IMPRESIONES DE ÁFRICA
I
A eso de las cuatro, aquel 25 de junio, todo parecía listo
para la coronación de Talú VII, Emperador de Ponukelé, Rey de Drelchkaff 1.
A pesar del sol declinante el calor seguía siendo abrumador
en aquella región del África vecina al Ecuador, y cada uno de nosotros se
sentía pesadamente molesto por la tempestuosa temperatura, no modificada por
ninguna brisa.
Ante mí se extendía la inmensa plaza de Trofeos, situada en
el corazón mismo de Ejur, imponente capital formada por chozas innumerables y
bañada por el océano Atlántico, cuyos lejanos mugidos podía oír a mi izquierda.
El cuadrado perfecto de la explanada estaba bordeado por
todos lados de una hilera de sicómoros centenarios; las armas, clavadas
profundamente en la corteza de cada asta, sostenían cabezas degolladas,
oropeles, adornos de todo tipo, colocados allí por Talú VII o por sus
antepasados al regreso de tantas campañas triunfales.
A mi derecha, ante el punto medio de la hilera de árboles,
se elevaba semejante a un guiñol gigantesco, un teatro rojo, en cuyo
frontispicio las palabras “Club de los Incomparables” formaban tres líneas en
letras de plata, brillantemente rodeadas de largos rayos dorados abiertos en
todas direcciones, como alrededor de un sol.
Sobre la escena, visible en el momento, una mesa y una silla
parecían destinadas a un conferenciante. Varios retratos sin marco, prendidos
sobre el telón de fondo, estaban acompañados por una etiqueta explicativa
concebida así: “Electores de Brandeburgo”.
Más cerca de mí, en el perímetro del teatro rojo, se elevaba
un gran zócalo de madera sobre el cual, de pie e inclinado, Naír, joven negro
de apenas veinte años, se entregaba a un trabajo absorbente. A su derecha, dos
picas plantadas cada una en un ángulo del zócalo, estaban ligadas en la
extremidad superior por un hilo largo y flojo, que se curvaba por el peso de
tres objetos colgados en fila, exhibidos como suertes de tómbola. El primer
artículo era nada menos que un sombrero melón cuya copa negra exhibía la
palabra “ATRAPADA” escrita en mayúsculas blancuzcas; después venía un guante de
piel de Suecia de tono oscuro, dado vuelta del lado de la palma y adornado con
una “P” superficialmente trazada con tiza; en último lugar se balanceaba una
ligera hoja de pergamino que, cargada de extraños jeroglíficos, mostraba como
encabezamiento un dibujo bastante grosero que representaba cinco personajes
voluntariamente ridiculizados por la actitud general y la exageración de los
rasgos.
Prisionero en su zócalo, Naír tenía el pie derecho sujeto
por un entrecruce de cuerdas que engendraban un verdadero collar rectamente
fijado a la sólida plataforma; semejante a una estatua viva, Naír hacía gestos
lentos y puntuales, mientras murmuraba con rapidez frases aprendidas de
memoria. Frente a él, colocada sobre un soporte de forma especial, una frágil
pirámide hecha con tres trozos de corteza pegados parecía atraer toda su
atención: la base, dada vuelta hacia él y sensiblemente más elevada, le servía
de telar; sobre un anexo del soporte, tenía al alcance de la mano una provisión
de carozos de frutas exteriormente adornados por una sustancia vegetal
grisácea, que recordaba el capullo de las larvas prontas a convertirse en
crisálidas. Pellizcando con dos dedos un fragmento de aquellas delicadas
envolturas y retirando lentamente la mano, el joven creaba un hilo extensible,
parecido a esos hilos de la virgen que, en la primavera, se tienden en los
bosques; aquellos filamentos imperceptibles le servían para componer un trabajo
de hadas, sutil y complejo, pues las dos manos trabajaban con agilidad sin
igual, cruzando, anudando, mezclando de todas maneras los ligamentos de
ensueño, que se amalgamaban graciosamente. Las frases que recitaba a media voz
servían para reglamentar aquellos manipuleos peligrosos y precisos; el menor
error podía causar un perjuicio irreparable al conjunto y, sin el ayuda-memoria
automático de cierto formulario sabido palabra por palabra, Naír no habría
alcanzado jamás su propósito.
Abajo, a la derecha, otras pirámides acostadas al borde del
pedestal, con la cúspide hacia atrás, permitían apreciar el efecto del trabajo
terminado; la base, de pie y visible, estaba finamente indicada por un tejido casi
inexistente, más tenue que una tela de araña. En el fondo de cada pirámide una
flor roja, sujeta por el tallo, atraía poderosamente la mirada detrás del
imperceptible velo de la trama aérea.
