DE LA NECESIDAD DE PARÍS
Cuando uno ha habitado la ciudad de París por
algún tiempo, se convence de que, desde luego, vale más que una misa. Se padece
fuera de París la enfermedad de París. No da uno un paso sin recordar a propósito
de cualquier cosa el ambiente y el encanto parisienses, y la nostalgia se
acentúa de manera que hay que volver lo más pronto posible. Es que hay una
especie de brujería en la villa divina e
infernal que posee y no suelta jamás. ¿Una misa? Todo el ritual romano
lo dais por retornar al imperio de París y de la parisiense.
El florido anciano de antaño que echaba a volar
sus canciones en París como gorriones, cantaba:
Ris et chante, chante et ris;
Prends tes gants et cours le monde;
Mais, la bourse vide ou ronde,
Reviens dans ton Paris;
Ah! reviens, ah! reviens, Jean de Paris.
Sí, Béranger tenía razón. Para el verdadero
parisiense de Paris, la bolsa más o menos provista es cosa secundaria. El
rastacuero no comprenderá eso. El parisiense de París sabe acomodarse. Sabe que
la gran ciudad, al que llega a conocerla bien y a amarla de veras, le enseñará el arte de
servirse, con igual relativa satisfacción tanto del franco como del luis.
Toujours, dit la chronique ancienne,
Jean sur son grand sabre a sauté,
Quand de leur ville avec la sienne
Des sots, comparaient la beauté.
Proclamant sur son âme,
En prose ainsi qu'en vers,
Les tours de Notre-Dame
Centre de l'Univers.
El parisiense de París, como Jean de Paris,
cuya crónica tradujese o modernizase Jean Moréas, que padecía gozosamente de
parisitis, no admite comparación alguna. Apenas os reconocerá paridades
retrocediendo en lo pasado, y si nombráis a Roma o Atenas, y esto con una clara
condescendencia, y porque no puede haber celos posibles al tratarse de ciudades
muertas. Mas los Londres, las Vienas, los Berlines y las Romas, no son
admitidos sino como lugares secundarios. El "quien no ha visto a Sevilla,
no ha visto maravilla" y el "ver Nápoles y morir", no hacen sino
sonreír vagamente al verdadero parisiense de París.
S'il franchit la grande muraille.
S'il cocufie un mandarin,
Du peuple magot s'il se raille,
A Paris s'il revient grand train,
L'espoir qui le domine
C'est, chez son vieux portier,
De parler de la Chine
Aux badauds du quartier.
Anatole France en Buenos Aires, como Charcot
en el polo, como Voltaire en el infierno, tened por seguro que no están
preocupados sino de su París. Si algo hacen es por esperar un recuerdo o una
sonrisa de la diosa tutelar. La urbe coronada de torres, con su barca que flota
y no se sumerge, es el ideal de sus pensamientos y de sus acciones. Volver a París
y contar lo que se ha hecho y lo que se ha visto, ese es el objetivo del
parisiense de París que se ausenta, personaje, por otra parte, no común, pues
el neto parisiense de París no sale de su ciudad sino para su “villégiature”.
En tiempo del segundo imperio, se decía que no salía de los bulevares, y que
nunca había pasado a la orilla izquierda del Sena. Y la canción os lo seguirá explicando mejor:
Je veux de l'or beaucoup et vite,
Dit-il, au Pérou débarquant.
A s'y fixer chacun l’invite:
Me prend-on pour un trafiquant
Loin de mes dix maîtresses,
Fi de ce vil métal!
Je préfère aux richesses
Paris et l’hôpital.
El parisiense no es colonizador ni emigrante.
No se transplanta, no se desarraiga. No le importa el resto del mundo. No es el
francés, sino el parisiense de París, el famoso monsieur condecorado, que ignora la geografía. Ahora empieza a saber
algo, y Buenos Aires está en su lección, por lo cual debéis regocijaros.
Je préfère aux richesses
Paris et l'hôpital.
Se dirá que eso esta dicho por Verlaine, si
no se supiese lo que amaba "les ors"
el pobre Lelián. El parisiense, no por ser tan apegado a su terruño y tan amigo
de los placeres que en el “couplet”
anterior se señala con indiferencia diez queridas, deja de ser gentil,
entusiasta y valiente.
A la guerre gaiment il vole,
Pour la croix ou pour Saladin,
Se bat, jure, pille et viole,
Puis a Paris écrit soudain:
Que ma gloire s'étende
Du Louvre aux boulevards,
Qu'un ramoneur y vende
Mon buste pour six liards.
En Perse, il prétend qu'une reine
Lui dit un soir: Je te fais roi,
—Soit! répond-il; mais pour ma peine,
Jusqu'au Pont-Neuf viens avec moi;
Pendant huit jours de fête,
Tout Paris me verra
Montrer, couronne en tête,
Mon nez a l'Opéra.
Jean de Paris, dans ta chronique,
C'est nous qu'on peint, nous francs badauds.
Quittons-nous cette ville unique,
Nous voyageons Paris à dos.
Quel amour incroyable,
Maintenant et jadis.
Pour ces murs dont le diable
A fait son Paradis!
Ris et chante, chante et ris;
Prends tes gants et cours le monde;
Mais, la bourse vide ou ronde,
Reviens dans ton Paris;
Ah! reviens, ah! reviens Jean de Paris.
Y esa canción del buen Béranger me ha venido a
la memoria hoy que tengo otra vez que dejar París, aunque yo no me considere
con títulos suficientes para aspirar a parisiense de París.
A la verdad, París se infiltra en la sangre,
penetra en el espíritu, se convierte en necesidad. Es su cielo, que no es puro
ni cristiano, como los cielos de Italia y España; son sus calles bulliciosas y
vibrantes, por las cuales va una onda de fluido parisiense perturbador y
acariciador. Son sus museos y sus jardines, sus teatros y sus restaurantes, y el
bullir cosmopolita y la confusión babélica de los idiomas, y los rostros
satisfechos de los extranjeros de paso y de los metecos residentes; y, sobre
todo, es el pájaro del dulce encanto y la flor que danza y que sonríe, la
figura de amor y de deseo en que habitan los siete pecados y los mil hechizos
que se llama la parisiense.
Se diría que uno desea ausentarse para tener
después el placer del retorno. Juan de París ríe y canta, canta y ríe, toma sus
guantes y va por el mundo; pero, con dinero y sin dinero, vuelve a su París.