jueves, 28 de agosto de 2025

Dylan Thomas y Elizabeth Azcona Cranwell: Veo a los muchachos del verano

I SEE THE BOYS OF SUMMER

I

 

I see the boys of summer in their ruin

Lay the gold tithings barren,

Setting no store by harvest, freeze the soils;

There in their heat the winter floods

Of frozen loves they fetch their girls,

And drown the cargoed apples in their tides.

 

These boys of light are curdlers in their folly,

Sour the boiling honey;

The jacks of frost they finger in the hives;

There in the sun the frigid threads

Of doubt and dark they feed their nerves;

The signal moon is zero in their voids.

 

I see the summer children in their mothers

Split up the brawned womb’s weathers,

Divide the night and day with fairy thumbs;

There in the deep with quartered shades

Of sun and moon they paint their dams

As sunlight paints the shelling of their heads.

 

I see that from these boys shall men of nothing

Stature by seedy shifting,

Or lame the air with leaping from its hearts;

There from their hearts the dogdayed pulse

Of love and light bursts in their throats.

O see the pulse of summer in the ice.

 

II

 

But seasons must be challenged or they totter

Into a chiming quarter

Where, punctual as death, we ring the stars;

There, in his night, the black-tongued bells

The sleepy man of winter pulls,

Nor blows back moon-and-midnight as she blows.

 

We are the dark deniers, let us summon

Death from a summer woman,

A muscling life from lovers in their cramp,

From the fair dead who flush the sea

The bright-eyed worm on Davy’s lamp,

And from the planted womb the man of straw.

 

We summer boys in this four-winded spinning,

Green of the seaweed’s iron,

Hold up the noisy sea and drop her birds,

Pick the world’s ball of wave and froth

To choke the deserts with her tides,

And comb the county gardens for a wreath.

 

In spring we cross our foreheads with the holly,

Heigh ho the blood and berry,

And nail the merry squires to the trees;

Here love’s damp muscle dries and dies,

Here break a kiss in no love’s quarry.

O see the poles of promise in the boys.

 

III

 

I see the boys of summer in their ruin.

Man in his maggot’s barren.

And boys are full and foreign in the pouch.

I am the man your father was.

We are the sons of flint and pitch.

O see the poles are kissing as they cross.

DYLAN THOMAS

 

VEO A LOS MUCHACHOS DEL VERANO

I

Veo a los muchachos del verano en su ruina

convertir en eriales los dorados rastrojos,

desdeñar las cosechas y congelar los suelos;

y allí, en su ardor, el invernal diluvio

de amores escarchados, persiguen a las niñas,

y echan en sus mareas los sacos de manzanas.

 

Los muchachos de luz en su locura, coagulan lo que tocan,

agrian la miel hirviente;

hurguetean los muñecos de escarcha en las colmenas;

allí en el sol, frígidas hebras

de oscuridad y duda, ellos nutren sus nervios

y el signo de la luna, nada es en sus vacíos.

 

Veo a los muchachos del verano en el vientre materno

rasgar hacia la luz la atmósfera del útero,

dividir noche y día con pulgares de duende;

allí, desde lo hondo, con sombras seccionadas

de sol y luna ellos pintan sus dársenas

mientras les pinta el sol los cascos de la frente.

 

Sé que de estos muchachos han de surgir hombres de nada

hechos por la transformación de las semillas,

o han de lisiar el aire saltando de sus llamas,

desde sus corazones, cuando el pulso candente

del amor y la luz estalle en sus gargantas.

Oh, ved el pulso del verano en el hielo.

 

 

II

Pero las estaciones deben ser desafiadas o se tambalearán

en algún cuarto de hora repicante

donde, como una puntual muerte hacemos tintinear las estrellas;

esa noche en que el invierno soñoliento

les tira de la negra lengua a las campanas

y no se atreven a chistar siquiera

los vientos de la luna y de la medianoche.

 

Somos los oscuros negadores, exorcicemos a la muerte

en la mujer colmada de verano,

arrojemos la vida musculosa de los amantes que se crispan,

y de los muertos limpios que hace fluir el mar

echemos al gusano de ojos brillantes en la linterna de Davy,

y del vientre preñado quitemos el muñeco de paja.

 

Nosotros, muchachos del verano en esta red de cuatro vientos,

verdes por el hierro de las algas,

levantemos al bullicioso mar y arrojemos sus pájaros,

alcemos la bola del mundo llena de olas y espuma

para ahogar los desiertos con sus mareas

y trenzar los jardines del condado.

 

En primavera ornamentamos nuestra frente.

Vivan las bayas y la sangre,

y crucificamos a los alegres señores en los árboles;

Aquí el húmedo músculo del amor se aja y muere,

aquí estalla un beso en una cantera sin amor,

Oh ved en los muchachos los polos de la promesa.

 

III

Yo os veo, muchachos del verano, en vuestra ruina.

El hombre en el desierto de su larva.

Y los muchachos son plenos y ajenos en la bolsa.

Soy el hombre que vuestro padre fue.

Somos hijos del pedernal y de la brea.

Oh, ved cómo se besan los polos que se cruzan.

Traducción Elizabeth Azcona Cranwell






lunes, 25 de agosto de 2025

Esprit-Adolphe Segrétain: La matanza de San Bartolomé

LA MATANZA DE SAN BARTOLOMÉ

De todas las fechas históricas que dejaron profundas cicatrices en la memoria de la humanidad, el 24 de agosto de 1572 es la que más han explotado las pasiones de los partidos políticos y religiosos. Comprendieron que el legítimo horror que se apodera del alma cristiana ante el recuerdo de esos atroces derramamientos de sangre humana les dejaba vía libre a sus declamaciones, y lo aprovecharon para aislar el hecho en sí de las causas y excitaciones que lo produjeron, a fin de representarlo como la explosión gratuita de un fanatismo insensato. No discutiremos el número de asesinatos de aquella noche sangrienta. Es evidente que ha sido exagerado más allá de toda verosimilitud por los narradores enemigos del catolicismo. Por lo que a nosotros respecta, siempre hay demasiadas víctimas, y no creemos que las tablas aritméticas sean apropiadas en asuntos de este tipo. No se trata de rehabilitar la San Bartolomé, como se dice. No se puede justificar una matanza. Pero se debe permitir que consideremos sospechosa la compasión de los historiadores que, mientras derraman todas sus lágrimas por los protestantes asesinados por los católicos, no tienen ninguna para las cien veces más numerosas víctimas de la furia de los hugonotes; y aunque ésta sea una de esas temibles crisis a las que conducen los errores de los pueblos que son expiados en la inmolación, no debe por eso el escritor impedir que sólo hable la verdad.