No lejos del escenario de los Incomparables, a la derecha del
actor, dos picas a una distancia de cuatro o cinco pies sostenían un aparato en
movimiento; sobre la más próxima asomaba un largo pivote, a cuyo alrededor se
enroscaba una banda de pergamino amarillento, en espeso rollo; clavada
sólidamente a la más lejana, una plancha cuadrada colocada como plataforma
servía de base a un cilindro vertical, movido con lentitud por un mecanismo de
relojería.
La banda amarillenta se desplegaba sin interrupción en toda
la extensión del intervalo, enlazaba el cilindro que giraba sobre sí mismo y la
atraía continuamente hacia su lado, en detrimento del lejano pivote, arrastrado
a la fuerza por el movimiento giratorio.
En el pergamino, grupos de guerreros salvajes, dibujados en gruesos rasgos, se sucedían en las poses más diversas: alguna columna, corriendo a velocidad loca, parecía perseguir a un enemigo en fuga; otra, emboscada tras un declive, esperaba con paciencia la ocasión de mostrarse; aquí dos falanges, igualadas en número, luchaban encarnizadamente cuerpo a cuerpo; allá, unas tropas frescas se precipitaban con grandes gestos en una lejana pelea. El desfile continuo ofrecía sin cesar nuevas sorpresas estratégicas, gracias a la multiplicidad infinita de los efectos obtenidos.
*
* *
Frente a mí, en el otro extremo de la explanada, se extendía
una especie de altar precedido de varios escalones, cubiertos por una mullida
alfombra. Una capa de pintura blanca atravesada por líneas azuladas daba al
conjunto, visto de lejos, la apariencia del mármol.
Sobre la mesa sagrada, representada por una larga plancha
colocada a media altura del edificio y oculta por un lienzo, se veía un
rectángulo de pergamino maculado de jeroglíficos y puesto vertical junto a una
espesa alcuza llena de aceite. Al lado, una hoja más grande, hecha con
resistente papel de lujo, llevaba una inscripción cuidadosamente trazada en
letras góticas: “Casa Reinante de Ponukelé-Drelchkaff”; en el encabezamiento un
retrato redondo, especie de miniatura finamente coloreada, representaba a dos
españolitas de trece a catorce años, tocadas con la mantilla nacional, dos
hermanas gemelas a juzgar por el perfecto parecido de los rostros; en el primer
momento la imagen parecía formar parte integral del documento; pero, tras una
observación más atenta, se descubría una estrecha cinta de muselina
transparente que, pegada a la vez alrededor del disco pintado y sobre la
superficie del sólido lienzo, volvía casi perfecta la soldadura de los dos
objetos, en realidad independientes el uno del otro; a la izquierda de la doble
efigie el nombre “SUÁN” se mostraba en gruesas mayúsculas; abajo, el resto de
la hoja había sido llenado con una nomenclatura genealógica que comprendía dos
ramas distintas, paralelamente surgidas de las dos graciosas íberas, que
formaban la cumbre suprema: una de estas líneas terminaba con la palabra “Extinción”,
y los caracteres, casi tan importantes como los del título, refrendaban
brutalmente el efecto; la otra, en cambio, descendía un poco menos que su
vecina, y parecía desafiar al porvenir por la carencia de toda línea que la
detuviera.
Cerca del altar, a la derecha, verdeaba una palmera
gigantesca, cuyo admirable desarrollo demostraba su ancianidad; un rótulo,
pegado a la estipa, presentaba esta frase conmemorativa: “Restauración del
Emperador Talú IV sobre el trono de sus padres”. Protegido por las palmas, un
poyo clavado en tierra mostraba un huevo cocido sobre la plataforma cuadrada
formada por la cúspide.
A la izquierda, a igual distancia del altar, una planta alta, vieja y lamentable, hacía triste figura junto a la resplandeciente palmera: era un gomero sin savia, casi podrido. Una litera de ramas, instalada bajo su sombra, sostenía el cadáver yacente del rey negro Yaúr IX, clásicamente vestido como la Margarita de Fausto, con un vestido de lana rosa con sobrefalda corta y una tupida peluca rubia, cuyas gruesas guedejas, pasando sobre los hombros, llegaban hasta la mitad de la pierna.
*
* *
A mi izquierda, contra la fila de sicómoros y frente al
teatro rojo, una construcción de color piedra recordaba, en miniatura, la Bolsa
de París.
Entre este edificio y el ángulo noroeste de la explanada se
alineaban muchas estatuas de tamaño natural.
