UNA MÁRTIR
—De modo, señor yerno mío, que es cierto que ninguna consideración religiosa podría influir sobre su alma. Usted no esperará siquiera hasta mañana para hacer sus porquerías, ya me voy dando cuenta. No tendrá compasión alguna de esta pobre niña, criada hasta el día de hoy con la pureza de los ángeles, y que usted va a empañar con su aliento de reptil. En fin, que se cumpla tu voluntad, ¡Dios mío!, y que tu nombre sea bendecido por los siglos de los siglos!
—Amén, respondió Georges mientras encendía un cigarro. —Se lo digo por última vez, querida suegra: le guardo a usted un agradecimiento eterno. Confío infinitamente en sus plegarias y no olvidaré, créame, sus exortaciones. Buenas tardes.
El tren se ponía en marcha. Madame Durable, de pie en el andén, miró alejarse el rápido que se llevaba a los recién casados hacia las tierras del Mediodía.
Agitada aún por las emociones de esa jornada, pero con los ojos tan secos como una pieza esmaltada que sale del horno, golpeteaba nerviosamente en el suelo con la punta de su paraguas.
Haciendo con rabia el cálculo de inmolaciones y de sacrificios, esta alma abnegada se decía que era verdaderamente muy duro haber vivido exclusivamente, durante veinte años, para esta hija ingrata que la abandonaba así, desde la primera hora de su matrimonio, para seguir a un extraño manifiestamente desprovisto de pudor que iba seguramente a profanarla, sin esperar más, con sus toqueteos impúdicos.
—¡Ah, sí, sin duda! ¡Es una dicha tener hijos! Piense, señor, —casi inconscientemente se dirigía al subjefe de la estación, que se le había acercado para exhortarla cortésmente a desaparecer, — piense que una los trae al mundo entre dolores abominables que usted no puede imaginar, que los cría en el temor de Dios, que trata de hacerlos parecidos a los ángeles para que sean dignos de cantar indefinidamente al pie del Cordero. Una ruega por ellos sin descanso noche y día, durante un tercio de la vida. Una se inflige a sí misma, por el bien de estas almitas tiernas, penitencias que hacen temblar de sólo pensar en ellas. ¡Y mire qué recompensa! ¡Qué recompensa! Desechada, tirada al piso como un harapo, como una peladura de papa, tan pronto como aparece un granuja a quien una tuvo la estúpida idea de recibir, porque parecía un buen cristiano, y que abusó de inmediato de esa oportunidad para mancillar un corazón inocente, para sugerir visiones impuras, para hacer creer, si me atrevo a decirlo, a una joven criada en la más sana ignorancia, que las sucias caricias de un esposo carnal le darían una dicha más viva que las castas efusiones del cariño de una madre... ¡Y ya ve usted lo que ocurre, señor; usted podrá dar testimonio el día del Juicio Final! Aquí me dejan, abandonada, traicionada, sola en el mundo, sin consuelo y sin esperanza. Póngase Ud. en mi lugar.
—Señora, respondió el empleado, —puede Ud. creer que me apiado de su dolor. Pero es mi deber hacerle observar que las exigencias del servicio me impiden permitirle permanecer por más tiempo en este sitio. De modo que le ruego, con gran pesar, que tenga a bien retirarse.
La madre dolorosa, así despedida, desapareció, no sin antes haber puesto al cielo, por última vez, como testigo de la inmensidad de su pena.
***
Madame Virginie Durable, Mucus de soltera, pertenecía al tipo nunca bien admirado de la mártir.
Era, incluso, una mártir de Lyon y, en consecuencia, la harpía más atroz que se pueda imaginar.
La habían entregado, desde su infancia, a los verdugos más crueles, y no había conocido jamás el bálsamo del consuelo humano. Ella misma, por lo demás, ponía regularmente el universo al tanto de sus tormentos.
Treinta años antes, cuando el señor Durable, actuelmente vendedor de ostras jubilado, desposó a este holocausto, apenas sospechaba, el pobre hombre, la espantosa responsabilidad de torturador que asumía.
No tardó en saberlo e, incluso, a causa de esto, se puso completamente chocho.
Independientemente de lo que pudiera hacer o decir, no logró nunca, ni una sola vez, no ser criminal, no pisotear el corazón de su mujer, no clavarle espinas o puñales.
Virginia era una de esas adorables criaturas que «han sufrido tanto», que no pueden encontrar a un sólo hombre que sea digno de ellas, que nadie puede ni comprender ni consolar y a quienes faltan brazos para alzar al cielo.
Hacía gala, demás está decirlo, de una piedad sublime que hubiera sido ridículo pretender admirar lo bastante y que a ella misma la dejaba invariablemente perpleja.
En una palabra, fue una esposa irreprochable, ¡ah, Dios santo!, y que debía atraer infaliblemente las bendiciones más inusuales sobre el comercio de un malvado imbécil que no comprendía su felicidad.
Un día, algunos años después de la boda, cuando la mártir era joven aún y, según dicen, bastante apetitosa, el odioso personaje la sorprendió en compañía de un caballero no muy vestido.
Las circunstancias eran tales que hubiera hecho falta ser, no sólo ciego, sino aun sordo como la muerte, para guardar la más leve duda.
La austera devota que le ponía los cuernos con un entusiasmo evidentemente compartido, no tenía suficientes conocimientos literarios como para valerse de la frase de Ninon, pero lo que hizo fue casi igualmente bello.