En este punto se presenta la opinión que ha intentado establecer, en trabajos recientes, que la corte permaneció ajena a las ejecuciones de San Bartolomé, y sobre todo a cualquier idea de premeditación y plan que se extendiera a toda Francia. Se ha demostrado que muchas de las respuestas teatrales atribuidas a los gobernadores de ciertas ciudades, que, según se dice, se negaron indignados a obedecer las órdenes de matar que supuestamente habían recibido, son puras invenciones retóricas}, cuya fuente sería inútil buscar en un documento positivo. En Reims, en 1579, cinco años después de los sucesos de París, se publicó un panfleto rabioso titulado Le tocsain contre les massacreurs [El toque a rebato contra los asesinos]. Contiene las siguientes líneas, que muestran claramente que no se acusaba a Carlos IX de haber enviado una especie de circular de matanza a todos sus lugartenientes provinciales, aunque la venganza llevada a cabo en la capital contra los enemigos de la religión nacional haya inspirado, por aquí y por allá, terribles imitaciones en otras partes de Francia: “Esto también aumenta el crimen, porque él (el rey) eligió su capital para hacer correr allí la sangre inocente de esta manera, de la que ya estaba demasiado sedienta, para que a su ejemplo las otras ciudades hicieran lo mismo”.  Está claro que si la ejecución en masa de todos los hugonotes del reino hubiera sido ordenada para el 24 de agosto por la corte, y hubiera provocado la heroica resistencia mencionada en demasiadas obras modernas, semejante orden, en tales circunstancias, no podría haber permanecido secreta. El secreto, después del éxito, ni siquiera habría sido necesario. En todo caso, si el público hubiera acusado al rey de ese refinamiento de la crueldad, el autor del Tocsain no habría dejado de señalarlo e incluso de exagerar los colores para las necesidades de su tesis, que consistía en incitar la coalición de los soberanos protestantes contra Francia. Estas razones y muchas otras, por no hablar de la ausencia de pruebas que apoyen la opinión contraria, nos parecen relegarla a la categoría de fábula. Por otra parte, es seguro que el día de San Bartolomé en París estaba suficientemente en consonancia con las opiniones de la corte, ya que decapitó la Reforma matando a sus líderes más influyentes, y que la corte no tenía ningún interés en ordenar una matanza general que fuera proporcional a los peligros de una empresa semejante. En cuanto a la preparación del complot que ensangrentó París, no parece haber duda de que Catalina y Carlos IX desempeñaron en él un papel activo y principal, y que si, como sostiene el texto protestante antes citado, la ciudad estaba ya demasiado sedienta de sangre hugonote, fue el Louvre quien le dio permiso al odio público y favoreció su estallido.

El primer testigo de esta verdad fue Carlos IX. Él no renegó en absoluto del día de San Bartolomé. Al contrario, lo presentó como un justo castigo por las conspiraciones urdidas contra su vida y su corona. Cuando la embajadora francesa en la corte inglesa compareció ante Isabel, las noticias de la tragedia del 24 de agosto habían llegado a Windsor. Ese verdugo con faldas, deseosa aquel día de mostrarse tan hipócrita con los sentimientos de humanidad como con todas las virtudes de su sexo, dirigió indignadas palabras al enviado de Carlos. Éste, sin recriminar siquiera las crueldades de la vestal de Occidente, se contentó con responder que el rey, su señor, se había visto obligado a cometer el día de San Bartolomé para asegurar su persona y su Estado. Ciertamente, cuando se cede a las ideas dominantes de nuestro siglo; cuando no se sacude el yugo del prejuicio histórico, que hace pasar a los protestantes por una secta puramente religiosa y que sólo aspira a la tolerancia de su culto; cuando se ignora el carácter enteramente político y social de la lucha entre la tradición y los innovadores, así como el ardor de las pasiones que animaron el ataque y la defensa; cuando se quiere juzgar, en una palabra, desde el punto de vista de una sociedad escéptica, los arrebatos de una época que parece haber sido la efervescencia de la juventud de la humanidad, nos parece que la admisión de Carlos IX sobrepasa los límites del descaro. Ni siquiera se jacta de los excesos de su política, sino que los relata, alegando que tenían la excusa de la necesidad y la justificación de la legítima defensa. Es justo que la moral de la historia proteste contra estos golpes de fuerza de los que está repleta, y que, retrotrayendo momentáneamente a las sociedades cristianas a la plena barbarie, zanjan mediante el exterminio debates demasiado largos de resolver. Pero también hay que liberarse de las banalidades que los prejuicios y la mala fe repiten tan a menudo sobre las crueldades cometidas en nombre de un Dios de paz y de perdón. No se trata de un Dios de paz, sino de las atrocidades cometidas por un partido en armas. No se trata de la libre conciencia ni del libre examen, sino de un pueblo exasperado por la violación de todas las leyes divinas y humanas que se le había enseñado a amar y respetar. El progreso de los innovadores en Francia, y allí donde penetraban, se resume en las palabras de Carlos IX a Coligny: “No hace mucho os contentabais con ser sufridos por los católicos; ahora pedís ser iguales; pronto querréis estar solos y nos expulsaréis del reino”. ¿Hubo realmente una conspiración dirigida por Coligny y sus seguidores contra la corte, y el rey se limitó a impedir sus efectos oponiendo traición a la traición y adelantándose a la violencia de sus adversarios? Esto es lo que es imposible establecer con certeza, pero no es ésa la dificultad. La conspiración del protestantismo es permanente, en todas las páginas de nuestra historia, desde el día en que el primer hugonote pisó el suelo de nuestro país. No podía ser de otro modo, y no debemos cansarnos de repetirlo. La idea de dos cultos que se toleran mutuamente es una idea totalmente moderna, que los hombres del siglo XVI ni siquiera podían imaginar. Para ellos, el cristianismo no era un culto, sino la religión, la verdad, la palabra de Dios; no aceptaban dos religiones, dos verdades o dos palabras de Dios. Siendo el cristianismo tradicional o católico el alma del orden social, los innovadores cristianos, que lo acusaban de superstición e idolatría, atacaban con ello a todo el orden social. Perseguían como impura e insensata la creencia adoptada por la Iglesia durante dieciséis siglos, y la misión que se impusieron fue derrocarla. Los hombres en masa no son feroces sin motivo, y es una explicación fácil atribuir a la influencia de las tinieblas de la Edad Media las legislaciones tiránicas adoptadas entonces por todos los príncipes que deseaban implantar la herejía en sus Estados. El artículo 10 de uno de los edictos de Isabel contra los católicos ordenaba que “cualquiera que intoduzca en Inglaterra, reciba o retenga cualquier Agnus Dei, rosarios, granos bendecidos, medallas, crucifijos o cualquier otra cosa bendecida por el Papa sufrirá la pena de perder todas sus posesiones y será encarcelado de por vida”. Este es el protestantismo del siglo XVI y las condiciones en las que existía. Como no sólo no tenía raíces en el corazón del pueblo, sino que violaba todos sus hábitos de piedad y su sentido del respeto a los antepasados, tuvo que borrar el pasado, perseguir la tradición en sus manifestaciones más inocentes y, mediante una inaudita inversión del derecho público y de la conciencia humana, inventar el crimen del Agnus Dei. Sin duda, la adúltera hija bastarda de Enrique VIII y Ana de Bolena aportó la dureza de su temperamento y las costumbres paternas a la codificación de sus rigores. Pero sería un error atribuir la prodigalidad de las penas en sus códigos contra la Iglesia al capricho de su despotismo. Todos los monarcas reformados actuaron según los mismos principios, y en ninguna parte se sintió segura la herejía, mientras un rosario bendecido en Roma pudiera despertar, en los corazones de los hombres convertidos por la fuerza, el recuerdo de las oraciones que habían rezado sobre las tumbas de sus padres y las cunas de sus hijos.