La primera evocaba a un hombre herido mortalmente por un
arma clavada en el corazón. Instintivamente llevaba las dos manos a la herida,
mientras las piernas se doblaban bajo el peso del cuerpo, echado hacia atrás,
pronto a caer. La estatua era negra y parecía, a primer golpe de vista, hecha
de un solo bloque; pero la mirada descubría poco a poco una porción de ranuras
trazadas en todos los sentidos y formando en general numerosos grupos
paralelos. La obra, en realidad, se componía sólo de innumerables ballenas de
corsé, cortadas y dobladas según las necesidades del modelado. Unos clavos de
cabeza chata, cuya punta sin duda se curvaba por el interior, soldaban aquellas
flexibles láminas, que se yuxtaponían con arte, sin mostrar nunca el menor
intersticio. La figura misma, con sus detalles de expresión dolorosa y
angustiada, estaba hecha de trozos bien ajustados, que reproducían fielmente la
forma de la nariz, de los labios, de los arcos superciliares y del globo
ocular. El mango del arma clavada en el corazón del moribundo daba impresión de
una gran dificultad vencida, gracias a la elegancia de la empuñadura, donde se
encontraban huellas de dos o tres ballenas cortadas en pequeños fragmentos,
redondos como anillos. El cuerpo musculoso, los brazos crispados, las piernas
nerviosas y casi dobladas, todo parecía palpitar o sufrir, debido al movimiento
conmovedor y perfecto dado a las invariables láminas oscuras.
Los pies de la estatua descansaban sobre un vehículo muy
simple, de plataforma baja y cuatro ruedas, también hechas con otras ballenas
negras ingeniosamente combinadas. Dos rieles rectos, hechos con una sustancia
cruda, rojiza y gelatinosa, que no era otra cosa que bofe de ternero, se
alineaban sobre una superficie de madera ennegrecida y daban, por el modelado,
ya que no por el color, la ilusión exacta de una porción de vía férrea: aquí se
adaptaban, sin aplastarla, las cuatro ruedas inmóviles.
El suelo del vehículo estaba formado por la parte superior de un pedestal de madera negro en su totalidad, cuya cara principal mostraba una inscripción blanca concebida en estos términos: “La Muerte del Ilota Saridakis”. Abajo, siempre en caracteres níveos, se veía una imagen, mitad griega, mitad francesa, acompañada de un delicado saludo 2:
DUAL
{ἦστον.
ἢστην.
Al lado del ilota un busto de pensador con el ceño fruncido tenía una expresión de intensa y fecunda meditación. En el zócalo se leía este nombre:
EMMANUEL KANT
Después venía un grupo escultural que representaba una
escena conmovedora. Un caballero con una expresión huraña de esbirro parecía
interrogar a una religiosa, de pie junto a la puerta de su convento. En segundo
plano, en bajorrelieve, otros hombres de armas, montados sobre briosos
caballos, esperaban órdenes de su jefe. En la base el siguiente título, en
cinceladas letras: “La Mentira de Sor Perpetua”, seguido por una frase
interrogativa: “¿Es aquí donde se ocultan los fugitivos?”.
Algo más lejos una curiosa evocación, acompañada por estas
palabras explicativas: “El Regente se Inclina ante Luis XV”, mostraba a Felipe
de Orleáns respetuosamente curvado ante el niño rey que, a los diez años,
mostraba una pose llena de majestad natural e inconsciente.
En contraste con el ilota, el busto y los dos temas
complejos parecían de terracota.
Norbert Montalescot, tranquilo y vigilante, paseaba en medio
de sus obras, prestando atención especial al ilota, cuya fragilidad hacía más
temible el contacto indiscreto de algún paseante.
Tras la última estatua se elevaba una casilla sin salidas,
cuyas cuatro paredes, de longitud semejante, estaban formadas por una espesa
tela negra que, sin duda, debía engendrar una oscuridad absoluta. El techo,
levemente inclinado, en dirección única, estaba formado por extrañas hojas de
libros, amarillas por el tiempo y cortadas en forma de tejas; el texto, muy
amplio y exclusivamente en inglés, había palidecido o se había borrado, pero
algunas páginas, cuya parte alta era visible, llevaban el título de The Fair Maid of Perth 3, todavía
trazado con nitidez. En medio del techo se veía una ventanilla, herméticamente
cerrada que, a guisa de vidrios, mostraba las mismas páginas coloreadas por el
uso y la vejez. El conjunto de la ligera cobertura debía dejar pasar una luz
amarillenta y difusa, llena de reposante dulzura.
Una especie de acorde, que recordaba de manera muy atenuada el timbre de los instrumentos de cobre, escapaba a intervalos regulares del centro de la casilla, dando la sensación exacta de una respiración musical.
*
* *
Frente a Naír, una lápida, colocada en la hilera de la
Bolsa, servía de apoyo a las diferentes piezas de un uniforme de zuavo. Un
fusil y unas cartucheras se unían a aquel residuo militar destinado, según
todas las apariencias, a perpetuar piadosamente la memoria del sepultado.
