SOBRE LAS FLORES DEL MAL DE BAUDELAIRE
Mi querido Baudelaire,
Le envío el artículo que me pidió, que por una razón de conveniencia, fácil de
entender, no ha podido ser publicado en Le
Pays, ya que se trataba de usted. Me alegraría mucho, mi querido amigo, que
este artículo influyera un poco en el ánimo de quien lo va a defender y en la
opinión de quienes serán llamados a juzgarlo.
Suyo,
24 de julio de 1857
III
Esta idea, como ya hemos dicho en todo lo que precede, es el pesimismo más completo. La literatura satánica, que viene ya de lejos, pero que tenía un lado romántico y falso, sólo ha producido cuentos para estremecerse o balbuceos de niño, en comparación con estas realidades espantosas y estos poemas claramente articulados donde la erudición del mal en todas las cosas se mezcla con la ciencia de las palabras y del ritmo. Puesto que para Charles Baudelaire, llamar arte a su hábil manera de escribir versos no sería decir lo suficiente. Es casi un artificio. Espíritu de minuciosa investigación, el autor de Las Flores del mal es un taimado en literatura, y su talento, que es innegable, trabajado, elaborado, complicado con la paciencia de un chino, es en sí mismo una flor del mal de los cálidos invernaderos de una Decadencia. Por su lengua y su estilo, Baudelaire, que saluda a Théophile Gautier como su maestro en el comienzo de su colección, pertenece a esa escuela que cree que todo se pierde, incluso el honor, con la primera rima débil, en la poesía más elevada y vigorosa. Es uno de esos materialistas refinados y ambiciosos que apenas conciben otra cosa que la perfección —la perfección material—, y que a veces saben cómo alcanzarla; pero en lo que concierne la inspiración es mucho más profundo que su escuela, y ha descendido tanto a la sensación, de la que esta escuela nunca sale, que terminó por encontrase solo allí, como un león de la originalidad. Sensualista, pero el más profundo de los sensualistas, y furioso por no ser más que eso, el autor de Las Flores de Mal se adentra en la sensación hasta el límite extremo, hasta esa misteriosa puerta del Infinito con la que se topa, pero que no sabe abrir, y, enfurecido, se vuelve contra el lenguaje y derrama en él su furia. Pensemos en ese lenguaje, aún más plástico que poético, manejado y tallado como el bronce y la piedra, y donde la frase tiene volutas y acanaladuras; pensemos en algo del gótico florido o de la arquitectura morisca aplicada a esa sencilla construcción que tiene un sujeto, un régimen y un verbo; luego, en esas volutas y acanaladuras de una frase que adopta las formas más variadas como lo haría un cristal, supongamos todos los pimientos, todos los alcoholes, todos los venenos, minerales, vegetales, animales, y los más ricos y abundantes, si pudiéramos verlos, que se extraen del corazón del hombre, y tendremos la poesía de Baudelaire, esa poesía siniestra y violenta, desgarradora y asesina, que no se parece a las obras más oscuras de esta época que se siente morir. Es algo, en su íntima ferocidad, que posee un tono desconocido en la literatura. Si en algunos lugares, como en la obra La Gigante o en Don Juan en los infiernos —un grupo en mármol blanco y negro— una poesía de piedra, di sasso, como el comendador—, Baudelaire recuerda la forma de Victor Hugo, pero condensada y sobre todo purificada; si en algunos otros, como en Una Carroña, la única poesía espiritualista de la colección, en la que el poeta se venga de la podredumbre aborrecida mediante la inmortalidad de un recuerdo querido:
Alors, ô ma beauté ! dites
à la vermine
Qui vous mangera de
baisers,
Que j’ai gardé la forme et
l’essence divine
De mes amours décomposés !
¡Decid, hermosa, entonces,
al verme que extermina
y que besará vuestros restos,
que yo guardé la forma y la esencia divina
de mis amores descompuestos!
[Versión de Manuel Santayana Ruiz]
pensamos en Auguste Barbier, en todas partes el autor de Las Flores del Mal es él mismo y planea altivamente por encima de todos los talentos de su tiempo. Un crítico lo decía el otro día (Edmond Thierry, de Le Moniteur), en una apreciación superior: ¡para encontrar algún parentesco con esta poesía implacable, este verso brutal, condensado y sonoro, este verso de acero que suda sangre, hay que remontarse hasta Dante, Magnus Parens! Es un honor para Charles Baudelaire haber podido evocar, con un espíritu delicado y justo, un recuerdo tan grande.