Hay relatos curiosos y horripilantes de las torturas infligidas por los protestantes a los católicos allí donde una hora de victoria les permitía siquiera una dictadura pasajera. Por muy reacios que seamos a remover esos osarios de nuestros antepasados inmolados por las salvajes pasiones de la herejía, se los ha mantenido demasiado sistemáticamente en la sombra para que no forme parte de nuestro plan exponerlos a la luz del día. Esos dolorosos relatos de los martirios del siglo XVI, recogidos en una obra impresa bajo el título de Theatrum crudelitatum nostri temporis, son como un anticipo de los actos caníbales que presidieron el nacimiento de la “libertad” moderna. La misma furia bestial contra los sacerdotes y las mujeres, la misma imaginación monstruosamente sucia y feroz en la invención de torturas, el mismo odio satánico contra todo lo que es débil, noble y sagrado. Sólo que debe reprochárseles a los evangelistas que Lutero y Calvino desataron como una jauría de tigres sobre Europa que es más espantoso ver propagarse el cristianismo puro por tales medios y tales ministros que ver a Marat y sus seguidores precipitándose a la ruina de una sociedad laica. La Reforma no borrará esta nota de su frente, y servirá eternamente de prueba para juzgar  la verdad de sus doctrinas. Esta prueba también acabará, esperamos, por confundir las mentiras históricas que han oscurecido esos hechos, hasta el punto de convertir a los asaltantes armados, violentos y desenfrenados de la sociedad de su tiempo en inofensivos cantores de salmos, que sólo buscaban un lugar oscuro para exhalar ante Dios, a su manera, los suspiros de sus inocentes corazones,

He aquí la traducción de algunos extractos del Theatrum. Insertaremos los textos traducidos y algunos otros en los documentos anexos, remitiéndonos para el resto al propio libro, impreso por Adrien Hubert, Amberes, en 1587, es decir, mientras la guerra religiosa seguía haciendo estragos en Francia y otros países.

“En la ciudad de Angulema, los herejes, después de jurar mantener la paz, estrangularon al hermano Michel Grellet, franciscano, guardián del monasterio de la misma orden, con una cuerda colgada de un árbol, en presencia de Gaspard de Coligny y toda su cohorte gritando: ¡Viva el Evangelio! Después mataron inhumanamente al hermano Jean Viroleau, lector del mismo monasterio, tras cortarle los genitales. Al hermano Jean Avril, un anciano de unos ochenta años, le cortaron la cabeza con un hacha y arrojaron su cuerpo a las letrinas. Tras ocho meses en un calabozo, el hermano Pierre Bonneau, doctor en teología, fue ahorcado de un árbol cerca de las murallas de la ciudad”.

“Los herejes encerraron a treinta católicos en casa de un habitante de esta misma ciudad de Angulema, llamado Papin, y a algunos de ellos los ataron de a dos. Luego, habiéndolos privado de todo alimento, los dejaron languidecer, para que la furia del hambre los impulsara a desgarrarse y devorarse unos a otros, y así murieron en medio de terribles sufrimientos. Por último, ataron a algunos de esos desgraciados a tocones; luego, encendiendo un pequeño fuego bajo ellos, los dejaron presa de un tormento indecible consumirse lentamente por la acción de las llamas”.

“Los auxiliares hugonotes, que ocupaban militarmente la ciudad de Montbrun, visitaban a menudo a una señora honesta y virtuosa llamada Marendat, que vivía cerca. Como  era de carácter gentil y afable, los recibía con toda la urbanidad posible y los trataba con generosidad, con la esperanza de ablandarlos con sus buenos oficios y para que no hicieran daño ni a sus vasallos ni a ella misma. Pero estos bárbaros, habiendo rechazado todo sentido de moderación y humanidad, un día, después de sentarse a su mesa, la agarraron y la arrojaron sobre su cama. Allí, quemaron las plantas de los pies de su excelente anfitriona con cuchillas de hierro al rojo vivo; luego, cortando la piel de sus piernas con el afilado filo de esas cuchillas, se la arrancaron en tiras. Finalmente, dejándola presa de esas abominables torturas, se marcharon tras haber saqueado completamente la casa”.

“Maese Jean Arnould, teniente general del Tribunal Presidencial de Angulema, fue uno de los mencionados anteriormente a quien los herejes hicieron prisionero en cuanto invadieron la ciudad. Ese recto juez fue mutilado por ellos de cien maneras, y finalmente estrangulado miserablemente en su casa.  También apresaron a la viuda del teniente criminal de la misma ciudad, una venerable mujer de unos sesenta años, y tuvieron la crueldad de arrastrarla por los cabellos por las plazas de la ciudad”.

“En la parroquia de Chasseneuil, cerca de Angulema, apresaron a Louis Fayard, un sacerdote de carácter ejemplar, según los habitantes del lugar, y tantas veces y durante tanto tiempo le metieron las manos en un caldero lleno de aceite hirviendo que la carne se le separó de los huesos. Esta atrocidad no les satisfizo. Le echaron aceite hirviendo en la boca y, como el mártir no moría lo bastante rápido para su gusto, lo remataron con un palo. También se llevaron a otro sacerdote, llamado Colin Guillebaut, vicario de Saint-Auzanne. Le cortaron los órganos reproductores y lo encerraron en un cofre agujereado, sobre el que vertieron aceite hirviendo en abundancia, para que entregara el alma en medio de esos espantosos tormentos.  En la parroquia comúnmente conocida como Rivière, se apoderaron de un pobre hombre, le arrancaron la lengua a través de una incisión en la mandíbula inferior y luego lo masacraron. Estrangularon al maestro Bachellon de Louville, después de haberle excoriado los pies con un hierro al rojo vivo”.

“Maese Simon Sicot, vicario de Saint-Hilaire de Moutiers, de sesenta años, lleno de todas las virtudes, entregado por un hombre que creía devoto, fue llevado prisionero a Angulema. Se vio obligado a pagar un cuantioso rescate para recuperar su vida. Consiguió pagar el rescate con cierta dificultad, y cuando regresaba a casa, creyéndose libre, un emisario de esos perversos le salió al encuentro al llegar a la Puerta de San Pedro y, abalanzándose sobre él como un verdugo, le arrancó los ojos y la lengua”.

“Maese Guillaume de Bricailles y otro sacerdote, capturados por estos feroces hombres, fueron suspendidos por un pie de la bóveda de un ático, y para prolongar su tortura, les dieron un poco de comida. Tras la muerte de uno de ellos, al otro le cortaron la cabeza”.

“Se apoderaron de otro sacerdote de la parroquia de Beaulieu, Maese Pierre, y lo enterraron vivo hasta la cabeza”.

“Maese Arnold Durandeau, vicario de Fleix, de unos ochenta años, fue estrangulado por ellos y arrojado al agua. Un franciscano de la misma edad, después de haber sido maltratado e insultado, fue arrojado vivo desde lo alto de las murallas de la ciudad”.

“Maese Octavien Ronier, vicario de Saint-Cybard d'Angoulême, cayó en manos de estos feroces perseguidores. Lo sometieron a diversos tipos de tortura y ultraje, le clavaron  herraduras bajo los pies y luego, atándolo a otro, lo acribillaron a tiros de fusil”.