Tendido verticalmente detrás de la losa funeraria, un panel
tapizado de tela negra presentaba a las miradas una serie de doce acuarelas,
dispuestas en grupos de tres y tres sobre cuatro estanterías simétricas. Debido
a la similitud de los personajes, esta serie de cuadros parecía representar
algún relato dramático. Abajo de cada imagen se leían, a manera de título,
algunas palabras trazadas con pincel.
En la primera lámina un suboficial y una mujer rubia, con un
atuendo provocativo, estaban instalados en el fondo de una lujosa victoria; las
palabras “Flora y el teniente Lecurou” señalaban someramente a la pareja.
Después venía la “Representación de Dédalo”, indicada por un
gran escenario donde un cantante, con ropas griegas, parecía cantar con toda su
voz; en la primera fila de un palco avant-scène
volvíamos a ver al teniente sentado junto a Flora, que enfocaba sus
impertinentes hacia el artista.
En la “Consulta” una mujer vieja, vestida con un amplio
miriñaque, llamaba la atención de Flora hacia un planisferio celeste clavado en
el muro y tendía doctoralmente el índice en dirección a la constelación de
Cáncer.
La “Correspondencia secreta”, que iniciaba una segunda fila
de grabados, presentaba a la mujer en rotonda ofreciendo a Flora una de esas
rejas especiales que, necesarias para descifrar ciertos criptogramas, están
formadas por una simple hoja de cartón, curiosamente horadada.
La “Señal” tenía como decorado la terraza casi desierta de
un café, donde un zuavo moreno, solo en una mesa, señalaba al mozo una gran
campana en la cúspide de una iglesia vecina; abajo se leía un breve diálogo: “Mozo:
¿por qué tañen las campanas?”. “Es el Salve”. “Entonces, sírvame un arlequín”.
Los “Celos del Teniente” evocaban, el patio de un cuartel
donde Lecurou, levantando cuatro dedos de la mano derecha, parecía dirigir una
furiosa reprimenda al zuavo visto en la lámina precedente; la escena estaba
brutalmente acompañada por esta frase del argot militar: “¡Cuatro botones!” 4.
Colocada a la cabeza de la tercera fila, la “Rebelión del
Bravo” introducía en la intriga un zuavo muy rubio que, rehusando ejecutar una
orden de Lecurou, contestaba una sola palabra, “No”, escrita en la acuarela.
La “Muerte del Culpable”, señalada por la orden de “Fuego”,
se componía de un pelotón de ejecución que apuntaba, bajo las órdenes del
teniente, hacia el corazón del zuavo de cabellos de oro.
En “Préstamo Usurario” reaparecía la mujer del miriñaque
tendiendo muchos billetes de banco a Flora que, sentada frente a un escritorio,
parecía firmar algún reconocimiento de deuda.
La última fila se iniciaba con la “Policía en el garito”.
Esta vez se veía un gran balcón por el que Flora se precipitaba en el vacío, y
que dejaba ver, por una ventana abierta, una gran mesa de juego, rodeada de
jugadores trastornados por la intempestiva llegada de varios personajes
vestidos de negro.
El penúltimo cuadro, titulado “La Morgue”, presentaba de
cara un cadáver de mujer exhibido tras un vidrio y acostado sobre una losa; al
fondo una cadena de plata colgada muy destacadamente se estiraba por el peso de
un valioso reloj.
Por fin el “Aliento Fatal” terminaba la serie con un paisaje nocturno; en la penumbra se veía al zuavo moreno abofeteando al teniente Lecurou, y en el fondo, contra una selva de mástiles, una especie de cartel iluminado por un poderoso reverbero, mostraba tres palabras: “Puerto de Bougie”.
A mi lado estaba de pie el numeroso grupo de los pasajeros del Lyncée [Linceo] 5, aguardando la aparición del desfile prometido.
Traducción de ESTELA CANTO
NOTAS:
1. En la parte superior de esta primera página, Roussel hizo pegar un aviso impreso en papel verde: “Los lectores no iniciados en el arte de Raymond Roussel harán bien en leer este libro primero aquí (capítulo X), luego allí (capítulo I)”. En efecto, la primera parte es una serie de viñetas aparentemente incomprensibles, como tantos enigmas. La solución a esos enigmas (lo que ocurrió antes de “aquel 25 de junio”) se da a partir del capítulo X.
2. Comentando este pasaje en Comment j'ai écrit certains de mes livres, Roussel nos recuerda que el dual es un “tiempo verbal griego” utilizado “para designar dos personas, dos cosas”: “ustedes dos eran” y “ellos dos eran”.
