NIETZSCHE Y SAN JUAN DE LA CRUZ
I
“Amo a los que mucho desprecian porque son
los que mucho veneran y son las flechas del deseo hacia la otra orilla...
“Amo a aquel cuya alma está demasiado
llena: así se olvida de sí mismo, y todas las cosas están en él, y todas las
cosas se convierten en su decadencia...
“Amo a los que no quieren conservarse: a los que se hunden, los amo con todo mi corazón, porque se van al otro lado...”, cantaba Nietzsche. Escuchemos ahora a Juan de la Cruz:
“El corazón generoso
nunca cura de parar
donde se puede pasar,
si no en más dificultoso…”
“Sin arrimo y con arrimo,
sin luz y ascuras viviendo
todo me voy consumiendo”.
Ambos tuvieron alma de grandes adoradores;
una savia esencialmente religiosa alimentaba el follaje de su pensamiento; tuvieron
sed hasta la muerte de una plenitud sobrehumana.
El polo negativo de toda búsqueda de lo
absoluto reside en la desnudez, en el odio y la expulsión de las impurezas y
las mentiras que velan los ojos y atan las manos del hombre caído. En este
mundo miserable, donde toda luz “supone una
mitad de sombra triste”, como dice el poeta, los adoradores de la luz sin
mancha son necesariamente los detractores de las tinieblas. Perseguir lo
sobrehumano requiere la estigmatización de lo “demasiado humano”. Su deseo de
pureza los convirtió a ambos en barrenderos de máscaras y de ilusiones.
Y ambos sintieron también la necesidad de la
superación y de la pérdida del yo: la obsesión por la orilla transhumana del
destino siempre pesó en sus corazones. —“¿Qué importamos yo y lo mío? Así habló
la boca adoradora”. La posesión de lo absoluto exige la alienación de todo
nuestro ser. Ambos siguieron la tracción de su declive. Pero uno se hundió en
la luz trascendente, el otro quiso caer en sí mismo; uno dijo: Dios y mi Dios y
floreció en la unidad; el otro: Dios, mi profundidad desconocida, y murió de la
interiorización devoradora de Saturno y de Narciso.
Tracemos la curva resumida de estos dos
grandes declives del espíritu.
El orgullo de Nietzsche fue el orgullo de
una inteligencia más que el orgullo de un individuo. La ebriedad de sí mismo de
un Napoleón o de un César se apoya en un bloque coherente de tendencias
convergentes; abarca a todo el hombre, ningún motivo antagónico la amenaza
seriamente. El orgullo diviniza aquí a una persona sin apelación; de ahí la
armonía (psicológica, si no moral) de la existencia y la acción de esos grandes
hombres imbuídos de sí mismos. Nietzsche, en cambio, no puede hacer de su
persona un centro absoluto: une en su alma dos tendencias cuya oposición
fundamental lo quebró: la sed de verdad absoluta y el culto al yo. Al final del
conflicto entre un ideal extrapersonal y las exigencias desmesuradas de una
persona, su mente estalló. La voluntad de verdad no puede ser devorada
impunemente por la voluntad de poder.
Sed de verdad, de pureza, de absoluto: las
aspiraciones más realistas de su gran alma se desplegaban en este deseo, pero
la búsqueda insaciable del yo lo impulsaba simultáneamente al desprecio del objeto.
Alcanzó un compromiso —siempre inestable, siempre doloroso—: miró el mundo a
través de sí mismo.
Es imposible encontrar un pensador más
subjetivo. Su mente no fue el espejo del universo, el universo fue el espejo de
su mente. Se burló del “conocimiento inmaculado”, del conocimiento virgen que
no contamina ningún átomo de deseo. Fue un mártir del conocimiento, pero de su
conocimiento: en cada una de sus sentencias palpita un sueño, una llamada o una
rebelión de su yo. Se miró en todas las cosas...