Hay algo de Dante, en efecto, en el autor de las Flores del mal, pero se trata del Dante de una época caída, de un Dante ateo y moderno, de un Dante que vino después de Voltaire, en una época que no tendrá a Santo Tomás. El poeta de estas flores, que ulceran el pecho sobre el que se posan, no tiene el aspecto imponente de su majestuoso predecesor, y no es culpa suya. Pertenece a una edad atribulada, escéptica, burlona, nerviosa, que se retuerce en las ridículas esperanzas de transformaciones y metempsicosis; no tiene esa fe del gran poeta católico que le daba la augusta calma de la seguridad en todos los dolores de la vida. El carácter de la poesía de Las Flores del Mal, a excepción de algunos escasos poemas que la desesperación terminó por congelar, es la inquietud, la furia, la mirada convulsa, no la mirada oscuramente clara y límpida del Vidente de Florencia. La musa de Dante contempló el infierno con aire soñador, ¡la musa de Las Flores del Mal lo respira con las fosas nasales crispadas como las de un caballo que olfatea un obús! Una viene del infierno, la otra se dirige allí. Si la primera es más augusta, la otra es quizás más conmovedora. Carece de la épica maravillosa que tanto eleva la imaginación y calma sus terrores en la serenidad con la que los genios verdaderamente excepcionales saben revestir sus obras más apasionadas. Por el contrario, posee horribles realidades que nos son familiares y que son demasiado repugnantes para permitir incluso la abrumadora serenidad del desprecio. Baudelaire no se propuso ser un poeta satírico en sus Flores del Mal, y sin embargo lo es, si no en sus conclusiones y enseñanzas, al menos en la sublevación de su alma, en sus imprecaciones y sus gritos. Es el misántropo de la vida culpable, y a menudo imaginamos, mientras leemos, que si Timón de Atenas hubiera tenido el genio de Arquíloco, ¡habría podido escribir así sobre la naturaleza humana e insultarla mientras la describía!
IV
No podemos ni queremos citar nada del poemario en cuestión, y he aquí por qué: un poema citado sólo tendría su valor individual, y no hay que equivocarse, en el libro de Baudelaire, cada poema tiene, más que el acierto de los detalles o la fortuna del pensamiento, un valor de conjunto y de situación muy importante que no debemos hacer que pierda al separarlo de él. Los artistas que ven las líneas bajo el lujo y la eflorescencia del color percibirán muy bien que hay aquí una arquitectura secreta, un plan calculado por el poeta, meditado y deliberado. Las Flores del Mal no se suceden como tantas piezas líricas, dispersas por la inspiración y reunidas en una colección sin otro motivo que el de reunirlas. Son menos poemas que una obra poética de la más fuerte unidad. Desde el punto de vista del arte y de la sensación estética, por lo tanto, perderían mucho si no se leyeran en el orden en que el poeta, que sabe lo que hace, los ha dispuesto. Pero perderían mucho más desde el punto de vista del efecto moral que señalamos al principio de este artículo.
En cuanto a este efecto, sobre el que es muy importante insistir, evitemos cuidadosamente disminuirlo. Lo que impedirá el desastre que podría producir este veneno, servido en esta copa, es su fuerza. Las mentes de los hombres, a las que convertiría en átomos, no son capaces de absorberlo en tales proporciones, sin volverlo a vomitar, y una crispación semejante dada al espíritu de este tiempo, atrofiado y debilitado, puede salvarlo sacándolo de su cobarde debilidad por medio del horror. Los hombres solitarios ponen cráneos a su lado cuando duermen. Aquí tenemos a un Rancé, sin fe, que le ha cortado la cabeza al ídolo material de su vida; que, como Calígula, ha buscado en su interior lo que amaba y que grita desde la nada de todo, ¡contemplándola! ¿Cómo podría no ser esto algo patético y saludable?... Cuando un hombre y su poesía han descendido tanto —cuando se han hundido tan bajo, en la conciencia de la infelicidad incurable que yace en el núcleo de todos los placeres de la existencia—, la poesía y el hombre sólo pueden volver a levantarse. Charles Baudelaire no es uno de esos poetas que tienen un solo libro en la cabeza y no dejan de repetirlo. Pero ya sea porque ha secado su vena poética (cosa que no creemos) expresando y retorciendo el corazón del hombre aun cuando no es más que una esponja podrida, o bien, por el contrario, porque lo ha dejado del todo vacío con una primera espuma, ahora se ve obligado a callar, porque ha dicho las palabras supremas sobre el mal de la vida — o a hablar otro idioma. Después de las Flores del Mal, al poeta que las hizo brotar sólo le quedan dos opciones: ¡pegarse un tiro… o hacerse cristiano!