3. Esta novela de Walter Scott (1828) se menciona en el capítulo XXI bajo su título francés, La Jolie Fille de Perth.
4. Referencia a Nerón (en el capítulo XI, el autor habla del “alma de poeta” del rey Talú).
5. El nombre del paquebote es el de uno de los argonautas que acompañaron a Jasón en su viaje heroico.
IMPRESSIONS D’AFRIQUE
I
Vers quatre heures, ce 25 juin, tout semblait prêt pour le
sacre de Talou VII, empereur du Ponukélé, roi du Drelchkaff.
Malgré le déclin du soleil, la chaleur restait accablante
dans cette région de l’Afrique voisine de l’équateur, et chacun de nous se
sentait lourdement incommodé par l’orageuse température, que ne modifiait
aucune brise.
Devant moi s’étendait l’immense place des Trophées, située
au cœur même d’Éjur, imposante capitale formée de cases sans nombre et baignée
par l’océan Atlantique, dont j’entendais à ma gauche les lointains
mugissements.
Le carré parfait de l’esplanade était tracé de tous côtés
par une rangée de sycomores centenaires ; des armes piquées profondément dans
l’écorce de chaque fût supportaient des têtes coupées, des oripeaux, des
parures de toute sorte entassés là par Talou VII ou par ses ancêtres au retour de
maintes triomphantes campagnes.
À ma droite, devant le point médian de la rangée d’arbres,
s’élevait, semblable à un guignol géant, certain théâtre rouge, sur le fronton
duquel les mots « Club des Incomparables », composant trois lignes en lettres
d’argent, étaient brillamment environnés de larges rayons d’or épanouis dans
toutes les directions comme autour d’un soleil.
Sur la scène, actuellement visible, une table et une chaise
paraissaient destinées à un conférencier. Plusieurs portraits sans cadre épinglés
à la toile de fond étaient soulignés par une étiquette explicative ainsi conçue
: « Électeurs de Brandebourg ».
Plus près de moi, dans l’alignement du théâtre rouge, se
dressait un large socle en bois sur lequel, debout et penché, Naïr, jeune nègre
de vingt ans à peine, se livrait à un absorbant travail. À sa droite, deux
piquets plantés chacun sur un angle du socle se trouvaient reliés à leur
extrémité supérieure par une longue et souple ficelle, qui se courbait sous le
poids de trois objets suspendus à la file et distinctement exposés comme des
lots de tombola. Le premier article n’était autre qu’un chapeau melon dont la
calotte noire portait ce mot : « PINCÉE » inscrit en majuscules blanchâtres ;
puis venait un gant de Suède gris foncé tourné du côté de la paume et orné d’un
« C » superficiellement tracé à la craie ; en dernier lieu se balançait une
légère feuille de parchemin qui, chargée d’hiéroglyphes étranges, montrait
comme en-tête un dessin assez grossier représentant cinq personnages volontairement
ridiculisés par l’attitude générale et par l’exagération des traits.
Prisonnier sur son socle, Naïr avait le pied droit retenu
par un entrelacement de cordages épais engendrant un véritable collet
étroitement fixé à la solide plate-forme ; semblable à une statue vivante, il
faisait des gestes lents et ponctuels en murmurant avec rapidité des suites de
mots appris par cœur. Devant lui, posée sur un support de forme spéciale, une
fragile pyramide faite de trois pans d’écorce soudés ensemble captivait toute
son attention ; la base, tournée de son côté mais sensiblement surélevée, lui
servait de métier à tisser ; sur une annexe du support, il trouvait à portée de
sa main une provision de cosses de fruits extérieurement garnies d’une
substance végétale grisâtre rappelant le cocon des larves prêtes à se
transformer en chrysalides. En pinçant avec deux doigts un fragment de ces
délicates enveloppes et en ramenant lentement sa main à lui, le jeune homme
créait un lien extensible pareil aux fils de la Vierge qui, à l’époque du
renouveau, s’élongent dans les bois ; ces filaments imperceptibles lui
servaient à composer un ouvrage de fée subtil et complexe, car ses deux mains
travaillaient avec une agilité sans pareille, croisant, nouant, enchevêtrant de
toutes manières les ligaments de rêve qui s’amalgamaient gracieusement. Les
phrases qu’il récitait sans voix servaient à réglementer ses manigances
périlleuses et précises ; la moindre erreur pouvait causer à l’ensemble un
préjudice irrémédiable, et, sans l’aide-mémoire automatique fourni par certain
formulaire retenu mot à mot, Naïr n’aurait jamais atteint son but.
En bas, vers la droite, d’autres pyramides couchées au bord
du piédestal, le sommet en arrière, permettaient d’apprécier l’effet du travail
après son complet achèvement ; la base, debout et visible, était finement
indiquée par un tissu presque inexistant, plus ténu qu’une toile d’araignée. Au
fond de chaque pyramide, une fleur rouge fixée par la tige attirait puissamment
le regard derrière l’imperceptible voile de la trame aérienne.