Podría haberse encontrado —como tantos otros hombres— y podría haberse dormido en esa contemplación impura. Pero una parcela de relativo ahogado en un mar de ilusiones no era una presa digna de su esfuerzo. Los espejismos, las medias tintas, los maquillajes de una civilización obsoleta —todos los oripeles con los que esa cortesana de Goya reviste su senilidad— no bastaban para polarizar sus entusiasmos. Su mirada fue más allá; su hambre exigía otro alimento. La falsedad de los ideales de su siglo hinchó de amargura e invectivas un espíritu que tendía a la pureza de las últimas cumbres: un furioso torrente de negaciones brotó de ese divorcio entre la profundidad de su llamado y la vacuidad de la respuesta de los ídolos del momento. Nietzsche trató de arrancar todas las máscaras de héroes y dioses colocadas en el rostro degenerado del hombre; la alegría de sus manos fue arrancar el revoque lisonjero con el que se adornan las paredes agrietadas del alma.
Este viejo mundo, ebrio de su “progreso”, se parece los establos de Augías. Si Nietzsche hubiera hablado en nombre de una realidad inmutable y trascendente, quizás habría sido el Hércules que Dios quería para una inmensa limpieza espiritual. Habría purificado, no aniquilado; el río Alfeo habría barrido el estiércol, no los edificios. Pero una misión semejante habría requerido el reconocimiento de la primacía incondicional del objeto. Y el subjetivismo de Nietzsche nunca pudo aceptar la regulación soberana del no-yo. Admitir un orden, las leyes del ser: mutilación insoportable para un pensamiento encerrado en un espejismo de autosuficiencia. ¡Antes la nada que la inteligibilidad! Nietzsche fue destructor hasta el final. Su psicología purificadora se convirtió en una metafísica devastadora; quería trastornar el mundo inmóvil de las esencias —ese orden implacable del que él no era el creador. En lugar de plegarse a las necesidades del ser, proclamó implícitamente: mi alimento es mi hambre. Todos los impulsos liberadores de su corazón y de su mente se inclinaron así mezquinamente hacia su centro divinizado. La relación del sujeto humano con lo absoluto se resorbió en su término contingente: el esse ad se transmutó en esse subsistente, y la plenitud de la meta se hundió en la pobreza de la tendencia. De ahí provienen las deslumbrantes contradicciones de la obra de Nietzsche: las antinomias que se armonizan en Dios despedazan hasta substancia al ser y al pensamiento creados.
Juicio del hombre, juicio del mundo, llevados hasta sentencias mortales —Nietzsche supo llevar a cabo estas dos tareas simultáneamente. Quería ahogar todas las cosas bajo cataratas de negación, y el arca de su pensamiento flotaba sola en ese diluvio. Su “razón puesta de pie”, como él decía, su razón-represa que cortaba el curso del río de los milenios, se reservaba la posibilidad de sentar las bases de un nuevo orden. Es lícito ser un asesino cuando se puede sentir en el propio corazón el hálito capaz de resucitar. Pero la tercera fase del drama comienza a aparecer. Una voz secreta, surgida de la última oleada hacia la verdad del pensamiento torturado, susurraba a los oídos del desenmascarador: esta pobreza, estos maquillajes, estas muecas del hombre y esta indeterminación de un mundo que pulula bajo el velo ilusorio de las leyes y las causas, todo eso ¿no es lo que descubriste en tu espejo, no es tu propio reflejo, no eres tú mismo? ¿Y no quiere tu lealtad que corones tus asesinatos —con tu suicidio? ¿Qué importa lo que ocurra contigo? Rompe tu espejo, rompe tu negación. —Y Nietzsche, atormentado por esta introversión autofágica de la verdad, intentó superarse a sí mismo —hundiéndose en su centro. Rompió el espejo de su conciencia, cuyos reflejos lo vinculaban al orden universal; se desplomó en un abismo interior donde ya no llega el rayo de la evidencia objetiva. El secreto de la locura de Nietzsche se resume en estas palabras: mi pensamiento está todavía demasiado cerca del pensamiento. Entonces, ¡vamos más allá! —Y ésa fue la caída, no en la unidad de la luz, sino en la confusión de la noche. La curva del subjetivismo se consumó con una lealtad soberana: Zaratustra vivió su declive.
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
NIETZSCHE ET SAINT JEAN DE LA CROIX
I
“J'aime
les grands contempteurs parce qu'ils sont les grands vénérateurs et les flèches
du désir vers l'autre rive...