Avanzó hacia él, el seno al aire, y con una voz muy dulce, una voz profundamente grave y dulce, le dijo a este hombre estupefacto:
— Amigo mío, estoy tratando con el señor Conde ciertos asuntos privados. Así que, por favor, vaya a atender a sus clientes.
Después de lo cual, cerró la puerta.
Así terminó todo. Dos horas más tarde, le daba a entender a su marido que en adelante no debería dirigirle la palabra como no fuera en caso de extrema urgencia, ya que estaba cansada de tener que descender hasta su alma mercantil, y se sentía, en verdad, muy digna de lástima por haber sacrificado sus esperanzas de muchacha virgen a un rústico sin ideales que cometía la falta de delicadeza de espiarla.
Como era hija de un oficial de Justicia, no dejó, en esta circunstancia, de recordarle la superioridad de sus orígenes.
A partir de ese día la cristiana de los primeros siglos no volvió a caminar sin una palma y la existencia se volvió un infierno, un lago de profunda amargura, para el pobre cornudo domado que se puso a beber y que se volvió lo bastante idiota como para ser, razonable y caritativamente, recluido en un asilo.
Por a una increíble suerte, la educación de Mademoiselle Durable había sido mejor de lo que hubiese podido hacer suponer la coyuntura.
Es cierto que su virtuosa madre, dedicada sin descanso al embrutecimiento del señor Durable y entregada a oscuras farsas, se había ocupado muy poco de ella, y pronto la había abandonado a la mercenaria vigilancia de las religiosas de la Escalera de Pilato quienes, por milagro, cumplieron concienzudamente con su misión.
La joven, con una dote suficiente y presentable desde todo punto de vista, aferró con presteza la primera ocasión de matrimonio que se le presentó en cuanto hubo comprendido la ridiculez y la malicia execrable de esa perra vieja que se transformó entonces en suegra por un decreto misterioso de la terrible Providencia.
Todos admiramos el coraje del joven marido.
La ceremonia acababa de terminar, cuando éste, de carácter muy independiente, declaró su firme voluntad de alejarse de inmediato con su mujer en un tren rápido. Todo el mundo pudo ver que esta resolución, tal vez concertada, no afligía en los más mínimo a la joven novia, la que no había parecido otorgar más que una vaga atención a los gemidos o a los reproches maternos. Madame Durable sofocada por la más generosa de las indignaciones había vuelto a su casa solitaria meditando las peores venganzas.
Pero no. La palabra venganza no era la adecuada. De lo que se trataba era de castigar.
Esa madre ultrajada tenía el derecho de castigar. Tenía incluso el deber de hacerlo, para que no perdiese validez el cuarto mandamiento de la ley divina.
En consecuencia, todos los medios eran buenos y la intención piadosa perfumaría las más venenosas intrigas.
Con el fin de poner en práctica tan loable propósito, la mártir, en adelante, se las arregló para lograr, por medio de cualquier treta y de cualquier artimaña, el deshonor de su yerno y el deshonor de su hija.
Al primero lo acusó de vicios monstruosos, de costumbres infames que fueron certificadas por abominables testigos. La joven esposa recibió cartas que podrían haber sido enviadas desde Sodoma. La Culata le envió sus pésames y el Nene Dedo-Grueso le hizo saber que «esto no quedaría así». Un torrente de basuras cubrió el lecho conyugal de los nuevos esposos.
Por su parte, el marido fue acosado por un número infinito de mensajes anónimos o firmados con seudónimos, de formas distintas, pero siempre untuosos y saturados de la más afable tristeza, que, con precaución, le abrían los ojos sobre el sucio pasado de su compañera, cuyo solo aliento había podrido cincuenta muchachas en los dormitorios del pensionado y que, con la dote, no había podido ofrecerle más que la baja y rudimentaria virginidad de su cuerpo.
Nada podía compararse a la maldad diabólica, a la habilidad infernal que movía todos los hilos de esta intriga de imposturas, que suministraba así, cada día, los venenos espantosos del infanticidio.
Aquello duró más de seis meses. Los desdichados que no habían querido responder, al principio, sino con un profundo desprecio, pronto fueron presa del horror ante una persecución tan tenaz.
Supieron que cartas que procedían de la misma desconocida fuente se dispersaban a su alrededor en los hoteles, entre los patrones y los domésticos y entre ciertos notables de las ciudades y pueblos que atravesaban huyendo.
Los atenazó una angustia pánica; desgarrados por irreparables sospechas que ellos, vanamente, sabían absurdas, terminaron precipitándose en una cloca de melancolía.
Ya no comieron ni durmieron y sus almas se perdieron en los pálidos abismos en donde se diluye la esperanza.
Un día, al fin, murieron juntos a la misma hora y en el mismo lugar sin que se haya podido saber precisamente de qué manera habían dejado de sufrir.
La madre, que los seguía como un tiburón, hizo constatar el suicidio para que de ninguna manera se les pudiese dar la sepultura de los cristianos.
Ella es, cada vez más, la Mártir y cada día se eleva con extrema facilidad hasta el tercer cielo, y cada noche, a última hora, le toca la campana — según reza la crónica de la calle de Constantinopla — a un robusto ayuda de cámara.
Traducción de Miguel Ángel Frontán.
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