Non loin de la scène des Incomparables, à droite de
l’acteur, deux piquets distants de quatre à cinq pieds supportaient un appareil
en mouvement ; sur le plus proche pointait un long pivot, autour duquel une
bande de parchemin jaunâtre se serrait en épais rouleau ; clouée solidement au
plus éloigné, une planchette carrée posée en plate-forme servait de base à un
cylindre vertical mû avec lenteur par un mécanisme d’horlogerie.
La bande jaunâtre, se déployant sans rupture d’alignement
sur toute la longueur de l’intervalle, venait enlacer le cylindre, qui,
tournant sur lui-même, la tirait sans cesse de son côté, au détriment du
lointain pivot entraîné de force dans le mouvement giratoire.
Sur le parchemin, des groupes de guerriers sauvages,
dessinés à gros traits, se succédaient dans les poses les plus diverses ; telle
colonne, courant à une vitesse folle, semblait poursuivre quelque ennemi en
fuite ; telle autre, embusquée derrière un talus, attendait patiemment
l’occasion de se montrer ; ici, deux phalanges égales par le nombre luttaient
corps à corps avec acharnement ; là, des troupes fraîches s’élançaient avec de
grands gestes pour aller se jeter bravement dans une lointaine mêlée. Le défilé
continuel offrait sans cesse de nouvelles surprises stratégiques grâce à la
multiplicité infinie des effets obtenus.
*
* *
En face de moi, à l’autre extrémité de l’esplanade,
s’étendait une sorte d’autel précédé de plusieurs marches que recouvrait un
moelleux tapis ; une couche de peinture blanche veinée de lignes bleuâtres
donnait à l’ensemble, vu de loin, une apparence de marbre.
Sur la table sacrée, figurée par une longue planchette
placée à mi-hauteur de l’édifice et cachée par un linge, on voyait un rectangle
de parchemin maculé d’hiéroglyphes et mis debout près d’une épaisse burette
remplie d’huile. À côté, une feuille plus grande, faite d’un fort papier de
luxe, portait ce titre soigneusement tracé en gothique : « Maison régnante de
Ponukélé-Drelchkaff » ; sous l’en-tête, un portrait rond, sorte de miniature
finement coloriée, représentait deux jeunes Espagnoles de treize à quatorze ans
coiffées de la mantille nationale – deux sœurs jumelles à en juger par la
ressemblance parfaite de leurs visages ; au premier abord, l’image semblait
faire partie intégrante du document ; mais à la suite d’une observation plus
attentive on découvrait une étroite bande de mousseline transparente, qui, se
collant à la fois sur le pourtour du disque peint et sur la surface du solide
vélin, rendait aussi parfaite que possible la soudure des deux objets, en
réalité indépendants l’un de l’autre ; à gauche de la double effigie, ce nom «
SOUANN » s’étalait en grosses majuscules ; en dessous, le reste de la feuille
était rempli par une nomenclature généalogique comprenant deux branches
distinctes, parallèlement issues des deux gracieuses Ibériennes qui en
formaient le suprême sommet ; une de ces lignées se terminait par le mot «
Extinction », dont les caractères, presque aussi importants que ceux du titre,
visaient brutalement à l’effet ; l’autre, au contraire, descendant un peu moins
bas que sa voisine, semblait défier l’avenir par l’absence de toute barre
d’arrêt.
Près de l’autel, vers la droite, verdissait un palmier
gigantesque, dont l’admirable épanouissement attestait le grand âge ; un
écriteau, accroché au stipe, présentait cette phrase commémorative : «
Restauration de l’empereur Talou IV sur le trône de ses pères ». Abrité par les
palmes, de côté, un pieu fiché en terre portait un œuf mollet sur la
plate-forme carrée fournie par son sommet.
À gauche, pareillement distante de l’autel, une haute plante,
vieille et lamentable, faisait un triste pendant au palmier resplendissant ;
c’était un caoutchouc à bout de sève et presque tombé en pourriture. Une
litière de branchages, posée dans son ombre, soutenait à plat le cadavre du roi
nègre Yaour IX, classiquement costumé en Marguerite de Faust, avec une robe en
laine rose à courte aumônière et une épaisse perruque blonde, dont les grandes
nattes, passées par-dessus ses épaules, lui venaient jusqu’à mi-jambes.
*
* *
Adossé à ma gauche contre la rangée de sycomores et faisant
face au théâtre rouge, un bâtiment couleur de pierre rappelait en miniature la
Bourse de Paris.
Entre cet édifice et l’angle nord-ouest de l’esplanade,
s’alignaient plusieurs statues de grandeur naturelle.