“Maese François Raboteau, vicario de la parroquia de Foucquebrune, fue apresado y atado a un yugo de bueyes que tiraban de un carro. Fue atravesado tan severamente por aguijones y lacerado con látigos que murió durante la tortura. Por orden del capitán Piles, Philippe Dumont, cirujano, y Nicolas Guirée, comerciante de telas, fueron atados a un árbol, y mientras con admirable constancia confesaban a Jesucristo, según la santa doctrina que habían recibido de la Iglesia católica, fueron atravesados con flechas. De modo que, en la diócesis de Angulema, en menos de dos años, más de ciento veinte personas de ambos sexos, sacerdotes, nobles, mujeres ilustres, de toda calidad y condición, sufrieron el martirio por la fe”.

“En la ciudad de Houdan, en la diócesis de Chartres, los herejes arrastraron por la fuerza a un sacerdote a la iglesia y le obligaron a celebrar el santo sacrificio en medio de sus burlas. Al mismo tiempo, golpearon el rostro del celebrante con sus puños enguantados y lo acuchillaron en otras partes del cuerpo. El mártir continuó ofreciendo la santa víctima, a pesar de que su rostro y su cuerpo estaban cubiertos de sangre. Cuando llegó al momento de la comunión, le arrancaron de las manos el preciosísimo cuerpo de Nuestro Señor, lo arrojaron al suelo y lo pisotearon. Lo mismo hicieron con el cáliz que contenía la sangre sagrada. Finalmente, pusieron al sacerdote en una cruz y lo mataron con una escopeta”.

“En la ciudad de Fleurus, cerca de Sainte-Menehould, las cohortes del señor de Béthune despedazaron a un sacerdote con látigos, entre improperios e insultos de todo tipo; luego, un cirujano le dio muerte cortándole los genitales. Este verdugo se jactaba de haber matado antes que él a dieciséis sacerdotes de la misma manera”.

“En Cléry, devastaron la iglesia y la despojaron de todas sus preciosas reliquias de los santos y objetos dedicados al culto. Destrozaron la tumba de Luis XI, rey de Francia, y quemaron sus huesos, como si quisieran destruir hasta su recuerdo. Además, en otros lugares, ni siquiera perdonaron las tumbas de los predecesores del rey de Navarra, su general, ni la tumba de Juan, conde de Angulema, cuya vida había sido tan santa y tan libre de todo reproche”.

“En un pueblo llamado Pat, situado a unas seis o siete millas de Orleáns, veinticinco católicos, perseguidos por estos hombres furiosos, no encontrando otro refugio que la iglesia, huyeron al campanario, con algunos niños que se les habían unido. Sus enemigos prendieron fuego a la iglesia, y cuando los desafortunados, presionados por la proximidad de las llamas y sofocados por el humo, se arrojaron al suelo, sus perseguidores, agarrándolos con la crueldad de bestias feroces, los arrojaron de nuevo al infierno, que los consumió a todos”.

“Secuestraron a varios sacerdotes y los ataron a la cola de sus caballos”.

“En Saint-Macaire, en Gascuña, les abrieron el vientre a varios sacerdotes y les arrancaron los intestinos, después de haberlos enrollado poco a poco en palos”.

“En el mismo lugar, enterraron vivos a un gran número de sacerdotes y descuartizaron a los hijos de los católicos.”

“Mientras Francisco era gobernador de Bazas, en Gascuña, para el rey de Navarra, dos soldados violaron a una viuda, luego, sujetándola por la espalda, le llenaron el vientre de pólvora. Le prendieron fuego, el vientre estalló y las vísceras fueron arrojadas lejos. Fue con esa espantosa tortura que ella le devolvió su alma inocente a Dios”.

“El descaro y la barbarie de un hugonote fueron tan grandes que hizo un collar de orejas cortadas de sacerdotes; y como si esto fuera una prueba de su valor, se jactó de ello a los ojos de los principales jefes del ejército.”

“Cortaron las orejas y sacaron los ojos a varios sacerdotes en el ejercicio del sagrado ministerio del altar”.

“Le abrieron el vientre a un sacerdote vivo y se lo llenaron de avena para hacer un henil para sus caballos. Los herejes de la ciudad de Nîmes, en Languedoc, mataron con puñales a un gran número de católicos. A los que no pudieron matar de esta manera, los ahogaron en un pozo profundo y ancho que llenaron dos veces con cadáveres”.

“Jacques Souris, corsario famoso por su ferocidad, se jactaba de haber recibido de Juana de Albret, reina de Navarra, el título y la autoridad de almirante de Navarra. Navegando cerca de Madeira y las Canarias, avistó un navío portugués que navegaba hacia América. Salió en su persecución, lo alcanzó, lo apresó y se llevó a bordo a cuarenta religiosos de la Compañía de Jesús, que querían llegar a Brasil para predicar el Evangelio a los pueblos paganos de allí. Furioso y sediento de sangre inocente, ordenó la masacre de esa santa cohorte y los mató él mismo. Hizo arrojar a los padres al mar, aún palpitantes y desgarrados por los puñales, después de cortarles los brazos a unos y arrancarles los corazones del pecho a otros. El jefe de esa afortunada banda, el padre Ignacio Azevedo, después de soportar con paciencia los ultrajes y heridas que le infligieron esos tigres, fue arrojado a las olas, teniendo aún en sus brazos una imagen pintada de la Santísima Virgen María, a la que se abrazó con tal fuerza que nadie pudo arrancársela”.

“En 1567, unos herejes invadieron una cartuja de Bourg-Fontaine, en la diócesis de Soissons, y se lanzaron al asalto. Asesinaron al venerable padre Don Jean Motot, uno de los procuradores, que fue mortalmente herido por un disparo de arcabuz y entregó su alma a Dios. Hirieron de la misma muerte al venerable padre don Jean Meguen, y al venerable padre Dom Jean Avril, cuando pasaba delante del altar mayor. Luego esos perros rabiosos mataron al Hermano Benoist Lévesque, mientras rezaba las oraciones de penitencia, y al Hermano Théobald, laico, mientras cruzaba el vestíbulo”.

Pero cerremos esta especie de relato nominativo de la fosa común de inocentes que cayeron bajo los golpes de la furia herética. Podríamos alargar indefinidamente esta tenebrosa lista, y sólo podríamos contar la mínima parte de los crímenes cometidos en nombre del nuevo Evangelio. Si el lector encuentra estos extractos demasiado largos, llenos de la horrible monotonía de escenas de asesinato que sólo varían en el grado de atrocidad, debe tomar en cuenta que hemos tenido que hacer frente a su excesiva brevedad incluso más que su excesiva prolijidad. Nos hemos limitado a mostrar que no se trataba de hechos aislados, sino de un sistema y un conjunto de horrores que se habían aplicado y reproducido en toda Francia. El texto del Theatrum demuestra que lo mismo ocurría en toda Europa. El salvajismo de las torturas, la sanguinaria lujuria de las mutilaciones, la espantosa ironía de los ultrajes con que esos carniceros borrachos aderezaban sus horrendas operaciones de matadero, no deben sorprender, como decíamos al principio, a aquellas generaciones para las que los estallidos populares de la Revolución Francesa son una tradición viva. Los parisinos que llevaban el corazón de la princesa de Lamballe en la punta de una pica, cantando: “No, no hay fiesta cuando no hay corazón”, eran de la misma raza de monstruos que aquellos soldados que llenaban de pólvora el cuerpo de la víctima de su brutalidad, para hacer estallar sus miembros en una especie de juego sin nombre. La bestia humana es siempre la misma, cuando doctrinas perversas la lanzan contra la autoridad. Esta es una verdad que los turiferarios de la revolución han tenido interés en suprimir, pero que hoy es más urgente que nunca poner ante los ojos de los hombres. Cada peldaño de la escalera de nuestro supuesto progreso está ensangrentado por ese tipo de saturnalias hechas con el martirio de los débiles. Por mucho que los sectarios digan que éste no es el camino de la gloria, ni la condición de la grandeza, ni el carácter de la bondad, ni el esplendor de la verdad, lo han hecho todo para persuadir a las mentes extraviadas por tres siglos de enseñanzas sin sentido y de trastornos irreparables. Es justo que de vez en cuando se levante una voz sincera para protestar, con la historia en la mano, contra las mentiras interesadas de la sofistería, y para decir que si los protestantes pueden mostrar gente condenada según todas las leyes divinas y humanas reconocidas en su tiempo, y aquí y allá algunas víctimas de represalias deplorables, es sobre todo de su lado en donde debemos buscar a los perseguidores.