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
III
Cette idée, nous l’avons dit
déjà par tout ce qui précède c’est le pessimisme le plus achevé. La littérature
satanique, qui date d’assez loin déjà, mais qui avait un côté romanesque et
faux, n’a produit que des contes pour faire frémir ou des bégayements d’enfançon,
en comparaison de ces réalités effrayantes et de ces poésies nettement
articulées où l’érudition du mal en toutes choses se mêle à la science des mots
et du rhythme. Car pour M. Charles Baudelaire, appeler un art sa savante
manière d’écrire en vers ne dirait point assez. C’est presque un artifice.
Esprit d’une laborieuse recherche, l’auteur des Fleurs du mal est un retors en littérature, et son talent, qui est
incontestable, travaillé, ouvragé, compliqué avec une patience de Chinois, est
lui-même une fleur du mal venue dans les serres chaudes d’une Décadence. Par la
langue et le faire, M. Baudelaire, qui salue, à la tête de son recueil, M.
Théophile Gautier pour son maître, est de cette école qui croit que tout est
perdu, et même l’honneur, à la première rime faible, dans la poésie la plus
élancée et la plus vigoureuse. C’est un de ces matérialistes raffinés et
ambitieux qui ne conçoivent guère qu’une perfection, — la perfection matérielle
—, et qui savent parfois la réaliser ; mais par l’inspiration il est bien plus
profond que son école, et il est descendu si avant dans la sensation, dont
cette école ne sort jamais, qu’il a fini par s’y trouver seul, comme un lion
d’originalité. Sensualiste, mais le plus profond des sensualistes, et enragé de
n’être que cela, l’auteur des Fleurs du
mal va dans la sensation jusqu’à l’extrême limite, jusqu’à cette
mystérieuse porte de l’Infini à laquelle il se heurte, mais qu’il ne sait pas
ouvrir, et de rage il se replie sur la langue et passe ses fureurs sur elle. Figurez-vous
cette langue, plus plastique encore que poétique, maniée et taillée comme le
bronze et la pierre, et où la phrase a des enroulements et des cannelures ;
figurez-vous quelque chose du gothique fleuri ou de l’architecture moresque
appliqué à cette simple construction qui a un sujet, un régime et un verbe ;
puis, dans ces enroulements et ces cannelures d’une phrase qui prend les formes
les plus variées comme les prendrait un cristal, supposez tous les piments,
tous les alcools, tous les poisons, minéraux, végétaux, animaux, et ceux-là les
plus riches et les plus abondants, si on pouvait les voir, qui se tirent du
cœur de l’homme, et vous avez la poésie de M. Baudelaire, cette poésie sinistre
et violente, déchirante et meurtrière dont rien n’approche dans les plus noirs
ouvrages de ce temps qui se sent mourir. Cela est, dans sa férocité intime,
d’un ton inconnu en littérature. Si à quelques places, comme dans la pièce la
Géante ou dans Don Juan aux enfers, — un groupe en marbre blanc et noir, — une
poésie de pierre, di sasso, comme le
commandeur, — M. Baudelaire rappelle la forme de M. Victor Hugo, mais condensée
et surtout purifiée ; si à quelques autres, comme la Charogne, la seule poésie spiritualiste du recueil, dans laquelle
le poëte se venge de la pourriture abhorrée par l’immortalité d’un cher
souvenir :
Alors,
ô ma beauté ! dites à la vermine
Qui
vous mangera de baisers,
Que
j’ai gardé la forme et l’essence divine
De
mes amours décomposés !
on se
souvient de M. Auguste Barbier, partout ailleurs l’auteur des Fleurs du mal est lui-même et tranche
fièrement sur tous les talents de ce temps. Un critique le disait l’autre jour
(M. Ed. Thierry, du Moniteur), dans une appréciation supérieure : pour trouver
quelque parenté à cette poésie implacable, à ce vers brutal, condensé et
sonore, ce vers d’airain qui sue du sang, il faut remonter jusqu’au Dante,
Magnus Parens ! C’est l’honneur de M. Charles Baudelaire d’avoir pu évoquer,
dans un esprit délicat et juste, un si grand souvenir !
