plus habituels sont les roues à six et huit rayons ; la « rouelle » celtique, qui s’est perpétuée à travers presque tout le moyen âge occidental, se présente sous l’une et l’autre de ces deux formes ; ces mêmes figures, et surtout la seconde, se rencontrent très souvent dans les pays orientaux, notamment en Chaldée et en Assyrie, dans l’Inde et au Thibet. Or, la roue est toujours, avant tout, un symbole du Monde ; dans le langage symbolique de la tradition hindoue, on parle constamment de la « roue des choses » ou de la « roue de vie », ce qui correspond nettement à cette signification ; et les allusions à la « roue cosmique » ne sont pas moins fréquentes dans la tradition extrême-orientale. Cela suffit à établir l’étroite parenté de ces figures avec les fleurs symboliques, dont l’épanouissement est d’ailleurs également un rayonnement autour du centre, car elles sont, elles aussi, des figures « centrées » ; et l’on sait que, dans la tradition hindoue, le Monde est parfois représenté sous la forme d’un lotus au centre duquel s’élève le Mêru, la « montagne polaire ». Il y a d’ailleurs des correspondances manifestes, renforçant encore cette équivalence, entre le nombre des pétales de certaines de ces fleurs et celui des rayons de la roue : ainsi, le lis a six pétales, et le lotus, dans les représentations du type le plus commun, en a huit, de sorte qu’ils correspondent respectivement aux roues à six et huit rayons dont nous venons de parler. Quant à la rose, elle est figurée avec un nombre de pétales variable ; nous ferons seulement remarquer à ce sujet que, d’une façon générale, les nombres cinq et six se rapportent respectivement au « microcosme » et au « macrocosme » ; en outre, dans le symbolisme alchimique, la rose à cinq pétales, placée au centre de la croix qui représente le quaternaire des éléments, est aussi, comme nous l’avons déjà signalé dans une autre étude, le symbole de la « quintessence », qui joue d’ailleurs, relativement à la manifestation corporelle, un rôle analogue à celui de Prakriti. Enfin, nous mentionnerons encore la parenté des fleurs à six pétales et de la roue à six rayons avec certains autres symboles non moins répandus, tels que celui du « chrisme », sur lesquels nous nous proposons de revenir en une autre occasion. Pour cette fois, il nous suffira d’avoir montré les deux similitudes les plus importantes des symboles floraux, avec la coupe en tant qu’ils se rapportent à Prakriti, et avec la roue en tant qu’ils se rapportent à la manifestation cosmique, le rapport de ces deux significations étant d’ailleurs, en somme, un rapport de principe à conséquence, puisque Prakriti est la racine même de toute manifestation.



LAS FLORES SIMBÓLICAS

El uso de las flores en el simbolismo está, como nadie ignora, muy difundido y se encuentra en la mayoría de las tradiciones; es también muy complejo, y nuestra intención no puede ser aquí sino la de indicar algunas de sus significaciones más generales. Es evidente, en efecto, que, según se tome como símbolo tal o cual flor, el sentido ha de variar, por lo menos en sus modalidades secundarias, y también que, como ocurre en el, simbolismo generalmente, cada flor puede tener en sí pluralidad de significaciones, por lo demás vinculadas mutuamente por ciertas correspondencias.
Uno de sus sentidos principales es el que se refiere al principio femenino o pasivo de la manifestación, es decir a Prákrti, la sustancia universal; y a este respecto la flor equivale a cierto número de otros símbolos, entre los cuales uno de los más importantes es la copa. Como ésta, en efecto, la flor evoca por su forma misma la idea de un “receptáculo” como lo es Prákrti para los influjos emanados de Púrusha, y también se habla corrientemente del “cáliz” de una flor. Por otra parte, el abrirse de la flor representa a la vez el desarrollo de la manifestación misma, considerada como producción de Prákrti; este doble sentido está particularmente neto en un caso como el del loto, que es en Oriente la flor simbólica por excelencia y que tiene como carácter especial abrirse en la superficie de las aguas, la cual, según hemos explicado en otro lugar, representa siempre el dominio de determinado estado de manifestación, o el plano de reflexión del “Rayo celeste” que expresa el influjo de Púrusha en acto de ejercerse sobre ese dominio para realizar las posibilidades contenidas potencialmente en él, envueltas en la indiferenciación primordial de Prákrti[1].