Para cualquier mente imparcial, en medio de esa violencia permanente, después de medio siglo de guerras y masacres, la matanza de San Bartolomé ya no es el inaudito horror que se pretende endilgarle al catolicismo como prueba irrefutable de su bárbara intolerancia. Es el homólogo del 24 de agosto de 1569 en Navarreins [toma de Orthez], y el día de las represalias por tantos otros días celebrados del mismo modo por los hugonotes. No deja por eso de ser el cumplimiento de los designios de una política perversa, pero de una política que encontró su apoyo en la exasperación de todo un pueblo, al que no tuvo más remedio que soltarle su presa, tan ansioso como estaba por vengar su religión, tanto tiempo insultada, y sus hermanos masacrados.

ESPRIT-ADOLPHE SEGRÉTAIN

Sixte-Quint et Henri IV. Introduction du protestantisme en France, 1861

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

LA SAINT-BARTHÉLEMY

De toutes les dates historiques qui ont laissé des traces profondes dans la mémoire des hommes, le 24 août 1572 est celle que la passion des partis politiques et religieux a le plus exploitée. Ils ont compris que l’horreur légitime, qui saisit l’âme chrétienne au souvenir de ces atroces prodigalités de sang humain, ouvrait un libre champ à leurs déclamations, et ils en ont profité pour isoler le fait lui-même des causes et des excitations qui l’ont produit, de manière à le représenter comme l’explosion gratuite d’un fanatisme insensé. Nous ne discuterons pas le chiffre des meurtres de cette nuit sanglante. Il est évident qu’il a été exagéré au delà de toute vraisemblance par les narrateurs ennemis du catholicisme. Pour nous, les victimes sont toujours en trop grand nombre, et nous ne trouvons pas que, dans des questions semblables, les tableaux arithmétiques soient de saison. Il ne s’agit pas de réhabiliter, comme on dit, la Saint-Barthélemy. Un massacre ne se justifie pas. Mais il doit être permis de tenir pour suspect l’attendrissement des historiens, qui, versant toutes leurs larmes sur les protestants mis à mort par les catholiques, n’en ont plus à donner aux victimes cent fois plus nombreuses de la rage des huguenots, et quoiqu’il s’agisse d’une de ces redoutables crises où les erreurs des peuples aboutissent et s’expient dans l’immolation, l’écrivain n’en a pas moins le devoir de ne laisser la parole qu’à la vérité.

Ici se présente l’opinion qui a tâché d’établir, dans des travaux récents, que la cour était demeurée étrangère aux exécutions de la Saint-Barthélemy, et surtout à toute idée de préméditation et de plan s’étendant à la France entière. Il est prouvé que beaucoup de réponses théâtrales prêtées aux gouverneurs de certaines villes, qui refusèrent, dit-on, avec indignation d’obéir aux ordres de meurtre qu’ils étaient censés recevoir, sont de pures imaginations de rhétorique, dont il serait oiseux de chercher la source dans un document positif. On publia à Reims, en 1579, cinq ans après les événements de Paris, un pamphlet enragé intitulé  Le tocsain contre les massacreurs. On y lit les lignes suivantes, qui montrent bien qu’on n’accusa pas Charles IX d’avoir adressé à tous ses lieutenants de province une sorte de circulaire de massacre, quoique les vengeances assouvies dans la capitale contre les ennemis de la religion nationale eussent inspiré çà et là, sur d’autres points de la France, de terribles imitations : « Cela aussi augmente le crime,  qu’il (le roi) a choisi sa ville capitale pour y faire  descouler ainsy le sang innocent, duquel elle n'estoit desja que trop altérée, afin qu’à son exemple les  autres villes fissent le pareil. » Il est clair que si l’exécution en masse de tous les huguenots du royaume eût été ordonnée, pour le 24 août, par la cour, et eût provoqué les résistances héroïques dont il est fait mention dans trop d’ouvrages modernes, un pareil ordre, dans de semblables circonstances, n’eût pu rester secret. Le secret, après le succès, n’eût même pas été nécessaire. Dans tous les cas, si le bruit public eût inculpé le roi de ce raffinement de cruauté, l’auteur du Tocsain n’eût pas manqué de le relever et même d’en forcer les couleurs pour les besoins de sa thèse, qui est d’armer contre la France la coalition des souverains protestants. Ces motifs et bien d’autres, sans parler de l’absence de toutes preuves pour étayer l’opinion contraire, nous semblent donc la reléguer parmi les fables. Il est certain d’ailleurs que la Saint- Barthélemy parisienne répondait suffisamment aux vues de la cour, puisqu’elle décapitait la Réforme par le meurtre de ses chefs les plus influents, et qu’elle n’avait à ordonner un massacre général aucun intérêt proportionné aux périls d’une telle entreprise. Quant à la préparation du complot qui ensanglanta Paris, il paraît indubitable que Catherine et Charles IX y prirent une part active et dirigeante, et que si, comme le démontre le texte protestant cité tout à l’heure, la ville n’était desja que trop altérée de sang huguenot, ce fut le Louvre qui donna le mot d’ordre à la haine publique et qui favorisa son assouvissement.