Il y a du Dante, en effet,
dans l’auteur des Fleurs du mal, mais
c’est du Dante d’une époque déchue, c’est du Dante athée et moderne, du Dante
venu après Voltaire, dans un temps qui n’aura point de saint Thomas. Le poëte
de ces fleurs, qui ulcèrent le sein sur lequel elles reposent, n’a pas la
grande mine de son majestueux devancier, et ce n’est pas sa faute. Il
appartient à une époque troublée, sceptique, railleuse, nerveuse, qui se
tortille dans les ridicules espérances des transformations et des métempsycoses
; il n’a pas la foi du grand poëte catholique qui lui donnait le calme auguste
de la sécurité dans toutes les douleurs de la vie. Le caractère de la poésie
des Fleurs du mal, à l’exception de
quelques rares morceaux que le désespoir a fini par glacer, c’est le trouble, c’est
la furie, c’est le regard convulsé, et non pas le regard sombrement clair et
limpide du Visionnaire de Florence. La muse du Dante a rêveusement vu l’enfer,
celle des Fleurs du mal le respire
d’une narine crispée comme celle du cheval qui hume l’obus ! L’une vient de
l’enfer, l’autre y va. Si la première est plus auguste, l’autre est peut-être
plus émouvante. Elle n’a pas le merveilleux épique qui enlève si haut
l’imagination et calme ses terreurs dans la sérénité dont les génies tout à
fait exceptionnels savent revêtir leurs œuvres les plus passionnées. Elle a, au
contraire, d’horribles réalités que nous connaissons et qui dégoûtent trop pour
permettre même l’accablante sérénité du mépris. M. Baudelaire n’a pas voulu
être dans son livre des Fleurs du mal
un poëte satirique, et il l’est pourtant, sinon de conclusion et
d’enseignement, au moins de soulèvement d’âme, d’imprécations et de cris. Il
est le misanthrope de la vie coupable, et souvent on s’imagine, en lisant, que
si Timon d’Athènes avait eu le génie d’Archiloque, il aurait pu écrire ainsi
sur la nature humaine et l’insulter en la racontant !
IV
Nous ne pouvons ni ne
voulons rien citer du recueil de poésies en question, et voici pourquoi : une
pièce citée n’aurait que sa valeur individuelle, et il ne faut pas s’y
méprendre, dans le livre de M. Baudelaire, chaque poésie a, de plus que la
réussite des détails ou la fortune de la pensée, une valeur très importante
d’ensemble et de situation qu’il ne faut pas lui faire perdre en la détachant.
Les artistes qui voient les lignes sous le luxe et l’efflorescence de la
couleur percevront très bien qu’il y a ici une architecture secrète, un plan
calculé par le poëte, méditatif et volontaire. Les Fleurs du mal ne sont pas à la suite les unes des autres comme tant
de morceaux lyriques, dispersés par l’inspiration et ramassés dans un recueil
sans d’autre raison que de les réunir. Elles sont moins des poésies qu’une
œuvre poétique de la plus forte unité. Au point de vue de l’art et de la
sensation esthétique, elles perdraient donc beaucoup à n’être pas lues dans
l’ordre où le poëte, qui sait ce qu’il fait, les a rangées. Mais elles
perdraient bien davantage au point de vue de l’effet moral que nous avons
signalé au commencement de cet article.
Cet effet, sur lequel il importe beaucoup de revenir, gardons-nous bien de l’énerver. Ce qui empêchera le désastre de ce poison, servi dans cette coupe, c’est sa force ! L’esprit des hommes, qu’il bouleverserait en atomes, n’est pas capable de l’absorber dans de telles proportions, sans le revomir, et une telle contraction donnée à l’esprit de ce temps, affadi et débilité, peut le sauver en l’arrachant par l’horreur à sa lâche faiblesse. Les solitaires ont auprès d’eux des têtes de mort quand ils dorment. Voici un Rancé, sans la foi, qui a coupé la tête à l’idole matérielle de sa vie ; qui, comme Caligula, a cherché dedans ce qu’il aimait et qui crie du néant de tout, en la regardant ! Croyez-vous donc que ce ne soit pas là quelque chose de pathétique et de salutaire ?… Quand un homme et une poésie en sont descendus jusque-là, — quand ils ont dévalé si bas, dans la conscience de l’incurable malheur qui est au fond de toutes les voluptés de l’existence, poésie et homme ne peuvent plus que remonter. M. Charles Baudelaire n’est pas un de ces poëtes qui n’ont qu’un livre dans le cerveau et qui vont le rabâchant toujours. Mais qu’il ait desséché sa veine poétique (ce que nous ne pensons pas) parce qu’il a exprimé et tordu le cœur de l’homme lorsqu’il n’est plus qu’une éponge pourrie, ou qu’il l’ait, au contraire, survidée d’une première écume, il est tenu de se taire maintenant, car il a dit les mots suprêmes sur le mal de la vie, — ou de parler un autre langage. Après les Fleurs du mal, il n’y a plus que deux partis à prendre pour le poëte qui les fit éclore : ou se brûler la cervelle… ou se faire chrétien !