La recién indicada relación con la copa debe hacer pensar, naturalmente, en el simbolismo del Graal en las tradiciones occidentales; y cabe hacer precisamente, a este respecto, una observación muy digna. de interés. Sabido es que, entre los diversos objetos que la leyenda asocia al Graal, figura especialmente una lanza, la cual, en la adaptación cristiana, no es sino la lanza del centurión Longino, con la cual fue abierta en el costado de Cristo la llaga de donde manaron la sangre y el agua recogidas por José de Arimatea en la copa de la Cena; pero no menos cierto es que dicha lanza, o alguno de sus equivalentes, existía ya, como símbolo en cierto modo complementario de la copa, en las tradiciones anteriores al cristianismo[2]. La lanza, cuando se coloca verticalmente, es una de las figuras del “Eje del Mundo”, que se identifica con el “Rayo celeste” de que acabamos de hablar; y a este respecto pueden recordarse también las frecuentes asimilaciones del rayo solar a armas como la lanza o la flecha, sobre las cuales no podemos insistir en este trabajo. Por otro lado, en ciertas representaciones, caen gotas de sangre de la lanza misma a la copa; tales gotas no son aquí otra cosa, en la significación principal, que la imagen de los influjos emanados de Púrusha, lo cual por lo demás evoca el simbolismo védico del sacrificio de Púrusha en el origen de la manifestación[3]; y esto nos reconduce directamente a la cuestión del simbolismo floral del que no nos hemos alejado sino aparentemente con las consideraciones anteriores.
En el mito de Adonis (cuyo nombre, por otra parte, significa “el Señor”), cuando el héroe es herido de muerte por el colmillo de un jabalí, que desempeña aquí el mismo papel que la lanza[4], su sangre, derramándose en tierra, da nacimiento a una flor; y sin duda es encontrarían con facilidad otros ejemplos similares. Esto se encuentra igualmente en el simbolismo cristiano; así, L. Charbonneau-Lausay ha señalado “un hierro para hostias, del siglo XII, donde se ve la sangre de las llagas del Crucificado caer en pequeñas gotas que se transforman en rosas, y el vitral del siglo XIII, de la catedral de Angers, donde la sangre divina, manando en arroyuelos, se expande también en forma de rosas”[5]. La rosa es en Occidente, junto con el lirio, uno de los equivalentes más habituales de lo que es en Oriente el loto; aquí, parece por lo demás que el simbolismo de la flor esté referido únicamente a la producción de la manifestación[6] y que Prákrti se encuentre más bien representada por el suelo mismo que la sangre vivifica; pero hay también casos en que parece ser de otro modo. En el mismo artículo que acabamos de citar, Charbonneau-Lassay reproduce un diseño bordado en un canon de altar de la abadía de Fontevrault, que data de la primera mitad del siglo XVI y se conserva hoy en el museo de Nápoles, donde se ve la rosa al pie de una lanza puesta verticalmente y a lo largo de la cual llueven gotas de sangre. Esa rosa aparece allí asociada a la lanza exactamente como la copa lo está en otros casos, y parece ciertamente recoger gotas de sangre más bien que provenir de la transformación de una de ellas; por lo demás, es evidente que las dos significaciones no se oponen en modo alguno sino más bien se complementan, pues las gotas, al caer sobre la rosa, la vivifican y la hacen abrirse; y va de suyo que este papel simbólico de la sangre tiene, en todos los casos, su razón de ser en la relación directa de ella con el principio vital, transpuesto aquí al orden cósmico. Esa lluvia de sangre equivale también al “rocío celeste” que, según la doctrina cabalística, emana del “Árbol de Vida”, otra figura del “Eje del Mundo”, y cuyo influjo vivificante está principalmente vinculado con las ideas de regeneración y resurrección, manifiestamente conexas con la idea de Redención cristiana; y el rocío desempeña también importante papel en el simbolismo alquímico y rosacruz[7].