Le premier témoin de cette vérité, c’est Charles IX. Il ne désavoua nullement la Saint-Barthélemy. Bien plus, il la présenta comme un juste châtiment des conjurations tramées contre sa vie et sa couronne. Quand l’ambassadeur de France près la cour d’Angleterre se présenta devant Élisabeth, la nouvelle de la tragédie du 24 août parvenait à Windsor. Ce bourreau femelle, voulant ce jour-là se montrer hypocrite d’humanité comme elle l’était de toutes les vertus de son sexe, adressa des paroles indignées à l’envoyé de Charles. Celui-ci, sans même récriminer contre les cruautés de la vestale d’Occident, se contenta de lui répondre que  le roi son maître avait été forcé  à la Saint-Barthélemy pour l’assurance de sa personne et de son Etat. » Certes, quand on se laisse aller aux idées dominantes de notre siècle; lorsqu’on ne secoue pas le joug du préjugé historique, qui fait des protestants une secte purement religieuse et n’ambitionnant que la tolérance de son culte; lorsqu’on méconnaît le caractère tout politique et social de la lutte engagée entre la tradition et les novateurs, ainsi que l’ardeur des passions qui animaient l’attaque et la défense; lorsqu’on veut juger, en un mot, au point de vue d’une société sceptique, les emportements d’une époque qui semble le bouillonnement de la jeunesse de l’humanité, on trouve que l’aveu de Charles IX dépasse les limites de l’impudence. Il ne se glorifie même pas des excès de sa politique, il les raconte en prétendant qu’ils avaient l’excuse de la nécessité et la justification de la légitime défense. Il est juste que la moralité de l’histoire proteste contre ces coups de force dont elle est pleine, et qui, ramenant momentanément les sociétés chrétiennes en pleine barbarie, tranchent par l’extermination les débats trop longs à résoudre. Mais aussi qu’on nous délivre de ces banalités que le préjugé et la mauvaise foi répètent à frais communs sur les cruautés commises au nom d’un Dieu de paix et de pardon. Il ne s’agit nullement d’un Dieu de paix, mais des atrocités commises par un parti en armes. Il ne s’agit ni de libre conscience ni de libre examen, mais d’un peuple exaspéré par la violation de toutes les lois divines et humaines qu’on lui avait enseigné à aimer et à respecter. La marche des novateurs en France, et partout où ils ont pénétré, est résumée dans ce mot de Charles IX à Coligny : « Il n’y a pas longtemps que  vous vous contentiez d’être soufferts par les catholiques ; maintenant, vous demandez à être  égaux; bientôt, vous voudrez être seuls et nous  chasser du royaume. » Une conspiration était-elle véritablement dirigée par Coligny et ses adhérents contre la cour, et le roi ne fit-il qu’en prévenir les effets en opposant trahison à trahison et en devançant la violence de ses adversaires? c’est ce qu’il est impossible d’établir d’une manière authentique, mais là n’est pas la difficulté. La conspiration du protestantisme est permanente, à toutes les pages de notre histoire, du jour où le premier huguenot a foulé le sol de notre pays. Il n’en pouvait être autrement, on ne doit pas se lasser de le redire. L’idée de deux cultes se tolérant l’un l’autre est une idée toute moderne, que les hommes du seizième siècle n’imaginaient même pas. Pour eux le christianisme n’était pas un culte, mais la religion, la vérité, la parole de Dieu ; ils n’admettaient ni deux religions, ni deux vérités, ni deux paroles de Dieu. Le christianisme traditionnel ou catholique étant l’âme de l’ordre social, les chrétiens novateurs, qui l’accusaient de superstition et d’idolâtrie, s’attaquaient par cela seul à l’ordre social tout entier. Ils poursuivaient comme impure et insensée la croyance adoptée par l’Église depuis seize siècles, et la mission qu’ils se donnaient était de la renverser. Les hommes pris en masse ne sont pas féroces sans motif, et c’est une explication commode que celle qui  attribue à l’influence des  ténèbres du moyen âge les législations tyranniques adoptées alors par tous les princes qui voulurent implanter l’hérésie dans leurs États. L’article 10 d’un des édits d’Élisabeth contre les catholiques ordonne que  « quiconque aura apporté  en Angleterre, reçeu ou retenu aucuns Agnus Dei,  rosaires, grains bénits, médailles, crucifix ou autre  chose béniste par le pape, il souffrira la peine de la  perte de tous ses biens, et de la prison perpétuelle. » Voilà le protestantisme du seizième siècle et ses conditions d’existence. Comme non-seulement il n’avait aucune racine dans le cœur des peuples, mais qu’il les violentait dans toutes leurs habitudes de piété et dans le sentiment du respect des ancêtres, il fallait qu’il fît table rase du passé, qu’il poursuivît la tradition dans ses manifestations les plus innocentes, et que, par un renversement inouï du droit public et de la conscience humaine, il inventât le crime de l’Agnus Dei. Sans doute, la bâtarde adultérine d’Henri VIII et d’Anne de Boleyn apporta dans la codification de ses rigueurs l’âpreté de son tempérament et des mœurs paternelles. Mais on se tromperait en attribuant au caprice de son despotisme le luxe de pénalités de ses codes contre l’Église. Tous les souverains réformés se sont conduits d’après les mêmes principes, et nulle part l’hérésie ne s’est crue en sûreté, tant qu’un chapelet béni à Rome pouvait venir réveiller, dans le cœur des hommes convertis de force, la mémoire des prières qu’ils avaient répandues sur les tombes de leurs pères et les berceaux de leurs enfants.

Il existe de curieux et horribles récits des supplices infligés par les protestants aux catholiques, partout où une heure de victoire leur laissait une dictature même passagère. Quelque répugnance que nous éprouvions à remuer ces ossuaires de nos ancêtres immolés aux passions sauvages de l’hérésie, on les a trop systématiquement tenus dans l’ombre pour qu’il n’entre pas dans notre plan de les exposer au jour. Ces douloureux procès-verbaux des martyres du seizième siècle, recueillis dans un ouvrage imprimé sous le titre de Theatrum crudelitatum nostri temporis, sont comme le tableau anticipé des actes de cannibales qui ont présidé à l’enfantement de la  liberté » moderne. Ce sont les mêmes fureurs bestiales contre les prêtres et les femmes, les mêmes imaginations monstrueusement sales et féroces dans l’invention des tortures, la même haine satanique contre tout ce qui est faible, noble et sacré. Seulement, à la charge des évangélistes que Luther et Calvin lâchèrent comme une meute de tigres sur l’Europe, il est plus épouvantable de voir le pur christianisme se propager par de tels moyens et de tels ministres, que de voir Marat et les siens se ruer à la ruine d’une société laïque. La Réforme n’effacera pas cette note de son front, et elle servira éternellement d’épreuve à la vérité de ses doctrines. Elle finira aussi, nous l’espérons, par confondre les mensonges historiques qui ont voilé ces faits, jusqu’à changer les assaillants armés, violents, effrénés de la société de leur temps en inoffensifs chanteurs de psaumes, ne sollicitant qu’une place obscure pour exhaler devant Dieu, à leur manière, les soupirs de leurs cœurs innocents,

Voici la traduction de quelques extraits du Theatrum. Nous insérerons les textes traduits et quelques autres aux pièces justificatives, renvoyant pour le surplus au livre lui-même, imprimé chez Adrien Hubert, Anvers, en 1587, c’est-à-dire pendant que la guerre religieuse sévissait encore en France et dans d’autres pays.

« Dans la ville d’Angoulême, les hérétiques, après  avoir juré de garder la paix, étranglèrent, avec une corde suspendue à un arbre, frère Michel Grellet, franciscain, gardien du monastère du même ordre, en présence de Gaspard de Coligny, et de toute sa cohorte criant : Vive l’Évangile ! Ensuite, ils tuèrent inhumainement frère Jean Viroleau, lecteur du même monastère, après lui avoir coupé les parties génitales. Frère Jean Avril, vieillard octogénaire, eut la tête fendue par eux d’un coup de hache, et son corps fut jeté dans les latrines. Après huit mois de détention dans un cachot, frère Pierre Bonneau, docteur en théologie, fut pendu à un arbre, près des murs de la ville . »

« Les hérétiques enfermèrent trente catholiques  dans la maison d’un habitant de cette même ville d’Angoulême, nommé Papin, et ils en lièrent un certain nombre deux à deux. Puis les ayant privés  de toute nourriture, ils les laissèrent languir, afin que la rage de la faim les poussât à se déchirer et à se dévorer mutuellement, et ils périrent ainsi au milieu d’affreuses souffrances. Enfin, ils attachèrent à des souches quelques-uns de ces malheureux ; puis, allumant sous eux un petit feu, ils les laissèrent en proie à un indicible tourment et se consumer lentement sous l’action de la flamme. »