La première évoquait un homme atteint mortellement par une
arme enfoncée dans son cœur. Instinctivement les deux mains se portaient vers
la blessure, pendant que les jambes fléchissaient sous le poids du corps rejeté
en arrière et prêt à s’effondrer. La statue était noire et semblait, au premier
coup d’œil, faite d’un seul bloc ; mais le regard, peu à peu, découvrait une
foule de rainures tracées en tous sens et formant généralement de nombreux
groupes parallèles. L’œuvre, en réalité, se trouvait composée uniquement
d’innombrables baleines de corset coupées et fléchies suivant les besoins du
modelage. Des clous à tête plate, dont la pointe devait sans doute se recourber
intérieurement, soudaient entre elles ces souples lamelles qui se juxtaposaient
avec art sans jamais laisser place au moindre interstice. La figure elle-même,
avec tous ses détails d’expression douloureuse et angoissée, n’était faite que
de tronçons bien ajustés reproduisant fidèlement la forme du nez, des lèvres,
des arcades sourcilières et du globe oculaire. Le manche de l’arme plongée dans
le cœur du mourant donnait une impression de grande difficulté vaincue, grâce à
l’élégance de la poignée, dans laquelle on retrouvait les traces de deux ou
trois baleines coupées en courts fragments arrondis comme des anneaux. Le corps
musculeux, les bras crispés, les jambes nerveuses et à demi ployées, tout
semblait palpiter ou souffrir, par suite du galbe saisissant et parfait donné
aux invariables lamelles sombres.
Les pieds de la statue reposaient sur un véhicule très
simple, dont la plate-forme basse et les quatre roues étaient fabriquées avec
d’autres baleines noires ingénieusement combinées. Deux rails étroits, faits
d’une substance crue, rougeâtre et gélatineuse, qui n’était autre que du mou de
veau, s’alignaient sur une surface de bois noirci et donnaient, par leur modelé
sinon par leur couleur, l’illusion exacte d’une portion de voie ferrée ; c’est
sur eux que s’adaptaient, sans les écraser, les quatre roues immobiles.
Le plancher carrossable formait la partie supérieure d’un
piédestal en bois, complètement noir, dont la face principale montrait une
inscription blanche conçue en ces termes : « La Mort de l’Ilote Saridakis. » En
dessous, toujours en caractères neigeux, on voyait cette figure, moitié grecque
moitié française, accompagnée d’une fine accolade :
DUEL
{ἦστον.
ἢστην.
À côté de l’ilote un buste de penseur aux sourcils froncés portait une expression d’intense et féconde méditation. Sur le socle on lisait ce nom :
EMMANUEL KANT
Ensuite venait un groupe sculptural figurant une scène
émouvante. Un cavalier à mine farouche de sbire semblait questionner une
religieuse placée debout contre la porte de son couvent. Au second plan, qui se
terminait en bas-relief, d’autres hommes d’armes, montés sur des chevaux
bouillants, attendaient un ordre de leur chef. Sur la base, le titre suivant
gravé en lettres creuses : « Le Mensonge de la Nonne Perpétue » était suivi de
cette phrase interrogative : « Est-ce ici que se cachent les fugitifs ? »
Plus loin une curieuse évocation, accompagnée de ces mots
explicatifs : « Le Régent s’inclinant devant Louis XV », montrait Philippe
d’Orléans respectueusement courbé devant l’enfant-roi, qui, âgé d’une dizaine
d’années, gardait une pose pleine de majesté naturelle et inconsciente.
Contrastant avec l’ilote, le buste et les deux sujets
complexes offraient l’aspect de la terre cuite.
Norbert Montalescot, calme et vigilant, se promenait au
milieu de ses œuvres, surveillant spécialement l’ilote, dont la fragilité
rendait plus redoutable le contact indiscret de quelque passant.
Après la dernière statue, s’élevait une petite logette sans
issues, dont les quatre parois, de largeur pareille, étaient faites d’une
épaisse toile noire engendrant sans doute une obscurité absolue. Le toit,
légèrement incliné suivant une pente unique, se composait d’étranges feuillets
de livre, jaunis par le temps et taillés en forme de tuiles ; le texte, assez
large et exclusivement anglais, était pâli ou parfois effacé, mais certaines
pages, dont le haut restait visible, portaient ce titre : The Fair Maid of Perth, encore nettement tracé. Au milieu de la
toiture se découpait un judas clos hermétiquement, qui, en guise de vitrage,
montrait les mêmes feuillets colorés par l’usure et la vieillesse. L’ensemble
de la légère couverture devait répandre au-dessous de lui une lumière jaunâtre
et diffuse pleine de reposante douceur.