“J'aime
celui dont l'âme est trop pleine : ainsi il s'oublie lui-même, et toutes choses
sont en lui, et toutes choses deviennent son déclin...
“J'aime ceux qui ne veulent point se conserver : ceux qui sombrent, je les aime de tout mon cœur, car ils vont de l'autre côté...” chantait Nietzsche. Écoutons maintenant Jean de la Croix :
Jamais ne s'arrête un cœur généreux,
lorsqu'il peut encore passer outre...
... Appuyé sans aucun appui, sans lumière et
dans les ténèbres, je vais me consumant tout entier...
Ils eurent, l'un et l'autre, des âmes de grands adorateurs ; une sève essentiellement religieuse nourrit les frondaisons de leur pensée ; ils eurent soif jusqu'à la mort d'une plénitude surhumaine.
Le pôle négatif de toute recherche de
l'absolu réside dans la mise à nu, la haine et l'expulsion des impuretés et des
mensonges qui voilent les yeux et lient les mains de l'homme déchu. En ce monde
misérable, où toute clarté “suppose d'ombre une morne moitié comme dit le
poète, les adorateurs de la lumière sans tache sont nécessairement les
détracteurs des ténèbres. La poursuite du surhumain exige la stigmatisation du “trop
humain”. Leur désir de pureté les transforma tous deux en balayeurs de masques
et d'illusions.
Et tous deux sentirent aussi la nécessité
du dépassement et de la perte de soi : l'obsession de la rive transhumaine de
la destinée pesa toujours sur leur cœur. — “Qu'importent le moi et le mien ?
Ainsi parla la bouche adorante.” La possession de l'absolu exige l'aliénation
de tout notre être. Tous deux suivirent l'attraction de leur déclin. Mais l'un
s'abîma dans la lumière transcendante, l'autre voulut tomber en lui-même ; l'un
dit : Dieu et mon Dieu et s'épanouit dans l'unité ; l'autre : Dieu, ma
profondeur inconnue, et mourut de l'intériorisation dévorante de Saturne et de
Narcisse.
Traçons la courbe sommaire de ces deux
grands déclins de l'esprit.
L'orgueil de Nietzsche fut l'orgueil d'une
intelligence plutôt que l'orgueil d'un individu. L'ivresse de soi d'un Napoléon
ou d'un César repose sur un bloc cohérent de tendances convergentes ; elle
étreint tout l'homme, aucun mobile antagoniste ne la menace sérieusement.
L'orgueil divinise ici sans appel une personne ; d'où l'harmonie
(psychologique, sinon morale) de l'existence et de l'action de ces grands
hommes remplis d'eux-mêmes. Nietzsche, lui, ne peut faire de sa personne un
centre absolu : il unit dans son âme deux tendances dont l'opposition foncière
le brisa : la soif de la vérité absolue et le culte du moi. Au terme du conflit
entre un idéal extrapersonnel et les exigences démesurées d'une personne, son
esprit éclata. La volonté de vérité ne se laisse pas impunément dévorer par la
volonté de puissance.
Soif de vérité, de pureté, d'absolu : les
aspirations les plus réalistes de sa grande âme se déployaient dans ce désir,
mais l'insatiable recherche de soi le poussait simultanément au mépris de
l'objet. Un compromis — toujours instable, toujours douloureux — s'établit : il
regarda le monde à travers lui-même.
Il est impossible de trouver un penseur
plus subjectif. Son esprit ne fut pas le miroir de l'univers, ce fut l'univers
qui fut le miroir de son esprit. Il railla “l'immaculée connaissance”, le
savoir vierge que ne contamine aucun atome de désir. Il fut martyr de la
connaissance, mais de sa connaissance : dans chacun de ses jugements palpite un
rêve, un appel ou une révolte de son moi. Il se regarda en toute chose...
Il
eût pu — comme tant d'autres hommes — se retrouver et s'endormir dans cette
contemplation impure. Mais une parcelle de relatif noyée dans une mer
d'illusions n'était pas une proie digne de son effort. Les mirages, les
demi-mesures, les fards d'une civilisation caduque — tous les oripeaux dont
cette courtisane de Goya drape sa sénilité — ne suffisaient pas à polariser ses
enthousiasmes. Son regard alla plus loin ; sa faim demandait d'autres aliments.