« Les huguenots auxiliaires, qui occupaient militairement la ville de Montbrun, visitaient souvent une honnête et vertueuse dame du nom de Marendat, qui demeurait dans les environs. Comme  elle était de mœurs douces et affables, elle les recevait avec autant de civilité que possible et les traitait généreusement, dans l’espoir de les adoucir par ses bons offices, et pour qu’ils ne fissent de mal ni à ses vassaux ni à elle-même. Mais ces barbares, ayant rejeté tout sentiment de modération et d’humanité, un jour, après s’être assis à sa table, se saisirent d’elle et la jetèrent sur son lit. Là, ils brûlèrent la plante des pieds de leur excellente hôtesse avec des lames de fer rouge ; puis découpant la peau de ses jambes, avec le tranchant de ces lames, ils l’arrachèrent par bandelettes. Enfin, la laissant en proie à ces abominables tortures, ils s’éloignèrent  après avoir complètement pillé la maison. »

« Maître Jean Arnould, lieutenant général du présidial d’Angoulême, fut au nombre de ceux, dont nous avons parlé plus haut, que les hérétiques  firent prisonniers dès qu’ils eurent envahi la ville. Ce juge intègre fut par eux mutilé de cent manières, et enfin misérablement étranglé dans sa maison.  Ils s'emparèrent également de la veuve du lieutenant criminel de la même ville, vénérable sexagénaire, et ils eurent la cruauté de la traîner par les  cheveux à travers les places de la ville. »

« Dans la paroisse de Chasseneuil, voisine d’Angoulême, ils saisirent Louis Fayard, prêtre, au témoignage des habitants du lieu, d'une vie exemplaire, et ils lui plongèrent si souvent et si longtemps les mains dans une chaudière pleine d’huile bouillante, que la chair se détacha de ses os. Cette atrocité ne les rassasia pas. Ils lui versèrent de l’huile  bouillante dans la bouche, et comme le martyr ne mourait pas assez vite à leur gré, ils l’achevèrent à coups d’escopette. Ils prirent aussi un autre prêtre, nommé Colin  Guillebaut, vicaire de Saint-Auzanne. Ils lui coupèrent les organes de la génération, et l’enfermèrent dans un coffre percé de trous, sur lequel ils versèrent en abondance de l’huile bouillante, afin qu’il rendît l’âme dans d’épouvantables tourments.  Dans la paroisse vulgairement appelée Rivière, ils s’emparèrent d’un malheureux auquel ils arrachèrent la langue, par une incision pratiquée dans la mâchoire inférieure, et qu’ils massacrèrent ensuite. Ils étranglèrent maître Bachellon de Louville, après lui avoir excorié les pieds avec du fer rouge. »

« Maître Simon Sicot, vicaire de Saint-Hilaire de Moutiers, sexagénaire, rempli de toutes les vertus, livré par un homme qu’il croyait dévoué,  fut conduit prisonnier à Angoulême. On le força à racheter sa vie moyennant une forte rançon. Il parvint non sans peine à l’acquitter, et, comme il retournait chez lui, se croyant rendu à la liberté, un émissaire de ces pervers vint à sa rencontre, comme il atteignait la porte Saint-Pierre, et, se précipitant sur lui comme un bourreau, lui arracha les yeux et la langue. »

« Maître Guillaume de Bricailles et un autre prêtre, pris par ces hommes féroces, furent suspendus par un pied à la voûte d’un grenier, et pour que leur supplice se prolongeât avec leur vie, on leur donnait un peu de nourriture. Après la mort de l’un d’eux, l'autre eut la tête tranchée. »

« Ils prirent un autre prêtre de la paroisse de Beaulieu, maître Pierre, qu’ils enterrèrent vivant jusqu’à la tête. »

« Maître Arnold Durandeau, vicaire de Fleix, octogénaire, fut étranglé par eux et jeté à l’eau. Un franciscain du même âge, après avoir été abreuvé d’injures et d’affronts, fut précipité vivant du haut  des murs de la ville . »

« Maître Octavien Ronier, vicaire de Saint-Cybard d’Angoulême, tomba entre les mains de ces persécuteurs farouches. Ils lui firent subir divers genres de supplices et d’outrages, lui clouèrent  sous les pieds des fers à cheval, puis, le liant à un autre, ils le criblèrent de coups de fusil. »

« Maître François Raboteau, vicaire de la paroisse de Foucquebrune, fut pris et lié au joug auprès de bœufs traînant un chariot. Il fut tellement et si  grièvement percé de coups d’aiguillon et lacéré de coups de fouet, qu’il mourut pendant ce supplice,  Ils firent périr un grand nombre de personnes en les passant par les armes. Sur les ordres du capitaine  Piles, Philippe Dumont, chirurgien, et Nicolas Guirée, marchand de draps, furent attachés à un arbre, et pendant qu’avec une constance admirable ils confessaient Jésus-Christ, suivant la sainte doctrine qu’ils avaient reçue de l’Église catholique, ils  périrent percés de flèches. En sorte que, dans le diocèse d’Angoulême, en moins de deux ans, plus de cent vingt personnes des deux sexes, prêtres, nobles, femmes illustres, de toute qualité et de tout  état, souffrirent le martyre pour la foi. »

« Dans la ville de Houdan, du diocèse de Chartres, les hérétiques traînèrent de force un prêtre dans l’église, et le contraignirent à célébrer le saint sacrifice, au milieu de leurs dérisions. Cependant, ils frappaient la figure du célébrant de  leurs poings armés de gantelets, et lui perçaient les autres parties du corps à coups de poignard. Le martyr continuait, bien qu’il eût le visage et le corps couverts de sang, à offrir la sainte victime. Lorsqu’il fut arrivé à la communion, ils lui arrachèreut des mains le corps très-précieux de Notre-  Seigneur, le jetèrent à terre et le foulèrent aux  pieds. Ils en firent autant du calice renfermant le sang sacro-saint. Enfin, ils mirent le prêtre en croix et l’assassinèrent à coups d’escopette. »

« Dans le bourg nommé Fleurus, près Sainte- Menehould, les cohortes du seigneur de Béthune  déchirèrent un prêtre à coups de fouet, au milieu  des sévices et des injures de toute sorte; puis un  chirurgien le fit mourir en lui coupant les parties  génitales. Ce bourreau se vantait d’en avoir tué seize  avant celui-là, de la même manière. « 

« A Cléry, ils dévastèrent l’église, et la dépouillèrent de tout ce qu’elle avait de précieux en reliques des saints et en objets dédiés au culte. Ils brisèrent le tombeau de Louis XI, roi de France, et  brûlèrent ses ossements, comme s’ils avaient voulu  anéantir jusqu’à son souvenir. Au reste, dans d’au-  très lieux, ils n’épargnèrent même pas les sépultures  des prédécesseurs du roi de Navarre, leur général,  ni le sépulcre de Jean, comte d’Angoulême, dont  la vie avait été si sainte et si à l’abri de tout  reproche. »