Une sorte d’accord, rappelant, mais en très atténué, le timbre des instruments de cuivre, s’échappait à intervalles réguliers du centre de la logette, en donnant le sentiment exact d’une respiration musicale.
*
* *
Juste en face de Naïr, une pierre tombale, placée dans
l’alignement de la Bourse, servait de support aux différentes pièces d’un
uniforme de zouave. Un fusil et des cartouchières se joignaient à cette
défroque militaire, destinée, selon toute apparence, à perpétuer pieusement la
mémoire de l’enseveli.
Dressé verticalement derrière la dalle funéraire, un panneau
tapissé d’étoffe noire offrait au regard une série de douze aquarelles,
disposées trois par trois sur quatre rangs pareils étagés symétriquement. Grâce
à la similitude des personnages, cette suite de tableaux paraissait se
rattacher à quelque récit dramatique. Au-dessus de chaque image on lisait, en
guise de titre, quelques mots tracés au pinceau.
Sur la première feuille, un sous-officier et une femme
blonde en toilette tapageuse étaient campés au fond d’une luxueuse victoria ;
ces mots « Flore et l’adjudant Lécurou » indiquaient sommairement le couple.
Ensuite venait la « Représentation de Dédale », figurée par
une large scène sur laquelle un chanteur en draperies grecques semblait donner
toute sa voix ; au premier rang d’une avant-scène, on retrouvait l’adjudant
assis à côté de Flore, qui braquait sa lorgnette du côté de l’artiste.
Dans la « Consultation », une vieille femme vêtue d’une
ample rotonde attirait l’attention de Flore sur un planisphère céleste épinglé
au mur et tendait doctoralement l’index vers la constellation du Cancer.
La « Correspondance secrète », commençant une deuxième
rangée d’épreuves, montrait la femme en rotonde offrant à Flore une de ces
grilles spéciales qui, nécessaires pour déchiffrer certains cryptogrammes, se
composent d’une simple feuille de carton bizarrement ajourée.
Le « Signal » avait pour décor la terrasse d’un café presque
désert, devant lequel un zouave brun, attablé sans compagnon, désignait au
garçon un large bourdon mû au faîte d’une église voisine ; en dessous, on
lisait ce dialogue bref : « Garçon, qu’est-ce que cette sonnerie de cloche ? —
C’est le Salut. — Alors, servez-moi un arlequin. »
La « Jalousie de l’Adjudant » évoquait une cour de caserne
où Lécurou, levant quatre doigts de la main droite, semblait adresser une
furieuse semonce au zouave déjà vu sur l’image précédente ; la scène était
brutalement accompagnée de cette phrase d’argot militaire : « Quatre crans ! »
Placée en tête de la troisième rangée, la « Rébellion du
Bravo » introduisait dans l’intrigue un zouave très blond qui, refusant
d’exécuter un ordre de Lécurou, répondait ce seul mot « Non ! » inscrit sous
l’aquarelle.
La « Mort du Coupable », soulignée par le commandement «
Joue ! », se composait d’un peloton d’exécution visant, sous les ordres de
l’adjudant, le cœur du zouave aux cheveux d’or.
Dans le « Prêt usuraire », la femme en rotonde
réapparaissait pour tendre plusieurs billets de banque à Flore, qui, assise
devant un bureau, semblait signer quelque reconnaissance de dette.
La rangée finale débutait par la « Police au Tripot ». Cette
fois, un large balcon, d’où Flore se précipitait dans le vide, laissait voir,
par certaine fenêtre ouverte, une grande table à jeu, entourée de pontes fort
effarés par l’arrivée intempestive de plusieurs personnages vêtus de noir.
L’avant-dernier tableau, intitulé « La Morgue », présentait
de face un cadavre de femme exposé derrière un vitrage et couché sur une dalle
; au fond, une châtelaine d’argent accrochée fort en évidence se tendait sous
le poids d’une montre précieuse.
Enfin, le « Soufflet fatal » terminait la série par un
paysage nocturne ; dans la pénombre on voyait le zouave brun giflant l’adjudant
Lécurou, tandis qu’au loin, se détachant sur une forêt de mâts, une sorte de
pancarte éclairée par un puissant réverbère montrait ces trois mots : « Port de
Bougie ».
Derrière moi, fournissant un pendant à l’autel, une sombre
bâtisse rectangulaire de très petites dimensions avait pour façade une grille
légère aux minces barreaux de bois peints en noir ; quatre détenus, deux hommes
et deux femmes de race indigène, erraient silencieusement à l’intérieur de
cette prison exiguë ; au-dessus de la grille, le mot « Dépôt » était inscrit en
lettres rougeâtres.
À mes côtés se tenait le groupe nombreux des passagers du Lyncée5, attendant debout l’apparition du défilé promis.