La fausseté des idéals de son siècle
gonfla d'amertumes et d'invectives un esprit tendu vers la pureté des dernières
cimes : un torrent furieux de négations jaillit de ce divorce entre la
profondeur de son appel et le vide de la réponse des idoles du moment.
Nietzsche tenta d'arracher tous les masques de héros et de dieux posés sur le
visage dégénéré de l'homme ; la joie de ses mains fut de creuser le crépissage
flatteur dont se parent les murs lézardés de l'âme.
Ce vieux monde ivre de son “progrès
ressemble aux écuries d'Augias. Si Nietzsche eût parlé au nom d'une réalité
immuable et transcendante, peut-être aurait-il été l'Hercule voulu par Dieu
pour quelque immense nettoyage spirituel. Il eût ainsi purifié, non anéanti ;
le fleuve Alphée aurait balayé le fumier, non les bâtiments. Mais une telle
mission eût exigé la reconnaissance du primat inconditionnel de l'objet. Et
le subjectivisme de Nietzsche ne put jamais supporter la régulation souveraine
du non-moi. Admettre un ordre, des lois de l'être : insupportable mutilation
pour une pensée encerclée dans un mirage d'autosuffisance. Plutôt le néant que
l'intelligible ! Nietzsche fut destructeur jusqu'au bout. Sa psychologie
purifiante se mua en métaphysique dévastatrice ; il voulut bouleverser le monde
immobile des essences — cet ordre implacable dont il n'était pas le créateur.
Au lieu de s'incliner devant les nécessités de l'être, il proclama
implicitement : mon aliment, c'est ma faim. Tous les élans libérateurs de son
cœur et de son esprit furent ainsi avarement recourbés vers son centre
divinisé. La relation du sujet
humain à l'absolu se résorba dans son terme contingent : l'esse ad fut transmué en esse
subsistant, et la plénitude du but s'abîma dans la pauvreté de la tendance.
D'où les contradictions éclatantes dont vit l'œuvre de Nietzsche : les
antinomies qui s'harmonisent en Dieu déchirent jusqu'à la substance l'être et
la pensée créés.
Procès de l'homme, procès du monde poussés jusqu'à des sentences mortelles — Nietzsche sut mener de front ces deux tâches. Il voulut noyer toutes choses sous des cataractes de négation, et l'arche de sa pensée surnageait seule sur ce déluge. Sa “raison remise sur pied”, comme il disait, sa raison-barrage qui coupait le cours du fleuve des millénaires se réservait de poser les bases d'un ordre nouveau. Il est permis d'être assassin quand on sent passer dans son cœur les souffles qui ressuscitent. Mais la troisième phase du drame se dessine. Une voix secrète, issue du dernier sursaut vers la vérité de la pensée torturée, murmurait aux oreilles du démasqueur : cette pauvreté, ces fards, ces grimaces de l'homme, et cette indétermination d'un monde grouillant sous le voile illusoire des lois et des causes — tout cela, n'est-ce pas dans ton miroir que tu l'as découvert, n'est-ce pas ton propre reflet, n'est-ce pas toi-même ? Et ta loyauté ne veut-elle pas que tu couronnes tes meurtres — par ton suicide ? Qu'importe de toi ? Brise ton miroir, brise ta négation. — Et Nietzsche supplicié par cette introversion autophagique de la vérité tenta de se dépasser — en s'enfonçant dans son centre. Il brisa le miroir de sa conscience, dont les reflets le rattachaient à l'ordre universel ; il croula dans un abîme intérieur où n'atteint plus le rayon de l'évidence objective. Le secret de la folie de Nietzsche est condensé dans ces mots : ma pensée est trop voisine encore de la pensée. Donc, au-delà ! — Et ce fut la chute, non pas dans l'unité de la lumière, mais dans la confusion de la nuit. La courbe du subjectivisme s'accomplit avec une loyauté souveraine : Zarathustra vécut son déclin.