Cuando la flor se considera como representación del desarrollo de la manifestación, hay también equivalencia entre ella y otros símbolos, entre los cuales ha de destacarse muy especialmente el de la rueda, que se encuentra prácticamente en todas partes, con número de rayos variables según las figuraciones, pero siempre con un valor simbólico particular de por sí. Los tipos más habituales son las ruedas de seis y de ocho rayos; la “ruedecilla” céltica, que se ha perpetuado, a través de casi todo el Medioevo occidental, se presenta en una u otra de estas formas; las mismas figuras, y sobre todo la segunda, se encuentran con gran frecuencia en los países orientales, particularmente en Caldea y Asiria, en la India y en Tíbet. Ahora bien; la rueda es siempre, ante todo, un símbolo del Mundo; en el lenguaje simbólico de la tradición hindú, se habla constantemente de la “rueda de las cosas” o de la “rueda de la vida”, lo que corresponde netamente a dicha significación; y las alusiones a la “rueda cósmica” no son menos frecuentes en la tradición extremo-oriental. Esto basta para establecer el estrecho parentesco de tales figuras con las flores simbólicas, cuyo abrirse es igualmente, además, una irradiación en torno del centro, ya que ellas son también figuras “centradas”; y sabido es que en la tradición hindú el Mundo se representa a veces en forma de un loto en cuyo centro se eleva el Meru, la “montaña polar”. Hay, por otra parte, correspondencias manifiestas, que refuerzan aún esa equivalencia, entre el número de pétalos de algunas de esas flores y el de los rayos de la rueda: así, el lirio tiene seis pétalos y el loto, en las representaciones de tipo más común, ocho, de modo que corresponden respectivamente a las ruedas de seis y de ocho rayos a que acabamos de referirnos[8]. En cuanto a la rosa, se la figura con número de pétalos variable; haremos notar solamente a este respecto que, de modo general, los números cinco y seis se refieren respectivamente al “microcosmo” y al “macrocosmo”; además, en el simbolismo alquímico, la rosa de cinco pétalos, situada en el centro de la cruz que representa el cuaternio de los elementos, es también, como lo hemos señalado en otro estudio, el símbolo de la “quintaesencia”, la cual, por lo demás, desempeña con respecto a la manifestación corporal un papel análogo al de Prákrti[9]. Por último, mencionaremos aún el parentesco de las flores de seis pétalos y de la rueda de seis rayos con algunos otros símbolos no menos difundidos, tales como el del “crisma”, sobre el cual nos proponernos volver en otra oportunidad[10]. Por esta vez, nos bastará haber mostrado las dos similitudes más importantes de los símbolos florales: con la copa en cuanto se refieren a Prákrti, y con la rueda en cuanto se refieren a la manifestación cósmica; por otra parte, la relación entre estas dos significaciones es en suma una relación de principio a consecuencia, ya que Prákrti es la raíz misma de toda manifestación.

Traducción de ARMANDO ASTI VERA.





[1] Véase Le Symbolisme de la Croix, cap. XXIV.
[2] Cf. Le Roi du Monde, cap. V. Se podrían referir, entre los diferentes casos en que la lanza se emplea como símbolo, curiosas similitudes hasta en puntos de detalle: así, entre los griegos, la lanza de Aquiles se suponía curar las heridas causadas por ella; la leyenda medieval atribuye la misma virtud a la lanza de la Pasión.
[3] Se podría también, en ciertos respectos, establecer aquí una vinculación con el conocido simbolismo del pelícano.
[4] [Sobre el simbolismo del jabalí y sobre su carácter “polar”, que lo pone precisamente en relación también con el “Eje del Mundo”, véase cap. XI:, “El Jabalí y la Osa”].
[5] Reg., enero de 1925. Señalemos también, como referida a un simbolismo conexo, la figuración de las cinco llagas de Cristo por cinco rosas, situada una en el centro de la cruz y las otras cuatro entre los brazos de ella, conjunto que constituye igualmente uno de los principales símbolos de los :Rosacruces.
[6] Debe quedar bien claro, para que esta interpretación no dé lugar a ninguna clase de objeciones, que existe una relación muy estrecha entre “Creación” y “Redención”, las cuales no son en suma sino dos aspectos de la operación del Verbo divino.
[7]Cf. Le Roi du Monde, cap. III. La similitud existente entre el nombre del rocío (ros) y el de la rosa (rosa) no puede, por otra parte, dejar de ser notada por quienes saben cuán frecuente es el empleo de cierto simbolismo fónico.
[8] Hemos registrado, como ejemplo muy neto de tal equivalencia en el Medioevo, la rueda de ocho rayos y una flor de ocho pétalos figuradas una frente a otra en una misma piedra esculpida, encastrada en la fachada de la antigua iglesia de Saint-Mexme de Chinon, que data muy probablemente de la época carolingia. La rueda, además, se encuentra muy a menudo figurada en las iglesias románicas, y la misma roseta gótica, cuyo nombre la asimila a los símbolos florales, parece derivada de aquélla, de suerte que se vincularía así, por una filiación ininterrumpida, con la antigua “ruedecilla” céltica.
[9] “La Théorie hindoue des cinq éléments” [É. T., agosto-septiembre de 1935].
[10] L. Charbonneau-Lassay ha señalado la asociación entre la rosa y el crisma (Reg., número de marzo de 1926) en una figura de ese tipo que ha reproducido según un ladrillo merovingio; la rosa central tiene seis pétalos, orientados según las ramas del crisma; además, éste se halla encerrado en un círculo, lo cual muestra del modo más neto posible su identidad con la rueda de seis rayos. [Sobre este punto de simbólica, véase también cap. VIII: “La idea del Centro en las tradiciones antiguas”, L: “Los símbolos de la analogía”, y LXVII: “El ‘cuatro de cifra’”].