« Dans un village du nom de Pat, situé à six ou  sept milles environ d’Orléans, vingt-cinq cathodiques, poursuivis par ces furieux, ne trouvant  d’autre asile que l’église, se sauvèrent dans le clocher, avec quelques enfants qui s’étaient joints à  eux. Leurs ennemis mirent le feu à l’église, et  comme les malheureux, pressés par le voisinage de la flamme et suffoqués par la fumée, se précipitaient à terre, leurs persécuteurs, se  saisissant d’eux avec la cruauté des bêtes féroces,  les rejetaient dans le brasier, qui les consuma  tous. »

« Ils enlevèrent plusieurs prêtres en les attachant  à la queue de leurs chevaux. »

« A Saint-Macaire, en Gascogne, ils ouvrirent le  ventre à plusieurs prêtres, et leur arrachèrent  les intestins, après les avoir enroulés peu à peu sur  des bâtons. »

« Dans le même lieu, ils enterrèrent tout vifs un  grand nombre de prêtres, et coupèrent en morceaux les enfants des catholiques. »

« Pendant que François                était gouverneur de Bazas, en Gascogne, pour le roi de Navarre, deux  soldats violèrent une veuve, puis, la tenant étendue sur le dos, ils lui emplirent la matrice de  poudre à canon. Ils en approchèrent le feu, le ventre éclata et les entrailles furent jetées au loin. C’est  dans cet effroyable supplice qu’elle rendit à Dieu  son âme innocente. »

« L’impudence et la barbarie d’un huguenot furent  si grandes, qu’il fit un collier d’oreilles coupées  à des prêtres; et comme si c’était là une preuve  de son courage, il s’en glorifiait aux yeux des principaux chefs de l’armée. »

« Ils coupèrent les oreilles et arrachèrent les yeux  à plusieurs prêtres dans l’exercice du saint ministère de l’autel. »

« Ils ouvrirent le ventre d’un prêtre vivant, et  l’ayant empli d’avoine, ils en firent un râtelier  pour y offrir la provende à leurs chevaux. Les hérétiques de la ville de Nîmes, en Languedoc,  tuèrent un grand nombre de catholiques à coups  de poignard. Ceux qu’ils n’avaient pu achever de  cette manière, ils les noyèrent dans un puits large  et profond, et, par deux fois, ils le comblèrent de  cadavres.

« Jacques Souris, corsaire célèbre entre tous par  son insigne férocité, se vantait d’avoir reçu de  Jeanne d’Albret, reine de Navarre, le titre et l’autorité  d’amiral de ce royaume. Naviguant près de Madère  et des îles Canaries, il aperçut un vaisseau portugais qui faisait voile pour l’Amérique. Il se mit à  sa poursuite, l’atteignit, s’en empara, et se saisit à bord de quarante religieux de la compagnie de  Jésus, qui voulaient gagner le Brésil pour y annoncer l’Évangile aux peuplades païennes de cette contrée. Furieux et altéré de sang innocent, il ordonna de massacrer et massacra lui-même cette  sainte cohorte. Il fit jeter dans la mer les pères  encore palpitants et déchirés par les poignards,  après qu’on eut coupé les bras des uns, arraché le  cœur de la poitrine aux autres. Le chef de cette  troupe heureuse, le père Ignace Azevedo, après  avoir supporté avec patience les outrages et les  blessures que ces tigres lui firent endurer, fut précipité dans les flots, tenant encore dans ses bras  une image peinte de la sainte Vierge Marie qu’il  embrassait avec tant de force, qu’aucun effort n’avait  pu la lui arracher. »

« En 1567, les hérétiques envahirent un monastère de Chartreux, à Bourg-Fontaine, dans le  diocèse de Soissons, et s’y livrèrent à un pillage sans frein. Ils massacrèrent le vénérable père don Jean Motot, un des procureurs, qui, blessé mortellement d’un coup d’arquebuse, rendit son âme à Dieu. Ils frappèrent du même genre de mort vénérable père don Jean Meguen, et vénérable père don Jean Avril, pendant qu’il passait devant le maître- autel. Ensuite ces chiens enragés tuèrent frère Benoist Lévesque, pendant qu’il Usait les prières de la « pénitence, et frère Théobald, laïque, pendant qu’il traversait le vestibule. »

Mais fermons cette sorte d’état nominatif du charnier des innocents tombés sous les coups de la fureur hérétique. On pourrait prolonger indéfiniment cette lugubre nomenclature, et l’on n’arriverait à dire que la plus petite partie des forfaits commis au nom du nouvel Évangile. Si le lecteur trouvait trop longs ces extraits, empreints de l’horrible monotonie de scènes de meurtre, qui ne varient que par le degré d’atrocité, il devra remarquer que nous devions éviter leur brièveté excessive encore plus qu’une trop grande prolixité. Nous nous sommes borné à montrer qu’il ne s’agissait point de faits isolés, mais d’un système et d’un ensemble d’horreurs qui s’était appliqué et reproduit sur tous les points de la France. Le texte du Theatrum prouvera qu’il en a été de même dans l'Europe entière. La sauvagerie des supplices, la lubricité sanguinaire des mutilations, l’affreuse ironie des outrages dont ces bouchers ivres assaisonnaient leurs hideuses opérations d’abattoir, n’ont rien d’ailleurs qui doive surprendre, comme nous le disions en commençant, les générations pour qui les déchaînements populaires de la révolution française sont une tradition vivante. Les Parisiens, qui portaient au bout d’une pique le cœur de la princesse de Lamballe en chantant : « Non, il n’est point de fête, quand le cœur n’en est pas, » étaient de la même race de monstres que ces soldats emplissant de poudre le corps de la victime de leur brutalité, afin de faire éclater ses membres dans une sorte de jeu sans nom. La brute humaine est toujours la même, quand des doctrines perverses la lancent contre l’autorité. C’est une vérité que les thuriféraires de la révolution ont eu intérêt à étouffer, mais qu’il est plus urgent que jamais de remettre sous les yeux des hommes de nos jours. Tous les degrés de l’échelle de nos prétendus progrès sont ensanglantés par des saturnales, dont le martyre des faibles fait tous les frais. Les sectaires auront beau dire : ce n’est là ni le chemin de la gloire, ni la condition de la grandeur, ni le caractère du bien, ni la splendeur du vrai. Ils n’ont que trop persuadé les intelligences dévoyées par trois siècles d’enseignements insensés et d’irréparables bouleversements. Il est juste qu’il s’élève de temps en temps une voix sincère pour protester, l’histoire en main, contre les mensonges intéressés du sophisme, et pour dire que si les protestants peuvent montrer des suppliciés juridiques, condamnés suivant toutes les lois divines et humaines reconnues de leur temps, et çà et là les victimes de déplorables représailles, c’est surtout de leur côté qu’il faut chercher les persécuteurs.

Pour tout esprit impartial, au milieu de ces violences permanentes, après un demi-siècle de guerres et de massacres, la Saint-Barthélemy n’est plus ce prodige d’horreur qu’on veut faire peser sur le catholicisme comme le témoignage irréfutable de son intolérance barbare. C’est la contrepartie du 24 août 1569 à Navarreins, et le jour des représailles de tant d’autres jours fêtés de la même manière par les huguenots. Elle reste l’accomplissement des desseins d’une politique perverse, mais d’une politique qui trouva son point d’appui dans l’exaspération de tout un peuple, qu’on n’eut guère qu’à lâcher sur sa proie, tant il avait soif de venger sa religion depuis si longtemps insultée et ses frères massacrés.